LOVECRAFT, HOWARD PHILLIPS

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belzebuth666
view post Posted on 24/11/2008, 15:58




LA MALDICIÓN QUE CAYÓ SOBRE SARNATH

Hay en la tierra de Mnar un amplio lago tranquilo al que ninguna corriente nutre y del
que tampoco nace río alguno. Hace diez mil años se alzaba en sus riberas la poderosa ciudad
de Sarnath, pero Sarnath ya no está allí.
Cuentan que, en los olvidados años en que el mundo era joven, aun antes de que los
hombres de Sarnath llegaran a la tierra de Mnar, otra ciudad se ubicaba junto al lago; la
ciudad construida con piedras grises de lb, que era tan vieja como el mismo lago y estaba
poblada por seres de ingrata apariencia. Tales seres resultaban sumamente feos y extraños, tal
como de hecho son la mayoría de los retoños de un mundo apenas esbozado. Está escrito en
las piedras cilíndricas de Kadatheron que el color de los seres de lb resultaba tan verde como
el lago y las neblinas que se alzan de su superficie; que eran de ojos saltones, labios fofos y
repulsivos, y curiosas orejas, así como que eran mudos. También está escrito que
descendieron una noche de la luna, entre la niebla; ellos y el gran lago tranquilo, y la pétrea
ciudad gris de lb. Como quiera que sea, es cierto que adoraban a un ídolo de piedra verde mar
cincelado a semejanza de Bokrug, el gran lagarto acuático, ante el que danzaban de forma
horrible cuando la luna se mostraba gibosa. Y está escrito en los papiros de Ilarnek que
descubrieron un día el fuego, y que desde entonces utilizaron las llamas en multitud de
festejos. Pero no es mucho lo que se ha escrito sobre tales seres, ya que existieron en tiempos
verdaderamente remotos, y el hombre es joven, y sabe muy poco sobre los más antiguos de
entre los seres vivos.
Tras muchos eones los hombres llegaron a la tierra de Mnar; eran oscuros pueblos
pastores que arreaban sus rebaños y que construyeron Thraa, Ilarnek y Kadatheron junto al
sinuoso río Al. Y algunas tribus, más audaces que las otras, se llegaron al borde del lago y
emplazaron Sarnath en el lugar en que los metales preciosos afloraban de la tierra.
Las errabundas tribus ubicaron las primeras piedras de Sarnath no muy lejos de la
ciudad gris de lb, maravillándose en grado sumo ante los seres que allí moraban. Pero con su
asombro se mezclaba el odio, porque no estaba en su forma de pensar el admitir que seres de
tal aspecto pudieran habitar el mundo de los hombres nacidos del fango. Tampoco gustaban
de las extrañas esculturas sobre los monolitos grises de lb, ya que la gran antigüedad de tales
tallas les resultaba terrible. Nadie sabría decir por qué aquellos seres y esculturas
permanecían sobre la tierra, aun tras la llegada del hombre; a no ser que fuera porque la tierra
de Mnar era tranquila en verdad, y alejada de la mayoría de otras tierras, tanto de la vigilia
como de los sueños.
Cuanto más miraban a los seres de lb, más los odiaban los hombres de Sarnath, y a
esto contribuía no poco el descubrimiento de que aquellos seres resultaban débiles como jalea
a la herida de piedras, lanzas y flechas. Así que un día los guerreros jóvenes, los honderos y
los lanceros y los arqueros se pusieron en marcha contra Ib y mataron a todos sus moradores,
arrojando los extraños cuerpos al lago mediante largas lanzas, ya que no querían tocarlos. Y
ya que no gustaban de los grises monolitos esculpidos de lb, los abatieron asimismo sobre el
lago, maravillándose de la enormidad del trabajo de acarrear aquellas piedras desde muy
lejos, como sin duda había sido, ya que no se conocía nada semejante en toda la tierra de
Mnar ni en las adyacentes.
De esta forma no quedó nada de la antiquísima ciudad, a excepción del ídolo de
piedra verde mar cincelado a semejanza de Bokrug, el lagarto acuático. A éste los guerreros
jóvenes se lo llevaron a Sarnath como un símbolo de conquista sobre los viejos dioses y los
seres de lb, así como en señal de liderazgo sobre Mnar. Pero la noche después de ser
emplazado en el templo, algo terrible debió suceder, ya que se vieron luces salvajes sobre el
lago, y al llegar la mañana el pueblo se encontró con que había desaparecido, y que el sumo
sacerdote Taran-Ish yacía muerto, como abatido por algún miedo indecible. Y antes de morir,
Taran-Ish había garabateado sobre el altar de crisolito con trazos temblorosos la señal de la
MALDICIÓN.
Luego de Taran-Ish se sucedieron los sumos sacerdotes en Sarnath, pero nunca
llegaron a encontrar el ídolo de piedra verde mar. Y multitud de siglos llegaron y se fueron, y
Sarnath prosperó desmesuradamente, hasta que sólo los sacerdotes y las viejas recordaron lo
que Taran-Ish garabateara sobre el altar de crisolito. Entre Sarnath y la ciudad de Ilarnek se
estableció un camino de caravanas, y los preciosos metales de la tierra se intercambiaban por
otros metales y ropas raras y joyas y libros e instrumental para los artífices y todas los lujosos
bienes conocidos por el pueblo que habita a lo largo del sinuoso río Ai y aun más allá. Así
creció Sarnath poderosa y sabia, y enviaba ejércitos de conquista para subyugar a las
ciudades vecinas; y en su momento se sentaron en el trono de Sarnath los reyes de toda la
tierra de Mnar, así como multitud de tierras adyacentes.
Maravilla del mundo y orgullo de la humanidad era Sarnath la magnífica. De pulido
mármol, extraído del desierto, eran sus murallas; con una altura de 300 codos y una anchura
de 75, de forma que dos carros podían cruzarse sobre su parte alta. Su longitud era de 500
estadios, interrumpiéndose tan sólo en la parte que daba al lago, donde un gran dique de
piedra verde contenía a las olas que se alzaban de forma extraña una vez al año, durante el
aniversario de la destrucción de Ib. En Sarnath había cincuenta calles que iban del lago a las
puertas de las caravanas, y otras cincuenta que las cruzaban. De ónice estaban todas
pavimentadas, a excepción de aquellas por donde pasaban los caballos y los camellos y los
elefantes, que se hallaban adoquinadas con granito. Y las puertas de Sarnath eran tantas como
calles concluían en sus murallas, cada una de ellas de bronce y flanqueadas por efigies de
leones y elefantes esculpidos en una clase de piedra ya desconocida para los hombres. Las
casas de Sarnath eran de ladrillo vidriado y calcedonia, cada una con su jardín vallado y su
estanque cristalino. En extraño estilo habían sido construidas, ya que ninguna otra ciudad
poseía casas así, y los viajeros de Thraa e Ilarnek y Kadatheron se maravillaban ante los
resplandecientes domos con que se hallaban rematadas.
Pero más maravillosos aún resultaban los templos y los palacios, así como los jardines
establecidos por el antiguo rey Zokkar. Había multitud de palacios, el más modesto de los
cuales era más formidable que cualquiera de los de Thraa o Ilarnek o Kadatheron. Tan altos
eran que, hallándose en su interior, uno podía creer que se hallaba a cielo abierto; aunque
cuando se iluminaban con antorchas embebidas en el aceite de Dothur sus muros mostraban
inmensos frescos de reyes y ejércitos, de una magnificencia tal que elevaban el espíritu al
tiempo que atemorizaban a quienes los contemplaban. Multitud eran las columnas de los
palacios, todas de mármol veteado, y talladas con motivos de belleza sin par. Y en la mayoría
de los palacios los suelos se hallaban cubiertos por mosaicos de berilo y lapislázuli y
sardónice y rubí y otros materiales selectos, tan bien distribuidos que el visitante podía
creerse paseando sobre lechos de las más raras flores. Y había asimismo fuentes que
derramaban aguas perfumadas alrededor mediante surtidores diseñados con habilidosa
artesanía. Eclipsando a todos sus rivales se alzaba el palacio de los reyes de Mnar y tierras
adyacentes. Sobre dos agazapados leones de oro reposaba el trono, muchos peldaños por
encima del suelo resplandeciente. Y había sido tallado en una única pieza de marfil, aunque
ningún hombre vivo conocía de dónde pudiera proceder algo tan inmenso. En ese palacio
también había innumerables galerías, y muchos anfiteatros donde leones y hombres y
elefantes combatían para entretenimiento de los reyes. En ocasiones se inundaban los
anfiteatros con aguas canalizadas desde el lago a través de poderosos acueductos, y entonces
se libraban trepidantes combates navales o luchas de nadadores contra mortíferos seres
acuáticos.
Altos y asombrosos resultaban los diecisiete templos en torre de Sarnath, edificados
con una piedra de reflejos multicolores desconocida en cualquier otra parte. Su buen millar de
codos medía el mayor de todos, allí donde moraba el sumo sacerdote entre una magnificencia
apenas superada por la del rey. Abajo había salones tan amplios y espléndidos como los de
los palacios, donde se agolpaban las muchedumbres adorando a Zo-Kalar y Tamash y Lobon,
los dioses mayores de Sarnath, cuyos relicarios, envueltos en humo de incienso, eran
semejantes a tronos de monarca. Las imágenes de Zo-Kalar y Tamash y Lobon no eran como
las demás estatuas de dioses, ya que resultaban tan vívidas que uno podría jurar que los
propios y agraciados dioses barbudos ocupaban sus tronos de marfil. Y a través de
interminables escaleras de brillante circonio se llegaba al aposento de la cima, desde donde el
sumo sacerdote avizoraba de día sobre la ciudad y las llanuras y el lago; y de noche la críptica
luna y las estrellas más brillantes y los planetas, así como sus reflejos en el lago. Allí tenían
lugar los más antiguos y secretos ritos en execración de Bokrug, el lagarto acuático, y allí
reposaba el altar de crisolito ostentando la MALDICIÓN, garabateada por Taran-Ish.
Maravillosos asimismo resultaban los jardines edificados por el antiguo rey Zokkar.
Ocupaban el centro de Sarnath, cubriendo un gran espacio y circundados por un alto muro. Y
se hallaban cubiertos por un poderoso domo de cristal, a través del cual brillaban el sol y la
luna y las estrellas y los planetas cuando estaba despejado. Y de ella se colgaban refulgentes
imágenes del sol y la luna y las estrellas y los planetas cuando estaba nublado. En verano, los
jardines se refrescaban mediante aromáticas brisas frescas, habilidosamente provocadas
mediante ventiladores, y en verano se caldeaban a través de fuegos ocultos, por lo que en
dichos jardines siempre reinaba la primavera. Pequeñas corrientes corrían sobre guijarros
claros, surcando prados verdes y jardines multicolores, y multitud de puentes los salvaban de
uno a otro lado. Muchas eran las cascadas a lo largo de sus cursos, y muchos asimismo los
estanques cuajados de lirios en los que se expandían. Sobre corrientes y estanques bogaban
blancos cisnes, al tiempo que la música de aves exóticas repicaba al compás del canto de las
aguas. Macizos verdes nacían en ordenadas terrazas, adornados aquí y allá con emparrados y
amables arriates, y asientos y bancos de mármol y pórfido. Y había innumerables capillas y
templetes en donde uno podía descansar o rezar a los dioses menores.
Cada año tenía lugar en Sarnath la fiesta de la destrucción de lb, y en esa ocasión se
prodigaban el vino, las canciones, la danza y todo tipo de festejos. Se rendían grandes
honores a los espectros de aquellos que aniquilaron a los seres de extraña antigüedad, y la
memoria de éstos y sus viejos dioses resultaba mancillada por bailarines y músicos coronados
con rosas procedentes de los jardines de Zokkar. Y los reyes oteaban sobre el lago y
maldecían los huesos de los muertos que descansaban en sus honduras. En un principio los
sumos sacerdotes no gustaban de tales festejos, ya que se contaban unos a otros extrañas
historias de cómo el ídolo verde mar se había esfumado, y de cómo Taran-Ish había muerto
de miedo, no sin antes dejar un aviso. Y se comentaba que, a veces, desde su alta torre, se
divisaban luces bajo las aguas del lago. Pero como innumerables años fueron transcurriendo
sin que sucediera calamidad alguna, incluso los sacerdotes rieron y maldijeron, y tomaron
parte en aquellas orgías multitudinarias. Además, ¿no habían ellos mismos realizado a
menudo, en su alta torre, el inconcebiblemente antiguo rito de execración de Bokrug, el
lagarto acuático? Y un millar de años de riqueza y gozos transcurrieron sobre Sarnath,
maravilla del mundo y orgullo de toda la humanidad.
Magnificiente más allá de toda imaginación resultó la fiesta del milenio de la
destrucción de lb. Por espacio de una década se habló en la tierra de Mnar sobre ella, y al
acercarse la noche acudieron a Sarnath en caballos y camellos y elefantes hombres de Thraa,
Ilarnek y Kadatheron, y de todas las ciudades de Mnar y de las tierras de aún más allá. Los
pabellones de los príncipes y las tiendas de los viajeros se alzaron ante los marmóreos muros
en aquella señalada noche, y por toda la ribera resonaban los cánticos de alegres celebrantes.
En su sala de banquetes se reclinaba Nargis-Hey, el rey, catando vinos añejos de las bodegas
de la conquistada Pnath, rodeado de nobles alegres y diligentes esclavos. Se habían paladeado
multitud de platos durante esa fiesta; pavos reales de las islas de Nariel en el Océano Medio;
cabras jóvenes de las lejanas colinas de Implan, pies de camellos del desierto bnarcico,
nueces y especias de los plantíos cidarianos, y perlas de marítimo Mtal, disueltas en el
vinagre de Thraa. Había salsas en número incontable, preparadas por los mejores cocineros
de toda Mnar, y aptas para todos los paladares. Pero el manjar más apreciado lo constituían
los grandes peces del lago, de gran envergadura y servidos sobre fuentes de oro hermoseadas
con rubíes y diamantes.
Mientras el rey y sus nobles festejaban en palacio, y contemplaban los platos cumbre
que aguardaban en sus fuentes de oro, otros celebraban en otra parte. En la torre del gran
templo los sacerdotes se entregaban a la diversión, y en los pabellones extramuros los
príncipes de tierras vecinas festejaban a su vez. Y sucedió que fue el sumo sacerdote Gnai-
Kah quien primero advirtió la sombra que descendía de la gibosa luna hacia el lago, y la
espantosa bruma verde que surgía del lago para juntarse con la luna y envolver con siniestra
neblina las torres y cúpulas de la condenada Sarnath. Luego, quienes estaban en las torres y al
otro lado de los muros avistaron extrañas luces en las aguas y vieron que la roca gris
Akurión, que se alzaba junto a la orilla, estaba casi sumergida. Y el miedo prendió difusa
aunque velozmente, de forma que el príncipe de Ilarnek y el del lejano Rokol desmontaron y
plegaron sus tiendas y pabellones y huyeron hacia el río Ai, aunque ellos mismos apenas
entendían el motivo de aquella precipitada salida.
Entonces, próxima a sonar la medianoche, las puertas de bronce de Sarnath se
abrieron y vomitaron una multitud enloquecida que cubrió la llanura, por lo que príncipes
visitantes y viajeros huyeron espantados, ya que los rostros de esa multitud ostentaban la
enloquecedora impronta de un inaguantable horror, y de sus bocas brotaban palabras tan
terribles que nadie se demoró a comprobar su verdad. Hombres de ojos enloquecidos por el
miedo vociferaban haber mirado en la sala del rey a través de los ventanales, y que ya no
resultaba posible ver las siluetas de Nargis-Hei y sus nobles y esclavos, sino tan sólo una
horda de indescriptibles seres verdes mudos, con ojos saltones y repulsivos labios fofos, y
curiosas orejas. Seres que bailaban de forma espantosa, sosteniendo entre sus zarpas fuentes
doradas hermoseadas con rubíes y diamantes, y conteniendo llamas terribles. Y los príncipes
y viajeros, mientras huían de la ciudad maldita de Sarnath a lomos de caballos y camellos y
elefantes, volvieron la vista al lago del que brotaban las nieblas y vieron que la roca Akurión
se hallaba prácticamente sumergida.
Por toda la tierra de Mnar y adyacentes corrieron historias de aquellos que habían
escapado de Sarnath, y las caravanas ya no concurrieron más a la ciudad maldita, ni a sus
metales preciosos. Tuvo que transcurrir mucho tiempo antes de que algún viajero fuera allá, y
sólo entonces los jóvenes valientes y aventureros de la lejana Falona osaron hacer el viaje,
jóvenes aventureros de pelo rubio y ojos azules sin parentesco alguno con los hombres de
Mnar. De hecho, aquellos hombres acudieron al lago para contemplar Sarnath, pero aunque
encontraron el gran lago tranquilo y la roca gris Ákurión que se alza muy alta cerca de la
orilla, no pudieron vislumbrar la maravilla del mundo y orgullo de toda la humanidad. Donde
antes se alzaran muros de 300 codos y torres aún más altas, ahora se hallaba sólo orilla
pantanosa; y donde antes moraran cincuenta millones de hombres ahora tan sólo se veía
reptar al detestable lagarto verde de agua. Ni las minas de metal precioso quedaban, ya que la
MALDICIÓN había caído sobre Sarnath.
Pero medio oculto entre los juncos se descubrió un curioso ídolo de piedra verde; un
ídolo sumamente antiguo, cubierto de algas y cincelado a semejanza de Bokrug, el gran
lagarto acuático. Ese ídolo, entronizado en el gran templo de Ilarnek, fue en adelante adorado
al resplandor de la luna gibosa en toda la tierra de Mnar.

Edited by astaroth1 - 22/12/2008, 23:28
 
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nubarus
view post Posted on 24/11/2008, 16:10




El Ceremonial(The Festival-1923)
H.P. Lovecraft

EL CEREMONIAL



Me encontraba lejos de casa, y caminaba fascinado por el encanto de la mar oriental. Empezaba a
caer la tarde, cuando la oí por primera vez, estrellándose contra las rocas. Entonces me di cuenta de lo cerca que la tenía. Estaba al otro lado del monte, donde los sauces retorcidos recortaban sus
siluetas sobre un cielo cuajado de tempranas estrellas. Y porque mis padres me habían pedido que
fuese a la vieja ciudad que ahora ten ía a paso, proseguí la marcha en medio de aquel abismo de
nieve recién caída, por un camino que parec ía remontar, solitario, hacia Aldebarán -tembloroso entre
los árboles-, para luego bajar a esa antiquísima ciudad, en la que jamás había estado, pero en la que
tantas veces he soñado durante mi vida. Era el Día del Invierno, ese día que los hombres llaman
ahora Navidad, aunque en el fondo sepan que ya se celebraba cuando aún no existían ni Belén ni
Babilonia ni Menfis ni aun la propia humanidad. Era, pues, el Día del Invierno, y por fin llegaba yo al
antiguo pueblo marinero donde había vivido mi raza, mantenedora del ceremonial de tiempos
pasados aun en épocas en que estaba prohibido. Al viejo pueblo llegaba, cuyos habitantes habían
ordenado a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, que celebraran el ceremonial una vez cada cien años,
para que nunca se olvidasen los secretos del mundo originario. Era la mía una raza vieja; ya lo era cuando vino a colonizar estas tierras, hace trescientos años. Y era la mía una gente extraña, gente
solapada y furtiva, procedente de los insolentes jardines del Sur, que hablaban otra lengua antes de aprender la de los pescadores de ojos azules. Y ahora estaba esparcida por el mundo, y únicamente
se reunía a compartir rituales y misterios que ningún otro viviente podría comprender.
Yo era el único que regresaba aquella noche al viejo pueblo pesquero como ordenaba la tradición,
pues sólo recuerdan el pobre y el solitario. Después, al coronar la cuesta del monte, dominé la vista de Kingsport, adormecido en el frío del anochecer, nevado, con sus vetustas veletas, sus
campanarios, sus tejados y chimeneas los muelles, los puentes, los sauces y cementerios. Los
interminables laberintos de calles abruptas, estrechas y retorcidas, serpenteaban hasta lo alto de la colina donde se alzaba el centro de la ciudad, coronado por una iglesia extraña que el tiempo parecía
no haber osado tocar. Una infinidad de casas coloniales se amontonaban en todos los sentidos y
niveles, como las abigarradas construcciones de madera de algún niño. Las alas grises del tiempo
parecían cernerse sobre los tejados y las nevadas buhardillas. Los faroles y las ventanas emit ían en la oscuridad unos reflejos que iban a juntarse con Orión y las estrellas primordiales. Y la mar rompía
incesante contra los muelles miserables, aquella mar de la que emergiera nuestro pueblo en los viejos tiempos.
Junto al camino, una vez arriba de la cuesta, hab ía una colina yerma barrida por el viento. No tardé en
ver que se trataba de un cementerio, en donde las negras lápidas surgían de la nieve como las uñas
destrozadas de un cadáver gigantesco. El camino, sin huella alguna de tráfico, estaba solitario.
Unicamente me parecía oír, de cuando en cuando, unos crujidos como de una horca estremecida por el viento. En 1692 ahorcaron a cuatro de mi raza por brujería.
Una vez que la carretera comenzó a descender hacia la mar, presté atención por si oía el alegre
bullicio de los pueblos anochecer, pero no oí nada. Entonces recordé la época en que estábamos,
se me ocurrió que el viejo pueblo puritano conservar ía tal vez costumbres navideñas, extraigas para
mí, y que entonces estaría entregado a silenciosas oraciones. Así que abandoné mis esperanzas de
oír el bullicio propio de estas fiestas, dejé de buscar viajeros con la mirada, y seguí mi camino. Fui
dejando atrás, a uno y otro lado, las silenciosas casas de campo con sus luces ya encendidas.
Después me interné entre las oscuras paredes de piedra, en las que el aire salitroso mecía las
chirriantes enseñas de antiguas tiendas y tabernas marineras. Las grotescas aldabas de las puertas,
bajo los soportales, brillaban a lo largo de los callejones desiertos reflejando la escasa luz que se
escapaba de las estrechas ventanas encortinadas.
Traía conmigo el plano de la ciudad y sabía dónde se encontraba la casa de los míos. Se me había
dicho que sería reconocido y que me darían acogida, porque la tradición del pueblo posee una vida
muy larga. De modo que apresuré el paso y entré en Back Street hasta llegar a Circle Court;luego
continué por Green Lane, única calle pavimentada de la ciudad, que va a desembocar detrás del
Edificio del Mercado. Aún servía el antiguo plano, y no me tropecé con dificultades. Sin embargo, en Arkham me habían mentido al decirme que había tranvías; al menos yo no veía
redes de cables aéreos por ninguna parte. En cuanto a los raíles, es posible que los ocultara la nieve.
Me alegré de tener que caminar, porque la ciudad, revestida de blanco, me había parecido muy
hermosa desde el monte. Por otra parte, estaba impaciente por llamar a la puerta de los míos, por
llegar a esa séptima casa de Green Lane, a mano izquierda, de tejado puntiagudo y doble planta, que databa de antes de 1650.
Había luces en el interior y, por lo que pude apreciar a través de la vidriera de rombos de la ventana,
todo se conservaba tal y como debió de ser en aquellos tiempos. El piso superior se inclinaba por
encima del estrecho callejón invadido de yerba y casi tocaba el edificio de enfrente, que también se inclinaba peligrosamente, formando casi un túnel por donde caminaba yo. Los peldaños del umbral
estaban enteramente limpios de nieve. No había aceras y muchas casas tenían la puerta muy por
encima del nivel de la calle, llegándose hasta ella por un doble tramo de escaleras con barandilla de hierro. Era un escenario verdaderamente singular; acaso me pareció tan extraño por ser yo extranjero
en Nueva Inglaterra. Pero me gustaba, y aún me hubiera resultado más encantador si hubiera visto pisadas en la nieve, gentes en las calles y alguna ventana con las cortinillas descorridas.
Al dar los golpes con aquella vieja aldaba de hierro, me sentí preso de una alarma repentina. Se
despertó en mí cierto temor que fue tomando consistencia, debido tal vez a la rareza de mi estirpe, al
frío de la noche o al silencio impresionante de la vieja ciudad de costumbres extrañas. Y cuando en
respuesta a mi llamada, se abrió la puerta con un chirrido quejumbroso, me estremecí de verdad, ya
que no había oído pasos en el interior. Pero el susto pasó en seguida: el anciano que me atendió,
vestido con traje de calle y en zapatillas, tenía un rostro afable que me ayudó a recuperar mi
seguridad; y aunque me dio a entender por señas que era mudo, escribió con su punzón, en una
tablilla de cera que traía, una curiosa y antigua frase de bienvenida. Me señaló con un gesto una sala
baja iluminada por velas. Tenía la pieza gruesas vigas de madera y recio y escaso mobiliario del siglo XVII. Aquí, el pasado recobraba vida; no faltaba ningún detalle. Me llamaron la atención la chimenea,
de campana cavernosa, y una rueca sobre la que una vieja, ataviada con ropas holgadas y bonete de paño, de espaldas a mí, se inclinaba afanosa pese a la festividad del día. Reinaba una humedad
indefinida en la estancia, y por ello me extrañó que no tuvieran fuego encendido. Había un banco de
alto respaldo colocado de cara a la fila de ventanas encortinadas de la izquierda, y me pareció que
había alguien sentado en él, aunque no estaba seguro. No me gustaba nada de lo que veía allí y
nuevamente sentí temor. Y mi temor fue en aumento, porque cuanto más miraba el rostro suave de
aquel anciano, más repugnante me parecía su suavidad. No pestañeaba, y su color era demasiado
parecido al de la cera. Por último, llegué al a plena convicción de que aquello no era un rostro sino
una máscara confeccionada con diabólica habilidad. Entonces sus flojas manos, curiosamente
enguantadas, escribieron con pasmosa soltura en la tablilla, informándome de que yo debía esperar
un rato antes de ser conducido al sitio donde se celebraría el ceremonial. Me señaló una silla, una
mesa, un montón de libros, y salió de la estancia. Al echar mano de los libros, vi que se trataba de
volúmenes muy antiguos y mohosos. Entre ellos estaban el viejo tratado sobre las Maravillas de la Naturaleza de Morryster, el terrible Saducismus Triumphatus de Joseph Glanvil, publicado en 1681; la espantosa Daemonotatreia de Remigius, impresa en 1595 en Lyon, y el peor de todos, el incalificable Necronomicon, del loco Abdul Alhazred, en la excomulgada traducción latina de Olacius Wormius. Era
éste un libro que jamás había tenido en mis manos, pero del cual había oído decir cosas
monstruosas. Nadie me dirigió la palabra; lo único que turbaba el silencio eran los aullidos del viento en el exterior y el girar de la rueca mientras la vieja seguía con su silencioso hilar. Tanto la estancia como aquella gente y aquellos libros me daban una extraña impresión de morbosidad e inquietud;
pero, puesto que se trataba de una antigua tradición de mis antepasados, en virtud de la cual se me había convocado para tan extraña conmemoración, pensé que debía esperarme las cosas más
peregrinas. Conque me puse a leer. Interesado por un tema que había encontrado en el
Necronomicon no tardé en darme cuenta que la lectura aquella me encogía el corazón. Se trataba de una leyenda demasiado espantosa para la razón y la conciencia. Luego experimenté un sobresalto, al
oír que se cerraba una de las ventanas situadas delante del banco de alto respaldo. Parecía como si la hubiesen abierto furtivamente. A continuación se oyó un rumor que no provenía de la rueca. Sin embargo, no pude distinguirlo bien porque la vieja trabajaba afanosamente y, justo en aquel
momento, el vetusto reloj se puso a tocar. Después, la idea de que había personas en el banco se me
fue de la cabeza, y me sumí en la lectura hasta que regresó el anciano, con botas esta vez, vestido
con holgados ropajes antiguos, y se sentó en aquel mismo banco, de forma que no le pude ver ya.
Era enervante aquella espera, y el libro impío que tenía en mis manos me desazonaba más aún. Al dar las once, el viejo se levantó, se acercó a un enorme cofre que había en un rincón, y extrajo dos
capas con caperuza; se puso una de ellas, y con la otra envolvió a la vieja, que dejó de hilar en ese
momento. Luego, ambos le dirigieron hacia la puerta. La mujer arrastraba una pierna. El viejo,
después de coger el mismísimo libro que había estado leyendo yo, me hizo una sería y se cubrió con la caperuza su rostro inmóvil ... o su máscara.
Salimos a la tenebrosa y enmarañada red de callejuelas de aquella ciudad increíblemente antigua. A
partir de ese momento, las luces se fueron apagando una a una tras las cortinas de las ventanas, y
Sitio contempló la muchedumbre de figuras encapuchadas que surgían en silencio de todas las
puertas y formaban una monstruosa procesión a lo largo de la calle, hasta más allá de las enseñas
chirriantes, de los edificios de tejados inmemoriales, de los de techumbre de paja, y de las casas de
ventanas adornadas con vidrieras de rombos. La procesión fue recorriendo callejones empinados,
cuyas casas leprosas se recostaban unas contra otras o se derrumbaban juntas, y atravesó plazas y atrios de iglesias y los faroles de las multitudes compusieron constelaciones vertiginosas y
fantásticas. Yo caminaba junto a mis guías mudos, en medio de una muchedumbre silenciosa. Iba
empujado por codos que se me antojaban de una blandura sobrenatural, estrujado por barrigas y
pechos anormalmente pulposos, y no obstante seguía sin ver un rostro ni oír una voz. La columnas
espectrales ascendían más y más por las interminables cuestas y todos se iban aglomerando a
medida que se acercaban a los lóbregos callejones que desembocaban en la cumbre, centro de la
ciudad, donde se elevaba una inmensa iglesia blanca. Ya la había visto antes, desde lo alto del
camino, cuando me detuve a contemplar Kingsport en las últimas luces del atardecer y me estremecí al imaginar que Aldebarán había temblado un instante por encima de su torre fantasmal. Había un espacio despejado alrededor de la iglesia. En parte era cementerio parroquial y, en parte, plaza medio
pavimentada, flanqueada por unas casas enfermas de puntiagudos tejados y aleros vacilantes, donde el viento azotaba y barría la nieve. Los fuegos fatuos danzaban por encima de las tumbas revelando
un espeluznante espectáculo sin sombras. Más allá del cementerio, donde ya no hab ía casas, pude contemplar de nuevo el parpadeo de las estrellas sobre el puerto. El pueblo era invisible en la oscuridad. Sólo de cuando en cuando se veía oscilar algún farol por las serpenteantes callejas,
delatando a algún retrasado que corría para alcanzar a la multitud que ahora entraba silenciosa en el templo.
Esperé a que terminaran todos de cruzar el pórtico, para que acabaran así los empujones. El viejo me tiró de la manga, pero yo estaba decidido a entrar el último. Cruzamos el umbral y nos adentramos en
el templo rebosante y oscuro. Me volví para mirar hacia el exterior; la fosforescencia del cementerio
parroquial derramaba un resplandor enfermizo sobre la plaza pavimentada. Y de pronto, sentí un
escalofrío: aunque el viento había barrido la nieve, aún quedaban rodales sobre el mismo camino que
conducía al pórtico. Y sobre aquella nieve, para asombro mío, no descubrí ni una sola huella de pies, ni siquiera de los míos.
La iglesia apenas resultaba iluminada, a pesar de todas las luces que habían entrado, porque la
mayor parte de la multitud había desaparecido. Todos se dirig ían por las naves laterales, sorteando
los bancos, hacia una abertura que había al pie del púlpito, y se deslizaban por ella sin hacer el menor ruido. Avancé en silencio; me metí en la abertura y comencé a bajar por los gastados peldaños que
conducían a una cripta oscura y sofocante. La cola sinuosa de la procesión era enorme. El verlos a
todos rebullendo en el interior de aquel sepulcro venerable me pareció horrible de verdad. Entonces
me di cuenta de que el suelo de la cripta tenía otra abertura por la que también se deslizaba la
multitud, y un momento después nos encontrábamos todos descendiendo por una escalera
abominable, por una estrecha escalera de caracol húmeda, impregnada de un color muy peculiar- que se enroscaba interminablemente en las entrañas de la tierra, entre muros de chorreantes bloques de
piedra y yeso desintegrado. Era un descenso silencioso y horrible. Al cabo de muchísimo tiempo,
observé que los peldaños ya no eran de piedra y argamasa, sino que estaban tallados en la roca viva.
Lo que más me asombraba era que los miles de pies no produjeran ruido ni eco alguno. Después de
un descenso que duró una eternidad, vi unos pasadizos laterales o túneles que, desde ignorados
nichos de tinieblas, conducían a este misterioso acceso vertical. Los pasadizos aquellos no tardaron en hacerse excesivamente numerosos. Eran como impías catacumbas de apariencia amenazadora, y
el acre olor a descomposición que despedían fue aumentando hasta hacerse completamente
insoportable. Seguramente habíamos bajado hasta la base de la montaría, y quizá estábamos por
debajo incluso del nivel de Kingsport. Me asustaba pensar en la antigüedad de aquella población
infestada, socavada por aquellos subterráneos corrompidos. Luego vi el cárdeno resplandor de una
luz desmayada y oí el murmullo insidioso de las aguas tenebrosas. Sentí un nuevo escalofrío; no me gustaban las cosas que estaban sucediendo aquella noche. Ojalá que ningún antepasado mío hubiera
exigido mi asistencia a un rito de ese género. En el momento en que los peldaños y los pasadizos se
hicieron más amplios hice otro descubrimiento: percibí el doliente acento burlesco de una flauta; y súbitamente, se extendió ante mí el paisaje ¡limitado de un mundo interior: una inmensa costa
fungosa, iluminada por una columna de fuego verde y bañada por un vasto río oleaginoso que
manaba de unos abismos espantosos, insospechados, y corría a unirse con las simas negras del
océano inmemorial.
Desfallecido, con la respiración agitada, contemplé aquel Averno profano de leproso resplandor y
aguas mucilaginosas; la muchedumbre encapuchada formó un semicírculo alrededor de la columna
de fuego. Era el rito del Invierno, más antiguo que el género humano y destinado a sobrevivirle, el rito
primordial que prometía solsticio y primavera después de las nieves; el rito del fuego, del eterno
verdor, de la luz y de la música. Y en aquella gruta estigia vi cómo ejecutaban todos el rito y adoraban
la nauseabunda columna de fuego y arrojaban al agua puñados de viscosa vegetación que
resplandecía con una fosforescencia pálida y verdosa. Y vi también, fuera del alcance de la luz, un
bulto amorfo, achaparrado, que tocaba la flauta de modo repugnante. Y mientras ta ñía la criatura
monstruosa, me pareció oír también unas notas apagadas en la fétida oscuridad donde nada podía
ver. Pero lo que más me llenaba de espanto era la columna de fuego. brotaba como un surtidor
volcánico de las negras profundidades; no arrojaba sombras como una llama normal, y bañaba las
rocas salitrosas de un verdor sucio y venenoso. Toda aquella hirviente combustión no producía calor,
sino únicamente la viscosidad de la muerte y la corrupción. El hombre que me había guiado se
escurrió ahora hasta colocarse junto a la horrible llama y ejecutó unos rígidos ademanes rituales hacia
el semicírculo que le miraba. En determinados momentos del ceremonial, los asistentes rindieron homenaje de acatamiento, especialmente cuando levantó por encima de su cabeza aquel detestable
Necronomicon que llevaba consigo. Yo también tomé parte en todas las reverencias, puesto que
había sido convocado a esta ceremonia de acuerdo con los escritos de mis antecesores. Después, el viejo hizo una señal al que tocaba la flauta en la oscuridad; éste cambió su débil zumbido por un tono,
más audible, provocando con ello un horror inimaginable e inesperado. Faltó poco para que me
desplomara sobre el limo de la tierra, traspasado por un espanto que no provenía de este mundo ni de ninguno, sino de los espacios enloquecedores que se abren entre las estrellas.
En la negrura inconcebible, más allá del resplandor gangrenoso de la fría llama, en las tartáreas
regiones a través de las cuales se retorcía aquel río oleaginoso, extraño, insospechado, apareció
danzando rítmicamente una horda de mansos, híbridos seres alados que ningún ojo, ningún cerebro en su sano juicio, ha podido contemplar jamás. No eran cuervos, ni topos, ni buharros, ni hormigas, ni
vampiros, ni seres humanos en descomposición; eran algo que no consigo -y no debo- recordar.
Daban saltos blandos y torpes, impulsándose a medias con sus pies palmeados y a medias con sus
alas membranosas. Y cuando llegaron hasta la muchedumbre de celebrantes, las figuras
encapuchadas se agarraron a ellos, montaron a horcajadas, y se alejaron cabalgando, uno tras otro, a lo largo de aquel río tenebroso, hacia unos pozos y galerías donde venenosos manantiales alimentan
el caudal tumultuoso y horrible de las negras cataratas. La vieja hilandera se había marchado con los
demás, y el viejo se había quedado, porque yo me negué a cabalgar sobre una de aquellas bestias
como los otros. El flautista amorfo había desaparecido, pero dos de aquellas bestias permanecían allí
pacientemente. Al resistirme a cabalgar, el viejo sacó su punzón y su tablilla, y me comunicó por
escrito que él era el verdadero delegado de aquellos antepasados míos que habían fundado el culto al Invierno en este mismo venerable lugar, que había sido decretado que yo volviera allí, y que faltaban
por celebrarse los misterios más recónditos. Escribió todo esto en un estilo muy antiguo, y aún
dudaba yo cuando sacó de sus amplios ropajes un sello y un reloj con las armas de mi familia, para probar que todo era según había dicho él.
Pero la prueba era espantosa, porque yo sabía por ciertos documentos antiqu ísimos que aquel reloj había sido enterrado con el tatarabuelo de mi tatarabuelo en 1698.
Al poco rato, el viejo echó hacia atrás su capucha y me mostró el parecido familiar de su rostro; pero
aquello me hizo estremecer, porque yo estaba convencido de que se trataba solamente de una
diabólica máscara de cera. Las dos bestias voladoras aguardaban y arañaban inquietas los líquenes
del suelo, y me di cuenta de que el viejo estaba a punto de perder la paciencia. Cuando uno de
aquellos animales comenzó a moverse, alejándose del lugar, el viejo se volvió rápidamente y lo
detuvo, de suerte que, con la rapidez del movimiento, se le desprendió la máscara que llevaba en el
lugar correspondiente a la cabeza. Y entonces, al ver que aquella pesadilla se interponía entre la
escalera de piedra y yo, me arrojé al fondo oleaginoso del río pensando que sin duda desembocaría,
por alguna cavidad, en el fondo del océano. Me lancé en aquel jugo pútrido de las entrañas de la
tierra antes que mis locos chillidos pudieran hacer caer sobre mí las legiones de cadáveres que
aquellos abismos pestilentes ocultaban.
En el hospital me dijeron que me habían encontrado en el puerto de Kingsport, medio helado, al
amanecer, aferrado a un madero providencial. Me dijeron que la noche anterior me había extraviado
por los acantilados de Orange Port, cosa que habían deducido por las huellas que encontraron en la
nieve. No hice ningún comentario. Mi cabeza era un caos. Nada encajaba con mi experiencia de la
noche anterior. Los ventanales del hospital se abrían a un panorama de tejados de los que apenas
uno de cada cinco podía considerarse antiguo. Las calles vibraban con el estrépito de tranvías y
automóviles. Me insistieron en que ésto era Kingsport, cosa que yo no pude negar. Al verme caer en un estado de delirio cuando me enteré de que el hospital se encontraba cerca del cementerio
parroquial de Central Hill, me trasladaron al Hospital St. Mary, de Arkham, donde me atenderían
mejor. Me gustó, en efecto, porque los médicos eran de mentalidad más abierta, y aun me ayudaron,
ya que gracias a su influencia pude conseguir un ejemplar del censurable Necronomicon de Alhazred,
celosamente guardado en la Biblioteca de la Universidad del Miskatonic. Dijeron que sufría una
especie de «psicosis» y convinieron en que el mejor sistema de alejar las obsesiones de mi cerebro
era provocar mi cansancio a base de permitirme ahondar en el tema. De esta suerte llegué a leer el
espantoso capítulo aquél, y me estremecí doblemente, puesto que no era nuevo para mí: lo que
contaba, lo había visto yo, dijeran lo que dijesen las huellas de mis pies, y era mejor olvidar el sitio
donde lo había presenciado. Nadie durante el día me lo hacía recordar pero mis sueños son
aterradores a causa de ciertas frases que no me atrevo a transcribir. Si acaso, citaré únicamente un párrafo. Lo traduciré lo mejor que pueda de ese desgarbado latín vulgar en que está escrito: «Las
cavernas inferiores -escribió el loco Alhazred- son insondables para los ojos que ven, porque sus
prodigios son extraños y terribles.
Maldita la tierra donde los pensamientos muertos viven reencarnados en una existencia nueva y
singular, y maldita el alma que no habita ningún cerebro. Sabiamente dijo Ibn Shacabad: bendita la
tumba donde ningún hechicero ha sido enterrado y felices las noches de los pueblos donde han
acabado con ellos y los han reducido a cenizas. Pues de antiguo se dice que el espíritu que se ha
vendido al demonio no se apresura a abandonar la envoltura de la carne, sino que ceba e instruye al
mismo gusano que roe, hasta que de la corrupción brota una vida espantosa, y las criaturas que se alimentan de la carroña de la tierra aumentan solapadamente para hostigaría, y se hacen
monstruosas para infestarla. Excavadas son, secretamente, inmensas galerías donde debían bastar
los poros de la tierra, y han aprendido a caminar unas criaturas que sólo deberían arrastrarse.
 
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satanas1
view post Posted on 24/11/2008, 16:25




H. P. LOVECRAFT -- POLARIS

El resplandor de la Estrella Polar penetra por la ventana norte de mi cámara. Allí brilla durante todas
las horas espantosas de negrura. Y durante el otoño, cuando los vientos del norte gimen y maldicen, y
los árboles del pantano, con las hojas rojizas, susurran cosas en las primeras horas de la madrugada
bajo la luna menguante y cornuda, me siento junto a la ventana y contemplo esa estrella. En lo alto
tiembla reluciente Casiopea, hora tras hora, mientras la Osa Mayor se eleva pesadamente por detrás
de esos árboles empapados de vapor que el viento de la noche balancea. Antes de romper el d ía,
Arcturus parpadea rojozo por encima del cementerio de la loma, y la Cabellera de Berenice
resplandece espectral allá, en el oriente misterioso; pero la Estrella Polar sigue mirando con recelo,
fija en el mismo punto de la negra bóveda, parpadeando espantosamente como un ojo insensato y
vigilante que pugna por transmitir algun extraño mensaje, aunque no recuerda nada, salvo que un día
tuvo un mensaje que transmitir. Sin embargo, cuando el cielo se nubla, consigo conciliar el sueño.
Nunca olvidaré la noche de la gran aurora, cuando jugaban sobre el pantano los horribles centelleos
de la luz demoníaca. Después de los destellos llegaron las nubes, y luego el sueño.
Y bajo una luna menguante y cornuda, vi la ciudad por primera vez. Se asentaba, callada y
soñolienta, sobre una meseta que se alzaba en una depresión entre extraños picos. Sus murallas
eran de horrible mármol, al igual que sus torres, columnas, cúpulas y pavimentos. En las calles había
columnas de mármol en cuya parte superior se alzaban esculpidas imágenes de hombres graves y
barbados. El aire era cálido y manso. Y en lo alto, apenas a diez grados del cénit, brillaba vigilante
esa Estrella Polar. Mucho tiempo estuve contemplando la ciudad sin que llegara el d ía. Cuando el rojo
Aldebarán, que parpadea a baja altura sin ponerse, llevaba ya hecho un cuarto de su camino por el
horizonte, vi luz y movimiento en las casas y las calles. Formas extrañamente vestidas, a un tiempo
nobles y familiares, dembulaban bajo la luna menguante y cornuda; los hombres hablaban
sabiamente en una lengua que yo entendía, si bien era distinta de la que conocía. Y cuando el rojo
Aldebarán hubo recorrido más de la mitad de su trayecto, volvió el silencio y la oscuridad.
Al despertar ya no fui el de antes. Había quedado grabada en mi memoria la visión de la ciudad, y en
mi alma había despertado un recuerdo brumoso, de cuya naturaleza no estaba entonces seguro.
Después, en las noches de cielo nublado en que podía dormir, vi con frecuencia la ciudad; unas veces
bajo los rayos calidos y dorados de un sol que nunca se pon ía y giraba alrededor del horizonte. Y en
las noches claras, la Estrella Polar miraba de soslayo como no lo hab ía hecho nunca.
Gradualmente, empecé a preguntarme cuál podía ser mi sitio en aquella ciudad de la extraña meseta
entre extraños picos. Contento al principio de contemplar el paisaje como una presencia incorpórea
que todo lo obsevaba, deseé luego definir mi relación con ella, y hablar con los hombres graves que a
diario discutían en las plazas. Me dije a mí mismo: "Esto no es un sueño; pues, ¿por qué medio
puedo probar que es más real esa otra vida de las casas de piedra y ladrillo, al sur del siniestro
pantano y del cementerio de la loma, donde cada noche la Estrella Polar atisba furtiva por mi
ventana?".
Una noche, mientras escuchaba el discurso en la gran plaza de numerosas estatuas, experimenté un
cambio, y noté que al fin tenia forma corporal. Pero no era un extraño en las calles de Olathoe, la
ciudad de la meseta de Sarkia, situada entre los picos Noton y Kadiphonek. Era mi amigo Alos quien
hablaba, y su discurso era grato a mi alma, ya que era el discurso del hombre sincero y del patriota.
Esa noche tuve noticia de la caída de Daikos y del avance de los inutos, demonios achaparrados,
amarillos y horribles que cinco años antes habían surgido del desconocido occidente para asolar los
confines de nuestro reino y sitiar muchas de nuestras ciudades. Una vez tomadas las plazas
fortificadas al pie de las montañas, su camino quedaba ahora expedito hacia la meseta, a menos que
cada ciudadano resistiese con la fuerza de diez hombres. Pues las rechonchas criaturas eran
poderosas en las artes de la guerra, y no conocían aquellos escrúpulos de honor que impedían a
nuestros hombres altos y de ojos grises, habitantes de Lomar, emprender una conquista despiadada.
Mi amigo Alos mandaba todas las fuerzas de la meseta, y en él se cifraba la última esperanza de
nuestro país. En este momento, hablaba de los peligros que había que afrontar, y exhortaba a los
hombres de Olathoe, los más bravos de los lomarianos, a perpetuar la tradición de sus antepasados,
quienes al verse obligados a abandonar Zobna y desplazarse hacia el sur ante el avance de los hielos
(incluso nuestros descendientes tendrán que dejar un d ía las tierras de Lomar), barrieron gallarda y
victoriosamente a los gnophkehs, caníbales belludos y de largos brazos que se oponían a su paso.
Alos me había rechazado como guerrero, ya que era débil y propenso a extraños desmayos cuando
me sometía a la fatiga y al esfuerzo. Pero mis ojos eran los más agudos de la ciudad, a pesar de las
largas horas que yo dedicaba cada día al estudio de los manuscritos Pnakóticos y del saber de los
Padres Zbanarianos; de modo que mi amigo, no queriendo condenarme a la inacción, me concedió el
penúltimo deber en importancia: me envió a la atalaya de Thapnen para hacer allá de ojos de nuestro
ejercito. En caso de que los inutos intentasen conquistar la ciudadela por el estrecho paso que hay
detrás del pico de Noth, y sorprender por allí a la guarnición, yo debía encender la señal de fuego que
advertía a los soldados que aguardaban, y salvar la ciudad de su inmediata destrucción.
Subí solo a la torre, ya que los hombres fuertes eran todos necesarios abajo en los desfiladeros.
Tenía el cerebro dolorosamente embotado por la excitación y el cansancio, ya que no había dormido
desde hacía muchos días; pero mi resolución era firme, pues amaba mi tierra natal de Lomar, y la
marmórea ciudad de Olathoe, situada entre los picos Noton y Kadiphonek.
Pero cuando estaba en la camara más alta de la torre, percibí la luna roja, siniestra, menguante,
cornuda, temblando entre los vapores que flotaban sobre el lejano valle de Banof. Y a través de su
abertura del techo brilló la pálida Estrella Polar, parpadeando como si estuviera viva, y mirando furtiva
como un demonio de tentación. Creo que su espíritu me susurró consejos malvados, sumiéndome en
traidora somnolencia con una rítmica y condenable promesa que repetía una y otra vez:
"Duerme, vigía, hasta que las esferas
Giren veintiséis mil años
Y yo regrese
Al lugar donde ahora ardo.
Después, otros astros surgirán
En el eje de los cielos
Atros que sosieguen, astros que bendigan
Sólo cuando mi órbita concluya
Turbará el pasado tu puerta".
En vano traté de vencer mi somnolencia, intentando relacionar estas extrañas palabras con alguno de
los saberes celestes que yo había aprendido en los manuscritos Pnakóticos. Mi cabeza, pesada y
vacilante, se dobló sobre mi pecho; y cuando volví a mirar, fue en un sueño, y la Estrella Polar sonreía
burlonamente a través de una ventana, por encima de los horribles y agitados árboles de un pantano
soñado. Y aún continúo soñando.
En mi vergüenza y desesperación, grito a veces frenéticamente, suplicando a las criaturas soñadas
de mi alrededor que me despierten, no vaya a ser que los inutos suban furtivamente por detras del
pico de Noton y tomen la ciudadela por sorpresa; pero estas criaturas son demonios: se ríen de mí y
me dicen que no sueño. Se burlan mientras duermo; entretanto, puede que los enemigos
achaparrados y amarillos se estén acercando a nosotros con sigilo. He faltado a mi deber y he
traicionado a la marmórea ciudad de Olathoe. He sido desleal a Alos, mi amigo y capitán. Sin
embargo, estas sombras de mis sueños se burlan de mí. Dicen que no existe ninguna tierra de Lomar,
salvo en mis nocturnos desvaríos; que en esas regiones donde la Estrella Polar brilla en lo alto, y
donde el rojo Aldebarán se arrastra lentamente por el horizonte, no ha habido otra cosa que hielo y
nieve durante milenios, ni otros hombres que esas criaturas rechonchas y amarillas, marchitas por el
frío, que se llaman "esquimales".
Y mientras escribo en mi culpable agonía, frenético por salvar a la ciudad cuyo peligro aumenta a
cada instante, y lucho en vano por liberarme de esta pesadilla en la que parece que estoy en una
casa de piedra y de ladrillos, al sur de un siniestro pantano y un cementerio en lo alto de una loma, la
Estrella Polar, perversa y monstruosa, mora desde la negra bóveda y parpadea horriblemente como
un ojo insensato que pugna por transmitir algún mensaje; aunque no recuerda nada, salvo que un día
tuvo un mensaje que transmitir.
 
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leviathan1
view post Posted on 24/11/2008, 16:27




El Libro Negro De Alsophocus
H.P. Lovecraft -- Martín S. Warnes



Mis recuerdos son muy confusos, Apenas si sé cuando empezó todo; es como si, en determinados momentos, contemplase visiones de los años transcurridos a mi alrededor, mientras que, otras veces, parece que el presente se difumina en un punto aislado dentro de una palidez informe e infinita. Ni tan siquiera sé a ciencia cierta cómo expresar lo sucedido. Mientras hablo, tengo la vaga sensación de que necesitaré sostener lo que voy a decir con ciertas pruebas extrañas y, posiblemente, terribles. Mi propia identidad parece escabullirse. Es como si hubiese sufrido un fuerte golpe; producido, quizá, por el advenimiento de algún proceso monstruoso que tuvo lugar en los hechos que me acontecieron.
Estos ciclos de experiencia tienen sus inicios en aquel libro carcomido. Recuerdo el lugar donde lo encontré; apenas si estaba iluminado, escondido al lado del río cubierto de brumas por donde fluyen unas aguas negras y aceitosas. El edificio era muy viejo, las enormes estanterías atesoraban cientos de libros decrépitos que se acumulaban sin fin en habitaciones y corredores sin ventanas. Había, además, masas informes de volúmenes amontonados descuidadamente por el suelo; y fue en uno de estos montones donde encontré el tomo. Al principio no sabía cómo se titulaba ya que le faltaban las primeras páginas; pero lo abrí por el final y ví algo que enseguida llamó mi atención.
Se trataba de una especie de fórmula -una pequeña lista de cosas que hacer y decir - que sonaban como algo oscuro y prohibido; pero seguí leyendo y descubrí ciertos párrafos en los que se mezclaban la fascinación y la repulsión, ocultos en las amarillentas páginas, antiguas y extrañas, poseedoras de los secretos del universo que yo ansiaba conocer. Era una ¡ave -una guía - a ciertas puertas y entradas que los magos y,¡ habían soñado y musitado cuando el hombre era joven, y que conducían a lugares más allá de las tres dimensiones conocidas, a regiones de extrañas vidas y materias. Durante años los hombres no habían sabido reconocer su esencia vital, ni sabían dónde encontrarla, pero el libro era realmente antiguo, No estaba impreso; había sido escrito por la mano de algún monje loco que había comunicado a aquellas palabras latinas ciertos conocimientos prohibidos de horripilante antigüedad.
Recuerdo que el viejo vendedor temblaba asustado, e hizo un curioso gesto con sus manos cuando me lo llevé. Se negó a aceptar dinero por el libro, pero hasta mucho después no descubrí el porqué. Mientras me escurría por los estrechos callejones portuarios, laberintos cubiertos de bruma, tenía la vaga sensación de ser seguido por unos pies invisibles que se arrastraban tras de mí. Las casas decrépitas y antiguas que se erguían a mi alrededor parecían animadas de una vida malsana, como si una ráfaga de maligno entendimiento las hubiese animado. Sentía como si aquellas abombadas paredes y buhardillas, hechas de ladrillo y cubiertas de musgo -con redondas ventanas que parecían espiarme-, tratasen de cerrarme el paso y aplastarme... aunque sólo había leído una pequeña porción de los oscuros secretos que contenía el libro, antes de cerrarlo y salir con él bajo el brazo.
Recuerdo con qué ansiedad leí el libro, pálido, encerrado en la habitación del ático que me servía de refugio en mis extraños descubrimientos. La enorme casona permanecía caldeada, pues había salido pasada la medianoche. Creo que vivía con algún familiar -aunque los detalles son inciertos- y sé que tenía muchos sirvientes. No sé exactamente qué año era; desde entonces he conocido muchas edades y dimensiones, y mi noción del tiempo ha terminado por desvanecerse. Estuve leyendo a la luz de las velas - recuerdo el incesante gotear de la cera derretida-, y mientras me llegaba el sonido de lejanas campanas que tañían de cuando en cuando. Prestaba una atención especial al sonido de aquellas campanas, como si temiera escuchar algo muy lejano, un son extraño y especial.
Y entonces se produjo una especie de golpear y arañar en la ventana abuhardillada que se abría sobre un laberinto de tejadillos. Sucedió nada más acabar de pronunciar en voz alta el noveno verso de un conjuro primordial, y supe, aterrorizado, cuál era su significado. Pues aquel que atraviesa el umbral siempre lleva una sombra consigo, y ya nunca vuelve a estar solo. Yo la había evocado; el libro era realmente todo lo que había sospechado. Aquella noche atravesé la puerta que conduce a un abismo de tiempo y dimensiones cruzadas, y cuando el amanecer me sorprendió en el ático descubrí en las paredes v anaqueles de la habitación aquello que nunca antes había visto.
Desde entonces el mundo no era para mí lo mismo que antes. Mezclado con el presente, siempre había un poco del pasado y un poco del futuro, y todos los objetos que alguna vez me parecieron familiares me resultaban ahora extraños bajo la nueva perspectiva que tenían mis enfebrecidos ojos. Desde aquel momento me ví envuelto en un fantástico sueño poblado de formas desconocidas y medio recordadas, y cada vez que cruzaba un nuevo umbral me costaba más reconocer los objetos de la estrecha esfera a la que tanto tiempo había pertenecido. Lo que descubrí sobre mi propio yo, nadie puede saberlo; cada vez hablaba menos y permanecía más tiempo solo, y la locura rondaba mi alrededor. Los perros me re huían, pues captaban la sombra que me acompañaba. Pero seguí leyendo, adentrándome en libros ocultos y prohibidos, en manuscritos y fórmulas que ahora ansiaba conocer, y atravesaba puertas espaciales y existencias y regiones que s(abren más allá del universo conocido.
Recuerdo bien la noche que tracé los cinco círculos concéntricos de fuego en el suelo, y canté, erguido en el círculo central, aquella monstruosa letanía que invocaba al mensajero de Tartaria. Las paredes se difuminaron mientras era arrastrado por un tenebroso viento a través de abismos fantasmagóricos y grises, en los que relucían, a infinidad de metros por debajo de mí, los picos crueles de desconocidas montañas Después hubo un momento de total oscuridad y luego la luz de millones de estrellas que dibujaban extrañas constelaciones. Por fin descubrí una verdosa llanura en la lejanía, debajo de mí, y vislumbré las empinadas torres de una ciudad cuya mampostería es totalmente ajena a la tierra. Según me iba acercando a la ciudad, distinguí un enorme edificio hecho a base de piedras en mitad de un paraje desolado, y sentí que el miedo se apoderaba de mí, atenazándome. Grité, debatiéndome aterrorizado y, después de un lapsus de oscuridad, me encontré de nuevo en mi buhardilla, tirado en el suelo sobre los cinco círculos concéntricos de fuego. El vagabundeo de aquella noche no había sido más fantástico que los de muchas, otras; pero había sentido más terror debido a la certeza de saber que me había acercado más a aquellos abismos y mundos exteriores. Desde entonces fui más cauteloso con mis conjuros, pues no quería perderme, separarme de mi cuerpo, del mundo, y vagar por abismos desconocidos de los que jamás podría volver.
De cualquier forma, y en la situación en la que me encontraba, mi capacidad para reconocer los objetos y escenas normales iba desapareciendo poco a poco según adquiría nuevos conocimientos, haciendo que mi visión de la realidad se tomase inesacta, geométrico y distorsionada. Mi sentido del oído también se vio afectado. El tañido de las distantes campanas me parecía más ominoso, terroríficamente etéreo, como si el son me Regase a través de extraños golfos y lejanas regiones, donde las almas atormentadas gritan eternamente su pena y dolor. Según pasaban los días me iba alejando más y más de lo que me rodeaba, los eones se separaban de los cánones terrestres, ocultándose entre lo innominable. El tiempo se convirtió en algo incierto, y mis recuerdos de acontecimientos y gentes que había conocido antes de adquirir el libro se desvanecieron en una neblina de irrealidad que evitaba todos mis desesperados intentos de recuperar.
Recuerdo la primera vez que escuché las voces; voces inhumanas, sibilinas, que parecían provenir de las regiones más exteriores del tenebroso espacio, donde seres amorfos se inclinan y bailan ante un ídolo fétido y monstruoso creado por el devenir infinito de los siglos. Con el advenimiento de estas voces comencé a tener unos sueños de espantosa intensidad, pesadillas mortales en las que soles negros y verdes brillaban sobre grotescos monolitos y ciudades malignas que se elevan, torre sobre torre, como queriendo escapar de sus condicionantes terrestres. Pero todos estos sueños y pesadillas no eran nada comparados con el terrorífico coloso que más tarde emergió de mi consciencia; incluso ahora me es imposible recordar aquel horror en toda su magnitud, pero cuando pienso en ello siento una sensación de vastedad, de una enormidad desconocida, y veo tentáculos que ondulan y se contraen, como si estuviesen dotados de inteligencia propia y de una maligna vileza. Y alrededor del coloso danzaban monstruosidades deformes, cuyas voces entonaban un canto salvaje y cacofónico:
«Mwlfgab pywfg)btagn Gh’tyaf nglyf lgbya. »
Estos horrores me acompañaban siempre, al igual que la sombra del más allá.
Y aun así continuaba estudiando los libros y manuscritos, y seguía atravesando las oscuras puertas que conducen a des conocidas dimensiones, donde unos seres tenebrosos me instruían en artes tan infernales que incluso la más prosaicas de las mentes sería incapaz de soportar.
Recuerdo la forma en que descubrí el título del libro; la no che estaba muy avanzada y yo hojeaba las polvorientas páginas cuando descubrí un párrafo que arrojó cierta luz sobre el origen del misterioso volumen:
"Nyarlathotep reina en Sharnoth, más allá del espacio y del tiempo; sumido en las sombras de su palacio de ébano espera su segundo advenimiento y, en compañía de sus siervos Y acólitos, celebra impíos festines en lo más profundo de la noche.
Que nadie se interponga con conjuros y encantamiento,,, que le conciernen, pues quedaría atrapado sin remedio. Que cuide el ignorante, lo dice el Libro Negro, pues terrible es en verdad la ira de Nyarlathotep."
Yo ya había encontrado referencias al Libro Negro en secretos manuscritos: este legendario tomo fue escrito hace siglos por el gran hechicero Alsophocus, que vivía en las tierras de Erongil antes de que los antiguos hombres dieran sus primeros pasos inseguros sobre la tierra.
El misterio había quedado aclarado; realmente me hallaba ante el blasfemo Libro Negro. Con este conocimiento comence a devorar verazmente todas las enseñanzas que contenía e1 volumen; aprendí fórmulas para ocultar, invocar y crear seres, y me sentía poderoso por el dominio de tales fuerzas. Descubrí nuevas entradas y puertas, los demonios de las más oscuras regiones estaban bajo mi poder; pero aún había barreras que no podía atravesar, los negros abismos del espacio que se extienden más allá de Fomalhaut, donde el horror último acecha, rodeado de sibilantes blasfemias más viejas que las estrellas. Buceé en el De Vermis Mysteriis, de Ludvig Prinn, y en Cultes des Goules, de Comte d’Erlette, en busca de más antiguos secretos, pero todos aquellos misterios primigenios eran nada comparados con las enseñanzas que contenía esotérico Libro Negro. Este volumen mostraba ciertos encantamientos de tan terrible poder que incluso el mismísimo Alhazred habría temblado ante su sola contemplación: la llamada de Boromir, los oscuros secretos del Trapezoedro resplandeciente - aquella ventana abierta al espacio y al tiempo- y la invocación de Cthulhu desde su palacio oceánico la acuática ciudad de R’Iyeh; todos aquellos secretos estaban allí guardados, esperando al valiente, o loco, que fuera lo suficientemente temerario para utilizarlos.
Me hallaba en la cima de mi poder; el tiempo se expandía o se contraía a mi voluntad, y el universo no encerraba ningún secreto que yo no conociese. Mis ataduras con los acontecimientos mundanos se quebraron a causa de mis estudios secretos, y mi poder se hizo tan grande que llegué a intentar imposible, el paso de la última y terrorífica puerta, el umbral que se abre a los oscuros secretos del más allá, donde los Primigenios aguardan prisioneros, planeando su próximo retorno a la tierra, de la cual fueron expulsados por los Dioses Antiguos. Lleno de vanidad supuse que yo -una diminuta mota de polvo en mitad de un vasto cosmos de tiempo- podría atravesar los negros abismos del espacio que se extienden más allá de las estrellas, donde reina la anarquía y el caos, volver con la mente intacta y libre de los horrores de cientos de eones de antigüedad que allí moran.
De nuevo tracé los cinco círculos concéntricos de fue sobre el suelo y me situé en el centro, invocando a los pode inimaginables con un hechizo tan inconcebiblemente terrible que mis manos temblaban mientras hacía los misteriosos si nos y símbolos. Las paredes se disolvieron y un poderoso viento oscuro me arrastró a través de abismos sin fondo y grises regiones de materia informe. Viajaba más rápido que el pensamiento, pasando sobre planetas sin luz y desconocidas regiones que bullían a inconmensurable distancia; las estrellas discurrían con tanta rapidez que parecían regueros de luz entremezclándose en el espacio, haces luminosos resaltando contra la oscuridad etérea más negra que las fabulosas profundidades de Shung.
Trascurrió un minuto -o un siglo- y aún seguía volando vertiginosamente. Las estrellas escaseaban cada vez más; agrupadas en montoncitos, parecían buscar compañía en toda aquella desolación; todo lo demás permanecía igual. Me sentía terriblemente solo en aquel viaje; colgando suspendido en el espacio y el tiempo, como si no avanzase, aunque la velocidad debía ser increíble, y mi espíritu se revelaba ante la soledad horrible, la quietud y el silencio de la nada; era como un hombre sepultado en vida en un sepulcro inmenso y oscuro. Pasaron los eones y vi cómo se desvanecía el último grupo de estrellas, las últimas luces en un espacio milenario; más allá no había nada excepto una oscuridad impenetrable, el fin del universo. De nuevo volví a gritar horrorizado, mas en vano; mi búsqueda interminable siguió a través de corredores silenciosos y muertos.
Continué viajando durante una eternidad interminable, y nada cambiaba excepto el ritmo de los latidos de mi corazón. Y entonces empezó a hacerse visible una tenue luz verdosa; había pasado a través de una ausencia de tiempo y materia; había atravesado el Limbo. Ahora me encontraba más allá del universo, a inconcebible distancia del cosmos conocido; había cruzado el último umbral, la última puerta que se abría al olvido. Delante brillaban los dos soles de mis visiones, entre los que fui conducido a lo que ahora parecía una velocidad lentísima; alrededor de estos prodigios de colores negros y verdes, rotaba un solo planeta; adiviné su nombre: Shamoth.
Floté suavemente alrededor de esta negra esfera y, mientras me aproximaba, pude contemplar la verdosa llanura que se extendía debajo de mí, sobre la que descansaba la gigantesca y laberíntico ciudad de mis primeras pesadillas, y que
parecía deforme y desproporcionado bajo la luz antinatural. Fui guiado sobre los tejados de la muerta ciudad, contemplando los desvencijados muros y erosionados pilares que resaltaban como cuchillos contra la oscura línea del cielo. No se movía nada, pero tenía la sensación de que allí habitaba algo vivo, un ser corrompido y lleno de maldad que conocía mi presencia.
Mientras descendía a la ciudad recobré mis sentidos físicos; sentí frío, un frío helador, y mis dedos estaban entumecidos. Descendí al borde de un espacio abierto, en cuyo centro se erguía un gigantesco edificio con una puerta enorme y abovedada que bostezaba tenebrosa como las fauces de algún terrible animal primigenio. De este edificio emanaba un aura de palpable malevolencia; me quedé petrificado por la sensación de terror y desesperación que me invadió, y, mientras permanecía inmóvil ante el monstruoso edificio, recordé aquel pequeño párrafo del Libro Negro:
«En un espacio abierto en el centro de la ciudad se yergue el palacio de Nyarlathotep. Aquí se pueden aprender todos los secretos, aunque el precio de tales conocimientos es verdaderamente horrible.»
Supe sin ningún género de dudas que aquél era el cubil del taimado Nyarlathotep. Aunque el pensamiento de entrar en aquella estructura me asqueaba, caminé descuidadamente atravesando la puerta, como si una mente que no era la mía guiara mis piernas. Atravesé aquel enorme portalón metiéndome en una oscuridad tan profunda como la que había soportado en mi largo viaje espacial. Poco a poco la impenetrable oscuridad fue dando paso a la verdosa luz que iluminaba la superficie del planeta; y en aquella tétrica luminosidad con. templé lo que nadie debería ver nunca.
Me hallaba en una larga sala abovedada sostenida por pilares de ébano; a ambos lados se delineaban unas criaturas con formas de pesadilla. Allí estaba Khnum, y Anubis, con cabeza de zorro, y Taveret, la Madre, horriblemente obesa. Grotescos seres encorvados, espiando, y tenebrosas existencias que me observaban con malignidad; entre todas estas criaturas amorfas e infernales, mi cuerpo luchaban contra mi alma. Unas garras me asieron por brazos y piernas, y mi estómago se revolvió de asco ante el contacto de la carne putrefacto. El aire estaba Heno de gritos y aullidos mientras las figuras danzaban con obscenidad a mi alrededor, deleitándose en un ritual blasfemo y depravado; y al final de la enorme sala, perdido en la distancia, se ocultaba el horror último, el terrible coloso negro de mis visiones, el amo del palacio, Nyarlathotep.
El Primigenio me observó atentamente, su mirada quemaba mis entrañas, llenándome de un horror tan espantoso que cerré los ojos para evitar aquella visión de infinita maldad. Bajo aquella mirada mi ser se contrajo, desvaneciéndose, como si estuviese siendo absorbida por una fuerza irresistible. Perdí la poca identidad que me quedaba; mis poderes necrománticos que, ahora lo sabía, no eran nada comparados con los del habitante de este oscuro mundo, desaparecieron, perdiéndose en el ignoto universo para no ser jamás recuperados.
Bajo aquella mirada, mi mente y mi alma se llenaban de ' un espanto aterrador; no podía hacer nada mientras él absorbía mi existencia, quitándome la vida poco a poco. La desesperación hizo presa en mí, pero estaba indefenso, y era incapaz de hacer frente a la irresistible fuerza que me apresaba. Apenas sin sentirlo, algo se iba esfumando de mi ser, algo insustancial, pero totalmente necesario para mi futura existencia; no podía hacer nada, había ido demasiado lejos y ahora estaba pagando el error. Mi visión se nubló con miles de rayos; imágenes de mi casa y mi familia flotaban ante mis ojos y luego se desvanecían como si nunca hubiesen existido. Y entonces, lentamente, sentí cómo cambiaba, disolviéndome en la no
existencia.
Me elevé, sin cuerpo, escurriéndome sobre las cabezas de aquella hueste de pesadilla, a través de la fría mampostería de piedra de aquel palacio que ya no era un obstáculo para mi avance, hasta que salí a la diabólica luz verdosa de la superficie del planeta. No estaba vivo ni muerto, aunque la muerte hubiese sido mucho mejor. La ciudad se desparramaba debajo de mí, mostrándome todo su esplendor y malignidad, y sobre aquel tétrico edificio que era el palacio de Nyarlathotep vi una masa amorfa que salía, extendiéndose por toda la ciudad. Se fue agrandando poco a poco hasta que ocultó la ciudad de mi vista, y cuando había cubierto toda la región que podía contemplar, se contrajo de nuevo, transformándose en el negro coloso de mis visiones. Comencé a temblar aterrorizado, pero según me iba alejando de la ciudad, ganando altura, la escena se fue reduciendo de tamaño y contemplé la escena con un poco menos de miedo.
Poco a poco, la masa de tierra que se extendía debajo de mí fue tomando el aspecto de una esfera mientras me alejaba, introduciéndome en las negras profundidades del espacio. Colgando sin sentido, mientras nada se movía a mi alrededor, o en las regiones del Primigenio, me aterrorizaba pensar en el último acto del drama que yo había desatado. De la superficie del planeta surgió un rayo de luz o energía, que cruzó el espacio, perdiéndose en su infinidad, dirigiéndose, estaba seguro, al planeta que me había visto crecer. A partir de entonces todo estuvo en calma, y quedé totalmente solo en aquel universo más allá de las estrellas.
Mis recuerdos se desvanecían; pronto no me quedaría ninguna memoria de mi pasado, pronto todos los vestigios de mi humanidad se esfumarían. Y mientras permanecía suspendido en el espacio y el tiempo por toda la eternidad, sentí algo difícil de explicar. Una sensación de paz, de una paz que ni la muerte podría dar; aunque esa paz era perturbado por un recuerdo, un recuerdo que yo esperaba que pronto se borrase de mi mente. No recuerdo cómo sabía esto, pero estaba más seguro de ello que de mi propia existencia. Nyarlathotep ya no volvería a pisar la superficie de Sharnoth, jamás se reuniría con su corte en aquel enorme palacio negro, pues aquel rayo de luz que viajaba en el espacio tenebroso llevaba consigo algo más.
En una pequeña buhardilla, débilmente iluminada, un cuerpo se estiraba, poniéndose en pie. Sus ojos eran dos trozos de carbón al rojo, y una diabólica sonrisa cruzaba su rostro; y mientras observaba los tejadillos de la ciudad a través de la pequeña ventana, sus brazos se elevaron en un gesto de triunfo.
Había atravesado las barreras creadas por los Dioses Antiguos; estaba libre, libre para caminar por la tierra una vez más, libre para manejar la mente de los hombres y esclavizar sus almas. Era aquel al que yo había dado la oportunidad de escapar, yo que, a causa de mis ansias de poder, le había procurado los medios para volver a la tierra.
Nyarlathotep caminaba por la tierra con la forma de un hombre, pues cuando me robó mis recuerdos y mi ser, también retuvo mi aspecto físico. En mi cuerpo moraba ahora la esencia inmortal de Nyarlathotep el Terrible.
 
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satanas1
view post Posted on 24/11/2008, 16:54




TERROR ONIRICO -- EL SABUESO -- HOWARD P. LOVECRAFT


En mis torturados oídos resuenan incesantemente un chirrido y un aleteo de pesadilla, y un breve ladrido lejano como el de un gigantesco sabueso. No es un sueño... y temo que ni siquiera sea locura, ya que son muchas las cosas que me han sucedido para que pueda permitirme esas misericordiosas dudas.
St. John es un cadáver destrozado; únicamente yo sé por qué, y la índole de mi conocimiento es tal que estoy a punto de saltarme la tapa de los sesos por miedo a ser destrozado del mismo modo. En los oscuros e interminables pasillos de la horrible fantasía vagabundea Némesis, la diosa de la venganza negra y disforme que me conduce a aniquilarme a mí mismo.
¡Que perdone el cielo la locura y la morbosidad que atrajeron sobre nosotros tan monstruosa suerte! Hartos ya con los tópicos de un mundo prosaico, donde incluso los placeres del romance y de la aventura pierden rápidamente su atractivo, St. John y yo habíamos seguido con entusiasmo todos los movimientos estéticos e intelectuales que prometían terminar con nuestro insoportable aburrimiento. Los enigmas de los simbolistas y los éxtasis de los prerrafaelistas fueron nuestros en su época, pero cada nueva moda quedaba vaciada demasiado pronto de su atrayente novedad.
Nos apoyamos en la sombría filosofía de los decadentes, y a ella nos dedicamos aumentando paulatinamente la profundidad y el diabolismo de nuestras penetraciones. Baudelaire y Huysmans no tardaron en hacerse pesados, hasta que finalmente no quedó ante nosotros más camino que el de los estímulos directos provocados por anormales experiencias y aventuras «personales». Aquella espantosa necesidad de emociones nos condujo eventualmente por el detestable sendero que incluso en mi actual estado de desesperación menciono con vergüenza y timidez: el odioso sendero de los saqueadores de tumbas.
No puedo revelar los detalles de nuestras impresionantes expediciones, ni catalogar siquiera en parte el valor de los trofeos que adornaban el anónimo museo que preparamos en la enorme casa donde vivíamos St. John y yo, solos y sin criados. Nuestro museo era un lugar sacrílego, increíble, donde con el gusto satánico de neuróticos «dilettanti» habíamos reunido un universo de terror y de putrefacción para excitar nuestras viciosas sensibilidades. Era una estancia secreta, subterránea, donde unos enormes demonios alados esculpidos en basalto y ónice vomitaban por sus bocas abiertas una extraña luz verdosa y anaranjada, en tanto que unas tuberías ocultas hacían llegar hasta nosotros los olores que nuestro estado de ánimo apetecía: a veces el aroma de pálidos lirios fúnebres, a veces el narcótico incienso de unos funerales en un imaginario templo
oriental, y a veces —¡cómo me estremezco al recordarlo!— la espantosa fetidez de una tumba descubierta.
Alrededor de las paredes de aquella repulsiva estancia había féretros de antiguas momias alternando con hermosos cadáveres que tenían una apariencia de vida, perfectamente embalsamados por el arte del moderno taxidermista, y con lápidas mortuorias arrancadas de los cementerios más antiguos del mundo. Aquí y allá, unas hornacinas contenían cráneos de todas las formas, y cabezas conservadas en diversas fases de descomposición. Allí podían encontrarse las podridas y calvas coronillas de famosos nobles, y las tiernas cabecitas doradas de niños recién enterrados.
Había allí estatuas y cuadros, todos de temas perversos y algunos realizados por St. John y por mí mismo. Un portafolio cerrado, encuadernado con piel humana curtida, contenía ciertos dibujos atribuidos a Goya y que el artista no se había atrevido a publicar. Había allí nauseabundos instrumentos musicales, de cuerda, de metal y de viento, en los cuales St. John y yo producíamos a veces disonancias de exquisita morbosidad y diabólica lividez; y en una multitud de armarios de caoba reposaba la más increíble colección de objetos sepulcrales nunca reunidos por la locura y perversión humanas. Acerca de esa colección debo guardar un especial silencio. Afortunadamente, tuve el valor de destruirla mucho antes de pensar en destruirme a mí mismo.
Las expediciones, en el curso de las cuales recogíamos nuestros nefandos tesoros, eran siempre memorables acontecimientos desde el punto de vista artístico. No éramos vulgares vampiros, sino que trabajábamos únicamente bajo determinadas condiciones de humor, paisaje, medio ambiente, tiempo, estación del año y claridad lunar. Aquellos pasatiempos eran para nosotros la forma más exquisita de expresión estética, y concedíamos a sus detalles un minucioso cuidado técnico. Una hora inadecuada, un pobre efecto de luz o una torpe manipulación del húmedo césped, destruían para nosotros la extasiante sensación que acompañaba a la exhumación de algún ominoso secreto de la tierra. Nuestra búsqueda de nuevos escenarios y condiciones excitantes era febril e insaciable. St. John abría siempre la marcha, y fue él quien descubrió el maldito lugar que acarreó sobre nosotros una espantosa e inevitable fatalidad.
¿Qué desdichado destino nos atrajo hasta aquel horrible cementerio holandés? Creo que fue el oscuro rumor, la leyenda acerca de alguien que llevaba enterrado allí cinco siglos, alguien que en su época fue un saqueador de tumbas y había robado un valioso objeto del sepulcro de un poderoso. Recuerdo la escena en aquellos momentos finales: la pálida luna otoñal sobre las tumbas, proyectando sombras alargadas y horribles; los grotescos árboles, cuyas ramas descendían tristemente hasta unirse con el descuidado césped y las estropeadas losas; las legiones de murciélagos que volaban contra la luna; la antigua capilla cubierta de hiedra y apuntando con un dedo espectral al pálido cielo; los fosforescentes insectos que danzaban como fuegos fatuos bajo las tejas de un alejado rincón; los olores a moho, a vegetación y a cosas menos explicables que se mezclaban débilmente con la brisa nocturna procedente de lejanos mares y pantanos; y, lo peor de todo, el triste aullido de algún gigantesco sabueso al cual no podíamos ver
ni situar de un modo concreto. Al oírlo nos estremecimos, recordando las leyendas de los campesinos, ya que el hombre que tratábamos de localizar había sido encontrado hacía siglos en aquel mismo lugar, destrozado por las zarpas y los colmillos de un execrable animal.
Recuerdo cómo excavamos la tumba del vampiro con nuestras azadas, y cómo nos estremecimos ante el cuadro de nosotros mismos, la tumba, la pálida luna vigilante, las horribles sombras, los grotescos árboles, los murciélagos, la antigua capilla, los danzantes fuegos fatuos, los nauseabundos olores, la gimiente brisa nocturna y el extraño aullido cuya existencia objetiva apenas podíamos estar seguros.
Luego, nuestros azadones chocaron contra una sustancia dura, y no tardamos en descubrir una enmohecida caja de forma oblonga. Era increíblemente recia, pero tan vieja que finalmente conseguimos abrirla y regalar nuestros ojos con su contenido.
Mucho —sorprendentemente mucho— era lo que quedaba del cadáver a pesar de los quinientos años transcurridos. El esqueleto, aunque aplastado en algunos lugares por las mandíbulas de la cosa que le había producido la muerte, se mantenía unido con asombrosa firmeza, y nos inclinamos sobre el descarnado cráneo con sus largos dientes y sus cuencas vacías en las cuales habían brillado unos ojos con una fiebre semejante a la nuestra. En el ataúd había un amuleto de exótico diseño que, al parecer, estuvo colgado del cuello del durmiente. Representaba a un sabueso alado, o a una esfinge con un rostro semicanino, y estaba exquisitamente tallado al antiguo gusto oriental en un pequeño trozo de jade verde. La expresión de sus rasgos era sumamente repulsiva, sugeridora de muerte, de bestialidad y de odio. Alrededor de la base llevaba una inscripción en unos caracteres que ni St. John ni yo pudimos identificar; y en el fondo, como un sello de fábrica, aparecía grabado un grotesco y formidable cráneo.
En cuanto echamos la vista encima al amuleto supimos que debíamos poseerlo; que aquel tesoro era evidentemente nuestro botín. Aun en el caso que nos hubiera resultado completamente desconocido lo hubiéramos deseado, pero al mirarlo de más cerca nos dimos cuenta que nos parecía algo familiar. En realidad, era ajeno a todo arte y literatura conocida por lectores cuerdos y equilibrados, pero nosotros reconocimos en el amuleto la cosa sugerida en el prohibido Necronomicon del árabe loco Adbul Alhazred; el horrible símbolo del culto de los devoradores de cadáveres de la inaccesible Leng, en el Asia Central. No nos costó ningún trabajo localizar los siniestros rasgos descritos por el antiguo demonólogo árabe; unos rasgos extraídos de alguna oscura manifestación sobrenatural de las almas de aquellos que fueron vejados y devorados después de muertos.
Apoderándonos del objeto de jade verde, dirigimos una última mirada al cavernoso cráneo de su propietario y cerramos la tumba, volviendo a dejarla tal como la habíamos encontrado. Mientras nos marchábamos apresuradamente del horrible lugar, con el amuleto robado en el bolsillo de St. John, nos pareció ver que los murciélagos descendían en tropel hacía la tumba que acabábamos de
profanar, como si buscaran en ella algún repugnante alimento. Pero la luna de otoño brillaba muy débilmente, y no pudimos saberlo a ciencia cierta.
Al día siguiente, cuando embarcábamos en un puerto holandés para regresar a nuestro hogar, nos pareció oír el leve y lejano aullido de algún gigantesco sabueso. Pero el viento de otoño gemía tristemente, y no pudimos saberlo con seguridad.
Menos de una semana después de nuestro regreso a Inglaterra comenzaron a suceder cosas muy extrañas. St. John y yo vivíamos como reclusos; sin amigos, solos y en unas cuantas habitaciones de una antigua mansión, en una región pantanosa y poco frecuentada; de modo que en nuestra puerta resonaba muy raramente la llamada de un visitante.
Ahora, sin embargo, estábamos preocupados por lo que parecía ser un frecuente roce en medio de la noche, no sólo alrededor de las puertas, sino también alrededor de las ventanas, lo mismo en las de la planta baja que en las de los pisos superiores. En cierta ocasión imaginamos que un cuerpo voluminoso y opaco oscurecía la ventana de la biblioteca cuando la luna brillaba contra ella, y en otra ocasión creímos oír un aleteo no muy lejos de la casa. Una minuciosa investigación no nos permitió descubrir nada, y empezamos a atribuir aquellos hechos a nuestra imaginación, turbada aún por el leve y lejano aullido que nos pareció haber oído en el cementerio holandés. El amuleto de jade reposaba ahora en una hornacina de nuestro museo, y a veces encendíamos una vela extrañamente aromada delante de él. Leímos mucho en el Necronomicon de Alhazred acerca de sus propiedades y acerca de las relaciones de las almas con los objetos que las simbolizan y quedamos desasosegados por lo que leímos.
Luego llegó el terror.
La noche del 24 de septiembre de 19... oí una llamada en la puerta de mi dormitorio. Creyendo que se trataba de St. John le invité a entrar, pero sólo me respondió una espantosa risotada. En el pasillo no había nadie. Cuando desperté a St. John y le conté lo ocurrido, manifestó una absoluta ignorancia del hecho y se mostró tan preocupado como yo. Aquella misma noche, el leve y lejano aullido sobre las soledades pantanosas se convirtió en una espantosa realidad.
Cuatro días más tarde, mientras nos encontrábamos en el museo, oímos un cauteloso arañar en la única puerta que conducía a la escalera secreta de la biblioteca. Nuestra alarma aumentó, ya que, además de nuestro temor a lo desconocido, siempre nos había preocupado la posibilidad que nuestra extraña colección pudiera ser descubierta. Apagando todas las luces, nos acercamos a la puerta y la abrimos bruscamente de par en par; se produjo una extraña corriente de aire y oímos, como si se alejara precipitadamente, una rara mezcla de susurros, risitas entre dientes y balbuceos articulados. En aquel momento no tratamos de decidir si estábamos locos, si soñábamos o si nos enfrentábamos con una realidad. De lo único que sí nos dimos cuenta, con la más negra de las aprensiones, fue que los balbuceos aparentemente incorpóreos habían sido proferidos en idioma holandés.
Después de aquello vivimos en medio de un creciente horror, mezclado con cierta fascinación. La mayor parte del tiempo nos ateníamos a la teoría que estábamos enloqueciendo a causa de nuestra vida de excitaciones anormales, pero a veces nos complacía más dramatizar acerca de nosotros mismos y considerarnos víctimas de alguna misteriosa y aplastante fatalidad. Las manifestaciones extrañas eran ahora demasiado frecuentes para ser contadas. Nuestra casa solitaria parecía sorprendentemente viva con la presencia de algún ser maligno cuya naturaleza no podíamos intuir, y cada noche aquel demoníaco aullido llegaba hasta nosotros, cada vez más claro y audible. El 29 de octubre encontramos en la tierra blanda debajo de la ventana de la biblioteca una serie de huellas de pisadas completamente imposibles de describir. Resultaban tan desconcertantes como las bandadas de enormes murciélagos que merodeaban por los alrededores de la casa en número creciente.
El horror alcanzó su culminación el 18 de noviembre, cuando St. John, regresando a casa al oscurecer, procedente de la estación del ferrocarril, fue atacado por algún espantoso animal y murió destrozado. Sus gritos habían llegado hasta la casa y yo me había apresurado a dirigirme al terrible lugar: llegué a tiempo de oír un extraño aleteo y de ver una vaga forma negra siluetada contra la luna que se alzaba en aquel momento.
Mi amigo estaba muriéndose cuando me acerqué a él y no pudo responder a mis preguntas de un modo coherente. Lo único que hizo fue susurrar:
—El amuleto..., aquel maldito amuleto...
Y exhaló el último suspiro, convertido en una masa inerte de carne lacerada.
Lo enterré al día siguiente en uno de nuestros descuidados jardines, y murmuré sobre su cadáver uno de los extraños ritos que él había amado en vida. Y mientras pronunciaba la última frase, oí a lo lejos el débil aullido de algún gigantesco sabueso. La luna estaba alta, pero no me atreví a mirarla. Y cuando vi sobre el marjal una ancha y nebulosa sombra que volaba de otero en otero, cerré los ojos y me dejé caer al suelo, boca abajo. No sé el tiempo que pasé en aquella posición. Sólo recuerdo que me dirigí temblando hacia la casa y me prosterné delante del amuleto de jade verde.
Temeroso de vivir solo en la antigua mansión, al día siguiente me marché a Londres, llevándome el amuleto, después de quemar y enterrar el resto de la impía colección del museo. Pero al cabo de tres noches oí de nuevo el aullido, y antes de una semana comencé a notar unos extraños ojos fijos en mí en cuanto oscurecía. Una noche, mientras paseaba por el Victoria Embankment, vi que una sombra negra oscurecía uno de los reflejos de las lámparas en el agua. Sopló un viento más fuerte que la brisa nocturna y, en aquel momento, supe que lo que había atacado a St. John no tardaría en atacarme a mí.
Al día siguiente empaqueté cuidadosamente el amuleto de jade verde y embarqué hacia Holanda. Ignoraba lo que podía ganar devolviendo el objeto a su silencioso y durmiente propietario; pero me sentía obligado a intentarlo todo con tal de desvanecer la amenaza que pesaba sobre mi cabeza. Lo que pudiera ser el
sabueso, y los motivos para que me hubiera perseguido, eran preguntas todavía vagas; pero yo había oído por primera vez el aullido en aquel antiguo cementerio, y todos los acontecimientos subsiguientes, incluido el moribundo susurro de St. John, habían servido para relacionar la maldición con el robo del amuleto. En consecuencia, me hundí en los abismos de la desesperación cuando, en una posada de Rotterdam, descubrí que los ladrones me habían despojado de aquel único medio de salvación.
Aquella noche, el aullido fue más audible, y por la mañana leí en el periódico un espantoso suceso acaecido en el barrio más pobre de la ciudad. En una miserable vivienda habitada por unos ladrones, toda una familia había sido despedazada por un animal desconocido que no dejó ningún rastro. Los vecinos habían oído durante toda la noche un leve, profundo e insistente sonido, semejante al aullido de un gigantesco sabueso.
Al anochecer me dirigí de nuevo al cementerio, donde una pálida luna invernal proyectaba espantosas sombras, y los árboles sin hojas inclinaban tristemente sus ramas hacia la marchita hierba y las estropeadas losas. La capilla cubierta de hiedra apuntaba al cielo un dedo burlón y la brisa nocturna gemía de un modo monótono procedente de helados marjales y frígidos mares. El aullido era ahora muy débil y cesó por completo mientras me acercaba a la tumba que unos meses antes había profanado, ahuyentando a los murciélagos que habían estado volando curiosamente alrededor del sepulcro.
No sé por qué había acudido allí, a menos que fuera para rezar o para murmurar dementes explicaciones y disculpas al tranquilo y blanco esqueleto que reposaba en su interior; pero, cualesquiera que fueran mis motivos, ataqué el suelo medio helado con una desesperación parcialmente mía y parcialmente de una voluntad dominante ajena a mí mismo. La excavación resultó mucho más fácil de lo que había esperado, aunque en un momento determinado me encontré con una extraña interrupción: un esquelético buitre descendió del frío cielo y picoteó frenéticamente en la tierra de la tumba hasta que lo maté con un golpe de azada. Finalmente dejé al descubierto la caja oblonga y saqué la enmohecida tapa.
Aquél fue el último acto racional que realicé.
Ya que en el interior del viejo ataúd, rodeado de enormes y soñolientos murciélagos, se encontraba lo mismo que mi amigo y yo habíamos robado. Pero ahora no estaba limpio y tranquilo como lo habíamos visto entonces, sino cubierto de sangre reseca y de jirones de carne y de pelo, mirándome fijamente con sus cuencas fosforescentes. Sus colmillos ensangrentados brillaban en su boca entreabierta en un rictus burlón, como si se mofara de mi inevitable ruina. Y cuando aquellas mandíbulas dieron paso a un sardónico aullido, semejante al de un gigantesco sabueso, y vi que en sus sucias garras empuñaba el perdido y fatal amuleto de jade verde, eché a correr; gritando estúpidamente, hasta que mis gritos se disolvieron en estallidos de risa histérica.
La locura cabalga a lomos del viento..., garras y colmillos afilados en siglos de cadáveres..., la muerte en una bacanal de murciélagos procedentes de las
ruinas de los templos enterrados de Belial... Ahora, a medida que oigo mejor el aullido de la descarnada monstruosidad y el maldito aleteo resuena cada vez más cercano, yo me hundo con mi revólver en el olvido, mi único refugio contra lo desconocido.
 
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nubarus
view post Posted on 24/11/2008, 16:58




H. P. Lovecraft
LA BÚSQUEDA DE IRANON


EL joven iba deambulando por la granítica ciudad de Teloth, coronado con hojas de vid, el pelo amarillo rebrillando por la mirra y el atavío púrpura rasgado por las zarzas de la montaña Sidrak, que se encuentra al otro lado del puente de piedra. Los hombres de Teloth son cetrinos y austeros y habitan en casas cuadradas, y ceñudos interrogaron al forastero sobre su procedencia, así como sobre su nombre y fortuna. A lo que el joven repuso:
—Soy Iranon y procedo de Aira, una ciudad lejana que recuerdo sólo débilmente, pero que deseo volver a encontrar. Canto canciones que aprendí en esa distante ciudad, y mi ambición reside en crear belleza con las cosas que recuerdo de la infancia. Mi fortuna está en esos pequeños recuerdos y sueños, y en los anhelos que entono en jardines cuando la luna es amable y el viento de poniente conmueve los capullos de loto.
Los hombres de Teloth, escuchando tales cosas, cuchichearon entre sí, ya que aunque no hay en la granítica ciudad ni risas ni cánticos, los adustos hombres miran a veces en primavera hacia las colinas Karthianas y piensan en los laúdes de la distante Oonai, conocida mediante relatos de viajeros. Y con tal pensamiento invitaron al forastero a quedarse y cantar en la plaza que existe frente a la torre de Mlin, aunque no gustaban del color de su ropa desgarrada, ni la mirra de sus cabellos, ni su tocado de hojas de parra, ni la juventud de su voz dorada. Iranon cantó por la tarde, y mientras lo hacía un anciano comenzó a rezar y un ciego afirmó ver una aureola sobre la cabeza del cantor. Pero la mayoría de aquellos hombres de Teloth bostezaron, y algunos se rieron y otros se fueron a dormir, ya que Iranon no les contó nada útil, cantando sólo sobre sus recuerdos, sus sueños y sus anhelos.
—Recuerdo el crepúsculo, la luna y cánticos suaves, y la ventana junto a la que me acunaban para que me durmiera. Y tras la ventana estaba la calle de donde llegaban luces doradas, donde danzaban las sombras sobre casas de mármol. Recuerdo el recuadro de luz de luna en el suelo, diferente a cualquier otra luz, y las visiones que danzaban sobre ese resplandor cuando mi madre me cantaba. Y recuerdo el sol de la mañana luciendo en el verano sobre las colinas multicolores, y la dulzura de las flores en alas del viento del sur, que hacía cantar a los árboles.
»¡Oh, Aira, ciudad de mármol y berilo, cuán innumerables son tus bellezas! ¡Cuánto he amado las cálidas y fragantes arboledas al otro lado del cristalino Nithra, y las cascadas del pequeño Kra que corre por el verde valle! En aquellas frondas y en ese valle los niños se entretejían guirnaldas, y al anochecer yo soñaba sueños extraños bajo los árboles de montaña mientras contemplaba las luces de la ciudad abajo, y el serpenteante Nithra reflejando una cinta de estrellas.
»Y en la ciudad había palacios de mármol colorido y veteado, con cúpulas doradas y muros pintados, y jardines verdes con pálidos estanques y fuentes cristalinas. Con frecuencia jugaba en esos jardines, chapoteando en los estanques, y yací y soñé entre las pálidas flores bajo los árboles. Y a veces, al ponerse el sol, subía por la larga calle empinada hacia la ciudadela y la explanada, y oteaba sobre Aira, la mágica ciudad de mármol y berilo, espléndida en su atuendo de luces doradas.
»Mucho hace que me faltas, Aira, pues yo era demasiado joven al partir hacia el exilio, pero mi padre era tu rey y yo volveré a ti, ya que así lo ha decretado el sino. Por los siete reinos te he buscado y algún día gobernaré sobre tus arboledas y jardines, tus calles y palacios, y cantaré ante hombres capaces de apreciar mi canto, que no se mofen ni me den la espalda. Porque soy Iranon, el que fuera príncipe de Aira.»
Esa noche los hombres de Teloth alojaron al forastero en un establo y a la mañana siguiente un arconte fue a él y le instó a acudir a la tienda de Athok, el zapatero remendón, y hacerse aprendiz suyo.
—Pero yo soy Iranon, cantor de canciones –dijo–. No estoy hecho para el oficio de remendón.
—En Teloth todos han de trabajar duro –replicó el arconte–, tal es la ley.
Entonces Iranon repuso:
—¿Por qué habéis de afanaros? ¿Acaso no podéis vivir y ser felices? ¿Si trabajáis tan sólo para trabajar aún más, cuándo hallaréis la felicidad? ¿Trabajáis para vivir, estando hecha la vida de belleza y cánticos? Si no aceptáis cantores entre vosotros, ¿cuáles son los frutos de vuestro esfuerzo? Afanarse sin canciones es como un fatigoso viaje sin fin. ¿No es mejor la muerte?
Pero el arconte era hombre sombrío y no le entendió, así que recriminó al extranjero.
—Eres un joven extravagante y me disgustan tanto tu rostro como tu voz. Tus palabras resultan blasfemas, ya que los dioses de Teloth afirman que el trabajo arduo es bueno. Nuestros dioses nos han prometido un paraíso de luz tras la muerte, en el que descansaremos por toda la eternidad, y una frialdad cristalina en la que nadie turbará su mente con pensamientos o sus ojos con belleza. Ve a Athok el zapatero o márchate de la ciudad al ocaso. Aquí hay que esforzarse, y el cantar resulta una tontería.
Así que Iranon abandonó el establo y fue por las estrechas calles de piedra, entre lóbregas casas cuadradas de granito, buscando algo verde en el aire de la primavera. Pero en Teloth no había nada verde, ya que todo era de piedra. Los semblantes de los hombres eran ceñudos, pero junto a un dique de piedra, junto al perezoso río Zuro, se sentaba un mozo de ojos tristes, contemplando las aguas en busca de las verdes ramas en flor arrastradas desde las colinas por los torrentes. Y el muchacho le dijo:
—¿No eres, de hecho, aquel del que hablan los arcontes, el que busca una lejana ciudad en una tierra hermosa? Yo soy Romnod, nacido de la estirpe de Teloth, pero no soy tan viejo como esta ciudad de granito y anhelo a diario las cálidas arboledas y las distantes tierras de belleza y canciones. Más allá de las colinas Karthianas está Oonai, la ciudad de laúdes y bailes, de la que los hombres cuentan que es a un tiempo adorable y terrible. Quisiera ir allí apenas sea lo bastante mayor como para encontrar el camino, y allí debieras acudir tú, ya que podrías cantar y encontrar auditorio. Dejemos esta ciudad de Teloth y viajemos juntos a través de las colinas primaverales. Tú me enseñarás los caminos y yo escucharé tus cantos al atardecer, cuando las estrellas, una tras otra, enciendan sueños en la imaginación de los soñadores. Y tal vez esa Oonai, la ciudad de laúdes y bailes, sea la añorada Aira que buscas, ya que dices que no has visto Aira desde la infancia, y los nombres suelen cambiar. Vamos a Oonai, ¡Oh Iranon de los dorados cabellos!, donde los hombres sabrán de nuestro anhelo y nos recibirán como hermanos, sin reírse ni fruncir el ceño ante nuestras palabras.
E Iranon repuso:
—Sea, pequeño; y quienquiera que en esta ciudad de piedra ansíe la belleza, debe buscarla en las montañas y aún más allá, y yo no te dejaré aquí, suspirando junto al perezoso Zuro. Pero no creas que el placer y el contento existen al pasar las colinas Karthianas, ni en cualquier sitio que puedas encontrar en un día, un año o aun en un lustro de viaje. Mira, cuando yo era tan pequeño como tú vivía en el valle de Narthos, junto al gélido Xari, donde nadie prestaba atención a mis sueños, y me decía a mí mismo que al ser mayor me iría a Sinara, en la ladera sur, y cantaría para los sonrientes camelleros en la plaza del mercado. Pero cuando fui a Sinara encontré a los camelleros completamente ebrios y alborotados, y vi que sus cantos no eran como los míos; así que bajé en barcaza el Xari hasta Jaren, la de las murallas de ónice. Y los soldados de Jaren se rieron de mí y me expulsaron, así que hube de viajar por muchas otras ciudades. He visto Stethelos, que está bajo una gran catarata, y el marjal donde una vez se alzara Sarnath. Estuve en Thraa, Ilarnek y Kadatheron, junto al tortuoso río Ai, y he vivido mucho tiempo en Olatoë, en el país de Lomar. Pero aunque a veces he tenido auditorio, siempre ha sido escaso, y sé que sólo seré bienvenido en Aira, la ciudad de mármol y berilo donde mi padre fuera otrora rey. Así que buscaremos Aira, aunque haremos bien en visitar la lejana y bendecida por los laúdes Oonai, cruzando las colinas Karthianas, que pudiera ser en efecto Aira, aunque lo dudo. La belleza de Aira es inimaginable, y nadie puede hablar de ella sin extasiarse, mientras que los camelleros susurran lascivamente acerca de Oonai.
Al caer el sol, Iranon y el pequeño Romnod abandonaron Teloth y vagabundearon largo tiempo por las verdes colinas y las frescas frondas. El camino resultaba arduo y oscuro, y no parecían encontrarse nunca cerca de Oonai, la ciudad de laúdes y bailes; pero en el crepúsculo, mientras salían las estrellas, Iranon pudo cantar sobre Aira y sus bellezas, y Romnod escucharlo, por lo que, en cierta forma, ambos fueron felices. Comieron frutas y bayas rojas en abundancia, y no se percataron del transcurso del tiempo, aunque debieron pasar muchos años. El pequeño Romnod no era ya tan chico y era de hablar profundo antes que estridente; pero Iranon parecía siempre el mismo y engalanaba su cabello dorado con hojas de vid y fragantes resinas halladas en los bosques. Así hubo de llegar el día en que Romnod pareció más viejo que Iranon, aunque era sumamente pequeño cuando éste lo descubrió mirando las verdes ramas en flor en Teloth junto al perezoso Zuro orillado de piedra.
Entonces, una noche, cuando la luna se encontraba llena, los viajeros llegaron a la cima de un monte y pudieron contemplar a sus pies las miríadas de luces de Oonai. Los campesinos les habían dicho que estaban cerca, e Iranon supo que ésa no era su ciudad natal de Aira. Las luces de Oonai no eran como aquellas de Aira, ya que resultaban duras y cegadoras, mientras que las luces de Aira resplandecían tan gentil y mágicamente como relucía el claro de luna sobre el suelo, a través de la ventana, cuando la madre de Iranon lo acunaba antaño entre canciones. Pero Oonai era ciudad de laúdes y bailes, por lo que Iranon y Romnod bajaron la empinada cuesta, pensando encontrar hombres a quienes deleitar con sus cantos y ensueños. Y al entrar en la ciudad hallaron celebrantes tocados de rosas, yendo de casa en casa y asomados a ventanas y balcones, que escuchaban las canciones de Iranon y le arrojaban flores, aplaudiendo acto seguido. Entonces, por un instante, Iranon creyó haber encontrado a quienes pensaban y sentían como él, aunque la ciudad no resultaba ni la centésima parte de hermosa de lo que fuera Aira.
Al alba Iranon miró alrededor desalentado, ya que las cúpulas de Oonai no eran doradas a la luz del sol, sino grises y tristes. Y los hombres de Oonai estaban empalidecidos por la juerga y aturdidos por el vino, totalmente distintos de los radiantes hombres de Aira. Pero ya que la gente le había arrojado flores y había aclamado sus cantos, Iranon se quedó, y con él Romnod, que gustaba de la juerga ciudadana y lucía en sus oscuros cabellos rosas y mirto. Iranon cantaba a menudo durante las noches para los juerguistas, pero seguía siendo el de siempre, coronado tan sólo con parra de las montañas y añorando las marmóreas calles de Aira y el cristalino Nithra. Cantó en los salones cubiertos de fresco del monarca, sobre un estrado de cristal que se alzaba sobre un suelo de espejo, y al cantar pintaba escenas para su auditorio, hasta que al fin el suelo pareció reflejar sucesos antiguos, hermosos y medio recordados, y no los concelebrantes rubicundos por el vino que le lanzaban rosas. Y el rey le hizo desechar su harapienta púrpura para vestir satén y brocados de oro, con anillos de jade verde y brazaletes de marfil teñido, y lo alojó en una sala dorada repleta de tapices, sobre una cama de dulce madera tallada, cubierta de doseles y colchas de seda con flores bordadas. Así residió Iranon en Oonai, la ciudad de laúdes y bailes.
No se sabe cuánto se demoró Iranon en Oonai, pero un día el rey llevó a su palacio un puñado de salvajes bailarinas del vientre del desierto liranio y cetrinos flautistas de Drinen en el este, y tras de eso los juerguistas no lanzaron sus rosas sobre Iranon con la misma generosidad que sobre las bailarinas y los flautistas. Y día tras día aquel Romnod que fuera niño en la granítica Teloth se volvía más rudo y colorado por el vino, al tiempo que menos y menos soñador, y escuchaba con menguante deleite las canciones de Iranon. Pero aunque Iranon se sentía triste no cesaba de cantar, y cada noche repetía sus sueños sobre Aira, la ciudad de mármol y berilo. Luego, una noche, el rubicundo e hinchado Romnod resolló pesadamente entre las arrulladoras sedas de su diván y murió debatiéndose, mientras Iranon, pálido y delgado, cantaba para sí mismo en una apartada esquina. Y cuando Iranon hubo llorado sobre la tumba de Romnod, y la hubo cubierto de verdes ramas en flor, tal como a
Romnod solía gustarle, apartó sus sedas y ornatos y se marchó inadvertido de Oonai, la ciudad de laúdes y bailes, vestido tan sólo con la desgarrada púrpura con la que llegara, engalanado con nuevas hojas de parra de las montañas.
Iranon vagabundeó hacia poniente, buscando aún su tierra natal y los hombres que podían entender y amar sus cantos y sueños. En todas las ciudades de Cydathria y en las tierras del otro lado del desierto Bnazico, muchachos de rostro alegre se reían de sus viejas canciones y sus rasgadas ropas púrpuras, pero Iranon se mantenía siempre joven, portando una corona sobre su dorada cabeza al cantar a Aira, delicia del pasado y esperanza del futuro.
Entonces llegó una noche a la mísera choza de un viejo pastor, sucio y cargado de hombros, que guardaba su pequeño rebaño en una pedregosa ladera, sobre un pantano de arenas movedizas. Iranon se dirigió a este hombre, como a otros tantos:
—¿Sabrías decirme dónde hallar Aira, la ciudad de mármol y berilo, por donde fluye el cristalino Nythra y donde las cascadas del pequeño Kra cantan entre valles verdes y colinas arboladas?
Y el pastor, al oírlo, contempló larga y extrañadamente a Iranon, como recordando algo muy pretérito, y se fijó en cada rasgo del semblante del forastero, y en su dorado cabello, y en sus hojas de parra. Pero era muy viejo y meneó la cabeza al replicar:
—Oh forastero, es cierto que he oído el nombre de Aira y cuantos otros has pronunciado, pero proceden de lo más profundo de los años. Los escuché en la juventud de labios de un compañero de juegos, un pequeño mendigo trastornado por extraños sueños que era capaz de urdir interminables cuentos sobre la luna y las flores y el viento de poniente. Solíamos burlarnos de él a causa de su nacimiento, aunque él creyese ser hijo de rey. Era gallardo, como tú, pero lleno de locura e ideas extrañas; se marchó siendo pequeño para encontrar a quienes pudieran escuchar con agrado sus cantos y sueños. ¡Cuán a menudo me cantó sobre tierras que nunca existieron y cosas que jamás serán! Hablaba sin parar de Aira; de Aira y del río Nithra y las cascadas del pequeño Kra. Decía siempre que había vivido una vez allí como príncipe, aunque todos conocíamos su cuna. Nunca existió la marmórea ciudad de Aira ni quienes pudieran gustar de extraños cantos, excepto en los sueños de mi antiguo compañero de juegos Iranon, que ya no está con nosotros.
Y con el crepúsculo, mientras las estrellas iban encendiéndose una tras otra y la luna derramaba sobre el pantano una claridad semejante a la que un niño ve temblar sobre el suelo mientras le mecen para dormirlo, un hombre muy anciano, envuelto en desgarrada púrpura y tocado con marchitas hojas de parra, se internó en las letales arenas movedizas mirando adelante como si contemplara las doradas cúpulas de una hermosa ciudad donde los sueños encuentran comprensión. Y esa noche murieron en el antiguo mundo un poco de la juventud y la belleza.
 
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nubarus
view post Posted on 25/11/2008, 05:07




H.P. Lovecraft

El caos reptante

UN SUEÑO DE OPIO


Mucho es lo que se ha escrito acerca de los placeres y los sufrimientos del opio. Los éxtasis y horrores de De Quincey y los paradis artificiels de Baudelaire son conservados e interpretados con tal arte que los hace inmortales, y el mundo conoce a fondo la belleza, el terror y el misterio de esos oscuros reinos donde el soñador es transportado. Pero aunque mucho es lo que se ha hablado, ningún hombre ha osado todavía detallar la naturaleza de los fantasmas que entonces se revelan en la mente, o sugerir la dirección de los inauditos caminos por cuyo adornado y exótico curso se ve irresistiblemente lanzado el adicto. De Quincey fue arrastrado a Asia, esa fecunda tierra de sombras nebulosas cuya temible antigüedad es tan impresionante que "la inmensa edad de la raza y el nombre se impone sobre el sentido de juventud en el individuo", pero él mismo no osó ir más lejos. Aquellos que han ido más allá rara vez volvieron y, cuando lo hicieron, fue siempre guardando silencio o sumidos en la locura. Yo consumí opio en una ocasión... en el año de la plaga, cuando los doctores trataban de aliviar los sufrimientos que no podían curar. Fue una sobredosis -mi médico estaba agotado por el horror y los esfuerzos- y, verdaderamente, viajé muy lejos. Finalmente regresé y viví, pero mis noches se colmaron de extraños recuerdos y nunca más he permitido a un doctor volver a darme opio. Cuando me administraron la droga, el sufrimiento y el martilleo en mi cabeza habían sido insufribles. No me importaba el fututo; huir, bien mediante curación, inconsciencia o muerte, era cuanto me importaba. Estaba medio delirando, por eso es difícil ubicar el momento exacto de la transición, pero pienso que el efecto debió comenzar poco antes de que las palpitaciones dejaran de ser dolorosas. Como he dicho, fue una sobredosis; por lo cual, mis reacciones probablemente distaron mucho de ser normales. La sensación de caída, curiosamente disociada de la idea de gravedad o dirección, fue suprema, aunque había una impresión secundaria de muchedumbres invisibles de número incalculable, multitudes de naturaleza infinitamente diversa, aunque todas más o menos relacionadas conmigo. A veces, menguaba la sensación de caída mientras sentía que el universo o las eras se desplomaban ante mí. Mis sufrimientos cesaron repentinamente y comencé a asociar el latido con una fuerza externa más que con una interna. También se había detenido la caída, dando paso a una sensación de descanso efímero e inquieto, y, cuando escuché con mayor atención, fantaseé con que los latidos procedieran de un mar inmenso e inescrutable, como si sus
siniestras y colosales rompientes laceraran alguna playa desolada tras una tempestad de titánica magnitud. Entonces abrí los ojos. Por un instante, los contornos parecieron confusos, como una imagen totalmente desenfocada, pero gradualmente asimilé mi solitaria presencia en una habitación extraña y hermosa iluminada por multitud de ventanas. No pude hacerme la idea de la exacta naturaleza de la estancia, porque mis sentidos distaban aún de estar ajustados, pero advertí alfombras y colgaduras multicolores, mesas, sillas, tumbonas y divanes de elaborada factura, y delicados jarrones y ornatos que sugerían lo exótico sin llegar a ser totalmente ajenos. Todo eso percibí, aunque no ocupó mucho tiempo en mi mente. Lenta, pero inexorablemente, arrastrándose sobre mi conciencia e imponiéndose a cualquier otra impresión, llegó un temor vertiginoso a lo desconocido, un miedo tanto mayor cuanto que no podía analizarlo y que parecía concernir a una furtiva amenaza que se aproximaba... no la muerte, sino algo sin nombre, un ente inusitado indeciblemente más espantoso y aborrecible. Inmediatamente me percaté de que el símbolo directo y excitante de mi temor era el odioso martilleo cuyas incesantes reverberaciones batían enloquecedoramente contra mi exhausto cerebro. Parecía proceder de un punto fuera y abajo del edificio en el que me hallaba, y estar asociado con las más terroríficas imágenes mentales. Sentí que algún horrible paisaje u objeto acechaban más allá de los muros tapizados de seda, y me sobrecogí ante la idea de mirar por las arqueadas ventanas enrejadas que se abrían tan insólitamente por todas partes. Descubriendo postigos adosados a esas ventanas, los cerré todos, evitando dirigir mis ojos al exterior mientras lo hacía. Entonces, empleando pedernal y acero que encontré en una de las mesillas, encendí algunas velas dispuestas a lo largo de los muros en barrocos candelabros. La añadida sensación de seguridad que prestaban los postigos cerrados y la luz artificial calmaron algo mis nervios, pero no fue posible acallar el monótono retumbar. Ahora que estaba más calmado, el sonido se convirtió en algo tan fascinante como espantoso. Abriendo una portezuela en el lado de la habitación cercano al martilleo, descubrí un pequeño y ricamente engalanado corredor que finalizaba en una tallada puerta y un amplio mirador. Me vi irresistiblemente atraído hacia éste, aunque mis confusas aprehensiones me forzaban igualmente hacia atrás. Mientras me aproximaba, pude ver un caótico torbellino de aguas en la distancia. Enseguida, al alcanzarlo y observar el exterior en todas sus direcciones, la portentosa escena de los alrededores me golpeó con plena y devastadora fuerza. Contemplé una visión como nunca antes había observado, y que ninguna persona viviente puede haber visto salvo en los delirios de la fiebre o en los infiernos del opio. La construcción se alzaba sobre un angosto punto de tierra -o lo que ahora era un angosto punto de tierra- remontando unos 90 metros sobre lo que últimamente debió ser un hirviente torbellino de aguas enloquecidas. A cada lado de la casa se abrían precipicios de tierra roja recién excavados por las aguas, mientras que enfrente las temibles olas continuaban batiendo de forma espantosa, devorando la tierra con terrible monotonía y deliberación. Como a un kilómetro se alzaban y caían amenazadoras rompientes de no menos de cinco metros de altura y, en el lejano horizonte, crueles nubes negras de grotescos contornos colgaban y acechaban como buitres malignos. Las olas eran oscuras y purpúreas, casi negras, y arañaban el flexible fango rojo de la orilla como toscas manos voraces. No pude por menos que sentir que alguna nociva entidad marina había declarado una guerra a muerte contra toda la tierra firme, quizá instigada por el cielo enfurecido. Recobrándome al fin del estupor en que ese espectáculo antinatural me había sumido, descubrí que mi actual peligro físico era agudo. Aun durante el tiempo en que observaba, la orilla había perdido muchos metros y no estaba lejos el momento en que la casa se derrumbaría socavada en el atroz pozo de las olas embravecidas. Por tanto, me apresuré hacia el lado opuesto del edificio y, encontrando una puerta, la cerré tras de mí con una curiosa llave que colgaba en el interior. Entonces contemplé más de la extraña región a mi alrededor y percibí una singular división que parecía existir entre el océano hostil y el firmamento. A cada lado del descollante promontorio imperaban distintas condiciones. A mi izquierda, mirando tierra adentro, había un mar calmo con grandes olas verdes corriendo apaciblemente bajo un sol resplandeciente. Algo en la naturaleza y posición del sol me hicieron estremecer, aunque no pude entonces, como no puedo ahora, decir qué era. A mi derecha también estaba el mar, pero era azul, calmoso, y sólo ligeramente ondulado, mientras que el cielo sobre él estaba oscurecido y la ribera era más blanca que enrojecida. Ahora volví mi atención a tierra, y tuve ocasión de sorprenderme nuevamente, puesto que la vegetación no se parecía en nada a cuanto hubiera visto o leído. Aparentemente, era tropical o al menos subtropical... una conclusión extraída del intenso calor del aire. Algunas veces pude encontrar una extraña analogía con la flora de mi tierra natal, fantaseando sobre el supuesto de que las plantas y matorrales familiares pudieran asumir dichas formas bajo un radical cambio de clima; pero las gigantescas y omnipresentes palmeras eran totalmente extranjeras. La casa que acababa de abandonar era muy pequeña -apenas mayor que una cabaña- pero su material era evidentemente mármol, y su arquitectura extraña y sincrética, en una exótica amalgama de formas orientales y occidentales. En las esquinas había columnas corintias, pero los tejados rojos eran como los de una pagoda china. De la puerta que daba a tierra nacía un camino de singular arena blanca, de metro y medio de anchura y bordeado por imponentes palmeras, así como por plantas y arbustos en flor desconocidos. Corría hacia el lado del promontorio donde el mar era azul y la ribera casi blanca. Me sentí impelido a huir por este camino, como perseguido por algún espíritu maligno del océano retumbante. Al principio remontaba ligeramente la ribera, luego alcancé una suave cresta. Tras de mí, vi el paisaje que había abandonado: toda la punta con la cabaña y el agua negra, con el mar verde a un lado y el mar azul al otro, y una maldición sin nombre e indescriptible cerniéndose sobre todo. No volví a verlo más y a menudo me pregunto... Tras esta última mirada, me encaminé hacia delante y escruté el panorama de tierra adentro que se extendía ante mí. El camino, como he dicho, corría por la ribera derecha si uno iba hacia el interior. Delante y a la izquierda vislumbré entonces un magnífico valle, que abarcaba miles de acres, sepultado bajo un oscilante manto de hierba tropical más alta que mi cabeza.
Casi al límite de la visión había una colosal palmera que parecía fascinarme y reclamarme. En este momento, el asombro y la huida de la península condenada habían, con mucho, disipado mi temor, pero cuando me detuve y me desplomé fatigado sobre el sendero, hundiendo ociosamente mis manos en la cálida arena blancuzco-dorada, un nuevo y agudo sonido de peligro me embargó. Algún terror en la alta hierba sibilante pareció sumarse a la del diabólico mar retumbante y me alcé gritando fuerte y desabridamente.
-¿Tigre? ¿Tigre? ¿Es un tigre? ¿Bestias? ¿Bestias? ¿Es una bestia lo que me atemoriza?
Mi mente retrocedía hasta una antigua y clásica historia de tigres que había leído; traté de recordar al autor, pero tuve alguna dificultad. Entonces, en mitad de mi espanto, recordé que el relato pertenecía a Ruyard Kipling; no se me ocurrió lo ridículo que resultaba considerarle como un antiguo autor. Anhelé el volumen que contenía esta historia, y casi había comenzado a desandar el camino hacia la cabaña condenada cuando el sentido común y el señuelo de la palmera me contuvieron. Si hubiera o no podido resistir el deseo de retroceder sin el concurso de la fascinación por la inmensa palmera, es algo que no sé. Su atracción era ahora predominante, y dejé el camino para arrastrarme sobre manos y rodillas por la pendiente del valle, a pesar de mi miedo hacia la hierba y las serpientes que pudiera albergar. Decidí luchar por mi vida y cordura tanto como fuera posible y contra todas las amenazas del mar o tierra, aunque a veces temía la derrota mientras el enloquecido silbido de la misteriosa hierba se unía al todavía audible e irritante batir de las distantes rompientes. Con frecuencia, debía detenerme y tapar mis oídos con las manos para aliviarme, pero nunca pude acallar del todo el detestable sonido. Fue tan sólo tras eras, o así me lo pareció, cuando finalmente pude arrastrarme hasta la increíble palmera y reposar bajo su sombra protectora.
Entonces ocurrieron una serie de incidentes que me transportaron a los opuestos extremos del éxtasis y el horror; sucesos que temo recordar y sobre los que no me atrevo a buscar interpretación. Apenas me había arrastrado bajo el colgante follaje de la palmera, cuando brotó de entre sus ramas un muchacho de una belleza como nunca antes viera. Aunque sucio y harapiento, poseía las facciones de un fauno o semidiós, e incluso parecía irradiar en la espesa sombra del árbol. Sonrió tendiendo sus manos, pero antes de que yo pudiera alzarme y hablar, escuché en el aire superior la exquisita melodía de un canto; notas altas y bajas tramadas con etérea y sublime armonía. El sol se había hundido ya bajo el horizonte, y en el crepúsculo vi una aureola de mansa luz rodeando la cabeza del niño. Entonces se dirigió a mí.
-Es el fin. Han bajado de las estrellas a través del ocaso. Todo está colmado y más allá de las corrientes arinurianas moraremos felices en Teloe.
Mientras el niño hablaba, descubrí una suave luminosidad a través de las frondas de las palmeras y vi alzarse saludando a dos seres que supe debían ser parte de los maestros cantores que había escuchado. Debían ser un dios y una diosa, porque su belleza no era la de los mortales, y ellos tomaron mis manos diciendo:
-Ven, niño, has escuchado las voces y todo está bien. En Teloe, más allá de las Vía Láctea y las corrientes arinurianas, existen ciudades de ámbar y calcedonia. Y sobre sus cúpulas de múltiples facetas relumbran los reflejos de extrañas y hermosas estrellas. Bajo los puentes de marfil de Teloe fluyen los ríos de oro líquido llevando embarcaciones de placer rumbo a la floreciente Cytarion de los Siete Soles. Y en Teloe y Cytarion no existe sino juventud, belleza y placer, ni se escuchan más sonidos que los de las risas, las canciones y el laúd. Sólo los dioses moran en Teloe la de los ríos dorados, pero entre ellos tú habitarás.
Mientras escuchaba embelesado, me percaté súbitamente de un cambio en los alrededores. La palmera, que últimamente había resguardado a mi cuerpo exhausto, estaba ahora a mi izquierda y considerablemente debajo. Obviamente flotaba en la atmósfera; acompañado no sólo por el extraño chico y la radiante pareja, sino por una creciente muchedumbre de jóvenes y doncellas semiluminosos y coronados de vides, con cabelleras sueltas y semblante feliz. Juntos ascendimos lentamente, como en alas de una fragante brisa que soplara no desde la tierra sino en dirección a la nebulosa dorada, y el chico me susurró en el oído que debía mirar siempre a los senderos de luz y nunca abajo, a la esfera que acababa de abandonar. Los mozos y muchachas entonaban ahora dulces acompañamientos con los laúdes y me sentía envuelto en una paz y felicidad más profunda de lo que hubiera imaginado en toda mi vida, cuando la intrusión de un simple sonido alteró mi destino destrozando mi alma. A
través de los arrebatados esfuerzos de cantores y tañedores de laúd, como una armonía burlesca y demoníaca, atronó desde los golfos inferiores el maldito, el detestable batir del odioso océano. Y cuando aquellas negras rompientes rugieron su mensaje en mis oídos, olvidé las palabras del niño y miré abajo, hacia el condenado paisaje del que creía haber escapado.
En las profundidades del éter vi la estigmatizada tierra girando, siempre girando, con irritados mares tempestuosos consumiendo las salvajes y arrasadas costas y arrojando espuma contra las tambaleantes torres de las ciudades desoladas. Bajo una espantosa luna centelleaban visiones que nunca podré describir, visiones que nunca olvidaré: desiertos de barro cadavérico y junglas de ruina y decadencia donde una vez se extendieron las llanuras y poblaciones de mi tierra natal, y remolinos de océano espumeante donde otrora se alzaran los poderosos templos de mis antepasados. Los alrededores del polo Norte hervían con ciénagas de estrepitoso crecimiento y vapores malsanos que silbaban ante la embestida de las inmensas olas que se encrespaban, lacerando, desde las temibles profundidades. Entonces, un desgarrado aviso cortó la noche, y a través del desierto de desiertos apareció una humeante falla. El océano negro aún espumeaba y devoraba, consumiendo el desierto por los cuatro costados mientras la brecha del centro se ampliaba y ampliaba. No había otra tierra salvo el desierto, y el océano furioso todavía comía y comía. Sólo entonces pensé que incluso el retumbante mar parecía temeroso de algo, atemorizado de los negros dioses de la tierra profunda que son más grandes que el malvado dios de las aguas, pero, incluso si era así, no podía volverse atrás, y el desierto había sufrido demasiado bajo aquellas olas de pesadilla para apiadarse ahora. Así, el océano devoró la última tierra y se precipitó en la brecha humeante, cediendo de este modo todo cuanto había conquistado. Fluyó nuevamente desde las tierras recién sumergidas, desvelando muerte y decadencia y, desde su viejo e inmemorial lecho, goteó de forma repugnante, revelando secretos ocultos en los años en que el Tiempo era joven y los dioses aún no habían nacido. Sobre las olas se alzaron recordados capiteles sepultados bajo las algas. La luna arrojaba pálidos lirios de luz sobre la muerta Londres, y París se levantaba sobre su húmeda tumba para ser santificada con polvo de estrellas. Después, brotaron capiteles y monolitos que estaban cubiertos de algas pero que no eran recordados; terribles capiteles y monolitos de tierras acerca de las cuales el hombre jamás supo. No había ya retumbar alguno, sino sólo el ultraterreno bramido y siseo de las aguas precipitándose en la falla. El humo de esta brecha se había convertido en vapor, ocultando casi el mundo mientras se hacía más y más denso. Chamuscó mi rostro y manos, y cuando miré para ver cómo afectaba a mis compañeros descubrí que todos habían desaparecido. Entonces todo terminó bruscamente y no supe más hasta que desperté sobre una cama de convalecencia. Cuando la nube de humo procedente del golfo plutónico veló por fin toda mi vista, el firmamento entero chilló mientras una repentina agonía de reverberaciones enloquecidas sacudía el estremecido éter. Sucedió en un relámpago y explosión delirantes; un cegador, ensordecedor holocausto de fuego, humo y trueno que disolvió la pálida luna mientras la arrojaba al vacío.
Y cuando el humo clareó y traté de ver la tierra, tan sólo pude contemplar, contra el telón de frías y burlonas estrellas, al sol moribundo y a los pálidos y afligidos planetas buscando a su hermana.
 
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nubarus
view post Posted on 29/11/2008, 18:55




LOS AMADOS MUERTOS
H. P. LOVECRAFT & C. M. EDDY



Es media noche. Antes del alba darán conmigo y me encerrarán en una celda
negra, donde languideceré interminablemente, mientras insaciables deseos roen
mis entrañas y consumen mi corazón, hasta ser al fin uno con los muertos que
amo.
Mi asiento es la fétida fosa de una vetusta tumba; mi pupitre, el envés de una
lápida caída y desgastada por los siglos implacables; mi única luz es la de las
estrellas y la de una angosta media luna, aunque puedo ver tan claramente
como si fuera mediodía. A mi alrededor, como sepulcrales centinelas
guardando descuidadas tumbas, las inclinadas y decrépitas lápidas yacen
medio ocultas por masas de nauseabunda maleza en descomposición. Y sobre
todo, perfilándose contra el enfurecido cielo, un solemne monumento alza su
austero chapitel ahusado, semejando el espectral caudillo de una horda
fantasmal. El aire está enrarecido por el nocivo olor de los hongos y el hedor de
la húmeda tierra mohosa, pero para mí es el aroma del Elíseo. Todo es quietud -
terrorífica quietud -, con un silencio cuya intensidad promete lo solemne y lo
espantoso.
De haber podido elegir mi morada, lo hubiera hecho en alguna ciudad de carne
en descomposición y huesos que se deshacen, pues su proximidad brinda a mi
alma escalofríos de éxtasis, acelerando la estancada sangre en mis venas y
forzando a latir mi lánguido corazón con júbilo delirante... ¡Porque la presencia
de la muerte es vida para mí !
Mi temprana infancia fue de una larga, prosaica y monótona apatía.
Sumamente ascético, descolorido, pálido, enclenque y sujeto a prolongados
raptos de mórbido ensimismamiento, fui relegado por los muchachos
saludables y normales de mi propia edad. Me tildaban de aguafiestas y "vieja"
porque no me interesaban los rudos juegos infantiles que ellos practicaban, o
porque no poseía el suficiente vigor para participar en ellos, de haberlo
deseado.
Como todas las poblaciones rurales, Fenham tenía su cupo de chismosos de
lengua venenosa. Sus imaginaciones maledicentes achacaban mi temperamento
letárgico a alguna anormalidad aborrecible; me comparaban con mis padres
agitando la cabeza con ominosa duda en vista de la gran diferencia. Algunos de
los más supersticiosos me señalaban abiertamente como un niño cambiado por
otro, mientras que otros, que sabían algo sobre mis antepasados, llamaban la
atención sobre rumores difusos y misteriosos acerca de un tataratío que había
sido quemado en la hoguera por nigromante.
De haber vivido en una ciudad más grande, con mayores oportunidades para
encontrar amistades, quizás hubiera superado esta temprana tendencia al
aislamiento.
Cuando llegué a la adolescencia, me torné aún más sombrío, morboso y apático.
Mi vida carecía de alicientes. Me parecía ser preso de algo que ofuscaba mis
sentidos, trababa mi desarrollo, entorpecía mis actividades y me sumía en una
inexplicable insatisfacción. Tenía dieciséis años cuando acudí a mi primer
funeral. Un sepelio en Fenham era un suceso de primer orden social, ya que
nuestra ciudad era señalada por la longevidad de sus habitantes. Cuando,
además, el funeral era el de un personaje tan conocido como el de mi abuelo,
podía asegurarse que el pueblo entero acudiría en masa para rendir el debido
homenaje a su memoria. Pero yo no contemplaba la próxima ceremonia con
interés ni siquiera latente. Cualquier asunto que tendiera a arrancarme de mi
inercia habitual sólo representaba para mí una promesa de inquietudes físicas y
mentales. Cediendo ante las presiones de mis padres, y tratando de hurtarme a
sus cáusticas condenas sobre mi actitud poco filial, convine en acompañarles.
No hubo nada fuera de lo normal en el funeral de mi abuelo salvo la
voluminosa colección de ofrendas florales; pero esto, recuerdo, fue mi iniciación
en los solemnes ritos de tales ocasiones.
Algo en la estancia oscurecida, el ovalado ataúd con sus sombrías colgaduras,
los apiñados montones de fragantes ramilletes, las demostraciones de dolor por
parte de los ciudadanos congregados, me arrancó de mi normal apatía captando
mi atención. Saliendo de mi momentáneo ensueño merced a un codazo de mi
madre, la seguí por la estancia hasta el féretro donde yacía el cuerpo de mi
abuelo.
Por primera vez, estaba cara a cara con la Muerte. Observé el rostro sosegado y
surcado por infinidad de arrugas, y no vi nada que causara demasiado pesar. Al
contrario, me pareció que el abuelo estaba inmensamente contento,
plácidamente satisfecho. Me sentí sacudido por algún extraño y discordante
sentido de regocijo. Tan suave, tan furtivamente me envolvió que apenas puedo
determinar su llegada. Mientras rememoro lentamente ese instante portentoso,
me parece que debe haberse originado con mi primer vistazo a la escena del
funeral, estrechando silenciosamente su cerco con sutil insidia. Una funesta y
maligna influencia que parecía provenir del cadáver mismo me aferraba con
magnética fascinación. Mi mismo ser parecía cargado de electricidad estática y
sentí mi cuerpo tensarse involuntariamente. Mis ojos intentaban traspasar los
párpados cerrados del difunto y leer el secreto mensaje que ocultaban. Mi
corazón dio un repentino salto de júbilo impío batiendo contra mis costillas con
fuerza demoníaca, como tratando de librarse de las acotadas paredes de mi caja
torácica.
Una salvaje y desenfrenada sensualidad complaciente me envolvió. Una vez
más, el vigoroso codazo maternal me devolvió a la actividad. Había llegado con
pies de plomo hasta el ataúd tapizado de negro, me alejé de él con vitalidad
recién descubierta.
Acompañé al cortejo hasta el cementerio con mi ser físico inundado de místicas
influencias vivificantes. Era como si hubiera bebido grandes sorbos de algún
exótico elixir... alguna abominable poción preparada con las blasfemas fórmulas
de los archivos de Belial. La población estaba tan volcada en la ceremonia que el
radical cambio de mi conducta pasó desapercibido para todos, excepto para mi
padre y mi madre; pero en la quincena siguiente, los chismosos locales
encontraron nuevo material para sus corrosivas lenguas en mi alterado
comportamiento. Al final de la quincena, no obstante, la potencia del estímulo
comenzó a perder efectividad. En uno o dos días había vuelto por completo a
mi languidez anterior, aunque no era total y devoradora insipidez del pasado.
Antes, había una total ausencia del deseo de superar la inactividad; ahora,
vagos e indefinidos desasosiegos me turbaban. De puertas afuera, había vuelto
a ser el de siempre, y los maledicentes buscaron algún otro sujeto más propicio.
Ellos, de haber siquiera soñado la verdadera causa de mi reanimación, me
hubieran rehuido como a un ser leproso y obsceno.
Yo, de haber adivinado el execrable poder oculto tras mi corto periodo de
alegría, me habría aislado para siempre del resto del mundo, pasando mis
restantes años en penitente soledad.
Las tragedias vienen a menudo de tres en tres, de ahí que, a pesar de la
proverbial longevidad de mis conciudadanos, los siguientes cinco años me
trajeron la muerte de mis padres. Mi madre fue la primera, en un accidente de
la naturaleza mas inesperada, y tan genuino fue mi pesar que me sentí
sinceramente sorprendido de verlo burlado y contrarrestado por ese casi
perdido sentimiento de supremo y diabólico éxtasis. De nuevo mi corazón
brincó salvajemente, otra vez latió con velocidad galopante enviando la sangre
caliente a recorrer mis venas con meteórico fervor. Sacudí de mis hombros el
fatigoso manto de inacción, sólo para reemplazarlo por la carga, infinitamente
más horrible, del deseo repugnante y profano. Busqué la cámara mortuoria
donde yacía el cuerpo de mi madre, con el alma sedienta de ese diabólico néctar
que parecía saturar el aire de la estancia oscurecida.
Cada inspiración me vivificaba, lanzándome a increíbles cotas de seráfica
satisfacción. Ahora sabía que era como el delirio provocado por las drogas y
que pronto pasaría, dejándome igualmente ávido de su poder maligno; pero no
podía controlar mis anhelos más de lo que podía deshacer los nudos gordianos
que ya enmarañaban la madeja de mi destino.
Demasiado bien sabía que, a través de alguna extraña maldición satánica, la
muerte era la fuerza motora de mi vida, que había una singularidad en mi
constitución que sólo respondía a la espantosa presencia de algún cuerpo sin
vida. Pocos días más tarde, frenético por la bestial intoxicación de la que la
totalidad de mi existencia dependía, me entrevisté con el único enterrador de
Fenham y le pedí que me admitiera como aprendiz.
El golpe causado por la muerte de mi madre había afectado visiblemente a mi
padre. Creo que de haber sacado a relucir una idea tan trasnochada como la de
mi empleo en otra ocasión, la hubiera rechazado enérgicamente. En cambio,
agitó la cabeza aprobadoramente, tras un momento de sobria reflexión. ¡ Qué
lejos estaba de imaginar que sería el objeto de mi primera lección práctica!.
También el murió bruscamente, por culpa de alguna afección cardiaca
insospechada hasta el momento. Mi octogenario patrón trató por todos los
medios de disuadirme de realizar la inconcebible tarea de embalsamar su
cuerpo, sin detectar el fulgor entusiasta de mis ojos cuando finalmente logré
que aceptara mi condenable punto de vista. No creo ser capaz de expresar los
reprensibles, los desquiciados pensamientos que barrieron en tumultuosas olas
de pasión mi desbocado corazón mientras trabajaba sobre aquel cuerpo sin
vida.
Amor sin par era la nota clave de esos conceptos, un amor más grande - con
mucho - que el que más hubiera sentido hacia él cuando estaba vivo.
Mi padre no era un hombre rico, pero había poseído bastantes bienes
mundanos como para ser lo suficientemente independiente. Como su único
heredero, me encontré en una especie de paradójica situación. Mi temprana
juventud había sido un fracaso total en cuento a prepararme para el contacto
con el mundo moderno; pero la sencilla vida de Fenham, con su cómodo
aislamiento, había perdido sabor para mí. Por otra parte, la longevidad de sus
habitantes anulaba el único motivo que me había hecho buscar empleo.
La venta de los bienes me proveyó de un medio fácil de asegurarme la salida y
me trasladé a Bayboro, una ciudad a unos 50 kilómetros. Aquí, mi año de
aprendizaje me resultó sumamente útil. No tuve problemas para lograr una
buena colocación como asistente de la Gresham Corporation, una empresa que
mantenía las mayores pompas fúnebres de la ciudad. Incluso logré que me
permitieran dormir en los establecimientos... porque ya la proximidad de la
muerte estaba convirtiéndose en una obsesión.
Me aplique a mi tarea con celo inusitado. Nada era demasiado horripilante para
mi impía sensibilidad, y pronto me convertí en un maestro en mi oficio electo.
Cada cadáver nuevo traído al establecimiento significaba una promesa
cumplida de impío regocijo, de irreverentes gratificaciones, una vuelta al
arrebatador tumulto de las arterias que transformaba mi hosco trabajo en
devota dedicación... aunque cada satisfacción carnal tiene su precio. Llegué a
odiar los días que no traían muertos en los que refocilarme, y rogaba a todos los
dioses obscenos de los abismos inferiores para que dieran rápida y segura
muerte a los residentes de la ciudad.
Llegaron entonces las noches en que una sigilosa figura se deslizaba
subrepticiamente por las tenebrosas calles de los suburbios; noches negras
como boca de lobo, cuando la luna de la medianoche se oculta tras pesadas
nubes bajas. Era una furtiva figura que se camuflaba con los árboles y lanzaba
esquivas miradas sobre su espalda; una silueta empeñada en alguna misión
maligna. Tras una de esas noches de merodeo, los periódicos matutinos
pudieron vocear a su clientela ávida de sensación los detalles de un crimen de
pesadilla; columna tras columna de ansioso morbo sobre abominables
atrocidades; párrafo tras párrafo de soluciones imposibles, y sospechas
contrapuestas y extravagantes.
Con todo, yo sentía una suprema sensación de seguridad, pues ¿quién, por un
momento, recelaría que un empleado de pompas fúnebres - donde la Muerte
presumiblemente ocupa los asuntos cotidianos - abandonaría sus
indescriptibles deberes para arrancar a sangre fría la vida de sus semejantes?
Planeaba cada crimen con astucia demoníaca, variando el método de mis
asesinatos para que nadie los supusiera obra de un solo par de manos
ensangrentadas. El resultado de cada incursión nocturna era una extática hora
de placer, pura y perniciosa; un placer siempre aumentado por la posibilidad de
que su deliciosa fuente fuera más tarde asignada a mis deleitados cuidados en
el curso de mi actividad habitual. De cuando en cuando, ese doble t postrer
placer tenía lugar...¡Oh, recuerdo escaso y delicioso!
Durante las largas noches en que buscaba el refugio de mi santuario, era
incitado por aquel silencio de mausoleo a idear nuevas e indecibles formas de
prodigar mis afectos a los muertos que amaba...¡los muertos que me daban
vida!
Una mañana, Mr. Gresham acudió mucho más temprano de lo habitual... llegó
para encontrarme tendido sobre una fría losa, hundido en un sueño
monstruoso, ¡con los brazos alrededor del cuerpo rígido, tieso y desnudo de un
fétido cadáver! Con los ojos llenos de entremezcla de repugnancia y compasión,
me arrancó de mis salaces sueños.
Educada pero firmemente, me indicó que debía irme, que mis nervios estaban
alterados, que necesitaba un largo descanso de las repelentes tareas que mi
oficio exige, que mi impresionable juventud estaba demasiado profundamente
afectada por la funesta atmósfera del lugar. ¡Cuán poco sabía de los demoníacos
deseos que espoleaban mi detestable anormalidad! Fui suficientemente juicioso
como para ver que el responder sólo le reafirmaría en su creencia de mi
potencial locura...resultaba mucho mejor marcharse que invitarle a descubrir los
motivos ocultos tras mis actos.
Tras eso, no me atreví a permanecer mucho tiempo en un lugar por miedo a que
algún acto abierto descubriera mi secreto a un mundo hostil. Vagué de ciudad
en ciudad, de pueblo en pueblo. Trabajé en depósitos de cadáveres, rondé
cementerios, hasta un crematorio... cualquier sitio que me brindara la
oportunidad de estar cerca de la muerte que tanto anhelaba.
Entonces llegó la Guerra Mundial. Fui uno de los primeros en alistarme y uno
de los últimos en volver, cuatro años de infernal osario ensangrentado...
nauseabundo légamo de trincheras anegadas de lluvia...mortales explosiones de
histéricas granadas...el monótono silbido de balas sardónicas...humeantes
frenesíes de las fuentes del Flegeton (1)... letales humaredas de gases
venenosos... grotescos restos de cuerpos aplastados y destrozados... cuatro años
de trascendente satisfacción.
En cada vagabundo hay una latente necesidad de volver a los lugares de su
infancia. Unos pocos meses más tarde, me encontré recorriendo los familiares y
apartados caminos de Fenhman. Deshabitadas y ruinosas granjas se alineaban
junto a las cunetas, mientras que los años habían deparado un retroceso igual
en la propia ciudad. Apenas había un puñado de casas ocupadas, aunque entre
ellas estaba la que una vez yo considerara mi hogar. El sendero descuidado e
invadido por malas hierbas, las persianas rotas, los incultos terrenos de detrás,
todo era una muda confirmación de las historias que había obtenido con ciertas
indagaciones: que ahora cobijaba a un borracho disoluto que arrastraba una
mísera existencia con las faenas que le encomendaban algunos vecinos, por
simpatía hacia la maltratada esposa y el mal nutrido hijo que compartían su
suerte. Con todo esto, el encanto que envolvía los ambientes de mi juventud
había desaparecido totalmente; así, acuciado por algún temerario impulso
errante, volví mis pasos a Bayboro.
Aquí, también los años habían traído cambios, aunque en sentido inverso. La
pequeña ciudad de mis recuerdos casi había duplicado su tamaño a pesar de su
despoblamiento en tiempo de guerra. Instintivamente busqué mi primitivo
lugar de trabajo, descubriendo que aún existía, pero con nombre desconocido y
un "Sucesor de" sobre la puerta, puesto que la epidemia de gripe había hecho
presa de Mr. Gresham, mientras que los muchachos estaban en ultramar.
Alguna fatídica disposición me hizo pedir trabajo. Comenté mi aprendizaje bajo
Mr. Gresham con cierto recelo, pero se había llevado a al tumba el secreto de mi
poco ética conducta. Una oportuna vacante me aseguró la inmediata
recolocación.
Entonces volvieron erráticos recuerdos sobre noches escarlatas de impíos
peregrinajes y un incontrolable deseo de reanudar aquellos ilícitos placeres.
Hice a un lado la precaución, lanzándome a otra serie de condenables
desmanes. Una vez más, la prensa amarilla dio la bienvenida a los diabólicos
detalles de mis crímenes, comparándolos con las rojas semanas de horror que
habían pasmado ala ciudad años atrás. Una vez más la policía lanzó sus redes,
sacando entre sus enmarañados pliegues...¡nada!
Mi sed del nocivo néctar de la muerte creció hasta ser un fuego devastador, y
comencé a acortar los períodos entre mis odiosas explosiones. Comprendí que
pisaba suelo resbaladizo, pero el demoníaco deseo me aferraba con torturantes
tentáculos y me obligaba a proseguir.
Durante todo este tiempo, mi mente estaba volviéndose progresivamente
insensible a cualquier otra influencia que no fuera la satisfacción de mis
enloquecidos anhelos. Dejé deslizar, en alguna de esas maléficas escapadas,
pequeños detalles de vital importancia para identificarme. De cierta forma, en
algún lugar, dejé una pequeña pista, un rastro fugitivo, detrás... no lo bastante
como para ordenar mi arresto, pero sí lo suficiente como para volver la marea
de sospechas en mi dirección. Sentía el espionaje, pero aun así era incapaz de
contener la imperiosa demanda de más muerte para acelerar mi enervado
espíritu.
Enseguida llegó la noche en que el estridente silbato de la policía me arrancó de
mi demoníaco solaz sobre el cuerpo de mi postrer víctima, con una
ensangrentada navaja todavía firmemente asida. Con un ágil movimiento, cerré
la hoja y la guardé en el bolsillo de mi chaqueta. Las porras de la policía
abrieron grandes brechas en la puerta. Rompí la ventana con una silla,
agradeciendo al destino haber elegido uno de los distritos más pobres como
morada. Me descolgué hasta un callejón mientras las figuras vestidas de azul
irrumpían por la destrozada puerta. Huí saltando inseguras vallas, a través de
mugrientos patios traseros, cruzando míseras casas destartaladas, por estrechas
calles mal iluminadas. Inmediatamente, pensé en los boscosos pantanos que se
alzaban más allá de la ciudad, extendiéndose unos 60 kilómetros hasta alcanzar
loa arrabales de Fenham. Si pudiera llegar a esta meta, estaría temporalmente a
salvo. Antes del alba me había lanzado de cabeza por el ansiado despoblado,
tropezando con los podridos troncos de árboles moribundos cuyas ramas
desnudas se extendían como brazos grotescos tratando de estorbarme con su
burlón abrazo.
Los diablos de las funestas deidades a quienes había ofrecido mis idólatras
plegarias debían haber guiado mis pasos hacia aquella amenazadora ciénaga.
Una semana más tarde, macilento, empapado y demacrado, rondaba por los
bosques a kilómetro y medio de Fenham. Había eludido por fin a mis
perseguidores, pero no osaba mostrarme, a sabiendas de que la alarma debía
haber sido radiada. Tenía remota la esperanza de haberlos hecho perder el
rastro. Tras la primera y frenética noche, no había oído sonido de voces extrañas
ni los crujidos de pesados cuerpos entre la maleza. Quizás habían decidido que
mi cuerpo yacía oculto en alguna charca o se había desvanecido para siempre
entre los tenaces cenagales.
El hambre ría mis tripas con agudas punzadas, y la sed había dejado mi
garganta agotada y reseca. Pero, con mucho, lo peor era el insoportable hambre
de mi famélico espíritu, hambre del estímulo que sólo encontraba en la
proximidad de los muertos. Las ventanas de mi nariz temblaban con dulces
recuerdos. No podía engañarme demasiado con el pensamiento de que tal
deseo era un simple capricho de la imaginación. Sabía que era parte integral de
la vida misma, que sin ella me apagaría como una lámpara vacía. Reuní todas
mis restantes energías para aplicarme en la tarea de satisfacer mi inicuo apetito.
A pesar del peligro que implicaban mis movimientos, me adelanté a explorar
contorneando las protectoras sombras como un fantasma obsceno. Una vez más
sentí la extraña sensación de ser guiado por algún invisible acólito de Satanás.
Y aun mi alma endurecida por el pecado se agitó durante un instante al
encontrarme ante mi domicilio natal, el lugar de mi retiro de juventud.
Luego, esos inquietantes recuerdos pasaron. En su lugar llegó el ávido y
abrumador deseo. Tras las podridas cercas de esa vieja casa aguardaba mi
presa. Un momento más tarde había alzado una de las destrozadas ventanas y
me había deslizado por el alféizar. Escuché durante un instante, con los sentidos
alerta y los músculos listos para la acción. El silencio me recibió. Con pasos
felinos recorrí las familiares estancias, hasta que unos ronquidos estentóreos
indicaron el lugar donde encontraría remedio a mis sufrimientos. Me permití
un vistazo de éxtasis anticipado mientras franqueaba la puerta de la alcoba.
Como una pantera, me acerqué a la tendida forma sumida en el estupor de la
embriaguez. La mujer y el niño - ¿dónde estarían? -, bueno, podían esperar. Mis
engarfiados dedos se deslizaron hacia su garganta...
Horas más tarde volvía a ser el fugitivo, pero una renovada fortaleza robada era
mía. Tres silenciosos cuerpos dormían para no despertar. No fue hasta que la
brillante luz del día invadió mi escondrijo que visualicé las inevitables
consecuencias de la temeraria obtención alivio. En ese tiempo los cuerpos
debían haber sido descubiertos. Aun el más obtuso de los policías rurales
seguramente relacionaría la tragedia con mi huida de la ciudad vecina. Además,
por primera vez había sido lo bastante descuidado como para dejar alguna
prueba tangible de identidad...
las huellas dactilares en las gargantas de mis recientes víctimas. Durante todo el
día temblé preso de aprensión nerviosa. El simple chasquido de una ramita seca
bajo mis pies conjuraba inquietantes imágenes mentales. Esa noche, al amparo
de la oscuridad protectora, bordeé Fenham y me interné en los bosques de más
allá. Antes del alba tuve el primer indicio definido de la renovada persecución...
el distante ladrido de los sabuesos.
Me apresuré a través de la larga noche, pero durante la mañana pude sentir
cómo mi artificial fortaleza menguaba. El mediodía trajo, una vez más, la
persistente llamada de la perturbadora maldición y supe que me derrumbaría
de no volver a experimentar la exótica intoxicación que sólo llegaba en la
proximidad de mis adorados muertos. Había viajado en un amplio semicírculo.
Si me esforzaba en línea recta, la medianoche me encontraría en el cementerio
donde había enterrado a mis padres años atrás. Mi única esperanza, lo sabía,
residía en alcanzar esta meta antes de ser capturado. Con un silencioso ruego a
los demonios que dominaban mi destino, me volví encaminando mis pasos en
la dirección de mi último baluarte.
¡Dios! ¿Pueden haber pasado escasas doce horas desde que partí hacia mi
espectral santuario? He vivido una eternidad en cada pesada hora. Pero he
alcanzado una espléndida recompensa ¡El nocivo aroma de este descuidado
paraje es como incienso para mi doliente alma!
Los primeros reflejos del alba clarean en el horizonte. ¡Vienen! ¡Mis agudos
oídos captan el todavía lejano aullido de los perros! Es cuestión de minutos que
me encuentren y me aparten para siempre del resto del mundo, ¡para perder
mis días en anhelos desesperados, hasta que al final sea uno con los muertos
que amo!
¡No me cogerán! ¡Hay una puerta de escape abierta! Una elección de cobarde,
quizás, pero mejor - mucho mejor - que los interminables meses de
indescriptible miseria. Dejaré esta relación tras de mí para que algún alma
pueda quizás entender por qué hice lo que hice.
¡La navaja de afeitar! Aguardaba olvidada en mi bolsillo desde mi huida de
Bayboro. Su hoja ensangrentada reluce extrañamente en la menguante luz de la
angosta luna. Un rápido tajo en mi muñeca izquierda y la liberación está
asegurada... cálida, la sangre fresca traza grotescos dibujos sobre las carcomidas
y decrépitas lápidas... hordas fantasmales se apiñan sobre las tumbas en
descomposición... dedos espectrales me llaman por señas... etéreos fragmentos
de melodías no escritas en celestial crescendo... distantes estrellas danzan
embriagadoramente en demoníaco acompañamiento... un millar de diminutos
martillos baten espantosas disonancias sobre yunques en el interior de mi
caótico cerebro... fantasmas grises de asesinados espíritus desfilan ante mí en
silenciosa burla... abrasadoras lenguas de invisible llama estampan la marca del
Infierno en mi alma enferma... no puedo... escribir... más...


(1) un río de fuego, uno de los cinco que existen en el Hades
 
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astaroth1
view post Posted on 1/12/2008, 12:01




BAJO LAS PIRÁMIDES
H. P. Lovecraft y Harry Houdini

I


El misterio llama al misterio. Siempre, desde que alcancé amplio
renombre como ejecutor de hazañas inexplicables, me he topado con extraños
sucesos e historias que, dada mi fama, la gente ha tendido a casar con mis
intereses y actividades. Unos eran triviales e irrelevantes, otros profundamente
dramáticos e intrigantes, y alguno fruto de extrañas y peligrosas experiencias, y
los ha habido que me han involucrado en dilatadas investigaciones científicas e
históricas. Ya he hablado, y seguiré haciéndolo, con suma libertad acerca de
muchas de tales materias; pero hay una que expongo ahora con gran renuencia y
que sólo cuento tras una agobiante y persuasiva sesión por parte de los editores
de esta revista, que habían oído vagos rumores sobre la historia a otros miembros
de mi familia.
Lo que hasta ahora he callado tuvo lugar durante mi visita, no
profesional, a Egipto, hace catorce años, y he guardado silencio por diversos
motivos. Por una parte, soy contrario a explotar algunos hechos ciertos e
incontrovertibles, y unas condiciones obviamente ignoradas por la multitud de
turistas que se agolpan ante las pirámides; condiciones al parecer ocultadas con
la mayor de las diligencias por las autoridades de El Cairo, que no pueden ser
totalmente ignorantes de ellas. Por otra parte, me disgusta recordar un incidente
en el que mi propia y fantasiosa imaginación puede haber jugado tan gran papel.
Lo que vi -o creí ver-, sin duda, no tuvo lugar; sin embargo, debe ser
contemplado como fruto de mis entonces recientes lecturas sobre egiptología, así
como las especulaciones a las que el ambiente, de forma natural, dio pie. Tales
estímulos imaginativos, magnificados por la excitación producida por un suceso
ya de por sí bastante terrible, sin duda propiciaron el culminante horror de esa
noche acaecida hace tanto tiempo.
En enero de 1910 había terminado un compromiso profesional en
Inglaterra y firmé un contrato para una gira por los teatros australianos. Se me
concedió tiempo más que de sobra para realizar el viaje, y opté por convertir la
mayor parte de éste en la clase de periplo que me interesaba; así que,
acompañado por mi esposa, bajé cómodamente al continente y embarqué en
Marsella, en el vapor de la P. & O. Malwa, con destino a Port Said. Partiendo de
allí, me proponía visitar los principales lugares históricos del Bajo Egipto, antes
de partir definitivamente hacia Australia.
El viaje resultó agradable en sí mismo, sazonado por algunos de esos
divertidos incidentes que acontecen a un mago fuera de su trabajo. Yo había
querido mantener mi nombre en secreto para gozar de un viaje tranquilo, pero
acabé traicionándome a mí mismo por culpa de un compañero de profesión, cuyo
afán de asombrar a los pasajeros con trucos vulgares me movieron a repetir y
sobrepasar sus hazañas en una forma que resultó bastante destructiva para mi
intención de mantener el incógnito. Menciono esto a causa sus consecuencias
últimas; algo que debí haber previsto antes de desenmascararme en un buque
cargado de turistas que estaban a punto de desparramarse por el valle del Nilo.
Lo que conseguí fue anunciar mi identidad adondequiera que fuera, privándonos
a mi esposa y a mí mismo del plácido anonimato con el que habíamos soñado.
¡Así que, viajando para satisfacer mi curiosidad, me vi obligado a ser yo mismo
objeto de curiosidad!
Habíamos llegado a Egipto en busca de impresiones pintorescas y
místicas, pero encontramos poco de todo eso una vez que el barco, arribando a
Port Said, desembarcó a sus pasajeros en pequeñas lanchas. Dunas bajas de
arena, oscilantes boyas marcando los bajíos y un pequeño y monótono barrio
europeo sin nada de interés excepto la gran estatua de De Lesseps4, lo que nos
llevó a ansiar el encontrar algo más digno de nuestro interés. Tras cierta
discusión, decidimos ir a El Cairo y a las pirámides, y con posterioridad, a
Alejandría para embarcar en la nave australiana, así como para disfrutar de
cualquier imagen grecorromana que pudiera brindarnos esta antigua metrópoli.
El viaje en tren resultó bastante tolerable, y no duró más de cuatro horas
y media. Vimos mucho del Canal de Suez, ya que seguimos su dirección hasta
llegar a Ismailía, y más tarde gozamos del viejo Egipto mediante una ojeada al
restaurado canal de agua dulce construido durante el Imperio Medio. Luego, al
fin, pudimos ver El Cairo resplandeciendo en medio de la anochecida; una
constelación centelleante que se convirtió en fulgor cuando por fin nos detuvimos
en la gran Gare Centrale.
Pero de nuevo nos esperaba el desencanto, porque todo cuanto vimos
resultaba europeo, a excepción de la gente y sus ropas. Un prosaico metro nos
llevó hasta una plaza abarrotada de carros, carruajes y tranvías, resplandeciendo
esplendorosa por las luces eléctricas que brillaban en los altos edificios; mientras
que aquel mismo teatro que en vano había tratado de contratarme para actuar, y
al que más tarde asistiría como espectador, había sido rebautizado recientemente
con el nombre de «American Cosmograph». Nos albergábamos en el Hotel
Shepherd, al que llegamos en un taxi que corrió por calles anchas y de elegante
diseño, y, perdidos entre el perfecto servicio de restaurante, de ascensores, y
entre las amplias comodidades angloamericanas, el misterioso este y el
inmemorial pasado nos parecieron sumamente lejanos.
Al día siguiente, no obstante, nos precipitamos gustosos en el corazón de
una atmósfera propia de las Mil y Una Noches, y a través de las calles
serpenteantes y los exóticos perfiles de El Cairo, la Bagdad de Harum al-Raschid
pareció vivir de nuevo. Conducidos por nuestra Baedeker5, fuimos hacia el este,
pasando los Jardines de Ezbekiyeh, a lo largo del Mouski, en busca del barrio
nativo, y pronto nos encontramos confiados a un vocinglero cicerone quien -a
despecho de posteriores acontecimientos- era sin duda de lo más competente en
su oficio. Sólo a posteriori caí en la cuenta de que debía haber recurrido al hotel
para conseguir un guía con licencia. Este hombre, un sujeto afeitado, de voz
particularmente profunda y aspecto relativamente limpio, que tenía aspecto de
faraón y se hacía llamar «Abdul Reis el Drogman», parecía gozar de gran
ascendencia sobre el resto de sus colegas, aunque después la policía aseguró no
saber nada de él, sugiriendo que reis es simplemente un apelativo para alguien
con autoridad, mientras que «Drogman» es sin duda nada más que una torpe
variante de la palabra que designa al jefe de un grupo turístico: dragoman.
Abdul nos condujo entre maravillas tales que para nosotros, hasta
entonces, sólo habían sido lecturas y sueños. El viejo El Cairo en sí mismo es un
libro de cuentos y un sueño... laberintos de angostos pasadizos, fragantes de
secretos aromáticos; balcones y miradores cuajados de arabescos, a punto de
tocarse sobre las calles adoquinadas; vorágines de tráfico oriental y gritos
extraños; látigos chasqueando, carros traqueteando, monedas tintineando y
burros rebuznando; calidoscopios de vestimentas multicolores, velos, turbantes y
tarbushes; aguadores y derviches, perros y gatos, adivinos y barberos, y,
imponiéndose sobre todo ello, la cantinela de los mendigos ciegos, acurrucados
en nichos, y el sonoro cántico de los almuecines desde lo alto de minaretes que se
perfilan delicadamente contra un cielo de un azul profundo e inalterable.
Los bazares, techados y más antiguos, eran apenas menos atractivos.
Especias, inciensos, abalorios, sedas y cobre... el viejo Mohmud Suleiman
sentado con las piernas cruzadas entre sus blandas redomas mientras unos
jóvenes parlanchines machacaban mostaza en el capitel ahuecado de una antigua
columna clásica; romana de estilo corintio, quizás procedente de los alrededores
de Heliópolis, donde Augusto estacionó a sus tres legiones egipcias. La
antigüedad comenzaba a mezclarse con el exotismo. Y luego las mezquitas y el
museo; todo lo vimos, intentando que nuestro disfrute de lo arábigo no
sucumbiera al encanto más oscuro y fúnebre del Egipto faraónico por culpa de
los inapreciables tesoros mostrados en los museos. Tal había de ser nuestro
clímax y, mientras tanto, nos concentrábamos en las medievales glorias
sarracenas de los califas, cuyas magníficas mezquitas-tumba formaban una
necrópolis resplandecientemente fantasmal a borde del desierto árabe.
Finalmente, Abdul nos condujo por la Sharia Mohammed Alí hasta la
antigua mezquita del sultán Hasán y a Babel-Azab, flanqueada por torres, más
allá de la cual arranca el pasaje de peldaños, discurriendo entre paredes, que lleva
a la poderosa ciudadela, construida por el mismísimo Saladino con piedras de
pirámides olvidadas. Escalamos ese risco ya en el ocaso, contorneando por la
moderna mezquita de Mohammed Alí, y luego miramos abajo, asomados al
vertiginoso parapeto sobre el místico El Cairo; místico El Cairo, todo dorado,
con sus cúpulas talladas, sus etéreos minaretes, sus jardines iluminados. A lo
lejos, allende de la ciudad rematada por la gran cúpula romana del museo nuevo
y aún más allá -cruzando el críptico y amarillo Nilo, que es la madre de eras y
dinastías-, se encuentran las amenazadoras arenas del desierto líbico, ondulantes
e iridiscentes, malditas por antiguos misterios. El sol rojo estaba ya bajo,
cediendo ante el frío implacable de la noche egipcia y, mientras se mantenía al
borde del mundo como ese antiguo dios de Heliópolis -RaHarkte, el sol del
Horizonte-, vimos siluetearse contra ese holocausto bermejo los negros perfiles
de la pirámide de Gizeh, las arcaicas tumbas que ya tenían un millar de años
cuando Tutankamon se sentó en su trono dorado de la distante Tebas. Entonces
supimos que ya no teníamos nada que hacer en El Cairo sarraceno y que
debíamos disfrutar de los más profundos misterios del Egipto primordial... la
negra Kem de Ra y Amón, Isis y Osiris.
A la mañana siguiente visitamos las pirámides, cruzando en coche
Victoria por el gran puente del Nilo, con sus leones de bronce, hacia la isla de
Ghizered con sus masivos árboles Iebbakh y el puente inglés, más pequeño, que
lleva a la orilla occidental. Fuimos por la orilla, bajo grandes ramajes de
Iebbakhs, y cruzamos los vastos parques zoológicos rumbo al suburbio de Gizeh,
donde, con mucha oportunidad, se había abierto un nuevo puente hacia El Cairo.
Entonces, volviéndonos tierra adentro a través de la Sharia-el-Haram, cruzamos
un área de canales cristalinos y míseros poblados nativos hasta tener ante los ojos
el objetivo de nuestro viaje, hendiendo las brumas del alba y arrojando imágenes
invertidas en los charcos de las cunetas. Cuarenta siglos de historia, tal y como
dijera Napoleón a sus soldados, nos contemplaban.
La carretera subía bruscamente, hasta que finalmente alcanzaba el
intercambiador entre la estación de tranvías y el hotel Mena House. Abdul Reis,
que, dando muestras de su capacidad, nos había conseguido entradas para las
pirámides, parecía contar con cierto ascendiente ante los numerosos, aullantes y
ofensivos beduinos que habitaban una mísera y sucia aldea, situada a cierta
distancia, y que se dedicaban a importunar fatigosamente a los viajeros, ya que
los mantuvo a raya y aun nos proporcionó un par de camellos, cabalgando él
mismo un burro, y asignando la guía de nuestros animales a un grupo de nombres
y mozos que demostraron ser más costosos que útiles. La zona a cruzar era tan
estrecha que apenas hubiéramos necesitado camellos, pero tampoco nos pesó el
añadir a nuestras experiencias esa dificultosa forma de viajar por el desierto.
Las pirámides se alzan en una elevada meseta de roca, en un grupo que
es casi el más norteño de la serie de cementerios reales y aristocráticos
construidos en las inmediaciones de Menfis, la desaparecida capital enclavada en
la misma orilla del Nilo, algo al sur de Gizeh, que floreció entre los años 3400 y
2000 a. C. La pirámide mayor, que se encuentra cercana a la moderna carretera,
fue edificada por el rey Kéops o Kufu en torno al 2800 a. C., y tiene más de
ciento treinta y seis metros de altura. Colocada al sudoeste de ella se encuentran,
sucesivamente, la Segunda Pirámide, construida una generación después por el
rey Kefrén y que, aunque es ligeramente más pequeña, parece más grande por
encontrarse en un terreno más elevado, y luego la Tercera Pirámide, mucho más
pequeña, del rey Micerino, construida en torno al 2700 a. C. Y, cerca del borde
de la meseta y justo al este de la Segunda Pirámide, con el rostro seguramente
modificado para formar un retrato colosal del rey Kefrén, su real restaurador, se
eleva la monstruosa esfinge... hermética, sardónica y sabia más allá del recuerdo
de la humanidad.
Pirámides menores, así como restos de otras de su clase, se encuentran
en varios sitos, y toda la meseta se encuentra horadada por las tumbas de
dignatarios de rangos inferiores al real. Estas últimas fueron llamadas en un
principio mastabas, o estructuras de piedra con forma de banco, colocadas sobre
las profundas fosas fúnebres, tal como fueron descubiertas en otros cementerios
menfitas y como se reproduce en la Tumba de Perneb en el Museo Metropolitano
de Nueva York. En Gizeh, no obstante, todo trazo visible de esto ha sido borrado
por el tiempo y los expolios, y sólo las tumbas excavadas en la roca, bien
bloqueadas por la arena, bien despejadas por los arqueólogos, se mantienen para
atestiguar que sacerdotes y deudos ofrecían alimentos y oraciones al remanente
ka o principio vital del difunto. Las pequeñas tumbas contienen capillas en sus
mastabas o superestructuras de piedra, pero las capillas mortuorias de la
pirámide, donde yace el real faraón, eran templos separados, cada uno situado al
este de su correspondiente pirámide, y conectados por una calzada a una enorme
capilla de entrada o propileo al borde de la meseta rocosa.
La capilla de acceso que conduce a la Segunda Pirámide, casi totalmente
enterrada por los movimientos de arena, se abre subterránea al sudeste de la
Esfinge. Una larga tradición la señala como «El Templo de la Esfinge», y quizás
debiera ser llamada así si, de hecho, la Esfinge representa al constructor de la
Segunda Pirámide, Kefrén. Hay historias inquietantes acerca de la Esfinge y
cómo era antes de Kefrén, pero, cualesquiera que fueran sus facciones, el
monarca las reemplazó por las suyas propias para que el hombre pudiera
contemplarlas sin miedo. Fue en este gran templo de acceso donde se encontró la
estatua de diorita, a tamaño real, de Kefrén, ahora en el Museo de El Cairo; una
estatua que me hizo estremecer cuando la contempló. No estoy seguro de que el
edificio haya sido excavado por completo, pero en 1910 la mayor parte seguía
aún enterrada, con el acceso firmemente cerrado de noche. Los trabajos estaban a
cargo de los alemanes, y la guerra, u otros motivos, deben haberlos interrumpido.
Daría lo que fuera, a tenor de mi experiencia y de ciertos rumores de beduinos,
considerados sin fundamento o desconocidos para la gente de El Cairo, por saber
qué ha pasado con cierto pozo situado en un pasadizo transversal, en el que las
estatuas del faraón fueron encontradas curiosamente yuxtapuestas con estatuas de
babuinos.
La carretera, según la recorríamos esa mañana con nuestros camellos,
hacía una curva cerrada, dejando a la izquierda los cuarteles de madera de la
policía, la estafeta de correos, los almacenes y las tiendas, enfilando hacia el sur
y el este en un giro completo que escalaba por la meseta rocosa y nos encaraba al
desierto, al socaire de la Gran Pirámide. Pasada esa ciclópea construcción,
contorneamos la cara oriental para encontrarnos ante un valle de pirámides
menores, más allá del cual el eterno Nilo centelleaba al este y el desierto eterno
rebrillaba al oeste. Muy cerca se encontraban las tres pirámides mayores, la más
grande de ellas desprovista de cualquier revestimiento, mostrando su mole de
grandes rocas, mientras que las otras dos mantenían aquí y allá la ingeniosa
protección que en tiempos les otorgara un aspecto liso y acabado.
Entonces descendimos hacia la Esfinge y permanecimos silenciosos bajo
el hechizo de aquellos terribles ojos ciegos. En su inmenso pecho pétreo
podíamos distinguir apenas el emblema de Ra-Harakte, por el cual la Esfinge fue
atribuida erróneamente a una dinastía posterior, y, aunque la arena cubría la
tablilla que sostenía entre las grandes zarpas, recordamos lo que Tutmosis IV
inscribiera en ella, así como el sueño que tuvo siendo príncipe. La sonrisa de la
Esfinge nos incomodaba levemente, llevándonos a especular sobre la leyenda que
hablaba de pasadizos subterráneos abiertos bajo la monstruosa criatura, llevando
abajo, abajo, hacia profundidades que nadie había osado intuir... profundidades
conectadas con misterios más viejos que las dinastías egipcias descubiertas,
gozando de una siniestra relación con la persistencia de dioses anómalos, de
cabeza de animal, del antiguo panteón nilótico. Entonces, también, me hice una
pregunta ociosa cuyo espantoso significado no cobraría relevancia hasta horas
después.
Otros turistas comenzaban ahora a adelantarnos, y nos dirigimos hacia el
Templo de la Esfinge, devorado por la arena y a unos cuarenta y cinco metros al
sudeste de lo que antes mencioné como la gran puerta de la calzada que lleva a la
capilla mortuoria de la Segunda Pirámide, en la meseta. La mayor parte se
encontraba aún bajo tierra y, a pesar de que desmontamos y descendimos por un
moderno pasadizo, hasta el corredor de alabastro y el salón de columnas, tuve la
impresión de que ni Abdul ni el encargado alemán nos lo habían mostrado todo.
Después de eso, realizamos la consabida visita a la meseta de las pirámides,
examinando la Segunda Pirámide y las peculiares ruinas de su capilla mortuoria,
al este, la Tercera Pirámide y sus satélites en miniatura situados al sur, así como
la capilla a oriente, las tumbas de roca y las excavadas, propias de la Cuarta y
Quinta Dinastía, además de la famosa Tumba de Campbell, cuyo sombrío foso se
precipitaba a lo largo de dieciocho metros hasta un siniestro sarcófago que uno
de nuestros camelleros limpió de la molesta arena tras un vertiginoso descenso
mediante una cuerda.
Después nos perturbaron el griterío en la Gran Pirámide, donde los
beduinos asediaban a un grupo de turistas con ofertas para guiarlos hasta la
cumbre o demostrarles su rapidez mediante solitarios viajes arriba y abajo. Se
dice que el mejor registro de ascenso y descenso está en siete minutos, pero
muchos robustos jeques e hijos de jeques nos aseguraron que podrían reducirlo a
cinco con el adecuado impulso de un generoso baksheesh6. No les suministramos
tal impulso, aunque dejamos que Abdul nos llevase hasta arriba, logrando una
vista de magnificencia sin igual, que incluía no sólo El Cairo, remoto y
resplandeciente, con su coronada ciudadela recortándose contra el telón de fondo
de las colinas violetas y doradas, sino todas las pirámides del distrito menfita,
desde Abu Roash al norte hasta Dashur, al sur. La pirámide escalonada de
Sakkara, que marca la transición de la baja mastaba a la verdadera pirámide, se
divisaba clara y seductoramente en la arenosa distancia. Fue cerca de ese
monumento de transición donde se descubrió la afamada Tumba de Perneb, más
de 640 kilómetros al norte del pétreo valle tebano donde duerme Tutankamon.
De nuevo, el temor puro me obligó a guardar silencio. La perspectiva de una
antigüedad tal, así como los secretos que cada añoso monumento parecía guardar
y atesorar, me henchían de un sentido de reverencia e inmensidad como nada
más en este mundo podría haber logrado.
Fatigados por el ascenso, y disgustado por los inoportunos beduinos,
cuyos actos parecían violar todas las reglas del buen gusto, obviamos la fatigosa
entrada a los estrechos pasadizos inferiores de las pirámides, aunque vimos a
algunos de los turistas más avezados preparándose para el sofocante reptar a
través del más poderoso monumento de Kéops. Una vez que despedimos y
gratificamos a nuestra escolta local, y cuando cabalgábamos de vuelta a El Cairo,
en compañía de Abdul Reis, medio lamentábamos ya nuestra omisión. Se
contaban cosas fascinantes acerca de pasajes inferiores de las pirámides, no
consignados en las guías, pasajes cuyos accesos habían sido apresuradamente
bloqueados y ocultos por ciertos arqueólogos que los habían descubierto y
comenzado a explorar, y que ahora no decían palabra acerca del asunto. Por
supuesto, tales rumores carecían por completo de base, pero resultaba curioso ver
con cuanta insistencia se prohibía a los visitantes entrar de noche en las
pirámides, o recorrer los pasadizos más inferiores, así como la cripta de la Gran
Pirámide. Quizás en este último caso eso se debía al temor al efecto psicológico;
el que el visitante pudiera sentirse atrapado bajo un gigantesco mundo de sólidos
sillares, enlazado con el mundo cotidiano mediante ese simple pasadizo por el
que sólo podía arrastrarse y que cualquier accidente o atentado podía obturar.
Todo aquello nos parecía tan asombroso y fascinante que decidimos rendir una
nueva visita a la meseta de las pirámides a la primera ocasión. Pero tal
oportunidad llegó mucho antes de lo que yo esperaba.
Esa tarde, los miembros de nuestro grupo se encontraban bastante
fatigados después del agotador programa del día, así que me fui a solas con
Abdul Reis a dar un paseo por el pintoresco barrio árabe. Aunque ya lo había
visitado a la luz del día, deseaba estudiar las callejas y los bazares en la
oscuridad, cuando sombras enriquecidas y resplandores añejos podrían añadirle
encanto e ilusión fantástica. Había menos gente, pero aún era abundante y
ruidosa, cuando nos topamos con un una banda de bulliciosos beduinos en el
SukenNahhasin, o bazar de los forjadores de latón. Su jefe en apariencia, un
insolente mocetón de pesadas facciones y tarbush insolentemente terciado, se fijó
en nosotros, y evidentemente reconoció, sin grandes muestras de amistad, a mi
competente pero despectivo y desdeñoso guía. Quizás, pensé, no le gustaba esa
extraña reproducción de la media sonrisa de la Esfinge que yo también había
notado con divertida irritación, o puede que le disgustase la resonancia profunda
y sepulcral de la voz de Abdul. De cualquier forma, el ancestral cambio de
epítetos oprobiosos se hizo sumamente enconado y, antes de mucho tiempo, Ali
Ziz, pues así oí llamar al desconocido, cuando no se le aplicaba un apelativo
peor, comenzó a tironear violentamente de la vestimenta de Abdul; una acción
que tuvo pronta réplica, llevando a un violento altercado en el que ambos
combatientes perdieron sus sempiternos tocados y en el que hubieran terminado
en estado aún más calamitoso de no haber mediado yo mismo, separándolos por
la fuerza.
Mi interposición, al principio mal recibida por ambas partes, logró
finalmente establecer una tregua. Sombríamente, cada beligerante recompuso su
talante y vestimenta, y, adoptando una actitud de dignidad tan profunda como
repentina, cerraron un curioso pacto de honor del que pronto supe se trataba de
una costumbre de gran antigüedad en El Cairo; un trato para solventar sus
diferencias mediante una pelea a puñetazos en lo alto de la Gran Pirámide, luego
que se hubiera ido el último turista de los que desean contemplar ésta a la luz de
la luna. Cada luchador iría acompañado por un grupo de padrinos, y el asunto se
solventaría a medianoche mediante asaltos, al modo más civilizado posible. En
todo el planteamiento del asunto había algo que excitaba enormemente mi
interés. La lucha misma prometía ser única y espectacular, mientras que la idea
de esa arcaica construcción dominando la antediluviana de Gizeh bajo la pálida
luna, en esas horas, tocaba cada fibra de la imaginación. Mi ruego encontró a
Abdul sumamente dispuesto a incluirme entre sus padrinos, así que el resto de las
primeras horas de la noche estuve acompañándolo por varios tugurios de las
zonas más marginales de la ciudad -sobre todo al noreste del Ezbekiyeh-, en
donde reunió, uno por uno, a una formidable banda de matones para su cita
pugilística.
Poco después de las nueve, montados en burros que ostentaban nombres
tan reales o con reminiscencias tan turísticas como «Ramsés», «Mark Twain»,
«J. P. Morgan» o «Minnehaha», cruzamos a través del laberinto de calles
orientales y occidentales, atravesamos el Nilo, legamoso y erizado de mástiles,
mediante el puente de los leones de bronce, y cabalgamos filosóficamente, al
medio trote, entre los lebbaksh de la carretera de Gizeh. Empleamos unas dos
horas en el viaje, al final del cual pasamos junto al último de los turistas de
vuelta, saludamos al último tranvía y nos encontramos a solas con la noche y el
pasado y la luna espectral.
Entonces vimos la inmensa pirámide al fondo de la avenida,
necrófilamente aureolada por una débil amenaza de la que no creo haberme
percatado a la luz del día. Aún la más pequeña de todas parecía dejar entrever un
atisbo de espanto; ya que, ¿no era en esa misma donde enterraron viva a la reina
Nitokris en tiempos de la Sexta Dinastía; la taimada reina Nitokris, que en cierta
ocasión invitó a todos sus enemigos a una fiesta en un templo, situado a un nivel
inferior al del Nilo, y los ahogó a todos abriendo las compuertas? Recordé que
los árabes murmuraban cosas acerca de Nitokris y evitaban la Tercera Pirámide
durante ciertas fases de la luna. Thomas Moore debía estar pensando en ella
cuando transcribió algo que murmuraban los barqueros menfitas.
La ninfa subterránea que habita
entre gemas sombrías y glorias ocultas...
¡La dama de la Pirámide!
Pronto como era, Ali Ziz y los suyos ya se nos habían adelantado, puesto
que vimos a sus burros silueteados contra la meseta desierta de Kafr-el-Haram,
hacia el mísero asentamiento árabe, cerca de la Esfinge, hacia el que nos
encaminábamos, en lugar de seguir la carretera principal hacia el Mena House,
donde algunos de los adormilados e ineficaces policías podían habernos avistado
y detenido. Aquí, donde cochambrosos beduinos albergan a sus camellos y sus
burros en las tumbas rocosas de los cortesanos de Kefrén, fuimos a través de
rocas y arenas hacia la Gran Pirámide, cuyas caras consumidas por el tiempo ya
remontaban ansiosamente los árabes, con Abdul Reis ofreciéndome una
asistencia que no necesitaba.
Como bien sabe la mayoría de los viajeros, hace mucho tiempo que
desapareció la cúspide de esta estructura, dejando una plataforma razonablemente
plana de unos doce metros de lado. En este espeluznante pináculo se formó un
círculo y, a los pocos instantes, la burlona luna observaba un combate que, a
juzgar por los gritos de los espectadores, podría haber transcurrido en cualquier
club menor atlético de Estados Unidos. Mientras observaba, sentí que algunas de
nuestras menos deseables costumbres no faltaban allí, puesto que cada golpe,
cada finta y cada parada traslucían la palabra «amaño» a un ojo como el mío, no
del todo inexperto. Enseguida finalizó la lucha, y a pesar de mi disgusto ante los
métodos, no pude por menos que sentir una especie de orgullo de patrocinador
cuando proclamaron vencedor a Abdul Reis.
La reconciliación fue asombrosamente rápida, y entre los cánticos,
confraternización y libaciones consiguientes, me resultó difícil de creer que
hubiera tenido lugar una riña. Bastante extrañado, creí ser yo mismo el centro de
atención de los antagonistas y, gracias a mis ligeros conocimientos de árabe,
juzgué que se encontraban discutiendo mis habilidades profesionales, así como
sobre mis fugas de toda clase de grilletes y encierros, en un tono que indicaba no
sólo un sorprendente conocimiento, sino una clara hostilidad y escepticismo en
todo lo tocante a mis hazañas de escapismo. Poco a poco comencé a percatarme
de que la antigua magia de Egipto no se había esfumado sin dejar rastro, y que
fragmentos de una tradición extraña y secreta, y de ciertas practicas sacerdotales
habían subsistido subrepticiamente entre los fellahs, hasta el extremo de que las
habilidades de un «hahwi» o mago extranjero eran tomadas a mal y rechazadas.
Pensé en cuánto me recordaba Abdul, mi guía de voz grave, a los viejos
sacerdotes egipcios o a los faraones, o a la sonriente esfinge... y no pude por
menos que maravillarme.
De repente tuvo lugar algo que, en un instante, probó lo correcto de mis
reflexiones y me hizo maldecir la necedad de haber aceptado los sucesos de la
noche como otra cosa que no fuera un vacío y malicioso disfraz que en esos
momentos demostraba ser. Sin previo aviso, y sin duda en respuesta a algún sutil
signo de Abdul, la banda entera de beduinos se precipitó sobre mí y, echando
mano a fuertes sogas, enseguida me ataron y afirmaron como nunca en mi vida,
dentro o fuera del escenario. Al principio me debatí, pero pronto me di cuenta
que ningún hombre puede hacer frente a unos veinte bárbaros vigorosos. Mis
manos se encontraban atadas a la espalda, mis rodillas dobladas al máximo, y las
muñecas y los tobillos atadas con cordeles imposibles de hacer ceder. Apretaron
una mordaza sobre mi boca, y aseguraron una ajustada venda sobre mis ojos.
Luego, mientras los árabes me cargaban sobre sus hombros y comenzaban un
ajetreado descenso de la pirámide, oí burlarse a mi guía Abdul, que se mofaba y
reía a gusto con su voz profunda mientras me aseguraba que pronto mis «poderes
mágicos» se enfrentarían a una prueba suprema que rápidamente me despojaría
de cualquier orgullo que pudiera haber conquistado mediante mis triunfos sobre
los retos ofrecidos por América y Europa. Egipto, me recordó, es muy viejo, y
está lleno de misterios interiores y antiguos poderes que no son siquiera
concebibles para los expertos de hoy en día, cuyos ingenios siempre habían
fallado al intentar retenerme.
Cuán lejos o en qué dirección fui transportado, no podría decirlo, ya que,
dadas las circunstancias, me fue imposible formar un juicio ponderado. Sé, no
obstante, que no pudo tratarse de una gran distancia, ya que mis porteadores no
apretaron el paso en ningún momento, no más allá del simple paseo, y cargaron
conmigo un lapso sorprendentemente corto de tiempo. Es esta intrigante
brevedad lo que me hace sentir casi estremecido al pensar en Gizeh y en su
meseta, ya que uno se ve agobiado por la sospecha de la cercanía entre las rutas
turísticas cotidianas y algo que ya existía entonces y que aún debe seguir
existiendo..
La maligna anormalidad de la que hablo no se manifestó al principio.
Depositándome sobre una superficie que reconocí como arena y no piedra, mis
captores pasaron una cuerda por mi pecho y me arrastraron unos cuantos metros
hasta una abertura desigual del suelo, por la que luego me bajaron mano sobre
mano, sin mayores miramientos. A lo largo de lo que me parecieron eones fui
golpeando contra los pétreos e irregulares costados de un estrecho pozo tallado
que tomé por una de las numerosas fosas sepulcrales de la meseta hasta que la
prodigiosa profundidad, casi increíble, dieron por tierra con tal conjetura.
El horror de la experiencia se acentuaba a cada segundo de descenso.
Que una bajada a través de pura roca sólida pudiera ser tan larga sin llegar al
mismo núcleo del planeta, y que una cuerda fabricada por el hombre pudiera ser
tan larga como para descolgarme a esas profundidades aparentemente
insondables e impías, resultaba tan difícil de creer que estaba más dispuesto a
dudar de mis alterados sentidos que a aceptar aquello. Aun ahora no estoy del
todo convencido, ya que sé cuán incierta se vuelve la medida del tiempo cuando
una o más de las percepciones o condiciones habituales de vida se ven agitadas o
distorsionadas. Pero estoy bastante seguro de que mantuve la consciencia hasta
cierto punto, que al menos no añadí ningún desmesurado fantasma de la
imaginación a un panorama ya bastante horripilante de por sí, y que todo resulta
explicable por algún tipo de ilusión cerebral muy distinto de la verdadera
alucinación.
Pero todo esto no fue la causa de mi primer desvanecimiento. La
estremecedora ordalía tuvo lugar gradualmente, y el aviso de terrores posteriores
llegó del sensible incremento en el ritmo del descenso. Estaban largando ahora
muy rápido esa cuerda infinitamente larga, y yo me rozaba cruelmente contra las
paredes del pozo, ásperas y angostas, mientras descendía a enloquecida
velocidad. Mi ropa estaba destrozada y, a pesar del dolor creciente e
insoportable, sentía resbalar la sangre por todo mi cuerpo. Mi olfato, además, se
veía asaltado por una amenaza apenas definida; un insidioso hedor a húmedo y
pútrido que, curiosamente, no se parecía a nada que hubiera olido antes y que me
traía ligeras reminiscencias de especias e inciensos, lo que le añadía un toque de
burla.
Entonces sucedió el cataclismo mental. Era horrible, espantoso más allá
de cualquier descripción coherente, ya que pertenecía por completo al terreno
anímico, y no a nada que se pueda detallar o describir. Era el éxtasis de la
pesadilla y la consumación de lo diabólico: en un instante yo descendía
agónicamente por ese estrecho pozo que me torturaba como si tuviera un millón
de dientes, y al momento siguiente me remontaba con alas de murciélago a través
de las simas del infierno, para caer suelto y balanceándome a través de
ilimitables kilómetros de espacio mohoso y sin fin, alzándome vertiginosamente
hasta inconmensurables pináculos de gélido éter, luego cayendo boqueando hacia
nadires de ponzoñosos y nauseabundos vacíos inferiores... ¡Doy gracias a Dios
por la merced del desmayo que me liberó de aquellas desgarradoras Furias que
rasgaban mi conciencia y que medio habían quebrado mis facultades,
destrozando como arpías mi espíritu! Esta liberación, corta como fue, me dio la
fuerza y la cordura para resistir aquellas cumbres de pánico cósmico aún mayores
que me acechaban y reclamaban en el camino por recorrer.

II

Tras aquel espantoso vuelo a través de los espacios estigios, recobré los
sentidos lentamente. El proceso fue infinitamente aterrador y coloreado por
fantásticos sueños en los que mi situación, atado y amordazado, cobraron
singular materialidad. La naturaleza precisa de tales sueños me resultaba muy
clara en tanto que los sufría, pero se borraron de mi memoria casi
inmediatamente después, quedando reducidas en poco a simples esbozos por los
terribles sucesos -reales o imaginarios- que siguieron. Soñé que me encontraba
preso de una garra enorme y horrible; una zarpa amarilla, peluda, de cuatro uñas,
que había brotado de la tierra para estrujarme y engullirme. Y cuando me detuve
a reflexionar sobre aquella zarpa, me pareció que se trataba de Egipto. En aquel
sueño repasé los eventos de semanas previas y me vi a mi mismo atraído y
enredado poco a poco, sutil e insidiosamente, por algún maligno espíritu infernal
procedente de la más antigua hechicería del Nilo; algún espíritu que moraba en
Egipto antes que el hombre y que seguirá allí cuando el hombre ya haya
desaparecido.
Vi el horror y la malsana antigüedad de Egipto, y la espantosa alianza
que siempre ha mantenido con las tumbas y los templos de la muerte. Vi
fantasmales procesiones de sacerdotes con cabezas de toros, halcones, gatos e
íbices; fantasmales procesiones marchando sin fin a través de laberintos
subterráneos y avenidas de titánicos propileos junto a los cuales el hombre es
como una mosca, ofreciendo indescriptibles sacrificios a dioses inconcebibles.
Colosos de piedra desfilaban en la noche sin fin y guiaban a rebaños de risueñas
androsfinges7 a lo largo de orillas de infinitos ríos de pez estancada. Y tras todo
ello vi la nefanda malignidad de la necromancia primigenia, negra y amorfa y
manoseando codiciosamente a mi espalda en la oscuridad, tratando de ahogar al
espíritu que había osado burlarse de ella emulándola. En mi adormecido cerebro
tomó forma un melodrama de siniestro odio y persecución, y vi el alma negra de
Egipto eligiéndome y reclamándome con inaudibles susurros, llamándome y
tentándome, atrayéndome con el encanto y el resplandor de la faz sarracena, pero
al tiempo empujándome constantemente hacia abajo, hacia las catacumbas de
enloquecedora antigüedad y los horrores de su corazón faraónico, muerto y
abismal.
Entonces los rostros del sueño tomaron forma y vi a mi guía Abdul Reis
con ropas de rey, con la despectiva sonrisa de la Esfinge en el rostro. Y
comprendí que tales facciones eran las de Kefrén el Grande, que edificó la
Segunda Pirámide, cincelando el rostro de la Esfinge a semejanza del suyo
propio y construyendo el titánico templo de entrada del que los arqueólogos
suponen que cuenta con una multitud de corredores abiertos bajo la críptica arena
y la callada roca. Y contemplé la mano larga y delgada de Kefrén; la mano larga,
delgada, rígida, tal y como la había visto en la estatua de diorita del Museo de El
Cairo -la estatua encontrada en el terrible templo de entrada- y me maravillé de
no haber gritado cuando la vi en Abdul Reis... ¡Esa mano! Era odiosamente fría y
me estrujaba, tenía el frío y la rigidez del sarcófago... la frialdad y la opresión
del Egipto inmemorial... era el Egipto mismo, nocturno y necropolitano... la zarpa
amarilla... y se cuentan tales cosas de Kefrén...
Pero en ese momento comencé a despertar o, al menos, a alcanzar un
estado menos profundo de sueño. Recordé la pelea en lo alto de la pirámide, a los
traicioneros beduinos y su ataque, el espantoso descenso mediante cuerda a
través de interminables profundidades de roca, y mi loca caída y bamboleo en un
vacío helado, saturado de aromática putrefacción. Noté que en esos instantes
yacía sobre un suelo de roca húmeda y que mis ataduras aún me mordían las
carnes con fuerza terrible. Hacía mucho frío, y creí notar una débil corriente de
aire maloliente soplando sobre mí. Los cortes y las magulladuras sufridos por
culpa de las dentadas paredes del pozo de roca me hacían sufrir a más no poder,
el dolor incrementado hasta una agudeza punzante o ardiente por alguna violenta
cualidad de la débil corriente, y el simple acto de rodar sobre mí mismo fue
suficiente para que toda la osamenta me latiera con indecible agonía. Mientras
giraba, sentí que tiraban desde arriba, y supuse que la cuerda con la que me
habían bajado alcanzaba incluso hasta la superficie. No tenía idea de si los árabes
seguían sujetándola o no, ni tampoco podía suponer cuán abajo me hallaba en el
seno de la tierra. Sí sabía que la oscuridad circundante era total o casi total, ya
que ningún resplandor de luna atravesaba la venda de mis ojos, pero no me fiaba
tanto de mis sentidos como para admitir como evidencia de la extrema
profundidad a la que me hallaba la sensación de largo tiempo que había
caracterizado a mi descenso.
Sabiendo al menos que me encontraba en un lugar de amplitud
considerable, habiendo llegado allí desde la superficie por una abertura en la
piedra, situada directamente encima, conjeturé con muchas prevenciones que mi
prisión podría ser quizás la capilla de entrada del viejo Kefrén -el Templo de la
Esfinge-, quizás en algún pasillo que los guías no me habían mostrado durante mi
visita matutina y del que fácilmente podría escapar si lograba encontrar el
camino hasta el acceso cerrado. Podría tratarse de un paseo por un laberinto, pero
no sería peor que otros que había vencido en tiempos pasados. El primer paso
consistía en librarme de mis ataduras, mordaza y venda, y sabía que esto no
constituiría un gran problema, ya que expertos mejores que los árabes habían
intentado cada clase conocida de trabas sobre mi persona a lo largo de mi larga y
variada carrera como escapista, y mis métodos nunca me fallaron.
Entonces se me ocurrió que los árabes podían estar decididos a
esperarme y atacarme a la entrada, dada la certeza de mi probable escapatoria de
las ataduras, y esto sucedería si agitaba la cuerda que probablemente tenían entre
sus manos. Esto, por supuesto, podía casar con el hecho de que el lugar de mi
confinamiento fuera, en efecto, el Templo de la Esfinge de Kefrén. La abertura,
directamente en el techo, dondequiera que se encontrase, no podía estar muy
lejos de la moderna entrada ordinaria, cerca de la Esfinge, aunque en verdad se
encontrara a tan gran distancia de la superficie, ya que el área total conocida no
era ni mucho menos tan enorme. No me había percatado de ningún acceso
durante mi visita diurna, pero ya sabía que tales cosas suelen verse fácilmente
bloqueadas por las arenas amontonadas. Pensando en esos asuntos, yaciendo
caído y atado en el suelo de roca, casi olvidé el horror del descenso abismal y el
cavernoso bamboleo que habían acabado sumiéndome en la inconsciencia. Mi
pensamiento, en esos instantes, estaba puesto en burlar a los árabes y, en
consecuencia, decidí liberarme tan rápido como me fuera posible, evitando
tirones a la cuerda que traicionarían un eficaz o problemático intento de soltarme.
Tal cosa, no obstante, era más fácil de decidir que de hacer. Algunos
tanteos preliminares dejaron claro que poco podía hacerse sin una considerable
agitación, y no me sorprendí cuando, tras una contorsión especialmente enérgica,
comencé a sentir las vueltas de cuerda suelta que se iban apilando sobre y en
torno a mí. Obviamente, pensé, los beduinos habían sentido mis movimientos,
soltando su extremo de la soga y apresurándose sin duda a alcanzar la verdadera
entrada del templo, dispuestos a aguardarme allí con intenciones asesinas. La
perspectiva no era halagüeña, pero había afrontado en tiempos situaciones peores
sin amilanarme, y tampoco me iba a acobardar ahora. Por el momento, lo
primero que debía hacer era librarme totalmente de mis ataduras, y luego confiar
en mi ingenio para huir sano y salvo del templo. Es curioso cuán implícitamente
había llegado a creerme en el viejo templo de Kefrén, bajo la Esfinge, a escasa
profundidad bajo tierra.
Pero tal creencia se hizo añicos, y cada previa aprensión de preternatural
profundidad y demoníaco misterio se vieron revividas por una circunstancia que
ganó en horror y significado mientras formulaba mi plan de acción. He dicho que
la cuerda, al caer, iba apilándose sobre y en torno a mí. Ahora noté que seguía
amontonándose en una forma que no sería posible en una cuerda de longitud
normal. Ganaba en velocidad y enseguida se convirtió en una avalancha de
cáñamo, amontonándose y medio enterrándome bajo aquellas vueltas que con
tanta rapidez se multiplicaban. Pronto me vi completamente sumergido e
inmovilizado. Mis sentidos vacilaban nuevamente y en vano traté de ahuyentar
una amenaza terrible e ineluctable. No se trataba tan sólo de que estaba siendo
torturado más de lo que un ser humano puede soportar -no era sólo que pareciera
que me estaban arrancando lentamente la vida y el aliento-, sino también el
conocimiento de lo que esa antinatural longitud de soga significaba, y la
conciencia de que me encontraba en esos instantes rodeado de desconocidos e
incalculables abismos subterráneos. Mi interminable descenso y mi bamboleante
vuelo a través de fantasmales espacios, por tanto, debían haber sido hechos
reales, y en aquellos momentos debía yacer inerte en el seno de alguna
indescriptible caverna, situada cerca del corazón del planeta. Esa repentina
confirmación de tal horror supremo me resultó insoportable, y por segunda vez
me sumí en una misericordiosa inconsciencia.
Cuando digo inconsciencia, no me refiero a que estuviera a salvo de los
sueños. Por el contrario, mi ausencia del mundo consciente se vio marcada por
visiones del más supremo espanto. ¡Dios Mío!... si al menos no hubiera leído
tanta egiptología antes de venir a esta tierra que es la cuna de toda oscuridad y
terror! Este segundo desmayo colmó de nuevo mi mente adormecida con la
estremecedora comprensión del país y sus arcaicos secretos, y, de una desdichada
forma, mis sueños versaron acerca de las antiguas nociones de muerte ysu
supervivencia en cuerpo y alma más allá de aquellas misteriosas tumbas que eran
más bien residencias que sepulturas. Recordé, mediante formas oníricas de las
que es mejor no hablar, la peculiar y elaborada construcción de los sepulcros
egipcios, y las terroríficas doctrinas, desaforadamente peculiares, que
determinaron su construcción.
Lo único en lo que esa gente pensaba era en la muerte y en los muertos.
Concebían una resurrección literal del cuerpo, lo que les llevaba a momificarlo
con extremo cuidado, preservando todos los órganos vitales en jarras junto al
cadáver; además de que creían que, aparte del cuerpo, existían otros dos
elementos: el alma, que tras ser pesada y aprobada por Osiris moraba en el
Paraíso, y el oscuro y portentoso ka, o principio vital, que vagaba en una forma
terrible por los mundos superiores e inferiores, pidiendo acceso ocasional al
cuerpo conservado, consumiendo las ofrendas de alimentos dispuestas por los
sacerdotes y los allegados más píos en la capilla mortuoria y, a veces -según se
murmuraba- ocupando su cuerpo, o el doble en madera que se enterraba siempre
al lado, para vagar de forma terrible en unos periplos peculiarmente repelentes.
Durante miles de años esos cuerpos suntuosamente encerrados
descansaron, mirando con ojos vidriosos cuando no eran visitados por el ka,
esperando el día en que Osiris reuniera a ambos, ka y alma, para guiar a las
rígidas legiones de los muertos desde las subterráneas casas del sueño. Sería un
glorioso renacimiento, pero no todas las almas eran aceptadas, ni todas las
tumbas se mantenían intactas, por lo que tendrían lugar ciertos grotescos errores
y ciertas anomalías diabólicas. Aún hoy en día los árabes murmuran acerca de
impías invocaciones y malsanas sabidurías depositadas en olvidados abismos
inferiores, que sólo alados e invisibles kas, así como momias sin almas, pueden
visitar y abandonar intactos.
Quizá las más impías de las leyendas, capaces de congelar la sangre, son
las tocantes a ciertos perversos productos del sacerdocio decadentes, las momias
compuestas mediante la unión artificial de troncos y miembros humanos con
cabezas de animales, imitando a los dioses antiguos. En todas las épocas
históricas se momificó a los animales sagrados, de forma que los toros, gatos,
íbices, cocodrilos y demás bestias consagradas pudieran regresar algún día a la
suprema gloria. Pero sólo en etapas decadentes se mezclaron humanos y
animales en la misma momia; sólo en la decadencia, cuando ya no entendían los
derechos y las prerrogativas del ka y el alma. No se cuenta qué sucedió con tales
momias compuestas -o, al menos, no se dice-, y es cierto que los egiptólogos no
han encontrado ninguna. Las habladurías de los árabes resultan de lo más
estrafalarias y no pueden ser tenidas en cuenta. Incluso insinúan que el viejo
Kefrén -el de la Esfinge, la Segunda Pirámide y el gran templo de entrada- vive
muy bajo tierra, desposado con la reina-diablo Nitokris y gobernando sobre las
momias que no son hombre ni bestia.
Fue con eso -con Kefrén y su consorte, y con su extraño ejército de
muertos híbridos- con lo que soñé, así que me alegro de que los detalles del
sueño se hayan desvanecido de mi memoria. La más terrible de todas las visiones
estaba conectada con una ociosa pregunta que me había hecho el día anterior
cuando contemplé el gran acertijo tallado en piedra del desierto y me pregunté
sobre a qué desconocidas profundidades podía encontrarse conectado
secretamente el templo cercano. Esta pregunta, tan inocente y caprichosa en el
momento, asumía en el sueño un significado de frenética e histérica demencia...
¿qué inmensa y espantosa anormalidad representaba el rostro original de la
Esfinge?
Mi segundo despertar -si despertar fue- constituye un recuerdo de brutal
espanto sin paralelo con nada que haya experimentado en mi vida -salvo algo que
sucedió después-, y esta vida ha sido pletórica y cargada de más aventuras que la
de la mayoría de los hombres. Recuerdo haber perdido el sentido mientras estaba
siendo sepultado por una cascada de soga que caía, cuya longitud revelaba la
cataclísmica profundidad de mi situación. Ahora, mientras volvían mis sentidos,
sentí el peso y comprendí que, aunque seguía atado, amordazado y con los ojos
vendados, algo había retirado por completo el asfixiante desprendimiento de
cáñamo que antes me había abrumado. La relevancia del hecho, por supuesto,
me asaltó gradualmente, pero, aun así, creo que me hubiera vuelto a desmayar de
nuevo de no encontrarme en ese momento en un estado de agotamiento
emocional tal que ningún nuevo horror podía ya aumentar. Me encontraba a
solas... ¿con qué?
Antes de que pudiera torturarme con nuevas reflexiones o hacer
cualquier renovado esfuerzo por librarme de mis ataduras, apareció un nuevo
hecho. Un dolor que antes no había sentido me laceraba en brazos y piernas, y
creí estar cubierto por gran cantidad de sangre seca, más de la que pudiera haber
manado de los cortes y abrasiones del descenso. Asimismo, el pecho parecía
estar sembrado de un centenar de heridas, y pensé que algún ibis titánico y
maligno me había picoteado. Seguramente, el ser que había retirado la soga era
hostil y había comenzado a causarme daños terribles cuando algo le había hecho
desistir. Pero, al tiempo, mis sensaciones eran claramente las contrarias de lo que
podría esperarse. En vez de hundirme en un insondable pozo de desesperación,
me vi armado de coraje y acción ya que ahora sentía que las fuerzas malignas
eran seres físicos a los que un hombre intrépido podía hacer frente.
Con la fuerza que me daba este pensamiento me debatí de nuevo en mis
ataduras, empleando la maña desarrollada a lo largo de toda una vida, que tanto
había brillado entre el resplandor de las candilejas y el aplauso de las multitudes.
Los detalles familiares del proceso comenzaron a absorberme y, dado que me
habían retirado de encima la soga, medio pensé que mi idea acerca de supremos
horrores, después de todo, no era sino alucinación; que nunca hubo una sima
terrible, un abismo insondable o una cuerda sin fin. ¿Me encontraría, al cabo, en
el templo de entrada de Kefrén, bajo la Esfinge, y los traicioneros árabes no me
habrían atacado y torturado mientras yacía inerte? De todas formas, debía
liberarme. Desatarme, quitarme la mordaza y tener los ojos libres para captar
cualquier rayo de luz que pudiera filtrarse desde cualquier origen; entonces
¡disfrutaría combatiendo contra malignos y traidores enemigos!
No sabría decir cuánto tardé en librarme de mis ataduras, pero debió
llevarme más tiempo que en mis actuaciones, ya que me encontraba herido,
agotado y enervado por las experiencias sufridas. Cuando por fin me vi libre y
aspirando profundas bocanadas de aire gélido, húmedo, maligno y hediondo,
tanto más horrible por cuanto ya no contaba con los filtros de la mordaza o la
venda, descubrí que me hallaba demasiado acalambrado y cansado para
moverme. Yací intentando estirar un cuerpo torcido y lacerado durante un
periodo de tiempo imposible de medir, forzando los ojos para captar el
resplandor de cualquier rayo de luz que pudiera ofrecerme un atisbo de mi
posición.
Mi fuerza y flexibilidad fueron recuperándose gradualmente, pero mis
ojos nada captaron. Mientras trastabillaba incorporándome, observé sin demora
en todas direcciones, no encontrando nada que no fuera una oscuridad de ébano,
tan intensa como si aún siguiera vendado de ojos. Probé las piernas,
ensangrentadas bajo los rasgados pantalones, y descubrí que podía caminar,
aunque no sabía en qué dirección ir. Obviamente, no debía vagar al azar, y quizás
así alejarme de la entrada; por tanto, me detuve a sentir la fría y fétida corriente
de aire con olor a natrón, corriente que nunca había dejado de notar. Asumiendo
que el punto del que brotaba debía ser la entrada del abismo, traté de situar esa
orientación y caminar hacia allí sin desviarme.
Había tenido conmigo una caja de cerillas e incluso una pequeña linterna
eléctrica, pero por supuesto que los bolsillos de mi roto y desgarrado atuendo
habían sido hacía mucho vaciados de todos estos pesados artículos. Mientras
caminaba cautelosamente a través de la negrura, la corriente se hizo más fuerte y
ofensiva, hasta que al cabo pude sentirla nada menos que como un chorro
tangible de detestable vapor brotando de alguna abertura como el humo del genio
en la jarra del pescador de aquel cuento oriental. Oriente... Egipto...
¡verdaderamente, esa oscura cuna de la civilización era aún la fuente de horrores
y maravillas indecibles! Cuanto más reflexionaba sobre la naturaleza de este
viento de la caverna, mayor se hacía mi inquietud, ya que, aunque antes, a pesar
de su olor, yo había visto su origen como al menos una pista indirecta para llegar
al mundo exterior, ahora comprendía plenamente que esta enloquecida
emanación no debía tener mezcla ni relación alguna con el limpio aire del
desierto líbico, sino que debía ser vomitada desde siniestros abismos aún más
inferiores. ¡Así pues, yo había estado entonces caminando en la dirección
equivocada!
Tras un instante de reflexión, decidí no volver sobre mis pasos. Lejos de
la corriente no habría forma de orientarse, ya que el suelo, bastamente nivelado,
carecía de cualquier configuración distintiva. Si, no obstante, seguía la extraña
corriente, sin duda conseguiría llegar a una abertura de algún tipo, gracias a cuya
entrada podría quizá contornear los muros hasta el lado opuesto de esta ciclópea
estancia, imposible de recorrer de otra forma. Que podía fracasar, bien lo sabía
yo. Veía que esto no formaba parte del templo de entrada de Kefrén que conocían
los turistas, y me asediaba la idea de que este salón en concreto pudiera ser
desconocido aún para los arqueólogos, y que sólo los curiosos y malignos árabes
que me habían apresado hubieran dado con él. Si tal era el caso, ¿habría alguna
puerta para salir a un lugar conocido o sencillamente al aire libre?
¿Y qué prueba tenía yo, de hecho, de que me encontraba en el templo de
entrada después de todo? Por un momento, mis más estrafalarias especulaciones
volvieron a acosarme y pensé en aquella vívida mescolanza de impresiones:
descenso, suspensión en el aire, la cuerda, mis heridas y los sueños que no podían
ser más que eso, sueños. ¿Acabaría allí mi vida? ¿O, realmente, podría
considerarme afortunado si aquel momento fuera el de mi muerte? No podía
responder a ninguna de tales preguntas, y solamente podía aguardar, hasta que el
hado me redujo por tercera vez a la inconsciencia. Esta vez no hubo sueños, ya
que lo repentino del incidente me alcanzó sin que pudiera formular cualquier tipo
de pensamiento, consciente o inconsciente. Tropecé con un inesperado peldaño
de bajada, en un punto donde la desagradable corriente resultaba lo bastante
fuerte como para ejercer resistencia física, y me precipité de cabeza, por un negro
tramo de grandes peldaños de piedra, hacia un abismo de absoluto espanto.
El que siquiera respirase de nuevo resulta un tributo a la inherente
vitalidad que anima a un organismo humano sano. Suelo recordar esa noche y
sentir un toque de verdadero humor en aquellos repetidos lapsos de
inconsciencia; periodos cuya sucesión no me recuerda sino los toscos
melodramas cinematográficos de la época. Por supuesto, es posible que esos
repetidos lapsos no tuvieran lugar nunca, y que todos los detalles de esta
pesadilla subterránea fueran simplemente debidos a los sueños de un largo coma
que comenzó bajo los efectos de mi descenso a ese abismo y finalizó por obra del
cicatrizante bálsamo del aire exterior y el sol naciente que me encontró tendido
en las arenas de Gizeh ante el rostro de la Gran Esfinge, sardónico y bañado por
el alba.
A ser posible, prefiero esta última explicación; así que me alegré cuando
la policía me dijo que la barrera de acceso al templo de Kefrén había sido
encontrada retirada, y que en una esquina de la zona aún por limpiar existía una
grieta de considerable tamaño. También me alegré cuando los doctores
manifestaron que mis heridas se debían sólo al ataque sufrido, amordazamiento,
descenso, ataduras, caída desde cierta altura -quizás en una depresión del
pasadizo interior del templo-, arrastrarme hasta la barrera exterior y escapar, así
como a otras circunstancias similares... un diagnóstico de lo más tranquilizador.
Y, aun así, sé que debe haber algo más. Tengo demasiado grabado en la memoria
ese descenso como para rechazarlo -y es extraño que nadie haya sido capaz de
encontrar a un hombre que responda a la descripción de mi guía Abdul Reis el
Drogman-, el guía de voz sepulcral que se parecía y sonreía como el rey Kefrén.
Me he apartado de mi narración, quizás con la vaga esperanza de
soslayar el comentario al incidente final; ese incidente que, de todo lo sucedido,
es con mayor certeza una alucinación. Pero he prometido contarlo todo y no voy
a romper tal promesa. Cuando recuperé -o me pareció haber recuperado- mis
sentidos tras esa caída por las negras escaleras de piedra, me encontraba tan a
solas en la oscuridad como antes. El ventoso hedor, ya bastante malo antes,
resultaba ahora demoníaco, aunque para entonces ya me había familiarizado lo
bastante con él como para soportarlo estoicamente. Aturdido, comencé a gatear
hacia la fuente del pútrido viento, y con mis manos ensangrentadas tanteé los
colosales bloques del poderoso pavimento. En una ocasión golpeé con la cabeza
contra un objeto duro y, cuando lo tenté supe que se trataba de una columna - una
columna de un tamaño increíble -, con la superficie cubierta de gigantescos
jeroglíficos cincelados, sumamente perceptibles al tacto. Arrastrándome,
encontré otras columnas inmensas separadas a distancias incomprensibles, y,
repentinamente, mi atención se vio captada por algo que había estado
rondándome el subconsciente desde mucho antes de que mis sentidos conscientes
lo captaran.
De alguna sima, aún más profunda en las entrañas de la tierra, brotaban
ciertos sonidos, rítmicos y definidos, que no se parecían a nada de lo que yo
hubiera oído antes. Supe casi intuitivamente que se trataba de un son muy
antiguo y claramente ceremonial, y mis muchas lecturas de egiptología me
hicieron asociarlo con la flauta, el sambuke, el sistro y el tímpano. En su rítmico
sonar, zumbar, repicar y batir noté un elemento de terror que estaba más allá de
cualquiera de los terrores conocidos en la tierra; un terror peculiarmente
disociado del miedo físico, y que movía a sentir piedad por nuestro planeta, que
alberga en sus profundidades horrores tales como los que debían corresponder a
tales cacofonías egipánicas. Los sones crecían en volumen, y comprendí que se
estaban acercando. Entonces - y quieran los dioses de todos los panteones unidos
preservar mis oídos de algo semejante otra vez - comencé a escuchar, débil y
lejano, las morbosas y milenarias pisadas de seres en marcha.
Resultaba espantoso que pisadas tan diferentes pudieran moverse con tan
perfecto ritmo. El entrenamiento de centenares de años impíos debía subyacer a
esa marcha de las monstruosidades de la tierra más profunda... escabulléndose,
taconeando, pisando, con paso sigiloso, sonoro, crujiente, arrastrándose... y todo
al son de la horrible discordancia de esos burlones instrumentos. Y entonces...
¡Dios mantengaalejado de mi cabeza el recuerdo de esas leyendas árabes! Las
momias sin almas... el lugar de encuentro de los kas errantes... las hordas de
cadáveres faraónicos, malditos por el diablo y muertos hace más de cuarenta
siglos... las momias compuestas conducidas a través de los tremendos abismos de
ónice por el rey Kefrén y su necrófaga reina Nitokris...
Los pasos sonaban cada vez más cerca; ¡el cielo me guarde del sonido de
esos pies y zarpas y pezuñas y patas y garras que comenzaban a perfilarse con
claridad! En la ilimitada extensión del pavimento negro un rayo de luz
relampagueó entre el viento maloliente, y yo me oculté tras la enorme
circunferencia de una ciclópea columna, tratando de huir por un momento del
horror que se albergaba en ese millón de pasos que se encaminaban hacia mí a
través de gigantescos hipóstilos de inhumano espanto y antigüedad fóbica. El
relampagueo aumentó, y el pisoteo y el ritmo disonante crecían a un ritmo
enloquecedor. Al resplandor de la estremecedora luz naranja, surgió tenuemente
una escena de tal espanto pétreo que boqueé por culpa de la pura maravilla, que
se impuso incluso sobre el miedo y la repugnancia. Bases de columnas cuyos
fustes se elevaban fuera del alcance de la visión humana... simples basas de algo
que debía hacer empequeñecer a la Torre Eiffel hasta el nivel de la
insignificancia... jeroglíficos tallados por manos inconcebibles en cavernas donde
la luz del día no debía ser otra cosa que una remota leyenda...
No miraría a los seres en marcha. Eso es lo que desesperadamente resolví
mientras escuchaba su crujiente desplazamiento y sus salitrosos resuellos
imponiéndose sobre la música muerta y el pisar de los muertos. Resultaba
misericordioso que no hablasen... pero, ¡por Dios!, sus enloquecidas antorchas
comenzaban a crear sombras sobre la superficie de esas descomunales
columnas. ¡El cielo los aleje de mí! Los hipopótamos no debieran tener manos
humanas ni portar antorchas... los hombres no debieran tener cabeza de
cocodrilo...
Intenté apartar la cabeza, pero las sombras y los sonidos y el hedor
estaban por doquier. Entonces recordé algo que solía hacer en mitad de las
pesadillas medio conscientes de mi niñez, y comencé a repetir para mis adentros:
«¡Es un sueño! ¡Es un sueño!» Pero no sirvió de nada, y sólo pude cerrar los ojos
y rezar. Al menos, eso es lo que creo haber hecho, porque uno no está nunca
seguro cuando sufre visiones, y yo sé que no pudo tratarse más que de eso. Me
pregunté si podría volver de nuevo al mundo y, a veces, abría furtivamente los
ojos para ver si se podía discernir otra cosa que no fuera el viento de aromática
putrefacción, las columnas interminables y las sombras grotescas y embrujadas
de anormal horror. El chisporroteante resplandor de innumerables antorchas
resultaba ahora cegador y, a no ser que aquel sitio infernal careciera por completo
de muros, habría de ver algún límite o confín pronto. Pero de nuevo tuve que
cerrar los ojos, comprendiendo cuántos de aquellos seres había allí... cerrarlos al
atisbar cierto objeto que caminaba solemne y firmemente sin cuerpo alguno
sobre la cintura.
Un demoníaco y ululante gorgoteo de cadáveres o resonar de muertos
hendió ahora el mismo aire -ese aire de osario, emponzoñando con toques de
nafta y betún- en un concertado coro procedente de la necrófaga legión de
híbridas blasfemias. Mis ojos, perversamente abiertos, contemplaron durante un
instante una visión que ninguna criatura humana podría siquiera imaginar sin
sentir miedo, pánico y extenuación física. Los seres habían desfilado
ceremoniosamente en una dirección, hacia el viento apestoso, donde la luz de las
antorchas mostraban sus cabezas inclinadas -o las cabezas inclinadas de aquellos
que las tenían- en adoración ante una negra, grande y fétida abertura de la que
brotaba el viento, una abertura que llegaba hasta casi fuera de la vista y que yo
podía distinguir flanqueada por dos gigantescas escalinatas en ángulo recto cuyo
final alcanzaba las sombras. Una de ésas, sin duda, era la escalinata de la que yo
me había caído.
Las dimensiones del agujero eran totalmente acordes con las de las
columnas; una casa ordinaria se hubiera perdido allí, y cualquier edificio público
normal habría podido ser desplazado fácilmente a través de él. Era una superficie
tan inmensa que sólo moviendo los ojos podía uno tomar nota de sus límites -tan
vasta, tan odiosamente negra, tan aromáticamente apestosa-. Justo enfrente de
esta bostezante puerta polifémica, los seres arrojaban objetos, evidentemente
sacrificios u ofrendas religiosas, a juzgar por sus gestos. Kefrén era su líder, el
rey Kefrén o el guía Abdul Reis, sonriendo con desprecio, coronado con un
dorado pshent y entonando interminables fórmulas con la profunda voz de los
muertos. A su lado se arrodillaba la hermosa reina Nitokris, a la que vi de perfil
un momento, percatándome de que la parte derecha de su rostro había sido
devorado por ratas u otros seres necrófagos. Y cerré de nuevo los ojos cuando vi
qué objetos arrojaban a la fétida abertura o a la posible deidad que albergaba.
Se me ocurrió que, a juzgar por lo elaborado de esta adoración, la oculta
deidad debía ser de considerable importancia. ¿Se trataría de Osiris o Isis, Horus
o Anubis, o de algún inmenso Dios desconocido de los Muertos, aún más
importante y supremo? Existe una leyenda que dice que terribles altares y
colosos fueron levantados en honor de un Dios Desconocido antes de que los
conocidos fueran adorados...
Y entonces, mientras me aplicaba a observar la arrebatada y sepulcral
adoración que prestaban aquellos seres indescriptibles, se me ocurrió una forma
de escapar. La estancia se encontraba en penumbras y las columnas estaban en
sombras.
Estando todas y cada una de esas criaturas de la multitud de pesadilla
sumidas en estremecedores arrebatos de adoración, me sería posible reptar hasta
alcanzar una de las escalinatas y remontarla sin ser visto, confiando después en la
suerte y en mi habilidad como escapista para manejarme en niveles superiores.
Dónde estaba, ni lo sabía ni había pensado mucho en ello, y por un momento me
resultó divertido planear en serio una escapatoria de algo que sabía que se trataba
de un sueño. ¿Me encontraba en algún lugar oculto y desconocido, en los niveles
inferiores del templo de entrada de Kefrén, el templo que generación tras
generación ha sido persistentemente llamado el Templo de la Esfinge? No podía
conjeturar nada, pero decidí ascender en busca de la vida y la consciencia con
todas mis fuerzas.
Serpenteando boca abajo, comencé la ansiosa travesía hasta alcanzar el
pie de la escalera izquierda, que parecía la más accesible de las dos. No puedo
describir los incidentes y las sensaciones producidas por este reptar, pero pueden
adivinarse cuando se piensa en lo que tuve que presenciar sin poder evitarlo a la
luz de esa maligna luz de antorcha, agitada por el viento, para prevenir el ser
avistado. El final de la escalera estaba, como he dicho, sumido muy lejos entre
las sombras, así que debía subir sin recurva hasta el vertiginoso rellano colgante
sobre la titánica abertura. Esto situaba las últimas etapas de mi reptar a cierta
distancia del ruidoso rebaño, aunque el espectáculo ya me estremecía a pesar de
lo lejos que estaba a mi derecha.
Finalmente, conseguí alcanzar los peldaños y comenzar el ascenso,
manteniéndome pegado al muro, en el que observé decoraciones del tipo más
espantoso, confiando mi seguridad al absorto y extático interés con que las
monstruosidades observaban la abertura, en la que se alborotaba el aire, y los
impíos objetos alimenticios que habían arrojado al pavimento que había ante ella.
Dado que la escalinata era inmensa y empinada, construida con inmensos
bloques de pórfido, como diseñados para pasos de gigante, el ascenso me resultó
virtualmente interminable. El temor a ser descubierto y el dolor, puesto que este
nuevo ejercicio había reabierto mis heridas, se combinaban para hacer de mi
reptar hacia arriba algo de recuerdo agónico. Había decidido, al llegar arriba,
subir inmediatamente por cualquier escalera ascendente que pudiera arrancar de
allí, sin detenerme a echar un último vistazo a los abominables despojos que
arañaban y se doblegaban a veinticinco o treinta metros más abajo; sin embargo,
una repentina repetición de ese atronador gorgoteo de cadáveres o resonar del
coro cadavérico, cuando ya casi había llegado a lo alto de la escalera y delatando
por su ritmo ceremonial que ni había sido yo descubierto ni se había desatado
ninguna alarma, me llevó a detenerme y escudriñar cautelosamente sobre el
parapeto.
Las monstruosidades estaban aclamando a algo que había salido de la
nauseabunda abertura para apoderarse del infernal presente. Era algo pesado, aun
visto desde mi altura, algo amarillento y peludo, dotado de una especie de
nervioso movimiento. Era tan grande, quizás, como un hipopótamo de buen
tamaño. Parecía no tener cuello, pero cinco cabezas separadas y peludas brotaban
en fila de un tronco burdamente cilíndrico; la primera muy pequeña, la segunda
bastante grande, la tercera y la cuarta iguales, las más grandes de todas, y la
quinta bastante pequeña, aunque no tanto como la primera. De esas cabezas
salían a gran velocidad curiosos tentáculos rígidos que aferraban ansiosamente
las desmesuradamente grandes cantidades de indescriptible alimento dispuestas
ante la abertura. A veces el ser saltaba y ocasionalmente retrocedía hacia su cubil
de una forma muy extraña. Su medio de locomoción era tan inexplicable que
observé fascinado, deseando que saliera algo más del cavernoso seno de abajo.
Entonces salió... salió, y su visión me hizo dar la vuelta y huir a través de
la oscuridad, hacia la escalera de subida que arrancaba muy cerca; huir
enloquecido por increíbles peldaños y escaleras y rampas, sin que ni la vista
humana ni la lógica me guiaran a través de ellos, en un periplo que debo relegar
al mundo de los sueños por falta de confirmación. Debió tratarse de un sueño, o
el alba nunca me hubiera hallado respirando en las arenas de Gizeh, ante el rostro
sardónico y bañado por la aurora de la Gran Esfinge.
¡La Gran Esfinge! ¡Dios Mío!; esa ociosa pregunta que me hice en la
bendita y soleada mañana del día anterior... ¿qué inmensa y espantosa
anormalidad representaba la talla originaria de la Esfinge? Maldita sea la
visión, sueño o no, que me reveló el horror supremo. El Desconocido Dios de los
Muertos que se relame los labios colosales en el abismo insospechado,
alimentándose de los espantosos bocados de absurdos sin alma que no debieran
existir. El monstruo de las cinco cabezas que salió... el monstruo de las cinco
cabezas, tan grande como un hipopótamo... el monstruo de las cinco cabezas... y
aquello de lo que éstas eran simplemente la garra anterior...
Pero sobreviví, y sé que sólo ha sido un sueño.


LOVECRAT Y SUS DISCIPULOS

Under the Pyramids (febrero-marzo de 1924). Colaboración con Harry Houdini.
Primera publicación, Weird Tales, mayo-julio de 1924. Anteriormente llamado
«Imprisoned with the Pharaohs», el título correcto se ha sacado de un artículo de
Lovecraf publicado en The Providente Journal, 3 de marzo de 1924. Únicamente se
conserva la copia impresa.
 
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nubarus
view post Posted on 5/12/2008, 22:23




DE LOS MITOS DE CTHLHU

EL SELLO DE R’LYEH

AUGUST DERLETH


Mi abuelo paterno, a quien siempre vi en una habitación oscura, solía decir a mis padres, refiriéndose a mí:
«¡Cuidad que siempre esté lejos del mar!», como si yo tuviera alguna razón para temer al agua, cuando de
hecho siempre me ha atraído. Como se sabe, los que nacen bajo uno de los signos acuáticos —el mío es
Piscis— sienten una natural predilección por el agua. También se dice que poseen ciertos dones psíquicos,
pero ésta es otra cuestión. El cualquier caso, tal era el criterio de mi abuelo, hombre extraño, a quien no
podría describir aunque de ello dependiera la salvación de mi alma —lo cual, dicho a la luz del día, resulta
un modismo un tanto ambiguo—. Antes de morir mi padre en un accidente de automóvil, también
acostumbraba a repetirlo con frecuencia. Después, ya no fue necesario; mi madre me crió entre montañas,
bien lejos de la vista, del ruido y de los olores del mar.
Pero tarde o temprano, sucede lo que tiene que suceder. Me encontraba estudiando en una Universidad
del Medio Oeste, cuando murió mi madre. Una semana después, murió también mi tío Sylvan, dejándome
todo cuanto poseía. Yo no había llegado a conocerle. Era el excéntrico de la familia, el raro, la oveja negra.
Se le conocía por una gran diversidad de apodos y todo el mundo lo despreciaba, excepto mi abuelo, que
suspiraba con pena cada vez que hablaba de él. Yo era el único descendiente directo de mi abuelo. Tenía
un tío abuelo que vivía en Asia, según me habían dicho siempre, aunque al parecer, nadie sabía a qué se
dedicaba allí, salvo que sus actividades se relacionaban con el mar o la navegación... Era natural, pues, que
heredara yo las posesiones de tío Sylvan.
Tenía dos propiedades, y daba la casualidad que ambas lindaban con la mar. Una se hallaba en un
pueblo de Massachusetts llamado Innsmouth, y otra estaba también en la costa, pero bastante al norte de
dicho pueblo. Después de pagar los derechos reales, me quedó dinero suficiente para no tener que volver a
la Universidad, ni verme obligado a emprender trabajos que no me apetecían. Mi propósito era
precisamente llevar a cabo lo que me había sido prohibido durante veintidós años: ver el mar, y tal vez
comprar un balandro, un yate, o lo que quisiera.
Pero las cosas no iban a suceder como yo deseaba. Fui a Boston a ver al abogado y después marché a
Innsmouth. Me pareció un pueblo extraño. La gente no era cordial. Algunos me sonreían cuando se
enteraban de quién era yo, pero en sus sonrisas había algo extraño y enigmático, como si supieran algo
inconfesable de tío Sylvan. Afortunadamente, la finca de Innsmouth era la más pequeña de las dos. Saltaba
a la vista que mi tío no se había ocupado mucho de ella. Se trataba de una vieja mansión lóbrega y sombría
que, para sorpresa mía, resultó ser la casa solariega de mi familia, mandada construir por mi bisabuelo —el
que estuvo dedicado al comercio con China— y habitada por mi abuelo durante buena parte de su vida. El
nombre de Phillips despertaba aún una especie de temeroso respeto en aquel pueblo.
Mi tío Sylvan había pasado casi toda su vida en la otra finca. Tenía sólo cincuenta años cuando murió,
pero últimamente había llevado una existencia muy similar a la de mi abuelo. Raramente se le veía, retirado
en aquella casa que coronaba un promontorio rocoso situado en la costa, al norte de Innsmouth. No era lo
que un amante de la belleza llamaría un casa encantadora, pero de todos modos tenía su atractivo, y por mi
parte, lo capté inmediatamente. Desde el primer momento sentí como si aquella casa perteneciese al mar.
En ella resonaba siempre el Atlántico. Una muralla de árboles frondosos la aislaba de la tierra. En cambio,
sus inmensos ventanales se abrían al océano. No era un edificio viejo como el otro. Tendría unos treinta
años, según me dijeron, y había sido construido por mi tío, en el mismo solar donde se alzara otro más
antiguo, que también había pertenecido a mi bisabuelo.
Era una casa de muchas habitaciones. De todas, la única que merece la pena recordar es el gran estudio
central. Aunque el resto de la casa era de un sola planta y rodeaba a dicho salón central, éste tenía una
altura de dos pisos por lo menos; sus paredes estaban cubiertas de libros y objetos curiosos, de tallas y
esculturas de formas exóticas, de pinturas, de máscaras procedentes de distintas partes del mundo, en
especial de las civilizaciones polinesia, azteca, maya, inca, y de antiguas tribus indias de las regiones
nordoccidentales del continente norteamericano. Era, pues, una colección fascinante, comenzada por mi
abuelo y continuada por tío Sylvan. Una gran alfombra de artesanía, adornada con una extraña figura
octópoda, cubría el centro del salón. Todos los muebles estaban situados entre las paredes y dicho centro.
Nada había colocado sobre al alfombra.
Por lo demás, se observaba un extraño simbolismo en la decoración de la casa. Tejido en las alfombras
—también en la que ocupaba el centro del estudio—, en los cortinajes, en los entrepaños, se repetía un
motivo ornamental que parecía como un sello singularmente sorprendente: en el centro de un disco aparecía
una representación rudimentaria del símbolo astronómico de Acuario, el portador de agua —acaso
elaborada en edades remotas, cuando la forma de Acuario no era exactamente como es hoy— coronando
los vestigios de una ciudad enterrada, contra la cual, en el centro exacto del círculo, se alzaba una figura
indescriptible, a la vez reptil y pez, octópoda y semihumana, que, aunque en miniatura, pretendía
representar un ser gigantesco e imaginario. Finalmente, en letras tan tenues que apenas podían leerse, el
disco estaba circundado por unas palabras que no entendí, pero que tuvieron la virtud de remover algo en
lo más profundo de mi ser:
Pb’glui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgh’nagl fhtagn
No me pareció extraño, en absoluto, que este curioso dibujo ejerciera sobre mí la más grande atracción
desde el primer momento, aunque no entendiese su significado hasta más tarde. Igualmente inexplicable era
el imperioso hechizo del mar. Aunque jamás había puesto los pies en este sitio, experimenté una vivísima
sensación de haber regresado a casa. Nunca en mi vida había pasado de Ohio, hacia el este. Lo más cerca
que estuve de la costa fue con ocasión de unas esporádicas excursiones al lago Michigan y al lago Hurón.
Esta atracción innegable que sentía hacia el mar, la atribuí a una tendencia ancestral que me venía de familia.
¿No habían trabajado mis antepasados en el mar, y habían formado sus hogares junto a la costa? ¿Y
durante cuántas generaciones? Al menos, yo conocía dos, pero eran más. Generación tras generación,
todos habían sido navegantes, hasta que, por lo visto, sucedió algo que determinó a mi abuelo a irse a vivir
tierra adentro y apartarse del mar en lo sucesivo, obligando a los demás a hacer lo mismo.
Hablo de esto porque su significado se me hizo manifiesto a la luz de lo que sucedió después, y quiero
dejar constancia antes que llegue la hora de reunirme con los míos. La casa y el mar me atraían; ambas
constituían mi hogar. Incluso esta palabra cobraba más sentido en ellas que en la morada que tan felizmente
compartiera con mis padres unos años antes. Era muy extraño. No obstante —y esto era más extraño
aún—, no me lo parecía a mí. Al contrario, me resultaba lo más natural, y no me pregunté el por qué.
Al principio, no contaba con elementos de juicio para saber qué clase de hombre había sido mi tío
Sylvan. Encontré un retrato suyo bastante antiguo, hecho sin duda por algún aficionado a la fotografía.
Representaba a un joven tremendamente serio, de unos veinte años de edad, que, aun no careciendo de
cierto atractivo, podía resultar desagradable a mucha gente, ya que su rostro sugería algo vagamente
inhumano. Tal vez esta impresión provenía de su nariz un tanto aplastada, de su boca enorme, o de sus ojos
extrañamente saltones, de basilisco. No encontré fotografías suyas más recientes, pero conocí a algunas
personas que se acordaban de él, de cuando iba a Innsmouth, a pie o en coche, a hacer sus compras. Me
enteré de esto un día en la tienda de Asa Clarke, donde fui a comprar provisiones para la semana.
—¿Es usted de los Phillips? —me preguntó el anciano propietario.
Le contesté que sí.
—¿Hijo de Sylvan?
—Mi tío no llegó a casarse.
—Ya... Eso decía él —replicó—. Entonces será usted hijo de Jared. ¿Cómo está su padre?
—Ha muerto.
—También, ¿eh?.. Era el último de su generación, ¿verdad? Y usted...
—Yo soy el último de la mía.
—Los Phillips, en otros tiempos, fueron grandes y poderosos por esta parte. Una familia muy antigua...
Pero usted lo sabe mejor que yo.
Le dije que no. Venía del interior, y sabía muy poca cosa de mis antepasados.
—¿Es posible?
Me miró un instante casi con incredulidad.
Bueno, los Phillips son tan antiguos como los Marsh. Las dos familias formaban una sociedad hace
muchos años. Comerciaban con China. Los fletes salían de aquí y de Boston con destino a Oriente: Japón,
China, las islas..., y de allí traían... —aquí se detuvo; su rostro palideció ligeramente, y luego se encogió de
hombros—, muchas cosas, ¡muchas! —me miró perplejo—. Se va a quedar por aquí, ¿verdad?
Le contesté que había heredado la residencia de mi tío, y que había tomado posesión de ella. Ahora
andaba buscando personal de servicio.
—No encontrará —dijo moviendo la cabeza—. La finca está demasiado lejos, y a la gente no le gusta.
Si quedara alguno de los Phillips... —abrió los brazos con desaliento—. Pero casi todos murieron el año
veintiocho, cuando el fuego y las explosiones. Sin embargo, quizá pueda encontrar a alguno de los Marsh
que le eche una mano. No todos murieron aquella noche.
Esta referencia vaga y confusa no me inquietó entonces lo más mínimo. Lo único que me preocupaba
era encontrar a alguien que me ayudara en los avíos de la casa.
—Marsh —repetí—. ¿Podría darme el nombre y la dirección de uno de ellos?
—Conozco a una —dijo pensativamente, y sonrió a continuación como para su interior.
Así conocí a Ada Marsh.
Tenía veinticinco años, pero había días en que parecía mucho más joven, y otros, mucho más vieja. Fui
a la casa, la encontré, y le pedí que viniera a trabajar para mí. Resultó que tenía automóvil —un Ford
viejísimo de modelo T— y que podía ir y volver; además, la perspectiva de trabajar en lo que llamaba ella
el «refugio de Sylvan», pareció atraerla. En verdad, se mostró casi ansiosa por entrar a mi servicio, y me
prometió que iría a casa aquel mismo día, si me hacía falta. No era una muchacha atractiva, pero, igual que
en mi tío, encontré en ella un encanto que residía en aquello que precisamente habría disgustado a otros.
Para mí, aquella boca inmensa de labios aplastados tenía cierta gracia, y sus ojos, innegablemente fríos, me
parecían muy cálidos en ciertos momentos.
Vino a la mañana siguiente. Al verla caminar por la casa, comprendí que ya había estado antes en ella.
—No es la primera vez que viene usted por aquí, ¿verdad? —dije.
—Los Marsh y los Phillips son viejos amigos —dijo, y me miró como si yo tuviera la obligación de
saberlo. Y en aquel momento, me invadió la sensación que yo sabía que así era, en efecto.
—Muy, muy viejos amigos, señor Phillips. Tan viejos como la tierra misma, tan viejos como el portador
del agua, y como el agua.
También ella era extraña. Me enteré que había estado más de una vez en la casa como invitada del tío
Sylvan. Ahora había accedido a venir a trabajar para mí, sin vacilar, y con una singular sonrisa en los labios
—«tan viejos como el portador del agua, y como el agua»—, que me hizo pensar en el dibujo que tanto se
repetía a nuestro alrededor. Pensándolo bien, creo que ésta fue la primera vez que se me ocurrió esta
asociación, y experimenté una vaga sensación de inquietud.
—¿Ha oído, señor Phillips? —preguntó entonces.
—¿El qué?
—Si lo hubiera oído, no necesitaría que se lo dijera.
Pero su verdadero propósito no era trabajar para mí. Lo que ella quería era tener acceso a la casa. Lo
descubrí un día que salí a buscar unos documentos, y la encontré entregada, no a su trabajo, sino a un
registro minucioso y sistemático de la gran habitación central. La estuve observando un rato: tomaba los
libros y los hojeaba, separaba cuidadosamente los cuadros de las paredes, levantaba las esculturas de las
estanterías... En una palabra, registraba en todas partes donde pudiese haber algo escondido. Volví a salir,
di un portazo, y cuando entré de nuevo en el estudio, la vi dedicada a quitar el polvo, como si nunca
hubiera hecho otra cosa.
Mi primer impulso fue decírselo, pero pensé que sería mejor callar. Si buscaba algo, quizá lo encontrara
yo antes que ella. Así que no le dije nada, y, cuando se fue aquella noche, empecé a registrar por donde
ella lo había dejado. No sabía lo que buscaba, pero sí su tamaño, sobre poco más o menos, a juzgar por
los sitios donde la había visto mirar. Debía de ser algo delgado, pequeño, no más grande que un libro.
—¿Sería un libro precisamente? Aquella noche me repetí cientos de veces esa misma pregunta.
Como es natural, no encontré nada, a pesar que estuve buscando hasta medianoche. Lo dejé así,
rendido de cansancio, pero satisfecho: había registrado mucho más de lo que Ada registraría a la mañana
siguiente. Me senté a descansar en una de las mullidas butacas alineadas junto a la pared, en aquella misma
estancia, y entonces sufrí mi primera alucinación. La llamo así a falta de otra palabra mejor y más precisa.
Me había quedado algo adormilado, cuando oí un ruido semejante a la apagada respiración de una bestia
de grandes proporciones. Al instante se me quitó toda somnolencia, persuadido que la casa misma, el
peñasco entre el cual se asentaba, y el mar que bañaba las rocas al pie del acantilado, respiraban al unísono
como las diferentes partes de un enorme ser vivo. Tuve entonces la misma impresión que he tenido otras
veces al contemplar los cuadros de ciertos pintores contemporáneos —en especial los de Dale Nichols—
que representan la tierra y sus relieves como si fueran partes de un hombre o una mujer dormidos.
Entonces me dio la impresión, digo, que me hallaba en el pecho, o en el vientre, o en la frente de un ser tan
grande que me era imposible percibirlo en su inmensidad.
No recuerdo lo que duró esta impresión. Pensé en la pregunta de Ada Marsh: «¿Ha oído?» ¿Era a esto
a lo que se refería? No me quedaba duda que la casa, y el peñasco que se servía de base, estaban tan
vivos e inquietos como aquella mar que dejaba correr sus ondas hacia el horizonte de Oriente. Continué
sentado, bajo el influjo de dicha ilusión, durante largo rato. ¿Temblaba la casa como si efectivamente
respirara? Estaba convencido que sí. De momento lo atribuí a algunas grietas de su estructura, y pensé que
seguramente estos temblores y ruidos tendrían algo que ver con la aversión de aquellas gentes hacia este
lugar.
Al tercer día abordé a Ada Marsh en pleno registro.
—¿Qué busca usted, Ada? —pregunté.
Ella me miró con sumo candor. Debió comprender que ya la había visto registrar anteriormente.
—Su tío investigaba algo, y yo he creído que a lo mejor había descubierto lo que buscaba. A mí
también me interesa. Y quizá a usted. Usted es como nosotros, es uno de los nuestros..., como los Marsh y
los Phillips de antes.
—¿Y qué es lo que busca?
—Puede ser un cuaderno de notas, un diario, unos papeles... —encogió los hombros—. Su tío me dijo
muy poca cosa, pero yo lo sé. Se iba muy a menudo, y a veces estaba ausente durante largas temporadas.
¿Adónde? Tal vez había alcanzado su objetivo, porque jamás se iba por la carretera.
—Tal vez pueda descubrirlo yo.
Negó con la cabeza.
—Usted no tiene idea. Usted es como..., como un forastero.
—¿Pero me podría usted explicar algo?
—No. Nadie se atrevería a hablar de eso a una persona demasiado joven para comprender. No, señor
Phillips, no le diré nada. No está usted preparado.
Aquello me hirió. Me sentí ofendido. Sin embargo, no quise despedirla. Su actitud era como de desafío.
II
Dos días más tarde, di con lo que buscaba Ada.
Los papeles de mi tío Sylvan estaban ocultos en un lugar donde Ada había mirado al principio: detrás de
un estante de libros raros. Pero se hallaban guardados en un pequeño cajón secreto que abrí por pura
casualidad. Allí encontré un diario, muchos recortes y varias hojas de papel cubiertas con la letra menuda
de mi tío. Inmediatamente lo llevé todo a mi habitación y lo guardé, como si temiera que, a esas horas de la
noche, pudiera venir Ada Marsh a arrebatármelos. Cosa absurda, porque no sólo no le tenía miedo, sino
que me sentía atraído hacia ella, mucho más de lo que podía haberme imaginado la primera vez que la vi.
Incuestionablemente, el descubrimiento de los papeles supuso un giro radical en mi existencia. Digamos
que mis primeros veintidós años habían transcurrido, monótonos, como en un compás de espera, y que los
primeros días de mi estancia en la residencia de tío Sylvan habían constituido como una fase latente, previa
a mi acceso a un nuevo plano biológico. Mi mutación se desencadenó, sin duda, con el descubrimiento —y
la lectura, evidentemente— de los papeles.
Pero del primer párrafo donde se posaron mis ojos, no entendí ni una palabra:
«Plataforma cont. sub. Extremo Norte Inns. extendiéndose curv. hasta aprox. Singapur.
¿Origen: Ponapé? A. supone R. en Pacífico, cerca Ponapé; E. sostiene que R. está cerca de
Inns. Princ. autores lo suponen en las profundidades. ¿Podría ocupar R. totalmente la
Plataforma cont. de Inns. a Singapur?»
Este era el primer párrafo. El segundo, era aún más desconcertante:
«C..., que aguarda soñando en R., es todo en todo y en todas partes. Él está en R. (en Inns. y
Ponapé), entre las islas y en lo más hondo. Los Profundos: ¿dónde tuvieron Obad. y Cyrus el
primer contacto? ¿En Ponapé o en una de las islas menores? ¿Y cómo? ¿En tierra, o bajo las
aguas?»
Pero en el tesoro que acababa de encontrar, no había sólo notas de mi tío. Había también otros
documentos con revelaciones aún más turbadoras, como por ejemplo, una carta del Rev. Jabez Lovell
Phillips dirigida, hacía más de un siglo, a una persona que no nombraba. Decía así:
«Cierto día de agosto de 1797, el Cap. Obadiah Marsh, acompañado de su Primer Piloto
Cyrus Alcott Phillips, comunicó que su barco, el Cory, había naufragado con toda su
tripulación en las Marquesas. El Capitán y el Primer Piloto arribaron al puerto de Innsmouth
en un bote de remos sin muestra alguna de sufrimiento ni fatiga, no obstante haber recorrido
una distancia de varios miles de kilómetros en una embarcación prácticamente incapaz de
realizar esa proeza. A partir de entonces, comenzó en Innsmouth una serie de sucesos que
convirtieron al pueblo en un lugar maldito, en el curso de una generación. Surgió una raza
extraña entre los Marsh y los Phillips, y cayó una maldición sobre sus descendencias. No se
sabe de dónde salieron las mujeres que el Capitán y el Primer Piloto tomaron por esposas,
pero dieron a luz una camada de seres endemoniados y prolíficos que nadie pudo contener, y
contra la cual no me han valido mis plegarias al Señor.
»¿Qué son esas bestias que salen de las aguas a retozar, en las altas horas de la noche?
Algunos decían que eran sirenas, pero creer eso es necedad. ¿Qué habían de ser, sino las
hordas malditas, engendradas por Marsh y por Phillips ?»...
No continué leyendo. Este lenguaje me llenaba de inquietud.
Volví a tomar el diario de mi tío, y busqué la última anotación:
«R. está donde yo me figuraba. La próxima vez veré al propio C., aletargado en las
profundidades, en espera del día de su resurgimiento.»
Pero no hubo próxima vez para tío Sylvan, sino la muerte. Antes de esta última anotación había muchas
más. Evidentemente, mi tío se había ocupado de cuestiones que estaban fuera de mis alcances. Hablaba de
Cthulhu y R’lyeh, de Hastur y Lloigor, de Shub-Niggurath y Yog-Sothoth, de la Meseta de Leng, de los
Fragmentos de Sussex, del Necronomicón, de la Galería de Marsh, del Abominable Hombre de las
Nieves... Pero de lo que hablaba con más frecuencia, era de R’lyeh, del Gran Cthulhu —el «R.» y el «C.»
de sus papeles— y de la búsqueda que él había llevado a cabo, la cual, como bien se deducía de sus
escritos, tenía por objeto descubrir los refugios de esos seres o los seres que se refugiaban en esos
refugios, que yo apenas si lograba distinguir los unos de los otros, según la forma con que él anotaba sus
ideas. Desde luego, sus notas estaban redactadas para su uso personal, de forma que sólo él las entendería.
Yo no tenía ningún marco de referencia al que poder recurrir.
Entre los documentos encontré también un mapa trazado con tosquedad por alguna mano más antigua
que la de mi tío Sylvan, a juzgar por lo viejo y arrugado del papel. Este mapa me fascinaba, a pesar de no
tener idea exacta de su importancia ni utilidad. Era una representación desmañada del mundo, pero no del
mundo que conocía yo, no del mundo de los atlas geográficos, sino más bien de un mundo que sólo había
existido en la imaginación de quien lo había trazado. En el corazón de Asia, por ejemplo, el artista había
situado la «Mes. Leng»», y al norte de ésta, en el lugar que correspondía a Mongolia estaba «Kadath, en el
Desierto de Hielo», zona que era definida como un «continuo tempo-espacial coextensivo». En el mar de
Polinesia estaba indicada la «Galería Marsh», que sería (supuse yo) una grieta en el fondo del océano.
También estaba señalado el Arrecife del Diablo, a cierta distancia de Innsmouth, así como Ponapé. Estos
últimos puntos eran perfectamente reconocibles, pero los demás nombres geográficos de aquel mapa
fabuloso eran absolutamente desconocidos para mí.
Escondí mi botín en un lugar donde a Ada Marsh no se le ocurriría buscarlo, y regresé, pese a lo tarde
que era ya, a la habitación central. Allí, como movido por un instinto, busqué sin vacilar en el estante tras el
cual había descubierto los papeles. En él estaban algunos de los libros que mencionaba tío Sylvan en sus
notas: los Fragmentos de Sussex, los Manuscritos Pnakóticos, los Cultes des Goules del conde
d’Erlette, el Libro de Eibon, los Unaussprechlichen Kulten de von Junzt, y muchos otros. Pero,
¡lástima!, la mayoría estaban en latín o en griego, lenguas que apenas dominaba yo, aun cuando, mal que
peor, pudiera defenderme en francés o alemán. No obstante, descifré lo bastante de ésos como para sentir
miedo de verdad, para sentir terror y, a la vez, una excitación no exenta de cierta euforia, como si mi tío
Sylvan me hubiese legado, no sólo la casa y sus propiedades, sino también sus investigaciones, y una
ciencia que ya era vieja millones de años antes de aparecer el hombre.
Aquella noche estuve leyendo hasta que el sol del nuevo día entró en la estancia haciendo palidecer las
luces de las lámparas. Y así fue cómo supe de los Primigenios, que fueron los primeros en dominar los
universos y de los Dioses Arquetípicos, que derrotaron a los rebeldes Primordiales. Entre estos
Primordiales se contaban: el Gran Cthulhu, morador de las aguas; Hastur, que dormía en el Lago de Hali,
en las Híadas; Yog-Sothoth, que es Todo-en-lo-Uno y Uno-en-el-Todo; Ithaqua, El Que Camina Sobre El
Viento; Lloigor, El Que Pisa Las Estrellas; Cthugha, que habita en el fuego; el Gran Azathoth..., y todos
habían sido vencidos y expulsados a los espacios exteriores, donde esperarían el día remoto en que, con
ayuda de sus seguidores, podrían alzarse para vencer a las razas humanas y someter a Los Dioses
Arquetípicos. Y me enteré también del nombre de sus esbirros: Los Profundos, que poblaban los mares y
las regiones acuáticas de la Tierra; los Dhols; el Abominable Hombre de las Nieves, habitante del Tíbet y la
oculta Meseta de Leng; los Shantaks, que huyeron de Kadath, en el Desierto de Hielo, por mandato de El
Que Camina Sobre El Viento, llamado Wendigo, pariente de Ithaqua. Y me enteré, también, de su
rivalidad, una y múltiple a la vez. Todo eso leí, y más, bastante más, entre otras cosas, una colección de
recortes de periódicos sobre sucesos misteriosos que tío Sylvan aducía como pruebas de la verdad de sus
creencias. Por otra parte, en las páginas de los libros me tropecé, también, con la curiosa sentencia que
adornaba las decoraciones de la casa de mi tío: Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn.
En más de uno de aquellos relatos, estaba traducida así: «En su morada de R’lyeh, Cthulhu muerto, sueña.»
Y las exploraciones de mi tío no tenían otro objeto, sin duda, que el de encontrar ¡el refugio subacuático
de Cthulhu!
A la fría luz de la madrugada me esforcé por criticar mis propias conclusiones. ¿Acaso creía mi tío
Sylvan en semejante maraña de fábulas? ¿O tal vez sus pesquisas no eran más que un modo de combatir su
aburrimiento de hombre solitario? La biblioteca de mi tío era inmensa, abarcaba toda la literatura universal.
Sin embargo, una sección de estanterías estaba dedicada exclusivamente a libros de temas esotéricos, a
libros sobre creencias extrañas y hechos más extraños aún, inexplicables a la luz de la ciencia, a libros
sobre religiones herméticas, casi desconocidas. Tenía, además, una abundante cantidad de álbumes con
artículos recortados de periódicos y revistas, cuya lectura me produjo, a la vez, una sensación de miedo y
una chispa de irresistible regocijo. En efecto, estos hechos, relatados de manera prosaica, constituían una
prueba singularmente convincente a favor de los mitos en que creía mi tío.
De todos modos, aquella mitología no constituía ninguna novedad. Todas las creencias religiosas, todos
los mitos, cualquiera que sea la cultura a que pertenecen, poseen una cierta analogía en sus fundamentos.
Siempre giran en torno a la lucha entre las fuerzas del Bien y las fuerzas del Mal. Este tema también
formaba parte de las teorías de mi tío. Los Primigenios y los Dioses Arquetípicos —que, según lo que pude
colegir, venían a ser lo mismo— representaban el Bien original. Los Primordiales representaban el Mal.
Como sucede en muchas religiones, apenas se nombraba a los dioses benefactores, en este caso, a los
Dioses Arquetípicos. En cambio, se citaba continuamente a los Primordiales, que aún eran adorados y
servidos por multitud de seguidores esparcidos por toda la Tierra y los espacios interplanetarios. Los
Primordiales no sólo combatían a los Dioses Arquetípicos, sino que luchaban también entre sí, en un
empeño supremo por la dominación final. Eran, en suma, representaciones de las fuerzas elementales, y
cada uno correspondía a un elemento: Cthulhu, al agua; Cthugha, al fuego; Ithaqua, al aire; Hastur, a los
espacios siderales. Otros, representaban las grandes fuerzas primitivas: Shub-Niggurath, Mensajera de los
Dioses, la fertilidad; Yog-Sothoth, el continuo tempo-espacial; Azathoth, en cierto modo, el principio del
mal.
¿No resultaba, en definitiva, una mitología muy semejante a las demás? Los Dioses Arquetípicos
pudieron convertirse, andando el tiempo, en la Trinidad de las religiones judeocristianas; los Primordiales,
para la mayoría de los creyentes, se transformaron después en Satán y Belcebú, Mefistófeles y Azrael. Lo
único que me inquietaba, era que existiesen a un tiempo los originales y sus copias. Pero tampoco esto tenía
demasiada importancia, porque ya se sabe que en la historia de la humanidad se superponen continuamente
distintos eslabones evolutivos de una misma creencia.
Más aún: había ciertos datos que permitían suponer que los mitos de Cthulhu eran muy anteriores no
sólo al cristianismo, sino incluso a las creencias de la antigua China y de los albores de la Humanidad,
habiendo logrado sobrevivir en determinadas regiones de la Tierra: entre los Tcho-Tcho del Tíbet y los yeti
de las altas mesetas de Asia, así como entre ciertos seres extraños que habitaban en el mar, conocidos
como los Profundos, híbridos anfibios, nacidos de antiguos apareamientos entre humanoides y batracios, o
producto quizá de ciertas mutaciones manifestadas en el curso de la evolución humana. Tales mitos habían
sobrevivido igualmente, de manera reconocible, en determinados símbolos religiosos muy posteriores: en
Quetzalcoatl y otros dioses aztecas, mayas e incas; en los ídolos de la Isla de Pascua, en las máscaras
ceremoniales de los polinesios y los indios norteamericanos de la costa nordoccidental, donde aún
persistían, como motivos ornamentales, formas tentaculares y octópodas, análogas a la que simbolizaba a
Cthulhu. En resumen, podía decirse con seguridad que los mitos de Cthulhu eran antiquísimos.
Aun adscribiéndolos al reino de la pura teoría, me sentí abrumado por la tremenda cantidad de artículos
que había recogido mi tío. Las prosaicas reseñas periodísticas contribuyeron no poco a hacerme dudar de
mi escepticismo, por su tono aséptico y puramente informativo. Tales artículos, además, no procedían de la
prensa sensacionalista, sino de revistas serias como el National Geographic. Total, que me quedé hecho
un mar de confusiones.
¿Qué pudo haberle pasado a Johansen, con su barco Emma, sino lo que él mismo declaró? ¿Acaso
existía otra explicación?
¿Y por qué el gobierno norteamericano envió destructores y submarinos para machacar con cargas de
profundidad los alrededores del Arrecife del Diablo, frente al puerto de Innsmouth? ¿Y por qué la policía
detuvo a tantos vecinos de Innsmouth, a quienes no se volvió a ver nunca más? ¿Y el incendio que se
declaró por toda la comarca costera, acabando con muchos otros? ¿Cómo explicar todo esto, si no era
cierto que se habían descubierto extraños ritos entre gentes de Innsmouth que mantenían relaciones
diabólicas con ciertos seres que habitaban en el mar, a los cuales se les veía en el Arrecife del Diablo,
durante la noche?
¿Y que le sucedió a Wilmarth en la montañosa comarca de Vermont cuando, en el curso de sus
investigaciones acerca de los cultos a los Arcaicos, se acercó demasiado a la verdad? ¿Y qué fue de todos
los escritores que habían tomado el asunto como pura ficción —Lovecraft, Howard, Barlow—, o lo habían
enfocado de forma científica —como Fort—, cuando se hallaban a punto de desvelar el misterio?
Murieron. Murieron, o desaparecieron como Wilmarth. Y casi todos de muerte prematura, cuando todavía
eran jóvenes. Mi tío tenía sus obras, aunque de todos ellos, sólo Lovecraft y Fort las habían publicado en
forma de libro. Los leí, y lo que decían me inquietó aún más, porque me pareció que las fantasías de H. P.
Lovecraft se hallaban tan cerca de la verdad como los hechos —tan inexplicables para la ciencia—
recogidos por Charles Fort. Aunque los relatos de Lovecraft fueran fantasías, se ceñían a los hechos —aun
rechazando los recopilados por Fort— que subyacen bajo las creencias del género humano. En sí mismos,
estos relatos eran cuasi míticos, como el destino final de su autor, cuya muerte prematura llegó a suscitar
infinidad de leyendas que dificultaban aún más la tarea de esclarecer la verdad desnuda. Pero había llegado
el momento, para mí, de ahondar en los secretos contenidos en los libros de mi tío, y de bucear en sus
anotaciones y colecciones de artículos. Una cosa estaba clara: mi tío había creído en ello hasta el punto de
emprender la búsqueda del reino sumergido —o de la ciudad sumergida— de R’lyeh. Yo no sabía si era
reino ni ciudad, o si rodeaba la tierra desde la costa atlántica de Massachusetts hasta las Islas del Pacífico;
pero sí sabía que era allí, donde había sido desterrado Cthulhu, muerto, y sin embargo, no muerto:
«¡Cthulhu muerto, sueña!», decía más de un relato..., en espera que llegue el momento de rebelarse
nuevamente contra el poderío de los Dioses Arquetípicos e imponer su dominio en el universo entero. Pues,
¿acaso no es cierto que, si triunfa el mal, se convierte en ley de vida, y entonces es justo combatir el bien?
¿Acaso no es la mayoría la que impone la norma, y que en ella no cabe lo anormal o, como dice la
Humanidad, el mal, lo abominable?
Mi tío había buscado R’lyeh, y había descrito sus investigaciones de manera sobrecogedora. Había
descendido a las profundidades del Atlántico, desde esta casa suya que se asoma a la costa, hasta el
Arrecife del Diablo y aún más allá. Pero no decía qué medios había empleado. ¿Había utilizado un equipo
de buzo? ¿Acaso una batisfera? Por la casa no descubrí el menor rastro de aparatos de sumersión. Sus
largas ausencias, por otra parte, se debían a estas exploraciones. Y con todo, no citaba en absoluto sus
aparatos, ni éstos habían aparecido entre sus bienes.
Si R’lyeh era el objeto de los afanes de mi tío, ¿qué pretendía Ada Marsh? Tenía que averiguarlo. Para
ello, dejé al día siguiente algunas notas de mi tío sobre la mesa de la biblioteca. Me las arreglé para poder
vigilarla en el momento en que las descubriera. Su reacción no dejó lugar a dudas: lo que ella buscaba era
lo que yo había encontrado. Ada Marsh conocía la existencia de esos papeles. Pero, ¿cómo?
Entré. Antes que pudiera abrir la boca, me abordó.
—¡Los ha descubierto! —exclamó.
—¿Cómo sabía usted que existían?
—Porque conocía sus trabajos.
—¿Su búsqueda?
Afirmó con la cabeza.
—No es posible que crea usted en esas cosas —protesté yo.
—¡Cuidado que es usted estúpido! —exclamó coléricamente—. ¿No le dijeron nada sus padres? ¿Ni
su abuelo? ¿Cómo ha podido vivir en la ignorancia?
Se acercó a mí y me arrojó los papeles.
—¡Déjeme ver los demás!
Hice un signo negativo.
—¡Por favor! A usted no le son de utilidad —insistió.
—Eso ya lo veremos.
—Dígame entonces si él había..., si había iniciado sus exploraciones.
—Sí. Pero no sé cómo. No hay ni rastro de escafandra ni de bote.
Al oír estas palabras me lanzó un mirada desafiadora, y a la vez, de desprecio y de lástima.
—¡Ni siquiera ha leído usted todos sus papeles! ¡No ha leído los libros tampoco!... ¡Nada! ¿Sabe lo
que tiene a sus pies?
—¿La alfombra? —pregunté perplejo.
—No, no..., el dibujo. Está en todas partes. ¿No sabe usted por qué? ¡Porque es el gran sello de
R’lyeh! Lo descubrió hace años, y tuvo el orgullo de ponerlo en su propia casa, como blasón! ¡Está usted
encima de lo que busca! Busque usted un poco más, y encontrará su anillo.
III
Después de marcharse Ada Marsh, volví a los escritos de mi tío. No los dejé hasta mucho después de
medianoche, cuando los hube leído casi todos, algunos de ellos con especial atención. Me resultaba difícil
creer aquello, a pesar que mi tío no sólo lo había escrito íntimamente convencido de su veracidad, sino que
además parecía haber tomado parte en algunos de los hechos que describía. Desde temprana edad se
había dedicado a la busca del reino sumergido, y había profesado una abierta devoción a Cthulhu; lo más
escalofriante era que en sus anotaciones figuraban veladas alusiones a ciertos encuentros, que unas veces
tuvieron lugar en las profundidades del océano, y otras, en las calles de Arkham, ciudad envuelta en
misteriosas leyendas, cuyos tejados y buhardillas se alzan tierra adentro, a orillas del río Miskatonic, ya
cerca de Innsmouth y Dunwich. Al parecer, los ciudadanos de Arkham, que según algunos no eran
enteramente humanos, creían lo mismo que mi tío y, como él, se habían vinculado a ese mito que resucitaba
de un pasado remoto.
Y no obstante, pese a mi escepticismo, yo sentía también una sombra de credulidad irreprimible. Mi
razón vacilaba entre las extrañas insinuaciones de sus notas, ante aquellos apuntes llenos de abreviaturas y
elipsis, que sólo él podía entender con claridad, y que no detallaba por tratarse de temas para él de sobra
conocidos. Así, aludía a las bodas profanas de Obadiah Marsh y «otros tres» (¿quizá algún Phillips entre
ellos?), al descubrimiento de unas fotografías de algunas mujeres de la familia Marsh: la viuda de Obadiah
—de rostro singularmente aplastado, piel excesivamente morena, boca enorme y labios finos—, y sus hijas,
que casi todas habían salido a la madre... También me llenaban de inquietud las extrañas alusiones a la
forma en que caminaban, como a saltos, «los descendientes de aquellos que se salvaron del naufragio del
Cory», como decía textualmente tío Sylvan. No había posibilidad de equivocarse respecto al significado de
sus notas: Obadiah Marsh se había casado en Ponapé con una mujer que no era polinesia, aunque vivía allí,
y que pertenecía a una raza marina semihumana; sus hijos, y los hijos de sus hijos, nacieron con el estigma
de ese matrimonio, lo que más tarde tuvo como consecuencia la hecatombe de 1928, en la que perdieron
la vida tantísimos miembros de las viejas familias de Innsmouth. Aunque mi tío refería de pasada estos
detalles, detrás de sus palabras palpitaba el horror y aún resonaba el eco del desastre.
En efecto, las personas que mencionaba en sus escritos estaban siempre aliadas a los Profundos, y eran,
como éstos, criaturas anfibias. No decía si esa mancha hereditaria se había extendido mucho o poco, ni
especificaba qué tipo de relación había entre él y esas criaturas. Ni el capitán Obadiah Marsh, ni Cyrus
Phillips, ni tampoco los otros dos tripulantes que se habían quedado en Ponapé, poseían los rasgos típicos
de sus mujeres y sus hijos. Pero era imposible averiguar si el estigma se mantenía después de la primera
generación. ¿Se refirió a eso Ada Marsh, cuando me dijo: «¡Usted es de los nuestros!»? ¿O aludía a un
secreto más sombrío todavía? Probablemente, la aversión que sentía mi abuelo al mar era debida a que
conocía las hazañas de su padre. Al menos él, había conseguido eludir su tenebroso destino hereditario.
Pero los escritos de mi tío eran, por una parte, demasiado vagos para poder sacar una idea coherente
de todo el asunto, y por otra, demasiado ingenuos para convencer plenamente. Lo que más me inquietó
desde el primer momento, fueron sus repetidas alusiones a que su casa era un «abrigo»», un «punto» de
contacto, un «acceso a lo que está debajo». En sus primeras anotaciones encontró también frecuentes
consideraciones sobre la «respiración» de la casa y de la punta rocosa sobre la cual se elevaba, pero más
adelante no volvió a hacer ninguna otra referencia a estas cuestiones. Sus notas eran oscuras y difíciles,
tremendas y maravillosas. Me llenaban de terror y, a la vez, de una colérica incredulidad mezclada,
contradictoriamente, a un vivo deseo de creer y de saber.
Indagué por todas partes, pero sin resultado. La gente de Innsmouth era recelosa. Algunas personas me
esquivaban declaradamente. Otras, cambiaban de acera al verme venir; en el barrio italiano, se santiguaban
de manera descarada, como si vieran al diablo. Nadie quiso darme información alguna. Tampoco pude
hacer uso de libros y crónicas locales en la biblioteca pública porque, según me dijo el bibliotecario, habían
sido confiscados en su mayoría por el Gobierno a raíz del incendio y las explosiones de 1928. Busqué en
otras partes. En Arkham y Dunwich conocí secretos aún más sombríos; en la gran biblioteca de la
Universidad del Miskatonic descubrí, por fin, la fuente y origen de todos los libros de saber oculto: el casi
mítico Necronomicón, del árabe loco Abdul Alhazred, libro que sólo me fue permitido manejar bajo la
estrecha vigilancia de un auxiliar bibliotecario.
Unas dos semanas después de haber descubierto los papeles de mi tío encontré la sortija. La encontré
donde menos habría imaginado, y, sin embargo, era un sitio bien lógico: en un paquete de objetos
personales remitido por la empresa de pompas fúnebres, que estaba guardado en un cajón del escritorio. El
anillo era de plata maciza, y tenía montada una piedra de color lechoso que parecía una perla —aunque no
lo era—, y en su superficie llevaba grabado el sello de R’lyeh.
La examiné atentamente. A primera vista no tenía nada de extraordinario, salvo su tamaño. Sin
embargo, el hecho de llevarla puesta traía consigo efectos inimaginables: apenas me la hube colocado en un
dedo, cuando sentí como si ante mí se abrieran dimensiones nuevas, o como si los horizontes habituales
retrocediesen ilimitadamente. Todos mis sentidos se aguzaron. Lo primero que noté a este respecto, fue el
susurro de la casa y el peñasco, acompasado ahora al blando movimiento del mar. Era como si la casa y la
roca se elevaran y descendieran con las olas. Incluso me parecía oír el rítmico vaivén del agua bajo el
mismo edificio.
Al mismo tiempo, y tal vez esto tenía mayor importancia, cobré conciencia de un luminoso despertar
psíquico. Gracias a la sortija, percibí la opresiva existencia de unas fuerzas invisibles incalculablemente
poderosas, que tenían la casa de mi tío como punto focal. En una palabra, notaba como si yo atrajese las
inmensas fuerzas elementales que me rodeaban, como si se precipitasen sobre mí hasta convertirse en una
isla azotada por una mar embravecida, batida por un torbellino de huracanes. Me sentí desgarrado,
próximo a la desintegración, hasta que, por último, y casi con alivio, oí el sonido de un voz horrible, animal,
que se elevaba en un ulular espantoso. No provenía de la mar ni del cielo, sino de las profundidades de la
tierra: ¡de debajo de la casa!
Me arranqué la sortija del dedo y, en el acto, todo se calmó. La casa y el peñasco volvieron a su
quietud y soledad. Los vientos y las aguas que habían estremecido el mundo se apaciguaron, y se extinguió
todo rumor. La voz se acalló, restableciéndose el silencio. Mi vivencia extrasensorial había terminado, y
nuevamente pareció como si las cosas recobraran su primitiva actitud de espera. La sortija de mi tío era,
pues, un talismán, clave de su sabiduría y acceso a otras regiones del ser.
Gracias a la sortija descubrí el camino que había seguido mi tío para llegar al mar. Yo llevaba mucho
tiempo buscando un sendero que bajase hasta la playa, pero no descubrí ninguno que mostrara señales de
uso constante. Sin embargo, había algunos caminos que descendían por el declive acantilado; en
determinados puntos, habían excavado unos peldaños, de forma que se pudiera llegar hasta el borde del
agua desde la casa misma, situada en lo alto del promontorio. Pero no había sitio para varar una
embarcación, y el agua allí era profunda. En aquel paraje me bañé varias veces, con una sensación de goce
casi irracional, tan grande era el placer que me daba el nadar. Pero había muchas rocas, y la playa quedaba
demasiado lejos del promontorio para cubrir la distancia a nado, a menos que se tratara de un buen
nadador como —para asombro mío— comprobé que era yo.
Tenía intención de preguntar a Ada Marsh acerca de la sortija. Fue por ella por quien supe de su
existencia; pero desde el día en que me negué a cederle los papeles de mi tío, no había vuelto a aparecer
por la casa. Lo cierto es que a veces la había sorprendido merodeando por los alrededores, o había
descubierto su coche estacionado junto a una carretera que pasaba relativamente cerca de mi finca, tierra
adentro. Un día fui a Innsmouth a buscarla, pero no estaba en su casa. Al preguntar por ella, la mayoría de
la gente me manifestó abierta hostilidad y recelo; en cambio, hubo quienes me dirigían curiosas miradas,
tímidas, aunque llenas de un significado que yo no supe interpretar. Cuando me miraban así,
sistemáticamente se trataba de unos tipos mal vestidos y andar bamboleante que vivían en el barrio
marinero.
De modo que no fue Ada Marsh quien me ayudó a encontrar el camino que llevaba a mi tío hasta el
mar. Un día me puse la sortija y, atraído por el agua, decidí bajar hasta la orilla, cuando me di cuenta al
cruzar la gran habitación central que me era virtualmente imposible salir de ella; era como si todo el salón
tirase del anillo. Dejé de debatirme al notar que empezaba a manifestarse una gran fuerza psíquica, y me
quedé inmóvil, en espera que ésta me guiara. Así, pues, cuando me sentí impulsado hacia cierta figura
labrada en madera, singularmente repulsiva, que representaba un híbrido espantoso de batracio y se hallaba
fija en un pedestal adosado a una de las paredes del salón, cedí al influjo, me acerqué, la agarré, empujé y
tiré de ella, y finalmente traté de hacerla girar a derecha e izquierda. Al moverla hacia la izquierda, cedió.
Inmediatamente se oyó un crujido de cadenas, un rechinar de mecanismos, y toda la sección del suelo
que estaba cubierta por la alfombra con el sello de R’lyeh, se levantó como una trampa enorme. Me
acerqué asombrado. El pulso me latía aceleradamente por la excitación. Me asomé al pozo y vi una gran
profundidad, oscura y bostezante, por la que descendían en espiral unos peldaños labrados en la sólida
roca sobre la cual se asentaba la casa. ¿Conducían hasta el agua? Tomé al azar un tomo de las obras de
Dumas, y lo dejé caer. Escuché atento unos momentos, hasta que se oyó un chapuzón distante.
Entonces, con mucha prudencia, bajé por la interminable escalera, sintiendo cada vez más fuerte el olor
a mar. ¡No era extraño que se sintiera el mar dentro de casa! Continué mi descenso. El ambiente se hizo
frío y húmedo, hasta que finalmente noté que las paredes y los escalones estaban mojados, y oí el incesante
movimiento del agua, el chapoteo del mar que entraba en la roca por alguna grieta. Por último, llegué al final
de la escalera y vi que me encontraba en el borde mismo del agua, en una caverna tan grande que en ella
cabría la misma casa. Efectivamente, éste, y no otro, era el camino que mi tío había empleado hasta el mar.
Pero entonces me quedé más desconcertado que nunca: aquí tampoco había rastro alguno de bote ni
equipo de buceo, sino huellas de pies únicamente... A la luz de las cerillas, aún descubrí algo más: unas
señales largas, unos rastros espumajosos, como si algún ser monstruoso hubiese descansado sobre el piso
de la caverna. Me hicieron pensar con la carne de gallina, en las estatuillas y bajorrelieves de Polinesia, del
gran salón central, coleccionados por tío Sylvan y otras personas de mi familia.
No sé el tiempo que permanecí en ese lugar. Allí, al borde del agua, con el sello de R’lyeh en mi dedo,
percibí en la profundidad de las aguas un rebullir de vida que provenía no de la misma caverna, sino del
exterior, o sea de la mar abierta, lo que me hizo pensar en la existencia de alguna comunicación. Esta
comunicación estaría bajo la superficie ya que, como pude comprobar a la luz de las cerillas, las paredes de
la caverna eran de sólida roca sin grietas ni hendiduras. Por consiguiente, tenía que haber una comunicación
con el mar y yo debía encontrarla sin demora.
Subí de nuevo las escaleras, cerré la abertura, tomé el coche y salí rápidamente para Boston. Volví ya
de noche con una escafandra y una botella de oxígeno, dispuesto a sumergirme al día siguiente. No me
quité ya la sortija, y aquella noche soñé con remotas edades de sabiduría, con ciudades que se alzaban en
fabulosos rincones de la Tierra: la desconocida Antártida, las regiones montañosas del Tíbet, las
insondables profundidades del mar... Soñé que me movía entre moradas de fantástica belleza, junto con
otros individuos de mi especie. Teníamos por aliados a unos seres de pesadilla, criaturas cuyo aspecto me
habría helado la sangre a la luz del día. En ese mundo nocturno estábamos todos reunidos por una sola
razón: servir a los Grandes, de quienes formábamos el séquito. Pasé la noche entera soñando otros
mundos, otras manifestaciones de vida, y experimentando sensaciones nuevas e increíbles, ante unos seres
provistos de tentáculos que exigían de nosotros obediencia y sumisión religiosa. A la mañana siguiente me
desperté agotado y, no obstante, lleno de alborozo, como si hubiera vivido aquellos sueños en la realidad, y
me sintiera aún en posesión de un vigor inimaginable, dispuesto a soportar con alegría las duras pruebas
que había de pasar.
Pero me encontraba en el umbral de un descubrimiento aún mayor.
Al atardecer del día siguiente me puse la escafandra y las aletas, me coloqué las botellas de oxígeno, y
descendí a la caverna. Aun ahora me resulta difícil hablar de lo que me sucedió a continuación sin llenarme
de asombro. Me sumergí con mucha precaución en aquellas aguas, busqué el fondo hasta encontrarlo, me
orienté hacia el exterior y me adentré por una grieta cuya altura era más del doble que la de una persona.
De pronto, llegué a su desembocadura y de allí, sin más, me lancé al vacío y comencé a descender hacia el
fondo del océano a través de un mundo gris verdoso de rocas y arena, de vegetación acuática que ondeaba
y se retorcía bajo la luz difusa de las profundidades.
Empecé a sentir la presión del agua, y me pregunté si no sería excesivo el peso de las botellas y la
escafandra a la hora de subir. Tal vez me viese obligado a buscar una rampa costera que me ayudara a
llegar hasta la orilla, y entonces apenas tendría tiempo para realizar mi inspección. A pesar de todo,
continué adelante, alejándome de la costa de Innsmouth en dirección al sur.
De repente me di cuenta de algo horrible y es que, aun en contra de mi voluntad, avanzaba como
atraído por un influjo. Las botellas no tardarían en agotarse y si me alejaba demasiado de la costa, no
podría llenarlas antes de regresar. Sin embargo, me era imposible cambiar el rumbo que llevaba mar
adentro. Era como si una fuerza me obligara a seguir avanzando, a alejarme invariablemente de la costa, a
bajar la suave pendiente que arrancaba del pie de la punta rocosa de la casa en dirección sudeste. Continué
en esta dirección sin detenerme, a pesar de sentirme cada vez más sobrecogido por el pánico... Era preciso
dar media vuelta, tenía que emprender el camino de regreso. Para nadar hasta la boca de la gruta sería
necesario un esfuerzo casi sobrehumano. Y ahora que el aire estaba a punto de terminarse, sería casi
imposible llegar al pie de la escalera secreta, si no volvía inmediatamente.
Había algo, empero, que no me permitía volver. Seguí avanzando como dominado por una voluntad
superior que anulaba la mía propia. No tenía alternativa, había de seguir; cada vez me iba sintiendo más
alarmado, y más violentamente me debatía entre lo que deseaba y lo que me sentía obligado a hacer. El
oxígeno disminuía por segundos. Varias veces me elevé nadando vigorosamente. Pero a pesar que no
sentía la fatiga de nadar —en efecto, lo hacia casi con milagrosa facilidad—, siempre regresaba al fondo
del océano y tomaba nuevamente el mismo rumbo.
En una ocasión me detuve a mirar alrededor. Traté en vano de escudriñar aquellas profundidades. Me
dio la impresión que me seguía un enorme pez verdoso y pálido que me hizo pensar en una sirena porque
me pareció verle como una cabellera flotante. Pero poco después se perdió entre las rocas y las tupidas
algas de aquel paraje. No me entretuve demasiado. En seguida me sentí forzado a continuar, hasta que por
último me di cuenta que el oxígeno tocaba a su fin. Mi respiración se hizo más trabajosa, luché
desesperadamente por nadar hacia la superficie, pero lo único que conseguí fue perder el equilibrio y caer
por un tremenda grieta que se abría en el fondo del océano.
Unos segundos antes de perder el conocimiento, vi de nuevo la sombra del gran pez que me seguía. Se
lanzó velozmente sobre mí y noté que unas manos manipulaban mi escafandra y mis botellas... No era un
pez ni una sirena: ¡Era el cuerpo desnudo de Ada Marsh, con sus largos cabellos ondeantes, que nadaba
con la soltura y facilidad de un habitante del océano!
IV
Lo que siguió a esta visión casi de ensueño fue lo más increíble de todo. Casi inconsciente, sentí que
Ada Marsh me arrancaba la escafandra y las botellas, y las arrojaba a la grieta. Luego, poco a poco, fui
recuperando el conocimiento. Ada Marsh me arrastraba con sus dedos fuertes y robustos, nadando, no
hacia la superficie, sino hacia adelante. Y descubrí que yo podía nadar con la misma facilidad que ella, y
como ella, abría y cerraba la boca como si respirara a través del agua..., ¡y así era, en efecto! Sin
sospecharlo, poseía un don ancestral que ponía ahora a mi alcance todas las inmensas maravillas del mar...,
¡podía respirar sin necesidad de salir a la superficie! ¡Era anfibio!
Ada avanzaba delante de mí, y yo la seguía. Yo era veloz, pero ella lo era más. Ya no caminaba
pesadamente por el fondo del océano, sino que cruzaba el agua impulsado por unos brazos y unas piernas
que estaban hechos para nadar. Sentí el gozo triunfal e incontenible de moverme libremente en el agua,
hacia una meta que vislumbraba vagamente. Ada me señalaba el camino, yo la seguía de cerca, mientras
allá arriba, en el mundo de los hombres, el sol se hundía en el ocaso, moría el día, se apagaba el resplandor
del horizonte, y la luna, como una hoz, encendía la última luminaria de la tarde.
A esa hora subimos a la superficie, a lo largo de una pared rocosa que acaso pertenecía a la costa o a
una isla. Cuando salimos a flote, vi que estábamos lejos de tierra, junto a un arrecife que emergía del mar y
desde el cual se podían ver las luces intermitentes de un puerto lejano. Miré en torno, buscando con los
ojos a Ada Marsh. La vi a la luz de la luna y me senté en la roca, a su lado. Entre nosotros y la costa, se
balanceaban las sombras de unos botes. Entonces supe dónde estábamos: en el Arrecife del Diablo, frente
a Innsmouth, donde una vez, antes de la desastrosa noche de 1928, nuestros antecesores habían
confraternizado con sus hermanos de las profundidades.
—¿Cómo pudiste ignorarlo? —preguntó Ada—. Has estado a punto de morir asfixiado. Si no llego a
seguirte...
—Nunca tuve ocasión de enterarme.
—¿Cómo crees que salía tu tío a explorar, más que así?
Lo que buscaba tío Sylvan era lo mismo que buscaba ella. Ahora, lo buscaría yo también.
Encontraríamos primero el sello de R’lyeh, y después, al que duerme y sueña en las profundidades, al ser
cuya llamada había sentido en mí: el gran Cthulhu. Ada estaba segura que R’lyeh no se hallaba frente a
Innsmouth. Y para demostrarlo, me condujo de nuevo a las simas que se abren al pie del Arrecife del
Diablo. Allí me enseñó las grandes construcciones megalíticas —ahora en ruinas, como consecuencia de las
cargas de profundidad arrojadas en 1928— donde, muchos años antes, los primeros Marsh y Phillips
habían mantenido contacto con los Profundos. Y nadamos entre las ruinas de la que en tiempos fuera una
gran ciudad, y entre ellas vi al primero de los Profundos, y su visión me llenó de horror. Era una caricatura
grotesca de un ser humano en forma de rana; nadaba con unos movimientos exagerados, idénticos a los de
los batracios. Se nos quedó mirando descaradamente con sus ojos abultados, sin ningún miedo, pues
reconocía en nosotros a sus hermanos del exterior. Seguimos descendiendo entre monolitos, hasta llegar al
piso del océano. La destrucción había sido enorme allí. De ese mismo modo habían sido derruidas otras
ciudades submarinas, merced al empeño de un reducido número de hombres determinados a evitar el
regreso del gran Cthulhu.
Después, subimos y regresamos a la casa del promontorio, donde Ada había dejado sus ropas. Allí
hicimos un pacto que nos uniría mutuamente, y proyectamos un viaje a Ponapé para continuar nuestra
búsqueda.
A las dos semanas salimos con rumbo a Ponapé en un barco fletado, cuya tripulación ignoraba por
completo el objeto del viaje. Confiábamos en el éxito; teníamos la esperanza de encontrar lo que
buscábamos en alguna de las islas de Polinesia no registradas en las cartas de navegación. Y una vez
hallado, nos uniríamos para siempre con nuestros hermanos del mar, con los servidores que aguardan el día
de la resurrección, cuando Cthulhu, y Hastur, y Lloigor, y Yog-Sothoth, se levanten de nuevo para vencer
a los Dioses Arquetípicos en la titánica lucha que ha de venir.
En Ponapé establecimos nuestro cuartel general. Unas veces partíamos directamente desde allí para
investigar; otras, zarpábamos en nuestro barco haciendo caso omiso de la curiosidad de los tripulantes.
Registramos las aguas y en algunas ocasiones, tardamos varios días en volver. Mi metamorfosis no tardó
mucho tiempo en completarse. No me atrevo a decir cómo ni de qué nos alimentábamos en aquellas
expediciones submarinas. Una vez cayó al agua un gran avión de una línea comercial..., pero eso no
sucedió más que una sola vez. Baste decir que sobrevivíamos, que hice cosas que sólo un año antes me
habrían parecido propias de bestias, que únicamente nos impulsaba a seguir adelante la urgencia de nuestra
búsqueda, y que nada nos importaba, sino vivir y alcanzar la meta que nos habíamos propuesto.
¿Cómo describir lo que vimos, y pedir después que se me crea? Encontramos las grandes ciudades del
fondo oceánico. La más grande de todas, la más antigua, se hallaba frente a la costa de Ponapé. En ella
pululaban los Profundos. Y entre las torres y las grandes lajas, entre alminares y cúpulas, paseamos días y
días en aquella ciudad sumergida, casi perdida en medio de la vegetación submarina. Allí vimos cómo vivían
los Profundos, confraternizamos con extraños seres acuáticos cuyo aspecto general recordaba a los pulpos,
luchamos a menudo contra los tiburones, y sólo vivimos para servir a Aquel cuya llamada se oye en las
profundidades, aunque no se sepa dónde yace y sueña con el día en que haya de volver.
Nuestras continuas exploraciones de ciudad en ciudad, de edificio en edificio, siempre a la busca del
gran sello bajo el que yace Él, transcurrían en un ciclo interminable de días y noches. Seguíamos adelante,
animados por la esperanza y la acuciante urgencia de nuestro objetivo, que vislumbrábamos ante nosotros
más cercano cada vez. El tiempo transcurría monótono. Sin embargo, cada día era diferente del anterior, y
nadie podía predecir lo que nos depararía el siguiente. Cierto es que el barco que habíamos fletado no nos
resultaba tan cómodo como habíamos pensado, ya que nos veíamos obligados a alejarnos de él en bote y
buscar la costa de alguna isla que nos ocultara, para sumergirnos subrepticiamente hasta el fondo. Todo
esto nos disgustaba. A pesar de las precauciones, los componentes de la tripulación hacían más preguntas
cada vez, convencidos que andábamos detrás de algún tesoro escondido y dispuestos a exigirnos su parte,
de modo que se nos hacía difícil evitar sus preguntas y acallar sus crecientes sospechas.
Tres meses duraba ya nuestra busca, cuando hace dos días soltamos el ancla frente a una isla de roca
negra, deshabitada, bastante apartada de las demás. Carecía de vegetación y su aspecto era yermo y
desolado como si hubiera sido arrasada por un incendio. En efecto, parecía un solevantamiento geológico
de roca basáltica, que en algún tiempo debió de emerger a gran altura sobre las aguas, pero que sin duda
había sufrido intensos bombardeos durante la pasada guerra. Dejamos el barco, dimos la vuelta a la isla
negra y nos zambullimos. También allí había una ciudad sumergida, igualmente en ruinas por la acción del
enemigo.
Pero aun en ruinas, la ciudad no estaba deshabitada, y debido a su gran extensión, se veían bastantes
zonas no dañadas. Y allí, en uno de los enormes edificios monolíticos, en el más grande y más antiguo,
descubrimos lo que estábamos buscando. En el centro de una inmensa nave de techo más alto que el de
una catedral, había una gran losa en cuya superficie se veía tallada la figura que había servido de modelo a
los blasones de la residencia de mi tío: ¡el Sello de R’lyeh! Y recogidos ante él, oímos un ruido que brotaba
de abajo, como el movimiento de un cuerpo tremendo y amorfo, inquieto como el mar, agitado por los
sueños... Comprendimos que había llegado al final. Ahora podríamos dedicar una vida inmortal al servicio
de Aquel Que Volverá a Levantarse, del que mora en las profundidades, del que sueña en los abismos y
cuyos sueños significan el dominio de la Tierra y de todos los universos, pues Él necesitará de Ada Marsh y
de mí para aplacar su indigencia hasta que suene la hora de su resurrección.
Escribo a bordo de nuestro barco. Es tarde ya. Mañana bajaremos otra vez, y buscaremos la forma de
levantar el sello. ¿Fueron de verdad los Dioses Arquetípicos quienes precintaron la morada del Gran
Cthulhu para impedir su regreso? ¿Y nos atreveremos nosotros a hacer saltar el sello y comparecer ante la
presencia de El Que Duerme allí? No estaremos solos Ada y yo; pronto habrá otro más, nacido ya en su
elemento natural, para guardar y servir al Gran Cthulhu. Porque hemos oído su llamada y hemos
obedecido, no estamos solos. Otros hay que vienen desde todos los rincones del mundo, nacidos también
del apareamiento de los hombres con las mujeres del mar, y pronto las aguas serán nuestras por entero, y
después la Tierra toda, y más. Y gozaremos del poderío y la gloria para siempre.
Artículo aparecido el 7 de noviembre de 1947 en el Times de Singapur:
La tripulación del barco Rogers Clark ha sido puesta hoy en libertad, después de haber sido
detenida con motivo de la desaparición del señor Marius Phillips y de su esposa, que habían
fletado la citada embarcación para realizar ciertas investigaciones en las islas de Polinesia. El
señor y la señora Phillips fueron vistos por última vez en las proximidades de un islote situado,
más o menos, a 47° 53’ latitud sur, y 127° 37’ longitud oeste. Se habían alejado en bote, y
abordaron la isla por la orilla opuesta a la que estaba fondeado el barco. Al parecer, del islote
se lanzaron al agua, según varios miembros de la tripulación, quienes afirman haber
presenciado un asombroso movimiento de agua en aquella parte de la isla. El capitán, que
estaba en el puente junto con el primer piloto, declaró que ambos vieron cómo su patrón y su
esposa eran lanzados al aire por un géiser, y cómo se sumergieron después. No volvieron a
aparecer, aunque el barco estuvo aguardándoles varias horas. Al registrar la isla, hallaron las
ropas de ambos esposos en el bote. En el sucucho de proa encontraron un manuscrito
fantástico con pretensiones de veracidad, pero que, naturalmente, sólo contiene hechos
ficticios. El capitán Morton dio parte a la policía de Singapur. No se ha encontrado rastro
alguno del matrimonio Phillips...


F I N
 
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nubarus
view post Posted on 17/12/2008, 17:37




HERBERT WEST, REANIMADOR


I
DE LA OSCURIDAD


De Herbert West, amigo mío durante el tiempo de la universidad y
posteriormente, no puedo hablar sino con extremo terror. Terror que no se debe
totalmente a la forma siniestra en que desapareció recientemente, sino que tuvo
origen en la naturaleza entera del trabajo de su vida, y adquirió gravedad por
primera vez hará más de diecisiete años, cuando estábamos en tercer año de
nuestra carrera, en la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic de
Arkham. Mientras estuvo conmigo, lo prodigioso y diabólico de sus experimentos
me tuvieron completamente fascinado, y fui su más íntimo compañero. Ahora que
ha desaparecido y se ha roto el hechizo, mi miedo es aún mayor. Los recuerdos y
las posibilidades son siempre más terribles que la realidad.
El primer incidente horrible durante nuestra amistad supuso la mayor
impresión que yo había llevado hasta entonces, y me cuesta tenerlo que repetir.
Ocurrió, como digo, cuando estábamos en la Facultad de Medicina, donde West
se había hecho ya famoso con sus descabelladas teorías sobre la naturaleza de la
muerte y la posibilidad de vencerla artificialmente. Sus opiniones, muy
ridiculizadas por el profesorado y los compañeros, giraban en torno a la naturaleza
esencialmente mecanicista de la vida, y se referían al modo de poner en
funcionamiento la maquinaria orgánica del ser humano mediante una acción
química calculada, después de fallar los procesos naturales. Con el fin de
experimentar diversas soluciones reanimadoras, había matado y sometido a
tratamiento a numerosos conejos, cobayas, gatos, perros y monos, hasta
convertirse en la persona más odiada de la Facultad. Varias veces logró obtener
signos de vida en animales supuestamente muertos; en muchos casos, signos
violentos de vida; pero pronto se dio cuenta que la perfección, de ser
efectivamente posible, comportaría necesariamente toda una vida dedicada a la
investigación. Así mismo, vio claramente que, puesto que la misma solución no
actuaba del mismo modo en diferentes especies orgánicas, necesitaba disponer
de sujetos humanos si quería lograr nuevos y más especializados progresos. Y
aquí es donde chocó, con las autoridades universitarias, y le fue retirado el
permiso para efectuar experimentos, nada menos que por el propio decano de la
Facultad de Medicina, el sabio y bondadoso doctor Allan Halsey, cuya obra en pro
de los enfermos es recordada por todos los vecinos antiguos de Arkham.
Yo siempre me mostré excepcionalmente tolerante con los trabajos de
West, y a menudo hablábamos de sus teorías, cuyas derivaciones y corolarios
eran casi infinitos. Sosteniendo con Haeckel que toda vida es un proceso químico
y físico, y que la supuesta «alma» es un mito, mi amigo creía que la reanimación
artificial de los muertos podía depender sólo del estado de los tejidos; y que, a
menos que se hubiese iniciado una verdadera descomposición, todo cadáver
totalmente dotado de órganos era susceptible de recibir mediante el adecuado
tratamiento, esa condición peculiar que se conoce como vida. West comprendía
perfectamente que el más ligero deterioro de las células cerebrales ocasionadas
por un período letal, incluso fugaz, podía dañar la vida intelectual y psíquica.
Al principio, tenia esperanzas de encontrar un reactivo capaz de restituir la
vitalidad antes de la verdadera aparición de la muerte, y solo los repetidos
fracasos en animales le habían revelado que eran incompatibles los movimientos
vitales naturales y los artificiales. Entonces se procuró ejemplares
extremadamente frescos y les inyectó sus soluciones en la sangre,
inmediatamente después de la extinción de la vida. Tal circunstancia volvió
enormemente escépticos a los profesores, ya que entendieron que en ningún caso
se había producido una verdadera muerte. No se pararon a considerar la cuestión
detenida y razonablemente.
Poco después que el profesorado le prohibiese continuar sus trabajos, West
me confió su decisión de conseguir ejemplares frescos de una manera o de otra, y
reanudar en secreto los experimentos que no podía realizar abiertamente. Era
horrible oírle hablar sobre el medio y manera de conseguirlos; en la Facultad
nunca tuvimos que ocuparnos nosotros de conseguir ejemplares para las prácticas
de anatomía. Cada vez que mermaba el depósito, dos negros de la localidad se
encargaban de subsanar este déficit sin que se les preguntase jamás su
procedencia. West era por entonces un joven, delgado y con gafas, de facciones
delicadas, pelo amarillo, ojos azul pálido y voz suave; y era extraño oírle explicar
cómo la fosa común era relativamente más interesante que el cementerio
perteneciente a la Iglesia de Cristo dado que casi todos los cuerpos de la Iglesia
de Cristo estaban embalsamados; lo cual, evidentemente, hacía imposibles las
investigaciones de West.
Por entonces era yo su ferviente y cautivado auxiliar, y le ayudé en todas
sus decisiones; no sólo en las que se referían a la fuente de abastecimiento de
cadáveres, sino también en las concernientes al lugar adecuado para nuestro
repugnante trabajo. Fui yo quien pensó en la granja deshabitada de Chapman, al
otro lado de Meadow Hill; allí habilitamos una habitación de la planta baja como
sala de operaciones y otra como laboratorio, dotándolas de gruesas cortinas, a fin
de ocultar nuestras actividades nocturnas. El lugar estaba retirado de la carretera,
y no había casas a la vista; de todos modos, era necesario extremar las
precauciones, ya que el más leve rumor sobre extrañas luces que cualquier
caminante nocturno hiciese correr podía resultar catastrófico para nuestra
empresa. Si llegaban a descubrirnos, acordamos decir que se trataba de un
laboratorio químico.
Poco a poco equipamos nuestra siniestra guarida científica, con materiales
comprados en Boston o sacados a escondidas de la facultad —materiales
cuidadosamente camuflados, a fin de hacerlos irreconocibles, salvo para unos ojos
expertos—, y nos proveímos de palas y picos para los numerosos enterramientos
que tendríamos que efectuar en el sótano. En la facultad había un incinerador,
pero un aparato de ese género era demasiado costoso para un laboratorio
clandestino como el nuestro. Los cuerpos eran siempre un engorro... incluso los
minúsculos cadáveres de cobaya de los experimentos secretos que West
realizaba en su habitación de la pensión donde vivía.
Seguíamos las noticias necrológicas locales como vampiros, ya que
nuestros ejemplares requerían condiciones determinadas. Lo que queríamos eran
cadáveres enterrados poco después de morir y sin preservación artificial alguna;
preferiblemente, exentos de malformaciones morbosas y, desde luego, con todos
los órganos. Nuestras mayores esperanzas estaban en las víctimas de accidentes.
Durante varias semanas no tuvimos noticias de ningún caso apropiado, aunque
hablábamos con las autoridades del depósito y del hospital, fingiendo representar
los intereses de la facultad, si bien con no demasiada frecuencia en todos los
casos, de manera que quizás necesitáramos quedarnos en Arkham durante las
vacaciones, en que sólo se impartían las limitadas clases de los cursos de verano.
Al final nos sonrió la suerte; pues un día nos enteramos que enterrarían en la fosa
común un caso casi ideal: un joven y fornido obrero que se había ahogado el día
anterior en Summer's Pond; lo enterrarían sin dilaciones ni embalsamamientos,
por cuenta de la ciudad. Esa tarde localizamos la nueva sepultura, y decidimos
empezar a trabajar poco después de la medianoche.
Fue una labor repugnante la que acometimos en la oscuridad de las
primeras horas de la madrugada, aun cuando en aquella época no teníamos ese
horror especial a los cementerios que nuestras experiencias posteriores nos
despertó. Llevamos palas y lámparas de petróleo porque, si bien ya habían
linternas eléctricas entonces, no eran tan satisfactorias como esos aparatos de
tungsteno de hoy día. El trabajo de exhumación fue lento y sórdido —podía haber
sido horriblemente poético, si en vez de científicos hubiésemos sido artistas—; y
sentimos alivio cuando nuestras palas chocaron con madera. Una vez que la caja
de pino quedó enteramente al descubierto, West bajó y quitó la tapa, sacó el
contenido y lo dejó apoyado. Me incliné, lo agarré, y entre los dos lo sacamos de
la fosa; a continuación trabajamos denodadamente para dejar el lugar como antes.
La empresa nos puso algo nerviosos; sobre todo, el cuerpo tieso y la cara
inexpresiva de nuestro primer trofeo; pero nos las arreglamos para borrar todas las
huellas de nuestra visita. Cuando quedó aplanada la ultima paletada de tierra,
metimos el ejemplar en un saco de lienzo y emprendimos el regreso hacia la
granja del viejo Chapman, al otro lado de Meadow Hill.
En una improvisada mesa de disección instalada en la vieja granja, a la luz
de una potente lámpara de acetileno, el ejemplar no ofrecía un aspecto demasiado
espectral. Había sido un joven robusto y poco imaginativo, al parecer un tipo
saludable, y plebeyo —constitución ancha, ojos grises y cabello castaño—; un
animal sano, sin complejidades psicológicas, y probablemente con unos procesos
vitales de lo más simple y sanos. Ahora bien, con los ojos cerrados, parecía más
dormido que muerto; sin embargo, la prueba experta de mi amigo disipó en
seguida toda duda al respecto. Al fin teníamos lo que West siempre había
deseado: un muerto verdaderamente ideal, apto para la solución que habíamos
preparado con minuciosos cálculos y teorías; a fin de utilizar en el organismo
humano. Nuestra tensión era enorme. Sabíamos que las posibilidades de lograr un
éxito completo eran remotas, y no podíamos reprimir un miedo horrible a las
grotescas consecuencias de una posible animación parcial. Nos sentíamos
especialmente aprensivos en lo que se refiera a la mente y a los impulsos de la
criatura, ya que podía haber sufrido un deterioro en las delicadas células
cerebrales con posterioridad a la muerte. Por lo que a mí respecta, aún
conservaba una curiosa noción tradicional del «alma» humana, y sentía cierto
temor ante los secretos que podía revelar alguien que regresaba desde el reino de
los muertos. Me preguntaba qué visiones pudo presenciar este plácido joven, si
volvía plenamente a la vida. Pero mi expectación no era excesiva, ya que
compartía casi en su mayor parte el materialismo de mi amigo. Él se mostró más
tranquilo que yo al inyectar una buena dosis de su fluido en una vena del brazo del
cadáver, y vendar inmediatamente el pinchazo.
La espera fue espantosa, pero West no perdió el aplomo en ningún
momento. De cuando en cuando, aplicaba su estetoscopio al ejemplar, y
soportaba filosóficamente los resultados negativos. Al cabo de unos tres cuartos
de hora, viendo que no se producía el menor signo de vida, declaró decepcionado
que la solución era inapropiada; sin embargo decidió aprovechar al máximo esta
oportunidad, y probar una modificación de la fórmula, antes de deshacerse de su
macabra presa. Esa tarde habíamos cavado una sepultura en el sótano, y
tendríamos que llenarla al amanecer, pues aunque habíamos puesto cerradura a
la casa, no queríamos correr el más mínimo riesgo para que se produjera un
desagradable descubrimiento. Además, el cuerpo no estaría ni medianamente
fresco a la noche siguiente. De modo que trasladamos la solitaria lámpara de
acetileno al laboratorio contiguo —dejando a nuestro mudo huésped a oscuras
sobre la losa— y nos pusimos a trabajar en la preparación de una nueva solución,
tras comprobar West el peso y las mediciones casi con fanático cuidado.
El espantoso suceso fue repentino y totalmente inesperado. Yo estaba
vertiendo algo de un tubo de ensayo a otro, y West se encontraba ocupado con la
lámpara de alcohol —que hacía las veces de mechero Bunsen en ese edificio sin
instalación de gas—, cuando de la habitación que habíamos dejado a oscuras
brotó la más horrenda y demoníaca sucesión de gritos jamás oída por ninguno de
los dos. No habría sido más espantoso el caos de alaridos si el abismo se hubiese
abierto para liberar la angustia de los condenados, ya que en aquella cacofonía
inconcebible se concentraba el supremo terror y desesperación de la naturaleza
animada. No podían ser humanos —un hombre no es capaz de proferir gritos
así—; y sin pensar en el trabajo que estábamos realizando, ni en la posibilidad que
lo descubrieran, saltamos los dos por la ventana más próxima como animales
despavoridos, derribando tubos, lámparas y matraces, y huyendo alocadamente a
la estrellada negrura de la noche rural. Creo que gritamos mientras corríamos
frenéticamente hacia la ciudad; aunque al llegar a las afueras adoptamos una
actitud más contenida... lo suficiente como para pasar por un par de juerguistas
trasnochadores que regresaban a casa después de una francachela.
No nos separamos, sino que nos refugiamos en la habitación de West, y allí
estuvimos hablando, con la luz de gas encendida, hasta que amaneció. A esa hora
nos habíamos serenado un poco discurriendo teorías plausibles y sugiriendo ideas
prácticas para nuestra investigación, de forma que pudimos dormir todo el día, en
lugar de asistir a clases. Pero esa tarde aparecieron dos artículos en el periódico,
sin relación alguna entre sí, que nos quitaron el sueño. La vieja casa deshabitada
de Chapman había ardido inexplicablemente, quedando reducida a un informe
montón de cenizas; eso lo entendíamos, ya que habíamos volcado la lámpara. El
otro, informaba que habían intentado abrir la reciente sepultura de la fosa común,
como si hubiesen hurgado en la tierra vanamente y sin herramientas. Esto nos
resultaba incomprensible, ya que habíamos aplanado muy cuidadosamente la
tierra húmeda.
Y durante diecisiete años, West anduvo mirando por encima del hombro, y
quejándose que le parecía oír pasos detrás de él. Ahora ha desaparecido.


II.
EL DEMONIO DE LA PESTE



Jamás olvidaré aquel espantoso verano, hace dieciséis años, en que, como
un demonio maligno proveniente desde las moradas de Eblis, se propagó el tifus
solapadamente por toda Arkham. Muchos recuerdan ese año por dicho azote
satánico, ya que un auténtico terror se cernió con membranosas alas sobre los
ataúdes amontonados en el cementerio de la Iglesia de Cristo; sin embargo, hay
un horror mayor aún que data de esa época: un horror que sólo yo conozco, ahora
que Herbert West ya no está en este mundo.
West y yo hacíamos trabajo de postgraduación en el curso de verano de la
Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic, y mi amigo había adquirido
gran notoriedad debido a sus experimentos encaminados a la revivificación de los
muertos. Tras la matanza científica de innumerables bestezuelas, la monstruosa
labor quedó suspendida aparentemente por orden de nuestro escéptico decano, el
doctor Allan Halsey; pero West siguió realizando ciertas pruebas secretas en la
sórdida pensión donde vivía, y en una terrible e inolvidable ocasión se apoderó de
un cuerpo humano de la fosa común, transportándolo a una granja situada a otro
lado de Meadow Hill.
Yo estuve con él en aquella ocasión, y le vi inyectar en las venas exánimes
el elixir que según él, restablecería en cierto modo los procesos químicos y físicos.
El experimento concluyó horriblemente —en un delirio de terror que poco a poco
llegamos a atribuir a nuestros nervios sobreexcitados—, y West ya no fue capaz
de librarse de la enloquecedora sensación que le seguían y perseguían. El
cadáver no estaba lo bastante fresco; es evidente que para restablecer las
condiciones mentales normales, el cadáver debe ser verdaderamente fresco; por
otra parte, el incendio de la vieja casa nos impidió enterrar el ejemplar. Habría sido
preferible tener la seguridad que estaba bajo tierra.
Después de esa experiencia, West abandonó sus investigaciones durante
algún tiempo; pero lentamente recobró su celo de científico nato, y volvió a
importunar a los profesores de la Facultad pidiéndoles permiso para utilizar la sala
de disección, y ejemplares humanos frescos para el trabajo que él consideraba tan
tremendamente importante. Pero sus súplicas fueron completamente inútiles, ya
que la decisión del doctor Halsey fue inflexible, y todos los demás profesores
apoyaron el veredicto de su superior. En la teoría fundamental de la reanimación
no veían sino extravagancias inmaduras de un joven entusiasta cuyo cuerpo
delgado, cabello amarillo, ojos azules y miopes, y suave voz no hacían sospechar
el poder supranormal —casi diabólico— del cerebro que albergaba en su interior.
Aún lo veo como era entonces y me estremezco. Su cara se volvió más severa,
aunque no más vieja. Y ahora Sefton carga con la desgracia, y West ha
desaparecido.
West chocó desagradablemente con el Doctor Halsey casi al final de
nuestro ultimo año de carrera, en una disputa que le reportó menos prestigio a él
que al bondadoso decano en lo que a cortesía se refiere. Afirmaba que este
hombre se mostraba innecesaria e irracionalmente terco, ante una obra que
deseaba comenzar mientras aún tenía la oportunidad de disponer de las
excepcionales instalaciones de la facultad. El que los profesores, apegados a la
tradición ignorasen los singulares resultados obtenidos en animales, y persistiesen
en negar la posibilidad de reanimación, era indeciblemente indignante, y casi
incomprensible para un joven del temperamento lógico de West. Sólo una mayor
madurez podía ayudarle a entender las limitaciones mentales crónicas del tipo
«doctor-profesor», producto de generaciones de puritanos mediocres,
bondadosos, conscientes, afables, y corteses, a veces, pero siempre rígidos,
intolerantes, esclavos de las costumbres y carentes de perspectivas. El tiempo es
más caritativo con estas personas incompletas aunque de alma grande, cuyo
defecto fundamental, en realidad, es la timidez, y las cuales reciben finalmente el
castigo de la irrisión general por sus pecados intelectuales: su ptolomeísmo, su
calvinismo, su antidarwinismo, su antinietzaheísmo, y por toda clase de
sabbatarinanismo y leyes suntuarias que practican. West, joven a pesar de sus
maravillosos conocimientos científicos, tenía escasa paciencia con el buen doctor
Halsey y sus eruditos colegas, y alimentaba un rencor cada vez más grande,
acompañado de un deseo por demostrar la veracidad de sus teorías a estas
obtusas dignidades de alguna forma impresionante y dramática. Y como la
mayoría de los jóvenes, se entregaban a complicados sueños de venganza, de
triunfo y de magnánima indulgencia final.
Y entonces surgió el azote, sarcástico y letal, de las cavernas pesadillescas
del Tártaro. West y yo nos habíamos graduado cuando empezó, aunque
seguíamos en la Facultad, realizando un trabajo adicional del curso de verano, de
forma que aún estábamos en Arkham cuando se desató con furia demoníaca en
toda la ciudad. Aunque todavía no estábamos autorizados para ejercer, teníamos
nuestro título, y nos vimos frenéticamente requeridos a incorporarnos al servicio
público, al aumentar el número de los afectados. La situación se hizo casi
incontrolable, y las defunciones se producían con demasiada frecuencia para que
las empresas funerarias de la localidad pudieran ocuparse satisfactoriamente de
ellas. Los entierros se efectuaban en rápida sucesión, sin preparación alguna, y
hasta el cementerio de la Iglesia de Cristo estaba atestado de ataúdes con
muertos sin embalsamar. Esta circunstancia no dejó de tener su efecto en West,
que a menudo pensaba en la ironía de la situación: tantísimos ejemplares frescos,
y sin embargo, ¡ninguno servía para sus investigaciones! Estábamos
tremendamente abrumados de trabajo, y una terrible tensión mental y nerviosa
sumía a mi amigo en morbosas reflexiones.
Pero los afables enemigos de West no estaban enfrascados en agobiantes
deberes. La Facultad fue cerrada, y todos los doctores adscritos a ella
colaboraban en la lucha contra la epidemia de tifus. El doctor Halsey, sobre todo,
se distinguía por su abnegación, dedicando toda su enorme capacidad, con
sincera energía, a los casos que muchos otros evitaban por el riesgo que
representaban, o por juzgarlos desesperados. Antes de terminar el mes, el
valeroso decano se había convertido en héroe popular aunque él no parecía tener
conciencia de su fama, y se esforzaba en evitar el desmoronamiento por
cansancio físico y agotamiento nervioso. West no podía menos que admirar la
fortaleza de su enemigo; pero precisamente por esto estaba aún más decidido a
demostrarle la verdad de sus asombrosas teorías. Una noche, aprovechando la
desorganización que reinaba en el trabajo de la Facultad y las normas sanitarias
municipales, se las arregló para introducir en forma camuflada el cuerpo de un
recién fallecido en la sala de disección, y le inyectó en mi presencia una nueva
variante de su solución. El cadáver abrió efectivamente los ojos, aunque se limitó
a fijarlos en el techo con expresión de paralizado horror, antes de caer en una
inercia de la que nada fue capaz de sacarlo, West dijo que no era lo
suficientemente fresco; el aire caliente del verano no beneficia los cadáveres. Esa
vez estuvieron a punto de sorprendernos antes de incinerar los despojos, y West
no consideró aconsejable repetir esta utilización indebida del laboratorio de la
Facultad.
El apogeo de la epidemia tuvo lugar en agosto. West y yo estuvimos a
punto de sucumbir, en cuanto al doctor Halsey falleció el día catorce. Todos los
estudiantes asistieron a su precipitado funeral el día quince, y compraron una
impresionante corona, aunque casi la ahogaban los testimonios enviados por los
ciudadanos acomodados de Arkham y las propias autoridades del municipio. Fue
casi un acontecimiento público, dado que el decano fue un verdadero benefactor
para la ciudad. Después del sepelio, nos quedamos bastantes deprimidos, y
pasamos la tarde en el bar de la Comercial House, donde West, aunque afectado
por la muerte de su principal adversario, nos hizo estremecer a todos hablándonos
de sus notables teorías. Al oscurecerse, la mayoría de los estudiantes regresaron
a sus casas o se incorporaron a sus diversas ocupaciones; pero West me
convenció para que lo ayudase a «sacar partida de la noche». La patrona de West
nos vio entrar en la habitación alrededor de las dos de la madrugada,
acompañados de un tercer hombre, y le contó a su marido que se notaba que
habíamos cenado y bebido demasiado bien.
Aparentemente, la avinagrada patrona tenía razón; pues hacia las tres, la
casa entera se despertó con los gritos procedentes de la habitación de West, cuya
puerta tuvieron que echar abajo para encontrarnos a los dos inconscientes,
tendidos en la alfombra manchada de sangre, golpeados, arañados y magullados,
con trozos de frascos e instrumentos esparcidos a nuestro alrededor. Sólo la
ventana abierta revelaba que fue de nuestro asaltante, y muchos se preguntaron
qué le ocurriría, después del tremendo salto que tuvo que dar desde el segundo
piso al césped. Encontraron ciertas ropas extrañas en la habitación, pero cuando
West volvió en sí, explicó que no pertenecían al desconocido, sino que eran
muestras recogidas para su análisis bacteriológico, lo cual formaba parte de sus
investigaciones sobre la transmisión de enfermedades infecciosas. Ordenó que las
quemasen inmediatamente en la amplia chimenea. Ante la policía, declaramos
ignorar por completo la identidad del hombre que estuvo con nosotros. West
explicó con nerviosismo que se trataba de un extranjero afable al que habíamos
conocido en un bar de la ciudad que no recordábamos. Habíamos pasado un rato
algo alegres y West y yo no queríamos que detuviesen a nuestro belicoso
compañero.
Esa misma noche presenciamos el comienzo del segundo horror de
Arkham; horror que, para mí, iba a eclipsar a la misma epidemia. El cementerio de
la iglesia de Cristo fue escenario de un horrible asesinato; un vigilante fue muerto
a arañazos, no sólo de manera indescriptiblemente espantosa, sino que había
dudas que el agresor fuese un ser humano. La víctima había sido vista con vida
bastante después de la medianoche, descubriéndose el incalificable hecho al
amanecer. Se interrogó al director de un circo instalado en el vecino pueblo de
Bolton, pero éste juró que ninguno de sus animales había escapado de su jaula.
Quienes encontraron el cadáver observaron un rastro de sangre que conducía a
una tumba reciente, en cuyo cemento había un pequeño charco rojo, justo delante
de la entrada. Otro rastro más pequeño se alejaba en dirección al bosque; pero se
perdía en seguida.
A la noche siguiente, los demonios danzaron sobre los tejados de Arkham,
y una desenfrenada locura aulló en el viento. Por la enfebrecida ciudad anduvo
suelta una maldición, de la que unos dijeron que era más grande que la peste, y
otros murmuraban que era el espíritu encarnado del mismo mal. Un ser
abominable penetró en ocho casas sembrando la muerte roja a su paso..., dejando
atrás el mudo y sádico monstruo un total de diecisiete cadáveres, y huyendo
después. Algunas personas que llegaron a verle en la oscuridad dijeron que era
blanco y como un mono malformado o monstruo antropomorfo. No dejó entero a
ninguno de cuantos atacó, ya que a veces sintió hambre. El número de víctimas
ascendía a catorce; a las otras tres las encontró ya muertas al irrumpir en sus
casas, víctimas de la enfermedad.
La tercera noche, los frenéticos grupos dirigidos por la policía lograron
capturarlo en una casa de Crane Street, cerca del campus universitario. Habían
organizado la batida con toda minuciosidad, manteniéndose en contacto mediante
puestos voluntarios de teléfono; y cuando alguien del distrito de la universidad
informó que había oído arañar en una ventana cerrada, desplegaron
inmediatamente la red. Debido a las precauciones y a la alarma general, no hubo
más que otras dos víctimas, y la captura se efectuó sin más accidentes. La
criatura fue detenida finalmente por una bala; aunque no acabó con su vida, y fue
trasladada al hospital local, en medio del furor y la abominación generales, porque
aquel ser había sido humano. Esto quedó claro, a pesar de sus ojos repugnantes,
su mutismo simiesco, y su salvajismo demoníaco. Le vendaron la herida y
trasladaron al manicomio de Sefton, donde estuvo golpeándose la cabeza contra
las paredes de una celda acolchada durante dieciséis años, hasta un reciente
accidente, a causa del cual escapó en circunstancias de las cuales a nadie le
gusta hablar. Lo que más repugnó a quienes lo atraparon en Arkham fue que, al
limpiarle la cara a la monstruosa criatura, observaron en ella una semejanza
increíble y burlesca con un mártir sabio y abnegado al que habían enterrado hacia
tres días: el difunto doctor Allan Halsey, benefactor público y decano de la
Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic.
Para el desaparecido Herbert West, y para mí, la repugnancia y el horror
fueron indecibles. Aún me estremezco, esta noche, mientras pienso en todo ello, y
tiemblo más aún de lo que temblé aquella mañana en que West murmuró entre
sus vendajes:
—¡Maldita sea, no estaba bastante fresco!


III.
SEIS DISPAROS A LA LUZ DE LA LUNA.


No es corriente descargar los seis tiros de un revólver con toda
precipitación, cuando sólo uno habría sido sin duda suficiente; pero hubo muchas
cosas en la vida de Herbert West que no eran corrientes. No es habitual, por
ejemplo, que un médico recién salido de la universidad se vea obligado a ocultar
los motivos que lo impulsan a elegir determinada casa y consulta; sin embargo,
ese fue el caso de Herbert West. Cuando obtuvimos él y yo el título de la Facultad
de Medicina de la Universidad Miskatonic, y tratamos de paliar nuestra penuria
instalándonos como facultativos de medicina general, tuvimos mucho cuidado en
ocultar que habíamos elegido nuestra casa por su aislamiento y su proximidad al
cementerio.
Un deseo de soledad de esta naturaleza rara vez carece de motivos; y
como es natural, nosotros los teníamos también. Nuestras necesidades se debían
a un trabajo claramente impopular. Externamente éramos médicos tan sólo; pero
por debajo de esa superficie había objetivos de una importancia mucho más
grande y terrible, ya que lo esencial en la vida de Herbert West era la búsqueda en
las negras y prohibidas regiones de lo desconocido, en las que esperaba descubrir
el secreto de la vida, y de devolver la animación perpetua al barro frío del
cementerio. Una búsqueda de ese género requiere extraños materiales, entre
ellos, cadáveres humanos recientes; y para mantenerse abastecido de tales
elementos indispensables, uno debe vivir discretamente, y no muy lejos de un
lugar de enterramientos anónimos.
West y yo nos habíamos conocido en la universidad, y fui el único que
simpatizó con sus espantosos experimentos. Gradualmente me convertí en su
ayudante inesperado, y ahora que abandonábamos la Universidad teníamos que
seguir juntos. No era fácil que dos doctores encontraran salida juntos; pero
finalmente, por influencia de la universidad, se nos proporcionó una consulta en
Bolton, pueblo industrial próximo a Arkham, la sede universitaria. Las fábricas
textiles de Bolton son las más grandes del valle de Miskatonic, y sus operarios
políglotas no han sido jamás pacientes gratos para los médicos de la localidad.
Elegimos nuestra casa con el mayor cuidado, y adoptamos finalmente un edificio
ruinoso, próximo al final de Pond Street, a cinco números de nuestro vecino más
cercano. Y separada del cementerio tan sólo por una extensión de pradera cortada
por una estrecha franja de espeso bosque que hay al norte. Dicha distancia era
mayor de lo que hubiéramos deseado; pero no encontramos una casa más cerca,
a menos que nos hubiésemos instalado en el otro lado del prado, lo que quedaba
muy retirado del distrito industrial. Pero no estábamos demasiado descontentos ya
que no teníamos vecinos, entre nosotros y nuestra siniestra fuente de
abastecimiento. El camino era algo largo, pero podíamos transportar nuestros
mudos ejemplares sin que nadie nos molestase.
Nuestro trabajo fue sorprendentemente abundante desde el principio
mismo... lo bastante abundante como para satisfacer a la mayoría de los jóvenes
doctores, y lo bastante abundante para resultar un aburrimiento y una pesadez
para aquellos estudiosos cuyo verdadero interés residía en otra cosa. Los
trabajadores de las fábricas eran de inclinación algo turbulentas; así que además
de sus numerosas necesidades de asistencia médica, sus frecuentes golpes,
cuchilladas y pendencias nos daban mucho trabajo. Pero lo que verdaderamente
acaparaba nuestro interés era el laboratorio secreto que habíamos instalado en el
sótano: un laboratorio con su mesa larga bajo las luces eléctricas donde, en las
primeras horas de la madrugada, inyectábamos a menudo las diversas soluciones
de West en las venas de los despojos que sacábamos de la fosa común. West
experimentaba, febrilmente, tratando de encontrar algo que pusiese en marcha de
nuevo los movimientos vitales, tras haberlos interrumpido ese fenómeno que
llamamos muerte; pero chocaba con los más horrorosos obstáculos. La solución
debía tener una composición especial según los distintos tipos: la que servía para
los conejillos de Indias no valía para los seres humanos, y cada clase requería
sensibles modificaciones.
Los cuerpos tenían que ser excepcionalmente frescos, dado que una ligera
descomposición del tejido cerebral hacía imposible que la reanimación fuese
perfecta. En efecto, el mayor problema estaba en conseguir cadáveres
suficientemente frescos... West tuvo experiencias horribles durante sus
investigaciones secretas en la universidad, con cadáveres de dudosa calidad. Las
consecuencias de una animación parcial o imperfecta eran mucho más horrendas
que los fracasos totales, y los dos teníamos recuerdos pavorosos de ese tipo de
resultados. Desde nuestra primera sesión demoníaca en la granja deshabitada de
Meadow Hill, Arkham, no dejamos de sentir una secreta amenaza; y West, aunque
en casi todos los sentidos era un autómata frío, científico, rubio y de ojos azules,
confesaba a menudo, con un estremecimiento, que le parecía que era víctima de
una furtiva persecución. Tenía la impresión que lo seguían; ilusión psíquica debida
a sus nervios trastornados, y aumentada por el hecho innegablemente perturbador
que al menos uno de nuestros tres ejemplares reanimados aún seguía vivo: se
trataba de un ser espantoso y carnívoro, el cual permanecía encerrado en una
celda acolchada de Sefton. Había otro, además el primero, cuyo exacto destino
nunca llegamos a saber.
Tuvimos bastante suerte con los ejemplares de Bolton; mucha más que con
los de Arkham. Aún no hacía una semana que estábamos instalados, cuando nos
apoderamos de una víctima de accidente en la misma noche de su entierro, y
conseguimos que abriese los ojos con una expresión asombrosamente lúcida,
antes que fallara la solución. Había perdido un brazo... De haber tenido el cuerpo
íntegro, quizá hubiésemos tenido más suerte. Entre esa fecha y el siguiente mes
de enero, efectuamos tres ensayos más: uno fue un fracaso total; en otro,
conseguimos un claro movimiento muscular; en cuanto al tercero, el resultado fue
estremecedor: se levantó por sí solo y emitió un sonido gutural. Luego vino un
periodo de mala suerte; descendió el número de entierros, y los que se efectuaban
eran de ejemplares demasiado enfermos o mutilados para poderlos aprovechar.
Seguíamos la pista a todas las defunciones y circunstancias en que estas ocurrían
con un cuidado sistemático.
Una noche de marzo, sin embargo, conseguimos inesperadamente un
ejemplar que no provenía de la fosa común. El puritanismo imperante en Bolton,
tenía prohibida la práctica del boxeo, lo que no dejaba de tener las lógicas
consecuencias. Los combates mal dirigidos entre los obreros eran cosa corriente,
y de vez en cuando traían de fuera algún campeón profesional de escasa
categoría. Esa noche de finales de invierno habían celebrado un combate de este
tipo, evidentemente con desastrosas consecuencias, ya que vinieron a buscarnos
dos polacos asustados, suplicándonos en un lenguaje casi incoherente que
atendiésemos un caso muy secreto y desesperado. Les seguimos hasta un
cobertizo abandonado, donde todavía quedaba un grupo de espectadores
extranjeros, observando asustados un cuerpo negro que yacía exánime en el
suelo.
En el combate se enfrentaron Kid O'Brien —un joven torpe y ahora
tembloroso, con una nariz ganchuda muy poco irlandesa—, y Buck Robinson, «EI
Betún de Harlem». El negro fue noqueado; y tras un breve examen, nos dimos
cuenta que no se recuperaría. Era un ser repugnante, con pinta de gorila, unos
brazos anormalmente largos que me parecían de manera inevitable patas
anteriores, y una cara que irremediablemente hacía pensar en los secretos
insondables del Congo y las llamadas de tam-tam bajo una luna misteriosa. El
cuerpo debió tener peor aspecto en vida, pero el mundo contiene mucha fealdad.
Aquella gente despreciable estaba asustada, ya que no sabían que podía exigirles
la ley, si el caso llegaba a conocerse; y se sintieron agradecidos cuando West, a
pesar de mis involuntarios estremecimientos; se ofreció a librarles del cuerpo en
secreto... puesto que conocía muy bien sus intenciones.
Había una luna resplandeciente sobre el paisaje sin nieve; pero vestimos el
cadáver, y lo llevamos a casa entre los dos por las calles desiertas y el campo, del
mismo modo que transportamos un cadáver parecido una horrible noche en
Arkham. Nos dirigimos a casa por el campo de atrás; entramos el ejemplar por la
puerta trasera, lo bajamos al sótano, y lo preparamos para nuestro experimento
habitual. Nuestro miedo a la policía era absurdamente considerable, aunque
habíamos calculado nuestro recorrido de forma que no nos tropezamos con el
guardia que hacía ronda por aquel distrito.
El resultado fue una enojosa decepción. Con su aspecto horrendo, nuestra
presa fue totalmente insensible a todas las soluciones que inyectamos en su negro
brazo. De modo que, como se acercaba peligrosamente la hora del amanecer,
hicimos lo mismo que con los demás: lo llevamos a rastras por el prado hasta la
franja de bosque próxima al cementerio de enterramientos anónimos, y lo
enterramos allí en la mejor sepultura que la helada tierra nos permitió. La fosa no
era demasiado honda, pero era tan buena como la del ejemplar anterior, aquel que
se había levantado y proferido un grito. A la luz de nuestras linternas oscuras, lo
cubrimos cuidadosamente con hojas y ramas secas, seguros que la policía no lo
descubriría jamás en un bosque tan oscuro y espeso.
Al día siguiente, me sentí alarmado, ya que un paciente me trajo la noticia
que se sospechaba que habían celebrado un combate, y que había muerto
alguien. West tenía otro motivo de preocupación: por la tarde lo habían llamado
para que atendiese un caso que terminó de forma amenazadora. Una italiana
estaba histérica porque se le había extraviado el hijo, un chiquillo de cinco años,
que desapareció por la mañana y no regresó para comer, y presentaba síntomas
sumamente alarmantes dado que padecía del corazón. Era un histerismo
estúpido, ya que el chico se había escapado en más de una ocasión; pero los
campesinos italianos son extraordinariamente supersticiosos, y esta mujer parecía
tan angustiada por los presagios como por los hechos. Hacia las siete de la tarde
la mujer falleció, y su frenético marido armó un escándalo espantoso, empeñado
en matar a West, a quien culpaba furiosamente de no haberle salvado la vida. Los
amigos lo sujetaron cuando le vieron sacar un cuchillo; pero West se marchó en
medio de inhumanos alaridos, maldiciones y juramentos de venganza. En su
ultimo dolor, el hombre parecía haberse olvidado de su hijo, que aún no había
regresado, entrada ya la noche. Se habló de buscarlo en el bosque; pero la
mayoría de los amigos de la familia se ocuparon de la difunta y del vociferante
marido. Total, la tensión nerviosa a que se vio sometido West fue sin duda
tremenda. El pensar en la policía y en el italiano loco le agobiaba tremendamente.
Nos retiramos a descansar alrededor de las once, pero yo no dormí bien.
Bolton contaba con un cuerpo de policías sorprendentemente eficaz pese a ser un
pueblo pequeño; y yo no paraba de pensar en el escándalo que se provocaría si
llegaba a descubrir lo ocurrido la noche anterior. Podía significar el fin de nuestro
trabajo en la localidad... y quizá la cárcel para los dos. Me inquietaban los rumores
que corrían acerca del combate de boxeo. Pasadas las tres, el resplandor de la
luna me dio en los ojos; pero me volví sin levantarme a cerrar su persiana. Luego
sonaron unos golpes enérgicos en la puerta de atrás.
Permanecí inmóvil, algo aturdido; poco después oí a West llamar a mi
puerta. Estaba en bata y zapatillas, y tenía en las manos un revólver y una linterna
eléctrica. Al ver el revólver, comprendí que pensaba más en el enajenado italiano
que en la policía.
—Será mejor que bajemos los dos —susurró—. No estaría bien no
contestar; quizá sea un paciente... sería muy propio de uno de esos idiotas llamar
por la puerta de atrás.
Así que bajamos los dos, sigilosamente, con un temor en parte justificado y
en parte debido sólo al misterio de las primeras horas le la madrugada. Volvieron a
llamar, un poco más fuerte. Al llegar a la puerta, corrí el cerrojo cautelosamente y
abrí de par en par; y al revelarnos la luz de la luna la figura que teníamos delante.
West hizo algo muy extraño. A pesar del evidente peligro de atraer sobre nuestras
cabezas la temida investigación policial —cosa que felizmente evitamos por el
relativo aislamiento de nuestra casa—, mi amigo, súbita, excitada e
innecesariamente, vació las seis recámaras de su revólver sobre nuestro nocturno
visitante.
Porque no se trataba del italiano ni de un policía. Recortándose
horrendamente contra la luna espectral, había un ser gigantesco y deforme,
inconcebible salvo en las pesadillas; una aparición de ojos vidriosos, negra, y casi
a cuatro patas, cubierta de hojas y ramas y barro; sucia de sangre coagulada, la
cual mostraba entre sus dientes relucientes una cosa cilíndrica, terrible, blanca
como la nieve, que terminaba en una mano diminuta.


IV.
EL GRITO DEL MUERTO.



El grito de un muerto fue lo que me hizo concebir aquel intenso horror hacia
el doctor Herbert West, horror que enturbió los últimos años de nuestra vida en
común. Es natural que una cosa como el grito de un muerto produzca horror, ya
que, evidentemente, no se trata de un suceso agradable ni ordinario. Pero yo
estaba acostumbrado a esta clase de experiencias; por tanto, lo que me afectó en
esa ocasión fue cierta circunstancia especial. Quiero decir, que no fue el muerto lo
que me asustó.
Herbert West, de quien era yo compañero y ayudante, poseía intereses
científicos muy alejados de la rutina habitual de un médico de pueblo. Esa era la
razón por la que, al establecer su consulta en Bolton, eligió una casa próxima al
cementerio. Dicho brevemente y sin paliativos, el único interés absorbente de
West consistía en el estudio secreto de los fenómenos de la vida y de su
culminación, encaminados a reanimar a los muertos inyectándoles una solución
estimulante. Para llevar a cabo estos macabros experimentos era preciso estar
constantemente abastecidos de cadáveres humanos muy frescos; porque aún la
más mínima descomposición daña la estructura del cerebro humano; y
descubrimos que el preparado necesitaba una composición específica, según los
diferentes tipos de organismos. Matamos docenas de conejos y cobayas para
tratarlos, pero este camino no nos llevó a ninguna parte. West nunca había
conseguido plenamente su objetivo porque nunca pudo disponer de un cadáver
suficientemente fresco. Necesitaba cuerpos cuya vitalidad hubiera cesado muy
poco antes; cuerpos con todas las células intactas, capaces de recibir nuevamente
el impulso hacia esa forma de movimiento llamado vida. Había esperanzas de
volver perpetua esta segunda vida artificial mediante repetidas inyecciones; pero
habíamos averiguado que una vida natural ordinaria no respondía a la acción.
Para infundir movimiento artificial, debía quedar extinguida la vida nocturna: los
ejemplares debían ser muy frescos, pero estar auténticamente muertos.
Habíamos empezado West y yo la pavorosa investigación siendo
estudiantes de la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic, de Arkham,
profundamente convencidos desde un principio del carácter absolutamente
mecanicista de la vida. Eso fue siete años antes; sin embargo, él no parecía haber
envejecido ni un día: era bajo, rubio de cara afeitada, voz suave, y con gafas; a
veces había algún destello en sus fríos ojos azules que delataba el duro y
creciente fanatismo de su carácter, efecto de sus terribles investigaciones.
Nuestras experiencias fueron a menudo espantosas en extremo, debidas a una
reanimación defectuosa, al galvanizar aquellos grumos de barro de cementerio en
un movimiento morboso, insensato y anormal, merced a diversas modificaciones
de la solución vital.
Uno de los ejemplares profirió un alarido escalofriante; otro, se levantó
violentamente, nos derribó dejándonos inconscientes, y huyó enloquecido, antes
que lograran cogerlo y encerrarlo tras los barrotes del manicomio; y un tercero,
una monstruosidad nauseabunda y africana, surgió de su poco profunda sepultura
y cometió una atrocidad... West tuvo que matarlo a tiros. No podíamos conseguir
cadáveres lo bastante frescos como para que manifestasen algún vestigio de
inteligencia al ser reanimados, de modo que forzosamente creábamos horrores
indecibles. Era inquietante, pensar que uno de nuestros monstruos, o quizá dos,
aún vivían... tal pensamiento nos estuvo atormentando de manera vaga, hasta que
finalmente West desapareció en circunstancias espantosas.
Pero en la época del alarido en el laboratorio del sótano de la aislada casa
de Bolton, nuestros temores estaban subordinados a la ansiedad por conseguir
ejemplares extremadamente frescos. West se mostraba más ávido que yo, de
forma que casi me parecía que miraba con codicia el físico de cualquier persona
viva y saludable. Fue en julio de 1910 cuando empezó a mejorar nuestra suerte en
lo que a ejemplares se refiere. Yo me había ido a Illinois a hacerle una larga visita
a mis padres, y a mi regreso encontré a West en un estado de singular euforia. Me
dijo excitado que casi con toda probabilidad había resuelto el problema de la
frescura de los cadáveres, abordándolo desde un ángulo enteramente distinto: el
de la preservación artificial. Yo sabía que trabajaba en un preparado nuevo
sumamente original, así que no me sorprendió que hubiera dado resultado; pero
hasta que me hubo explicado los detalles, me tuvo un poco perplejo sobre cómo
podía ayudarnos dicho preparado en nuestro trabajo, ya que el enojoso deterioro
de los ejemplares se debía ante todo al tiempo transcurrido hasta que caían en
nuestras manos. Esto lo había visto claramente West, según me daba cuenta
ahora, al crear un compuesto embalsamador para uso futuro, más que inmediato,
por si el destino le proporcionaba un cadáver muy reciente y sin enterrar, como
nos ocurrió años antes, con el negro aquel de Bolton, tras el combate de boxeo.
Por último, el destino se nos mostró propicio, de forma que en esta ocasión
conseguimos tener en el laboratorio secreto del sótano un cadáver cuya
corrupción no había tenido posibilidad de empezar aún. West no se atrevía a
predecir que sucedería en el momento de la reanimación, ni si podíamos esperar
una revivificación de la mente y la razón. El experimento marcaría un hito en
nuestros estudios, por lo que había conservado este nuevo cuerpo hasta mi
regreso, a fin que compartiésemos los dos el resultado de la forma acostumbrada.
West me contó cómo había conseguido el ejemplar. Había sido un hombre
vigoroso; un extranjero bien vestido que se acababa de apear al tren, y que se
dirigía a las Fábricas Textiles de Bolton a resolver unos asuntos. Había dado un
largo paseo por el pueblo, y al detenerse en nuestra casa a preguntar el camino
hacia las fábricas, sufrió un ataque al corazón. Se negó a tomar un cordial, y cayó
súbitamente muerto, un momento después. Como era de esperar, el cadáver le
pareció a West como caído del cielo. En su breve conversación, el forastero le
explicó que no conocía a nadie en Bolton; y tras registrarle los bolsillos después,
averiguó que se trataba de un tal Robert Leavitt, de St. Louis, al parecer sin familia
que pudiera hacer averiguaciones sobre su desaparición. Si no conseguía
devolverlo a la vida, nadie se enteraría de nuestro experimento. Solíamos enterrar
los despojos en una espesa franja de bosque que había entre nuestra casa y el
cementerio de enterramientos anónimos. En cambio, si teníamos éxito, nuestra
fama quedaría brillante y perpetuamente establecida. De modo que West inyectó
sin demora, en la muñeca del cadáver, el preparado que lo mantendría fresco
hasta mi llegada. La posible debilidad del corazón, que a mi juicio haría peligrar el
éxito de nuestro experimento, no parecía preocupar demasiado a West. Esperaba
conseguir al fin lo que no había logrado hasta ahora: reavivar la chispa de la razón
y devolverle la vida, quizás, a una criatura normal.
De modo que la noche del 18 de julio de 1910; Herbert West y yo nos
encontrábamos en el laboratorio del sótano, contemplando la figura blanca e
inmóvil bajo la luz cegadora de la lámpara. El compuesto embalsamador dio un
resultado extraordinariamente positivo; pues al comprobar fascinado el cuerpo
robusto que llevaba dos semanas sin que sobreviniese la rigidez, pedí a West que
me diese garantías que estaba verdaderamente muerto. Me las dio en el acto,
recordándome que jamás administrábamos la solución reanimadora sin una serie
de pruebas minuciosas para comprobar que no había vida; ya que en caso de
subsistir el menor vestigio de vitalidad original no tendría ningún efecto. Cuando
West se puso a hacer todos los preparativos, me quedé impresionado ante la
enorme complejidad del nuevo experimento; era tanta, que no quiso confiar el
trabajo a otras manos que las suyas. Y tras prohibirme tocar siquiera el cuerpo,
inyectó primero una droga en la muñeca, cerca del sitio donde había pinchado
para inyectarle el compuesto embalsamador. Ésta, dijo, neutralizaría el compuesto
y liberaría los sistemas sumiéndolos en una relajación normal, de forma que la
solución reanimadora pudiese actuar libremente al ser inyectada. Poco después,
cuando se observó un cambio, y un leve temblor pareció afectar los miembros
muertos, West colocó sobre la cara espasmódica una especie de almohada, la
apretó violentamente y no la retiró hasta que el cadáver se quedó absolutamente
inmóvil y listo para nuestro intento de reanimación. Él, pálido y entusiasta, se
dedicó ahora a efectuar unas cuantas pruebas finales y someras para comprobar
la absoluta carencia de vida, se apartó satisfecho y, finalmente inyectó en el brazo
izquierdo una dosis meticulosamente medida del elixir vital, preparado durante la
tarde con más minuciosidad que nunca, desde nuestros tiempos universitarios, en
que nuestras hazañas eran nuevas e inseguras. No me es posible describir la
tremenda e intensa incertidumbre con que esperamos los resultados de este
primer ejemplar auténticamente fresco: el primero del que podíamos esperar
razonablemente que abriese los labios y nos contase quizás, con voz inteligente,
lo que había visto al otro lado del insondable abismo.
West era materialista, no creía en el alma, y atribuía toda función de la
conciencia a fenómenos corporales; por consiguiente, no esperaba ninguna
revelación sobre espantosos secretos de abismos y cavernas más allá de la
barrera de la muerte. Yo no disentía completamente de su teoría, aunque
conservaba vagos e instintivos vestigios de la primitiva fe de mis antecesores; de
modo que no podía dejar de observar el cadáver con cierto temor y terrible
expectación. Además... no podía borrar de mi memoria aquel grito espantoso e
inhumano que oímos la noche en que intentamos nuestro primer experimento en
la deshabitada granja de Arkham.
Había transcurrido muy poco tiempo, cuando observé que el ensayo no iba
a ser un fracaso total. Sus mejillas, hasta ahora blancas como la pared, habían
adquirido un muy leve color, que luego se extendió bajo la barba incipiente,
curiosamente amplia y arenosa. West, que tenía la mano puesta en el pulso de la
muñeca izquierda del ejemplar, asintió de pronto significativamente; y casi de
manera simultánea, apareció un vaho en el espejo inclinado sobre la boca del
cadáver. Siguieron unos cuantos movimientos musculares espasmódicos; y a
continuación una respiración audible y un movimiento visible del pecho. Observé
los párpados cerrados, y me pareció percibir un temblor. Después, se abrieron y
mostraron unos ojos grises, serenos y vivos, aunque todavía sin inteligencia, ni
siquiera curiosidad.
Movido por una fantástica ocurrencia, susurré unas preguntas en la oreja
cada vez más colorada; unas preguntas sobre otros mundos cuyo recuerdo aún
podía estar presente. Era el terror lo que las extraía de mi mente; pero creo que la
última que repetí, fue: «¿Dónde has estado?». Aún no sé si me contestó o no, ya
que no brotó ningún sonido de su bien formada boca; lo que sí recuerdo es que en
aquel instante creí firmemente que los labios delgados se movieron ligeramente,
formando sílabas que yo habría vocalizado como «sólo ahora», si la frase hubiese
tenido sentido o relación con lo que le preguntaba. En aquel instante me sentí
lleno de alegría, convencido que alcanzábamos el gran objetivo y que, por primera
vez, un cuerpo reanimado pronunciaba palabras movido claramente por la
verdadera razón. Un segundo después, ya no cupo ninguna duda sobre el éxito,
ninguna duda que la solución cumplía cabalmente su función, al menos de manera
transitoria, devolviéndole al muerto una vida racional y articulada... Pero con ese
triunfo me invadió el más grande de los terrores... no a causa del ser que había
hablado, sino por la acción que había presenciado, y por el hombre a quien me
unían las vicisitudes profesionales.
Porque aquel cadáver fresco, cobrando conciencia finalmente de forma
aterradora, con los ojos dilatados por el recuerdo de su última escena en la tierra,
manoteó frenético en una lucha de vida o muerte con el aire y, de súbito, se
desplomó en una segunda y definitiva disolución, de la que ya no pudo volver,
profiriendo un grito que resonará eternamente en mi cerebro atormentado:
—¡Auxilio! ¡Aparta, maldito demonio pelirrojo... aparta esa condenada
aguja!


V.
EL HORROR DE LAS SOMBRAS



Muchos hombres han contado cosas espantosas, no referidas en letra
impresa, que sucedieron en los campos de batalla durante la Gran Guerra.
Algunas de estas cosas me han hecho palidecer; otras, me han producido unas
nauseas incontenibles, mientras que otras me han hecho temblar y volver la
mirada hacia atrás en la oscuridad; sin embargo, creo que puedo relatar la peor de
todas: el espantoso, antinatural e increíble horror de las sombras.
En 1915 estaba yo como médico con el grado de teniente en un regimiento
canadiense en Flandes, siendo uno de los numerosos americanos que se
adelantaron al gobierno mismo en la gigante contienda. No había ingresado en el
ejército por iniciativa propia, sino más bien como consecuencia natural de haberse
alistado el hombre de quien era yo ayudante indispensable: el celebre cirujano de
Bolton, doctor Herbert West. El doctor West se mostró siempre deseoso de poder
prestar servicio como cirujano en una gran guerra; y cuando dicha posibilidad se
presentó, me arrastró consigo en contra de mi voluntad. Había motivos por los que
yo me hubiera alegrado que la guerra nos separase; motivos por los que
encontraba la práctica de la medicina y la compañía de West cada vez más
irritante; pero cuando se marchó a Ottawa, y consiguió por medio de la influencia
de un colega una plaza de comandante médico, no me pude resistir a la autoritaria
insistencia de aquel hombre decidido a que le acompañase en mi calidad habitual.
Cuando digo que el doctor West estuvo siempre ansioso de poder servir en
el campo de batalla no me refiero a que fuese guerrero por naturaleza ni que
anhelase salvar la civilización. Siempre había sido una fría maquina intelectual;
flaco, rubio, de ojos azules y con gafas; creo que se reía secretamente de mis
ocasionales entusiasmos marciales y de mis críticas a la indolente neutralidad. Sin
embargo, había algo en la devastada Flandes que él quería; y a fin de conseguirlo,
tuvo que adoptar aspecto militar. Lo que pretendía no era lo que pretenden
muchas personas, sino algo relacionado con la rama particular de la ciencia
médica que él había logrado practicar de forma completamente clandestina y en la
cual había conseguido resultados asombrosos y, de vez en cuando, horrendos. Lo
que quería no era otra cosa, en realidad, que abundante provisión de muertos
recientes, en todos los estados de desmembramiento.
Herbert West necesitaba cadáveres frescos porque el trabajo de su vida era
la reanimación de los muertos. Este trabajo no era conocido por la distinguida
clientela que hizo crecer rápidamente su fama, a su llegada a Boston; en cambio
yo lo conocía demasiado bien, ya que era su más íntimo amigo y ayudante desde
nuestros tiempos de la Facultad de Medicina, en la Universidad Miskatonic de
Arkham. Fue en aquellos tiempos de la universidad cuando inició sus terribles
experimentos, primero con pequeños animales y luego con cadáveres humanos
conseguidos de manera horrenda. Había obtenido una solución que inyectaba en
las venas de los muertos; y si eran bastante frescos, reaccionaban de maneras
extrañas. Tuvo muchos problemas para descubrir la fórmula adecuada, pues cada
tipo de organismo necesitaba un estímulo especialmente apto para él. El terror lo
dominaba, cada vez que pensaba en los fracasos parciales: seres atroces,
resultado de soluciones imperfectas o de cuerpos insuficientemente frescos. Cierto
número de estos fracasos siguieron con vida —uno de ellos se encontraba en un
manicomio, mientras que otros desaparecieron—; y como él pensaba en las
eventualidades imaginables, aunque prácticamente imposibles, se estremecía a
menudo, debajo de su aparente impasibilidad habitual.
West se dio cuenta muy pronto que el requisito fundamental para que los
ejemplares sirviesen era su frescura, así que recurrió al procedimiento espantoso
y abominable de robar cadáveres. En la universidad, y cuando empezamos a
ejercer en el pueblo industrial de Bolton, mi actitud respecto a él era de fascinada
admiración; pero a medida que sus procedimientos se hacían más osados, un
solapado terror se fue apoderando de mí. No me gustaba la forma en que miraba
a las personas vivas de aspecto saludable; luego, ocurrió aquella escena de
pesadilla en el laboratorio del sótano, cuando me enteré que cierto ejemplar aún
estaba vivo cuando West se apoderó de él. Fue la primera vez que pudo revivir la
función del pensamiento racional en un cadáver; y este éxito, conseguido a costa
de semejante abominación, lo endureció por completo.
No me atrevo a hablar de sus métodos durante los cinco años siguientes.
Seguí a su lado sólo por miedo, y presencié escenas que la lengua humana no
podría repetir. Gradualmente, llegué a darme cuenta que el propio Herbert West
era más horrible que todo lo que hacía..., fue entonces cuando comprendí
claramente que su celo científico por prolongar la vida en otro tiempo normal
degeneró sutilmente en una curiosidad meramente morbosa y macabra y en una
secreta complacencia en la visión de los cadáveres. Su interés se convirtió en
perversa afición por lo repugnante y lo diabólicamente anormal; se recreaba con
tranquilidad en monstruosidades artificiales ante las que cualquier persona en su
sano juicio caería desvanecida de repugnancia y de horror; detrás de su pálido
intelectualismo, se convirtió en un exigente Baudelaire del experimento físico, en
un lánguido Heliogábalo de las tumbas.
Afrontaba imperturbable los peligros y cometía crímenes con impasibilidad.
Creo que el momento crítico llegó al comprobar que podía restituir la vida racional,
y buscó nuevos ámbitos que conquistar experimentando en la reanimación de
partes seccionadas de los cuerpos. Tenía ideas extravagantes y originales sobre
las propiedades vitales independientes de las células orgánicas y los tejidos
nerviosos separados de sus sistemas psíquicos naturales; y obtuvo ciertos
resultados espantosos preliminares en forma de tejidos imperecederos,
alimentados artificialmente a partir de huevos semi-incubados de un reptil tropical
indescriptible. Había dos cuestiones biológicas que ansiaba terriblemente
establecer: primero, si podía darse algún tipo de conciencia o actividad racional sin
cerebro, en la médula espinal y en los diversos centros nerviosos; y segundo, si
existía alguna clase de relación etérea, intangible, distinta de las células
materiales, que uniese las partes quirúrgicamente separadas que previamente
constituían un solo organismo vivo. Todo este trabajo científico requería una
prodigiosa provisión de carne humana recién muerta... y esa fue la razón por la
que Herbert West participó en la Gran Guerra.
El horrendo y abominable suceso ocurrió una medianoche, a finales de
marzo de 1915, en un hospital de campaña detrás de las líneas de St. Eloi. Aún
ahora me pregunto si no fue meramente la diabólica ficción de un delirio. West se
había montado un laboratorio particular en el lado este del edificio que se le asignó
provisionalmente, alegando que deseaba poner en práctica nuevos y radicales
métodos para el tratamiento de los casos de mutilación hasta ahora
desesperados. Allí trabajaba como un carnicero, en medio de su sanguinolenta
mercancía. Jamás llegué a acostumbrarme a la ligereza con que él manejaba y
clasificaba determinado material. A veces hacia verdaderas maravillas de cirugía
en los soldados; pero sus principales satisfacciones eran de carácter menos
público y filantrópico, y se vio obligado a dar muchas explicaciones acerca de
ruidos extraños aún en medio de aquella babel de condenados, entre los que hubo
frecuentes disparos de revólver... cosa corriente en un campo de batalla, aunque
completamente inusitada en un hospital. Los ejemplares reanimados por el doctor
West no reunían condiciones para recibir una larga existencia ni ser contemplados
por un amplio número de espectadores. Además del humano, West utilizaba gran
cantidad de tejido embrionario de reptiles que él cultivaba con resultados
singulares. Era mejor que el material humano para conservar con vida los
fragmentos privados de órganos, y esa era ahora la principal actividad de mi
amigo. En un oscuro rincón del laboratorio; sobre un extraño mechero de
incubación, tenía una gran cuba tapada, llena de esa sustancia celular de reptiles
que se multiplicaba y crecía de forma borboteante y horrenda.
La noche que hablo teníamos un ejemplar nuevo y espléndido: un hombre
físicamente fuerte y a la vez de tan elevada inteligencia, que nos garantizaba un
sistema nervioso sensible. Resultaba irónico; porque se trataba del oficial que
ayudó para que se le concediese a West su destino, y que ahora debió ser nuestro
socio. Es más; en el pasado, estudió secretamente la teoría de la reanimación
bajo la dirección de West. El comandante sir Eric Moreland Clapman-Lee, D.S.O.,
era el mejor cirujano de nuestra división, y fue designado precipitadamente al
sector de St. Eloi cuando llegaron al cuartel general noticias del recrudecimiento
de la lucha. Efectuó el viaje en un avión pilotado por el intrépido teniente Ronald
Hill, sólo para ser derribado precisamente en el punto de su destino. La caída fue
tremenda y espectacular, Hill quedó irreconocible; en cuanto al gran cirujano, el
accidente le seccionó la cabeza casi por completo, aunque el resto del cuerpo
estaba intacto. West se apoderó ansiosamente de aquel despojo inerte que fue su
amigo y compañero de estudios; me estremecí al verlo terminar de separar la
cabeza, colocarla en la diabólica cuba de pulposo tejido de reptiles con objeto de
conservarla para futuros experimentos, y seguir manipulando el cuerpo decapitado
sobre la mesa de operaciones. Inyectó sangre nueva, unió determinadas venas,
arterias y nervios del cuello sin cabeza, y cerró la horrible abertura injertando piel
de un ejemplar no identificado que había llevado uniforme de oficial. Yo sabía lo
que pretendía: comprobar si este cuerpo sumamente organizado podía dar, sin
cabeza, alguna señal de la vida mental que distinguió a sir Eric Moreland
Clapman-Lee, estudioso en otro tiempo de la reanimación. Este tronco mudo era
ahora requerido espantosamente a servir de ejemplo.
Aún puedo ver a Herbert West bajo la siniestra luz de la lámpara,
inyectando la solución reanimadora en el brazo del cuerpo decapitado. No puedo
describir la escena, me desmayaría si lo intentara, ya que era enloquecedora
aquella habitación repleta de horribles objetos clasificados, con el suelo
resbaladizo a causa de la sangre y otros desechos menos humanos que formaban
un barro cuyo espesor llegaba casi hasta el tobillo, y aquellas horrendas
anormalidades de reptiles salpicando, burbujeando y cociendo sobre el espectro
azulado y vacilante de llama, en un rincón de negras sombras.
El ejemplar, como West comentó repetidas veces, poseía un sistema
nervioso espléndido. Esperaba mucho de él; y cuando empezó a manifestar leves
movimientos de contracción, pude ver el interés febril reflejado en el rostro de
West. Creo que estaba preparado para presenciar la prueba de su cada vez más
sólida opinión que la conciencia, la razón y la personalidad pueden subsistir
independientemente del cerebro... que el hombre no posee un espíritu central
conectivo, sino que es meramente una máquina de materia nerviosa en la que
cada sección se encuentra más o menos completa en sí misma. En una triunfal
demostración, West estaba a punto de relegar el misterio de la vida a la categoría
de mito. El cuerpo ahora se contraía más vigorosamente; y bajo nuestros ojos
ávidos, empezó a jadear de forma horrible. Agitó los brazos con desasosiego, alzó
las piernas, y contrajo varios músculos en una especie de contorsión repulsiva.
Luego, aquel despojo sin cabeza levantó los brazos en un gesto de inequívoca
desesperación... de una desesperación inteligente, que bastaba para confirmar
todas las teorías de Herbert West. Evidentemente, los nervios recordaban el último
acto en vida del hombre: la lucha por librarse del avión que se iba a estrellar.
No sé exactamente, qué fue lo que siguió. Tal vez se trata sólo de una
alucinación provocada por la impresión que sufrí en aquel instante al iniciarse el
bombardeo alemán que destruyó el edificio... ¿quién sabe, ya que West y yo
fuimos los únicos supervivientes? West prefería pensar que fue eso, antes de su
reciente desaparición; pero había ocasiones en que no podía, porque era extraño
que sufriéramos los dos la misma alucinación. El horrendo incidente fue simple en
sí mismo, aunque excepcional por lo que implicaba.
El cuerpo de la mesa se levantó con un movimiento ciego, vacilante terrible;
y oímos un sonido gutural. No me atrevo a decir que se trataba de una voz, porque
fue demasiado espantoso. Sin embargo, lo más horrible no fue su cavernosidad.
Ni tampoco lo que dijo, ya que gritó tan solo: «¡Salta, Ronald, por Dios!. ¡Salta!».
Lo espantoso fue su procedencia: porque brotó de la gran cuba tapada de aquel
rincón macabro de oscuras sombras.


VI.
LAS LEGIONES DE LA TUMBA



Cuando desapareció el doctor Herbert West, hace un año, la policía de
Boston me sometió a un minucioso interrogatorio. Sospechaban que me callaba
cosas, o algo peor; pero no podía decirles la verdad porque no me habrían creído.
Sabían, efectivamente, que West estuvo complicado en actividades que iban más
allá de la capacidad de crédito de los hombres ordinarios; pues sus espantosos
experimentos sobre la reanimación de cadáveres fueron demasiado numerosas
para mantener un perfecto secreto en torno a ellos; pero la escalofriante catástrofe
final adquirió caracteres de demoníaca fantasía que me hacen dudar incluso de la
realidad de lo que vi.
Yo era el amigo más allegado de West, y su único ayudante confidencial.
Nos habíamos conocido años antes en la Facultad de Medicina, y desde el
principio participé en sus terribles investigaciones. Había intentado perfeccionar
lentamente una solución que, inyectada en las venas de un recién fallecido, podía
devolverle la vida. Este trabajo requería abundancia de cadáveres frescos, y
comportaba, por consiguiente, las actividades más espantosas. Más horribles aún
eran los resultados de alguno de sus experimentos: masas horrendas de carne
que habían estado muertas, pero que West despertaba, dotándola de una ciega,
insensata y nauseabunda animación. Estos eran los resultados usuales; ya que
para que volviera a despertar la mente era necesario que los ejemplares fuesen
absolutamente frescos, y que las delicadas células cerebrales no hubiesen sufrido
la más mínima descomposición.
Esta necesidad de cadáveres muy frescos supuso la ruina moral de West.
Eran difíciles de conseguir; y un día espantoso llegó a apoderarse de un ejemplar
cuando aún estaba vivo y en todo su vigor. Un forcejeo, una aguja, y un poderoso
alcaloide lo convirtieron en cadáver fresquísimo, y el experimento fue positivo
durante un instante breve y memorable; pero West salió de él con un alma seca y
endurecida, y una mirada fría que observaba con una especie de calculadora y
horrenda apreciación de los hombres de cerebro especialmente sensible y un
físico vigoroso. Hacia el final, cobré a West un intenso terror, ya que empezaba a
mirarme de esa misma forma. La gente no parecía darse cuenta de sus miradas,
aunque me notaba asustado; y tras su desaparición, se valieron de eso para
propalar unas sospechas absurdas.
En realidad, West tenía más miedo que yo; sus abominables trabajos lo
hacían llevar una vida furtiva y llena de sobresaltos. En parte era la policía quien le
daba miedo; pero a veces su nerviosismo era más hondo y brumoso, y estaba
relacionado con las abominaciones indescriptibles a las que inyectó una vida
morbosa, y en las que no vio extinguirse dicha vida. Por lo general, terminaba sus
experimentos con el revólver; pero a veces no era lo bastante rápido. Es lo que
ocurrió con aquel primer ejemplar en cuya saqueada sepultura se descubrieron
más tarde huellas de arañazos. Y lo que sucedió también con el cadáver de aquel
profesor de Arkham que cometió actos de canibalismo antes de ser capturado y
encerrado sin identificar en una celda del manicomio de Sefton, donde estuvo
dieciséis años golpeándose la cabeza contra las paredes. Casi todos los demás
resultados que posiblemente subsistían eran productos de lo que resulta más
difícil hablar, dado que en los últimos años, el celo científico de West degeneró en
una manía insana y fantástica, consagrando su prodigiosa habilidad no sólo a
vitalizar cuerpos enteramente humanos, sino trozos aislados de cadáveres, o
partes unidas a una materia orgánica no humana. En la época en que
desapareció. Se había convertido en algo diabólicamente repugnante; muchos de
los experimentos no podrían ser referidos en la letra impresa. La Gran Guerra, en
la que servimos los dos como cirujanos, sólo intensificó este aspecto de West.
Al decir que el miedo de West a sus ejemplares era brumoso, pensaba
sobre todo en el carácter complejo de ese sentimiento. En parte se debía sólo al
hecho de saber que aún seguían existiendo esos monstruos abominables, y en
parte a su miedo al daño corporal que podían infringirle en determinadas
circunstancias. La desaparición de estos seres aumentaban el horror de la
situación: West sólo conocía el paradero de uno de ellos, la lastimosa criatura del
manicomio. Pero, además, había un miedo más sutil: una sensación
verdaderamente fantástica, consecuencia de un extraño experimento que llevó a
cabo en el ejército canadiense, en 1915. En medio de una enconada batalla, West
reanimó al comandante Eric Moreland Clapman-Lee, D.S.O., colega nuestro que
estaba al tanto de sus experimentos, y el cual podía haberlos duplicado. Le
seccionó la cabeza a fin de poder estudiar las posibilidades de vida cuasiinteligente
del tronco. El experimento dio resultado en el mismo instante en que el
edificio era barrido por una granada alemana. El tronco se movió de forma
inteligente; y, por increíble que parezca, tuvimos la seguridad que brotaron
sonidos articulados de la cabeza seccionada que estaba en el fondo oscuro del
laboratorio. En cierto modo, la granada fue misericordiosa. Pero West jamás
estuvo seguro, como habría sido su deseo, que fuéramos él y yo los únicos
supervivientes. Después, solía hacer estremecedoras conjeturas sobre lo que
sería capaz de hacer un médico decapitado con capacidad para reanimar a los
muertos.
La ultima residencia de West fue una venerable casa, muy elegante, que
dominaba uno de los más antiguos cementerios de Boston. Había escogido el
lugar por razones puramente simbólicas y fantásticas, ya que la mayoría de los
enterramientos databan del periodo colonial, y por tanto era muy poca utilidad para
un científico que necesitaba cadáveres frescos. Había instalado el laboratorio en
un subsótano secretamente construido por obreros traídos de otra región, y en él
tenía un gran incinerador para la total y discreta eliminación de los cadáveres,
fragmentos y remedos sintéticos de cuerpos que quedaban de los morbosos
experimentos e impías diversiones del dueño. Durante la excavación de este
sótano, los obreros dieron con cierta albañilería extraordinariamente antigua; sin
duda comunicaba con el viejo cementerio, aunque era demasiado profunda para
que desembocara en algún sepulcro conocido. Después de muchos cálculos,
West concluyó que debía existir alguna cámara secreta bajo la tumba de los
Averill, en la que el último entierro se efectuó en 1768. Yo estaba con él cuando
estudió las paredes goteantes y nitrosas que dejaron al descubierto las palas y los
picos de los obreros, y estaba preparado para el espantoso escalofrío que nos
aguardaba en el instante de descubrir los secretos sepulcrales y seculares; pero
por primera vez, la nueva timidez de West se impuso a su natural curiosidad, y
traicionó su degenerada fibra imponiéndole que dejase intacta la albañilería y la
tapase con yeso. Y así permaneció, hasta la noche infernal, como parte de las
paredes del laboratorio secreto. He hablado del debilitamiento de West, pero debo
añadir que era puramente mental e intangible. Exteriormente, fue el mismo hasta
el final: tranquilo, frío, delgado, con el pelo amarillo, ojos azules y con gafas, y un
aspecto general de joven que los años y los terrores no llegaron a cambiar.
Parecía sereno incluso cuando pensaba en aquella sepultura arañada y miraba
por encima del hombro, o cuando pensaba en aquel ser carnívoro que mordía y
manoteaba los barrotes de Sefton.
El final de Herbert West comenzó una tarde, en nuestro despacho común,
cuando alternaba su extraña mirada entre el periódico y yo. Un curioso titular
atrajo su atención desde las arrugadas páginas, y una zarpa titánica pareció
atraparle desde dieciséis años atrás. En el manicomio de Sefton, a cincuenta
millas de distancia sucedió algo espantoso e increíble que dejó estupefacto al
vecindario y perpleja a la policía. A primeras horas de la madrugada; un grupo de
hombres silenciosos penetró en el parque de la institución y su jefe despertó a los
celadores. Era una amenazadora figura militar que hablaba sin mover los labios;
cuya voz parecía conectada casi ventrilocuamente a un gran estuche negro que,
transportaba. Su inexpresivo rostro tenía las facciones bien parecidas, hasta a
punto de dar la impresión de una belleza radiante, aunque el director se llevó un
sobresalto cuando la luz del vestíbulo cayó sobre él, ya que era un rostro de cera,
y los ojos de cristal pintado. Debió sucederle algún accidente atroz a este hombre.
Otro, más alto, guiaba sus pasos: un sujeto repugnante cuya cara azulada
aparecía medio devorada por alguna enfermedad desconocida. El que hablaba
pidió que le cediesen la custodia del monstruo caníbal traído de Arkham hacía
dieciséis años; y al serle negada, dio una señal que provocó un espantoso
alboroto. Los demonios aquellos golpearon, patearon y mordieron a todos los
celadores que no lograron huir; mataron a cuatro, y finalmente consiguieron liberar
al monstruo. Estas víctimas, que podían recordar el suceso sin histerismos,
juraban que las criaturas se comportaron menos como hombres que como puros
autómatas guiados por el jefe de cabeza de cera. Cuando les llegó ayuda,
aquellos hombres y la criatura caníbal habían desaparecido sin dejar rastro.
Desde el momento en que leyó el artículo, hasta la medianoche, West
permaneció casi paralizado. A las doce sonó el timbre de la puerta y se sobresaltó
terriblemente. Todos los criados dormían en el ático, de modo que fui yo a abrir.
Como he contado a la policía, no había ningún vehículo en la calle; sólo vi un
grupo de figuras de aspecto extraño, con un gran estuche cuadrado que
depositaron en la entrada, después de gruñir uno de ellos con voz
asombrosamente inhumana: «Correo urgente; pagado». Salieron de la casa con
paso desigual, y al verles alejarse, tuve el extraño convencimiento que se dirigían
al antiguo cementerio con el que lindaba la parte de atrás de la casa. Al oírme
cerrar la puerta de golpe, bajó West y miró la caja. Tenía unos dos pies
cuadrados, y llevaba el nombre correcto de West, con su actual dirección.
También traía remitente: «Eric Moreland Clapman-Lee, St. Clare. Eloi, Flandes».
Seis años antes, en Flandes, el hospital se había derrumbado, a causa de una
granada, sobre el tronco decapitado y reanimado del doctor Clapman-Lee, y sobre
su cabeza separada, la cual —quizás— había llegado a proferir sonidos
articulados. Ahora West ni siquiera se emocionó. Su estado era más espantoso.
Dijo rápidamente: «Es el fin... pero incineremos... esto». Transportamos la caja
hacia el laboratorio, con el oído atento. No recuerdo muchos de los detalles —ya
pueden imaginar mi estado psíquico—, pero es una mentira maliciosa decir que
fue el cuerpo de Herbert West lo que metí en el incinerador. Entre los dos,
introdujimos la caja sin abrir, cerramos la puerta, y conectamos la corriente. Y no
brotó sonido alguno la caja.
Fue West quien observó primero que se caía el yeso de una parte de la
pared, donde antes fue cubierta la antigua albañilería de la tumba. Iba yo a echar
a correr, pero él me retuvo. Entonces vi una pequeña abertura negra, sentí una
bocanada de viento frío y hediondo, y percibí el olor de las entrañas abominables
de una tierra pútrida. No oímos ningún ruido; pero en ese preciso instante se
apagaron las luces, y vi recortarse contra cierta fosforescencia del mundo inferior
una horda de seres silenciosos que avanzaban penosamente, producto de la
locura... o de algo peor. Sus siluetas eran humanas, semihumanas; se trataba de
una horda grotescamente heterogénea. Retiraban las piedras en silencio, una a
una, del muro secular. Luego, cuando la brecha fue bastante ancha, entraron al
laboratorio en fila de a uno, guiados por el ser de paso solemne y cabeza de cera.
Una especie de monstruosidad, con ojos desorbitados que marchaba detrás del
jefe, agarró a Herbert West. West no se resistió ni profirió grito alguno. Luego se
abalanzaron todos sobre él y lo despedazaron ante mis ojos, llevándose sus
trozos a la cripta subterránea de fabulosas abominaciones. El jefe de cabeza de
cera, que iba vestido con uniforme de oficial canadiense, se llevó la cabeza de
West. Al desaparecer, vi que sus ojos azules; detrás de las gafas, centelleaban
espantosamente, revelando por primera vez una frenética y visible emoción.
Los criados me encontraron inconsciente por la mañana. West había
desaparecido. El incinerador contenía sólo ceniza inidentificable. Los detectives
me han interrogado; pero, ¿qué puedo decir? No relacionarán a West, con la
tragedia de Sefton; ni con eso, ni con los hombres de la caja, cuya existencia
niegan. Les hablé de la cripta; pero ellos me enseñaron el yeso intacto de la
pared, y se han reído. Así que no les conté nada más. Quieren dar a entender que
estoy loco, o que soy un asesino; probablemente es que estoy loco. Pero podría
no ser así, si esas condenadas legiones de las tumbas no estuviesen tan calladas.


F I N
 
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nubarus
view post Posted on 19/12/2008, 21:41




MAS ALLÁ DEL MURO DEL SUEÑO
H. P. LOVECRAFT


Me pregunto a menudo si la mayoría de la humanidad se ha parado alguna vez a pensar en la enorme importancia que a veces tienen los sueños, y en el oscuro mundo al que pertenecen. Aunque la mayor parte de nuestras visiones nocturnas no son quizá más que débiles y fantásticos reflejos de nuestras experiencias vigiles ——en contra de lo que sostiene Freud con su simbolismo pueril—, hay sin embargo algunas cuyo carácter extramundano y etéreo permite una interpretación excepcional, y cuyo efecto vagamente emocional e inquietante sugiere posibles atisbos de una esfera de existencia mental no menos importante que la vida física, aunque separada de dicha vida por una barrera infranqueable. Según mi experiencia, no cabe duda de que el hombre, una vez perdida la conciencia terrena, reside en una vida incorpórea muy distinta de la vida que conocemos, de la qué, al despertar, sólo perduran los recuerdos más ligeros y confusos. De estos recuerdos fragmentarios y brumosos pueden inferirse muchas cosas, aunque es poco lo que se puede demostrar. Es posible adivinar que en la vida onírica, lo
que la tierra entiende por vitalidad y materia no son realidades necesariamente constantes; y que el tiempo y el espacio no existen tal como nuestro yo vigil los comprende. A veces creo que esta vida menos material es nuestra vida más auténtica, y que nuestra vana presencia en el globo terráqueo es en sí misma un fenómeno secundario o meramente virtual.
Despertaba yo, una tarde del invierno de 1900-1, de una ensoñación juvenil colmada de divagaciones de este género, cuando ingresaron en la institución estatal para enfermos mentales en la que trabajo como interno al hombre cuyo caso me ha venido obsesionando de manera incesante desde entonces. Su nombre, según figura en su historial médico, era Joe Slater, o Slaader, y su aspecto era el del típico habitante de la región de Catskill Mountain: uno de esos descendientes extraños y repugnantes de una raza de campesinos coloniales cuyo aislamiento durante casi tres siglos en una región montañosa y poco transitada les ha hundido en una especie de bárbara degeneración, en vez de progresar con sus hermanos mas afortunadamente asentados en distritos con cierta densidad de la población. Entre esas gentes extrañas, que equivalen justamente al elemento decadente de la «chusma blanca» del sur, no existe la ley ni la moral; y su nivel mental se encuentra sin duda por debajo del de cualquier sector de la población nativa americana.
Joe Slater, que llegó a la institución bajo la vigilante custodia de cuatro policías estatales y fue calificado de persona sumamente peligrosa, no dio muestras de peligrosidad alguna la primera vez que le vi. Aunque de estatura bastante superior a la media, y de constitución algo musculosa, tenía un absurdo aspecto de inofensiva estupidez debido al azul pálido y soñoliento de sus ojillos aguanosos, su barba rala, descuidada y amarilla, y un grueso labio inferior que le colgaba con indiferencia. Se desconocía su edad, ya que estas gentes carecen de censos vecinales y de lazos familiares permanentes; pero por la calvicie de la parte delantera de su cabeza, y el estado de deterioro de sus dientes, el cirujano jefe le inscribió como hombre de unos cuarenta años.
Por los informes médicos y judiciales nos enteramos de cuanto se había podido recoger sobre su caso; este hombre, vagabundo, cazador y trampero, había sido siempre un extraño a los ojos de sus primitivos camaradas. Solía dormir más de lo corriente; y al despertar hablaba a menudo de forma tan singular sobre cosas que nadie sabia, que inspiraba temor aun en los corazones de un populacho sin imaginación. No es que su lenguaje fuese insólito en absoluto, pues jamás hablaba si no era en el degradado dialecto de su ambiente; pero el tono y tenor de sus expresiones eran de tan misteriosa extravagancia, que nadie podía escucharle sin aprensión. Por lo general, él mismo se mostraba tan aterrado y perplejo como, sus oyentes, y una hora después de despertar había olvidado cuanto había dicho, o al menos las razones que le habían impulsado a decirlo, cayendo en una normalidad bovina, semiafable, como la de los demás habitantes de los montes.
A medida que Slater se fue haciendo mayor, al parecer, sus aberraciones matutinas se hicieron más frecuentes y violentas; hasta que alrededor de un mes antes de su llegada a la institución sucedió la espantosa tragedia que motivó su detención. Al despertar un mediodía del profundo sueño en que cayera sobre las cinco de la tarde del día anterior a causa de una orgía de whisky, el hombre empezó de repente a proferir unos aullidos tan espantosos y terribles, que atrajeron a varios vecinos a su choza:
una pocilga inmunda donde convivía con una familia tan indescriptible como él. Saliendo precipitadamente a la nieve, alzó los brazos y comenzó a dar saltos en el aire, gritando que quería llegar a una «cabaña grande, grande, de techo, paredes y suelo resplandecientes, y una música lejana y singular». Cuando trataron de sujetarle dos hombres de regular estatura, se debatió con fuerza maníaca, gritando que quería y necesitaba buscar y matar a cierto «ser que brilla y tiembla y se ríe». Finalmente, tras derribar a uno de los que le sujetaban con un golpe repentino, se abalanzó sobre el otro en un demoníaco y sanguinario frenesí, gritando de forma enloquecedora que saltaría «muy alto y abrasaría cuanto se opusiera a su paso>>.
La familia y los vecinos habían huido aterrados; y al regresar los más valerosos, Slater había desaparecido, dejando tras él una masa pulposa e irreconocible que una hora antes había sido un ser humano. Ninguno de los montañeses se había atrevido a seguirle, y probablemente se hubieran alegrado si hubiese muerto de frío; pero cuando, días después, oyeron sus alaridos en un barranco lejano, comprendieron que había logrado sobrevivir, y que, de una forma o de otra, había que eliminarle. A continuación se había organizado una cuadrilla de búsqueda que (fueran cuales fuesen sus intenciones) se convirtió en pelotón del sheriff cuando uno de los miembros de la escasa policía montada del estado vio casualmente a los buscadores, les interrogó y se unió finalmente a ellos.
Al tercer día encontraron a Slater inconsciente en el hueco de un árbol, y lo llevaron a la cárcel más próxima, donde lo reconocieron los alienistas de Albany tan pronto como volvió en si. Les contó una historia muy simple. Dijo que una tarde, hacia la puesta de sol, se había acostado después de haber bebido en exceso. Se había despertado de pie en la nieve, delante de su cabaña, con las manos ensangrentadas y el cadáver destrozado de su vecino Peter Slader a sus pies. Horrorizado, había echado a correr hacia los bosques en un vago esfuerzo por huir de la escena de lo que sin duda había sido su crimen. Aparte de esto, parecía no saber nada más; el experto en interrogatorios tampoco pudo sacar en claro un solo dato más.
Esa noche Slater durmió tranquilo, y a la mañana siguiente despertó sin ningún síntoma particular, salvo cierta alteración en su modo de hablar. El doctor Barnard, que había estado observando al paciente, creyó notar en sus ojos azul pálido cierto brillo especial, y una tirantez en sus labios fláccidos apenas perceptible, como debida a una determinación inteligente. Pero al interrogarle, Slater cayó de nuevo en su habitual embotamiento de montañés, y se limitó a repetir lo que había dicho el día anterior.
Al tercer día por la mañana ocurrió el primero de los ataques mentales del hombre. Tras manifestar ciertos síntomas de desasosiego durante el sueño, estalló en un acceso frenético tan tremendo que hicieron falta cuatro hombres para ponerle la camisa de fuerza. Los alienistas escucharon sus palabras con profunda atención, dada la enorme curiosidad que habían despertado en todos ellos las sugestivas historias, casi todas contradictorias e incoherentes, que habían contado su familia y sus vecinos. Slater estuvo desvariando durante más de un cuarto de hora, balbuceando en su tosco dialecto sobre verdes edificios de luz, océanos de espacio, extrañas músicas, y montes y valles sombríos. Pero sobre todo, se demoró hablando de cierta entidad misteriosa y resplandeciente que temblaba y reía y se burlaba de él. Esta entidad, inmensa y vaga, parecía haberle infligido un daño terrible, y era su deseo supremo matarla en triunfal venganza. Para lograrlo, decía, ascendería por encima de los abismos del vacío, abrasando cuantos obstáculos se interpusieran en su camino. Por esos derroteros corría su discurso, cuando cesó de la forma más inesperada. Se apagó en sus ojos el fuego de la locura, se quedó mirando con asombro a sus interrogadores, y les preguntó por qué le tenían atado. El doctor Barnard le quitó el arnés de cuero y no se lo volvió a poner hasta la noche, en que logró convencer a Slater para que se lo colocara voluntariamente, por su propio bien. El hombre había admitido ahora que a veces hablaba de manera extraña, aunque no sabía por qué.
En el curso de una semana sufrió dos ataques más, aunque los doctores no lograron averiguar nada. Sin embargo, especularon extensamente sobre el origen de las visiones de Slater, ya que, como no sabía leer ni escribir, y .al parecer no había oído contar jamás una sola leyenda ni cuento de hadas, su espléndida imaginación resultaba totalmente inexplicable. El hecho de que el desventurado lunático se expresara sólo en su lenguaje simple probaba claramente que aquello no lo había sacado de ninguna fábula ni mito conocidos. Desvariaba sobre cosas que no entendía ni era capaz de interpretar; cosas que él pretendía saber, pero que no podía haber conocido a través de un relato coherente y normal. Los alienistas coincidieron muy pronto en que el fundamento de su perturbación estaba en sus sueños anormales; sueños cuya viveza podía llegar a dominar por completo, durante un rato, la mente vigil de este hombre básicamente inferior . Slater fue juzgado por homicidio con el debido rigor, se le absolvió a causa de su demencia, y fue internado en la institución en la que yo ocupaba una modesta plaza.
He dicho ya que soy un constante especulador sobre la vida onírica, de modo que es fácil imaginar la ansiedad con que me dediqué al estudio del nuevo paciente, tan pronto como comprobé la veracidad de su caso. El pareció percibir cierta simpatía en mí, consecuencia sin duda del interés que yo no podía ocultar, y de la manera afable con que le preguntaba. No llegó a reconocerme nunca durante sus ataques, en los que yo escuchaba con el aliento contenido sus descripciones caóticas, aunque cósmicas; pero me conocía en sus horas de tranquilidad, cuando permanecía sentado junto a su ventana enrejada, trenzando cestos de paja y de sauce, tal vez con el pensamiento puesto en la libertad de las montañas que quizá no volvería a disfrutar. Su familia no fue jamás a visitarle; probablemente porque había encontrado a otro jefe temporal, según es costumbre en esas gentes decadentes de las montañas.
Poco a poco, empecé a sentir una abrumadora admiración por las locas y frenéticas concepciones de Joe Slater. En si mismo, el hombre era lastimosamente inferior, tanto desde el punto de vista mental como lingüístico; pero sus visiones espléndidas y gigantescas, aunque descritas en una jerga bárbara e incoherente, eran de tal naturaleza que sólo un cerebro excepcional y superior sería capaz de concebir. ¿Cómo, me preguntaba a menudo, la embotada imaginación de un degenerado de Catskill era capaz de evocar visiones cuya sola posesión implicaba una latente chispa de genio? ¿Cómo había podido alcanzar un rústico palurdo nada menos que una idea de esas regiones luminosas y excelsas del espacio de las que hablaba Slater en sus furiosos delirios? Cada vez me sentía más inclinado a creer que en la personalidad que se humillaba ante mí se encontraba el núcleo perturbado de algo que escapaba a mi entendimiento, de algo que estaba infinitamente más allá de la comprensión de mis colegas más expertos, aunque médica y científicamente menos imaginativos que yo.
Y sin embargo, no conseguía sacar nada en concreto de este hombre. El resumen de toda mi investigación era que Slater vagaba o flotaba en una especie de vida Onírica semicorporal por espléndidos y prodigiosos valles, prados, jardines, ciudades y palacios de luz, en una región ilimitada y desconocida para el hombre; que allí no era un campesino y un degenerado, sino una criatura importante y de vida intensa que se desenvolvía de forma orgullosa y dominante, y sólo la obstaculizaba determinado enemigo mortal, una entidad visible al parecer, aunque de constitución etérea y carente de forma humana, ya que Slater jamás la mencionaba como si fuese un hombre ni cosa alguna, sino como el ser. Y este ser le había infligido a Slater alguna clase de daño espantoso pero desconocido, del que el maníaco (si es que era maníaco) ansiaba vengarse.
Por el modo en que Slater aludía a sus relaciones, supuse que él y el ser luminoso se habían enfrentado en igualdad de condiciones; que en su existencia onírica, el hombre era también un ser luminoso de la misma raza que su enemigo. Esta impresión la confirmaban sus frecuentes referencias a volar por el espacio y abrasar ideas se interpusiese en su camino. No obstante, tales ideas las formulaba en unos términos rudimentarios y totalmente inapropiados para expresarlos, circunstancia que me llevó a la conclusión de que si existía efectivamente un mundo onírico, el lenguaje oral no era su medio de transmisión de pensamientos. ¿Sería quizá, que el alma soñadora que habitaba este cuerpo inferior estaba luchando desesperadamente por decir cosas que la lengua simple y defectuosa de la torpeza no era capaz de expresar? ¿Acaso me encontraba ante emanaciones intelectuales que podían explicar el misterio, con tal de que fuese yo capaz de aprender a descubrirlas y leerlas? No dije nada de todo esto a los médicos mayores que yo, pues la madurez es escéptica, cínica, y está poco dispuesta a aceptar ideas nuevas. Además, el director de la institución me había advertido últimamente, con su tono paternal, que trabajaba demasiado; que mi cabeza necesitaba descansar.
Yo tenía desde hacia tiempo la convicción de que el pensamiento humano está compuesto fundamentalmente de emociones moleculares capaces de convertirse en ondas o radiaciones de energía como el calor, la luz y la electricidad. Esta creencia me había llevado muy pronto a pensar en la posibilidad de establecer comunicación telepática o mental por medio de un aparato adecuado, y en mis tiempos de la universidad había confeccionado un juego de aparatos transmisores y receptores, en cierto modo semejantes a los voluminosos artilugios utilizados en la telegrafía sin hilos de esa época rudimentaria anterior a la radio. Los había probado con un compañero de estudios, aunque no había conseguido ningún resultado positivo; luego los había empaquetado y arrinconado, junto con otros chismes científicos, por si me hacían falta más adelante.
Ahora, en mi intenso deseo de sondear la vida onírica de Joe Slater, busqué estos instrumentos otra vez, y me pasé varios días reparándolos para ponerlos en funcionamiento. Cuando los tuve a punto nuevamente, no perdí ocasión de probarlos. Cada vez que Joe Slater sufría un acceso, acoplaba el transmisor en su frente y el receptor en la mía, efectuando constantes y delicados ajustes para distintas e hipotéticas longitudes de onda de energía mental. Yo tenía muy poca idea, caso de que se produjera dicha transmisión, de cómo las señales mentales emitidas despertarían una respuesta inteligente en mi cerebro; pero estaba convencido de que podría percibirías e interpretarlas. De modo que seguí adelante con mis experimentos, aunque sin informar a nadie de su naturaleza.
Y el veintiuno de febrero de 1901, ocurrió. Al pensar en ello ahora, después de tantos años, me doy cuenta de lo inverosímil que parece, y a veces me pregunto si el doctor Fenton no tenía razón cuando lo atribuyó todo a mi excitada imaginación. Recuerdo que me escuchó con gran amabilidad y paciencia cuando se lo conté, pero después me dio unos polvos sedantes, y me concedió medio año de vacaciones, de las que empecé a disfrutar a la semana siguiente.
Aquella noche fatídica me sentía enormemente inquieto y preocupado, ya que a pesar de los excelentes cuidados que Joe Slater recibía, se moría de manera inequívoca. Quizá era la nostalgia de su libertad en las montañas lo que le consumía; o puede que el trastorno de su cerebro se había vuelto demasiado agudo para poderlo soportar su organismo indolente; el caso es que la llama de la vitalidad se iba apagando en aquel cuerpo decadente. Cayó en un sopor al acercarse el final, y al anochecer se sumió en un sueño inquieto.
No le puse la camisa de fuerza, como era costumbre cuando dormía, ya que le vi demasiado débil para que se pusiese peligroso, aun cuando sufriera un acceso de violencia antes de expirar. Pero ajusté en su cabeza y en la mía los dos extremos de mi «radio» cósmica, esperando, contra toda esperanza, un primer y último mensaje del mundo de los sueños, en el escaso tiempo que quedaba. En la celda, con nosotros, estaba un enfermero, un tipo mediocre que no entendía el objeto de mi aparato, ni se le ocurrió preguntarme qué estaba haciendo. Pasadas algunas horas, le vi inclinar pesadamente la cabeza vencido por el sueño, pero no le molesté. Yo mismo, sosegado por las rítmicas respiraciones del hombre sano y del moribundo, empecé a cabecear poco después.
El rumor de una melodía lírica y misteriosa me despabiló. Cuerdas, vibraciones, armonías extáticas resonaban apasionadamente en todas partes, en tanto que, ante mis ojos arrobados, irrumpía un prodigioso espectáculo de absoluta belleza. Muros, columnas y arquitrabes de fuego viviente resplandecían cegadores alrededor del lugar donde yo parecía flotar en el aire, y se elevaban hasta una cúpula de altura infinita e indescriptible esplendor. Mezclándose con este alarde de radiante magnificencia, o más bien suplantándolo periódicamente en calidoscópica rotación, surgían fugaces visiones de inmensas llanuras y valles graciosos y altísimas montañas y grutas seductoras, todo ello adornado con los atributos más encantadores que mis fascinados ojos eran capaces de concebir, aunque formado de una sustancia plástica, esplendorosa y etérea, que participaba tanto del espíritu como de la materia. Mientras miraba, me di cuenta de que en mi propio cerebro estaba la clave de estas encantadoras metamorfosis; pues cada paisaje que se me aparecía era el que mi mente cambiante deseaba contemplar. En medio de estas regiones elíseas, yo no era un extraño; pues cada visión y sonido me era familiar; como lo había sido antes, durante innumerables evos de eternidad, y lo seguiría siendo eternamente en el futuro.
Luego se acercó el aura resplandeciente de mi hermano de luz y entabló un coloquio conmigo, de alma a alma, en mudo y perfecto intercambio de pensamientos. Era la hora del triunfo inminente; pues, ¿acaso no iba a escapar al fin para siempre mi compañero de la periódica y degradante esclavitud, y se disponía a seguir al maldito opresor hasta los supremos campos del éter, desde los cuales podía lanzar una venganza cósmica y abrasadora capaz de hacer estremecer las esferas? Estuvimos flotando así algún tiempo, hasta que, percibí un leve emborronamiento de los objetos que nos rodeaban, como si una fuerza me llamase a la tierra... que era adonde menos deseaba yo ir. La forma que estaba cerca de mi pareció sentir el mismo cambio también, ya que gradualmente llevó su discurso hacia una conclusión, se dispuso a abandonar el escenario, y desapareció de mi vista algo menos rápidamente de como lo habían hecho los demás objetos. Intercambiamos unos cuantos pensamientos más, y supe que el ser luminoso y yo debíamos volver a la esclavitud, aunque para mi hermano de luz sería la última vez. Casi consumido su doloroso caparazón terrestre, mi compañero tardaría menos de una hora en liberarse, y estar en disposición de perseguir al opresor a lo largo de la Vía Láctea y más allá de las estrellas, hasta los mismos confines del infinito. Un impacto muy definido separa mi impresión final del evanescente escenario luminoso respecto de mi súbito y algo avergonzado despertar y enderezamiento en la silla, al ver moverse de manera vacilante la agónica figura de la cama. En efecto, Joe Slater se estaba despertando, aunque quizá por última vez. Al observarle con más atención, vi que en sus flacas mejillas brillaban unas manchas de color que nunca había tenido. Sus labios, también, parecían extraños: los tenía muy apretados, como por la fuerza de un carácter más enérgico que el que siempre había manifestado el paciente. Por último, empezó a ponérsele la cara tensa, y volvió la cabeza desasosegadamente y con los ojos cerrados.
No desperté al enfermero dormido, sino que volví a ajustarle el casco de mi «radio» telepática, que se le había ladeado ligeramente, dispuesto a captar cualquier mensaje de despedida que el soñador pudiera emitir. De pronto, volvió la cabeza con energía hacia mi, con los ojos abiertos, y me quedé mirándole con asombro. El hombre que había sido Joe Slater, el decadente de Catskill, me observaba con ojos luminosos y dilatados cuyo azul parecía haberse vuelto sutilmente más profundo. En aquella mirada no se percibía rastro alguno de locura ni de degeneración, y tuve la certeza de que estaba viendo un semblante tras el que había una mente activa de primer orden.
En esta coyuntura, mi cerebro tuvo conciencia de estar recibiendo una influencia firme y externa. Cerré los ojos para concentrar más profundamente mis pensamientos, y vi recompensado este esfuerzo por el conocimiento positivo de que mi tanto tiempo anhelado mensaje mental había llegado al fin. Cada idea transmitida adquirió forma rápidamente en mi mente; y aunque no se utilizó ningún lenguaje real, mi habitual asociación de concepción y expresión fue tan grande que me pareció recibir el mensaje en inglés ordinario.
Joe Slater ha muerto —me llegó la voz paralizadora de un agente de más allá del muro del sueño. Mis ojos abiertos buscaron el lecho del dolor con horrorizada curiosidad, pero los ojos azules aún me miraban serenamente, y el semblante aún estaba animado por la inteligencia—. Es mejor que haya muerto, ya que no estaba preparado para contener el intelecto activo de una entidad cósmica. Su cuerpo grosero no ha podido soportar los ajustes necesarios entre la vida etérea y la vida planetaria. Era demasiado animal, demasiado poco humano; sin embargo, gracias a su deficiencia, has llegado tú a descubrirme, ya que las almas cósmicas y las planetarias no deberían encontrarse jamás. El ha sido mi tormento y mi prisión diurna durante cuarenta y dos de vuestros años terrestres.
«Soy una entidad como aquella en la que tú mismo te conviertes cuando duermes libremente sin sueños. Soy tu hermano de luz, y he flotado contigo por los valles resplandecientes. No me está permitido hablar al yo vigil de tu ser real; pero somos vagabundos de los espacios inmensos y viajeros de los vastos períodos de tiempo. Quizá, el año próximo, esté yo morando en el Egipto que vosotros llamáis antiguo, o en el imperio cruel de Tsan Chan, que llegará dentro de tres mil años. Tú y yo hemos vagado por los mundos que giran en torno al rojo Arcturus, y hemos vivido en los cuerpos de los filósofos-insectos que se arrastran orgullosos sobre la cuarta luna de Júpiter. ¡ Qué poco conoce el yo terrestre la vida y sus dimensiones! ¡Qué poco, en efecto, debe saber, para su propia tranquilidad!
«No puedo hablar del opresor. Los de la tierra habéis notado inconscientemente su lejana presencia... vosotros, que sin saberlo disteis ociosamente el nombre de Algol, la estrella del Demonio a ese faro parpadeante. Durante evos interminables he intentado en vano enfrentarme y vencer al opresor, retenido por ataduras corporales. Esta noche voy como una Némesis por tando justa y abrasadoramente la venganza cataclísmica. Mírame en el cielo, muy cerca de la estrella del Demonio.
«No puedo seguir hablando, ya que el cuerpo de Joe Slater se está quedando frió y rígido, y el tosco cerebro está dejando de vibrar como yo quiero. Has sido mi único amigo en este planeta, la única alma que me ha sentido y me ha buscado en la repugnante forma que yace en este lecho. Nos veremos otra vez, quizá en las brillantes brumas de la Espada de Orión, quizá en una meseta desolada del Asia prehistórica, quizá en sueños no recordados esta noche, o bajo alguna otra forma, en los evos venideros, cuando el sistema solar haya dejado de existir».
En ese instante se interrumpieron bruscamente las ondas de pensamiento, y los pálidos ojos del soñador
—¿o debo decir del hombre muerto?— comenzaron a vidriarse como los de un pez. Medio estupefacto, me acerqué a la cama y le cogí la muñeca, pero la encontré fría, rígida, sin pulso. Volvieron a palidecer las mejillas, y se abrieron los gruesos labios revelando los dientes repulsivamente corroídos del degenerado Joe Slater. Me sacudió un escalofrío; eché una manta sobre el rostro espantoso, y desperté al enfermero. Luego salí de la celda y me fui en silencio a mi habitación. Sentía un inexplicable y repentino deseo de dormir y soñar cosas que no debo recordar.
¿El clímax? ¿Qué informe puramente científico’ puede presumir de tal efecto retórico? Me he limitado a consignar ciertos hechos que considero reales, para dejar que vosotros los interpretéis a vuestro gusto. Como he reconocido ya, mi director, el doctor Fenton, niega que sea real lo que he relatado. Jura que sufrí una crisis nerviosa, y que necesitaba muchísimo esas largas vacaciones pagadas que tan generosamente me concedió. Me asegura por su honor profesional que Joe Slater era un paranoico profundo, cuyas fantásticas ideas debían provenir de toscas historias que siempre se transmiten de generación en generación, aun en las comunidades más decadentes. Todo eso me dice... sin embargo, no puedo olvidar lo que vi en el cielo, la noche siguiente a la muerte de Slater. Para que no me creáis un testigo parcial, dejo que otra pluma añada este testimonio final, que quizá aporte ese clímax que esperabais. Cito literalmente la reseña sobre la estrella Nova Persei de las páginas de esa eminente autoridad en astronomía que es el profesor Garret P. Serviss:

«El 22 de febrero de 1901, el doctor Anderson de Edimburgo descubrió una nueva y maravillosa estrella, no muy lejos de Algol. Hasta ahora, no se había visto estrella alguna en ese punto. Dentro de veinticuatro horas, la desconocida había adquirido tal brillo que había superado el resplandor de Capella. En el plazo de una semana o dos, había menguado visiblemente, y en el curso de unos meses apenas se distinguía a simple vista>>.
 
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nubarus
view post Posted on 22/12/2008, 23:17




El Necronomicón

Un tratado de horror cósmico.

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Dioses impíos y malignos que en otro tiempo dominaron este Universo fueron vencidos por otra raza de deidades. Se les envió a remotas regiones más allá de las estrellas, fuera de nuestro espacio-tiempo. Así lo afirma un extraño libro que, para algunos, es sólo la invención de un literato, H. P. Lovecraft. Pero según diversos ocultistas, nigromantes y sociedades secretas que pretenden abrir las puertas a horrores desconocidos para el género humano, es algo muy real. Se trata del Grimorio de los grimorios: el Necronomicón, el "Libro de los nombres muertos".


Artículo de Javier Arriés publicado en Año/Cero (Año IX Nº 8)


La Horda del Sepulcro no otorga privilegios a sus adoradores. Son escasos en poder, pues sólo alcanzan a alterar dimensiones espaciales de pequeñas magnitudes y a hacer tangible únicamente aquello que en otras dimensiones nace de los muertos. Tendrán dominio y potestad donde quiera que fueran entonados los cánticos en loor de Yog-Sathoth, si es la época propicia, pero pueden atraer a quienes abran las puertas que son suyas, en las moradas sepulcrales. No poseen consistencia en nuestra humana dimensión, pero penetran en la mortal envoltura de los seres terrestres y en ellos se cobijan y nutren mientras aguardan a que se cumpla el tiempo de las estrellas fijas y se abra la puerta de infinitos accesos liberando a Aquél que, tras ella, intenta deztrozarla para abrirse camino... Esta profecía nada tranquilizadora procedería de ese antiguo libro en el que supuestamente se describen un sinfín de seres terroríficos, ceremonias destinadas a abrir los portales que les darían acceso a nuestro mundo, razas desconocidas para el ser humano, una historia que se remonta al comienzo del Universo y la descripción de un futuro horrible en que la humanidad y el Universo conocido caerán en un reinado de terror, degeneración y locura, bajo el yugo de dioses venidos de lejanas regiones siderales, situadas más allá de nuestro espacio-tiempo.

LA VOZ DE LA LOCURA

El nombre de Yog-Sothoth ya le habrá resultado familiar a algún que otro lector familiarizado en las ciencias ocultas y la literatura de terror. En efecto, es uno de esos terribles personajes que pueblan los relatos de Howard Phillips Lovecraft, el oscuro escritor que inició un ciclo que se ha dado en llamar los Mitos de Cthulhu, una serie de terroríficas narraciones basadas en una cosmogonía propia, con dioses, cultos abominables, seres que les sirven y personajes que tropiezan con raros libros donde se pone de manifiesto una realidad desconocida para la raza humana. El nombre de uno de esos tratados resuena frecuentemente, a lo largo de los relatos: el Necronomicón. Para el lector corriente se trata de una ficción, pero para algunos investigadores se trata de un texto real. El Necronomicón, cuya auténtica denominación sería Al-Azif, palabra que en árabe, según Lovecraft, designa el ruido nocturno de los insectos, atribuido en otro tiempo a los demonios, describe unas horribles entidades que ya existían antes de que naciera este mundo y a las que, siguiendo sus instrucciones, se puede ayudar a volver. Son los Antiguos, los Dioses Primigenios o primordiales, seres de pesadilla, la quintaescencia de todo mal. Los Antiguos habrían llegado a la Tierra antes de todo tiempo conocido, e instauraron un reinado tiránico asistido "por otras razas que, por practicar la magia negra, fueron expulsados, pero viven aún en el Exterior, dispuestas en todo momento a volver a apoderarse de la Tierra". Una de estas formas de vida especialmente, anterior a la humana, a la que el Necronomicón daría el nombre de Gran Raza De Yith, se alzó contra sus creadores. Los seres de la Gran Raza no tienen forma, parasitan los cuerpos de otras especies y pueden moverse a través del tiempo. De hecho, cada vez que se encuentran en peligro huyen hacia algún espacio-tiempo más favorable donde se apoderan de los cuerpos de alguna forma de vida adaptada a sus necesidades. Cuando fueron derrotados, huyeron a un tiempo por delante del nuestro, donde según el libro, se habrían apoderado del cuerpo de unos escarabajos que sucederán al hombre en el dominio de la Tierra.

Los dioses primigenios entraron a su vez en conflicto con otra categoría de divinidades estelares, los Arquetípicos, originarios de la estrella Betelgeuse. Más que de benévolos habría que calificarles de indiferentes respecto de la suerte de la humanidad, a la que consideran una de las muchas formas de vida mortales e insignificantes que pueblan nuestro continuo espacio-tiempo. La rebelión, encabezada por Azathoth, acabó, tras una larga y denodada lucha, con la derrota de los dioses primigenios hace ya incontables eones. El más famoso de ellos, el horrible Cthulhu, fue condenado en nuestro mundo a permanecer en la ciudad sumergida de R?lyeh, donde, aunque muerto, permanece soñando y esperando el día de su despertar. La Ciudad de R?lyeh estaría situada en algún punto cerca de Pónape, en las Islas Carolinas, zona donde se encuentran las ciclópeas ruinas semisumergidas de Nan Madol. El jefe de la rebelión, Azathoth, el Caos Idiota, fue privado de inteligencia y voluntad. Su horrorosa forma, culmen de la angustia y esencia de un a locura devoradora de consciencias, fue arrojada junto a Yog-Sothoth, una de cuyas manifestaciones más conocidas es una infinidad de globos iridiscentes que consumen y queman el espíritu, fuera de nuestro espacio-tiempo. Cthugha fue apresado en la estrella Fomalhaut. Ithaquoa, al que llaman El Que Camina En El Viento está atrapado bajo un poderoso sello entre los hielos árticos. El inefable Hastur fue confinado en un paraje cerca de la ciudad de Karkosa, en el cúmulo estelar de las Híadas. La fortaleza negra sobre la ciudad de Kadath, en el Desierto de Hielo, una región en la zona fronteriza entre el mundo de la vigilia y el del sueño, es la prisión de muchos Primigenios menores. Otros primigenios, mayores y menores, como Dagon o Ghatanothoa, el Dios-Demonio, permanecen atrapados en una u otra forma en diferentes Universos y dimensiones. Tan sólo el malvado Nyarlathotep, el Que No Tiene Rostro, parece haber escapado a la prisión o al exilio.


"ALGO" ENTRARÁ EN NUESTRO ESPACIO-TIEMPO

Las revelaciones del Necronomicón serían aún más inquietantes, pues aunque los Primigenios están atrapados en diferentes cárceles dimensionales, toda una multitud de híbridos y razas que los adoraron en su momento perviven en el Universo. Los individuos de esas especies, muchas de las cuales son formas de vida degenerada, perciben los ecos de sus dioses y tratan de violentar los sellos que los aprisionan para liberar a los Antiguos. Algunas de las láminas ilustradas del Necronomicón mostrarían a esos seres de aspecto aterrador que el artista Giger ha recreado magistralmente. En nuestro propio mundo bajo cuyo uno de los océanos permanece aletargado el Gran Cthulhu, existiría una forma de vida híbrida, los Profundos, en cuyos sueños penetra la voz del dios. Tales seres tienen aspecto humano durante sus primeros años de vida, aunque con rasgos de batracio. Según transcurre su desarrollo, sus característica de anfibio van pasando a un primer plano hasta que se transforman por fin en una especie marina de rasgos levemente antropoides. Todos sus cultos y ceremonias van encaminadas a dar a Cthulhu la fuerza necesaria para que pueda ser despertado y para prepararle de nuevo el camino a nuestro mundo. Algunos seres humanos son receptivos a las voces de los Antiguos y puedan ser dirigidos en una suerte de posesión. Según algunos investigadores, este sería el caso de Lovecraft, al que se ha llamado El Profeta De Providence, su ciudad natal. Para ellos, Lovecraft presentaba rasgos de obsesión demoníaca. Odiaba la luz del Sol y durante el día escribía con las cortinas echadas. Por las noches se dedicaba a pasear por las callejuelas solitarias y los cementerios de su ciudad. Su temperatura corporal era normalmente baja, signo, para la mayoría de los ocultistas, de la presencia de entidades vampíricas que absorben el calor orgánico para nutrirse y que le habrían asaltado en las horribles pesadillas de las que era presa prácticamente a diario. La fuentes de su inspiración era precisamente sus sueños, en los que visitaba extrañas ciudad de exóticas arquitecturas, aberrantes paisajes cósmicos y formas de vida no humanas. De su ciclo onírico, conectado con el de los Mitos, se desprende que Lovecraft tenía una rara facilidad para moverse en lo que él llamaba "Las Tierras Del Sueño", un Universo separado del de la vigilia por una región fronteriza a través de la cual sus habitantes podían acceder a nuestro mundo del mismo modo que ciertos soñadores experimentados podían alcanzar el otro lado. La clave estaría en lo que él denominaba la llave de plata, que adeptos de ciertas sociedades afirmaban poseer y que les daría acceso a realidades diferentes. Lovecraft autocalificaba de materialista. Un ateo extraño, si tenemos en cuenta que, como él mismo declara, desde niño levantaba altares en los bosques a los dioses antiguos y estaba familiarizado con las obras de magos, teósofos y ocultistas como Eliphas Levi, uno de cuyos libros es empleado en sus relatos por practicantes de la antigua magia. Para algunos, su materialismo era una forma de no enfrentarse a la evidencia. Como dice Kenneth Grant, parece que Lovecraft "empleó su vida en un vano intento de negar los poderosos Entes que le movían", seres que, supuestamente, terminarían por destruirle en 1937, a sus 47 años aquejado de un cáncer intestinal y de insuficiencia renal.

MÁS QUE FICCIÓN

El escritor Colin Wilson, un apasionado de Lovecraft recibió en 1976 una carta del Dr. Stanislaus Hinterstoisser, director del Instituto para el Estudio de la Magia y Fenómenos Ocultos, de Salzburgo, afirmando que tenía pruebas de que el padre de Lovecraft, Winfield, pertenecía a la francmasonería egipcia fundada por Cagliostro, quien, según Hinterstoisser, "legó a sus seguidores ciertos manuscritos, incluido el Necronomicón original". Aseguraba también que Winfield estaba en posesión de un raro grimorio de magia astrológica, el picatrix de Maslama ibn Ahmad al-Magriti (atribuido a un moro de Madrid y que Editora Nacional publicó en 1982). Según Hinterstoisser, "el Necreonomicón es una compilación de material mágico procedente de Acadia, Babilonia, Persia e Israél, hecha probablemente por Alkindi, que murió en torno al año 850, y supuestamente contendría una tradición mágica que precedió a la especie humana". El capítulo noveno de la segunda parte de esta obra, que no sería otra sino la conocida como El Libro De La Esencia Del Alma (Kitab ma?ani al-nafs) y habría estado en posesión del padre de Lovecraft, lleva el título De la Historia de Los Antiguos. Este capítulo de la obra, que sería un compendio de magia derivado en parte de las tabletas de la biblioteca del rey Asurbanipal, sería el tan buscado Necronomicón. Quizá no sea casualidad que, como el árabe autor del Necronmicón, el padre de Lovecraft muriera demente, a causa de una sífilis. La última carta de Hinterstoisser acaba de una forma muy intrigante: "... los parásitos de la mente existen realmente... tienen su influencia e incluso son visibles bajo diferentes apariencias... Describirlos como malignos, tal como hice cuando di con ellos por primera vez en el transcurso de mi investigación, sería una ridiculez... Es nuestro espíritu semi-eterno (me atrevo a decir eterno) lo que les interesa. Pero es fatigoso ser el juguete de fuerzas que son a la vez elementales y conscientes... Ahora solo puedo trabaja de modo seguido un par de horas. De lo que antes fue únicamente curiosidad lúcida sólo queda horror. Quiero prevenirle". El Dr. Hinterstoisser falleció poco después de escribir esta última carta. Por otro lado, Robert Turner, fundador de la sociedad conocida como Orden de la piedra Cúbica, cuando investigaba en la Colección Harlein De Manuscritos del Museo Británico, que contiene papeles y documentos del mago isabelino John Dee, encontró una carta, fechada en 1573, dirigida al doctor Dee por un remitente anónimo, donde se mencionaba la ciudad semisumergida de Donwiche, un lugar rico en yacimientos arqueológicos al que los romanos llamaron Sito Magnus. Los curioso es que uno de los relatos de Lovecraft transcurre en una ciudad imaginaria llamada Dunwich, al norte de Massachussets. En esa localidad, el protagonista de la narración sería el poseedor de una traducción incompleta del Necronomicón que el doctor Dee habría llevado a cabo.


EL NECRONOMICÓN SEGÚN JOHN DEE


Turner sabía que, en una de sus cartas, el doctor Hinterstoisser afirmaba que el bibliotecario del emperador Rodolfo II, en cuya corte había estado John Dee, incluyó en un catálogo una compilación de Alkindi, una copia de la cual habría estado en posesión del padre de Lovecraft. Si ello era cierto, el Necronomicón que hipotéticamente perteneció a Winfield Lovecraft sería la copia que Dee habría hecho en Praga, en la corte de Rodolfo II. Conociendo la gran erudición criptológica del mago inglés, supuso que su diario mágico, el manuscrito conocido como Liber Logaeth, podría ser una copia incompleta y cifrada del Necronomicón, En el Liber Logaeth Dee explica los medios para entrar en contacto con seres que habitan otras realidades, un sistema mágico original al que los estudiantes de magia contemporáneos tienen un gran respeto por los enormes poderes que, según informan, pueden liberarse en este mundo. Con la colaboración del experto en informática David Langford comenzó a experimentar con los cuadros mágicos de la obra de Dee. Sabía que una mente como la suya tenía que haber ideado un sistema de encriptación realmente sofisticado. Según afirma, él mismo fue probando con diferentes grados de complejidad que resultaron erróneos, hasta que halló un sistema especialmente complicado que dio resultados. El programa de ordenador ofreció un texto coherente en el que se podían reconocer los nombres de los dioses primigenios, algo alterados. Algunos fragmentos del resultados de ese desciframiento han sido ya publicados como parte del verdadero Necronomicón. Para ser objetivos, además de contener un alfabeto al que se le atribuyen poderes mágicos –casi idéntico a uno de los empleados por algunas logias masónicas de la edad moderna para escribir mensajes en clave, derivado de la llamada Clave del Arca Real- habría que señalar que algunas atribuciones se parecen demasiado a las dadas por la Orden de la Golden Dawn. Pero si esto se debe a que algunas lagunas gráficas y textuales han sido rellenadas por Turner –influido por el sistema de la orden, como la mayoría de los estudiantes de magia contemporáneos- y si las aseveraciones de Langford son reales, estaríamos ante un descubrimiento de repercusiones imprevisibles. A la misma tradición según Turner, pertenecería el Necronomicón encontrado en 1967 por Sprague de Camp, biógrafo de Lovecraft, quien preguntó en Bagdad a un profesor palestino por el significado del nombre árabe del Necronomicón, Al Azif, derivada del antiguo acadio, encabezaba un manuscrito en su poder escrito en diurano, un dialecto del sirio hablado por unos pocos ancianos de la localidad kurda de Duria, en una de cuyas tumbas se habría encontrado el documento. De Camp le compró el manuscrito. Ya América, averiguó que en realidad estaba escrito en un idioma parecido al persa, que podría ser geberiano. Sus esperanzas se vinieron abajo cuando un experto, Reinhold Carter, del Museo Metropolitano, le aseguró que era una falsificación del siglo XIX. En 1973, animado por una carta en la que el antiguo propietario pretendiera que le revendiera el documento, publicó el manuscrito con el título de Al Azif. El Necronomicón, en la editorial Owlswick Press de Filadelfia.


TRAS LA PISTA DE CROWLEY


Lo cierto es que Turner no ha sido el único. Otras dos publicaciones al menos, surgidas de círculos crowleyanos, pretenden contener en verdadero Necronomicón. Parecen existir cierto paralelismos entre el sistema que le fuera revelado al mago inglés Aleister Crowley y el reflejado en Los Mitos. Algunos pasajes del libro del Libro de la Ley que le fueran dictados a Crowley en estado de semitrance por una entidad llamada Aiwaz, tienen ciertas reminiscencias lovecraftianas. El Yermo Frío llamado Hadith, al que en algunas de sus obras se refiere el que fuera jefe supremo de la Ordo Tempi Orientis (O.T.O.) recuerda mucho al Yermo Frío de los relatos de Lovecraft. Crowley menciona asimismo el sueño original de los Grandes Antiguos. Hasta el demonio del abismo con el que Crowley afirmó entrar en contacto practicando la magia enoquiana del doctor John Dee en el desierto, Choronzón, recuerda ciertos aspectos de los dioses Primigénios lovecraftianos. Los paralelismos son muchos. ¿Fueron Crowley y Lovecraft controlados por las mismas entidades? ¿O las coincidencias se deben a que Lovecraft conoció la obra de Crowley? Aunque algunos de sus más íntimos colaboradores niegue esa posibilidad, lo cierto es que en su relato El Ser en el Umbral se menciona al responsable principal de una sociedad que profesaba extraños cultos y que intentaba afincarse en Nueva York. Ese dato, junto con la mala reputación que acompaña al personaje, hace sospechar que se refiere a Crowley. En cualquier caso, las mitologías de ambos autores comparten una misma atmósfera inquietante. Da la sensación de que ambas proceden de estratos oscuros y muy profundos de la mente, de allí donde pueden habitar cosas que no conocemos y que tratan de emerger a la conciencia a toda costa. En sus trilogía sabeana, que incluye uno de los dos necronimicones publicados recientemente, Frank G. Ripel, dirigente de la Ordo Rosae Mysticae (O.R.M.), que se considera heredera de la O.T.O. Crowleyana <> La mayor parte de sus relatos fueron inspirados por sus sueños, en los que no quiso reconocer la verdad oculta. El sistema crowleyano y el de Lovecraft corresponderían a un culto antiquísimo relacionado con las estrellas: el sabeano. La O.R.M. No solo afirama que su milenario Necroniomicón es el auténtico, sino que es un derivado de un libro más antiguo, el Sauthenerom.


LA CONEXIÓN SUMERIA


El otro Necronomicón, al que antes hacíamos referencia, fue editado en 1977 por L. K. Barnes. Según afirma este, el manuscrito le fue entregado por el famoso sacerdote y demonólogo Montague Summers. Barnes, en una parte de la obra, advierte que la labor de traducción y edición estuvo sembrada de todo tipo de accidentes que afectaron a muchos de sus colaboradores e, incluso, a él mismo. El resusltado fue una obra que, en rasgos generales, parecía de origen sumerio. Los nombres de divinidades del panteón mesopotámico, tales como Marduk, Ereshkigal, la diosa del Abismo y del Infierno, o Tiamat y Absu, representaciones del caos informe y maligno, son frecuentes en las invocaciones y ceremonias descritas en dicha obra y habrían dado lugar, por alteraciones fonéticas, a los nombres de diversas divinidades lovecraftianas. Algunas incongruencias, tales como ciertas figuras con letras en griego, sigilo que recuerdan excesivamente a los de algunos grimorios medievales bien conocidos, etcétera, son explicadas por el editor como el resultado de las alteraciones introducidas por los diferentes copistas. Sin embargo, son muy sospechosas cierta atribuciones simbólicas y mágicas empleadas en el seno de la O.T.O. reformada por Crowley y que él mismo introdujo cuando se convirtió en jefe supremo de la Orden: son las mismas que este aprendió en una Orden contemporánea, que se ha convertido en referencia oblicada para los ocultistas modernos, la Golden Dawn. Barnes advierte que los rituales de protección de dicha orden no sirven contra las fuerzas evocadas por el Necronomicón; pero, según Lovecraft, lo que puede detener la acción de los Primordiales es justamente uno de sus símbolos fundamentales, el pentagrama, es decir, el Gran Signo de los dioses Arquetípicos. El Necronomicón publicado por la O.R.M. no contiene las invocaciones al dios Yog-Sothoth, que, según Lovecraft, incluiría la copia realizada por Dee. Ambas obras contradicen algunos de los pocos datos que sobre sobre su forma y contenido se dan en los Mitos. Aún hoy continúa la controvesia y el Necronomicón sigue siendo buscado por algunos, mientras otros han aceptado como auténticos uno de los dos que se han publicado y ponen en práctica sus rituales. Quizá, en algún lugar del océano, Cthulhu sigue hablando en sueños a ciertos hombres a fin de que, en una búsqueda desesperada, contribuyan a abrir los portales. Si los Antiguos existiesen, no tendrían una forma mejor de crear espectación y formas de pensamiento de las que poder alimentarse hasta el día en que puedan llegar a ser lo sificientemente fuertes. Tal vez no esté tan lejano el momento en que los perros de Tíndalo, los sabuesos sin forma que moran más allá del espacio y del tiempo, consigan acceder a nuestro Universo, a través de una geometría imposible. Lo que pudiese venir después, mejor no pensarlo.
 
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Lucífago Rofacale
view post Posted on 27/12/2008, 19:21




El demonio de la peste


Jamás olvidaré aquel espantoso verano, hace dieciséis años, en que, como un demonio maligno de las moradas de Eblis, se propagó el tifus solapadamente por toda Arkham. Muchos recuerdan ese año por dicho azote satánico, ya que un auténtico terror se cernió con membranosas alas sobre los ataúdes amontonados en el cementerio de la Iglesia de Cristo; sin embargo, hay un horror mayor aún que data de esa época: un horror que sólo yo conozco, ahora que Herbert West ya no está en este mundo.

West y yo hacíamos trabajos de postgraduación en el curso de verano de la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic, y mi amigo había adquirido gran notoriedad debido a sus experimentos encaminados a la revivificación de los muertos. Tras la matanza científica de innumerables bestezuelas, la monstruosa labor quedó suspendida aparentemente por orden de nuestro escéptico decano, el doctor Allan Halsey; pero West había seguido realizando ciertas pruebas secretas en la sórdida pensión donde vivía, y en una terrible e inolvidable ocasión se había apoderado de un cuerpo humano de la fosa común, transportándolo a una granja situada a otro lado de Meadow Hill. Yo estuve con él en aquella ocasión, y le vi inyectar en las venas exánimes el elixir que según él, restablecería en cierto modo los procesos químicos y físicos. El experimento había terminado horriblemente en un delirio de terror que poco a poco llegamos a atribuir a nuestros nervios sobreexcitados, West ya no fue capaz de librarse de la enloquecedora sensación de que le seguían y perseguían. El cadáver no estaba lo bastante fresco; es evidente que para restablecer las condiciones mentales normales el cadáver debe ser verdaderamente fresco; por otra parte, el incendio de la vieja casa nos había impedido enterrar el ejemplar. Habría sido preferible tener la seguridad de que estaba bajo tierra.

Después de esa experiencia, West abandonó sus investigaciones durante algún tiempo: pero lentamente recobró su celo de científico nato, y volvió a importunar a los profesores de la Facultad pidiéndoles permiso para hacer uso de la sala de disección y ejemplares humanos frescos para el trabajo que él consideraba tan tremendamente importante. Pero sus súplicas fueron completamente inútiles, ya que la decisión del doctor Halsey fue inflexible, y todos los demás profesores apoyaron el veredicto de su superior. En la teoría fundamental de la reanimación no veían sino extravagancias inmaduras de un joven entusiasta cuyo cuerpo delgado, cabello amarillo, ojos azules y miopes, y suave voz no hacían sospechar el poder supranomal "casi diabólico" del cerebro que albergaba en su interior. Aún le veo como era entonces y me estremezco. Su cara se volvió más severa, aunque no más vieja. Y ahora Sefton carga con la desgracia, y West ha desaparecido.

West chocó desagradablemente con el Doctor Halsey casi al final de nuestro ultimo año de carrera, en una disputa que le reportó menos prestigio a él que al bondadoso decano en lo que a cortesía se refiere. Afirmaba que este hombre se mostraba innecesariamente e irracionalmente grande; una obra que deseaba comenzar mientras tenía la oportunidad de disponer de las excepcionales instalaciones de la facultad. El que los profesores, apegados a la tradición ignorasen los singulares resultados tenidos en animales, y persistiesen en negar la posibilidad de reanimación, era indeciblemente indignante, y casi incomprensibles para un joven del temperamento lógico de West. Sólo una mayor madurez podía ayudarle a entender las limitaciones mentales crónicas del tipo "doctor-profesor", producto de generaciones de puritanos mediocres, bondadosos, conscientes, afables, y corteses, a veces, pero siempre rígidos, intolerantes, esclavos de las costumbres y carentes de perspectivas. El tiempo es más caritativo con estas personas incompletas aunque de alma grande, cuyo defecto fundamental, en realidad, es la timidez, y las cuales reciben finalmente el castigo de la irrisión general por sus pecados intelectuales: su ptolemismo, su calvinismo, su antidarwinismo, su antinietzaheísmo, y por toda clase de sabbatarinanismo y leyes suntuarias que practican. West, joven a pesar de sus maravillosos conocimientos científicos, tenía escasa paciencia con el buen doctor Halsey y sus eruditos colegas, y alimentaba un rencor cada vez más grande, acompañado de un deseo de demostrar la veracidad de sus teorías a estas obtusas dignidades de alguna forma impresionante y dramática. Y como la mayoría de los jóvenes, se entregaban a complicados sueños de venganza, de triunfo y de magnánima indulgencia final. Y entonces había surgido el azote, sarcástico y letal, de las cavernas pesadillescas del Tártaro. West y yo nos habíamos graduado cuando empezó, aunque seguíamos en la Facultad, realizando un trabajo adicional del curso de verano, de forma que aún estábamos en Arkham cuando se desató con furia demoníaca en toda la ciudad. Aunque todavía no estábamos autorizados para ejercer, teníamos nuestro título, y nos vimos frenéticamente requeridos a incorporarnos al servicio público, al aumentar él número de los afectados. La situación se hizo casi incontrolable, y las defunciones se producían con demasiada frecuencia para que las empresas funerarias de la localidad pudieran ocuparse satisfactoriamente de ellas. Los entierros se efectuaban en rápida sucesión, sin preparación alguna, y hasta el cementerio de la Iglesia de Cristo estaba atestado de ataúdes de muertos sin embalsamar. Esta circunstancia no dejó de tener su efecto en West, que a menudo pensaba en la ironía de la situación: tantísimos ejemplares frescos, y sin embargo, ¡ninguno servía para sus investigaciones!. Estábamos tremendamente abrumados de trabajo, y una terrible tensión mental y nerviosa sumía a mi amigo en morbosas reflexiones. Pero los afables enemigos de West no estaban enfrascados en agobiantes deberes. La facultad había sido cerrada, y todos los doctores adscritos a ella colaboraban en la lucha contra la epidemia de tifus. El doctor Halsey, sobre todo, se distinguía por su abnegación, dedicando toda su enorme capacidad, con sincera energía, a los casos que muchos otros evitaban por el riesgo que representaban, o por juzgarlos desesperados. Antes de terminar el mes, el valeroso decano se había convertido en héroe popular aunque él no parecía tener conciencia de su fama, y se esforzaba en evitar el desmoronamiento por cansancio físico y agotamiento nervioso. West no podía por menos de admirar la fortaleza de su enemigo; pero precisamente por esto estaba más decidido aún a demostrarle la verdad de sus asombrosas teorías. Una noche, aprovechando la desorganización que reinaba en el trabajo de la Facultad y las normas sanitarias municipales, se las arregló para introducir camufladamente el cuerpo de un recién fallecido en la sala de disección, y le inyectó en mi presencia una nueva variante de su solución. El cadáver abrió efectivamente los ojos, aunque se limitó a fijarlos en el techo con expresión de paralizado horror, antes de caer en una inercia de la que nada fue capaz de sacarle, West dijo que no era suficientemente fresco; el aire caliente del verano no beneficia los cadáveres. Esa vez estuvieron a punto de sorprendernos antes de incinerar los despojos, y West no consideró aconsejable repetir esta utilización indebida del laboratorio de la facultad.

El apogeo de la epidemia tuvo lugar en agosto. West y yo estuvimos a punto de sucumbir en cuanto al doctor Halsey falleció el día catorce. Todos los estudiantes asistieron a su precipitado funeral el día quince, y compraron una impresionante corona, aunque casi la ahogaban los testimonios enviados por los ciudadanos acomodados de Arkham y las propias autoridades del municipio. Fue casi un acontecimiento público, dado que el decano había sido un verdadero benefactor para la ciudad. Después del sepelio, nos quedamos bastantes deprimidos, y pasamos la tarde en el bar de la Comercial House, donde West, aunque afectado por la muerte de su principal adversario, nos hizo estremecer a todos hablándonos de sus notables teorías. Al oscurecerse, la mayoría de los estudiantes regresaron a sus casas o se incorporaron a sus diversas publicaciones; pero West me convenció para que le ayudase a "sacar partida de la noche". La patrona de West nos vio entrar en la habitación alrededor de las dos de la madrugada, acompañados de un tercer hombre, y le contó a su marido que se notaba que habíamos cenado y bebido demasiado bien. Aparentemente, la avinagrada patrona tenía razón; pues hacia las tres, la casa entera se despertó con los gritos procedentes de la habitación de West, cuya puerta tuvieron que echar abajo para encontrarnos a los dos inconscientes, tendidos en la alfombra manchada de sangre, golpeados, arañados y magullados, con trozos de frascos e instrumentos esparcidos a nuestro alrededor. Sólo la ventana abierta revelaba que había sido de nuestro asaltante, y muchos se preguntaron qué le habría ocurrido, después del tremendo salto que tuvo que dar desde el segundo piso al césped. Encontraron ciertas ropas extrañas en la habitación, pero cuando West volvió en sí, explicó que no pertenecían al desconocido, sino que eran muestras recogidas para su análisis bacteriológico, lo cual formaba parte de sus investigaciones sobre la transmisión de enfermedades infecciosas. Ordenó que las quemasen inmediatamente en la amplia chimenea. Ante la policía, declaramos ignorar por completo la identidad del hombre que había estado con nosotros. West explicó con nerviosismo que se trataba de un extranjero afable al que habíamos conocido en un bar de la ciudad que no recordábamos. Habíamos pasado un rato algo alegres y West y yo no queríamos que detuviesen a nuestro belicoso compañero.

Esa misma noche presenciamos el comienzo del segundo horror de Arkham; horror que, para mí, iba a eclipsar a la misma epidemia. El cementerio de la iglesia de Cristo fue escenario de un horrible asesinato; un vigilante había muerto a arañazos, no sólo de manera indescriptiblemente espantosa, sino que había dudas de que el agresor fuese un ser humano. La víctima había sido vista con vida bastante después de la medianoche, descubriéndose el incalificable hecho al amanecer. Se interrogó al director de un circo instalado en el vecino pueblo de Bolton, pero este juró que ninguno de sus animales se había escapado de su jaula. Quienes encontraron el cadáver observaron un rastro de sangre que conducía a la tumba reciente, en cuyo cemento había un pequeño charco rojo, justo delante de la entrada. Otro rastro más pequeño se alejaba en dirección al bosque; pero se perdía enseguida.

A la noche siguiente, los demonios danzaron sobre los tejados de Arkham, y una desenfrenada locura aulló en el viento. Por la enfebrecida ciudad anduvo suelta una maldición, de la que unos dijeron que era más grande que la peste, y otros murmuraban que era el espíritu encarnado del mismo mal. Un ser abominable penetró en ocho casas sembrando la muerte roja a su paso... dejando atrás el mudo y sádico monstruo un total de diecisiete cadáveres, y huyendo después. Algunas personas que llegaron a verle en la oscuridad dijeron que era blanco y como un mono malformado o monstruo antropomorfo. No había dejado entero a nadie de cuantos había atacado, ya que a veces había sentido hambre. El número de víctimas ascendía a catorce; a las otras tres las había encontrado ya muertas al irrumpir en sus casas, víctimas de la enfermedad.

La tercera noche, los frenéticos grupos dirigidos por la policía lograron capturarle en una casa de Crane Street, cerca del campus universitario. Habían organizado la batida con toda minuciosidad, manteniéndose en contacto mediante puestos voluntarios de teléfono; y cuando alguien del distrito de la universidad informó que había oído arañar en una ventana cerrada, desplegaron inmediatamente la red. Debido a las precauciones y a la alarma general, no hubo más que otras dos víctimas, y la captura se efectuó sin más accidentes. La criatura fue detenida finalmente por una bala; aunque no acabó con su vida, y fue trasladada al hospital local, en medio del furor y la abominación generales, porque aquel ser había sido humano. Esto quedó claro, a pesar de sus ojos repugnantes, su mutismo simiesco, y su salvajismo demoníaco. Le vendaron la herida y trasladaron al manicomio de Sefton, donde estuvo golpeándose la cabeza contra las paredes de una celda acolchada durante dieciséis años, hasta un reciente accidente, a causa del cual escapó en circunstancias de las cuales a nadie le gusta hablar. Lo que más repugnó a quienes lo atraparon en Arkham fue que, al limpiarle la cara a la monstruosa criatura, observaron en ella una semejanza increíble y burlesca con un mártir sabio y abnegado al que habían enterrado hacia tres días: el difunto doctor Allan Halsey, benefactor público y decano de la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic.

Para el desaparecido Herbert West, y para mí, la repugnancia y el horror fueron indecibles. Aun me estremezco, esta noche, mientras pienso en todo ello, y tiemblo más aún de lo que temblé aquella mañana en que West murmuró entre sus vendajes:

-¡Maldita sea, no estaba bastante fresco!


Howard Phillips Lovecraft
 
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nubarus
view post Posted on 28/12/2008, 20:31




EN LA CRIPTA

Por Howard Phillips Lovecraft


Nada más absurdo, a mi juicio, que esa tópica asociación entre lo hogareño y lo saludable que parece impregnar la psicología de la multitud. Mencione usted un bucólico paraje yanqui, un grueso y chapucero enterrador de pueblo y un descuidado contratiempo con una tumba, y ningún lector esperará otra cosa que un relato cómico, divertido pero grotesco. Dios sabe, empero, que la prosaica historia que la muerte de George Birch me permite contar tiene, en sí misma, ciertos elementos que hacen que la más oscura de las comedias resulte luminosa. Birch quedó impedido y cambió de negocio en 1881, aunque nunca comentaba el asunto si es que podía evitarlo. Tampoco lo hacía su viejo médico, el doctor Davis, que murió hace años. Se acepta generalmente que su dolencia y daños fueron resultado de un desafortunado resbalón por el que Birch quedó encerrado durante nueve horas en el mortuorio cementerio de Peck Valley, logrando salir sólo mediante toscos y destructivos métodos. Pero mientras que esto es una verdad de la que nadie duda, había otros y más negros aspectos sobre los que el hombre solía murmurar en sus delirios de borracho, cerca de su final. Se confió a mí porque yo era médico, y porque probablemente sentía la necesidad de hablar con alguien después de la muerte de Davis. Era soltero y carecía completamente de parientes.

Birch, antes de 1881, era el enterrador municipal de Peck Valley, siendo un rústico y primitivo, incluso para como puede ser ese tipo de gente. Lo que he oído sobre sus métodos resulta increíble, al menos para una ciudad, e incluso Peck Valley se había estremecido de haber conocido la dudosa ética de sus artes mortuorias en materias tan escabrosas como el apropiarse de los forros, invisibles bajo la tapa del ataúd, o el grado de dignidad que daba al disponer y adaptar los miembros no visibles de sus inquilinos sin vida a unos recipientes no siempre calculados con exactitud precisa. Más concretamente, Birch era dejado, insensible y profesionalmente indeseable, aunque no creo que fuera mala persona. Era, sencillamente, tosco de temperamento y profesión... bruto, descuidado y borracho, y así lo probaba su fácil tendencia a los accidentes, así como su carencia de esos mínimos de imaginación que mantiene el ciudadano medio dentro de ciertos límites fijados por el buen gusto.

No sabría decir cuándo comienza la historia de Birch, ya que no soy un relator avezado. Supongo que puede empezar en el frío Diciembre de 1880, cuando el terreno se heló y los sepultureros descubrieron que no podían cavar más tumbas hasta la primavera. Afortunadamente, el pueblo era pequeño y las muertes bastante escasas, por lo que fue imposible dar a todas las cargas inanimadas de Birch un paraíso temporal en el simple y anticuado mortuorio. El enterrador se volvió doblemente perezoso con aquel tiempo amargo y pareció sobrepasarse a sí mismo en descuido. Nunca había colocado juntos tantos ataúdes flojos y contrahechos, o abandonado más flagrantemente el cuidado del oxidado cerrojo de la puerta del mortuorio, que abría y cerraba a portazos, con el más negligente abandono.

Al fin llegó el deshielo de primavera y las tumbas fueron laboriosamente habilitadas para los nueve silenciosos frutos del espantoso cosechero que les aguardaba en la tumba. Birch, aun temiendo el fastidio de remover y enterrar, comenzó a trasladarlos una desagradable mañana de abril, pero se detuvo, tras depositar a un mortal inquilino en su eterno descanso, por culpa de una tremenda lluvia que pareció irritar a su caballo. El cadáver era el de Darius Park, el nonagenario, cuya tumba no estaba lejos del mortuorio. Birch decidió que, el día siguiente, empezaría con el viejo Matthew Fenner, cuya tumba también se encontraba cerca; pero la verdad es que pospuso el asunto por tres días, no volviendo al trabajo hasta el día 15, Viernes Santo. No siendo supersticioso, no se fijó en la fecha, aunque tras lo que pasó se negó siempre a hacer algo de importancia en ese fatídico sexto día de la semana. Desde luego, los sucesos de aquella noche cambiaron enormemente a George Birch.

La tarde del 15 de abril, viernes, Birch se dirigió a la tumba con caballo y carro, dispuesto a trasladar el cuerpo de Matthew Fenner. Él admite que en aquellos momentos no estaba del todo sobrio, aunque entonces no se daba tan plenamente a la bebida como haría más tarde, tratando de olvidar ciertas cosas. Se encontraba sólo lo bastante mareado y descuidado como para fastidiar a su sensible caballo, sofrenándolo junto al mortuorio, por lo que éste relinchó y piafó y se agitó, tal como lo hiciera la ocasión anterior, cuando le molestó la lluvia. El día era claro, pero se había levantado un fuerte viento, y Birch se alegró de contar con refugio mientras corría el cerrojo de hierro y entraba en el vestíbulo de la cripta. Otro no podría haber soportado la húmeda y olorosa estancia, con los ocho ataúdes descuidadamente colocados, pero Birch, en aquellos días, era insensible y sólo cuidaba de poner el ataúd correcto en la tumba correspondiente. No había olvidado las críticas suscitadas por los parientes de Hannah Bixby cuando, deseando transportar el cuerpo de ésta al cementerio de la ciudad a la que se habían mudado, encontraron en la caja al juez Capwell bajo su lápida.
La luz era tenue, pero la vista de Birch era buena y no cogió por error el ataúd de Asaph Sawyer, a pesar de que era muy similar. De hecho, había fabricado aquella caja para Matthew Fenner, pero la dejó a un lado, por ser demasiado tosca y endeble, en un rapto de curioso sentimentalismo provocado por el recuerdo de cuán amable y generoso fue con él el pequeño anciano durante su bancarrota, cinco años antes. Había dado al viejo Matt lo mejor que su habilidad podía crear, pero era lo bastante ahorrativo como para guardarse el ejemplar desechado y usarlo cuando Asaph Sawyer murió de fiebres malignas. Sawyer no era un hombre amable y se contaban muchas historias sobre su casi inhumano temperamento vengativo y su tenaz memoria para ofensas reales o fingidas. Con él, Birch no sintió remordimientos cuando le asignó el destartalado ataúd que ahora apartaba de su camino, buscando la caja de Fenner.

Fue justo al reconocer el ataúd del viejo Matt cuando la puerta se cerró de un portazo, empujada por el viento, dejándolo en una penumbra aún más profunda que la de antes. El angosto tragaluz admitía sólo el paso de los más débiles rayos, y el ventiladero sobre su cabeza virtualmente ninguna, así que se vió obligado a un profano palpar mientras hacía un trastabilleante camino entre las cajas, rumbo al pestillo. En esa penumbra fúnebre agitó el mohoso pomo, empujó las planchas de hierro y se preguntó porqué el enorme portón se había vuelto repentinamente tan recalcitrante. En ese crepúsculo, además, comenzó a comprender la verdad y gritó en voz alta, mientras su caballo, fuera, no pudo más que darle una réplica, aunque poco amistosa. Porque el pestillo tanto tiempo descuidado se había roto sin duda, dejando al descuidado enterrador atrapado en la cripta, víctima de su propia desidia.

Aquello debió suceder sobre las tres y media de la tarde. Birch, siendo de temperamento flemático y práctico, no gritó durante mucho tiempo, sino que procedió a buscar algunas herramientas que recordaba haber visto en una esquina de la sala. Es dudoso que sintiera todo el horror y lo horripilante de su posición, pero el solo hecho de verse atrapado tan lejos de los caminos transitados por los hombres era suficiente para exasperarlo por completo. Su trabajo diurno se había visto tristemente interrumpido, y a no ser que la suerte llevase en aquellos momentos a algún caminante hasta las cercanías, debería quedarse allí toda la noche o más tarde. Pronto apareció el montón de herramientas y, seleccionando martillo y cincel, Birch regresó, entre los ataúdes, a la puerta. El aire había comenzado a ser excesivamente malsano, pero no prestó atención a este detalle mientras se afanaba, medio a tientas, contra el pesado y corroído metal del pestillo. Hubiera dado lo que fuera por tener una linterna o un cabo de vela, pero, careciendo de ambos, chapuceaba como podía, medio a ciegas.

Cuando se cercionó de que el pestillo estaba bloqueado sin remisión, al menos para herramientas tan rudimentarias y bajo tales condiciones tenebrosas de luz, Birch buscó alrededor otras cosas de escapar. La cripta había sido excavada en una ladera, por lo que el angosto túnel de ventilación del techo corría a través de algunos metros de tierra, haciendo que esta dirección fuera inútil de considerar. Sobre la puerta, no obstante, el tragaluz alto y en forma de hendidura, situado en la fachada de ladrillo, dejaba pensar en que podría ser ensanchado por un trabajador diligente, de ahí que sus ojos se demoraran largo rato sobre él mientras se estrujaba el cerebro buscando métodos de escapatoria. No había nada parecido a una escalera en aquella tumba, y los nichos para ataúdes situados a los lados y el fondo -que Birch apenas se molestaba en utilizar- no permitían trepar hasta encima de la puerta. Sólo los mismos ataúdes quedaban como potenciales peldaños, y, mientras consideraba aquello, especuló sobre la mejor forma de colocarlos. Tres ataúdes de altura, supuso, permitirían alcanzar el tragaluz, pero lo haría mejor con cuatro, lo más estable posible. Mientras lo planeaba, no pudo por menos que desear que las unidades de su planeada escalera hubieran sido hechas con firmeza. Que hubiera tenido la suficiente imaginación como para desear que estuvieran vacías, ya resultaba más dudosa.

Finalmente, decidió colocar una base de tres, paralelos al muro, para colocar sobre ellos dos pisos de dos y, encima de éstos, uno solo que serviría de plataforma. Tal estructura permitiría el ascenso con un mínimo de problemas y daría la deseada altura. Aún mejor, pensó, podría utilizar sólo dos cajas de base para soportar todo, dejando uno libre, que podría ser colocado en lo alto encaso de que tal forma de escape necesitase aún mayor altitud. Y, de esta forma el prisionero se esforzó en aquel crepúsculo, desplazando los inertes restos de mortalidad sin la menor ceremonia, mientras su Torre de Babel en miniatura iba ascendiendo piso a piso. Algunos de los ataúdes comenzaros a rajarse bajo el esfuerzo del ascenso, y él decidió dejar el sólidamente construido ataúd del pequeño Matthew Fenner para la cúspide, de forma que sus pies tuvieran una superficie tan sólida, como fuera posible. En la escasa luz había que confiar ante todo en el tacto para seleccionar la caja adecuada y, de hecho, la encontró por accidente, ya que llegó a sus manos como a través de alguna extraña volición, después de que la hubiera colocado inadvertidamente junto a otra en el tercer piso.
Al cabo, la torre estuvo acabada, y sus fatigados brazos descansaron un rato, durante el que se sentó en el último peldaño de su espantable artefacto; luego , Birch ascendió cautelosamente con sus herramientas y se detuvo frente al angosto tragaluz. Los bordes eran totalmente de ladrillo y había pocas dudas de que, con unos pocos golpes de cincel, se abriría lo bastante como para permitir el paso de su cuerpo. Mientras comenzaba a golpear con el martillo, el caballo, fuera, relinchaba en un tono que podría haber sido tanto de aliento como de burla. Cualquiera de los dos supuestos hubiera sido apropiado, ya que la inesperada tenacidad de la albañilería, fácil a simple vista, resultaba sin duda sardónicamente ilustrativa de la vanidad de los anhelos de los mortales, aparte de motivo de una tarea cuya ejecución necesitaba cada estímulo posible.

Llegó el anochecer y encontró a Birch aún pugnando. Trabajaba ahora sobre todo el tacto, ya que nuevas nubes cubrieron la luna y, aunque los progresos eran todavía lentos, se sentía envalentonado por sus avances en lo alto y lo bajo de la abertura. Estaba seguro se que podría tenerlo listo a medianoche... aunque era una característica suya el que esto no contuviera para él implicaciones temibles. Ajeno a opresivas reflexiones sobre la hora, el lugar y la compañía que tenía bajo sus pies, despedazaba filosóficamente el muro de piedra, maldiciendo cuando le alcanzaba un fragmento en el rostro, y riéndose cuando alguno daba en el cada vez más excitado caballo que piafaba cerca del ciprés. Al final, el agujero fue lo bastante grande como para intentar pasar el cuerpo por él, agitándose hasta que los ataúdes se mecieron y crujieron bajo sus pies. Descubrió que no necesitaba apilar otro para conseguir la altura adecuada, ya que el agujero se encontraba exactamente en el nivel apropiado, siendo posible usarlo tan pronto como el tamaño así lo permitiera.

Debía ser ya la medianoche cuando Birch decidió que podía atravesar el tragaluz. Cansado y sudando, a pesar de los muchos descansos, bajó al suelo y se sentó un momento en la caja del fondo a tomar fuerzas para esfuerzo final de arrastrarse y saltar al exterior. El hambriento caballo estaba relinchando repetidamente y de forma casi extraña, y él deseó vagamente que parara. Se sentía curiosamente desazonado por su inminente escapatoria y casi espantado de intentarlo, ya que su físico tenía la indolente corpulencia de la temprana media edad. Mientras ascendía por los astillados ataúdes sintió con intensidad su peso, especialmente cuando, tras llegar al de más arriba, escuchó ese agravado crujir que presagiaba la fractura total de la madera. Al parecer, había planificado en vano elegir el más sólido de los ataúdes para la plataforma, ya que, apenas apoyó todo su peso de nuevo sobre esa pútrida tapa, ésta cedió, hundiéndole medio metro sobre algo que no quería ni imaginar. Enloquecido por el sonido, o por el hedor que se expandió al aire libre, el caballo lanzó un alarido que era demasiado frenético para un relincho, y se lanzó enloquecido a través de la noche, con la carreta traqueteando enloquecidamente a su zaga.

Birch, en esa espantosa situación, se encontraba ahora demasiado abajo para un fácil ascenso hacia el agrandado tragaluz, pero acumuló energías para un intento concreto. Asiendo los bordes de la abertura, tratando de auparse cuando notó un extraño impedimento en forma de una especie de tirón en sus dos tobillos. Enseguida sintió miedo por primera vez en la noche, ya que, aunque pugnaba, no conseguía librarse del desconocido agarrón que hacía presa de sus tobillos en entorpecedora cautividad. Horribles dolores, como de salvajes heridas, le laceraron las pantorrillas, y en su mente se produjo un remolino de espanto mezclado con un inamovible materialismo que sugería astillas, clavos sueltos y similares, propios de una caja rota de madera. Quizás gritó. Y en todo momento pateaba y se debatía frenética y casi automáticamente mientras su conciencia casi se eclipsaba en un medio desmayo.

El instinto guió su deslizamiento a través del tragaluz, y, en el arrastrar que siguió, cayó con un golpetazo sobre el húmedo terreno. No podía caminar, al parecer, y la emergente luna debió presenciar una horrible visión mientras él arrastraba sus sangrantes tobillos hacia la portería del cementerio; los dedos hundiéndose en el negro mantillo, apresurándose sin pensar, y el cuerpo respondiendo con una enloquecedora lentitud que se sufre cuando uno es perseguido por los fantasmas de la pesadilla. No obstante, era evidente que no había perseguidor alguno, ya que se encontraba solo y vivo cuando Armington, el guarda respondió a sus débiles arañazos en la puerta.

Armington ayudó a Birch a llegar a una cama disponible y envió a su hijo pequeño, Edwin, a buscar al doctor Davis. El herido estaba plenamente consciente, pero no pudo decir nada coherente, sino simplemente musitar: "¡Ah, mis tobillos!" "Déjame", o "Encerrado en la tumba". Luego llegó el doctor con su maletín, hizo algunas preguntas escuetas y quitó al paciente la ropa, los zapatos y los calcetines. Las heridas, ya que ambos tobillos estaban espantosamente lacerados en torno a los tendones de Aquiles, parecieron desconcertar sobremanera al viejo médico y, por último, casi espantarlo. Su interrogatorio se hizo más que médicamente tenso, y sus manos temblaban al curar los miembros lacerados, vendándolos como si desease perder de vista las heridas lo antes posible.

Siendo, como era Davis, un doctor frío e impersonal, el ominoso y espantoso interrogatorio resultó de lo más extraño, intentando arrancar al fatigado enterrador cada mínimo detalle de su horrible experiencia. Se encontraba tremendamente ansioso de saber si Birch estaba seguro -absolutamente seguro- de que era el ataúd de Fenner en la penumbra, y de cómo había distinguido éste del duplicado de inferior calidad del ruin de Asaph Sawyer. ¿Podría la sólida caja de Fenner ceder tan fácilmente? Davis, un profesional con larga experiencia en el pueblo, había estado en ambos funerales, aparte de haber atendido a Fenner como a Sawyer en su última enfermedad. Incluso se había preguntado, en el funeral de éste último, cómo el vengativo granjero podría caber en una caja tan acorde al diminuto Fenner.

Davis se fue el cabo de dos horas largas, urgiendo a Birch a insistir en todo momento que sus heridas eran producto enteramente de clavos sueltos y madera astillada. ¿Qué más, añadió, podría probarse o creerse en cualquier caso? Pero haría bien en decir tan poco como pudiera y en no dejar que otro médico tratase sus heridas. Birch tuvo en cuenta tal recomendación el resto de su vida, hasta que me contó la historia, y cuando vi las cicatrices -antiguas y desvaídas como eran- convine en que había obrado juiciosamente. Quedó cojo para siempre, porque los grandes tendones fueron dañados, pero creo que mayor fue la cojera de su espíritu. Su forma de pensar, otrora flemática y lógica, estaba indeleblemente afectada y resultaba penoso notar su respuesta a ciertas alusiones fortuitas como "viernes", "tumba", "ataúd", y palabras de menos obvia relación. Su espantado caballo había vuelto a casa, pero su ingenio nunca lo hizo. Cambió de negocio, pero siempre anduvo recomido por algo. Podía ser sólo miedo, o miedo mezclado con una extraña y tardía clase de remordimiento por antiguas atrocidades cometidas. La bebida, claro, sólo agravó lo que trataba de aliviar.
Cuando el doctor Davis dejó a Birch esa noche, tomó una linterna y fue al viejo mortuorio. La luna brillaba en los dispersos trozos de ladrillo y en la roída fachada, así como en el picaporte de la gran puerta, lista para abrirse con un toque desde el exterior. Fortificado por antiguas ordalías en salas de dirección, el doctor entró y miró alrededor, conteniendo la náusea corporal y espiritual ante todo lo que tenía ante la vista y el olfato. Gritó una vez, y luego lanzó un boqueo que era más terrible que cualquier grito. Después huyó a la casa y rompió las reglas de su profesión alzando y sacudiendo a su paciente, lanzándole una serie de estremecedores susurros que punzaron en sus oídos como el siseo del vitriolo.

-¡Era el ataúd de Asaph, Birch, tal como pensaba! Conozco sus dientes, con esa falta de incisivos superiores... ¡Nunca, por dios, muestre esas heridas! El cuerpo estaba bastante corrompido, pero si alguna vez he visto un rostro vengativo... o lo que fue un rostro... ya sabe que era como un demonio vengativo... cómo arruinó al viejo Raymond treinta años después de su pleito de lindes, y cómo pateo al perrillo que quizo morderle el agosto pasado... era el demonio encarnado, Birch, y creo que su afán de revancha puede vencer a la misma Madre Muerte. ¡Dios mío, qué rabia! ¡No quiero ni pensar en que se hubiera fijado en mí!

-"¿Por qué lo hizo, Birch? Era un canalla, y no lo reprocho que le diera un ataúd de segunda, ¡pero fue demasiado lejos! Bastante tenía con apretujarlo de alguna manera ahí, pero usted sabía cuán pequeño de cuerpo era el viejo Fenner.

-"Nunca podré borrar esa imagen de mis ojos mientras viva. Usted debió de patalear fuerte, porque el ataúd de Asaph estaba en el suelo. Su cabeza se había roto, y todo estaba desparramado. Mira que he visto cosas, pero eso era demasiado. ¡Ojo por ojo! Cielos, Birch, usted se lo buscó. La calavera me revolvió el estómago, pero lo otro era peor... ¡Esos tobillos aserrados para hacerle caber en el ataúd desechado de Matt Fenner!
 
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50 replies since 6/2/2008, 17:50   16579 views
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