LOVECRAFT, HOWARD PHILLIPS

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nubarus
view post Posted on 29/12/2008, 20:29




El Árbol

En una ladera verdeante del monte Maenalus, en Arcadia, hay un olivar que rodea una villa en ruinas. Muy cerca existe una tumba, en otro tiempo tan hermosa como la casa. En un extremo de ese sepulcro, de modo que sus curiosas raíces desplazan los manchados bloques de mármol pentélico, crece un olivo asombrosamente grande y de formas repugnantes; y se asemeja tan grotescamente a una figura humana, o al cadáver contorsionado de un hombre, que los campesinos temen pasar por allí de noche, cuando la luna ilumina débilmente sus ramas retorcidas. El monte Maenalus fue paraje predilecto del terrible Pan, que cuenta con muchos compañeros extraños; y los pastores sencillos creen que el árbol tiene alguna horrenda relación con los misteriosos panisci; pero un viejo colmenero que vive en una choza vecina me contó una historia muy distinta.
Hace muchos años, cuando la villa de la ladera era nueva y esplendorosa, vivían en ella dos escultores, Kalós y Musides.
Sus obras eran alabadas desde Lydia a Neápolis, y nadie se atrevía a decir que el uno aventajase al otro en habilidad. El Hermes de Kalós se alzaba en un santuario de Corinto y la Pallas de Musides coronaba una columna de Atenas próxima al Partenón. Todos los hombres rendían homenaje a Kalós y a Musides, y se maravillaban de que no hubiese ni una sombra de celos artísticos que enfriara el calor de su fraterna amistad.
Pero aunque Kalós y Musides vivían en imperturbable armonía, sus naturalezas no eran iguales. Mientras Musides disfrutaba por la noche entregándose a las diversiones urbanas de Tegea, Kalós prefería quedarse en casa; entonces salía furtivamente, a escondidas de sus esclavos, y acudía al frío retiro del olivar. Allí meditaba las visiones que llenaban su mente, y allí concebía las hermosas formas que luego inmortalizaba trasladándolas al mármol. Los ociosos decían que Kalós conversaba con los espíritus del olivar, y que sus estatuas no eran sino imágenes de los faunos y las dríadas que él veía allí.., ya que nunca copiaba sus obras de ningún modelo vivo.
Tan famosos eran Kalós y Musides, que a nadie extrañó que el tirano de Siracusa les enviara emisarios para hablar de la costosa estatua de Tyché que había proyectado erigir en su ciudad. De enorme tamaño e ingenio debía ser esta obra, pues quería que fuese una maravilla para las naciones y una meta para los viajeros. Aquél cuya obra resultara elegida sería exaltado más allá de cuanto cabe imaginar; honor para el que Kalós y Musides fueron invitados a competir. Su amor fraternal era bien conocido, y el astuto tirano supuso que cada uno, en vez de ocultar su obra al otro, le ofrecería ayuda
y consejo, que este entendimiento produciría dos imágenes de inusitada belleza, y que aquella que destacase eclipsaría incluso los sueños de los poetas.
Con alegría aceptaron los escultores la oferta del tirano, y durante los días siguientes sus esclavos oyeron el incesante golpear de los cinceles. Kalós y Musides no se ocultaban sus obras; pero sólo ellos las veían. Salvo los suyos, ningún par de ojos contemplaba las dos divinas figuras que los hábiles golpes liberaban de los toscos bloques que las habían tenido aprisionadas desde los orígenes del mundo.
Por las noches, como siempre, Musides acudía a divertirse a los salones de Tegea, mientras Kalós vagaba a solas por el olivar. Pero a medida que transcurría el tiempo, los hombres observaban que le faltaba alegría al en otro tiempo chispeante Musides. Era extraño, se decían, que la depresión se hubiese apoderado de quien tantas probabilidades tenía de ganar la más alta recompensa del arte. Transcurrieron muchos meses; sin embargo, el rostro afligido de Musides no reflejaba otra cosa que la tensa expectación que la empresa despertaba.
Luego, un día, Musides habló de la enfermedad de Kalós, y ya nadie se maravilló de su tristeza, porque todos sabían lo hondo y sagrado que era el afecto de los dos escultores. Así que muchos fueron a visitar a Kalós, y pudieron comprender la palidez de su rostro; pero también vieron en él una feliz serenidad que hacía su mirada más mágica que la mirada de Musides, el cual, devorado por esta ansiedad, apartaba a todos los esclavos en sus ansias por alimentar y cuidar al amigo con sus manos. Ocultas detrás de pesadas cortinas, aguardaban las figuras inacabadas de Tyché, a las que apenas
se acercaban ya el enfermo y el fiel compañero que le asistía.
Y Kalós a pesar de que estaba inexplicablemente cada vez más débil, a pesar de los auxilios de los sorprendidos médicos y los cuidados de su amigo, pedía a menudo que le llevasen al olivar que él tanto armaba. Allí rogaba que le dejasen, como si deseara hablar a solas con los seres invisibles. Musides siempre complacía sus deseos, aunque sus ojos se llenaban visiblemente de lágrimas, viendo que Kalós hacía más caso de los faunos y de las dríadas que de él.
Por último, se acercó el final, y Kalós empezó a hablar de cosas del más allá. Musides, llorando, le prometió un sepulcro más hermoso que la tumba del propio Mausolo; pero Kalós le rogó que no le hablase más de glorias de mármol.
Sólo un deseo obsesionaba ahora el pensamiento del moribundo: que enterrasen junto a su sepulcro, cerca de su cabeza, unas ramitas de olivo del olivar. Y una noche, estando a solas en la oscuridad del olivar, murió Kalós.
El sepulcro de mármol que el afligido Musides esculpió para su amigo del alma fue inefablemente hermoso. Nadie más que el propio Kalós habría podido emular sus bellos bajorrelieves, donde se revelaban todos los esplendores del Eliseo. Pero no olvidó Musides enterrar junto a la cabeza de Kalós las ramas de olivo que su amigo le había pedido.
Cuando el vivo dolor dio paso a la resignación, Musides volvió a trabajar con diligencia en su figura de Tyché. Todo el honor sería ahora para él, ya que el tirano de Siracusa no quería la obra más que de él o de Kalós. Su trabajo le permitía ahora dar libre curso a su emoción, y trabajaba con más constancia cada día, y eludía las diversiones a las que antes se entregaba. Entretanto, pasaba las noches junto a la tumba de su amigo, cerca de cuya cabeza había brotado un joven olivo. Tan rápido era el crecimiento de este árbol, y tan extraña su forma, que quienes lo contemplaban prorrumpían en exclamaciones de sorpresa. En cuanto a Musides, parecía producirle a la vez fascinación y temor.
Tres años después de la muerte de Kalós, Musides envió un emisario al tirano, y en el ágora de Tegea se corrió la voz de que la enorme estatua estaba terminada. A la sazón, el árbol que había crecido junto a la tumba había adquirido unas proporciones asombrosas, superiores a todos los árboles de su especie, y extendía una rama corpulenta por encima del recinto donde Musides trabajaba. Como eran muchos los visitantes que acudían a contemplar el árbol prodigioso, así como a admirar el arte del escultor, Musides casi nunca estaba solo. Pero no le importaba esta multitud de invitados; al contrario, parecía más temeroso de quedarse solo, ahora que su absorbente obra estaba terminada. El viento desolado de la montaña, suspirando entre el olivar y el árbol de la tumba, producía, de manera extraña, sonidos vagamente articulados.El cielo estaba oscuro la tarde en que los emisarios del tirano llegaron a Tegea. Se sabía que venían a llevar se la gran imagen de Tyché, y a traer eterna gloria a Musides, por la cual los proxenoi les dispensaron una cálida acogida. Por la noche, se desató una tormenta de viento en la cumbre del Maenalus, y los hombres de la lejana Siracusa se alegraron de poder descansar a cubierto en la ciudad. Hablaron de su ilustre tirano y del esplendor de su capital, y se alegraron por la belleza de la estatua que Musides había esculpido para él.
Entonces los de Tegea les contaron lo grande que era la bondad de Musides y su profunda aflicción por su amigo; y cómo ni siquiera los inminentes laureles del arte podían consolarle de la ausencia de Kalós, quien quizá los habría ceñido en su lugar. Y también les hablaron del árbol que crecía junto a la cabeza de Kalós. Pero el viento aullaba horriblemente, y los de Siracusa y los arcadios elevaron sus plegarias a Eolo.Cuando el sol salió por la mañana, los proxenoi condujeron a los emisarios del tirano, ladera arriba, a la morada del escultor; sin embargo, el viento de la noche había hecho cosas muy extrañas. Los gritos de los esclavos se elevaban en medio de un escenario de desolación; y en el olivar no se alzaban ya las espléndidas columnatas de la inmensa residencia donde había soñado y trabajado Musides. Aisladas y rotas, sólo quedaban las viviendas humildes y los muros
inferiores, pues sobre el suntuoso peristilo se había derrumbado la pesada rama del árbol extraño, reduciendo el majestuoso poema de mármol a un montón de ruinas deplorables. Los extranjeros y los tegeos se quedaron horrorizados, y se volvieron hacia el árbol siniestro y gigantesco, cuya silueta parecía misteriosamente humana, y cuyas raíces se hundían en el esculpido sepulcro de Kalós. Y el miedo y el espanto de todos aumentó cuando registraron el recinto derruido y no encontraron rastro alguno del bondadoso Musides y la maravillosamente modelada imagen de Tyché.
En las tremendas ruinas sólo reinaba el caos, y los representantes de ambas ciudades se vieron decepcionados: los emisarios, por haberse quedado sin la estatua; los habitantes de Tegea, por haberse quedado también sin artista al que coronar. No obstante, los de Siracusa consiguieron, poco después, una espléndida estatua de Atenea, y los tegeos se consolaron erigiendo en el ágora un templo de mármol conmemorando el talento, las virtudes y la piedad fraterna de Musides.
Pero aún sigue allí el olivar, así como el árbol que crece en la tumba de Kalós; el viejo colmenero me ha contado que a veces sus ramas susurran, cuando sopla el viento por la noche, y repiten una y otra vez; «¡Oída! ¡Oída!... ¡Yo sé! ¡Yo sé».

H. P. Lovecraft
 
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Lucífago Rofacale
view post Posted on 30/12/2008, 18:55




H. P. LOVECRAFT Y AUGUST DERLETH

EL SUPERVIVIENTE


Algunas casas, al igual que ciertas personas, delatan a primera vista su predilección por
lo maligno. Quizá sea el efluvio de hechos perversos ocurridos bajo determinado techo,
que permanece mucho tiempo después de que sus realizadores se hayan ido, lo que hace
que se le pongan a uno la carne de gallina y los pelos de punta. Algo de la pasión del
ejecutor del acto, y del horror sentido por su víctima, entra en el corazón del inocente
espectador, quien repentinamente se vuelve consciente de un hormigueo nervioso, de un
escalofrío en la piel y en la sangre...

Algernon Blackwood



Me había propuesto no volver a hablar o escribir sobre la casa Charriere tras mi
huida de Providence en la noche del horrible descubrimiento -hay recuerdos
que todo el mundo desea suprimir, creer que no son ciertos, borrarlos de su
existencia- pero me veo obligado a transcribir ahora mi breve estancia en la casa
de la calle Benefit, y mi precipitada huida de ella. Lo hago por si algún inocente
fuese sometido a presiones injustas por parte de la policía, deseosa de hallar
alguna explicación a su horrible descubrimiento. Ese horror lo experimenté,
antes que cualquier otro humano, ante la vista de algo ciertamente mucho más
terrible que cuanto haya podido verse después, al cabo de tantos años, tras
pasar la casa a ser propiedad municipal, como sabía que ocurriría algún día.
Ciertamente, no cabe esperar de un anticuario que esté tan instruido en lo que
respecta a ciertas antiguas sendas del conocimiento humano como en lo que
concierne a casas antiguas. Sin embargo, cabe pensar que, inmerso en la
investigación del hábitat humano, tropiece en ocasiones con ciertos misterios
considerablemente más complejos que la fecha de un pabellón o la procedencia
de un techo estilo holandés, y logre sacar de ellos determinadas conclusiones,
por increíbles, horribles, espantosas o aun condenables -¡sí, condenables!- que
sean. En los lugares frecuentados por los anticuarios es bien conocido el nombre
de Alijah Atwood; no digo más por modestia, pero cualquier persona que tenga
interés en buscar referencias encontrará, en esos directorios dedicados a la
información para anticuarios, más de un párrafo que trata de mí.
Vine a Providence, Rhode Island, en 1930, con la intención de visitarla
brevemente y seguir luego hacia Nueva Orleáns. Pero vi la casa Charriere en la
calle Benefit, y me atrajo como sólo un anticuario puede ser atraído por una
casa extraña y solitaria en una calle de Nueva Inglaterra, que no era de la
misma época, una casa de cierta antigüedad, con un aura indescriptible que
atraía y repelía al mismo tiempo.
Se decía de la casa Charriere que estaba embrujada, pero eso suele decirse de
cualquier casa vieja y abandonada del nuevo o del viejo mundo, e incluso -si he
de fiarme de los solemnes artículos del Journal of American Folklore- de las
viviendas de los indios americanos, australianos, polinesios y muchos otros. No
es mi intención escribir sobre fantasmas; me bastará decir que ha habido, en el
ámbito de mi experiencia, ciertas revelaciones sin explicación científica alguna,
aunque soy lo suficientemente racional como para pensar que dicha explicación
puede llegar a encontrarse alguna vez, cuando el hombre utilice para su
interpretación un procedimiento científico correcto.
En este sentido, estoy seguro de que la casa Charriere no estaba embrujada.
Ningún fantasma transitaba por sus habitaciones haciendo sonar sus cadenas,
ninguna voz exhalaba lamentos a la medianoche, ninguna figura sepulcral
aparecía a la hora de las brujas para anunciar una muerte próxima. Pero nadie
podía negar que la casa estaba rodeada por un halo no sé si de terror, de
perversión o de horribles misterios; si llego a ser un hombre menos insensible,
esa casa, sin duda, me hubiese hecho perder la razón. El halo resultaba menos
corpóreo que en otras casas que he conocido, pero sugería la existencia de
secretos inconfesables no percibidos en mucho tiempo por ningún ser humano.
Sobre todo, transmitía una poderosa sensación del paso de los siglos, pero de
siglos muy anteriores a la propia edad de la casa; sugería edades remotas,
cuando el mundo era joven. Y era curioso, porque la casa, aunque vieja, tenía
menos de tres siglos.
La observé primero como anticuario, encantado de descubrir una casa, entre
otras características de Nueva Inglaterra, perteneciente al estilo de Quebec del
siglo XVII. Era, por tanto, tan diferente de las vecinas que habría llamado la
atención de cualquier viandante. Había visitado muchas veces Quebec, lo
mismo que otras ciudades viejas del continente americano, pero en esta primera
visita a Providence no venía particularmente en busca de antiguas viviendas,
sino para ver a un colega anticuario de renombre. Fue camino de su casa,
situada en la calle Barnes, cuando pasé por la casa Charriere. Al observar que
no estaba habitada, decidí alquilarla para mí. De todos modos, puede que no lo
hubiese hecho de no haberme incitado la peculiar aversión de mi amigo a
hablar de la casa y el hecho de mostrarse reacio a que yo me acercase a aquel
lugar. Quizá sea injusto con él, ahora que miro hacia atrás y recuerdo que el
pobre hombre, sin saberlo ninguno de los dos, estaba ya en su lecho de muerte.
Sea como sea, hablé con él en su habitación, sentado al borde de la cama, en
lugar de hacerlo en su despacho. Fue allí donde le pregunté acerca de la casa,
describiéndosela para que no hubiese dudas respecto a cuál me refería, ya que
por entonces yo no sabía el nombre ni nada acerca de ella.
Un hombre llamado Charriere, un cirujano francés venido de Quebec, había
sido su dueño. Pero mi amigo Gamwell no sabía quién la había construido. A
Charriere sí le había conocido. «Un hombre alto, de piel áspera. Le vi poco, pero
nadie lo vio mucho más. Se había retirado de la medicina» dijo Gamwell.
Cuando éste conoció la casa, el doctor Charriere ya vivía en ella, como debieron
hacerlo sus antepasados, aunque esto Gamwell no podía asegurarlo. El doctor
Charriere había llevado una vida recluida y había muerto hacía tres años, en
1927, según la noticia oficial aparecida en su día en el Journal de Providence. La
fecha de la muerte del doctor Charriere fue la única que Gamwell pudo
indicarme; todo lo demás se mantenía a oscuras. La casa sólo había sido
alquilada una vez: la había ocupado durante un corto período de tiempo un
profesional y su familia, pero la dejaron después de un mes, quejándose de la
humedad y de los malos olores del vetusto edificio. Desde entonces se
encontraba vacía, pero no podía ser destruida, ya que el doctor Charriere había
dejado en su testamento una considerable suma de dinero para pagar los
impuestos durante muchos años -algunos decían que veinte- y garantizar que la
casa estaría allí en el caso de que los herederos del cirujano la reclamasen. El
doctor Charriere, en una carta, había hecho vagas referencias a un sobrino que
hacía su servicio militar en Indochina. Todos los intentos para encontrar al
sobrino habían sido inútiles, y ahora se dejaba que la casa siguiese en pie hasta
que expirase el período de tiempo que el doctor Charriere había estipulado en
su testamento.
-Voy a alquilarla -le dije a Gamwell.
Enfermo como estaba, mi colega anticuario se apoyó sobre un codo para
incorporarse en el lecho y expresar su disconformidad.
-Un capricho pasajero, Atwood. Olvídelo. He oído cosas inquietantes acerca de
esa casa.
-¿Qué cosas? -le pregunté llanamente.
Pero de esto no quiso hablar; movió la cabeza ligeramente y cerró los ojos.
-Pienso verla mañana -continué.
-No encontrará en ella nada que no pueda encontrar en Quebec, créame -recalcó
Gamwell.
Pero, como dije antes, su extraña manera de oponerse a mi deseo de visitar la
casa no contribuyó sino a aumentar tal deseo. No pensaba quedarme allí para
siempre: solamente alquilarla por seis meses más o menos, como centro de
operaciones mientras visitaba los alrededores de la ciudad y los caminos y
paseos de Providence en busca de antigüedades de esa región. Finalmente
Gamwell accedió a darme el nombre de la firma de abogados en cuyas manos
Charriere había dejado su testamentaría. Después de haber solicitado una
entrevista con ellos y vencido el escaso entusiasmo con que acogieron mi
proposición, me convertí en el amo de la vieja casa Charriere por un período de
no más de seis meses, que podían ser menos, si así lo decidía.
Tomé posesión de la casa en seguida, aunque me dejó algo perplejo comprobar
que se había instalado agua corriente, pero en cambio carecía de corriente
eléctrica. Entre el mobiliario de la casa, que permanecía tal como quedó a la
muerte del doctor Charriere, encontré para alumbrado una docena de lámparas
de varias formas y épocas, algunas aparentemente con más de un siglo de
antigüedad. Esperaba hallar la casa llena de telarañas y de polvo, pero cuál no
sería mi sorpresa cuando comprobé que no era así. Y eso que, según tenía
entendido, los abogados -la firma Baker & Greenbaugh- no estaban encargados
de la limpieza de la casa durante ese medio siglo que -según lo estipulado en el
testamento del doctor Charriere- podía transcurrir hasta que se presentara a
tomar posesión su único heredero.
La casa correspondía exactamente a la imagen que me había hecho de ella.
Abundaba la madera. En algunas habitaciones cuyas paredes habían sido
empapeladas el papel se había despegado, y en otras, el yeso había ido
adquiriendo, con el paso de los años, un tono amarillento. Las habitaciones eran
irregulares y daban la impresión de ser o muy grandes o demasiado pequeñas.
Había dos plantas, pero se veía que el piso de arriba no había sido utilizado
nunca. El de abajo, sin embargo, conservaba las huellas de su antiguo ocupante,
el cirujano. Una de las habitaciones le había servido de laboratorio, y otra anexa,
de despacho. Ambos cuartos parecían haber sido abandonados recientemente
en el curso de alguna investigación, como si su último y efímero ocupante -postmortem
Charriere- no hubiese penetrado en ellos. No me causó extrañeza, ya
que la casa era suficientemente grande como para poder vivir en ella sin
necesidad de utilizar aquellos dos cuartos. Tanto el despacho como el
laboratorio se hallaban en la parte de atrás de la casa y daban sobre un jardín
frondoso, lleno de arbustos y árboles. Extendido a lo largo de toda la parte
posterior de la casa, este jardín era de un tamaño muy considerable, ya que
ocupaba el ancho de tres solares y en profundidad equivalía a uno. Remataba
en un muro de piedra muy alto que lindaba con la calle de atrás.
El estado en que se habían quedado el laboratorio y el estudio indicaban que,
sin lugar a duda, el doctor Charriere se hallaba en plena investigación cuando le
llegó su hora. Por mi parte, confieso que la naturaleza de su trabajo me intrigó
desde el primer momento. Parecía evidente que no se trataba de algo ordinario.
La vista de los extraños y casi cabalísticos dibujos, que parecían cuadros
fisiológicos de diversas especies de saurios, me indujo a pensar que la labor de
investigación emprendida por el doctor Charriere iba más allá del simple
estudio del hombre. Entre aquellos saurios, los más destacados eran del orden
Loricata y de los géneros Crocodylus y Osteolaemus, pero había también otros
dibujos representando el Gavialis, el Tomistoma, el Gaiman y el Alligator, así como
algunos otros reptiles de esta misma especie, aunque anteriores y que
correspondían al período Jurásico. De todas maneras, sé que no fue esa primera
ojeada y la curiosidad que despertó en mí lo que me impulsó a profundizar mi
estudio de la extraña investigación del doctor Charriere. Lo que me arrastró
realmente fue ese halo de misterio -perceptible para un anticuario- que se
desprendía de toda la casa.
La casa Charriere me impresionó desde el primer momento, pues era una casa
totalmente de su época, salvo en el hecho de la posterior instalación de agua
corriente. Tenía la impresión de que había sido el doctor Charriere quien la
había construido. Gamwell, en el curso de la conversación curiosamente elíptica
que habíamos mantenido, no me había dado a entender lo contrario. Pero
tampoco había mencionado la edad que tenía el cirujano el día de su muerte.
Suponiendo que hubiera muerto a los ochenta años, no podía haber sido él
quien había edificado la casa, ya que ésta había sido construida alrededor de
1700, ¡dos siglos antes de la muerte del doctor Charriere! Pensé, por lo tanto,
que el nombre que llevaba la casa era el del último propietario y no el del
constructor. Buscando una explicación racional respecto a este punto, descubrí
algunos hechos desagradablemente inverosímiles.
Por un lado, la fecha del nacimiento del doctor Charriere no aparecía en ningún
sitio. Busqué su tumba: curiosamente, se hallaba en la propia finca. Había
solicitado y obtenido permiso para ser enterrado en el jardín. La sepultura
estaba junto a un viejo y gracioso pozo que parecía haber sido construido más o
menos al mismo tiempo que la casa y permanecía intacto, con su techo, su cubo
y otros accesorios, sin duda tal como habían estado desde que se construyó la
casa. Eché una ojeada a la lápida en busca de la fecha de nacimiento, pero con
desazón observé que en la piedra sólo aparecían su nombre: Jean-François
Charriere; su profesión: cirujano; los lugares en los que había residido o
trabajado: Bayona, París, Pondichérry, Quebec, Providence; y el año de su
muerte: 1927. No había nada más, pero era suficiente para permitirme seguir
investigando más a fondo. Escribí en el acto a amistades de varios lugares en
donde podían investigarse los hechos.
Dos semanas después tenía ante mí los resultados de dichas investigaciones.
Pero lejos de quedar satisfecho, me hallaba más perplejo que nunca. Había
empezado por dirigirme a un corresponsal de Bayona, dando por supuesto que,
ya que éste era el primer lugar mencionado en la lápida, Charriere había nacido
allí. Luego pedí informes a París, después a un amigo de Londres que podía
tener acceso a los archivos de los asuntos británicos en la India, y finalmente a
Quebec. Salvo una relación de fechas, no obtuve ninguna información
interesante. Un Jean-François Charriere había nacido, efectivamente, en Bayona
¡en el año 1636! El nombre no era desconocido en París, ya que un joven de
diecisiete años, llamado Jean-François Charriere, había estudiado con el exiliado
monárquico Richard Wiseman, en 1653, y durante los tres años siguientes. En
Pondichérry, y luego en Caronmandall, en la costa india, un tal doctor JeanFrançois
Charriere, cirujano del ejército francés, había prestado servicio desde
1674 en adelante. Y en Quebec, el dato más antiguo que aparecía del doctor
Charriere se remontaba a 1691. Había practicado en esa ciudad durante seis
años, y abandonó posteriormente la ciudad con destino desconocido
Evidentemente, sólo podía llegarse a una conclusión: el doctor Jean-François
Charriere, nacido en Bayona en 1636 y cuyo último paradero conocido había
sido Quebec, precisamente el mismo año en que se construyó la casa Charriere
de la calle Benefit, era un antepasado del cirujano que había vivido en la casa y
llevaba el mismo nombre. Pero, y aunque así fuese, había una laguna absoluta
entre el año 1697 y la vida del último habitante de la casa, pues en ningún sitio
aparecían datos relativos a la familia de ese primer Jean-François Charriere. No
había ningún dato respecto a la existencia de una señora Charriere o de hijos,
que necesariamente debieron existir para que continuase su descendencia hasta
el presente siglo. Todavía cabía suponer que el viejo señor que había venido de
Quebec era soltero y que, al llegar a Providence, había contraído matrimonio.
Tendría entonces sesenta y un años, Pero la lectura del registro no revelaba que
ese matrimonio se hubiese realizado. Aquello me desconcertó, aunque sabía,
como anticuario, las dificultades que representaba la búsqueda de datos. La
desilusión, pues, no fue tan grande como para hacerme abandonar mis
investigaciones.
Opté por un nuevo procedimiento, y me dirigí a la firma Baker & Greenbaugh
para solicitar información acerca del doctor Charriere. Allí tropecé con algo más
extraño todavía, pues al preguntar acerca del aspecto físico del cirujano francés,
ambos abogados se vieron obligados a admitir que nunca lo habían visto. Todas
sus instrucciones habían llegado por carta, junto con unos cheques por un valor
muy elevado. Habían trabajado para el doctor Charriere durante los seis años
que precedieron a su muerte, y desde entonces hasta la fecha. No habían sido
empleados por él anteriormente.
Les pregunté acerca de ese «sobrino», puesto que la existencia de un sobrino
implicaba la existencia, por lo menos en alguna época, de un hermano o una
hermana de Charriere. Pero por ese camino tampoco conseguí la menor
información. Gamwell me había informado mal: Charriere no había
especificado que se refería a un sobrino, sino que había dicho: «el único varón
superviviente de mi familia». Se había pensado que este superviviente podía ser
un sobrino, pero toda pesquisa había sido inútil. De todas maneras, el
testamento del doctor Charriere decía que no era preciso buscar a su heredero
porque él mismo se dirigiría a la firma Baker & Greenbaugh, bien por carta o
personándose en unos términos inconfundibles que no darían lugar a dudas.
Ciertamente había algo misterioso. Los abogados no lo negaban. Pero también
resultaba evidente que habían sido muy bien recompensados por la confianza
que había sido depositada en ellos y que no iban a traicionarla contándome más
de lo que me habían contado. Después de todo, según dijo razonablemente uno
de los abogados, sólo habían transcurrido tres años desde la muerte del doctor
Charriere, y quedaba aún tiempo suficiente para que el heredero superviviente
se presentase.
Después de aquel fracaso, recurrí de nuevo a mi viejo amigo Gamwell, que
seguía en cama y se encontraba aún más débil. Su médico de cabecera, con
quien me crucé cuando salía de la casa, me dio a entender por primera vez que
Gamwell quizá no volvería a levantarse, y me pidió que procurara no excitarle,
ni cansarle con muchas preguntas. Sin embargo, estaba decidido a averiguar
todo lo que pudiese acerca de Charriere, pese a que la primera sorpresa me la
llevé yo ante el escrutinio al que me sometió Gamwell. Parecía como si mi
amigo esperara que una estancia de menos de tres semanas en la casa Charriere
me hubieran alterado incluso mi aspecto físico.
Charlamos un rato, y le expuse el motivo de mi visita; expliqué que había
encontrado la casa muy interesante y que, por lo tanto, deseaba conocer algo
más de su último ocupante. Gamwell había mencionado que le vio alguna vez.
-Fue hace muchos años -dijo Gamwell-. Si han pasado tres años después de su
muerte, déjame pensar... debió de ser en 1907.
-¡Pero eso fue veinte años antes de que muriese! -exclamé asombrado.
De todas formas, Gamwell insistió en que ésa era la fecha.
¿Y qué aspecto tenía? Insistí con la pregunta.
Desgraciadamente, la senilidad y la enfermedad habían invadido el vivo
intelecto del viejo.
-Coges un tritón, lo haces crecer un poco, le enseñas a andar sobre sus patas
traseras, lo vistes con ropas elegantes -dijo Gamwell- y ya tienes al doctor Jean-
François Charriere. Sólo que su piel era áspera, casi callosa. Un hombre frío.
Vivía en otro mundo.
-¿Cuántos años tenía? -le pregunté- ¿Ochenta?
-¿Ochenta? -se quedó pensativo-. La primera vez que le vi, yo no tenía más de
veinte años y él no aparentaba más de ochenta. Y hace veinte años, mi querido
Atwood, no había cambiado. Parecía tener ochenta años aquella primera vez.
¿O sería la perspectiva de mi juventud? Quizá. Parecía tener ochenta años en
1907. Y murió veinte años después.
-Es decir, a los cien.
-Tal vez.
En fin, tampoco Gamwell pudo proporcionarme gran ayuda. De nuevo, nada
específico, nada concreto, no se perfilaba ningún hecho. Sólo una impresión, un
recuerdo de alguien, pensaba yo, hacia el cual Gamwell sentía antipatía, aunque
él mismo no hubiese sabido decir por qué. Tal vez celos de tipo profesional, que
Gamwell no quería reconocer, falseaban sus propios elementos de juicio.
A continuación me dirigí a los vecinos. Casi todos eran jóvenes y sus recuerdos
del doctor Charriere eran escasos. Sólo le recordaban como un tipo indeseable
porque coleccionaba lagartos, así como otros bichos de esa clase, y se rumoreó
que realizaba diabólicos experimentos en su laboratorio. La única anciana era
una tal señora Hepzibah Cobbett. Vivía en una casita de dos plantas justo detrás
de la valla que limitaba el jardín de la casa Charriere. La encontré muy apagada.
Estaba en una silla de ruedas que empujaba su hija, una mujer de nariz aguileña
y fríos ojos azules, inquisidores detrás de sus quevedos. Pero la anciana se
animó cuando mencioné el nombre del doctor Charriere, y cuando supo que yo
vivía en la casa, empezó a hablar.
-No vivirá ahí mucho tiempo, acuérdese de mis palabras. Es una casa
endemoniada -dijo con una fuerza que, de pronto, degeneró para convertirse en
un parloteo senil-. Más de una vez le he observado. Un hombre alto, jorobado
como una hoz, con una perilla pequeña, igual que la de una cabra. ¿Y qué era
aquello que reptaba entre sus pies? Una cosa negra y larga, demasiado grande
para ser una serpiente; pero yo pensaba en serpientes cada vez que miraba al
doctor Charriere. ¿Y qué eran esos gritos durante la noche? ¿Y qué era lo que
ladraba ante el pozo? ¿Un zorro? Ya. Yo sé lo que es un perro y lo que es un
zorro. Era como un alarido de una foca. He visto cosas, eso sí, pero nadie cree a
una anciana con un pie en la tumba. Y usted, usted tampoco me hará caso,
porque nadie lo hace.
¿Qué podía deducir de todo esto? Quizá la hija tenía razón cuando dijo, al
despedirme: -No haga caso de las divagaciones de mi madre. Padece
arteriosclerosis, lo que, en ciertas ocasiones, le debilita la mente-. Pero yo no
pensaba que la señora Cobbett fuera una débil mental. Recordaba el brillo tan
vivo de sus ojos mientras estaba hablando. Parecía estar en posesión de un
secreto tan prodigioso que ni su guardián, la severa e inflexible hija que
permanecía inmóvil junto a ella, hubiera podido percibir o imaginar siquiera
sus contornos.
Los desengaños me esperaban a la vuelta de cada esquina. La suma de los datos
que había conseguido reunir basta entonces no me proporcionaba mayor
información que cada dato aislado. Archivos de periódicos, bibliotecas,
registros, lo intenté todo. Pero lo único que podía encontrarse era la fecha en
que se había construido la casa: 1697, y la de la muerte del doctor Jean-François
Charriere. Si algún otro Charriere había muerto en esta ciudad, no había señal
de ello en ningún sitio. Me parecía inconcebible que todos los miembros de la
familia Charriere, anteriores al antiguo inquilino de la casa de la calle Benefit,
hubiesen muerto fuera de Providence, y sin embargo debía de haber sucedido
así, ya que no encontraba otra explicación posible.
En la casa descubrí un retrato. Pese a que no llevaba ningún nombre inscrito,
por las iniciales J. F. C. supuse que se trataba del doctor Charriere. El cuadro,
que estaba colgado en un rincón apartado y casi inaccesible del piso superior,
representaba una cara delgada y ascética, con una barba desordenada; lo que
más resaltaba en ese rostro eran los pómulos salientes que acentuaban el
hundimiento de las mejillas y el brillo de los ojos negros. En general, su aspecto
era desvaído y siniestro.
En vista de la imposibilidad de obtener más información por otros medios,
decidí dedicarme de nuevo al examen de los papeles y libros dejados en el
despacho y el laboratorio del doctor Charriere. Hasta entonces me había
ausentado mucho de la casa en busca de información acerca del pasado del
doctor Charriere, y ahora me había recluido en ella casi con la misma
obstinación. Quizá debido a esta reclusión percibí con mayor fuerza el halo
misterioso de la casa -a nivel psíquico tanto como físico-. Ahora, por vez
primera, llegaba a notar la extraña mezcla de olores que habían decidido al
efímero inquilino y a su familia a abandonar la casa apenas alquilada. Algunos
de ellos eran los aromas típicos y comunes de todas las casas viejas, pero otros
me eran totalmente desconocidos. Sin embargo, logré identificar fácilmente el
olor predominante: lo había percibido ya en otras ocasiones, en jardines
zoológicos y en las proximidades de ciertos pantanos de aguas estancadas. Se
trataba de un miasma que, con una fuerza increíble, sugería la presencia
cercana de reptiles. Cabía admitir la posibilidad de que ciertos reptiles hubiesen
llegado, a través de la ciudad, hasta el refugio que les podía proporcionar el
jardín de la casa Charriere. En cambio, lo que sí parecía inconcebible era que
hubiese llegado hasta allí una cantidad tan grande de ellos como para llenar la
casa entera de su hedor. Pero por mucho que busqué no logré encontrar el lugar
de donde emanaba ese olor a reptil, ni dentro ni fuera de la casa. Cuando se me
ocurrió que podía provenir del pozo, pensé que sin duda se trataba de una
ilusión mía, provocada por mi deseo de encontrar alguna explicación racional.
El olor persistía. Noté también que aumentaba con la lluvia, pues es bien sabido
que con la humedad se acentúan los olores. Como la casa también estaba
húmeda, la brevedad de la estancia del último inquilino era comprensible. Lo
cierto era que éste no se había equivocado. A mí, personalmente, si bien aquel
hedor llegó a desagradarme en ocasiones, no me inquietaba -al menos no tanto
como me inquietaban otros aspectos de la casa.
Parecía que la vieja casa había empezado a protestar contra mi intromisión en el
despacho y en el laboratorio. En efecto, empecé a tener ciertas alucinaciones que
se hicieron cada vez más frecuentes. Por una parte, durante la noche oía un
extraño ladrido que parecía provenir del jardín. Por otra parte, y también
durante la noche, veía algo como una extraña y encorvada figura de reptil
rondando por el jardín, cerca de las ventanas del despacho. Pese a que esta y
otras visiones se repetían, me empeñé en considerarlas como meras
alucinaciones personales. Lo conseguí hasta aquella fatídica noche en que oí un
ruido esta vez inconfundible: era como si alguien se estuviera bañando en el
jardín. Me desperté de mi sueño convencido de que ya no estaba solo en la casa.
Me levanté, me puse la bata y las zapatillas, encendí una lámpara y corrí hacia
el despacho.
Lo que mis ojos presenciaron allí me indujo a creer que estaba soñando aún. Mi
pesadilla parecía generada directamente por la naturaleza de ciertas lecturas
que acababa de hacer indagando entre los papeles del doctor Charriere. Porque
se trataba de una pesadilla, en ese momento no me cabía la menor duda,
aunque apenas pude divisar al intruso, el intruso que había penetrado en el
despacho, llevándose unos papeles del doctor Charriere. La luz amarillenta y
tenue de la lámpara que mantenía en alto me cegaba parcialmente. Tan sólo
veía brillar algo negro y como viscoso. Luego, en el momento en que saltaba por
la ventana abierta hacia la oscuridad del jardín, pude verlo entero. Aquello no
duró más que un instante, pero me pareció que llevaba un traje muy ajustado al
cuerpo y hecho de un extraño material áspero y oscuro. No habría dudado en
perseguirlo si no hubiera visto, a la luz de la lámpara, una serie de cosas
inquietantes.
El intruso había dejado sus huellas en el suelo. Eran pisadas irregulares y
mojadas. Pero lo más extraño era la forma misma de los pies que dibujaban:
unos pies anormalmente anchos, con uñas tan largas que habían dejado su
marca delante de cada dedo. En el lugar en que el intruso había permanecido
inclinado sobre los papeles había charcos de agua. El ambiente estaba saturado
de ese fuerte olor a reptil, el mismo que yo había comenzado a aceptar como
parte integrante de la casa, pero tan fuerte ahora que me sentí tambalear y
estuve a punto de desmayarme.
Sin embargo, mi interés por los documentos era más fuerte que el miedo o la
curiosidad. En ese momento la única explicación racional que se me ocurrió fue
que uno de los vecinos que atribuían ciertos poderes maléficos a la casa
Charriere -y habían decidido no abandonar sus gestiones hasta conseguir que
fuese destruida-, había estado nadando antes de venir a invadir el estudio.
Aquella circunstancia me parecía poco convincente pero si la rechazaba ¿cómo
explicar entonces lo que yo mismo acababa de presenciar?
Fijándome en los documentos, noté inmediatamente la desaparición de varios
de ellos. Afortunadamente, los que faltaban eran los que había leído ya y que
había dejado amontonados en una pila, sin ordenarlos siquiera. No lograba
entender el valor que aquellos papeles podían tener para nadie, a no ser que
alguna otra persona estuviera tan interesada como yo, quizá con el fin de
reclamar para sí la propiedad de la casa y los terrenos. Todos ellos eran apuntes
relativos a la longevidad de los cocodrilos, los caimanes y otros reptiles. Para
mí, era ya evidente desde hacía algún tiempo que el doctor Charriere se había
volcado de forma obsesiva en el estudio de la longevidad de los reptiles y de
sus causas con el fin de aprender cómo el hombre podría llegar a alargar su
propia vida. Hasta entonces nada en esos apuntes me había inducido a pensar
que el doctor Charriere hubiera descubierto los secretos de esa longevidad. Tan
sólo algunos párrafos alarmantes sugerían la posibilidad de que hubiera
sometido a «operaciones» a alguien -no especificaba quién- con el fin de
alargarle la vida.
En realidad, existía también otra clase de notas escritas, según me pareció a mí,
por el doctor Charriere. Sin embargo, en su contenido se apartaban de la
investigación más o menos científica seguida por éste en torno a la longevidad
de los reptiles. Se trataba de una serie de enigmáticas referencias a ciertas
criaturas mitológicas, entre las cuales dos eran frecuentemente citadas:
«Cthulhu» y «Dagon». Eran, por lo visto, deidades del mar en alguna mitología
muy antigua y de la que nunca había oído hablar hasta entonces. Los
misteriosos apuntes se referían también a otros seres (¿hombres?), llamados
‘Los Profundos’, que gozaban de una longevidad muy larga y estaban al
servicio de esos dioses antiguos. Eran evidentemente unos seres anfibios que
vivían e las profundidades de los océanos. Entre aquellos apuntes se
encontraban las fotografías de una estatua monolítica particularmente horrenda
y con marcados rasgos saurios. Estaban acompañadas del texto siguiente:
«Costa Este de la Isla de Hivaoa, Marquesas. ¿Ídolo?» En otras fotografías
aparecía un tótem de los indios de la costa noroeste. Su parecido con la primera
estatua era inquietante: la misma anchura, los mismos rasgos acusados de
reptil. Sobre una de esas fotos, el doctor Charriere había anotado: «Tótem de los
indios Kwakiutl. Estrecho de Quatsino. Parecido a los construidos por ind.
Tlingit.» Estas extrañas anotaciones demostraban claramente que su autor
estaba dispuesto a estudiar cualquier antiguo rito de brujería, cualquier
superstición religiosa primitiva, con tal de que aquello le sirviera para alcanzar
su objetivo.
No tardé mucho en darme cuenta de cuál era la naturaleza de ese objetivo. El
doctor Charriere, evidentemente, no se había volcado en el estudio de la
longevidad por puro amor al estudio. No, lo que él pretendía con ello era
conseguir alargar su propia vida. Y en sus apuntes ciertos indicios
espeluznantes daban a entender que, al menos parcialmente, había tenido éxito.
Este era un descubrimiento desagradable, que me impedía apartar de mi mente
el recuerdo del extraño misterio que envolvía los últimos años y la muerte del
primer Jean-François Charriere, cirujano también, así como el nacimiento del
último doctor Jean-François Charriere, muerto en Providence en el año 1927.
Aunque los acontecimientos de aquella noche no me habían asustado
excesivamente, opté por comprar una pistola Luger de segunda mano y una
linterna. La lámpara me había impedido ver durante la noche, cosa que, en
idénticas circunstancias, no me ocurriría con una linterna. Si el visitante
nocturno había sido uno de los vecinos, estaba seguro de que esos papeles no
harían otra cosa que llamar su atención y, tarde o temprano, volvería. Ante esa
posibilidad deseaba estar preparado. En caso de que sorprendiera nuevamente
al merodeador en la casa que yo había alquilado, estaba decidido a disparar si
no obedecía a mi orden de alto. Por supuesto, era un caso extremo al que no
deseaba llegar.
La noche siguiente reanudé mi lectura de los libros y papeles del doctor
Charriere. Era indudable que muchos de los libros habían pertenecido a
antepasados suyos, pues databan de siglos atrás. Una de las obras, escrita por R.
Wiseman y traducida del inglés al francés, apoyaba la tesis de una relación
existente entre el doctor Jean-François Charriere, alumno de Wiseman en París,
y ese otro cirujano del mismo nombre que había vivido hasta hacía poco en
Providence, Rhode Island.
En conjunto, era un curioso batiburrillo de libros. Los había en casi todos los
idiomas conocidos, desde el francés hasta el árabe. Me era imposible traducir la
mayor parte de los títulos, aunque leía francés y tenía ciertas nociones de otras
lenguas románicas. Me era totalmente incomprensible el significado de un título
como Unaussprechlichen Kulten, de Von Junzt, y si sospechaba que se trataba de
un libro del mismo estilo que el Cultes des Goules, del conde d'Erlette, era porque
se hallaba colocado junto a él. Libros de zoología estaban mezclados con
gruesos tomos que trataban de antiguas culturas. Y en esa mezcolanza se
encontraban publicaciones como Un Estudio sobre la Relación Existente entre los
Habitantes de Polinesia y las Culturas del Continente Suramericano con Especial
Referencia a Perú; Los Manuscritos Pnakóticos; De Furtivis Literarum Notis, de
Giambattista Porta; la Criptografía, de Thicknesse; el Daemonolatreia, de
Remigius; La Era de los Saurios, de Banfort; una colección del Transcript, de
Aylesbury, Massachusetts, etcétera. Era indudable que, por su antigüedad,
muchos de estos libros eran valiosísimos. Gran cantidad de ellos habían sido
editados entre 1670 y 1820 y se encontraban en perfecto estado de conservación,
pese a haber sido constantemente manipulados.
Sin embargo, aquellas obras tenían poco interés para mí. A veces pienso que
por no haber dedicado un poco más de tiempo a su examen perdí en esa
ocasión la oportunidad de aprender aún más de lo que aprendería luego; pero
el dicho afirma que tener demasiados conocimientos acerca de temas que el
hombre haría mejor en ignorar es más pernicioso que tener pocos. Otro de los
motivos que me impulsaron a abandonar tan pronto el examen de todos
aquellos libros fue un descubrimiento que hice. Oculto entre ellos encontré algo
que, a primera vista, me pareció un diario. Un examen más minucioso me
convenció de que aquello no era tal cosa, sino una simple libreta, porque las
primeras fechas apuntadas en ella eran tan remotas que no podían
corresponder a ningún momento de la vida del doctor Charriere, por muchos
años que hubiese logrado vivir. Y sin embargo, era evidente que, desde las
primeras y más antiguas hojas hasta las últimas y más recientes, todas las
anotaciones habían sido escritas por la misma mano. En todas ellas se reconocía
la pequeña y angulosa letra del difunto cirujano. Supuse entonces que,
recopilando viejos papeles, el doctor Charriere había encontrado ciertas notas
de su interés y decidido copiarlas en su libreta para poder tenerlas reunidas y
ordenadas por orden cronológico. Además de las anotaciones, en aquellas
páginas figuraban también unos dibujos que producían indudablemente una
gran impresión, pese a la poca maestría con que habían sido realizados. En
cierto sentido, recordaban a las primeras obras de ciertos artistas autodidactas.
La primera página del manuscrito empezaba con la nota siguiente: «1851.
Arkham. Aseph Goade, P.» A continuación venía lo que me pareció ser el
retrato de Aseph Goade. Era un dibujo en el que determinados rasgos de su
fisonomía -más propios de un batracio que de un hombre- habían sido
intencionadamente realzados. Tenía la boca anormalmente ancha, los labios
como de cuero cuarteado, la frente muy baja y ojos que parecían recubiertos por
una membrana; era una fisonomía chata, claramente similar a la de una rana. El
dibujo ocupaba casi la totalidad de la página. Del texto que le acompañaba
deduje que se trataba del relato del descubrimiento -en el campo de la pura
investigación intelectual, pues era imposible de toda evidencia que existiera
semejante criatura- de una especie subhumana (¿podía la inicial «P» referirse a
«Los Profundos», cuyo nombre había leído en notas anteriores?) Para el doctor
Charriere, en cambio, aquel ejemplar de esa especie subhumana era una
realidad, una verificación en el curso de su investigación, que le permitiría
demostrar la existencia de un parentesco entre el batracio y el hombre y, por lo
tanto, entre éste y el saurio.
A continuación venían otros apuntes de la misma naturaleza. La mayoría de
ellos eran un tanto ambiguos -quizá a propósito- y, a primera vista, parecían no
tener ningún sentido. ¿Qué podía yo sacar de una página como ésta?:
1857 San Agustín. Henry Bishop. Piel cubierta de escamas aunque no
ictiológicas. Debe tener 107 años. Ningún proceso de degeneración. Todos los
sentidos muy agudos. Origen incierto, algunos antepasados dedicados al
comercio en Polinesia.
1861. Charleston. Familia Balzac. Piel de las manos cubierta de costras.
Mandíbula doble. Toda la familia presenta las mismas características. Anton 117
años. Anna 109 años. Infelices lejos del agua.
1863. Innsmouth. Familias Marsh, Waite, Eliot y Gilman. El Capitán Obed
Marsh, comerciante en Polinesia, contrajo matrimonio con una nativa. Todos
con características faciales similares a las de Aseph Goade. Vida apartada. Las
mujeres raras veces vistas por las calles, pero mucha natación durante la noche -
familias enteras nadando en dirección al Arrecife del Diablo, mientras el resto
de la ciudad permanecía en sus casas-. Notable relación con P. Tráfico
considerable entre Innsmouth y Ponapé. Algunas ceremonias religiosas
secretas.
1871. Jed Price, atracción de ferias. Conocido como el «Hombre Caimán».
Aparece en estanques llenos de caimanes. Aspecto saurio. Mandíbula hundida.
Reputado por sus dientes puntiagudos, pero imposible determinar si eran
naturalmente así o si habían sido afilados.
Esta era en general la sustancia de las anotaciones reunidas en la libreta.
Aquellas notas hacían referencia a diversos puntos del continente, desde el
Canadá hasta México, pasando por la Costa Este de Norteamérica. Desde aquel
momento se hizo patente la extraña obsesión del doctor Jean-François
Charriere, que le empujaba a comprobar la longevidad de ciertos seres
humanos que, en sus mismos rasgos, parecían mostrar algún parentesco con
antepasados saurios o batracios.
Indudablemente, si se conseguía admitir la realidad de aquellos hechos -sin
interpretarlos como una pintoresca y colorida descripción de personas
marcadas por ciertos acusados defectos físicos- cabía reconocer el peso de la
evidencia buscada por el doctor Charriere para corroborar extraña y
provocativamente su propia creencia. Sin embargo, y en muchos aspectos, el
cirujano no había pasado de hacer puras conjeturas. Parecía que lo único que
pretendía era establecer una relación entre los datos recopilados. Esa relación la
había buscado en las doctrinas de tres civilizaciones distintas. La más conocida
estaba contenida en las leyendas vudús de la cultura negra. Inmediatamente
después, la doctrina que había generado los cultos a los animales en el antiguo
Egipto. Finalmente, la tercera y la más importante de todas, según las
anotaciones del cirujano, era una cultura completamente extraña y tan vieja
como la tierra misma, o más aún. Era la civilización de unos Dioses
Arquetípicos, de su terrible e incesante conflicto con los Primigenios, tan
primitivos como ellos mismos y que se llamaban Cthulhu, Hastur, Yog-Sothoth,
Shub-Niggurath, Nyarlathotep y nombres similares. Esos tenían a su servicio
unos seres tan extraños como podían serlo el Pueblo Tcho-Tcho, los Profundos,
los Shantaks, los Abominables Hombres de las Nieves, y otros más. Al parecer,
algunos de ellos eran seres subhumanos; en cuanto a los demás, o eran criaturas
en vía de transformación, o no eran humanos en absoluto. El resultado de la
investigación del doctor Charriere era fascinante, pero en ningún momento
había establecido y menos aún comprobado una relación definitiva. Se
encontraban ciertas referencias a los saurios en el culto vudú; existían relaciones
similares con la cultura religiosa del antiguo Egipto; y aparecían oscuras y
sugerentes referencias a una relación con los saurios representados por el mítico
Cthulhu, en una época anterior al Crocodilus y al Gavialis; y aún antes del
Tyrannosaurus y del Brontosaurus, del Megalosaurus y otros reptiles de la era
mesozoica.
Además de estas interesantes notas, había diagramas de lo que parecían ser
extrañísimas operaciones y cuya naturaleza no comprendía en ese momento.
Aparentemente habían sido copiados de antiguos textos, entre ellos una obra de
Ludvig Prinn, titulada De Vermis Mysteriis, frecuentemente citada como fuente
de referencias y que me era también totalmente desconocida. Las operaciones
en sí mismas sugerían una raison d’être demasiado aterradora para poder
aceptarla; una de ellas, por ejemplo, cuyo propósito era estirar la piel, consistía
en realizar muchas incisiones para «permitir el crecimiento». Otra explicaba
cómo un sencillo corte en cruz en la base de la columna vertebral era suficiente
para lograr «una extensión del hueso de la cola». Lo que estos fantásticos
diagramas sugerían era demasiado horrible para ser contemplado, pero sin
duda formaba parte de la extraña investigación realizada por el doctor
Charriere. A partir de ese momento, su reclusión me pareció sobradamente
justificada: un estudio como éste no podía llevarse a cabo más que en secreto si
se quería evitar la burla de todos los científicos.
En estos papeles pude leer también la descripción de esas experiencias. Estaban
relatadas de tal modo que no podía tratarse más que de experiencias vividas
por el propio narrador. Sin embargo, eran anteriores a 1850 -en algunos casos
en varias décadas- aunque, como todas las demás notas, estaban escritas de
puño y letra del doctor Charriere. En este caso preciso, era indudable que no se
trataba del relato de experiencias ajenas. No me quedaba ya otra opción que la
de admitir que era más que octogenario en el momento de su muerte, y
muchísimo más, tanto que empecé a sentirme molesto y a no poder apartar de
mi mente a ese otro doctor Charriere que había existido antes que él
La suma total del credo del doctor Charriere tenía como resultado la poderosa e
hipotética convicción de que el ser humano podía, por medio de operaciones y
otras prácticas tan extrañas como macabras, obtener algo de la longevidad
característica de los saurios; que a la vida de un hombre se le podía añadir tanto
como siglo y medio, o quizá dos siglos. Al finalizar ese período, el individuo se
retiraba a algún lugar húmedo para dejarse caer en un estado de
semiinconsciencia, que venía a ser una especie de gestación, hasta el momento
en que se despertaba, con ciertas alteraciones en su aspecto y comenzaba otra
larga vida. Dados los cambios fisiológicos que sufría durante aquellos períodos
de gestación, el individuo se adaptaba a un modelo de existencia distinto en
cada una de sus vidas. Para justificar esta teoría, el doctor Charriere se había
apoyado únicamente en un gran número de leyendas, algunos datos de
naturaleza similar, y relatos especulativos de curiosas mutaciones humanas que
se habían dado en los últimos doscientos noventa y un años. Esa cifra cobró un
significado mayor para mí cuando caí en la cuenta de que ese era justo el
tiempo que había transcurrido desde la fecha de nacimiento del primer doctor
Charriere hasta el día de la muerte del otro cirujano. No obstante, en todo ese
material no había nada que sugiriera un procedimiento concreto de tipo
científico, con pruebas aducibles. Sólo se daban indicios y vagas sugerencias,
quizá suficientes para llenar de horribles dudas y de un convencimiento
espantoso y a medio cuajar a un lector fortuito, pero que no podían llegar a
satisfacer el rigor de cualquier hombre de ciencia.
¿Hasta qué punto habría seguido profundizando en la investigación del doctor
Charriere? Lo ignoro.
Quizá habría ido mucho más lejos si no hubiera ocurrido aquello que me hizo
gritar de horror y huir de la casa de Benefit Street, dejando que ella y su
contenido siguiesen esperando al superviviente que, ahora sí lo sé, no se
presentará nunca. Ahora ya no tiene remedio; la casa es propiedad municipal y
será destruida.
Estaba examinando estos «hallazgos» del doctor Charriere, cuando me di
menta, con eso que la gente llama el «sexto sentido», de que estaba siendo
observado detenidamente. No queriendo volverme, hice lo siguiente: abrí mi
reloj de bolsillo y colocándolo delante de mí utilicé el pulido y brillante interior
del estuche a modo de espejo, para que en él se reflejaran las ventanas que
estaban a mis espaldas. Y vi ahí, reflejada difusamente, la más horrible
caricatura que pueda imaginarse de un rostro humano. Me dejó tan estupefacto
que, sin pensarlo, volví la cabeza para observarlo directamente. Pero no había
nada en la ventana, excepto la sombra de un movimiento. Me levanté, apagué la
luz, y me acerqué a la ventana. Una silueta alta, curiosamente encorvada que,
medio agachada y arrastrando los pies, se dirigía hacia la oscuridad del jardín:
¿fue realmente eso lo que vi? Creo que sí. Pero no estaba tan loco como para
perseguirle. Quienquiera que fuese, vendría otra vez, como había venido la
noche anterior.
De modo que, mientras esperaba, me puse a sopesar las distintas explicaciones
que me venían a la mente. Impresionado aún por mi visitante nocturno,
confieso que coloqué, encabezando la lista de sospechosos, a los vecinos que se
oponían a que la casa Charriere siguiese en pie. Posiblemente pretendían
asustarme para que me marchara, pues ignoraban que mi estancia en la casa iba
a ser tan breve. Cabía pensar también en la posibilidad de que hubiese algo en
el estudio que deseaban obtener. Pero esa eventualidad no me pareció muy
convincente, porque si tal era su intención, habían tenido tiempo de sobra para
conseguirlo durante el largo período en que la casa estuvo deshabitada. Lo
cierto es que en ningún momento se me ocurrió pensar en la verdadera
explicación de los hechos. No soy más escéptico que cualquier otro anticuario;
pero la aparición de mi visitante, lo confieso, no me sugirió nada que hubiera
podido relacionar con su verdadera identidad, a pesar de todas las
circunstancias coincidentes que podían tener cierto significado para mentes
menos científicas que la mía.
Sentado allí en la oscuridad, me sentía más impresionado que nunca por la
atmósfera de la vieja casa. La misma oscuridad parecía tener vida propia; no le
influía la vida de Providence que la rodeaba y que, sin embargo, se hallaba tan
lejos. Estaba poblada de residuos psíquicos dejados por el paso de los años: el
olor persistente de la humedad, sumado a ese otro tan peculiar y característico
de ciertas zonas en los parques zoológicos donde viven los reptiles; el olor a
madera vieja mezclado con ese otro que desprendía la piedra de las paredes en
el sótano, aroma de material descompuesto porque, con el tiempo, la madera
tanto como la piedra habían ido deteriorándose. Pero había algo más: el
vaporoso indicio de una presencia animal, que parecía incrementarse de minuto
en minuto.
Estuve esperando así cerca de una hora, antes de percibir algún ruido.
Cuando lo oí, fue irreconocible. Al principio me pareció que era un ladrido,
algo muy similar al sonido emitido por los caimanes; pero pensé que sería mi
imaginación febril, y que no había sido más que el ruido de una puerta al
cerrarse. Pasó algún tiempo antes de que volviese a oír algún otro sonido: el
crujido de unos papeles. ¡El intruso había logrado entrar en el estudio delante
de mis propias narices sin que lo advirtiera! Estaba estupefacto y encendí la
linterna que tenía enfocada hacia la mesa.
Lo que vi fue algo increíble, espantoso. Lo que allí había no era un hombre, sino
la absoluta desfiguración de un hombre. Sé que en ese mismo instante pensé
que perdería el conocimiento. Pero el sentido de la necesidad ante el eminente
peligro me invadió y, sin pensarlo, disparé cuatro veces. Por la poca distancia
que nos separaba, sabía positivamente que cada disparo había dado en el
cuerpo bestial que se inclinaba sobre la mesa del doctor Charriere en el oscuro
estudio.
De lo que sucedió inmediatamente después, afortunadamente recuerdo muy
poco: un cuerpo revolcándose, la huida del intruso, y mi confusa carrera en
persecución. Era evidente que le había herido, porque había manchado el suelo
de sangre, desde la mesa del estudio hasta la ventana por la que había saltado,
atravesando y rompiendo el cristal. Salí afuera y, a la luz de mi linterna, seguí
las huellas sangrientas. Aunque no hubiera estado desangrándose, el fuerte olor
que despedía y que se percibía en el aire de la noche me habría permitido
seguirle.
Me llevó por el jardín, no muy lejos de la casa, directamente al borde del pozo
que estaba detrás de ella. Desde allí, las huellas seguían hacia el interior del pozo.
A la luz de la linterna, vi entonces, y por primera vez, los escalones, hábilmente
construidos, que bajaban al oscuro interior. Era tan grande la pérdida de sangre
que encharcaba el borde del pozo, que estaba seguro de haber herido
mortalmente al intruso. La confianza de que así había sido me impulsó a
seguirle más adentro, a pesar del eminente peligro.
¡Ojalá hubiese dado media vuelta y me hubiese alejado de aquel maldito lugar!
Pero seguí adelante y bajé por las escaleras situadas contra la pared del pozo,
que no conducían a la superficie del agua, sino a un agujero, el cual comunicaba
con un túnel que atravesaba el muro del pozo y se adentraba profundamente en
el jardín. Movido ahora por un ardiente deseo de conocer la identidad de mi
víctima, me introduje en el túnel, sin apenas darme cuenta de la húmeda tierra
que manchaba mi ropa. Con la linterna alumbraba hacia delante, y tenía mi
arma preparada. Más allá había una especie de caverna -lo suficientemente
grande como para que cupiera un hombre arrodillado- y, en medio de la luz
emitida por mi linterna, apareció un ataúd. Al verlo dudé un instante, pues me
di cuenta que la desviación del túnel conducía a la tumba del doctor Charriere.
Pero había llegado demasiado lejos para poder retroceder.
El hedor en este espacio era indescriptible. La atmósfera del túnel entero estaba
impregnada de ese nauseabundo olor a reptil, pero ahora se había vuelto tan
denso que tuve que hacer un gran esfuerzo para acercarme al ataúd. Llegué a él
y vi que estaba destapado. Los charcos de sangre llegaban hasta el mismo
féretro que habían manchado. Con una mezcla de curiosidad y de temor ante lo
que iba a ver, me incorporé cuanto pude. Temblando, alumbré con la linterna el
interior del ataúd...
Habrá quien diga que mi memoria no es muy de fiar, dada la cantidad de años
que han transcurrido, pero lo que vi allí ha quedado grabado para siempre en
mi memoria. Bajo la luz de mi linterna yacía un ser que acababa de morir, y
cuya existencia implicaba una serie de cosas espeluznantes. Esta era la criatura
que yo había matado. Mitad hombre, mitad saurio, era el macabro recuerdo de
lo que una vez había sido un ser humano. Sus ropas estaban rotas, desgarradas
por las horribles mutaciones de su cuerpo; la piel, cubierta de costras; sus
manos y sus pies descalzos eran planos, de aspecto fuertes, parecidos a unas
garras. Aterrado, noté también el apéndice en forma de cola que había crecido
en la base de la columna vertebral, y su mandíbula horriblemente alargada, una
mandíbula de cocodrilo en la que aún crecía una mota de pelo, como la barba
de una cabra...
Todo esto fue lo que vi antes de poder abandonarme a un desmayo bienhechor,
pues ya había reconocido lo que yacía en el ataúd. Había permanecido allí
desde 1927 en una semiinconsciencia cataléptica, esperando el momento de
volver a la vida, con un aspecto horrorosamente alterado. Era el doctor Jean-
François Charriere, cirujano, nacido en Bayona en el año 1636 y «muerto» en
Providence en 1927. ¡Ahora ya sabía que el superviviente de quien hablaba en
su testamento no era otro que él mismo, nacido otra vez, devuelto a la vida por
el conocimiento endemoniado de ritos más antiguos que la propia humanidad,
y ya olvidados, tan antiguos como los primeros días de la tierra, cuando las
grandes bestias luchaban y se destruían entre sí!
 
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nubarus
view post Posted on 31/12/2008, 21:45




AIRE FRIO


Me pides que explique por qué siento miedo de la corriente de aire frío; por qué tiemblo más que otros cuando entro en un cuarto frío, y parezco asqueado y repelido cuando el escalofrío del atardecer avanza a través de un suave día otoñal. Están aquellos que dicen que reacciono al frío como otros lo hacen al mal olor, y soy el último en negar esta impresión. Lo que haré está relacionado con el más horrible hecho con que nunca me encontré, y dejo a tu juicio si ésta es o no una explicación congruente de mi peculiaridad.

Es un error imaginar que ese horror está inseparablemente asociado a la oscuridad, el silencio, y la soledad. Me encontré en el resplandor de media tarde, en el estrépito de la metrópolis, y en medio de un destartalado y vulgar albergue con una patrona prosaica y dos hombres fornidos a mi lado. En la primavera de 1923 había adquirido un almacén de trabajo lúgubre e desaprovechado en la ciudad de Nueva York; y siendo incapaz de pagar un alquiler nada considerable, comencé a caminar a la deriva desde una pensión barata a otra en busca de una habitación que me permitiera combinar las cualidades de una higiene decente, mobiliario tolerable, y un muy razonable precio. Pronto entendí que sólo tenía una elección entre varias, pero después de un tiempo encontré una casa en la Calle Decimocuarta Oeste que me asqueaba mucho menos que las demás que había probado.

El sitio era una histórica mansión de piedra arenisca, aparentemente fechada a finales de los cuarenta, y acondicionada con carpintería y mármol que manchaba y mancillaba el esplendor descendiendo de altos niveles de opulento buen gusto. En las habitaciones, grandes y altas, y decoradas con un papel imposible y ridículamente adornadas con cornisas de escayola, se consumía un deprimente moho y un asomo de oscuro arte culinario; pero los suelos estaban limpios, la lencería tolerablemente bien, y el agua caliente no demasiado frecuentemente fría o desconectada, así que llegué a considerarlo, al menos, un sitio soportable para hibernar hasta que uno pudiera realmente vivir de nuevo. La casera, una desaliñada, casi barbuda mujer española llamada Herrero, no me molestaba con chismes o con críticas de la última lámpara eléctrica achicharrada en mi habitación del tercer piso frente al vestíbulo; y mis compañeros inquilinos eran tan silenciosos y poco comunicativos como uno pudiera desear, siendo mayoritariamente hispanos de grado tosco y crudo. Solamente el estrépito de los coches en la calle de debajo resultaban una seria molestia.

Llevaba allí cerca de tres semanas cuando ocurrió el primer incidente extraño. Un anochecer, sobre las ocho, oí una salpicadura sobre el suelo y me alertó de que había estado sintiendo el olor acre del amoniaco durante algún tiempo. Mirando alrededor, vi que el techo estaba húmedo y goteante; aparentemente la mojadura procedía de una esquina sobre el lado de la calle. Ansioso por detener el asunto en su origen, corrí al sótano a decírselo a la casera; y me aseguró que el problema sería rápidamente solucionado.

-El Doctor Muñoz -lloriqueó mientras se apresuraba escaleras arriba delante de mí-, tiene arriba sus productos químicos. Está demasiado enfermo para medicarse, cada vez está más enfermo, pero no quiere ayuda de nadie. Es muy extraña su enfermedad. Todo el día toma baños apestosos, y no puede reanimarse o entrar en calor. Se hace sus propias faenas, su pequeña habitación está llena de botellas y máquinas, y no ejerce como médico. Pero una vez fue bueno. Mi padre en Barcelona oyó hablar de él, y tan sólo le curó el brazo al fontanero que se hizo daño hace poco. Nunca sale, solamente al tejado, y mi hijo Esteban le trae comida y ropa limpia, y medicinas y productos químicos. ¡Dios mío, el amoniaco que usa para mantenerse frío!

La Sra. Herrero desapareció escaleras arriba hacia el cuarto piso, y volví a mi habitación. El amoniaco cesó de gotear, y mientras limpiaba lo que se había manchado y abría la ventana para airear, oí los pesados pasos de la casera sobre mí. Nunca había oído al Dr. Muñoz, excepto por ciertos sonidos como de un mecanismo a gasolina; puesto que sus pasos eran silenciosos y suaves. Me pregunté por un momento cuál podría ser la extraña aflicción de este hombre, y si su obstinado rechazo a una ayuda externa no era el resultado de una excentricidad más bien infundada. Hay -reflexioné trivialmente-, un infinito patetismo en la situación de una persona eminente venida a menos en este mundo.


Nunca hubiera conocido al Dr. Muñoz de no haber sido por el infarto que súbitamente me dio una mañana que estaba sentado en mi habitación escribiendo. Lo médicos me habían avisado del peligro de esos ataques, y sabía que no había tiempo que perder; así, recordando que la casera me había dicho sobre la ayuda del operario lesionado, me arrastré escaleras arriba y llamé débilmente a la puerta encima de la mía. Mi golpe fue contestado en un inglés correcto por una voz inquisitiva a cierta distancia, preguntando mi nombre y profesión; y cuando dichas cosas fueron contestadas, vino y abrió la puerta contigua a la que yo había llamado.

Una ráfaga de aire frío me saludó; y sin embargo el día era uno de los más calurosos del presente Junio, temblé mientras atravesaba el umbral entrando en un gran aposento el cual me sorprendió por la decoración de buen gusto en este nido de mugre y de aspecto raído. Un sofá cama ahora cumpliendo su función diurna de sofá, y los muebles de caoba, fastuosas colgaduras, antiguos cuadros, y librerías repletas revelaban el estudio de un gentilhombre más que un dormitorio de pensión. Ahora vi que el vestíbulo de la habitación sobre la mía -la "pequeña habitación" de botellas y máquinas que la Sra. Herrero había mencionado- era simplemente el laboratorio del doctor; y de esta manera, su dormitorio permanecía en la espaciosa habitación contigua, cuya cómoda alcoba y gran baño adyacente le permitían camuflar el tocador y los evidentemente útiles aparatos. El Dr. Muñoz, sin duda alguna, era un hombre de edad, cultura y distinción.

La figura frente a mí era pequeña pero exquisitamente proporcionada, y vestía un atavío formal de corte y hechura perfecto. Una cara larga avezada, aunque sin expresión altiva, estaba adornada por una pequeña barba gris, y unos anticuados espejuelos protegían sus ojos oscuros y penetrantes, una nariz aquilina que daba un toque árabe a una fisonomía por otra parte Celta. Un abundante y bien cortado cabello, que anunciaba puntuales visitas al peluquero, estaba airosamente dividido encima de la alta frente; y el retrato completo denotaba un golpe de inteligencia y linaje y crianza superior.

A pesar de todo, tan pronto como vi al Dr. Muñoz en esa ráfaga de aire frío, sentí una repugnancia que no se podía justificar con su aspecto. Únicamente su pálido semblante y frialdad de trato podían haber ofrecido una base física para este sentimiento, incluso estas cosas habrían sido excusables considerando la conocida invalidez del hombre. Podría, también, haber sido el frío singular que me alienaba; de tal modo el frío era anormal en un día tan caluroso, y lo anormal siempre despierta la aversión, desconfianza y miedo.

Pero la repugnancia pronto se convirtió en admiración, a causa de la insólita habilidad del médico que de inmediato se manifestó, a pesar del frío y el estado tembloroso de sus manos pálidas. Entendió claramente mis necesidades de una mirada, y las atendió con destreza magistral; al mismo tiempo que me reconfortaba con una voz de fina modulación, si bien curiosamente cavernosa y hueca, que era el más amargo enemigo del alma, y había hundido su fortuna y perdido todos sus amigos en una vida consagrada a extravagantes experimentos para su desconcierto y extirpación. Algo de fanático benevolente parecía residir en él, y divagaba apenas mientras sondeaba mi pecho y mezclaba un trago de drogas adecuadas que traía del pequeño laboratorio. Evidentemente me encontraba en compañía de un hombre de buena cuna, una novedad excepcional en este ambiente sórdido, y se animaba en un inusual discurso como si recuerdos de días mejores surgieran de él.

Su voz, siendo extraña, era, al menos, apaciguadora; y no podía entender como respiraba a través de las enrolladas frases locuaces. Buscaba distraer mis pensamientos de mi ataque hablando de sus teorías y experimentos; y recuerdo su consuelo cuidadoso sobre mi corazón débil insistiendo en que la voluntad y la sabiduría hacen fuerte a un órgano para vivir, podía a través de una mejora científica de esas cualidades, una clase de brío nervioso a pesar de los daños más graves, defectos, incluso la falta de energía en órganos específicos. Podía algún día, dijo medio en broma, enseñarme a vivir -o al menos a poseer algún tipo de existencia consciente- ¡sin tener corazón en absoluto!. Por su parte, estaba afligido con unas enfermedades complicadas que requerían una muy acertada conducta que incluía un frío constante. Cualquier subida de la temperatura señalada podría, si se prolongaba, afectarle fatalmente; y la frialdad de su habitación -alrededor de 55 ó 56 grados Fahrenheit*- era mantenida por un sistema de absorción de amoníaco frío, y el motor de gasolina de esa bomba, que yo había oído a menudo en mi habitación.

Aliviado de mi ataque en un tiempo asombrosamente corto, abandoné el frío lugar como discípulo y devoto del superdotado recluso. Después de eso le pagaba con frecuentes visitas; escuchando mientras me contaba investigaciones secretas y los más o menos terribles resultados, y temblaba un poco cuando examinaba los singulares y curiosamente antiguos volúmenes de sus estantes. Finalmente fui, puedo añadir, curado del todo de mi afección por sus hábiles servicios. Parecía no desdeñar los conjuros de los medievalistas, dado que creía que esas fórmulas enigmáticas contenían raros estímulos psicológicos que, concebiblemente, podían tener efectos sobre la esencia de un sistema nervioso del cuál partían los pulsos orgánicos. Había conocido por su influencia al anciano Dr. Torres de Valencia, quién había compartido sus primeros experimentos y le había orientado a través de las grandes afecciones de dieciocho años atrás, de dónde procedían sus desarreglos presentes. No hacía mucho el venerable practicante había salvado a su colega de sucumbir al hosco enemigo contra el que había luchado. Quizás la tensión había sido demasiado grande; el Dr. Muñoz lo hacía susurrando claro, aunque no con detalle, que los métodos de curación habían sido de lo más extraordinarios, aunque envolvían escenas y procesos no bienvenidos por los galenos ancianos y conservadores.

Según pasaban las semanas, observé con pena que mi nuevo amigo iba, lenta pero inequívocamente, perdiendo el control, como la Sra. Herrero había insinuado. El aspecto lívido de su semblante era intenso, su voz a menudo era hueca y poco clara, su movimiento muscular tenía menos coordinación, y su mente y determinación menos elástica y ambiciosa. A pesar de este triste cambio no parecía ignorante, y poco a poco su expresión y conversación emplearon una ironía atroz que me restituyó algo de la sutil repulsión que originalmente había sentido.

Desarrolló extraños caprichos, adquiriendo una afición por las especias exóticas y el incienso Egipcio hasta que su habitación olía como la cámara de un faraón sepultado en el Valle de los Reyes. Al mismo tiempo incrementó su demanda de aire frío, y con mi ayuda amplió la conducción de amoníaco de su habitación y modificó la bomba y la alimentación de su máquina refrigerante hasta poder mantener la temperatura por debajo de 34 ó 40 grados*, y finalmente incluso en 28 grados**; el baño y el laboratorio, por supuesto, eran los menos fríos, a fin de que el agua no se congelase, y ese proceso químico no lo podría impedir. El vecino de al lado se quejaba del aire gélido de la puerta contigua, así que le ayudé a acondicionar unas pesadas cortinas para obviar el problema. Una especie de creciente temor, de forma estrafalaria y mórbida, parecía poseerle. Hablaba incesantemente de la muerte, pero reía huecamente cuando cosas tales como entierro o funeral eran sugeridas gentilmente.

Con todo, llegaba a ser un compañero desconcertante e incluso atroz; a pesar de eso, en mi agradecimiento por su curación no podía abandonarle a los extraños que le rodeaban, y me aseguraba de quitar el polvo a su habitación y atender sus necesidades diarias, embutido en un abrigo amplio que me compré especialmente para tal fin. Asimismo hice muchas de sus compras, y me quedé boquiabierto de confusión ante algunos de los productos químicos que pidió de farmacéuticos y casas suministradoras de laboratorios.


Una creciente e inexplicable atmósfera de pánico parecía elevarse alrededor de su apartamento. La casa entera, como había dicho, tenía un olor rancio; pero el aroma en su habitación era peor, a pesar de las especias y el incienso, y los acres productos químicos de los baños, ahora incesantes, que él insistía en tomar sin ayuda. Percibí que debía estar relacionado con su dolencia, y me estremecía cuando reflexioné sobre que dolencia podía ser. La Sra. Herrero se apartaba cuando se encontraba con él, y me lo dejaba sin reservas a mí; incluso no autorizaba a su hijo Esteban a continuar haciendo los recados para él. Cuándo sugería otros médicos, el paciente se encolerizaba de tal manera que parecía no atreverse a alcanzar. Evidentemente temía los efectos físicos de una emoción violenta, aún cuando su determinación y fuerza motriz aumentaban más que decrecía, y rehusaba ser confinado en su cama. La dejadez de los primeros días de su enfermedad dio paso a un brioso retorno a su objetivo, así que parecía arrojar un reto al demonio de la muerte como si le agarrase un antiguo enemigo. El hábito del almuerzo, curiosamente siempre de etiqueta, lo abandonó virtualmente; y sólo un poder mental parecía preservarlo de un derrumbamiento total.

Adquirió el hábito de escribir largos documentos de determinada naturaleza, los cuáles sellaba y rellenaba cuidadosamente con requerimientos que, después de su muerte, transmitió a ciertas personas que nombró, en su mayor parte de las Indias Orientales, incluyendo a un celebrado médico francés que en estos momentos supongo muerto, y sobre el cuál se había murmurado las cosas más inconcebibles. Por casualidad, quemé todos esos escritos sin entregar y cerrados. Su aspecto y voz llegaron a ser absolutamente aterradores, y su presencia apenas soportable. Un día de septiembre con un solo vistazo, indujo un ataque epiléptico a un hombre que había venido a reparar su lámpara eléctrica del escritorio; un ataque para el cuál recetó eficazmente mientras se mantenía oculto a la vista. Ese hombre, por extraño que parezca, había pasado por los horrores de la Gran Guerra sin haber sufrido ningún temor.

Después, a mediados de octubre, el horror de los horrores llegó con pasmosa brusquedad. Una noche sobre las once la bomba de la máquina refrigeradora se rompió, de esta forma durante tres horas fue imposible la aplicación refrigerante de amoníaco. El Dr. Muñoz me avisó aporreando el suelo, y trabajé desesperadamente para reparar el daño mientras mi patrón maldecía en tono inánime, rechinando cavernosamente más allá de cualquier descripción. Mis esfuerzos aficionados, no obstante, confirmaron el daño; y cuando hube traído un mecánico de un garaje nocturno cercano, nos enteramos de que nada se podría hacer hasta la mañana siguiente, cuando se obtuviese un nuevo pistón. El moribundo ermitaño estaba furioso y alarmado, hinchado hasta proporciones grotescas, parecía que se iba a hacer pedazos lo que quedaba de su endeble constitución, y de vez en cuando un espasmo le causaba chasquidos de las manos a los ojos y corría al baño. Buscaba a tientas el camino con la cara vendada ajustadamente, y nunca vi sus ojos de nuevo.

La frialdad del aposento era ahora sensiblemente menor, y sobre las 5 de la mañana el doctor se retiró al baño, ordenándome mantenerle surtido de todo el hielo que pudiese obtener de las tiendas nocturnas y cafeterías. Cuando volvía de mis viajes, a veces desalentadores, y situaba mi botín ante la puerta cerrada del baño, dentro podía oír un chapoteo inquieto, y una espesa voz croaba la orden de "¡Más, más!". Lentamente rompió un caluroso día, y las tiendas abrieron una a una. Pedí a Esteban que me ayudase a traer el hielo mientras yo conseguía el pistón de la bomba, o conseguía el pistón mientras yo continuaba con el hielo; pero aleccionado por su madre, se negó totalmente.

Finalmente, contraté a un desaseado vagabundo que encontré en la esquina de la Octava Avenida para cuidar al enfermo abasteciéndolo de hielo de una pequeña tienda donde le presenté, y me empleé diligentemente en la tarea de encontrar un pistón de bomba y contratar a un operario competente para instalarlo. La tarea parecía interminable, y me enfurecía tanto o más violentamente que el ermitaño cuando vi pasar las horas en un suspiro, dando vueltas a vanas llamadas telefónicas, y en búsquedas frenéticas de sitio en sitio, aquí y allá en metro y en coche. Sobre el mediodía encontré una casa de suministros adecuada en el centro, y a la 1:30, aproximadamente, llegué a mi albergue con la parafernalia necesaria y dos mecánicos robustos e inteligentes. Había hecho todo lo que había podido, y esperaba llegar a tiempo.

Un terror negro, sin embargo, me había precedido. La casa estaba en una agitación completa, y por encima de una cháchara de voces aterrorizadas oí a un hombre rezar en tono intenso. Había algo diabólico en el aire, y los inquilinos juraban sobre las cuentas de sus rosarios como percibieron el olor de debajo de la puerta cerrada del doctor. El vago que había contratado, parece, había escapado chillando y enloquecido no mucho después de su segunda entrega de hielo; quizás como resultado de una excesiva curiosidad. No podía, naturalmente, haber cerrado la puerta tras de sí; a pesar de eso, ahora estaba cerrada, probablemente desde dentro. No había ruido dentro a excepción de algún tipo de innombrable, lento y abundante goteo.

En pocas palabras me asesoré con la Sra. Herrero y el trabajador a pesar de que un temor corroía mi alma, aconsejé romper la puerta; pero la casera encontró una forma de dar la vuelta a la llave desde fuera con algún trozo de alambre. Previamente habíamos abierto las puertas de todas las habitaciones de ese pasillo, y abrimos todas las ventanas al máximo. Ahora, con las narices protegidas por pañuelos, invadimos temerosamente la odiada habitación del sur que resplandecía con el caluroso sol de primera hora de la tarde.

Una especie de oscuro rastro baboso se dirigía desde la abierta puerta del baño a la puerta del pasillo, y de allí al escritorio, donde se había acumulado un terrorífico charquito. Algo había garabateado allí a lápiz con mano terrible y cegata, sobre un trozo de papel embadurnado como si fuera con garras que hubieran trazado las últimas palabras apresuradas. Luego el rastro se dirigía al sofá y desaparecía.

Lo que estaba, o había estado, sobre el sofá era algo que no me atrevo decir. Pero lo que temblorosamente me desconcertó estaba sobre el papel pegajoso y manchado antes de sacar una cerilla y reducirlo a cenizas; lo que me produjo tanto terror, a mí, a la patrona y a los dos mecánicos que huyeron frenéticamente de ese lugar infernal a la comisaría de policía más cercana. Las palabras nauseabundas parecían casi increíbles en ese soleado día, con el traqueteo de coches y camiones ascendiendo clamorosamente por la abarrotada Calle Decimocuarta, no obstante confieso que en ese momento las creía. Tanto las creo que, honestamente, ahora no lo sé. Hay cosas acerca de las cuáles es mejor no especular, y todo lo que puedo decir es que odio el olor del amoníaco, y que aumenta mi desfallecimiento frente a una extraordinaria corriente de aire frío.

El final, decía el repugnante garabato, ya está aquí. No hay más hielo. El hombre echó un vistazo y salió corriendo. Más calor cada minuto, y los tejidos no pueden durar. Imagino que sabes lo que dije sobre la voluntad y los nervios y lo de conservar el cuerpo después de que los órganos dejasen de funcionar. Era una buena teoría, pero no podría mantenerla indefinidamente. Había un deterioro gradual que no había previsto. El Dr. Torres lo sabía, pero la conmoción lo mató. No pudo soportar lo que tenía que hacer. Tenía que meterme en un lugar extraño y oscuro cuando prestase atención a mi carta, y consiguió mantenerme vivo, pero los órganos no volvieron a funcionar de nuevo. Tenía que haberse hecho a mi manera -conservación- pues como se puede ver, fallecí hace dieciocho años....

Cuento de terror de Howard Phillips Lovecraft
 
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nubarus
view post Posted on 1/1/2009, 20:37




La Llave De Plata


Cuando Randolph Carter cumplió los treinta años, perdió la llave de la puerta de los sueños.
Anteriormente había compaginado la insulsez de la vida cotidiana con excursiones nocturnas a extrañas y antiguas ciudades situadas más allá del espacio, y a hermosas e increíbles regiones de unas tierras a las que se llega cruzando mares etéreos.
Pero al alcanzar la edad madura sintió que iba perdiendo poco a poco esta capacidad de evasión, hasta que finalmente le desapareció por completo. Ya no pudieron hacerse a la mar sus galeras para remontar el río Oukranos, hasta más allá de las doradas agujas de campanario de Thran, ni vagar sus caravanas de elefantes a través de las fragantes selvas de Kled, donde duermen bajo la luna, hermosos e inalterables, unos palacios de veteadas columnas de marfil.
Había leído mucho acerca de cosas reales, y había hablado con demasiada gente.
Los filósofos, con su mejor intención, le habían enseñado a mirar las cosas en sus mutuas relaciones lógicas, y a analizar los procesos que originaban sus pensamientos y sus desvaríos.
Había desaparecido el encanto, y había olvidado que toda la vida no es más que un conjunto de imágenes existentes en nuestro cerebro, sin que se dé diferencia alguna entre las que nacen de las cosas reales y las engendradas por sueños que sólo tienen lugar en la intimidad, ni ningún motivo para considerar las unas por encima de las otras.
La costumbre le había atiborrado los oídos con un respeto supersticioso por todo lo que es tangible y existe físicamente. Los sabios le habían dicho que sus ingenuas figuraciones eran insulsas y pueriles, y más absurdas aún, puesto que los soñadores se empeñan en considerarlas llenas de sentido e intención, mientras el ciego universo va dando vueltas sin objeto, de la nada a las cosas, y de las cosas a la nada otra vez, sin preocuparse ni interesarse por la existencia ni por las súplicas de unos espíritus fugaces que brillan y se consumen como una chispa efímera en la oscuridad.
Le habían encadenado a las cosas de la realidad, y luego le habían explicado el funcionamiento de esas cosas, hasta que todo misterio hubo desaparecido del mundo.
Cuando se lamentó y sintió deseos imperiosos de huir a las regiones crepusculares donde la magia moldeaba hasta los más pequeños detalles de la vida, y convertía sus meras asociaciones mentales en paisaje de asombrosa e inextinguible delicia, le encauzaron en cambio hacia los últimos prodigios de la ciencia, invitándole a descubrir lo maravilloso en los vórtices del átomo y el misterio en las dimensiones del cielo. Y cuando hubo fracasado, y no encontró lo que buscaba en un terreno donde todo era conocido y susceptible de medida según leyes concretas, le dijeron que le faltaba imaginación y que no estaba maduro todavía, ya que prefería la ilusión de los sueños al mundo de nuestra creación física.
De este modo, Carter había intentado hacer lo que los demás, esforzándose por convencerse de que los sucesos y las emociones de la vida ordinaria eran más importantes que las fantasías de los espíritus más exquisitos y delicados.

Admitió, cuando se lo dijeron, que el dolor animal de un cerdo apaleado, o de un labrador dispéptico de la vida real, es más importante que la incomparable belleza de Narath, la ciudad de las cien puertas labradas, con sus cúpulas de calcedonia, que él recordaba confusamente de sus sueños; y bajo la dirección de tan sabios caballeros fomentó laboriosamente su sentido de la compasión y de la tragedia.
De cuando en cuando, no obstante, le resultaba inevitable considerar cuán triviales, veleidosas y carentes de sentido eran todas las aspiraciones humanas, y cuán contradictoriamente contrastaban los impulsos de nuestra vida real con los pomposos ideales que aquellos dignos señores proclamaban defender. Otras veces miraba con ironía los principios con los cuales le habían enseñado a combatir la extravagancia y artificiosidad de los sueños; porque él veía que la vida diaria de nuestro mundo es en todo igual de extravagante y artificiosa, y muchísimo menos valiosa a este respecto, debido a su escasa belleza y a su estúpida obstinación en no querer admitir su propia falta de razones y propósitos.
De este modo, se fue convirtiendo en una especie de amargo humorista, sin darse cuenta de que incluso el humor carece de sentido en un universo estúpido y privado de cualquier tipo de autenticidad.
En los primeros días de esta servidumbre, se refugió en la fe mansa y santurrona que sus padres le habían inculcado con ingenua confianza, ya que le pareció que de ella nacían místicos senderos que le ofrecían alguna posibilidad de evadirse de esta vida. Sólo una observación más cuidadosa le hizo comprender la falta de fantasía y de belleza, la rancia y prosaica vulgaridad, la gravedad de lechuza y las grotescas pretensiones de inquebrantable fe que reinaban de manera aplastante y opresiva entre la mayor parte de quienes la profesaban; o le hizo sentir plenamente la torpeza con que trataban de mantenerla viva, como si aún fuera el intento de una raza primordial por combatir los terrores de lo desconocido.
A Carter le aburría la solemnidad con que la gente trataba de interpretar la realidad terrenal a partir de viejos mitos, que a cada paso eran refutados por su propia ciencia jactanciosa.
Y esta seriedad inoportuna y fuera de lugar mató el interés que podía haber sentido por las antiguas creencias, de haberse limitado a ofrecer ritos sonoros y expansiones emocionales con su auténtico significado de pura fantasía. Pero cuando comenzó a estudiar a los filósofos que habían derribado los viejos mitos, los encontró aún más detestables que quienes los habían respetado. No sabían esos filósofos que la belleza estriba en la armonía, y que el encanto de la vida no obedece a regla alguna en este cosmos sin objeto, sino únicamente a su consonancia con los sueños y los sentimientos que han modelado ciegamente nuestras pequeñas esferas a partir del caos.
No veían que el bien y el mal, y la felicidad y la belleza, son únicamente productos ornamentales de nuestro punto de vista, que su único valor reside en su relación con lo que por azar pensaron y sintieron nuestros padres; y que sus características, aun las más sutiles, son diferentes en cada raza y en cada cultura.
En cambio, negaban todas estas cosas rotundamente, o las explicaban mediante los instintos vagos y primitivos que todos compartimos con las bestias y los patanes; de este modo, sus vidas se arrastraban penosamente por el dolor, la fealdad y el desequilibrio; aunque, eso sí, henchidas del ridículo orgullo de haber escapado de un mundo que en realidad no era menos sólido que el que ahora les sostenía. Lo único que habían hecho era cambiar los falsos dioses del temor y de la fe ciega por los de la licencia y de la anarquía.

Carter apenas gozaba de estas modernas libertades, porque resultaban mezquinas e inmundas a su espíritu amante de la belleza única; por otra parte, su razón se rebelaba contra la lógica endeble mediante la cual sus paladines pretendían adornar los brutales impulsos humanos con la santidad arrebatada a los ídolos que acababan de deponer.
Veía que la mayor parte de la gente, como el mismo clero desacreditado, seguía sin poder sustraerse a la ilusión de que la vida tiene un sentido distinto del que los hombres le atribuyen, ni establecer una diferencia entre las nociones de ética y belleza, aun cuando, según sus descubrimientos científicos, toda la naturaleza proclama a los cuatro vientos su irracionalidad y su impersonal amoralidad.
Predispuestos y fanáticos por las ilusiones preconcebidas de justicia, libertad y conformismo, habían arrumbado el antiguo saber, las antiguas vías y las antiguas creencias; y jamás se habían parado a pensar que ese saber y esas vías seguían siendo la única base de los pensamientos y de los criterios actuales, los únicos guías y las únicas normas de un universo carente de sentido, de objetivos estables y de hitos fijos.
Una vez perdidos estos marcos artificiales de referencia, sus vidas quedaron privadas de dirección y de interés, hasta que finalmente tuvieron que ahogar el tedio en el bullicio y en la pretendida utilidad de las prisas, en el aturdimiento y en la excitación, en bárbaras expansiones y en placeres bestiales. Y cuando se hallaron hartos de todo esto, o decepcionados, o la náusea les hizo reaccionar, entonces se entregaron a la ironía y a la mordacidad, y echaron la culpa de todo al orden social. Jamás lograron darse cuenta de que sus principios eran tan inestables y contradictorios como los dioses de sus mayores, ni de que la satisfacción de un momento es la ruina del siguiente.
La belleza serena y duradera sólo se halla en los sueños; pero este consuelo ha sido rechazado por el mundo cuando, en su adoración de lo real. arrojó de sí los secretos de la infancia.
En medio de este caos de falsedades e inquietudes, Carter intentó vivir como correspondía a un hombre digno, de sentido común y buena familia. Cuando sus sueños fueron palideciendo por la edad y su sentido del ridículo, no los pudo sustituir por ninguna creencia; pero su amor por la armonía le impidió apartarse de los senderos propios de su raza y condición.
Caminaba impasible por las ciudades de los hombres, y suspiraba porque ningún escenario le parecía enteramente real, porque cada vez que veía los rojos destellos del sol reflejados en los altos tejados, o las primeras luces del anochecer en las plazoletas solitarias, recordaba los sueños que había vivido de niño, y añoraba los países etéreos que ya no podía encontrar.
Viajar era sólo una burla; ni siquiera la Guerra Mundial le conmovió gran cosa, aunque participó en ella desde el principio en la Legión Extranjera de Francia.
Durante cierto tiempo trató de buscar amigos, pero no tardó en darse cuenta de que todos ellos eran groseros, banales y monótonos, y demasiado apegados a las cosas terrenales. Se alegraba vagamente de no tener trato con sus familiares, porque ninguno le habría sabido comprender, excepto, quizá, su abuelo y su tío abuelo Christopher; pero hacía tiempo que ambos habían muerto.
Entonces comenzó a escribir libros de nuevo, cosa que no hacía desde que los sueños le habían abandonado. Pero tampoco encontró en ello ninguna satisfacción ni desahogo, porque aún sus pensamientos eran demasiado mundanos, y no podía pensar en cosas hermosas, como antes.
Los destellos de humor irónico echaban abajo los alminares fantasmales que su imaginación erigía, y su terrenal aversión por todo lo inverosímil marchitaba las flores más delicadas y fascinantes de sus maravillosos jardines. La religiosidad convencional que adjudicaba a sus personajes los impregnaba de un sentimentalismo empalagoso, en tanto que el mito del realismo y de la necesidad de pintar acontecimientos y emociones vulgarmente humanos, degradaban toda su elevada fantasía, convirtiéndola en un fárrago de alegorías mal disimuladas y superficiales sátiras de la sociedad.
Así, sus nuevas novelas alcanzaron un éxito que jamás habían conocido las de antes; pero al comprender cuán insulsas debían ser para agradar a la vana muchedumbre, las quemó todas y dejó de escribir. Eran unas novelas triviales y elegantes, en las que se sonreía educadamente de los propios sueños que apenas si describía por encima; pero se dio cuenta de que eran artificiosas y falsas, y carecían de vida.
Después de estos intentos se dedicó a cultivar el ensueño deliberado, y ahondó en el terreno de lo grotesco y de lo excéntrico, como buscando un antídoto contra los anteriores lugares comunes.
Estos campos no tardaron, sin embargo, en poner de manifiesto su pobreza y su esterilidad; y pronto se dio cuenta de que las habituales creencias ocultistas son tan escasas e inflexibles como las científicas, aunque desprovistas de toda verosimilitud. La estupidez grosera, la superchería y la incoherencia de las ideas no son sueños, ni ofrecen a un espíritu superior ninguna posibilidad de evadirse de la vida real.
Así, pues, Carter compró libros aun más extraños, y buscó escritores más profundos y terribles, de fantástica erudición; se sumergió en los arcanos menos estudiados de la conciencia, ahondó en los profundos secretos de la vida, de la leyenda y de la remota antigüedad, y aprendió cosas que le dejaron marcado para siempre. Decidió vivir a su modo y amuebló su casa de Boston de forma que pudiera armonizar con sus cambios de humor. Consagró una habitación a cada uno de ellos, y las pintó con los colores adecuados, disponiendo en ellas los libros convenientes y dotándolas de objetos y aparatos que le proporcionasen las sensaciones requeridas en cuanto a luz, calor, sonidos, sabores y aromas.
Una vez oyó hablar de un hombre al cual, allá en el Sur, le rehuían y le temían todos por las cosas blasfemas que leía en arcaicos libros y en tabletas de arcilla que había conseguido traer clandestinamente de la India y de Arabia.
Y fue a visitarlo, y vivió con él, y compartió sus estudios durante siete años, basta que una noche les sorprendió el horror en un viejo cementerio desconocido, del que, de los dos que habían entrado, sólo uno regresó. Entonces volvió a Arkham, la ciudad terrible y embrujada de Nueva Inglaterra, donde habían vivido sus antepasados, y allí hizo experiencias en la oscuridad, entre sauces venerables y ruinosos tejados, que le hicieron sellar para siempre ciertas páginas del diario de uno de sus predecesores, de una mentalidad excepcionalmente tenebrosa.
Pero estos horrores sólo le llevaron hasta los límites de la realidad; y no pudiendo traspasarlos, no llegó a la auténtica región de los sueños por la que él había vagado durante su juventud.
De este modo, cuando cumplió los cincuenta años, perdió toda esperanza de paz o de felicidad, en un mundo demasiado atareado para percibir la belleza y demasiado intelectual para tolerar los sueños.
Habiendo comprendido al fin la fatalidad de todas las cosas reales, Carter pasó sus días en soledad, recordando con añoranza los sueños perdidos de su juventud.
Consideró que era una estupidez seguir viviendo de esa manera, y por mediación de un sudamericano, conocido suyo, consiguió una poción muy singular, capaz de sumirle sin sufrimiento en el olvido de la muerte.
La desidia y la fuerza de la costumbre, no obstante, le hicieron aplazar esta decisión, y siguió languideciendo sin resolverse a poner fin a su vida, y vagando por el mundo de sus recuerdos. Quitó las extrañas colgaduras de las paredes y volvió a arreglar la casa como en sus primeros años de juventud: repuso las cortinas purpúreas, los muebles victorianos y todo lo demás.
Con el paso del tiempo, casi llegó a alegrarse de haber diferido su determinación, ya que sus recuerdos de juventud y su ruptura con el mundo hicieron que la vida y sus sofisterías le pareciesen muy distantes e irreales, tanto más cuanto que a ello se añadió un toque de magia y esperanza que ahora empezaba a deslizarse en sus descansos nocturnos.
Durante años, en sus noches de ensueño, sólo había visto los reflejos deformados de las cosas cotidianas, tal como las veían los más vulgares soñadores; pero ahora comenzaba a vislumbrar de nuevo el resplandor de un mundo extraño y fantástico, de una naturaleza confusa aunque pavorosamente inminente, que adoptaba la forma de escenas nítidas de sus tiempos de niñez y le hacía recordar hechos y cosas intranscendentes, largo tiempo olvidados.
A menudo se despertaba llamando a su madre y a su abuelo, cuando hacía ya un cuarto de siglo que ambos descansaban en sus tumbas.
Luego, una noche, su abuelo le recordó la llave.
Aquel sabio de cabeza encanecida, con la misma apariencia de vida que en sus buenos tiempos, le habló larga y seriamente de su rancia estirpe y de las extrañas visiones que habían tenido aquellos hombres refinados y sensibles que eran sus antepasados.
Le habló del cruzado de ojos llameantes, y de los crueles secretos que éste aprendió de los sarracenos durante el tiempo que lo tuvieron en cautiverio; del primer sir Randolph Carter, que estudió artes mágicas en tiempos de la reina Isabel. Asimismo, le habló de Edmund Carter, que estuvo a punto de ser ahorcado con las brujas de la ciudad de Salem, y que había guardado en una caja una gran llave de plata que había recibido de manos de sus mayores. Antes que Carter despertara, su etéreo visitante le dijo dónde encontraría la caja y que se trataba de un cofrecillo de prodigiosa antigüedad, cuya tosca tapa, tallada en madera de roble, no había abierto mano alguna desde hacía doscientos años.

Entre el polvo y las sombras del desván lo encontró, remoto y olvidado en el último cajón de una enorme cómoda.
El cofrecillo era como de un pie cuadrado, y tenía unos bajorrelieves góticos tan tenebrosos, que no se extrañó de que nadie se hubiera atrevido a abrirlo desde los tiempos de Edmund Carter.
No sonó nada dentro al sacudirlo, pero despidió místicos perfumes de especias olvidadas. Lo de que contenía una llave no era, sin duda alguna, más que una oscura leyenda.
Ni siquiera el padre de Randolph Carter había sabido nunca que existiese tal cofrecillo.
Estaba reforzado con tiras de hierro herrumbroso y no parecía haber medio alguno de abrir su imponente cerradura. Carter tenía el vago presentimiento de que dentro encontraría la llave de la perdida puerta de los sueños, pero su abuelo no le había dicho una sola palabra de cómo y dónde usarla.
Un viejo criado suyo forzó la tapa esculpida; y al hacerlo, las horribles caras les miraron desde la madera ennegrecida.
En el interior, un pergamino descolorido envolvía una enorme llave de plata deslustrada, labrada con misteriosos arabescos; pero no había allí explicación legible de ninguna clase. El pergamino era voluminoso, y estaba cubierto de extraños jeroglíficos pertenecientes a una lengua desconocida, trazados con un antiguo junco. Carter reconoció en ellos los mismos caracteres que había visto en cierto rollo de papiro que perteneciera al terrible sabio del Sur, el que desapareció una noche en determinado cementerio de remota antigüedad. Aquel hombre se estremecía siempre que consultaba el rollo, y Carter tembló ahora también.
Pero limpió la llave y la conservo esa noche a su lado, metida en su aromático estuche de roble viejo.
Entre tanto, sus sueños se fueron haciendo más vívidos y, aunque en ellos no aparecía ninguna de aquellas extrañas ciudades, ni los increíbles jardines de sus viejos tiempos, fueron adquiriendo un significado definido cuya finalidad no dejaba lugar a dudas.
Era llamado en sueños desde un pasado remoto, y se sentía arrastrado por las voluntades unidas de todos sus antepasados hacia alguna fuente oculta y ancestral.
Entonces comprendió que debía penetrar en el pasado y confundirse con las viejas cosas; y día tras día pensó en las colinas del norte, donde se hallan la encantada ciudad de Arkham y el impetuoso Miskatonic, y la rústica y solitaria morada de su familia. Bajo la lívida luz del otoño, Carter emprendió el viejo camino a través de un mágico panorama de colinas onduladas y de prados cercados de piedra, y atravesó el valle lejano de laderas cubiertas de bosque, recorrió la serpeante carretera, pasó junto a las abrigadas granjas y bordeó los meandros cristalinos del Miskatonic, cruzado aquí y allá por rústicos puentecillos de madera o de piedra.
En una de sus curvas vio el grupo de olmos gigantescos donde había desaparecido misteriosamente uno de sus antepasados hacía ciento cincuenta años, y se estremeció al sentir el viento que soplaba de modo significativo entre sus troncos. Luego apareció la casa solitaria y ruinosa del viejo Goody Fowler, el brujo, con sus ventanucos endemoniados y su gran tejado que descendía casi hasta el suelo por la parte de atrás.
Pisó el acelerador al pasar por delante, y no moderó la marcha hasta haber coronado la colina donde había nacido su madre, y los padres de su madre, en un blanco y viejo caserón que todavía conservaba su imponente aspecto desde la carretera, colgado sobre un paisaje trágico y maravilloso de rocosas pendientes y valles verdeantes, en cuyo horizonte se divisaban los lejanos campanarios de Kingsport, y aún más allá se adivinaba la presencia de un mar arcaico y henchido de sueños. Luego vino la ladera de monte bajo donde se alzaba la mansión que Carter no había visitado desde hacía cuarenta años. Caía ya la tarde cuando llegó al pie del lugar, y a mitad de camino se detuvo a contemplar la extensa comarca dorada y celestial, inundada por la luz sesgada del sol poniente.
Toda la fantasía y el anhelo de sus sueños recientes parecían encarnar en este paisaje apacible y extraño que le sugería la ignorada soledad de otros planetas.
Recorrió con la mirada el tapiz desierto de los prados que se estremecía entre tapias derruidas y mágicos macizos de bosque que destacaban por encima del ondulado perfil de las colinas, y el valle espectral, poblado de árboles, que se precipitaba entre sombras hacia los húmedos bordes de los riachuelos cuyas aguas sollozaban al discurrir gorgoteantes entre hinchadas y retorcidas raíces. Algo le dijo que su automóvil no pertenecía a este universo, así que lo dejó junto al límite del bosque y, metiéndose la enorme llave en el bolsillo de la chaqueta, siguió subiendo a pie por la cuesta.
Se internó en lo profundo del bosque, aun a sabiendas de que el edificio estaba en lo alto de una loma totalmente despejada de árboles, excepto por el norte. Se preguntó qué aspecto ofrecería la casa, puesto que estaba vacía y abandonada, en parte por culpa suya, desde la muerte de su extraño tío abuelo Christopher, ocurrida hacía treinta años.
Durante su niñez había pasado largas temporadas allí, y había descubierto extrañas maravillas en los bosques que se extendían al otro lado del huerto. Las sombras se hicieron más densas a su alrededor, porque la noche estaba cerca. A su derecha, se abrió entre los árboles un calvero, de suerte que, durante un momento, pudo distinguir leguas y leguas de praderas bañadas de luz crepuscular. y al fondo, el campanario de la Congregación, que se alzaba sobre la Colina Central de Kingsport.
Arrebolados con el último resplandor del día, los cristales redondos de las lejanas ventanitas parecían despedir llamaradas del fuego.
Sin embargo, al sumergirse de nuevo en las sombras, recordó de pronto, con un sobresalto, que esta visión fugaz no podía proceder sino de algún trasfondo de su memoria infantil, ya que hacía mucho tiempo que la iglesia había sido derruida para construir en su lugar el Hospital de la Congregación. Había leído la noticia con interés, ya que el periódico hablaba además de las extrañas galerías o pasadizos que se habían encontrado en la roca, bajo sus cimientos.
A través de su confusión, le pareció oír una voz aflautada, y al reconocer su acento familiar después de tantos años, sintió un nuevo escalofrío.
Benjiah Corey, el antiguo criado de su tío Christopher, era ya un anciano en aquella época lejana de su niñez en que venía a pasar temporadas enteras al viejo caserón. Ahora tendría más de ciento cincuenta años; pero aquella voz cascada no podía ser de nadie más. Carter no pudo distinguir lo que decía, pero el tono era inconfundible y obsesionante. ¡Quién iba a decir que el «Viejo Benjy» aún estaba vivo!
-¡Señorito Randy! ¡Señorito Randy! ¿Dónde estás? ¿Quieres matar de un disgusto a tu tía Martha? ¿No te dijo que no te alejaras de la casa cara a la noche, y que volvieras antes de oscurecer? ¡Randy! ¡Ran...dyyy! En mi vida he visto un chiquillo que le guste tanto corretear por el bosque; se pasa el día merodeando por esa maldita caverna de serpientes... ¡Eh, Ran...dyyy! Randolph Carter se paró en la densa oscuridad y se restregó los ojos con la mano.
Era muy extraño.
Algo no andaba bien.
Se encontraba en un paraje donde no debía estar; se había extraviado en unos lugares muy apartados, adonde no debía haber ido, y ahora era imperdonablemente tarde. No había mirado la hora en el reloj del campanario de Kingsport, aun cuando podía haberla visto fácilmente con su catalejo de bolsillo; pero sabía que su retraso era algo muy extraño y sin precedentes.
No estaba seguro de haberse traído consigo el catalejo, y se metió la mano en el bolsillo de la blusa para cerciorarse.
No, no lo traía; pero en cambio llevaba una llave de plata que había encontrado en alguna parte, dentro de una caja. Tío Chris le dijo una vez algo muy raro acerca de una arqueta cerrada donde había una llave, pero tía Martha le hizo callar bruscamente, diciendo que no debía contar historias de ese género a un muchacho que ya tenía la cabeza demasiado llena de quimeras.
Entonces intentó recordar exactamente dónde había encontrado la llave, pero todo era muy confuso. Se preguntó si no sería en el desván de su casa de Boston, y se acordó vagamente de haber sobornado a Parks con el sueldo de media semana para que le ayudara a abrir la caja, y guardara silencio después; pero al evocar la escena, la cara de Parks le resultó muy extraña, como si las arrugas de innumerables años hubieran hecho presa de pronto en el vivo y menudo cockney.
-¡Ran. . . dyyy ! ¡Ran... dyyy! ¡Eh! ¡Eh! ¡Randy! Una linterna oscilante apareció por la curva oscura, y el viejo Benjiah se arrojó sobre la silueta silenciosa y perpleja de Carter.
-¡Maldito crío, ahí estabas tú! ¿No tienes lengua en la boca, que no contestas? ¡Hace media hora que te estoy llamando, y me has tenido que oír hace rato! ¿Es que no sabes que tu tía Martha está la mar de preocupada por tu culpa? ¡Espera y verás, cuando se lo diga a tu tío Chris! ¡Deberías saber que estos bosques no son lugar a propósito para andar por ahí a estas horas! Te puedes tropezar con cosas malas, de las que nada bueno puedes esperar, como mi abuelo sabía muy bien antes que yo. ¡Vamos, señorito Randy, o Hanna no nos guardará la cena!
De este modo, Carter se vio arrastrado cuesta arriba, hacia donde brillaban fascinantes las estrellas a través de los altos ramajes otoñales.
Y oyeron ladrar a los perros, y vieron la luz amarillenta de las ventanas tras la última revuelta del camino, y contemplaron el parpadeo de las Pléyades por encima del calvero donde se erguía un gran tejado negro contra el agonizante crepúsculo de poniente.
Tía Martha estaba en el umbral, y no regañó demasiado al pequeño tunante cuando Benjiah lo hizo entrar. Demasiado bien sabía por tío Chris que estas cosas eran propias de los Carter.
Randolph no le enseñó la llave, sino que cenó en silencio y sólo protestó cuando llegó la hora de acostarse. El solía soñar mejor despierto, y por otra parte, quería utilizar la llave aquella.
A la mañana siguiente, Randolph se levantó temprano, y habría echado a correr hacia la arboleda de arriba, si su tío Chris no le hubiera cogido, obligándole a sentarse a desayunar.
Impaciente, paseó la mirada a su alrededor, por aquella estancia de suelo inclinado, por la alfombra andrajosa, por las descubiertas vigas del techo y por los pilares angulares, y sólo sonrió cuando las ramas del huerto arañaron los cristales de la ventana del fondo.
Los árboles y las colinas estaban allí cerca, a su lado, y constituían las puertas de aquel reino intemporal que era su verdadera patria. Luego, cuando le dejaron libre, se tentó el bolsillo de la blusa para ver si tenía la llave; y al ver que sí, cruzó el huerto y echó hacia arriba, por donde el monte se elevaba hasta por encima del calvero.
El suelo del bosque estaba tapizado de musgo y de misterio. Los grandes peñascos cubiertos de líquenes se erguían vagamente, bajo la luz difusa, como enormes monolitos druidas entre los troncos inmensos y retorcidos de un bosque sagrado.
A mitad de su ascenso, Randolph cruzó un torrente cuyas cascadas, un poco más abajo, cantaban misteriosos sortilegios a los faunos escondidos, a los egipanes y a las dríadas. Luego llegó a la extraña cueva que se abría en la falda del monte, a la temible Caverna de las Serpientes que la gente del campo solía rehuir, y de la que pretendía mantenerle alejado Benjiah.
La cueva era profunda, más profunda de lo que cualquiera habría sospechado, porque Randolph había descubierta una hendidura en el rincón más profundo y oscuro, que daba acceso a otra gruta más grande aún: a un espacio secreto y sepulcral cuyas graníticas paredes daban la impresión de haber sido trabajadas por un ser inteligente.
Esta vez entró reptando, como en las demás ocasiones, y alumbrándose con las cerillas que había cogido del cuarto de estar, y se deslizó por la grieta del final con una ansiedad inexplicable para sí mismo. No sabía por qué razón se aproximó a la pared del fondo con tanta resolución, ni por qué sacó instintivamente la gran llave de plata. Pero siguió adelante; y cuando, aquella noche, regresó excitado a casa, no dio ninguna explicación por su tardanza, ni prestó la más mínima atención a la regañina que se ganó por haber ignorado totalmente la llamada de cuerno que anunciaba la comida de mediodía.

Hoy coinciden todos los parientes lejanos de Randolph Carter en que, cuando éste tenía diez años, ocurrió algo que despertó su imaginación.
Su primo Ernest B. Aspinwall, de Chicago, es diez años mayor que él, y recuerda muy bien el cambio operado en el muchacho después del otoño de 1883.
Randolph había contemplado paisajes fantásticos, como nadie los ha contemplado en la vida; pero más extraños aún eran algunos de los poderes que mostró en relación con cosas muy reales. Parecía, en suma haber adquirido el don singular de la profecía, y a veces reaccionaba de un modo extraño ante cosas que, pese a carecer totalmente de importancia en aquel momento, justificaban más tarde sus singulares actitudes.
En el curso de los decenios subsiguientes, a medida que se inscribían nuevos inventos, nuevos nombres y nuevos acontecimientos en el libro de la historia, la gente podía recordar sorprendida cómo Carter se había referido años antes a cosas que de algún modo, pero inequívocamente, se relacionaban con ellos. El mismo no comprendía sus propias palabras, ni sabía por qué ciertas cosas le producían determinada emoción, aunque suponía que ello era debido seguramente a algún sueño que a la sazón no lograba recordar.
A principios de 1897, cuando cierto viajero mencionó el pueblo francés de Belloy-en-Santerre, se puso pálido, y sus amigos lo recordaron después porque, en 1916, durante la Guerra Mundial, recibió en ese pueblo una herida que estuvo a punto de costarle la vida.
Los parientes de Carter hablan a menuda de todo esto, porque él ha desaparecido recientemente.
Su viejo criado, el menudo Parks, que durante muchos años había soportado con paciencia sus extravagancias, fue el último que le vio aquella mañana en que cogió el coche y se fue con una llave que acababa de encontrar.
Parks le había ayudado a sacar la llave del antiguo cofrecillo que la contenía, y se sentía singularmente impresionado por los grotescos relieves que adornaban dicha arqueta, y por alguna otra causa que no le era posible referir.
Cuando Carter se marchó, dejó dicho que iba a los alrededores de Arkham a visitar la comarca de sus antepasados. A mitad de la cuesta del Monte del Olmo, por la carretera que va hacia las ruinas de la morada solariega de los Carter, encontraron el coche cuidadosamente aparcado en la cuneta. Dentro encontraron un cofrecillo de aromática madera, adornado con unos relieves que llenaron de pavor a los campesinos que dieron con el vehículo.
Este cofrecillo contenía tan sólo un pergamino, cuyos caracteres no pudieron descifrar ni lingüistas ni paleógrafos. La lluvia había borrado las huellas de sus pasos, pero parece que la policía de Boston podría haber dicho mucho sobre el desorden que reinaba entre las vigas derrumbadas de la mansión de los Carter.
Era, según dijeron, como si alguien hubiera andado revolviendo entre las ruinas recientemente. Encontraron, algo más allá, un pañuelo blanco de bolsillo entre las rocas del bosque, pero no pudieron demostrar que pertenecía al desaparecido. Entre los herederos de Randolph Carter se habla de repartir sus bienes, pero yo pienso oponerme firmemente a ello porque no creo que haya muerto.
Existen repliegues en el tiempo y en el espacio, en la fantasía y en la realidad, que sólo un soñador puede adivinar; y, por lo que sé de Carter, creo que lo que ha sucedido es que ha descubierto un medio de atravesar estos nebulosos laberintos.
Si volverá o no alguna vez, es cosa que no puedo afirmar.
El buscaba las perdidas regiones de sus sueños y sentía nostalgia por los días de su niñez.
Después encontró una llave, y me inclino a creer que logró utilizarla para sus extraños fines.
Se lo preguntaré cuando le vea, porque espero encontrarlo en cierta ciudad soñada que ambos solíamos frecuentar. Se dice en Ulthar, comarca que se extiende al otro lado del río Skai, que un nuevo rey ocupa el trono de ópalo de Ilek-Vad; la ciudad fabulosa de infinitos torreones que se asienta en lo alto de los acantilados de cristal que dominan ese mar crepuscular donde los Gnorri, seres barbudos con aletas natatorias, construyen sus singulares laberintos; y creo que sé cómo interpretar este rumor.
Ciertamente, espero con impaciencia el momento de contemplar esa gran llave de plata, porque en sus misteriosos arabescos pueden estar simbolizados todos los designios y secretos de un cosmos ciegamente impersonal.

H.P. LOVECRAFT
 
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nubarus
view post Posted on 3/1/2009, 19:13




El Ser Bajo la Luna.


Morgan no es hombre letrado; de hecho, su inglés carece del más mínimo atisbo de coherencia. Por eso me tienen fascinado las palabras que escribió, aunque otros las han encontrado ridículas.

Estaba sólo aquella noche, cuando ocurrió. Súbitamente lo asaltaron unos deseos incontenibles de escribir, y tomando la pluma redactó lo siguiente:

Mi nombre es Howard Phillips. Vivo en la Calle College, 66, Providence, Rhode Island. El 24 de noviembre de 1927 (no sé siquiera en qué año estamos) me dormí y tuve un sueño. Desde entonces me ha sido imposible despertar.

Mi sueño comienza en un páramo húmedo, pantanoso y cubierto de cañas, bajo un cielo gris y otoñal, con un abrupto acantilado de roca cubierta de musgo. Estimulado por una vaga curiosidad, subí por una grieta o hendidura de dicho precipicio, contemplando entonces que a uno y otro lado de las paredes se abrían las negras bocas de numerosas madrigueras que se adentraban en las profundidades de la roca.

En varios sitios, el paso estaba cerrado por la estrechez de la bóveda superior de la fisura; en dichos lugares, la oscuridad era notable, y no se distinguían las madrigueras que pudiesen haber allí. En uno de aquellos tramos umbrosos me asaltó un miedo atenazante, como si una emanación incorpórea y sutil de los abismos tomara posesión de mi espíritu; pero la negrura era demasiado densa para descubrir la fuente de mi alarma.

Por último, salí a una meseta cubierta de roca húmeda, alumbrada por una débil luna que había sustituído al moribundo astro del día. Miré en torno y no vi a ningún ser viviente; sin embargo, percibí una agitación extraña por debajo, allí entre los suspirantes juncos de la ciénaga pestilente que hacía poco había abandonado.

Después de avanzar unos metros, me topé con unas vías herrumbrosas de tranvía, y con postes carcomidos que aún sostenían el cable fláccido y combado del trole. Siguiendo por estas vías, llegué rápidamente a un coche amarillo que ostentaba el número 1852, con fuelle de acoplamiento, del tipo de doble vagón, en boga entre 1900 y 1910. Estaba vacío, aunque evidentemente a punto de arrancar; tenía el trole pegado al cable y el freno de aire resoplaba de cuando en cuando bajo el piso del vagón. Me subí a él, y miré inútilmente a mi alrededor intentando de descubrir un interruptor de la luz... entonces noté la ausencia de la palanca de mando, lo que indicaba que no estaba el conductor. Me senté en uno de los asientos transversales. A continuación oí crujir la hierba escasa a la izquierda, y vi las siluetas oscuras de dos hombres que se recortaban a la luz de la luna. Llevaban las gorras reglamentarias de la compañía, y comprendí que eran el cobrador y el conductor. Entonces, uno de ellos olfateó el aire aspirando con fuerza, y levantó el rostro para aullar a la luna. El otro se echó a cuatro patas dispuesto a correr hacia el coche.

Me incorporé de un salto, salí frenéticamente del coche y corrí leguas y leguas por la meseta, hasta que el agotamiento me forzó a detenerme... Huí, no porque el cobrador se echara a cuatro patas, sino porque el rostro del conductor era un mero cono blanco que se estrechaba formando un tentáculo rojo como la sangre.

Percibí de que había sido sólo un sueño; sin embargo, no por ello me tranquilicé.

Desde esa noche espantosa lo único que deseo es despertar..., ¡pero aún no he podido!

¡Al contrario, se me ha revelado que soy un habitante de este terrible mundo onírico! Aquella primera noche dejó paso al alba, y vagué sin rumbo por las solitarias tierras pantanosas. Cuando llegó la noche aún seguía vagando, esperando despertar. Pero de repente aparté la maleza y vi ante mí el viejo tranvía... ¡A su lado había un ser de rostro cónico que alzaba la cabeza y aullaba extrañamente a la luz de la luna!

Todos los días sucede lo mismo. La noche me atrapa siempre en ese lugar de horror. He intentado no moverme cuando sale la luna, pero debo caminar en mis sueños, porque despierto con el ser aterrador aullando ante mí a la pálida luna; entonces doy media vuelta, y echo a correr desenfrenadamente.

¡Dios mío! ¿Cuándo despertaré?

Eso es lo que Morgan escribió. Quisiera ir al 66 de la Calle College de Providence; pero tengo miedo de lo que pueda encontrar allí.

H.P.Lovecraft Y J.Chapman Miske.
 
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nubarus
view post Posted on 9/1/2009, 20:37




El morador de las tinieblas

(Dedicado a Robert Bloch)

Yo he visto abrirse el tenebroso universo
Donde giran sin rumbo los negros planetas,
Donde giran en su horror ignorado
Sin orden, sin brillo y sin nombre.


Némesis


Las personas prudentes dudarán antes de poner en tela de juicio la extendida opinión de que a
Robert Blake lo mató un rayo, o un shock nervioso producido por una descarga eléctrica. Es cierto que la ventana ante la cual se encontraba permanecía intacta, pero la naturaleza se ha manifestado a menudo capaz de hazañas aún más caprichosas. Es muy posible que la expresión de su rostro haya sido ocasionada por contracciones musculares sin relación alguna con lo que tuviera ante sus ojos; en cuanto a las anotaciones de su diario, no cabe duda de que son producto de una imaginación fantástica, excitada por ciertas supersticiones locales y ciertos descubrimientos llevados a cabo por él. En lo que respecta a las extrañas circunstancias que concurrían en la abandonada iglesia de Federal Hill, el investigador sagaz no tardará en atribuirlas al charlatanismo consciente o inconsciente de Blake, quien estuvo relacionado secretamente con determinados círculos esotéricos.

Porque después de todo, la víctima era un escritor y pintor consagrado por entero al campo de la
mitología, de los sueños, del terror y la superstición, ávido en buscar escenarios y efectos extraños y
espectrales. Su primera estancia en Providence -con objeto de visitar a un viejo extravagante, tan
profundamente entregado a las ciencias ocultas como él - había acabado en muerte y llamas. Sin duda fue algún instinto morboso lo que le indujo a abandonar nuevamente su casa de Milwaukee para venir a Providence, o tal vez conocía de antemano las viejas leyendas, a pesar de negarlo en su diario, en cuyo caso su muerte malogró probablemente una formidable superchería destinada a preparar un éxito literario.
No obstante, entre los que han examinado y contrastado todas las circunstancias del asunto, hay
quienes se adhieren a teorías menos racionales y comunes. Estos se inclinan a dar crédito a lo constatado en el diario de Blake y señalan la importancia significativa de ciertos hechos, tales como la indudable autenticidad del documento hallado en la vieja iglesia, la existencia real de una secta heterodoxa llamada «Sabiduría de las Estrellas» antes de 1877, la desaparición en 1893 de cierto periodista demasiado curioso llamado Edwin M. Lillibridge, y -sobre todo- el temor monstruoso y transfigurador que reflejaba el rostro del joven escritor en el momento de morir. Fue uno de éstos el que, movido por un extremado fanatismo, arrojó a la bahía la piedra de ángulos extraños con su estuche metálico de singulares adornos, hallada en el chapitel de la iglesia, en el negro chapitel sin ventanas ni aberturas, y no en la torre, como afirma el diario. Aunque criticado oficial y públicamente, este individuo -hombre intachable, con cierta afición a las tradiciones raras- dijo que acababa de liberar a la tierra de algo demasiado peligroso para dejarlo al alcance de cualquiera.

El lector puede escoger por sí mismo entre estas dos opiniones diversas. Los periódicos han
expuesto los detalles más palpables desde un punto de vista escéptico, dejando que otros reconstruyan la escena, tal como Robert Blake la vio, o creyó verla, o pretendió haberla visto. Ahora, después de estudiar su diario detenidamente, sin apasionamientos ni prisa alguna, nos hallamos en condiciones de resumir la concatenación de los hechos desde el punto de vista de su actor principal.

El joven Blake volvió a Providence en el invierno de 1934-35, y alquiló el piso superior de una
venerable residencia situada frente a una plaza cubierta de césped, cerca de College Street, en lo alto de la gran colina -College Hill- inmediata al campus de la Brown University, a espaldas de la Biblioteca
John Hay. Era un sitio cómodo y fascinante, con un jardín remansado, lleno de gatos lustrosos que
tomaban el sol pacíficamente. El edificio era de estilo georgiano: tenía mirador, portal clásico con
escalinatas laterales, vidrieras con trazado de rombos, y todas las demás características de principios del siglo XIX. En el interior había puertas de seis cuerpos, grandes entarimados, una escalera colonial de amplia curva, blancas chimeneas del período Aram, y una serie de habitaciones traseras situadas unos tres peldaños por debajo del resto de la casa.
El estudio de Blake era una pieza espaciosa que daba por un lado a la pared delantera del
jardín; por el otro, sus ventanas -ante una de las cuales había instalado su mesa de escritorio- miraban a occidente, hacia la cresta de la colina. Desde allí se dominaba una vista espléndida de tejados pintorescos y místicos crepúsculos. En el lejano horizonte se extendían las violáceas laderas campestres.
Contra ellas, a unos tres o cuatro kilómetros de distancia, se recortaba la joroba espectral de Federal Hill erizada de tejados y campanarios que se arracimaban en lejanos perfiles y adoptaban siluetas fantásticas, cuando los envolvía el humo de la ciudad. Blake tenía la curiosa sensación de asomarse a un mundo desconocido y etéreo, capaz de desvanecerse como un sueño si intentara ir en su busca para penetrar en él.
Después de haberse traído de su casa la mayor parte de sus libros, Blake compró algunos
muebles antiguos, en consonancia con su vivienda, y la arreglo para dedicarse a escribir y pintar. Vivía solo y se hacía él mismo las sencillas faenas domésticas. Instaló su estudio en una habitación del ático orientada al norte y muy bien iluminada por un amplio mirador. Durante el primer invierno que pasó allí, escribió cinco de sus relatos más conocidos -El Socavador, La Escalera de la Cripta, Shaggai, En el Valle de Pnath y El Devorador de las Estrellas- y pintó siete telas sobre temas de monstruos infrahumanos y paisajes extraterrestres profundamente extraños.
Cuando llegaba el atardecer, se sentaba a su mesa y contemplaba soñadoramente el panorama
de poniente: las torres sombrías de Memorial Hall que se alzaban al pie de la colina donde vivía, el
torreón del palacio de Justicia, las elevadas agujas del barrio céntrico de la población, y sobre todo, la
distante silueta de Federal Hill, cuyas cúpulas resplandecientes, puntiagudas buhardillas y calles
ignoradas tanto excitaban su fantasía. Por las pocas personas que conocía en la localidad se enteró de que en dicha colina había un barrio italiano, aunque la mayoría de los edificios databan de los viejos
tiempos de los yanquis y los irlandeses. De cuando en cuando paseaba sus prismáticos por aquel mundo espectral, inalcanzable tras la neblina vaporosa; a veces los detenía en un tejado, o en una chimenea, o en un campanario, y divagaba sobre los extraños misterios que podía albergar. A pesar de los prismáticos, Federal Hill le seguía pareciendo un mundo extraño y fabuloso que encajaba
asombrosamente con lo que él describía en sus cuentos y pintaba en sus cuadros. Esta sensación persistía mucho después de que el cerro se hubiera difuminado en un atardecer azul salpicado de lucecitas, y se encendieran los proyectores del palacio de Justicia y los focos rojos del Trust Industrial dándole efectos grotescos a la noche.
De todos los lejanos edificios de Federal Hill, el que más fascinaba a Blake era una iglesia
sombría y enorme que se distinguía con especial claridad a determinadas horas del día. Al atardecer, la gran torre rematada por un afilado chapitel se recortaba tremenda contra un cielo incendiado. La iglesia estaba construida sin duda sobre alguna elevación del terreno, ya que su fachada sucia y la vertiente del tejado, así como sus grandes ventanas ojivales, descollaban por encima de la maraña de tejados y chimeneas que la rodeaban. Era un edificio melancólico y severo, construido con sillares de piedra, muy maltratado por el humo y las inclemencias del tiempo, al parecer. Su estilo, según se podía apreciar con los prismáticos, correspondía a los primeros intentos de reinstauración del Gótico y debía datar, por lo tanto, del 1810 ó 1815.
A medida que pasaban los meses, Blake contemplaba aquel edificio lejano y prohibido con un
creciente interés. Nunca veía iluminados los inmensos ventanales, por lo que dedujo que el edificio debía de estar abandonado. Cuanto más lo contemplaba, más vueltas le daba a la imaginación. y más cosas raras se figuraba. Llegó a parecerle que se cernía sobre él un aura de desolación y que incluso las palomas y las golondrinas evitaban sus aleros. Con sus prismáticos distinguía grandes bandadas de pájaros en torno a las demás torres y campanarios, pero allí no se detenían jamás. Al menos, así lo creyó él y así lo constató en su diario. Más de una vez preguntó a sus amigos, pero ninguno había estado nunca en Federal Hill, ni tenían la más remota idea de lo que esa iglesia pudiera ser.
En primavera, Blake se sintió dominado por un vivo desasosiego. Había comenzado una novela
larga basada en la supuesta supervivencia de unos cultos paganos en Maine, pero incomprensiblemente, se había atascado y su trabajo no progresaba. Cada vez pasaba más tiempo sentado ante la ventana de poniente, contemplando el cerro distante y el negro campanario que los pájaros evitaban. Cuando las delicadas hojas vistieron los ramajes del jardín, el mundo se colmó de una belleza nueva, pero las inquietudes de Blake aumentaron más aún. Entonces se le ocurrió por primera vez, atravesar la ciudad y subir por aquella ladera fabulosa que conducía al brumoso mundo de ensueños.
A últimos de abril, poco antes de la fecha sombría de Walpurgis, Blake hizo su primera
incursión al reino desconocido. Después de recorrer un sinfín de calles y avenidas en la parte baja, y de plazas ruinosas y desiertas que bordeaban el pie del cerro, llegó finalmente a una calle en cuesta,
flanqueada de gastadas escalinatas, de torcidos porches dóricos y cúpulas de cristales empañados.
Aquella calle parecía conducir hasta un mundo inalcanzable más allá de la neblina. Los deteriorados
letreros con los nombres de las calles no le decían nada. Luego reparó en los rostros atezados y extraños de los transeúntes, en los anuncios en idiomas extranjeros que campeaban en las tiendas abiertas al pie de añosos edificios. En parte alguna pudo encontrar los rincones y detalles que viera con los prismáticos, de modo que una vez más, imaginó que la Federal Hill que él contemplaba desde sus ventanas era un mundo de ensueño en el que jamás entrarían los seres humanos de esta vida.
De cuando en cuando, descubría la fachada derruida de alguna iglesia o algún desmoronado
chapitel, pero nunca la ennegrecida mole que buscaba. Al preguntarle a un tendero por la gran iglesia de piedra, el hombre sonrió y negó con la cabeza, a pesar de que hablaba correctamente inglés. A medida que Blake se internaba en el laberinto de callejones sombríos y amenazadores, el paraje le resultaba más y más extraño. Cruzó dos o tres avenidas, y una de las veces le pareció vislumbrar una torre conocida.
De nuevo preguntó a un comerciante por la iglesia de piedra, y esta vez habría jurado que fingía su
ignorancia, porque su rostro moreno reflejó un temor que trató en vano de ocultar. Al despedirse, Blake le sorprendió haciendo un signo extraño con la mano derecha.
Poco después vio súbitamente, a su izquierda una aguja negra que destacaba sobre el cielo
nuboso, por encima de las filas de oscuros tejados. Blake lo reconoció inmediatamente y se adentró por sórdidas callejuelas que subían desde la avenida. Dos veces se perdió, pero, por alguna razón, no se atrevió a preguntarles a los venerables ancianos y obesas matronas que charlaban sentados en los portales de sus casas, ni a los chiquillos que alborotaban jugando en el barro de los oscuros callejones.
Por último, descubrió la torre junto a una inmensa mole de piedra que se alzaba al final de la
calle. El se encontraba en ese momento en una plaza empedrada de forma singular, en cuyo extremo se alzaba una enorme plataforma rematada por un muro de piedra y rodeada por una barandilla de hierro.
Allí finalizó su búsqueda, porque en el centro de la plataforma, en aquel pequeño mundo elevado sobre el nivel de las calles adyacentes, se erguía, rodeada de yerbajos y zarzas, una masa titánica y lúgubre sobre cuya identidad, aun viéndola de cerca, no podía equivocarse.
La iglesia se encontraba en un avanzado estado de ruina. Algunos de sus contrafuertes se habían derrumbado y varios de sus delicados pináculos se veían esparcidos por entre la maleza. Las denegridas ventanas ojivales estaban intactas en su mayoría, aunque en muchas faltaba el ajimez de
piedra. Lo que más le sorprendió fue que las vidrieras no estuviesen rotas, habida cuenta de las destructoras costumbres de la chiquillería. Las sólidas puertas permanecían firmemente cerradas. La verja que rodeaba la plataforma tenía una cancela -cerrada con candado- a la que se llegaba desde la
plaza por un tramo de escalera, y desde ella hasta el pórtico se extendía un sendero enteramente cubierto de maleza. La desolación y la ruina envolvían el lugar como una mortaja; y en los aleros sin pájaros, y en los muros desnudos de yedra, veía Blake un toque siniestro imposible de definir.
Había muy poca gente en la plaza. Blake vio en un extremo a un guardia municipal, y se dirigió a él con el fin de hacerle unas preguntas sobre la iglesia. Para asombro suyo, aquel irlandés fuerte y sano se limitó a santiguarse y a murmurar entre dientes que la gente no mentaba jamás aquel edificio. Al insistirle, contestó atropelladamente que los sacerdotes italianos prevenían a todo el mundo contra dicho templo, y afirmaban que una maldad monstruosa había habitado allí en tiempos, y había dejado su huella indeleble. El mismo había oído algunas oscuras insinuaciones por boca de su padre, quien recordaba ciertos rumores que circularon en la época de su niñez.
Una secta se había albergado allí, en aquellos tiempos, que invocaba a unos seres que procedían de los abismos ignorados de la noche. Fue necesaria la valentía de un buen sacerdote para exorcizar la iglesia, pero hubo quienes afirmaron después que para ello habría bastado simplemente la luz. Si el padre O'Malley viviera, podría aclararnos muchos misterios de este templo. Pero ahora, lo mejor era dejarlo en paz. A nadie hacía daño, y sus antiguos moradores habían muerto y desaparecido. Huyeron a la desbandada, como ratas, en el año 77, cuando las autoridades empezaron a inquietarse por la forma en que desaparecían los vecinos y hablaron de intervenir. Algún día, a falta de herederos, el Municipio tomaría posesión del viejo templo, pero más valdría dejarlo en paz y esperar a que se viniera abajo por sí solo, no fuera que despertasen ciertas cosas que debían descansar eternamente en los negros abismos de la noche.
Después de marcharse el guardia, Blake permaneció allí, contemplando la tétrica aguja del campanario. El hecho de que el edificio resultara tan siniestro para los demás como para él le llenó de una extraña excitación. ¿Qué habría de verdad en las viejas patrañas que acababa de contarle el policía? Seguramente no eran más que fábulas suscitadas por el lúgubre aspecto del templo. Pero aun así, era como si cobrase vida uno de sus propios relatos.
El sol de la tarde salió de entre las nubes sin fuerza para iluminar los sucios, los tiznados muros de la vieja iglesia. Era extraño que el verde jugoso de la primavera no se hubiese extendido por su patio, que aún conservaba una vegetación seca y agostada. Blake se dio cuenta de que había ido acercándose y de que observaba el muro y su verja herrumbrosa con idea de entrar. En efecto, de aquel edificio parecía desprenderse un influjo terrible al que no había forma de resistir. La cancela estaba cerrada, pero en la parte norte de la verja faltaban algunos barrotes. Subió los escalones y avanzó por el estrecho reborde exterior hasta llegar al boquete. Si era verdad que la gente miraba con tanta aversión el lugar, no tropezaría con dificultades.
Recorrió el reborde de piedra. Antes de que nadie hubiera reparado en él, se encontraba ante el boquete. Entonces miró atrás y vio que las pocas personas de la plaza se alejaban recelosas y hacían con la mano derecha el mismo signo que el comerciante de la avenida. Varias ventanas se cerraron de golpe, y una mujer gorda salió disparada a la calle, recogió a unos cuantos niños que había por allí y los hizo entrar en un portal desconchado y miserable. El boquete era lo bastante ancho y Blake no tardó en hallarse en medio de la maleza podrida y enmarañada del patio desierto. A juzgar por algunas lápidas que asomaban erosionadas entre las yerbas, debió de servir de cementerio en otro tiempo. Vista de cerca, la enhiesta mole de la iglesia resultaba opresiva. Sin embargo, venció su aprensión y probó las tres grandes puertas de la fachada. Estaban firmemente cerradas las tres, así que comenzó a dar la vuelta del edificio en busca de alguna abertura más accesible. Ni aun entonces estaba seguro de querer entrar en aquella madriguera de sombras y desolación, aunque se sentía arrastrado como por un hechizo insoslayable.
En la parte posterior encontró un tragaluz abierto y sin rejas que proporcionaba el acceso necesario. Blake se asomó y vio que correspondía a un sótano lleno de telarañas y polvo, apenas iluminado por los rayos del sol poniente. Escombros, barriles viejos, cajones rotos, muebles... de todo
había allí; y encima descansaba un sudario de polvo que suavizaba los ángulos de sus siluetas. Los restos enmohecidos de una caldera de calefacción mostraban que el edificio había sido utilizado y mantenido por lo menos hasta finales del siglo pasado.
Obedeciendo a un impulso casi inconsciente, Blake se introdujo por el tragaluz y se dejó caer sobre la capa de polvo y los escombros esparcidos en el suelo. Era un sótano abovedado, inmenso, sin tabiques. A lo lejos, en un rincón, y sumido en una densa oscuridad, descubrió un arco que
evidentemente conducía arriba. Un extraño sentimiento de ahogo le invadió al saberse dentro de aquel templo espectral, pero lo desechó y siguió explorando minuciosamente el lugar. Halló un barril intacto aún, en medio del polvo, y lo rodó hasta colocarlo al pie del tragaluz para cuando tuviera que salir.
Luego, haciendo acopio de valor, cruzó el amplio sótano plagado de telarañas y se dirigió al arco del otro extremo. Medio sofocado por el polvo omnipresente y cubierto de suciedad, empezó a subir los gastados peldaños que se perdían en la negrura. No llevaba luz alguna, por lo que avanzaba a tientas, con mucha precaución. Después de un recodo repentino, notó ante sí una puerta cerrada; inmediatamente descubrió su viejo picaporte. Al abrirlo, vio ante sí un corredor iluminado débilmente, revestido de madera corroída por la carcoma.
Una vez arriba, Blake comenzó a inspeccionar rápidamente. Ninguna de las puertas interiores estaba cerrada con cerrojo, de modo que podía pasar libremente de una estancia a otra. La nave central era de enormes proporciones y sobrecogía por las montañas de polvo acumulado sobre los bancos, el
altar, el púlpito y el órgano, y las inmensas colgaduras de telaraña que se desplegaban entre los arcos apuntados del triforio. Sobre esta muda desolación se derramaba una desagradable luz plomiza que provenía de las vidrieras ennegrecidas del ábside, sobre las cuales incidían los rayos del sol agonizante.
Aquellas vidrieras estaban tan sucias de hollín que a Blake le costó un gran esfuerzo descifrar lo que representaban. Y lo poco que distinguió no le gustó en absoluto. Los dibujos eran emblemáticos, y sus conocimientos sobre simbolismos esotéricos le permitieron interpretar ciertos signos que aparecían en ellos. En cambio había escasez de santos, y los pocos representados mostraban además expresiones abiertamente censurables. Una de las vidrieras representaba únicamente, al parecer, un fondo oscuro sembrado de espirales luminosas. Al alejarse de los ventanales observó que la cruz que coronaba el altar mayor era nada menos que la antiquísima ankh o crux ansata del antiguo Egipto.
En una sacristía posterior contigua al ábside encontró Blake un escritorio deteriorado y unas estanterías repletas de libros mohosos, casi desintegrados. Aquí sufrió por primera vez un sobresalto de verdadero horror, ya que los títulos de aquellos libros eran suficientemente elocuentes para él. Todos ellos trataban de materias atroces y prohibidas, de las que el mundo no había oído hablar jamás, a no ser a través de veladas alusiones. Aquellos volúmenes eran terribles recopilaciones de secretos y fórmulas inmemoriales que el tiempo ha ido sedimentando desde los albores de la humanidad, y aun desde los oscuros días que precedieron a la aparición del hombre. El propio Blake había leído algunos de ellos:
una versión latina del execrable Necronomicon, el siniestro Liber Ivonis, el abominable Cultes des Goules del conde d'Erlette, el Unaussprechlichen Kulten de von Junzt, el infernal tratado De Vermis Mysteriis de Ludvig Prinn. Había otros muchos, además; unos los conocía de oídas y otros le eran
totalmente desconocidos, como los Manuscritos Pnakóticos, el Libro de Dzyan, y un tomo escrito en caracteres completamente incomprensibles, que contenía, sin embargo, ciertos símbolos y diagramas de claro sentido para todo aquel que estuviera versado en las ciencias ocultas. No cabía duda de que los rumores del pueblo no mentían. Este lugar había sido foco de un Mal más antiguo que el hombre y más vasto que el universo conocido.
Sobre la desvencijada mesa de escritorio había un cuaderno de piel lleno de anotaciones tomadas a mano en un curioso lenguaje cifrado. Este lenguaje estaba compuesto de símbolos tradicionales empleados hoy corrientemente en astronomía, y en alquimia, astrología, y otras artes
equívocas en la antigüedad -símbolos del sol, de la luna, de los planetas, aspectos de los astros y signos del zodíaco-, y aparecían agrupados en frases y apartes como nuestros párrafos, lo que daba la impresión de que cada símbolo correspondía a una letra de nuestro alfabeto.
Con la esperanza de descifrar más adelante el criptograma, Blake se metió el libro en el bolsillo. Muchos de aquellos enormes volúmenes que se hacinaban en los estantes le atraían irresistiblemente. Se sentía tentado a llevárselos. No se explicaba cómo habían estado allí durante tanto tiempo sin que nadie les echara mano. ¿Acaso era el, el primero en superar aquel miedo que había defendido este lugar abandonado durante más de sesenta años contra toda intrusión?
Una vez explorada toda la planta baja, Blake atravesó de nuevo la nave hasta llegar al vestíbulo donde había visto antes una puerta y una escalera que probablemente conducía a la torre del campanario, tan familiar para el desde su ventana. La subida fue muy trabajosa; la capa de polvo era aquí más espesa, y las arañas habían tejido redes aún más tupidas, en este angosto lugar. Se trataba de una escalera de caracol con unos escalones de madera altos y estrechos. De cuando en cuando, Blake pasaba por delante de unas ventanas desde las que se contemplaba un panorama vertiginoso. Aunque hasta el momento no había visto ninguna cuerda, pensó que sin duda habría campanas en lo alto de aquella torre cuyas puntiagudas ventanas superiores, protegidas por densas celosías, había examinado tan a menudo con sus prismáticos. Pero le esperaba una decepción: la escalera desembocaba en una cámara desprovista de campanas y dedicada, según todas las trazas, a fines totalmente diversos.
La estancia era espaciosa y estaba iluminada por una luz apagada que provenía de cuatro ventanas ojivales, una en cada pared, protegidas por fuera con unas celosías muy estropeadas. Después se ve que las reforzaron con sólidas pantallas, que sin embargo, presentaban ahora un estado lamentable.
En el centro del recinto, cubierta de polvo, se alzaba una columna de metro y medio de altura y como medio metro de grosor. Este pilar estaba cubierto de extraños jeroglíficos toscamente tallados, y en su cara superior, como en un altar, había una caja metálica de forma asimétrica con la tapa abierta. En su interior, cubierto de polvo, había un objeto ovoide de unos diez centímetros de largo. Formando círculo alrededor del pilar central, había siete sitiales góticos de alto respaldo, todavía en buen estado, y tras ellos, siete imágenes colosales de escayola pintada de negro, casi enteramente destrozadas. Estas imágenes tenían un singular parecido con los misteriosos megalitos de la Isla de Pascua. En un rincón de la cámara había una escala de hierro adosada en el muro que subía hasta el techo, donde se veía una trampa cerrada que daba acceso al chapitel desprovisto de ventanas.
Una vez acostumbrado a la escasa luz del interior, Blake se dio cuenta de que aquella caja de metal amarillento estaba cubierta de extraños bajorrelieves. Se acercó, le quitó el polvo con las manos y el pañuelo, y descubrió que las figurillas representaban unas criaturas monstruosas que parecían no tener relación alguna con las formas de vida conocidas en nuestro planeta. El objeto ovoide de su interior resultó ser un poliedro casi negro surcado de estrías rojas que presentaba numerosas caras, todas ellas irregulares. Quizá se tratase de un cuerpo de cristalización desconocida o tal vez de algún raro mineral, tallado y pulido artificialmente. No tocaba el fondo de la caja, sino que estaba sostenido por una especie de aro metálico fijo mediante siete soportes horizontales -curiosamente diseñados- a los ángulos interiores del estuche, cerca de su abertura. Esta piedra, una vez limpia, ejerció sobre Blake un hechizo alarmante. No podía apartar los ojos de ella, y al contemplar sus caras resplandecientes, casi parecía que
era translúcida, y que en su interior tomaban cuerpo unos mundos prodigiosos. En su mente flotaban imágenes de paisajes exóticos y grandes torres de piedra, y titánicas montañas sin vestigio de vida alguna, y espacios aún más remotos, donde sólo una agitación entre tinieblas indistintas delataba la
presencia de una conciencia y una voluntad.
Al desviar la mirada reparó en un sorprendente montón de polvo que había en un rincón, al pie de la escala de hierro. No sabía bien por qué le resultaba sorprendente, pero el caso es que sus contornos le sugerían algo que no lograba determinar. Se dirigió a él apartando a manotadas las telarañas que obstaculizaban su paso, y en efecto, lo que allí había le causó una honda impresión. Una vez más echó mano del pañuelo, y no tardó en poner al descubierto la verdad; Blake abrió la boca sobrecogido por la emoción. Era un esqueleto humano, y debía de estar allí desde hacía muchísimo tiempo. Las ropas estaban deshechas; a juzgar por algunos botones y trozos de tela, se trataba de un traje gris de caballero.
También había otros indicios: zapatos, broches de metal, gemelos de camisa, un alfiler de corbata, una insignia de periodista con el nombre del extinguido Providence Telegram, y una cartera de piel muy estropeada. Blake examinó la cartera con atención. En ella encontró varios billetes antiguos, un pequeño calendario de anuncio correspondiente al año 1893, algunas tarjetas a nombre de Edwin M. Lillibridge, y una cuartilla llena de anotaciones.
Esta cuartilla era sumamente enigmática. Blake la leyó con atención acercándose a la ventana para aprovechar los últimos rayos de sol. Decía así:

El Prof. Enoch Bowen regresa de Egipto, mayo l844. Compra vieja iglesia Federal Hill en julio. Muy conocido por sus trabajos arqueológicos y estudios esotéricos.
El Dr. Drowe, anabaptista, exhorta contra la «Sabiduría de las Estrellas» en el sermón del 29 de diciembre de 1844.
97 fieles a finales de 1845.
1846: 3 desapariciones;. primera mención del Trapezoedro Resplandeciente.
7 desapariciones en 1848. Comienzo de rumores sobre sacrificios de sangre.
La investigación de 1853 no conduce a nada; sólo ruidos sospechosos.
El padre O'Malley habla del culto al demonio mediante caja hallada en las ruinas egipcias.
Afirma invocan algo que no puede soportar la luz. Rehuye la luz suave y desaparece ante una luz fuerte. En este caso tiene que ser invocado otra vez. Probablemente lo sabe por la confesión de Francis X. Feeney en su lecho de muerte, que ingresó en la «Sabiduría de las Estrellas» en 1849. Esta gente
afirma que el Trapezoedro Resplandeciente les muestra el cielo y los demás mundos, y que el Morador de las Tinieblas les revela ciertos secretos.
Relato de Orrin B. Eddy; 1857: Invocan mirando al cristal y tienen un lenguaje secreto particular.
Reun. de 200 ó más en 1863; sin contar a los que han marchado al frente.
Muchachos irlandeses atacan la iglesia en 1869, después de la desaparición de Patrick Regan.
Artículo velado en J. el 14 de marzo de. 1872; pero pasa inadvertido.
6 desapariciones en 1876: la junta secreta recurre al Mayor Doyle.
Febrero 1877: se toman medidas; y se cierra la iglesia en abril.
En mayo; una banda de muchachos de Federal Hill amenaza al Dr... y demás miembros.
181 personas huyen de la ciudad antes de finalizar el año 77. No se citan nombres.
Cuentos de fantasmas comienzan alrededor de 1880. Indagar si es verdad que ningún ser humano ha penetrado en la iglesia desde 1877
Pedir a Lanigan fotografía de iglesia tomada en 1851.

Guardó el papel en la cartera y se la metió en el bolsillo interior de su chaqueta. Luego se inclinó a examinar el esqueleto que yacía en el polvo. El significado de aquellas anotaciones estaba claro. No cabía duda de que este hombre había venido al edificio abandonado, cincuenta años atrás, en
busca de una noticia sensacional, cosa que nadie se había atrevido a intentar. Quizá no había dado a conocer a nadie sus propósitos. ¡Quién sabe! De todos modos, lo cierto es que no volvió más a su periódico. ¿Se había visto sorprendido por un terror insuperable y repentino que le ocasionó un fallo del
corazón? Blake se agachó y observó el peculiar estado de los huesos. Unos estaban esparcidos en desorden, otros parecían como desintegrados en sus extremos, y otros habían adquirido el extraño matiz amarillento de hueso calcinado o quemado. Algunos jirones de ropa estaban chamuscados también. El cráneo se encontraba en un estado verdaderamente singular: manchado del mismo color amarillento y con una abertura de bordes carbonizados en su parte superior, como si un ácido poderoso hubiera corroído el espesor del hueso. A Blake no se le ocurrió qué podía haberle pasado al esqueleto aquel durante sus cuarenta años de reposo entre polvo y silencio.
Antes de darse cuenta de lo que hacía, se puso a mirar la piedra otra vez, permitiendo que su influjo suscitase imágenes confusas en su mente. Vio cortejos de evanescentes figuras encapuchadas, cuyas siluetas no eran humanas, y contempló inmensos desiertos en los que se alineaban unas filas
interminables de monolitos que parecían llegar hasta el cielo. Y vio torres y murallas en las tenebrosas regiones submarinas, y vórtices del espacio en donde flotaban jirones de bruma negra sobre un fondo de purpúrea y helada neblina. Y a una distancia incalculable, detrás de todo, percibió un abismo infinito de tinieblas en cuyo seno se adivinaba, por sus etéreas agitaciones, unas presencias inmensas, tal vez consistentes o semisólidas. Una urdimbre de fuerzas oscuras parecía imponer un orden en aquel caos, ofreciendo a un tiempo la clave de todas las paradojas y arcanos de los mundos que conocemos.
Luego, de pronto, su hechizo se resolvió en un acceso de terror pánico. Blake sintió que se ahogaba y se apartó de la piedra, consciente de una presencia extraña y sin forma que le vigilaba intensamente. Se sentía acechado por algo que no fluía de la piedra, pero que le había mirado a través de
ella; algo que le seguiría y le espiaría incesantemente, pese a carecer de un sentido físico de la vista.
Pero pensó que, sencillamente, el lugar le estaba poniendo nervioso, lo cual no era de extrañar teniendo en cuenta su macabro descubrimiento. La luz se estaba yendo además, y puesto que no había traído linterna, decidió marcharse en seguida.
Fue entonces, en la agonía del crepúsculo, cuando creyó distinguir una vaga luminosidad en la desconcertante piedra de extraños ángulos. Intentó apartar la mirada, pero era como si una fuerza oculta le obligara a clavar los ojos en ella. ¿Sería fosforescente o radiactiva? ¿No aludían las anotaciones del periodista a cierto Trapezoedro Resplandeciente? ¿Qué cósmica malignidad había tenido lugar en este templo? ¿Y qué podía acechar aún en estas ruinas sombrías que los pájaros evitaban? En aquel mismo instante notó que muy cerca de él acababa de desprenderse una ligera tufarada de fétido olor, aunque no logró determinar de dónde procedía. Blake cogió la tapa de la caja y la cerró de golpe sobre la piedra que en ese momento relucía de manera inequívoca.
A continuación le pareció notar un movimiento blando como de algo que se agitaba en la eterna negrura del chapitel, al que daba acceso la trampa del techo. Ratas seguramente, porque hasta ahora habían sido las únicas criaturas que se habían atrevido a manifestar su presencia en este edificio
condenado. Y no obstante, aquella agitación de arriba le sobrecogió hasta tal extremo que se arrojó precipitadamente escaleras abajo, cruzó la horrible nave, el sótano, la plaza oscura y desierta, y atravesó los inquietantes callejones de Federal Hill hasta desembocar en las tranquilas calles del centro que
conducían al barrio universitario donde habitaba.
Durante los días siguientes, Blake no contó a nadie su expedición y se dedicó a leer detenidamente ciertos libros, a revisar periódicos atrasados en la hemeroteca local, y a intentar traducir el criptograma que había encontrado en la sacristía. No tardó en darse cuenta de que la clave no era sencilla ni mucho menos. La lengua que ocultaban aquellos signos no era inglés, latín, griego, francés, español ni alemán. No tendría más remedio que echar mano de todos sus conocimientos sobre las ciencias ocultas.
Por las tardes, como siempre, sentía la necesidad de sentarse a contemplar el paisaje de poniente y la negra aguja que sobresalía entre las erizadas techumbres de aquel mundo distante y casi fabuloso. Pero ahora se añadía una nota de horror. Blake sabía ya que allí se ocultaban secretos
prohibidos. Además, la vista empezaba a jugarle malas pasadas. Los pájaros de la primavera habían regresado, y al contemplar sus vuelos en el atardecer, le pareció que evitaban más que antes la aguja negra y afilada. Cuando una bandada de aves se acercaba a ella, le parecía que daba la vuelta y cada una se escabullía despavorida, en completa confusión... y aun adivinaba los gorjeos aterrados que no podía
percibir en la distancia.
Fue en el mes de julio cuando Blake, según declara él mismo en su diario, logró descifrar el criptograma. El texto estaba en aklo* , oscuro lenguaje empleado en ciertos cultos diabólicos de la antigüedad, y que él conocía muy someramente por sus estudios anteriores. Sobre el contenido de ese
texto, el propio Blake se muestra muy reservado, aunque es evidente que le debió causar un horror sin límites. El diario alude a cierto Morador de las Tinieblas, que despierta cuando alguien contempla fijamente el Trapezoedro Resplandeciente, y aventura una serie de hipótesis descabelladas sobre los
negros abismos del caos de donde procede aquél. Cuando se refiere a este ser, presupone que es omnisciente y que exige sacrificios monstruosos. Algunas anotaciones de Blake revelan un miedo atroz a que esa criatura, invocada acaso por haber mirado la piedra sin saberlo, irrumpa en nuestro mundo. Sin embargo, añade que la simple iluminación de las calles constituye una barrera infranqueable para él.
En cambio se refiere con frecuencia al Trapezoedro Resplandeciente, al que califica de ventana abierta al tiempo y al espacio, y esboza su historia en líneas generales desde los días en que fue tallado en el enigmático Yuggoth, muchísimo antes de que los Primordiales lo trajeran a la tierra. Al parecer, fue colocado en aquella extraña caja por los seres crinoideos de la Antártida, quienes lo custodiaron celosamente; fue salvado de las ruinas de este imperio por los hombres-serpientes de Valusia, y millones de años más tarde, fue descubierto por los primeros seres humanos. A partir de entonces atravesó tierras exóticas y extraños mares, y se hundió con la Atlántida, antes de que un pescador de Minos lo atrapara en su red y lo vendiera a los cobrizos mercaderes del tenebroso país de Khem. El faraón Nefrén-Ka edificó un templo con una cripta sin ventanas donde alojar la piedra, y cometió tales horrores que su nombre ha sido borrado de todas las crónicas y monumentos. Luego la joya descansó entre las ruinas de aquel templo maligno, que fue destruido por los sacerdotes y el nuevo faraón. Más tarde, la azada del excavador lo devolvió al mundo para maldición del género humano.
A primeros de julio los periódicos locales publicaron ciertas noticias que, según escribe Blake, justificaban plenamente sus temores. Sin embargo, aparecieron de una manera tan breve y casual, que sólo él debió de captar su significado. En sí, parecían bastante triviales: por Federal Hill se había
extendido una nueva ola de temor con motivo de haber penetrado un desconocido en la iglesia maldita.
Los italianos afirmaban que en la aguja sin ventanas se oían ruidos extraños, golpes y movimientos sordos, y habían acudido a sus sacerdotes para que ahuyentasen a ese ser monstruoso que convertía sus sueños en pesadillas insoportables. Asimismo, hablaban de una puerta, tras la cual había algo que
acechaba constantemente en espera de que la oscuridad se hiciese lo bastante densa para permitirle salir al exterior. Los periodistas se limitaban a comentar la tenaz persistencia de las supersticiones locales, pero no pasaban de ahí. Era evidente que los jóvenes periodistas de nuestros días no sentían el menor entusiasmo por los antecedentes históricos del asunto. Al referir todas estas cosas en su diario, Blake expresa un curioso remordimiento y habla del imperioso deber de enterrar el Trapezoedro Resplandeciente y de ahuyentar al ser demoníaco que había sido invocado, permitiendo que la luz del día penetrase en el enhiesto chapitel. Al mismo tiempo, no obstante, pone de relieve la magnitud de su fascinación al confesar que aun en sueños sentía un morboso deseo de visitar la torre maldita para asomarse nuevamente a los secretos cósmicos de la piedra luminosa.
En la mañana del 17 de julio, el Journal publicó un artículo que le provocó a Blake una verdadera crisis de horror. Se trataba simplemente de una de las muchas reseñas de los sucesos de Federal Hill. Como todas, estaba escrita en un tono bastante jocoso, aunque Blake no le encontró la gracia. Por la noche se había desencadenado una tormenta que había dejado a la ciudad sin luz durante más de una hora. En el tiempo que duró el apagón, los italianos casi enloquecieron de terror. Los vecinos de la iglesia maldita juraban que la bestia de la aguja se había aprovechado de la ausencia de luz
en las calles y había bajado a la nave de la iglesia, donde se habían oído unos torpes aleteos, como de un cuerpo inmenso y viscoso. Poco antes de volver la luz, había ascendido de nuevo a la torre, donde se oyeron ruidos de cristales rotos. Podía moverse hasta donde alcanzaban las tinieblas, pero la luz la obligaba invariablemente a retirarse.
Cuando volvieron a iluminarse todas las calles, hubo una espantosa conmoción en la torre, ya que el menor resplandor que se filtrara por las ennegrecidas ventanas y las rotas celosías era excesivo para la bestia aquella que había huido a su refugio tenebroso. Efectivamente, una larga exposición a la luz la habría devuelto a los abismos de donde el desconocido visitante la había hecho salir. Durante la hora que duró el apagón las multitudes se apiñaron alrededor de la iglesia a orar bajo la lluvia, con cirios y lámparas encendidas que protegían con paraguas y papeles formando una barrera de luz que protegiera a la ciudad de la pesadilla que acechaba en las tinieblas. Los que se encontraban más cerca de la iglesia declararon que hubo un momento en que oyeron crujir la puerta exterior.
Y lo peor no era esto. Aquella noche leyó Blake en el Bulletin lo que los periodistas habían descubierto. Percatados al fin del gran valor periodístico del suceso, un par de ellos habían decidido desafiar a la muchedumbre de italianos enloquecidos y se habían introducido en el templo por el
tragaluz, después de haber intentado inútilmente abrir las puertas. En el polvo del vestíbulo y la nave espectral observaron señales muy extrañas. El suelo estaba cubierto de viejos cojines desechos y fundas de bancos, todo esparcido en desorden. Reinaba un olor desagradable, y de cuando en cuando encontraron manchas amarillentas parecidas a quemaduras y restos de objetos carbonizados. Abrieron la puerta de la torre y se detuvieron un momento a escuchar, porque les parecía haber oído como si arañaran arriba. Al subir, observaron que la escalera estaba como aventada y barrida.
La cámara de la torre estaba igual que la escalera. En su reseña, los periodistas hablaban de la columna heptagonal, los sitiales góticos y las extrañas figuras de yeso. En cambio, cosa extraordinaria, no citaban para nada la caja metálica ni el esqueleto mutilado. Lo que más inquietó a Blake -aparte las alusiones a las manchas, chamuscaduras y malos olores- fue el detalle final que explicaba la rotura de los cristales. Eran los de las estrechas ventanas ojivales. En dos de ellas habían saltando en pedazos al ser taponadas precipitadamente a base de remeter fundas de bancos y crin de relleno de los cojines en las rendijas de las celosías. Había trozos de raso y montones de crin esparcidos por el suelo barrido, como si alguien hubiera interrumpido súbitamente su tarea de restablecer en la torre la absoluta oscuridad de que gozó en otro tiempo.
Las mismas quemaduras y manchas amarillentas se encontraban en la escalera de hierro que subía al chapitel de la torre. Por allí trepó uno de los periodistas, abrió la trampa deslizándola horizontalmente, pero al alumbrar con su linterna el fétido y negro recinto no descubrió más que una masa informe de detritus cerca de la abertura. Todo se reducía, pues, a puro charlatanismo. Alguien había gastado una broma a los supersticiosos habitantes del barrio. También pudo ser que algún fanático hubiera intentado tapar todo aquello en beneficio del vecindario, o que algunos estudiantes hubieran
montado esta farsa para atraer la atención de los periodistas. La aventura tuvo un epílogo muy divertido, cuando el comisario de policía quiso enviar a un agente para comprobar las declaraciones de los periódicos. Tres hombres, uno tras otro, encontraron la manera de soslayar la misión que se les quería
encomendar; el cuarto fue de muy mala gana, y volvió casi inmediatamente sin cosa alguna que añadir al informe de los dos periodistas.
De aquí en adelante, el diario de Blake revela un creciente temor y aprensión. Continuamente se reprocha a sí mismo su pasividad y se hace mil reflexiones fantásticas sobre las consecuencias que podría acarrear otro corte de luz. Se ha comprobado que en tres ocasiones -durante las tormentas-
telefoneó a la compañía eléctrica con los nervios desechos y suplicó desesperadamente que tomaran todas las precauciones posibles para evitar un nuevo corte. De cuando en cuando, sus anotaciones hacen referencia al hecho de no haber hallado los periodistas la caja de metal ni el esqueleto mutilado, cuando registraron la cámara de la torre. Vagamente presentía quién o qué había intervenido en su desaparición.
Pero lo que más le horrorizaba era cierta especie de diabólica relación psíquica que parecía haberse establecido entre él y aquel horror que se agitaba en la aguja distante, aquella bestia monstruosa de la noche que su temeridad había hecho surgir de los tenebrosos abismos del caos. Sentía él como una
fuerza que absorbía constantemente su voluntad, y los que le visitaron en esa época recuerdan cómo se pasaba el tiempo sentado ante la ventana, contemplando absorto la silueta de la colina que se elevaba a lo lejos por encima del humo de la ciudad. En su diario refiere continuamente las pesadillas que sufría por esas fechas y señala que el influjo de aquel extraño ser de la torre le aumentaba notablemente durante el sueño. Cuenta que una noche se despertó en la calle, completamente vestido, y caminando automáticamente hacia Federal Hill. Insiste una y otra vez en que la criatura aquella sabía dónde encontrarle.
En la semana que siguió al 30 de julio, Blake sufrió su primera crisis depresiva. Pasó varios días sin salir de casa ni vestirse, encargando la comida por teléfono. Sus amistades observaron que tenía varias cuerdas junto a la cama, y él explicó que padecía de sonambulismo y que se había visto forzado a atarse los tobillos durante la noche.
En su diario refiere la terrible experiencia que le provocó la crisis. La noche del 30 de julio, después de acostarse, se encontró de pronto caminando a tientas por un sitio casi completamente oscuro. Sólo distinguía en las tinieblas unas rayas horizontales y tenues de luz azulada. Notaba .también una
insoportable fetidez y oía, por encima de él, unos ruidos blandos y furtivos. En cuanto se movía tropezaba con algo, y cada vez que hacía ruido, le respondía arriba un rebullir confuso al que se mezclaba como un roce cauteloso de una madera sobre otra.
Llegó un momento en que sus manos tropezaron con una columna de piedra, sobre la que no había nada. Un instante. después, se agarraba a los barrotes de una escala de hierro y comenzaba a ascender hacia un punto donde el hedor se hacía aún más intenso. De pronto sintió un soplo de aire
caliente y reseco. Ante sus ojos desfilaron imágenes caleidoscópicas y fantasmales que se diluían en el cuadro de un vasto abismo de insondable negrura, en donde giraban astros y mundos aún más tenebrosos. Pensó en las antiguas leyendas sobre el Caos Esencial, en cuyo centro habita un dios ciego e idiota -Azathoth, Señor de Todas las Cosas- circundado por una horda de danzarines amorfos y estúpidos, arrullado por el silbo monótono de una flauta manejada por dedos demoníacos.
Entonces, un vivo estímulo del mundo exterior le despertó del estupor que lo embargaba y le reveló su espantosa situación. Jamás llegó a saber qué había sido. Tal vez el estampido de los fuegos artificiales que durante todo el verano disparaban los vecinos de Federal Hill en honor de los santos
patronos de sus pueblecitos natales de Italia. Sea como fuere, dejó escapar un grito, se soltó de la escala loco de pavor, yendo a parar a una estancia sumida en la más negra oscuridad.
En el acto se dio cuenta de dónde estaba. Se arrojó por la angosta escalera de caracol, chocando y tropezando a cada paso. Fue como una pesadilla: huyó a través de la nave invadida de inmensas telarañas, flanqueada de altísimos arcos que se perdían en las sombras del techo. Atravesó a ciegas el sótano, trepó por el tragaluz, salió al exterior y echó a correr atropelladamente por las calles silenciosas, entre las negras torres y las casas dormidas, hasta el portal de su propio domicilio.
Al recobrar el conocimiento, a la mañana siguiente, se vio caído en el suelo de su cuarto de estudio, completamente vestido. Estaba cubierto de suciedad y telarañas, y le dolía su cuerpo tremendamente magullado. Al mirarse en el espejo, observó que tenía el pelo chamuscado. Y notó
además que su ropa exterior estaba impregnada de un olor desagradable. Entonces le sobrevino un ataque de nervios. Después, vencido por el agotamiento, se encerró en casa, envuelto en una bata, y se limitó a mirar por la ventana de poniente. Así pasó varios días, temblando siempre que amenazaba tormenta y haciendo anotaciones horribles en su diario.
La gran tempestad se desencadeno el 18 de agosto, poco antes de media noche. Cayeron numerosos rayos en toda la ciudad, dos de ellos excepcionalmente aparatosos. La lluvia era torrencial, y la continua sucesión de truenos impidió dormir a casi todos los habitantes. Blake, completamente loco de terror ante la posibilidad de que hubiera restricciones, trató de telefonear a la compañía a eso de la una, pero la línea estaba cortada temporalmente como medida de seguridad. Todo lo iba apuntando en su diario. Su caligrafía grande, nerviosa y a menudo indescifrable, refleja en esos pasajes el frenesí y la desesperación que le iban dominando de manera incontenible.
Tenía que mantener la casa a oscuras para poder ver por la ventana, y parece que debió pasar la mayor parte del tiempo sentado a su mesa, escudriñando ansiosamente -a través de la lluvia y por encima de los relucientes tejados del centro- la lejana constelación de luces de Federal Hill. De cuando en cuando garabateaba torpemente algunas frases: «No deben apagarse las luces», «sabe dónde estoy»,
«debo destruirlo», «me está llamando, pero esta vez no me hará daño»… Hay dos páginas de su diario que llenó con frases de esta naturaleza.
Por último, a las 2,12 exactamente, según los registros de la compañía de fluido eléctrico, las luces se apagaron en toda la ciudad. El diario de Blake no constata la hora en que esto sucedió. Sólo figura esta anotación: «Las luces se han apagado. Dios tenga piedad de mí.» En Federal Hill había
también muchas personas tan expectantes y angustiadas como él; en la plaza y los callejones vecinos al templo maligno se fueron congregando numerosos grupos de hombres, empapados por la lluvia, portadores de velas encendidas bajo sus paraguas, linternas, lámparas de petróleo, crucifijos, y toda clase de amuletos habituales en el sur de Italia. Bendecían cada relámpago y hacían enigmáticos signos de temor con la mano derecha cada vez que el aparato eléctrico de la tormenta parecía disminuir. Finalmente cesaron los relámpagos y se levantó un fuerte viento que les apagó la mayoría de las velas, dé forma que las calles quedaron amenazadoramente a oscuras. Alguien avisó al padre Meruzzo de la iglesia del Espíritu Santo, el cual se presentó inmediatamente en la plaza y pronunció las palabras de aliento que le vinieron a la cabeza. Era imposible seguir dudando de que en la torre se oían ruidos extraños.
Sobre lo que aconteció a las 2,35 tenemos numerosos testimonios: el del propio sacerdote, que es joven, inteligente y culto; el del policía de servicio, William J. Monohan, de la Comisaría Central, hombre de toda confianza, que se había detenido durante su ronda para vigilar a la multitud, y el de la mayoría de los setenta y ocho italianos que se habían reunido cerca del muro que ciñe la plataforma donde se levanta la iglesia -muy especialmente, el de aquellos que estaban frente a la fachada oriental-.
Desde luego, lo que sucedió puede explicarse por causas naturales. Nunca se sabe con certeza qué procesos químicos pueden producirse en un edificio enorme, antiguo, mal aireado y abandonado tanto tiempo: exhalaciones pestilentes, combustiones espontáneas, explosión de los gases desprendidos por la putrefacción... cualquiera de estas causas puede explicar el hecho. Tampoco cabe excluir un elemento mayor o menor de charlatanismo consciente. En sí, el fenómeno no tuvo nada de extraordinario. Apenas duró más de tres minutos. El padre Meruzzo, siempre minucioso y detallista, consultó su reloj varias veces.
Empezó con un marcado aumento del torpe rebullir que se oía en el interior de la torre. Ya habían notado que de la iglesia emanaba un olor desagradable, pero entonces se hizo más denso y penetrante. Por último, se oyó un estampido de maderas astilladas y un objeto grande y pesado fue a
estrellarse en el patio de la iglesia, al pie de su fachada oriental. No se veía la torre en la oscuridad, pero la gente se dio cuenta de que lo que había caído era la celosía de la ventana oriental de la torre.
Inmediatamente después, de las invisibles alturas descendió un hedor tan insoportable, que muchas de las personas que rodeaban la iglesia se sintieron mal y algunas estuvieron a punto de marearse. A la vez, el aire se estremeció como en un batir de alas inmensas, y se levantó un viento fuerte
y repentino con más violencia que antes, arrancando los sombreros y paraguas chorreantes de la multitud. Nada concreto llegó a distinguirse en las tinieblas, aunque algunos creyeron ver desparramada por el cielo una enorme sombra aún más negra que la noche, una nube informe de humo que desapareció hacia el Este a una velocidad de meteoro.
Eso fue todo. Los espectadores, medio paralizados de horror y malestar, no sabían qué hacer, ni si había que hacer algo en realidad. Ignorantes de lo sucedido, no abandonaron su vigilancia: y un momento después elevaban una jaculatoria en acción de gracias por el fogonazo de un relámpago tardío
que, seguido de un estampido ensordecedor, desgarró la bóveda del cielo. Media hora más tarde escampó, y al cabo de quince minutos se encendieron de nuevo las luces de la calle. Los hombres se retiraron a sus casas cansados y sucios, pero considerablemente aliviados.
Los periódicos del día siguiente, al informar sobre la tormenta, concedieron escasa importancia a estos incidentes. Parece ser que el último relámpago y la explosión ensordecedora que le siguió habían sido aún más tremendos por el Este que en Federal Hill. El fenómeno se manifestó con mayor intensidad en el barrio universitario, donde también notaron una tufarada de insoportable fetidez. El estallido del trueno despertó al vecindario, lo que dio lugar a que más tarde se expresaran las opiniones más diversas. Las pocas personas que estaban despiertas a esas horas vieron una llamarada irregular en la cumbre de College Hill y notaron la inexplicable manga de viento que casi dejó los árboles despojados de hojas y marchitas las plantas de los jardines. Estas personas opinaban que aquel último rayo imprevisto había caído en algún lugar del barrio, aunque no pudieron hallar después sus efectos. A un joven del colegio mayor Tau Omega le pareció ver en el aire una masa de humo grotesca y espantosa, justamente cuando
estalló el fogonazo; pero su observación no ha sido comprobada. Los escasos testigos coinciden, no obstante, en que la violenta ráfaga de viento procedía del Oeste. Por otra parte, todos notaron el insoportable hedor que se extendió justo antes del trueno rezagado. Igualmente estaban de acuerdo sobre cierto olor a quemado que se percibía después en el aire.
Todos estos detalles se tomaron en cuenta por su posible relación con la muerte de Robert Blake. Los estudiantes de la residencia Psi Delta, cuyas ventanas traseras daban enfrente del estudio de Blake, observaron, en la mañana del día nueve, su rostro asomado a la ventana occidental, intensamente pálido y con una expresión muy rara. Cuando por la tarde volvieron a ver aquel rostro en la misma posición, empezaron a preocuparse y esperaron a ver si se encendían las luces de su apartamento. Más tarde, como el piso permaneciese a oscuras, llamaron al timbre y, finalmente, avisaron a la policía para que forzara la puerta.
El cuerpo estaba sentado muy tieso ante la mesa de su escritorio, junto a la ventana. Cuando vieron sus ojos vidriosos y desorbitados y la expresión de loco terror del semblante, los policías apartaron la vista horrorizados. Poco después el médico forense exploró el cadáver y, a pesar de estar
intacta la ventana, declaró que había muerto a consecuencia de una descarga eléctrica o por el choque nervioso provocado por dicha descarga. Apenas prestó atención a la horrible expresión; se limitó a decir que sin duda se debía al profundo shock que experimentó una persona tan imaginativa y desequilibrada como era la víctima. Dedujo todo esto por los libros, pinturas y manuscritos que hallaron en el apartamento, y por las anotaciones garabateadas a ciegas en su diario. Blake había seguido escribiendo frenéticamente hasta el final. Su mano derecha aún empuñaba rígidamente el lápiz, cuya punta se había debido romper en una última contracción espasmódica.
Las anotaciones efectuadas después del apagón apenas resultaban legibles. Ciertos investigadores han sacado, sin embargo, conclusiones que difieren radicalmente del veredicto oficial, pero no es probable que el público dé crédito a tales especulaciones. La hipótesis de estos teóricos no se
ha visto favorecida precisamente por la intervención del supersticioso doctor Dexter, que arrojó al canal más profundo de la Bahía de Narragansett la extraña caja y la piedra resplandeciente que encontraron en el oscuro recinto del chapitel. La excesiva imaginación y el desequilibrio nervioso de Blake agravados por su descubrimiento de un culto satánico ya desaparecido, son sin duda las causas del delirio que turbó sus últimos momentos. He aquí sus anotaciones postreras, o al menos, lo que de ellas se ha podido descifrar:

La luz todavía no ha vuelto. Deben de haber pasado cinco minutos. Todo depende de los relámpagos. ¡Ojalá Yaddith haga que continúen! A pesar de ellos, noto el influjo maligno. La lluvia y los truenos son ensordecedores. Ya se está apoderando de mi mente. Trastornos de la memoria. Recuerdo cosas que no he visto nunca: otros mundos, otras galaxias. Oscuridad. Los relámpagos me parecen tinieblas Y las tinieblas, luz.
A pesar de la oscuridad total, veo la colina y la iglesia, pero no puede ser verdad. Debe ser una impresión de la retina, por el deslumbramiento de los relámpagos. ¡Quiera Dios que los italianos salgan con sus cirios, si paran los relámpagos!
¿De qué tengo miedo? ¿No es acaso una encarnación de Nyarlathotep, que en el antiguo y misterioso Khem tomó incluso forma de hombre? Recuerdo Yuggoth, y Shaggai, aún más lejos, y un vacío de planetas negros al final.
Largo vuelo a través del vacío. Imposible cruzar el universo de luz. Recreado por los pensamientos apresados en Trapezoedro Resplandeciente. Enviado a través de horribles abismos de luz.
Soy Blake: Robert Harrison Blake. Calle East Knapp, 620; Milwaukee, Wisconsin. Soy de este planeta.
¡Azathoth, ten piedad! ya no relampaguea horrible puedo verlo todo con un sentido que no es la vista
la luz es tinieblas y las tinieblas luz
esas gentes de la colina vigilancia cirios y amuletos sus sacerdotes
Pierdo el sentido de la distancia lo lejano está cerca y lo cercano lejos no hay luz
no cristal veo la aguja la torre la ventana ruidos Roderick Usher estoy loco o me
estoy volviendo ya se agita y aletea en la torre somos uno quiero salir debo salir y
unificar mis fuerzas sabe dónde estoy
Soy Robert Blake, pero veo la torre en la oscuridad. Hay un olor horrible sentidos
transfigurados saltan las tablas de la torre y abre paso Iä ngai ygg
Lo veo viene hacia acá viento infernal sombra titánica negras alas Yog-Sothoth,
sálvame tú, ojo ardiente de tres lóbulos...


Véase El Vampiro Estelar, de Robert Bloch
* Aklo: mítico lenguaje inventado por Arthur Machen en El Pueblo Blanco.


H. P. Lovecraft
 
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nubarus
view post Posted on 11/1/2009, 20:35




El Pantano de la Luna

Denys Barry se ha ido a alguna región remota y espantosa que desconozco. Estuve con él la última noche que pasó entre los hombres, y ol sus gritos cuando ocurrió; pero los campesinos y la policía del condado de Meath no llegaron a encontrarle a él ni a los demás, aunque batieron el terreno hasta muy lejos. Y ahora me estremezco cuando oigo cantar las ranas en los pantanos, o veo la luna en parajes solitarios.
Conocí bastante bien a Denys Barry en América, donde se había hecho rico, y le felicité cuando compró nuevamente el viejo castillo junto al pantano del soñoliento pueblo de Kilderry. Su padre procedía de Kilderry, y allí era donde deseaba disfrutar de su riqueza, en medio de escenarios ancestrales. Los hombres de su sangre habían gobernado en otro tiempo Kilderry, y habían construido y habitado el castillo; pero esos tiempos quedaban ya muy atrás, de modo que durante generaciones, el castillo permaneció vacío y en
ruinas. Después de su regreso a Irlanda, Barry me escribió a menudo, contándome cómo iba levantándose el castillo gris, torres tras torre, bajo sus cuidados, y recobrando su antiguo esplendor, cómo la hiedra comenzaba a trepar lentamente por las restauradas murallas igual que había trepado hacia muchos siglos, y cómo los campesinos le bendecían por rememorar los viejos tiempos con el oro procedente del otro lado del océano. Pero pasado un tiempo, surgieron los problemas, los campesinos dejaron de bendecirle, y le rehuyeron como a la desgracia. Y fue entonces cuando me escribió pidiéndome que le visitara, ya que se había quedado solo en el castillo, y no tenía con quien hablar, salvo los nuevos criados y braceros que había contratado en el norte.
La causa de dichos problemas estaba en el pantano, como Barry me contó la noche en que llegué al castillo. Fue un atardecer de verano cuando puse los pies en Kilderry, momento en que el oro del cielo iluminaba el verde de los montes y arboledas y el azul del pantano, donde en un lejano islote resplandecían espectralmente unas ruinas antiguas y extrañas. El crepúsculo era muy hermoso, pero los campesinos de Ballylough me previnieron contra él, y dijeron que Kilderry se había convertido en un lugar maldito, de modo que casi me estremecí al ver los altos torreones del castillo dorados como el fuego. El automóvil de Barry me esperaba en la estación, ya que Kilderry quedaba lejos del ferrocarril. Los lugareños se habían apartado del coche y de su conductor, que era un hombre del norte; pero hablaron conmigo en voz baja y con cara pálida cuando vieron que iba a ir a Kilderry. Y esa noche, después de nuestra reunión, Barry me dijo por qué.
Los campesinos se habían ido de Kilderry porque Denys Barry iba a desecar el gran pantano. A pesar de todo su amor por Irlanda, América no había dejado de influir en él, y detestaba ver desaprovechado el hermoso y vasto lugar, cuando podía sacarse turba y roturar su tierra.
Las leyendas y supersticiones de Kilderry no le conmovieron, y se rió al principio cuando los campesinos se negaron a ayudarle; luego le maldijeron, recogieron sus escasas pertenencias, al ver su determinación, y se marcharon a Ballylough. Barry mandó traer braceros del norte para que ocuparan sus puestos; y cuando le dejaron sus criados, los sustituyó del mismo modo. Pero estaba solo entre extraños, y esa era la razón por la que Barry me había pedido que fuese con él.
Cuando me enteré de cuáles eran los temores que habían movido a la gente a abandonar Kilderry, me reí como se había reído mi amigo, porque estos temores eran de lo más vagos, disparatados y absurdos. Se referían a cierta leyenda ridícula acerca del pantano, y de un siniestro espíritu guardián que moraba en las extrañas y antiguas ruinas del lejano islote que yo había visto en el crepúsculo. Corrían historias sobre luces que danzaban en la oscuridad cuando no había luna, y vientos fríos que soplaban cuando la noche era cálida; sobre espectros blancos que revoloteaban por encima de las aguas, y de una imaginada ciudad de piedra que había debajo de la pantanosa superficie. Pero por encima de todas estas espectrales fantasías, y única en su absoluta unanimidad, estaba la que hacía referencia a una maldición que aguardaba a quien se atreviese a tocar o desecar el inmenso marjal rojizo. Había secretos decían los campesinos, que no debían desvelarse; secretos que permanecían ocultos desde aquella peste que sobrevino a los niños de Partholan, en los fabulosos tiempos anteriores a la historia.
En el Libro de los Invasores se cuenta que estos hijos de los griegos fueron enterrados todos en Tallaght, pero los ancianos de Kilderry decían que una ciudad fue salvada por su patrona la diosa-luna, de suerte que los montes boscosos la ocultaron cuando las hordas de Nemed llegaron a Scythia en sus treinta barcos.
Esas eran las fantásticas historias que habían impulsado a los lugareños a abandonar Kilderry; y al oírlas, no me extrañó que Denys Barry se hubiese negado a escucharlas. No obstante, él sentía un enorme interés por las antigüedades, y propuso que explorásemos enteramente el pantano tan pronto
como lo hubiesen desecado. Había visitado con frecuencia las blancas ruinas del islote; pero si bien era evidente que su antigüedad era muy remota y su trazado muy distinto de los de la mayoría de las ruinas irlandesas, estaba demasiado avanzado su deterioro para poder dar una idea de sus tiempos
de esplendor. Ahora, el trabajo de desecación estaba a punto de empezar, y los braceros del norte estaban dispuestos a despojar al pantano prohibido de su musgo verde y de su brezal rojizo, y a matar los minúsculos arroyuelos y las plácidas charcas azules bordeadas de juncos.
Me sentía ya muy soñoliento cuando Barry terminó de contarme estas cosas; los viajes del día habían sido agotadores, y mi anfitrión estuvo hablando hasta bien avanzada la noche. Un criado me condujo a mi aposento, situado en una torre apartada que dominaba el pueblo, la llanura que se extiende al borde del pantano, y el pantano mismo; así que desde mi ventana podía contemplar, a la luz de la luna, los mudos tejados de los que habían huido los campesinos, y que ahora cobijaban a los braceros del norte, y también la iglesia parroquial con su antiguo campanario; y allá lejos, en medio de las aguas melancólicas, las ruinas antiguas y remotas del islote brillando blancas y espectrales.
Justo cuando me tumbé en la cama para dormir, me pareció oír débiles sonidos a lo lejos; sonidos frenéticos, semimusicales, que provocaron en mi extrañas agitaciones que tiñeron mis sueños. Sin embargo, al despertar a la mañana siguiente, comprendí que no había sido más que un sueño, ya que mis visiones fueron mucho más prodigiosas que el frenético sonido de flautas de la noche. Influido por las leyendas que Barry me había contado, mi mente había vagado en sueños por una majestuosa ciudad enclavada en un verde valle, donde las calles y las estatuas de mármol, las villas y los templos, los relieves y las inscripciones, proclamaban en distintos tonos el esplendor de Grecia.
Cuando le conté mi sueño a Barry, nos reímos los dos. Pero aún me reí más al ver lo perplejo que tenían a Barry los braceros del norte: era la sexta vez que se levantaban tarde; se habían despertado con gran torpeza y lentitud, y andaban como si no hubiesen descansado, aunque sabíamos que se habían acostado temprano la noche anterior.
Esa mañana y esa tarde vagué a solas por el dorado pueblo, deteniéndome a hablar de vez en cuando con los abúlicos labriegos, ya que Barry estaba ocupado con los proyectos finales para acometer la obra de drenaje. Y comprobé que los labriegos no eran todo lo felices que podían ser, ya que la mayoría se sentían desasosegados por alguna pesadilla que habían tenido, aunque no conseguían recordarla. Yo les conté mi sueño; aunque no se mostraron interesados, hasta que les hablé de los sonidos espectrales que había creído oír. Entonces me miraron de manera especial, y dijeron que les parecía recordar sonidos espectrales también.
Al anochecer, Barry cenó y me anunció que empezaría el drenaje dos días después. Me alegré; porque aunque sentía que desapareciese el musgo y el brezo y los pequeños arroyos y lagos, sentía un creciente deseo de conocer los antiguos secretos que el espeso manto deturba pudiera ocultar. Y esa noche, mis sueños sobre sonidos de flautas y peristilos de mármol terminaron de forma súbita e inquietante; porque vi descender sobre la ciudad del valle una pestilencia, y luego una avalancha espantosa de laderas boscosas que cubrió los cadáveres de las calles, dejando sin sepultar tan sólo el
templo de Artemisa, en lo alto de un pico, donde Cleis, la vieja sacerdotisa de la luna, yacía fría y muda con una corona de marfil en su cabeza plateada.
He dicho que desperté de repente y alarmado. Durante un rato, no supe si dormía o estaba despierto, ya que aún resonaba estridente en mis oídos el sonido de las flautas; pero cuando vi en el suelo el frío resplandor de la luna y los contornos de una ventana gótica enrejada, supuse y comprendí que estaba despierto, y en el castillo de Kilderry.
A continuación oí que un reloj, en algún remoto rellano de abajo, daba las dos, y ya no me cupo ninguna duda. Sin embargo, seguían llegándome aquellos aires distantes y monótonos de flautas; aires salvajes que me hacían pensar en alguna danza de faunos en la lejana Maenalus. No me dejaban dormir; así que no pudiendo más de impaciencia, salté de la cama y di unos pasos. Sólo por casualidad me acerqué a la ventana norte a contemplar el pueblo silencioso y la llanura que llega al borde del pantano. No me apetecía contemplar el paisaje, ya que quería dormir; pero las flautas me atormentaban, y necesitaba mirar o hacer algo. ¿Cómo podía sospechar que existiese lo que iba a ver? Allí, a la luz que la luna derramaba en la amplia llanura, se
desarrollaba un espectáculo que ningún mortal podría olvidar después de presenciado. Al son de unas flautas de caña que resonaban por todo el pantano, evolucionaba en silencio, misteriosamente, una multitud confusa de figuras balanceantes, girando con el mismo frenesí que danzarían en
otro tiempo los sicilianos en honor a Deméter, bajo la luna de la cosecha, junto a Cyane. La ancha llanura, la dorada luz de la luna, las oscuras sombras agitándose y, sobre todo, el sonido monótono de las flautas, me produjeron un efecto casi paralizador; sin embargo, en medio de mi temor, observé que
la mitad de todos estos maquinales e infatigables danzarines eran los braceros a quienes yo creía dormidos, mientras que la otra mitad eran seres extraños y etéreos de blanca e indeterminada naturaleza, aunque sugerían pálidas y melancólicas náyades de las fuentes encantadas del pantano.
No sé cuánto tiempo estuve contemplando el espectáculo desde la ventana de mi solitario torreón, antes de caer en un vacío sopor del que me despertó el sol de la mañana, ya muy alto.
Mi primer impulso, al despertar, fue contarle todos mis temores y observaciones a Denys Barry; pero viendo que el sol entraba ya por la enrejada ventana este, tuve el convencimiento que carecía de realidad todo lo que creía haber visto. Soy propenso a ver extrañas fantasías, aunque jamás he sido lo bastante débil como para creer en ellas. Así que en esta ocasión me limité a preguntar a los braceros; pero se habían despertado muy tarde, y no recordaban nada de la noche anterior, salvo que habían tenido sueños brumosos de sones estridentes. Este asunto de la música de flautas espectrales me atormentaba enormemente, y me pregunté silos grillos habrían empezado a turbar la noche antes de tiempo, y a embrujar las visiones de los hombres. Más tarde, ese mismo día, vi a Barry en la biblioteca estudiando los proyectos para la gran obra que debía empezar al día siguiente, y por primera vez sentí vagamente aquel temor que había impulsado a marcharse a los campesinos. Por alguna razón desconocida, me produjo miedo la idea de turbar el antiguo pantano y sus oscuros secretos, y me representé visiones terribles bajo las tenebrosas profundidades de la turba inmemorial. Me parecía una imprudencia sacar a la luz estos secretos, y empecé a desear tener algún pretexto para abandonar el pueblo y el castillo. Llegué incluso a hablarle a Barry de este tema; pero cuando se echó a reír no me atreví a continuar. De modo que guardé silencio cuando el sol se ocultó con todo su esplendor tras los montes lejanos, y Kilderry resplandeció, completamente rojo y dorado, en una llamarada portentosa.

Nunca sabré con seguridad si los sucesos de esa noche ocurrieron en realidad o fueron una ilusión. Ciertamente, trasciende cuanto soñemos sobre la naturaleza y el universo; sin embargo, no me es posible explicar de forma normal la desaparición que todos sabemos, cuando aquello terminó. Yo
me había retirado temprano, lleno de temor, y durante bastante rato no pude conciliar el sueño en el inusitado silencio de la torre. Reinaba una gran oscuridad; pues aunque el cielo estaba claro, la luna, muy menguada, no aparecería hasta altas horas de la noche. Tumbado en la cama, pensé en
Denys Barry y en lo que pasaría con ese pantano cuando amaneciera, y sentí un deseo casi frenético de salir a la oscuridad de la noche, coger el coche de Barry, huir corriendo a Ballylough y dejar esas tierras amenazadas. Pero antes de que mis temores cristalizasen en una acción, me había quedado dormido, y contemplaba en sueños la ciudad del valle, fría y muerta bajo un sudario de sombras tenebrosas.
Probablemente fue el estridente sonido de las flautas lo que me despertó, aunque no fueron las flautas lo primero que advertí al abrir los ojos. Estaba tendido de espaldas a la ventana este que dominaba el pantano, por donde se elevaría la luna menguante, de modo que esperaba ver proyectarse
una claridad en la pared que tenía enfrente; pero no la que efectivamente se reflejó. Un resplandor incidió en los cristales de enfrente, aunque no era el resplandor de la luna.
Fue un haz rojizo, penetrante, terrible, el que penetró por la gótica ventana, e inundó toda la cámara de un esplendor intenso y ultraterreno. Mi inmediata reacción fue extraña en semejante momento, pero sólo en la ficción se comporta el hombre de manera dramática y previsible. En vez de asomarme al pantano para averiguar cuál era la fuente de esta nueva luz, mantuve apartados los ojos de la ventana, completamente dominado por el pánico, y me vestí atropelladamente con la vaga idea de escapar. Recuerdo que cogí el revólver y el sombrero; pero antes de que todo terminase había perdido el uno sin haberlo disparado, y el otro sin habérmelo puesto. Poco después, la fascinación del resplandor rojo se impuso a mis terrores, me acerqué a l
ventana este y me asomé, mientras el sonido incesante y enloquecedor de las flautas gemía, y se propagaba por el castillo y por el pueblo.
Sobre el pantano había una riada de luz resplandeciente, escarlata y siniestra, que brotaba de las extrañas y antiguas ruinas del islote. No me es posible describir el aspecto de dichas ruinas: debí de volverme loco, porque me pareció que se levantaban incólumes, majestuosas, rodeadas de columnas,
con todo su esplendor, y el mármol de su entablamento reflejaba las llamas y traspasaba el cielo como la cúspide de un templo en la cima de una montaña. Sonaron las flautas estridentes, y comenzó un batir de tambores; y mientras observaba aterrado, me pareció distinguir oscuras formas
saltando, grotescamente recortadas contra un fondo de resplandores y de mármoles. El efecto era tremendo, absolutamente inconcebible; y allí habría seguido, contemplando indefinidamente el espectáculo, de no haber sido porque la música de las flautas, a mi izquierda, aumentaba cada vez más. Presa de un terror no exento de un extraño sentimiento de éxtasis, cruce la habitación circular y me asomé a la ventana norte, desde la que podía verse el pueblo y la llanura inmediata al pantano. Allí mis ojos se volvieron a dilatar ante un prodigio insensato, como si no acabase de apartarme de una visión que superaba la pálida naturaleza; pues en la llanura espectralmente iluminada por el resplandor rojizo desfilaba una procesión de seres cuyas
figuras no había visto más que en las pesadillas.
Medio deslizándose, medio flotando en el aire, los blancos espectros del pantano se retiraban lentamente hacia las quietas aguas y las ruinas de la isla en fantásticas formaciones que sugerían alguna antigua y solemne danza ceremonial. Sus brazos balanceantes y traslúcidos, guiados por los sones detestables de las flautas invisibles, llamaban con ritmo misterioso a una multitud de campesinos que oscilaban y les seguían dócilmente con paso ciego, insensatos y pesados, como arrastrados por una voluntad demoníaca, torpe aunque irresistible. Cuando las náyades llegaron al pantano, sin alterar su dirección, una nueva fila de rezagados tambaleantes como borrachos, salió del castillo por alguna puerta al pie de mi ventana, cruzó a ciegas el patio y la parte del pueblo que se interponía, y se unió a la serpeante columna de labriegos que andaban ya por la llanura. A pesar de la altura que me separaba, en seguida me di cuenta de que eran los criados traídos del norte, ya que reconocí la fea y voluminosa figura de la cocinera, cuya misma absurdidad resultaba ahora indeciblemente trágica. Las flautas sonaban de manera espantosa, y otra vez oí el batir de los tambores en las ruinas de la isla. Luego, silenciosa, graciosamente, las náyades se adentraron en el agua y se disolvieron, una tras otra, en el pantano inmemorial; entretanto, los seguidores, sin detener su marcha, siguieron tras ellas chapoteando pesadamente, y desapareciendo en un pequeño remolino de burbujas malsanas apenas visible bajo la luz escarlata. Y cuando el último y más patético de los rezagados, la cocinera, se hundió pesadamente y desapareció en las aguas
tenebrosas, enmudecieron las flautas y los tambores, y la cegadora luz rojiza de las ruinas se apagó instantáneamente, dejando el pueblo vacío y desolado bajo el resplandor escuálido de la luna, que acababa de salir.
Mi estado era ahora indescriptiblemente caótico. No sabiendo si estaba loco o cuerdo, dormido o despierto, me salvó un piadoso embotamiento. Creo que hice cosas ridículas, como elevar plegarias a Artemisa, a Latona, a Deméter y a Plutón.
Todo cuanto recordaba de los estudios clásicos de mi juventud me vino a los labios, mientras el horror de la situación despertaba mis más hondas supersticiones. Me daba cuenta de que acababa de presenciar la muerte de todo un pueblo, y sabía que me había quedado solo en el castillo con
Denys Barry, cuya temeridad había acarreado este destino. Y al pensar en él, me embargaron nuevos terrores y me desplomé al suelo; aunque no perdí el conocimiento, me sentí físicamente imposibilitado. Entonces noté una ráfaga helada que entró por la ventana este, por donde había salido la luna,
y empecé a oir alaridos abajo en el castillo. No tardaron estos gritos en alcanzar una magnitud y calidad imposibles de describir, y que aún me producen desvanecimiento cuando pienso en ellos. Todo lo que puedo decir es que procedían de alguien que había sido amigo mío.
En determinado momento de esos instantes espantosos, el viento frío y los alaridos me hicieron reaccionar, porque lo que recuerdo a continuación es que corría por las negras estancias y corredores, cruzaba el patio y salía a la oscuridad de la noche. Me encontraron al amanecer, vagando insensatamente cerca de BalIylough; pero lo que a mi me trastornó completamente no fue ninguno de los horrores que había visto y oído. De lo que hablaba, cuando salí lentamente de las sombras de la inconsciencia, era de un par de fantásticos incidentes que ocurrieron en mi huida; incidentes
que carecen de importancia, aunque me obsesionan incesantemente cuando estoy a solas en lugares pantanosos o a la luz de la luna.
Mientras huía de aquel castillo maldito, bordeando el pantano, oí un alboroto; un alboroto corriente, aunque distinto a cuanto había oído en Kilderry. Las aguas estancadas, hasta entonces desprovistas por completo de vida animal, hervían ahora de ranas enormes y viscosas que cantaban sin cesar en unos tonos que no guardaban relación con su tamaño. Brillaban, hinchadas y verdes, a la luz de la luna, y parecían mirar fijamente hacia la fuente del
resplandor. Seguí la mirada de una de ellas, muy gorda y fea, y vi la segunda de las cosas que me hizo perder la razón.
Extendiéndose directamente de las extrañas y antiguas ruinas del islote lejano a la luna menguante, percibí un rayo de débil y temblorosa luz que no se reflejaba en las aguas del pantano.
Y ascendiendo por el pálido sendero, mi enfebrecida imaginación se representó una sombra delgada que iba disminuyendo lentamente; una sombra vaga que se contorsionaba y debatía como si fuese arrastrada por demonios invisibles. En mi locura, vi en esa sombra espantosa un momentáneo parecido — como una caricatura increíble y repugnante— , una imagen blasfema del que había sido Denys Barry.

H. P. Lovecraft
 
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nubarus
view post Posted on 12/1/2009, 21:50




EL VAMPIRO ESTELAR

I


Confieso que sólo soy un simple escritor de relatos fantásticos. Desde mi más temprana infancia me he sentido subyugado por la secreta fascinación de lo desconocido y lo insólito. Los temores innominables, los sueños grotescos, las fantasías más extrañas que obsesionan nuestra mente, han tenido siempre un poderoso e inexplicable atractivo para mí.

En literatura, he caminado con Poe por senderos ocultos; me he arrastrado entre las sombras con Machen; he cruzado con Baudelaire las regiones de las hórridas estrellas, o me he sumergido en las profundidades de la tierra, guiado por los relatos de la antigua ciencia. Mi escaso talento para el dibujo me obligó a intentar describir con torpes palabras los seres fantásticos que moran en mis sueños tenebrosos. Esta misma inclinación por lo sinientro se manifestaba también en mis preferencias musicales. Mis composiciones favoritas eran la Suite de los Planetas y otras del mismo género. Mi vida interior se convirtió muy pronto en un perpetuo festín de horrores fantásticos, refinadamente crueles.

En cambio, mi vida exterior era insulsa. Con el transcurso del tiempo, me fuí haciendo cada vez más insociable, hasta que acabé por llevar una vida tranquila y filosófica en un mundo de libros y sueños.

El hombre debe trabajar para vivir. Incapaz, por naturaleza, de todo trabajo manual, me sentí desconcertado en mi adolescencia ante la necesidad de elegir una profesión. Mi tendencia a la depresión vino a complicar las cosas, y durante algún tiempo estuve bordeando el desastre económico más completo. Entonces fue cuando me decidí a escribir.

Adquirí una vieja máquina de escribir, un montón de papel barato y unas hojas de carbón. Nunca me preocupó la búsqueda de un tema. ¿Qué mejor venero que las ilimitadas regiones de mi viva imaginación? Escribiría sobre temas de horror y oscuridad y sobre el enigma de la Muerte. Al menos, en mi inexperiencia y candidez, éste era mi propósito.

Mis primeros intentos fueron un fracaso rotundo. Mis resultados quedaron lastimosamente lejos de mis soñados proyectos. En el papel, mis fantasías más brillantes se convirtieron en un revoltijo insensato de pesados adjetivos, y no encontré palabras de uso corriente con que expresar el terror portentoso de lo desconocido. Mis primeros manuscritos resultaron mediocres, vulgares; las pocas revistas especializadas de este género los rechazaron con significativa unanimidad.

Tenía que vivir. Lentamente, pero de manera segura, comencé a ajustar mi estilo a mis ideas. Trabajé laboriosamente las palabras, las frases y las estructuras de las oraciones. Trabajé, trabajé duramente en ello. Pronto aprendí lo que era sudar. Y por fin, uno de mis relatos fue aceptado; después un segundo, y un tercero, y un cuarto. En seguida comencé a dominar los trucos más elementales del oficio, y comencé finalmente a vislumbrar mi porvenir con cierta claridad. Retorné con el ánimo más ligero a mi vida de ensueños y a mis queridos libros. Mis relatos me proporcionaban medios un tanto escasos para subsistir, y durante cierto tiempo no pedí más a la vida. Pero esto duró poco. La ambición, siempre engañosa, fue la causa de mi ruina.

Quería escribir un relato real; no uno de esos cuentos efímeros y estereotipados que producía para las revistas, sino una verdadera obra de arte. La creación de semejante obra maestra llegó a convertirse en mi ideal. Yo no era un buen escritor, pero ello no se debía enteramente a mis errores de estilo.

Presentía que mi defecto fundamental radicaba en el asunto escogido Los vampiros, hombres-lobos, los profanadores de cadáveres, los monstruos mitológicos, constituían un material de escaso mérito. Los temas e imagenes vulgares, el empleo rutinario de adjetivos, y un punto de vista prosaicamente antropocéntrico, eran los principales obstáculos para producir un cuento fantástico realmente bueno.

Debía elegir un tema nuevo, una intriga verdaderamente extraordinaria. ¡Si pudiera concebir algo realmente teratológico, algo monstruosamente increíble!

Estaba ansioso por aprender las canciones que cantaban los demonios al precipitarse más allá de las regiones estelares, por oír las voces de los dioses antiguos susurrando sus secretos al vacío preñado de resonancias. Deseaba vivamente conocer los terrores de la tumba, el roce de las larvas en mi lengua, la dulce caricia de una podrida mortaja sobre mi cuerpo. Anhelaba hacer mías las vivencias que yacen latentes en el fondo de los ojos vacíos de las momias, y ardía en deseos de aprender la sabiduría que sólo el gusano conoce. Entonces podría escribir la verdad, y mis esperanzas se realizarían cabalmente.

Busqué el modo de conseguirlo. Serenamente, comencé a escribirme con pensadores y soñadores solitarios de todo el país. Mantuve correspondencia con un eremita de los montes occidentales, con un sabio de la región desolada del norte, y con un místico de Nueva Inglaterra. Por medio de éste, tuve conocimiento de algunos libros antiguos que eran tesoro y reliquia de una ciencia extraña. Primero me citó con mucha reserva, algunos pasajes del legendario Necronomicón, luego se refirió a cierto Libro de Eibon, que tenía fama de superar a los demás por su carácter demencial y blasfemo. Él mismo había estudiado aquellos volúmenes que recogían el terror de los Tiempos Originales, pero me prohibió que ahondara demasiado en mis indagaciones. Me dijo que, como hijo de la embrujada ciudad de Arkham, donde aún palpitan y acechan sombras de otros tiempos, había oído cosas muy extrañas, por lo que decidió apartarse prudentemente de las ciencias negras y prohibidas.

Finalmente, después de mucho insistirle, consintió de mala gana en proporcionarme los nombres de ciertas personas que a su juicio podrían ayudarme en mis investigaciones. Mi corresponsal era un escritor de notable brillantez; gozaba de una sólida reputación en los círculos intelectuales más exquisitos, y yo sabía que estaba tremendamente interesado en conocer el resultado de mi iniciativa.

Tan pronto como su preciosa lista estuvo en mis manos, comencé una masiva campaña postal con el fin de conseguir libros deseados. Dirigí mis cartas a varias uiversidades, a bibliotecas privadas, a astrólogos afamados y a dirigentes de ciertos cultos secretos de nombres oscuros y sonoros. Pero aquella labor estaba destinada al fracaso.

Sus respuestas fueron manifiestamente hostiles. Estaba claro que quienes poseían semejante ciencia se enfurecían ante la idea de que sus secretos fuesen develados por un intruso. Posteriormente, recibí varias cartas anónimas llenas de amenazas, e incluso una llamda telefónica verdadramente alarmante. Pero lo que más me molestó, fue el darme cuenta de que mis esfuerzos habían resultado fallidos. Negativas, evasivas, desaires, amenazas.... ¡aquello no me servía de nada! Debía buscar por otra parte.

¡Las librerías! Quizá descubriese lo que buscaba en algún estante olvidado y polvoriento.

Entonces comencé una cruzada interminable. Aprendí a soportar mis numerosos desengaños con impasible tranquilidad. En ninguna de las librerías que visité habían oído hablar del espantoso Necronomicón, del maligno Libro de Eibon, ni del inquietante Cultes des Goules.

La perseverancia acaba por triunfar. En una vieja tienda de South Dearborn Street, en unas estanterías arrinconadas, acabé por encontrar lo que estaba buscando. Allí, encajado entre dos ediciones centenarias de Shakespeare, descubrí un gran libro negro con tapas de hierro. En ellas, grabado a mano, se leía el título, De Vermis Mysteriis , "Misterios del Gusano".

El propietario no supo decirme de dónde procedía el libro aquél. Quizá lo había adquirido hace un par de años en algún lote de libros de segunda mano. Era evidente que desconocía su naturaleza, ya que me lo vendió por un dólar. Encantado por su inesperada venta, me envolvió el pesado mamotreto, y me despidió con amable satisfacción.

Yo me marché apresudaramente con mi precioso botín debajo del brazo. ¡Lo que había encontrado! Ya tenía referencias del libro. Su autor era Ludvig Prinn, y había perecido en la hoguera inquisitorial, en Bruselas, cuando los juicios por brujería estaban en su apogeo. Había sido un personaje extraño, alquimista, nigromante y mago de gran reputación; alardeaba de haber alcanzado una edad milagrosa, cuando finalmente fue inmolado por el fiero poder secular. De él se decía que se proclamaba el único superviviente de la novena cruzada, y exhibía como prueba ciertos documentos mohosos que parecían atestiguarlo. Lo cierto es que, en los viejos cronicones, el nombre de Ludvig Prinn figuraba entre los caballeros servidores de Monserrat, pero los incrédulos lo seguían coniderando como un chiflado y un impostor, a lo sumo descendiente de aquel famoso caballero.

Ludvig atribuía sus conocimientos de hechicería a los años en que había estado cautivo entre los brujos y encantadores de Siria, y hablaba a menudo de sus encuentros con los djinns y los efreets de los antiguos mitos orientales. Se sabe que pasó algún tiempo en Egipto, y entre los santones libios circulan ciertas leyendas que aluden a las hazañas del viejo adivino en Alejandría.

En todo caso, pasó sus postreros días en las llanuras de Flandes, su tierra natal, habitando -lugar muy adecuado- las ruinas de un sepulcro prerromano que se alzaba en un bosque cercano a Bruselas. Se decía que allí moraba en las sombras, rodeado de demonios familiares y terribles sortilegios. Aún se conservan manuscritos que dicen , en forma un tanto evasiva, que era asistido por "compañeros invisibles" y "servidores enviados de las estrellas". Los campesinos evitaban pasar la noche por el bosque donde habitaba, no le gustaban cierton ruidos que resonaban cuando había luna llena, y preferían ignorar qué clase de seres se prosternaban ante los viejos altares paganos que se alzaban, medio desmoronados, en lo más oscuro del bosque.

Sea como fuere, después de ser apresado Prinn por los esbirros de la Inquisición , nadie vio las criaturas que había tenido a su servicio. Antes de destruir el sepulcro donde había morado, los soldados lo registraron a fondo, y no encontraron nada. Seres sobrenaturales, instrumentos extraños, pócimas.... todo había desaparecido de la manera más misteriosa. Hicieron un minuciosos reconocimiento del bosque prohibido, pero sin resultado. Sin embargo, antes de que terminara el proceso de Prinn, saltó sangre fresca en los altares, y también en el potro de tormento. Pero ni con las más atroces torturas lograron romper su silencio. Por último, cansados de interrogar, arrojaron al viejo hechicero a una mazmorra.

Y fue durante su prisión, mientras aguardaba la sentencia, cuando escribió ese texto morboso y horrible, De Vermis Mysteriis, conocido hoy por los Misterios del Gusano. Nadie se explica como pudo lograrlo sin que los guardianes lo sorprendieran; pero un año después de su muerte, el texto fue impreso en Colonia. Inmediatamente después de su aparición, el libro fue prohibido. Pero ya se habían distribuido algunos ejemplares, de los que se sacaron copias en secreto. Más adelante, se hizo una nueva edición, censurada y expurgada, de suerte que únicamente se considera auténtico el texto original latino. A lo largo de los siglos, han sido muy pocos los que han tenido acceso a la sabiduría que encierra este libro. Los secretos del viejo mago sólo son conocidos hoy por algunos iniciados, quienes, por razones muy concretas, se oponen a todo intento de propagarlos.

Esto era, en resumen, lo que sabía del libro que había venido a parar a mis manos. Aun como mero coleccionista, el libro representaba un hallazgo fenomenal; pero, desgraciadamente, no podía juzgar su contenido, porque estaba en latín. Como sólo conozco unas cuantas palabras sueltas de esa lengua, al abrir sus páginas mohosas me tropecé con un obstáculo insuperable. Era exasperante poseer aquel tesoro de saber oculto, y no tener la clave para desentrañarlo.

Por un momento, me sentí desesperado. No me seducía la idea de poner un texto de semejante naturaleza en manos de un latinista de la localidad. Más tarde tuve una inspiración. ¿Por qué no coger el libro y visitar a mi amigo para solicitar ayuda? Él era un erudito, leía en su idioma a los clásicos, y probablemente las espantosas revelaciones de Prinn le impresionarían menos que a otros. Sin pensarlo más le escribí apresudaramente y muy poco después recibí su contestación. Estaba encantado en ayudarme. Por encima de todo, debía ir inmediatamente.

II

Providence es un pueblo agradable. La casa de mi amigo era antigua, de un estilo georgiano bastante caro. La planta baja era una maravilla de ambiente colonial. El piso alto, sombreado por las dos vertientes del tejado e iluminado por una amplia ventana, servía de estudio a mi anfitrión. Allí reflexionamos durante la espantosa y memorable noche del pasado abril, junto a la gran ventana abierta a la mar azulada. Era una noche sin luna, una noche lívida en que la niebla llenaba la vacía oscuridad de sombras aladas. Todavía puedo imaginar con nitidez la escena: la pequeña habitación iluminada por la luz de la lámpara, la mesa grande, las sillas de alto respaldo... Los libros tapizaban las paredes, los manuscritos se apilaban aparte, en archivadores especiales.

Mi amigo y yo estábamos sentados junto a la mesa, ante el misterioso volumen. El delgado perfil de mi amigo proyectaba una sombra inquieta en la pared, y su semblante de cera adoptaba, a la luz mortecina una apariencia furtiva. En el ambiente flotaba como el presagio de una portentosa revelación. Yo sentía la presencia de unos secretos que acaso no tardarían en revelarse. Mi compañero era sensible también a esta atmósfera expectante. Los largos años de soledad habían agudizado su intuición hasta un extremo inconcebible. No era el frío lo que le hacía temblar en su butaca, ni era la fiebre la que hacía llamear sus ojos con un fulgor de piedras preciosas. Aun antes de abrir aquel libro maldito, sabía que encerraba una maldición. El olor a moho que desprendían sus páginas antiguas traía consigo un vaho que parecía brotar de la tumba. Sus hojas descoloridas estaban carcomidas por los bordes. Su encuadernación de cuero estaba roída por las ratas, acaso por unas ratas cuyo alimento habitual fuera singularmnente horrible.

Aquella noche había contado a mi amigo la historia del libro, y lo había desempaquetado en su presencia. Al principio parecía deseoso, ansioso diría yo, por empezar enseguida su traducción. Ahora, en cambio, vacilaba.

Insistía en que no era prudente leerlo. Era un libro de ciencia maligna. ¿Quién sabe qué conocimientos demoníacos se ocultaban en sus páginas, o qué males podían sobrevenir al intruso que se atreviese a profanar sus secretos? No era conveniente saber demasiado. Muchos hombres habían muerto por practicar la ciencia corrompida que contenían esas páginas. Me rogó que abandonara mi investigación, ahora que no lo había leído aún, y que tratara de inspirarme en fuentes más saludables.

Fui un necio. Rechacé precipitadamente sus objeciones con palabras vanas y sin sentido. Yo no tenía miedo. Podríamos echar al menos una mirada al contenido de nuestro tesoro. Comencé a pasar hojas.

El resultado fue decepcionante. Su aspecto era el de un libro antiguo y corriente de hojas amarillentas y medio deshechas, impreso en gruesos caracteres latinos... y nada más, ninguna ilustración, ningún grabado alarmante.

Mi amigo no puedo resistir la tentación de saborear semejante rareza bibliográfica. Al cabo de un momento, se levantó para echar una ojeada al texto por encima de mi hombro; luego, con creciente interés, enpezó a leer en voz baja algunas frases en latín. Por último, vencido ya por el entusiasmo, me arrebató el precioso volumen, se sentó junto a la ventana y se puso a leer pasajes al azar. De cuando en cuando, los traducía al inglés.

Sus ojos relampagueaban con un brillo salvaje. Su perfil cadavérico expresaba una concentración total en los viejos caracteres que cubrían las páginas del libro. Cuando traducía en voz alta, las frases retumbaban como una letanía del diablo; luego, su voz se debilitaba hasta convertirse en un siseo de víbora. Yo tan sólo comprendía algunas frases sueltas porque, en su ensimismamiento, parecía haberse olvidado de mí. Estaba leyendo algo referente a hechizos y encantamientos. Recuerdo que el texto aludía a ciertos dioses de la adivinación, tales como el Padre Yig, Han el Oscuro y Byatis, cuya barba estaba formada de serpientes. Yo temblaba, ya conocía esos nombres terribles. Pero más habría temblado, si hubiera llegado a saber lo que estaba a punto de ocurrir. Y no tardó en suceder. De repente, mi amigo se volvió hacia mí, preso de una gran agitación. Con voz chillona y exitada me preguntó si recordaba las leyendas sobre las hechicerías de Prinn, y los relatos sobre servidores invisibles que había hecho venir desde las estrellas. Dije que sí, pero sin comprender la causa de su repentino frenesí.

Entonces me explicó el motivo de su agitación. En el libro, en un capítulo que trataba de los demonios familiares, había encontrado una especie de plegaria o conjuro que tal vez fuera el que Prinn había empleado para traer a sus invisibles servidores desde los espacios ultraterrestres. Ahora iba a escuchar, él me lo leería.

Yo permanecí sentado como un tonto, ignorante de lo que iba a pasar. ¿Por qué no gritaría entonces, por qué no trataría de escapar o de arrancarle de las manos aquel códice monstruoso? Pero yo no sabía nada, y me quedé sentado adonde estaba, mientras mi amigo, con voz quebrada por la violenta excitación, leía una larga y sonora invocación:

"Tibi, Magnum Innominandum, signa stellarum nigrarum et bufaniformis Sadoquae sigillum"...

El ritual siguió adelante; las palabras se alzaron como aves nocturnas de terror y muerte; temblaron como llamas en el aire tenebroso y contagiaron su fuego letal a mi cerebro. Los acentos atronadores de mi amigo producían un eco infinito, más allá de las estrellas más remotas. Era como si su voz, a través de enormes puertas primordiales, alcanzara regiones exteriores a toda dimensión en busca de su oyente, y lo llamara a la tierra. ¿Era todo una ilusión? No me paré a reflexionar.

Y aquella llamada, proferida de manera casual, obtuvo respuesta. Apenas se había apagado la voz de mi amigo en nuestra habitación, cuando sobrevino el terror. El cuarto se tornó frío. Por la ventana entró aullando un viento repentino que no era de este mundo. En él cabalgaba como un plañido, como una nota perversa y lejana; al oírla, el semblante de mi amigo se convirtió en una pálida máscara de terror. Luego, las paredes crujieron y las hojas de la ventana se combaron ante mis ojos atónitos. Desde la nada que se abría más allá de la ventana, llegó un súbito estallido de lúbrica brisa, unas carcajadas histéricas, que parecían producto de la más completa locura. Aquellas carcajadas que no profería boca alguna alcanzaron la última quintaescencia del horror.

Lo demás ocurrió a una velocidad pasmosa. Mi amigo se lanzó hacia la ventana y comenzó a gritar, manoteando como si quisiera zafarse del vacío. A la luz de la lámpara vi sus rasgos contraídos en una mueca de loca agonía. Un momento después, su cuerpo se levantó del suelo y comenzó a doblarse hacia atrás, en el aire, hasta un grado imposible. Inmediatamente, sus huesos se rompieron con un chasquido horrible y su figura quedó colgando en el vacío. Tenía los ojos vidriosos, y sus manos se crispaban compulsivamente como si quisiera agarrar algo que yo no veía. Una vez más, se oyó aquella risa vesánica, ¡pero ahora provenía de dentro de la habitación!

Las estrellas oscilaban en roja angustia, el viento frío silbaba estridente en mis oídos. Me encogí en mi silla, con los ojos clavados en aquella escena aterradora que se desarrollaba ante mí.

Mi amigo empezó a gritar. Sus alaridos se mezclaban con aquella risa perversa que surgía del aire. Su cuerpo combado, suspendido en el espacio, se dobló nuevamente hacia atrás, mientras la sangre brotaba de su cuello desgarrado como agua roja de un surtidor.

Aquella sangre no llegó a tocar el suelo. Se detuvo en el aire, y cesó la risa, que se convirtió en un gorgoteo nauseabundo. Dominado por en vértigo del horror, lo comprendí todo. ¡La sangre estaba alimentando a un ser invisible del más allá! ¿Qué entidad del espacio había sido invocada tan repentina e inconscientemente? ¿Qué era aquél monstruoso vampiro que yo no podía ver?

Después,aun tuvo lugar una espantosa metamorfosis. El cuerpo de mi compañero se encogió, marchito ya y sin vida. Por último, cayó en el suelo y quedó horriblemente inmóvil. Pero en el aire de la estancia sucedió algo pavoroso.

Junto a la ventana, en el rincón, se hizo visible un resplandor rojizo.... sangriento. Muy despacio, pero en forma contínua, la silueta de la Presencia fue perfilándose cada vez más, a medida que la sangre iba llenando la trama de la invisible entidad de las estrellas. Era una inmensidad de gelatina palpitante, húmeda y roja, una burbuja escarlata con miles de apéndices, unas bocas que se abrían y cerraban con horrible codicia... Era una cosa hinchada y obscena, un bulto sin cabeza, sin rostro, sin ojos, una especie de buche ávido, dotado de garras, que había brotado del cielo estelar. La sangre humana con la que se había nutrido revelaba ahora los contornos del comensal. No era espectáculo para presenciarlo un humano.

Afortunadamente para mi equilibrio mental, aquella criatura no se demoró ante mis ojos. Con un desprecio total por el cadáver fláccido que yacía en el suelo, asió el espantoso libro con un tentáculo viscoso y retorcido, y se dirigió a la ventana con rapidez. Allí, comprimió su tembloroso cuerpo de gelatina a través de la abertura. Desapareció, y oí su risa burlesca y lejana, arrastrada por las ráfagas del viento, mientras regresaba a los abismos de donde había venido.

Eso fue todo. Me quedé solo en la habitación, ante el cuerpo roto y sin vida de mi amigo. El libro había desaparecido. En la pared había huellas de sangre y abundantes salpicaduras en el suelo. El rostro de mi amigo era una calavera ensagrentada vuelta hacia las estrellas.

Permanecí largo rato sentado en silencio, antes de prenderle fuego a la habitación. Después, me marché. Me reí, porque sabía que las llamas destruirían toda huella de lo ocurrido. Yo había llegado aquella misma tarde. Nadie me conocía ni me había visto llegar. Tampoco me vio nadie partir, ya que huí antes de que las llamas empezaran a propagarse. Anduve horas y horas, sin rumbo, por las torcillas calles, sacudido por una risa idiota, cada vez que divisaba las estrellas inflamadas, cruelmente jubilosas, que me miraban furtivamente a través de los desgarrones de la niebla fantasmal.

Al cabo de varias horas, me sentí lo bastante calmado para tomar el tren. Durante el largo viaje de regreso, estuve tranquilo, y lo he estado igualmente ahora, mientras escribía esta relación de los hechos. Tampoco me alteré cuando leí en la prensa la noticia de que mi amigo había fallecido en un incendio que destruyó su vivienda.

Solamente a veces, por la noche, cuando brillan las estrellas, los sueños vuelven a conducirme hacia un gigantesco laberinto de horror y locura. Entonces tomo drogas, en un vano intento por disipar los recuerdos que me asaltan mientras duermo. Pero esto tampoco me preocupa demasiado, porque sé que no permaneceré mucho tiempo aquí.

Tengo la certeza de que veré, una vez más, aquella temblorosa entidad de las estrellas. Estoy convencido de que pronto volverá para llevarme a esa negrura que es hoy morada de mi amigo. A veces deseo vivamente que llegue ese día, porque entonces aprenderé yo también, de una vez para siempre, los Misterios del Gusano.

Robert Bloch

(Relato integrante del Libro Segundo de Los Mitos de Cthulhu)
Dedicado a H.P. Lovecraft
 
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nubarus
view post Posted on 13/1/2009, 16:12




Del Más Allá

Inconcebiblemente espantoso era el cambio que se había operado en Crawford Tillinghast, mi mejor amigo. No le había visto desde el día — dos meses y medio antes— en que me contó hacia dónde se orientaban sus investigaciones físicas y matemáticas. Cuando respondió a mis temerosas y
casi asustadas reconvenciones echándome de su laboratorio y de su casa en una explosión de fanática ira, supe que en adelante permanecería la mayor parte de su tiempo encerrado en el laboratorio del ático, con aquella maldita máquina
eléctrica, comiendo poco y prohibiendo la entrada incluso a los criados; pero no creí que un breve período de diez semanas pudiera alterar de ese modo a una criatura humana.
No es agradable ver a un hombre fornido quedarse flaco de repente, y menos aún cuando se le vuelven amarillentas o grises las bolsas de la piel, se le hunden los ojos, se le ponen ojerosos y extrañamente relucientes, se le arruga la frente y
se le cubre de venas, y le tiemblan y se le crispan las manos.
Y si a eso se añade una repugnante falta de aseo, un completo desaliño en la ropa, una negra pelambrera que comienza a encanecer por la raíz, y una barba blanca crecida en un rostro en otro tiempo afeitado, el efecto general resulta horroroso. Pero ese era el aspecto de Crawford Tillinghast la noche en que su casi incoherente mensaje me llevó a su puerta, después de mis semanas de exilio; ese fue el espectro que me abrió temblando, vela en mano, y miró furtivamente por encima del hombro como temeroso de los seres invisibles de la casa vieja y solitaria, retirada de la línea de edificios que formaban Benevolent Street.
Fue un error que Crawford Tillinghast se dedicara al estudio de la ciencia y la filosofía. Estas materias deben dejarse para el investigador frío e impersonal, ya que ofrecen dos alternativas igualmente trágicas al hombre de sensibilidad y
de acción: la desesperación, si fracasa en sus investigaciones, y el terror inexpresable e inimaginable, si triunfa. Tillinghast había sido una vez víctima del fracaso, solitario y melancólico; pero ahora comprendí, con angustiado temor,
que era víctima del éxito. Efectivamente, se lo había advertido diez semanas antes, cuando me espetó la historia de lo que presentía que estaba a punto de descubrir. Entonces se excitó y se congestionó, hablando con voz aguda y afectada, aunque siempre pedante.
-¿Qué sabemos nosotros — había dicho—-- del mundo y del universo que nos rodea? Nuestros medios de percepción son absurdamente escasos, y nuestra noción de los objetos que nos rodean infinitamente estrecha. Vemos las cosas sólo
según la estructura de los órganos con que las percibimos, y no podemos formarnos una idea de su naturaleza absoluta.
Pretendemos abarcar el cosmos complejo e ilimitado con cinco débiles sentidos, cuando otros seres dotados de una gama de sentidos más amplia y vigorosa, o simplemente diferente, podrían no sólo ver de manera muy distinta las cosas que nosotros vemos, sino que podrían percibir y estudiar mundos enteros de materia, de energía y de vida que se encuentran al alcance de la mano, aunque son imperceptibles a nuestros sentidos actuales.
Siempre he estado convencido de que esos mundos extraños e inaccesibles están muy cerca de nosotros; y ahora creo que he descubierto un medio de traspasar la barrera. No bromeo. Dentro de veinticuatro horas, esa máquina que tengo
junto a la mesa generará ondas que actuarán sobre determinados órganos sensoriales existentes en nosotros en estado rudimentario o de atrofia. Esas ondas nos abrirán numerosas perspectivas ignoradas por el hombre, algunas de
las cuales son desconocidas para todo lo que consideramos vida orgánica. Veremos lo que hace aullar a los perros por las noches, y enderezar las orejas a los gatos después de las doce. Veremos esas cosas, y otras que jamás ha visto hasta
ahora ninguna criatura. Traspondremos el espacio, el tiempo, y las dimensiones; y sin desplazamiento corporal alguno, nos asomaremos al fondo de la creación.
Cuando oí a Tillinghast decir estas cosas, le amonesté; porque le conocía lo bastante como para sentirme asustado, más que divertido; pero era un fanático, y me echó de su casa. Ahora no se mostraba menos fanático; aunque su deseo de hablar se había impuesto a su resentimiento y me había escrito imperativamente, con una letra que apenas reconocía.
Al entrar en la morada del amigo tan súbitamente
metamorfoseado en gárgola temblorosa, me sentí contagiado del terror que parecía acechar en todas las sombras. Las palabras y convicciones manifestadas diez semanas antes parecían haberse materializado en la oscuridad que reinaba
más allá del círculo de luz de la vela, y experimenté un sobresalto al oir la voz cavernosa y alterada de mi anfitrión.
Deseé tener cerca a los criados, y no me gustó cuando dijo que se habían marchado todos hacía tres días. Era extraño que el viejo Gregory, al menos, hubiese dejado a su señor sin decírselo a un amigo fiel como yo. Era él quien me había
tenido al corriente sobre Tillinghast desde que me echara furiosamente.
Sin embargo, no tardé en subordinar todos los temores a mi creciente curiosidad y fascinación. No sabía exactamente qué quería Crawford Tillinghast ahora de mí, pero no dudaba que
tenía algún prodigioso secreto o descubrimiento que comunicarme. Antes, le había censurado sus anormales incursiones en lo inconcebible; ahora que había triunfado de algún modo, casi compartía su estado de ánimo, aunque era terrible el precio de la victoria. Le seguí escaleras arriba por la vacía oscuridad de la casa, tras la llama vacilante de la
vela que sostenía la mano de esta temblorosa parodia de hombre. Al parecer, estaba desconectada la corriente; y al preguntárselo a mi guía, dijo que era por un motivo concreto.
— -Sería demasiado... no me atrevería — -prosiguió murmurando.
Observé especialmente su nueva costumbre de murmurar, ya que no era propio de él hablar consigo mismo. Entramos en el laboratorio del ático, y vi la detestable máquina eléctrica brillando con una apagada y siniestra luminosidad violácea.
Estaba conectada a una potente batería química; pero no recibía ninguna corriente, porque recordaba que, en su fase experimental, chisporroteaba y zumbaba cuando estaba en
funcionamiento. En respuesta a mi pregunta, Tillinghast murmuró que aquel resplandor permanente no era eléctrico en el sentido que yo lo entendía.
A continuación me sentó cerca de la máquina, de forma que
quedaba a mi derecha, y conectó un conmutador que había debajo de un -enjambre de lámparas. Empezaron los acostumbrados chisporroteos, se convirtieron en rumor, y finalmente en un zumbido tan tenue que daba la impresión de que había vuelto a quedar en silencio. Entre tanto, la
luminosidad había aumentado, disminuido otra vez, y adquirido una pálida y extraña coloración —-o mezcla de colores— imposible de definir ni describir. Tillinghast había estado observándome, y notó mi expresión desconcertada.
— -¿Sabes qué es eso? — -susurró— ¡ rayos ultravioleta! —
rió de forma extraña ante mi sorpresa—--. Tú creías que eran invisibles; y lo son.:. pero ahora pueden verse, igual que muchas otras cosas invisibles también.
«¡Escucha! Las ondas de este aparato están despertando los mil sentidos aletargados que hay en nosotros; sentidos que heredamos durante los evos de evolución que median del estado de los electrones inconexos al estado de humanidad orgánica. Yo he visto la verdad, y me propongo enseñártela.
¿Te gustaría saber cómo es? Pues te lo diré — aquí
Tillinghast se sentó frente a mí, apagó la vela de un soplo, y me miró fijamente a los ojos- -. Tus órganos sensoriales, creo que los oídos en primer lugar, captarán muchas de las impresiones, ya que están estrechamente conectados con los órganos aletargados. Luego lo harán los demás. ¿Has oído
hablar de la glándula pineal? Me río de los superficiales endocrinólogos, colegas de los embaucadores y advenedizos freudianos. Esa glándula es el principal de los órganos sensoriales... yo lo he descubierto. Al final es como la visión,
transmitiendo representaciones visuales al cerebro. Si eres normal, esa es la forma en que debes captarlo casi todo... Me refiero a casi todo el testimonio del más allá.
Miré la inmensa habitación del ático, con su pared sur inclinada, vagamente iluminada por los rayos que los ojos ordinarios son incapaces de captar. Los rincones estaban sumidos en sombras, y toda la estancia había-adquirido una brumosa irrealidad que emborronaba su naturaleza e invitaba a la imaginación a volar y fantasear. Durante el rato que Tillinghast estuvo en silencio, me imaginé en medio de un templo enorme e increíble de dioses largo tiempo desaparecidos; de un vago edificio con innumerables columnas de negra piedra que se elevaban desde un suelo de
losas húmedas hacia unas alturas brumosas que la vista no alcanzaba a determinar. la representación fue muy vívida durante un rato; pero gradualmente fue dando paso a una concepción más horrible: la de una absoluta y completa soledad en el espacio infinito, donde no había visiones ni sensaciones sonoras. Era como un vacío, nada más; y sentí un miedo infantil que me impulsó a sacarme del bolsillo el revólver que de noche siempre llevo encima, desde la vez que
me asaltaron en East Providence. Luego, de las regiones más remotas, el ruido fue co brando suavemente realidad. Era muy débil, sutilmente vibrante, inequívocamente musical; pero tenía tal calidad de incomparable frenesí, que sentí su
impacto como una delicada tortura por todo mi cuerpo. Experimenté la sensación que nos, produce el arañazo fortuito sobre un cristal esmerilado. Simultáneamente, noté algo ásí como una corriente de aire frío que pasó junto a mí, al parecer en dirección al ruido distante. Aguardé con el aliento contenido, y percibí que el ruido y el viento iban en aumento, produciéndome la extraña impresión de que me encontraba atado a unos raíles por los que se acercaba una gigantesca
locomotora. Empecé a hablarle a Tillinghast, e instantáneamente se disiparon todas estas inusitadas impresiones. Volví á ver al hombre, las máquinas brillantes y la habitación a oscuras. Tillinghast sonrió repulsivamente al ver el revólver que yo había sacado casi de manera inconsciente; pero por su expresión, comprendí que había visto y oído lo mismo que yo, si no más. Le conté en voz baja lo que había experimentado, y me pidió que me estuviese lo más quieto y receptivo posible.
— No te muevas —--me advirtió—, porque con estos rayos pueden vernos, del mismo modo que nosotros podemos ver. Te he dicho que los criados se han ido, aunque no te he contado cómo. Fue por culpa de esa estúpida ama de llaves; encendió las luces de abajo, después de advertirle yo que no
lo hiciera, y los hilos captaron vibraciones simpáticas. Debió de ser espantoso; pude oír los gritos desde aquí, a pesar de que estaba pendiente de lo que veía y oía en otra dirección; más tarde, me quedé horrorizado al descubrir montones de
ropa vacía por toda la casa. Las ropas .de la señora Updike estaban en el vestíbulo, junto a la llave de la luz... por eso sé que fue ella quien encendió. Pero mientras no nos movamos, no correremos peligro. Recuerda que nos enfrentamos con un mundo terrible en el que estamos prácticamente desamparados... ¡No te muevas! -
El impacto combinado de la revelación y la brusca orden me produjo una especie de parálisis; y en el terror, mi mente se abrió otra vez a las impresiones procedentes de lo que Tillinghast llamaba el «más allá». Me encontraba ahora en
un vórtice de ruido y movimiento acompañados de confusas representaciones visuales. Veía los contornos borrosos de la habitación; pero de algún punto del espacio parecía brotar una hirviente columna de nubes o formas imposibles de identificar que traspasaban el sólido techo por encima de mí, a mi derecha. Luego volví a tener la impresión de que estaba en un templo; pero esta vez los pilares llegaban hasta un océano aéreo de luz, del que descendía un rayo cegador a lo largo de la brumosa columna que antes había visto. Después, la escena se volvió casi enteramente calidoscópica; y en la mezcolanza de imágenes sonidos e impresiones sensoriales inidentificables, sentí que estaba a punto de disolverme o de
perder, de alguna manera, mi forma sólida. Siempre recordaré una visión deslumbrante y fugaz. Por un instante, me pareció ver un trozo de extraño cielo nocturno poblado de esferas brillantes que giraban sobre sí; y mientras desaparecía, vi que los soles resplandecientes componían una constelación o galaxia de trazado bien definido; dicho trazado correspondía al rostro distorsionado de Crawford Tillinghast. Un momento después, sentí pasar unos seres enormes y animados, unas veces rozándome y otras caminando o deslizándose sobre mi cuerpo supuestamente sólido, y me pareció que Tillinghast los observaba como si sus sentidos, más avezados pudieran captarlos visualmente.
Recordé lo que había dicho de la glándula pineal, y me pregunte qué estaría viendo con ese ojo preternatural.
De pronto, me di cuenta de que yo también poseía una especie de visión aumentada. Por encima del caos de luces y sombras se alzó una escena que, aunque vaga, estaba dotada de solidez y estabilidad. Era en cierto modo familiar, ya que
lo inusitado se superponía al escenario terrestre habitual a la manera como la escena cinematográfica se proyecta sobre el telón pintado de un teatro. Vi el laboratorio del ático, la máquina eléctrica, y la poco agraciada figura de Tillinghast
enfrente de mí; pero no había vacía la más mínima fracción del espacio que separaba todos estos objetos familiares. Un sinfín de formas indescriptibles, vivas o no, se mezclaban entremedias en repugnante confusión; y junto a cada objeto conocido, se movían mundos enteros y entidades extrañas y desconocidas. Asimismo, parecía que las cosas cotidianas entraban en la composición de otras desconocidas, y viceversa. Sobre todo, entre las entidades vivas había
negrísimas y gelatinosas monstruosidades que temblaban fláccidas en armonía con las vibraciones procedentes de la máquina. Estaban presentes en repugnante profusión, y para
horror mío, descubrí que se superponían, que eran
semifluidas y capaces de interpenetrarse mutuamente y de atravesar lo que conocemos como cuerpos sólidos. No estaban nunca quietas, sino que parecían moverse con algún propósito maligno.. A veces, se devoraban unas a otras, lanzándose la atacante sobre la víctima y eliminándola instantáneamente de la vista. Comprendí, con un estremecimiento, que era lo que había hecho desaparecer a la desventurada servidumbre, y ya no fui capaz de apartar dichas entidades del pensamiento, mientras intentaba captar nuevos detalles de este mundo recientemente visible que tenemos a nuestro alrededor. Pero Tillinghast me había estado observando, y decía algo.
— ¿Los ves? ¿Los ves? ¡Ves a esos seres que flotan y aletean en torno tuyo, y a través de ti, a cada instante de tu vida? ¿Ves las criaturas que pueblan lo que los hombres llaman el aire puro y el cielo azul? ¿No he conseguido romper la barrera, no te he mostrado mundos que ningún hombre vivo ha visto? — oí que gritaba a través del caos; y vi su rostro insultantemente cerca del mío. Sus ojos eran dos pozos llameantes que me miraban con lo que ahora sé que era un odio infinito. La máquina zumbaba de manera detestable.
— ¿Crees que fueron esos seres que se contorsionan torpemente los que aniquilaron a los criados? ¡Imbécil, esos son inofensivos! Pero los criados han desaparecido, ¿no es verdad? Tú trataste de detenerme; me desalentabas cuando
necesitaba hasta la más pequeña migaja de aliento; te asustaba enfrentarte a la verdad cósmica, condenado cobarde; ¡pero ahora te tengo a mi merced! ¿Qué fue lo que aniquiló a los criados? ¿Qué fue lo que les hizo dar aquellos gritos?...
¡No lo sabes, verdad? Pero en seguida lo vas a saber.
Mírame; escucha lo que voy a decirte. ¿Crees que tienen realidad las nociones de espacio, de tiempo y de magnitud?
¿Supones que existen cosas tales como la forma y la materia?
Pues yo te digo que he alcanzado profundidades que tu reducido cerebro no es capaz de imaginar. Me he asomado más allá de los confines del infinito y he invocado a los demonios de las estrellas... He cabalgado sobre las sombras que van de mundo en mundo sembrando la muerte y la locura... Soy dueño del espacio, ¿me oyes?, y ahora hay entidades que me buscan, seres que devoran y disuelven; pero sé la forma de eludirías. Es a ti a quien cogerán, como cogieron a los criados... ¿se remueve el señor? Te he dicho ya que es peligroso moverse; te he salvado antes al advertirte que permanecieras inmóvil.., a fin de que vieses más cosas y escuchases lo que tengo que decir. Si te hubieses movido, hace rato que se habrían arrojado sobre ti. No te preocupes; no hacen daño. Como no se lo hicieron a los criados: fue el
verlos lo que les hizo gritar de aquella forma a los pobres diablos. No son agraciados, mis animales favoritos. Vienen de un lugar cuyos cánones de belleza son... muy distintos. La desintegración es totalmente indolora, te lo aseguro; pero quiero que los veas. Yo estuve a punto de verlos, pero supe
detener la visión. ¿No sientes curiosidad? Siempre he sabido que no eras científico. Estás temblando, ¿eh? Temblando de ansiedad por ver las últimas entidades que he logrado descubrir. ¿Por qué no te mueves, entonces? ¿Estás cansado? Bueno, no te preocupes, amigo mío, porque ya vienen...
Mira, mira, maldito; mira... ahí, en tu hombro izquierdo.
Lo que queda por contar es muy breve, y quizá lo sepáis ya por las notas aparecidas en los periódicos. La policía oyó un disparo en la casa de Tillingbast y nos encontró allí a los dos: a Tillinghast muerto, y a mí inconsciente. Me detuvieron porque tenía el revólver en la mano; pero me soltaron tres horas después, al descubrir que había sido un ataque de apoplejía lo que había acabado con la vida de Tillinghast, y comprobar que había dirigido el disparo contra la dañina
máquina que ahora yacía inservible en el suelo del
laboratorio. No dije nada sobre lo que había visto, por temor a que el forense se mostrase escéptico; pero por la vaga explicación que le di, el doctor comentó que sin duda yo había sido hipnotizado por el homicida y vengativo demente.
Quisiera poder creerle. Se sosegarían mis destrozados nervios si dejara de pensar lo que pienso sobre el aire y el cielo que tengo por encima de mí y a mi alrededor. Ja más me siento a solas ni a gusto; y a veces, cuando estoy cansado, tengo la
espantosa sensación de que me persiguen. Lo que me impide creer en lo que dice el doctor es este simple hecho: que la policía no encontró jamás los cuerpos de los criados que dicen que Crawford Tillinghast mató.

H. P. Lovecraft
 
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nubarus
view post Posted on 19/1/2009, 20:35




El Alquimista.

Allá en lo alto, coronando la herbosa cima un montículo escarpado, de falda cubierta por los árboles nudosos del bosque primordial, se levanta la vieja mansión de mis antepasados. Durante siglos sus almenas han contemplado ceñudas el salvaje y accidentado terreno circundante, sirviendo de hogar y fortaleza para la casa altanera cuyo honrado linaje es más viejo aún que los muros cubiertos de musgo del castillo. Sus antiguos torreones, castigados durante generaciones por las tormentas, demolidos por el lento pero implacable paso del tiempo, formaban en la época feudal una de las más temidas y formidables fortalezas de toda Francia. Desde las aspilleras de sus parapetos y desde sus escarpadas almenas, muchos barones, condes y aun reyes han sido desafiados, sin que nunca resonara en sus espaciosos salones el paso del invasor.

Pero todo ha cambiado desde aquellos gloriosos años. Una pobreza rayana en la indigencia, unida a la altanería que impide aliviarla mediante el ejercicio del comercio, ha negado a los vástagos del linaje la oportunidad de mantener sus posesiones en su primitivo esplendor; y las derruidas piedras de los muros, la maleza que invade los patios, el foso seco y polvoriento, así como las baldosas sueltas, la madera corroída por gusanos y los deslucidos tapices del interior, todo narra un melancólico cuento de perdidas grandezas. Con el paso de las edades, primero una, luego otra, las cuatro torres fueron derrumbándose, hasta que tan sólo una sirvió de abrigo a los tristemente menguados vástagos de los olvidados poderosos señores del lugar.

Fue en una de las vastas y lóbregas estancias de esa torre que aún seguía en pie donde yo, Antoine, el último de los desdichados y maldecidos condes de C., vine al mundo, hace diecinueve años. Entre esos muros, y entre las oscuras y sombrías frondas, los salvajes montes y las grutas de la ladera, pasaron los primeros años de mi atormentada vida. Nunca conocí a mis progenitores. Mi padre murió a la edad de treinta y dos, un mes después de mi nacimiento, alcanzado por una roca de uno de los abandonados balcones del castillo; y, habiendo fallecido mi madre al darme a luz, mi cuidado y educación corrieron a cargo del único servidor que nos quedaba, un hombre anciano y fiel de notable inteligencia, que recuerdo que se llamaba Pierre.

Yo no era más que un niño, y la carencia de compañía que eso acarreaba se veía aumentada por el extraño cuidado que mi añoso guardián se tomaba para privarme del trato de los muchachos campesinos, aquellos cuyas moradas se desparramaban por los llanos circundantes en la base de la colina. Por entonces, Pierre me había dicho que tal restricción era debida a que mi nacimiento noble me colocaba por encima del trato con aquellos plebeyos compañeros. Ahora sé que su verdadera intención era ahorrarme los vagos rumores que corrían acerca de la espantosa maldición que afligía a mi linaje, cosas que se contaban en la noche y eran magnificadas por los sencillos aldeanos según hablaban en voz baja al resplandor del hogar en sus chozas.

Aislado de esa manera, librado a mis propios recursos, ocupaba mis horas de infancia en hojear los viejos tomos que llenaban la biblioteca del castillo, colmada de sombras, y en vagar sin sentido por el eterno crepúsculo del espectral bosque que cubría la falda del monte. Fue quizás merced a tales contornos el que mi mente adquiriera pronto tintes de melancolía. Esos estudios y temas que tocaban lo oscuro y lo oculto de la naturaleza eran lo que más llamaban mi atención.

Poco fue lo que me permitieron saber de mi propia ascendencia, y lo poco que supe me sumía en profundas depresiones. Quizás, al principio, fue sólo la clara renuencia mostrada por mi viejo preceptor a la hora de hablarme de mi línea paterna lo que provocó la aparición de ese terror que yo sentía cada vez que se mencionaba a mi gran linaje, aunque al abandonar la infancia conseguí fragmentos inconexos de conversación, dejados escapar involuntariamente por una lengua que ya iba traicionándolo con la llegada de la senilidad, y que tenían alguna relación con un particular acontecimiento que yo siempre había considerado extraño, y que ahora empezaba a volverse turbiamente terrible. A lo que me refiero es a la temprana edad en la que los condes de mi linaje encontraban la muerte. Aunque hasta ese momento había considerado un atributo de familia el que los hombres fueran de corta vida, más tarde reflexioné en profundidad sobre aquellas muertes prematuras, y comencé a relacionarlas con los desvaríos del anciano, que a menudo mencionaba una maldición que durante siglos había impedido que las vidas de los portadores del título sobrepasasen la barrera de los treinta y dos años.

En mi vigésimo segundo cumpleaños, el anciano Pierre me entregó un documento familiar que, según decía, había pasado de padre a hijo durante muchas generaciones y había sido continuado por cada poseedor. Su contenido era de lo más inquietante, y una lectura pormenorizada confirmó la gravedad de mis temores. En ese tiempo, mi creencia en lo sobrenatural era firme y arraigada, de lo contrario hubiera hecho a un lado con desprecio el increíble relato que tenía ante los ojos.

El papel me hizo retroceder a los tiempos del siglo XIII, cuando el viejo castillo en el que me hallaba era una fortaleza temida e inexpugnable. En él se hablaba de cierto anciano que una vez vivió en nuestras posesiones, alguien de no pocos talentos, aunque su rango apenas rebasaba el de campesino; era de nombre Michel, de usual sobrenombre Mauvais, el malvado, debido a su siniestra reputación. A pesar de su clase, había estudiado, buscando cosas tales como la piedra filosofal y el elixir de la eterna juventud, y tenía fama de experto en los terribles arcanos de la magia negra y la alquimia.

Michel Mauvais tenía un hijo llamado Charles, un mozo tan experimentado como él mismo en las artes ocultas, habiendo sido por ello apodado Le Sorcier, el brujo. Ambos, evitados por las gentes de bien, eran sospechosos de las prácticas más odiosas. El viejo Michel era acusado de haber quemado viva a su esposa, a modo de sacrificio al diablo, y, en lo tocante a las incontables desapariciones de hijos pequeños de campesinos, se tendía a señalar su puerta. Pero, a través de las oscuras naturalezas de padre e hijo brillaba un rayo de humanidad y redención; el malvado viejo quería a su hijo con fiera intensidad, mientras que el mozo sentía por su padre una devoción más que filial.

Una noche, el castillo de la colina se encontró sumido en la más tremenda de las confusiones por la desaparición del joven Godfrey, hijo del conde Henri. Un grupo de búsqueda, encabezado por el frenético padre, invadió la choza de los brujos, hallando al viejo Michel Mauvais mientras trasteaba en un inmenso caldero que bullía violentamente. Sin más demora, encendido de ira y desesperación desbocadas, el conde puso sus manos sobre el anciano mago y, al aflojar su abrazo mortal, la víctima ya había expirado. Entretanto, los alegres criados proclamaban el descubrimiento del joven Godfrey en una estancia lejana y abandonada del edificio, anunciándolo muy tarde, ya que el pobre Michel había sido muerto en vano. Al dejar el conde y sus amigos la mísera cabaña del alquimista, la figura de Charles Le Sorcier hizo acto de presencia bajo los árboles. La charla excitada de los domésticos más próximos le reveló lo sucedido, aunque pareció indiferente en un principio al destino de su padre. Luego, yendo lentamente al encuentro del conde, pronunció con voz apagada pero terrible la maldición que, en adelante, afligiría a la casa de C.

"Nunca sea que un noble de tu linaje homicida
Viva para alcanzar mayor edad de la que ahora posees"

proclamó cuando, repentinamente, saltando hacia atrás al negro bosque, sacó de su túnica una redoma de líquido incoloro que arrojó al rostro del asesino de su padre, desapareciendo al amparo de la negra cortina de la noche. El conde murió sin decir palabra y fue sepultado al día siguiente, con apenas treinta y dos años. Nunca descubrieron rastro del asesino, aunque implacables bandas de campesinos batieron las frondas cercanas y las praderas que rodeaban la colina.

El tiempo y la falta de recordatorios aminoraron la idea de la maldición de la mente de la familia del conde muerto; así que cuando Godfrey, causante inocente de toda la tragedia y ahora portador de un título, murió traspasado por una flecha en el transcurso de una cacería, a la edad de treinta y dos años, no hubo otro pensamiento que el de pesar por su deceso. Pero cuando, años después, el nuevo joven conde, de nombre Robert, fue encontrado muerto en un campo cercano y sin mediar causa aparente, los campesinos dieron en murmurar acerca de que su amo apenas sobrepasaba los treinta y dos cumpleaños cuando fue sorprendido por su temprana muerte. Louis, hijo de Robert, fue descubierto ahogado en el foso a la misma fatídica edad, y, desde ahí, la crónica ominosa recorría los siglos: Henris, Roberts, Antoines y Armands privados de vidas felices y virtuosas cuando apenas rebasaban la edad que tuviera su infortunado antepasado al morir.

Según lo leído, parecía cierto que no me quedaban sino once años. Mi vida, tenida hasta entonces en tan poco, se me hizo ahora más preciosa a cada día que pasaba, y me fui progresivamente sumergiendo en los misterios del oculto mundo de la magia negra. Solitario como era, la ciencia moderna no me había perturbado y trabajaba como en la Edad Media, tan empeñado como estuvieran el viejo Michel y el joven Charles en la adquisición de saber demonológico y alquímico. Aunque leía cuanto caía en mis manos, no encontraba explicación para la extraña maldición que afligía a mi familia.

En los pocos momentos de pensamiento racional, podía llegar tan lejos como para buscar alguna explicación natural, atribuyendo las tempranas muertes de mis antepasados al siniestro Charles Le Sorcier y sus herederos; pero descubriendo tras minuciosas investigaciones que no había descendientes conocidos del alquimista, me volví nuevamente a los estudios ocultos y de nuevo me esforcé en encontrar un hechizo capaz de liberar a mi estirpe de esa terrible carga. En algo estaba plenamente resuelto. No me casaría jamás, y, ya que las ramas restantes de la familia se habían extinguido, pondría fin conmigo a la maldición.

Cuando yo rozaba los treinta, el viejo Pierre fue reclamado por el otro mundo. Lo enterré sin ayuda bajo las piedras del patio por el que tanto gustara de deambular en vida. Así quedé para meditar en soledad, siendo el único ser humano de la gran fortaleza, y en el total aislamiento mi mente fue dejando de rebelarse contra la maldición que se avecinaba para casi llegar a acariciar ese destino con el que se habían encontrado tantos de mis antepasados. Pasaba mucho tiempo explorando las torres y los salones ruinosos y abandonados del viejo castillo, que el temor juvenil me había llevado a rehuir y que, al decir del viejo Pierre, no habían sido hollados por ser humano durante casi cuatro siglos. Muchos de los objetos hallados resultaban extraños y espantosos. Mis ojos descubrieron muebles cubiertos por polvo de siglos, desmoronándose en la putridez de largas exposiciones a la humedad. Telarañas en una profusión nunca antes vista brotaban por doquier, e inmensos murciélagos agitaban sus alas huesudas e inmensas por todos lados en las, por otra parte, vacías tinieblas.

Guardaba el cálculo más cuidadoso de mi edad exacta, aun de los días y horas, ya que cada oscilación del péndulo del gran reloj de la biblioteca desgranaba una pizca más de mi condenada existencia. Al final estuve cerca del momento tanto tiempo contemplado con aprensión. Dado que la mayoría de mis antepasados fueron abatidos poco después de llegar a la edad exacta que tenía el conde Henri al morir, yo aguardaba en cualquier instante la llegada de una muerte desconocida. En qué extraña forma me alcanzaría la maldición, eso no sabía decirlo; pero estaba decidido a que, al menos, no me encontrara atemorizado o pasivo. Con renovado vigor, me apliqué al examen del viejo castillo y cuanto contenía.

El suceso culminante de mi vida tuvo lugar durante una de mis exploraciones más largas en la parte abandonada del castillo, a menos de una semana de la fatídica hora que yo sabía había de marcar el límite final a mi estancia en la tierra, más allá de la cual yo no tenía siquiera atisbos de esperanza de conservar el hálito. Había empleado la mejor parte de la mañana yendo arriba y abajo por las escaleras medio en ruinas, en uno de los más castigados de los antiguos torreones. En el transcurso de la tarde me dediqué a los niveles inferiores, bajando a lo que parecía ser un calabozo medieval o quizás un polvorín subterráneo, más bajo. Mientras deambulaba lentamente por los pasadizos llenos de incrustaciones al pie de la última escalera, el suelo se tornó sumamente húmedo y pronto, a la luz de mi trémula antorcha, descubrí que un muro sólido, manchado por el agua, impedía mi avance.

Girando para volver sobre mis pasos, observé una pequeña trampa con anillo, directamente bajo mis pies. Deteniéndome, logré alzarla con dificultad, descubriendo una negra abertura de la que brotaban tóxicas humaredas que hicieron chisporrotear mi antorcha, a cuyo titubeante resplandor vislumbré una escalera de piedra. Tan pronto como la antorcha, que yo había abatido hacia las repelentes profundidades, ardió libre y firmemente, emprendí el descenso. Los peldaños eran muchos y llevaban a un angosto pasadizo de piedra que supuse muy por debajo del nivel del suelo. Este túnel resultó de gran longitud y finalizaba en una masiva puerta de roble, hedionda por la humedad del lugar, que resistió firmemente cualquier intento mío de abrirla. Cesando tras un tiempo en mis esfuerzos, me había vuelto un trecho hacia la escalera, cuando sufrí de repente una de las impresiones más profundas y enloquecedoras que pueda concebir la mente humana.

Sin previo aviso, escuché crujir la pesada puerta a mis espaldas, girando lentamente sobre sus oxidados goznes. Mis inmediatas sensaciones no son susceptibles de análisis. Encontrarme en un lugar tan completamente abandonado como yo creía que era el viejo castillo, ante la prueba de la existencia de un hombre o un espíritu, provocó a mi mente un horror de lo más agudo que pueda imaginarse. Cuando al fin me volví y encaré la fuente del sonido, mis ojos debieron desorbitarse ante lo que veían. En un antiguo marco gótico se encontraba una figura humana.

Era un hombre vestido con un casquete y una larga túnica medieval de color oscuro. Sus largos cabellos y frondosa barba eran de un negro intenso y terrible, de increíble profusión. Su frente, más alta de lo normal; sus mejillas, consumidas, llenas de arrugas; y sus manos largas, semejantes a garras y nudosas, eran de una mortal y marmórea blancura como nunca antes viera en un hombre. Su figura, enjuta hasta asemejarla a un esqueleto, estaba extrañamente cargada de hombros y casi perdida dentro de los voluminosos pliegues de su peculiar vestimenta. Pero lo más extraño de todo eran sus ojos, cavernas gemelas de negrura abisal, profundas en saber, pero inhumanas en su maldad. Ahora se clavaban en mí, lacerando mi alma con su odio, manteniéndome sujeto al sitio.

Finalmente, la figura habló con una voz grave que me hizo estremecer debido a su honda impiedad e implícita malevolencia. El lenguaje empleado en su discurso era el decadente latín usado por los menos eruditos durante la Edad Media, y pude entenderlo gracias a mis prolongadas investigaciones en los tratados de los viejos alquimistas y demonólogos. Esa aparición hablaba de la maldición suspendida sobre mi casa, anunciando mi próximo fin, e hizo hincapié en el crimen cometido por mi antepasado contra el viejo Michel Mauvais, recreándose en la venganza de Charles le Sorcier. Relató cómo el joven Charles había escapado al amparo de la noche, volviendo al cabo de los años para matar al heredero Godfrey con una flecha, en la época en que éste alcanzó la edad que tuviera su padre al ser asesinado; cómo había vuelto en secreto al lugar, estableciéndose ignorado en la abandonada estancia subterránea, la misma en cuyo umbral se recortaba ahora el odioso narrador. Cómo había apresado a Robert, hijo de Godfrey, en un campo, forzándolo a ingerir veneno y dejándolo morir a la edad de treinta y dos, manteniendo así la loca profecía de su vengativa maldición.

Entonces me dejó imaginar cuál era la solución de la mayor de las incógnitas: cómo la maldición había continuado desde el momento en que, según las leyes de la naturaleza, Charles le Sorcier hubiera debido morir, ya que el hombre se perdió en digresiones, hablándome sobre los profundos estudios de alquimia de los dos magos, padre e hijo, y explayándose sobre la búsqueda de Charles le Sorcier del elixir que podría garantizarle el goce de vida y juventud eternas.

Por un instante su entusiasmo pareció desplazar de aquellos ojos terribles el odio mostrado en un principio, pero bruscamente volvió el diabólico resplandor y, con un estremecedor sonido que recordaba el siseo de una serpiente, alzó una redoma de cristal con evidente intención de acabar con mi vida, tal como hiciera Charles le Sorcier seiscientos años antes con mi antepasado. Llevado por algún protector instinto de autodefensa, luché contra el encanto que me había tenido inmóvil hasta ese momento, y arrojé mi antorcha, ahora moribunda, contra el ser que amenazaba mi vida. Escuché cómo la ampolla se rompía de forma inocua contra las piedras del pasadizo mientras la túnica del extraño personaje se incendiaba, alumbrando la horrible escena con un resplandor fantasmal. El grito de espanto y de maldad impotente que lanzó el frustrado asesino resultó demasiado para mis nervios, ya estremecidos, y caí desmayado en suelo fangoso.

Cuando por fin recobré el conocimiento, todo estaba espantosamente a oscuras y, recordando lo ocurrido, temblé ante la idea de tener que soportar aún más; pero fue la curiosidad lo que acabó imponiéndose. ¿Quién, me preguntaba, era este malvado personaje, y cómo había llegado al interior del castillo? ¿Por qué podía querer vengar la muerte del pobre Michel Mauvais y cómo se había transmitido la maldición durante el gran número de siglos pasados desde la época de Charles le Sorcier?

El peso del espanto, sufrido durante años, desapareció de mis hombros, ya que sabía que aquel a quien había abatido era lo que hacía peligrosa la maldición, y, viéndome ahora libre, ardía en deseos de saber más del ser siniestro que había perseguido durante siglos a mi estirpe, y que había convertido mi propia juventud en una interminable pesadilla. Dispuesto a seguir explorando, me tanteé los bolsillos en busca de eslabón y pedernal, y encendí la antorcha de repuesto. Enseguida, la luz renacida reveló el cuerpo retorcido y achicharrado del misterioso extraño. Esos ojos espantosos estaban ahora cerrados. Desasosegado por la visión, me giré y accedí a la estancia que había al otro lado de la puerta gótica. Allí encontré lo que parecía ser el laboratorio de un alquimista.

En una esquina se encontraba una inmensa pila de reluciente metal amarillo que centelleaba de forma portentosa a la luz de la antorcha. Debía de tratarse de oro, pero no me detuve a cerciorarme, ya que estaba afectado de forma extraña por la experiencia sufrida. Al fondo de la estancia había una abertura que conducía a uno de los muchos barrancos abiertos en la oscura ladera boscosa. Lleno de asombro, aunque consciente ahora de cómo había logrado ese hombre llegar al castillo, me volví. Intenté pasar con el rostro vuelto junto a los restos de aquel extraño, pero, al acercarme, creí oírle exhalar débiles sonidos, como si la vida no hubiera escapado por completo de él. Horrorizado, me incliné para examinar la figura acurrucada y abrasada del suelo.

Entonces esos horribles ojos, mas oscuros que la cara quemada donde se albergaban, se abrieron para mostrar una expresión imposible de identificar. Los labios agrietados intentaron articular palabras que yo no acababa de entender. Una vez capté el nombre de Charles le Sorcier y en otra ocasión pensé que las palabras años y maldición brotaban de esa boca retorcida. A pesar de todo, no fui capaz de encontrar un significado a su habla entrecortada. Ante mi evidente ignorancia, los ojos como pozos relampaguearon una vez más malévolamente en mi contra, hasta el punto de que, inerme como veía a mi enemigo, me sentí estremecer al observarlo.

Súbitamente, aquel miserable, animado por un último rescoldo de energía, alzó su espantosa cabeza del suelo húmedo y hundido. Entonces, recuerdo que, estando yo paralizado por el miedo, recuperó la voz y con aliento agonizante vociferó las palabras que en adelante habrían de perseguirme durante todos los días y las noches de mi vida.

-¡Necio! -gritaba-. ¿No puedes adivinar mi secreto? ¿No tienes la sabiduría para reconocer la voluntad que durante seis largos siglos ha perpetuado la espantosa maldición sobre los tuyos? ¿No te he hablado del gran elixir de la eterna juventud? ¿No sabes quién descubrió el secreto de la alquimia? ¡Pues fui yo! ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo que he vivido durante seiscientos años para perpetuar mi venganza, PORQUE YO SOY CHARLES LE SORCIER!

Howard Phillip Lovecraft.
 
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nubarus
view post Posted on 21/1/2009, 17:48




EL CLÉRIGO MALVADO

Un hombre grave que parecía inteligente con ropa discreta y barba gris, me hizo pasar a la habitación del ático, y me habló en estos términos:
—Sí, aquí vivió él..., pero le aconsejo que no toque nada. Su curiosidad le vuelve irresponsable. Nosotros jamás subimos aquí de noche; y si lo conservamos todo tal como está, es sólo por su testamento. Ya sabe lo que hizo. Esa abominable sociedad se hizo cargo de todo al final, y no sabemos dónde está enterrado. Ni la ley ni nada lograron llegar hasta esa sociedad.
»——Espero que no se quede aquí hasta el anochecer. Le ruego que no toque lo que hay en la mesa, eso que parece una caja de fósforos. No sabernos qué es, pero sospechamos que tiene que ver con lo que hizo. Incluso evitamos mirarlo demasiado fijamente.
Poco después, el hombre me dejó solo en la habitación del ático. Estaba muy sucia, polvorienta y primitivamente amueblada, pero tenía una elegancia que indicaba que no era el tugurio de un plebeyo. Había estantes repletos de libros clásicos y de teología, y otra librería con tratados de magia: de Paracelso, Alberto Magno, Tritemius, Ilermes Trismegisto, Boreilus y demás, en extraños caracteres cuyos títulos no fui capaz de descifrar. Los muebles eran muy sencillos. Había unapuerta, pero daba acceso tan sólo a un armario empotrado. La única salida era la abertura del suelo, hasta la que llegaba la escalera tosca y empinada. Las ventanas eran de ojo de buey, y las vigas de negro roble revelaban una increíble antigüedad. Evidentemente, esta casa pertenecía a la vieja Europa. Me parecía saber dónde me encontraba, aunque no puedo recordar lo queentonces sabía.
Desde luego, la ciudad no era Londres. Mi impresión es que se trataba de un pequeño puerto de mar.
El objeto de la mesa me fascinó totalmente. Creo que sabia manejarlo, porque saqué una linterna eléctrica —o algo que parecía una linterna— del bolsillo, y comprobé nervioso sus destellos. La luz no era blanca, sino violeta, y el haz que proyectaba era menos un rayo de luz que una especie de bombardeo radiactivo. Recuerdo que yo no la consideraba una linterna corriente: en efecto, llevaba una normal en otro bolsillo.
Estaba oscureciendo, y los antiguos tejados y chimeneas, afuera, parecían muy extraños tras los cristales de las ventanas de ojo de buey. Finalmente, haciendo acopio de valor, apoyé en mi hbro el pequeño objeto de la mesa y enfoqué hacia él los rayos de la peculiar luz violeta. La luz pareció asemejarse aún más a una lluvia o granizo de minúsculas partículas violeta que a un haz continuo de luz.
Al chocar dichas partículas con la vítrea superficie del extraño objeto parecieron producir una crepitación, como el chisporroteo de un tubo vacío al ser atravesado por una lluvia de chispas. La oscura superficie adquirió una incandescencia rojiza, y una forma vaga y blancuzca pareció tomar forma en su centro. Entonces me di cuenta de que no estaba solo en la habitación.., y me guardé el proyector de rayos en el bolsillo.
Pero el recién llegado no habló, ni oí ningún ruido durante los momentos que siguieron. Todo era una vaga pantomima como vista desde inmensa distancia a través de una neblina... Aunque, por otra parte, el recién llegado y todos los que fueron viniendo a continuación aparecían grandes y próximos, como si estuviesen a la vez lejos y cerca,obedeciendo a alguna geometría anormal.
El recién llegado era un hombre flaco y moreno, de estatura media, vestido con el traje clerical de la Iglesia anglicana.
Aparentaba unos treinta años y tenía la tez cetrina, olivácea, y un rostro agradable, pero su frente era anormalmente alta.
Su cabello negro estaba bien cortado y pulcramente peinado y su cara afeitada, si bien le azuleaba el mentón debido al pelo crecido. Usaba gafas sin montura, con aros de acero. Su figura, y las facciones de la mitad inferior de la cara, eran como las de los clérigos que yo había visto, pero su frente era asombrosamente alta, y tenía una expresión más hosca e inteligente, a la vez que más sutil y secretamente perversa.
En ese momento - acababa de encender una débil lámpara de aceite—-. parecía nervioso; y antes de que yo me diese cuenta había empezado a arrojar los libros de magia a una chimenea que había junto a una ventana de la habitación (donde la pared se inclinaba pronunciadamente), en la que no había reparado yo hasta entonces. Las llamas consumían
los volúmenes con avidez, saltando en extraños colores y despidiendo un olor indeciblemente nauseabundo mientras las páginas de misteriosos jeroglíficos y las carcomidas encuadernaciones eran devoradas por el elemento devastador.
De repente, observé que había otras personas en la estancia:
hombres con aspecto grave, vestidos de clérigo, entre los que había uno que llevaba corbatín y calzones de obispo. Aunque no conseguía oír nada, me di cuenta de que estaban comunicando una decisión de enorme trascendencia al primero de los llegados. Parecía que le odiaban y le temían al mismo tiempo, y que tales sentimientos eran recíprocos. Su rostro mantenía una expresión severa; pero observé que, al tratar de agarrar el respaldo de una silla, le temblaba la mano derecha. El obispo le señaló la estantería vacía y la chimenea (donde las flamas se habían apagado en medio de un montón de residuos carbonizados e informes), preso al parecer de especial disgusto. El primero de los recién llegados esbozó entonces una sonrisa forzada, y extendió la mano izquierda hacia el pequeño objeto de la mesa. Todos parecieron sobresaltarse. El cortejo de clérigos comenzó a desfilar por la empinada escalera, a través de la trampa del suelo, al tiempo que se volvían y hacían gestos amenazadores al desaparecer.
El obispo fue el último en abandonar la habitación.
El que había llegado primero fue a un armario del fondo y sacó un rollo de cuerda. Subió a una silla, ató un extremo a un gancho que colgaba de la gran viga central de negro roble y empezó a hacer un nudo corredizo en el otro extremo.
Comprendiendo que se iba a ahorcar, corrí con idea de disuadirle o salvarle. Entonces me vio, suspendió los preparativos y miró con una especie de triunfo que me desconcertó y me llenó de inquietud. Descendió lentamente de la silla y empezó a avanzar hacia mí con una sonrisa claramente lobuna en su rostro oscuro de delgados labios.
Sentí que me encontraba en un peligro mortal y saqué el extraño proyector de rayos como arma de defensa. No sé por qué, pensaba que me sería de ayuda. Se lo enfoqué de lleno a la cara y vi inflamarse sus facciones cetrinas, con una luz violeta primero y luego rosada. Su expresión de exultación lobuna empezó a dejar paso a otra de profundo temor, aunque no llegó a borrársele enteramente. Se detuvo en seco; y agitando los brazos violentamente en el aire, empezó a retroceder tambaleante. Vi que se acercaba a la abertura del suelo y grité para prevenirle; pero no me oyó. Un instante después. trastabilló hacia atrás. cayó por la abertura y desapareció de mi vista.
Me costó avanzar hasta la trampilla de la escalera. pero al llegar descubrí que no había ningún cuerpo aplastado en el piso de abajo. En vez de eso. me llegó el rumor de gentes que subían con linternas; se había roto el momento de silencio fantasmal y otra vez oía ruidos y veía figuras normalmente tridimensionales. Era evidente que algo había atraído a la multitud a este lugar. ¿Se había producido algún ruido que yo no había oído? A continuación, los dos hombres (simples vecinos del pueblo, al parecer) que iban a la cabeza me vieron de lejos, y se quedaron paralizados. Uno de ellos gritó de forma atronadora:
—¡Ahhh!... ¿Conque eres tú? ¿Otra vez?
Entonces dieron media vuelta y huyeron frenéticamente.
Todos menos uno. Cuando la multitud hubo desaparecido vi al hombre grave de barba gris que me había traído a este lugar, de pie, solo, con una linterna. Me miraba boquiabierto, fascinado, pero no con temor. Luego empezó a subir la escalera, y se reunió conmigo en el ático. Dijo:
¡Así que no ha dejado eso en paz! Lo siento. Sé lo que ha pasado. Ya ocurrió en otra ocasión, pero el hombre se asusto y se pegó un tiro. No debía haberle hecho volver. Usted sabe qué es lo que él quiere. Pero no debe asustarse como se asustó el otro. Le ha sucedido algo muy extraño y terrible,aunque no hasta el extremo de dañarle la mente y la personalidad. Si conserva la sangre fría, y acepta la necesidad de efectuar ciertos reajustes radicales en su vida, podrá seguir gozando de la existencia y de los frutos de su saber. Pero no puede vivir aquí, y no creo que desee regresar a Londres. Mi consejo es que se vaya a América.
No debe volver a tocar ese... objeto. Ahora, ya nada puede ser como antes. El hacer —o invocar— cualquier cosa no serviría sino para empeorar la situación. No ha salido usted tan mal parado como habría podido ocurrir..., pero tiene que marcharse de aquí inmediatamente, y establecerse en otra parte. Puede dar gracias al cielo de que no haya sido más grave.
»—-Se lo explicaré con la mayor franqueza posible. Se ha operado cierto cambio en... su aspecto personal. Es algo que él siempre provoca. Pero en un país nuevo, usted puede acostumbrarse a ese cambio. Allí, en el otro extremo de la habitación, hay un espejo; se lo traeré. Va a sufrir una fuerte impresión.. aunque no será nada repulsivo.
Me eché a temblar, dominado por un miedo mortal; el hombre barbado casi tuvo que sostenerme mientras me acompañaba hasta el espejo, con la débil lámpara (es decir, la que antes estaba sobre la mesa, no el farol, más débil aún,que él había traído) en la mano. Y lo que ví en el espejo fue esto:
Un hombre flaco y moreno, de estatura media, y vestido con el traje clerical de la Iglesia anglicana, de unos treinta años, y con unos lentes sin montura y aros de acero, cuyos cristales brillaban bajo su frente cetrina, olivácea, normalmente alta.
Era el individuo silencioso que había llegado el primero y había quemado los libros.
¡Durante el resto de mi vida, físicamente, yo iba a ser ese hombre!

H. P. LOVECRAFT
 
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rut
view post Posted on 24/1/2009, 06:18




Grimoirium Imperium

Liber Primum


Este es el libro de las leyes y practicas de la muerte durmiente, escrito por mi mismo, Abd Al-Hazred- El gran hechicero y poeta. Con los secretos de este libro yo hable con espíritus oscuros, quienes me favorecieron con algunas riquezas, ambas en la forma de dinero y conocimiento, yo incluso aprendí la sabiduría incomprensible de los divinos, tal es el poder de lo que he aprendido. Yo incluso aprendí de los Viejos Espíritus, quienes vivieron antes que el hombre, y aun viven soñando, y ellos son muy terribles. Fue la cara de uno de estos espíritus quien me inicio en esta poderosa magia.

Una mañana yo desperté para ver que el mundo había cambiado, el cielo había oscurecido y tronaba con voces de espíritus malignos, las flores y la vida habían sido estranguladas también por ellos. Entonces escuche un chillido que me llamaba, era el chillido de algo que estaba mas allá de las colinas las cuales me estaban llamando. Ese chillido me enloqueció y me hizo sudar, al final no lo pude ignorar y decidí encontrar que clase de bestia hacia ese chillido que me llamaba. Deje mi casa y me lance al desierto con el llamado sonando a mí alrededor. En el desierto yo vague, sin nada mas que las ropas que traía puestas, yo sude durante el día y me congele durante la noche. Pero aun el chillido que llamaba continuaba.

En el tercer día, en la dieciochoava hora de ese día, El chillido termino y parado enfrente de mí estaba un hombre. El hombre estaba completamente de negro. Ambos la cara y la ropa, el me saludo en mi lengua y con mi nombre. El hombre me dijo que su nombre era Ebonor y que el era un demonio. Ebonor fue quien hacia los chillidos que me llamaban y yo no me daba cuenta que el era mucho mas que un simple demonio que atormentaba al débil mental, el era un mensajero de los espíritus mas malditos llamados los Viejos Espíritus, los cuales inclusive el hechicero mas poderoso o hasta incluso Dios no podrían controlar completamente. Este demonio me dio el don de entender todas las lenguas, sin importar si son escritas o habladas o si son de hombre o bestia. Esto es por que yo, Abd Al-Hazred, he sido capaz de leer documentos que han confundido a los mortales comunes por muchas décadas, pero yo también obtuve la desgracia de jamás tener paz. Hasta incluso cuando trataba de permanecer postrado y dormir, podia escuchar criaturas hablando a mi alrededor, yo puedo oír los pájaros y los insectos del desierto, pero el peor de todos los perros, el cual gruñía furiosamente y con un ladrido anuncio la llegada de los Viejos Espíritus.

Ahora que el chillido que me llamaba ha cesado, yo regrese a mi pueblo con mi nueva sabiduría y tuve varias noches de insomnio, escuchando el sonido de las pequeñas bestias y demonios invisibles dialogando, solo donde todas las cosas estén muertas podré acaso dormir, pensé yo.

Después de algunos días sin sueño yo me dirigí al desierto nuevamente, con la esperanza de encontrar a Ebonor y hacerlo que tome de vuelta su don, por que yo he encontrado en el la mas terrible maldición. Por tres días y dieciocho horas yo vague nuevamente y a la dieciochoava hora Ebonor apareció ante mi. Yo caí ante el y le suplique que tomara de vuelta su don que estaba conduciendo mi mente fuera de mi, pero el no mostró ninguna compasión. En cambio el me menciono que me mostraría mas sabiduría. El sujeto mi mano y me llevo mas allá de las tierras del frió desierto, bajo algunos relieves, jamás pisados por los hombres, hasta que llegamos a la puerta de una cámara secreta. Aqui tu encontraras las verdades máximas, pero solo entenderás un poco, me dijo el demonio cuando abrió la puerta. Entonces yo escuche el chillido que llamaba viniendo desde el portal, pero esta vez era miles de veces mas intensos y Ebonor tomo mi mano y me empujo cruzando el umbral. A través de esa puerta yo vi todo el todo el conocimiento incalculable, aunque solo un poco fue lo que retuvo mi mente.

Y cuando el aprendizaje llego a su fin, yo me encontre parado en el desierto con Ebonor, quien se burlaba de mi y bromeaba acerca de que la mente de un hombre era mucho mas inferior a la de la Viejos Espíritus. Yo he aprendido de lo Viejos Espíritus en la cámara secreta, ellos fueron los mas terribles y malvados espíritus quienes vinieron desde afuera de la creación a vivir sobre la tierra. Entonces en un tiempo antes que el hombre naciera ellos fueros expulsados de la tierra por que las estrellas se tornaron incorrectas. Todo fue expulsado desde la tierra a excepción de Nyarlathotep, el oscuro o Egipto y el mensajero de los Viejos Espíritus, de cual Ebonor era una cara. Alejándose de mi, Ebonor se burlo de nuevo y me dijo que un día llegaría el tiempo en que las estrellas estarán correctas de nuevo y los Viejos Espíritus regresaran. Habiendo dicho eso, yo estuve solo otra vez.

Yo decidí descansar, a pesar de que mi don maldito aun continuaba conmigo. Fue cuando descansaba que me di cuenta que portaba un libro, el libro contenía los varios nombres de Nyarlathotep, el mensajero de los Viejos Espíritus. Yo fui capaz de leer este libro perfectamente, pero nadie mas podía hacerlo, ellos decían que no podían entender las palabras en esas paginas. El libro me dijo que Nyarlathotep tiene veintiun nombres, o caras. Cada uno de estos nombres deben ser mencionados sobre sus horas correctas, desde la tercera hora en el día hasta la penúltima del día. Para cada nombre hay un signo sagrado y especial, el cual también debe ser usado con la correcta invocación.
 
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nubarus
view post Posted on 25/1/2009, 21:40




La declaración de Randolph Carter

Les repito, caballeros, que su encuesta es inútil. Enciérrenme para siempre, si quieren; ejecútenme, si necesitan una víctima para propiciar la ilusión que ustedes llaman justicia; pero yo no puedo decir más de lo que ya he dicho. Todo lo que puedo recordar se lo he contado a ustedes con absoluta sinceridad. No he ocultado ni desfigurado nada, y si algo continúa siendo vago, se debe únicamente a la oscura nube que ha invadido mi cerebro... A esa nube, y a la confusa naturaleza de los horrores que cayeron sobre mí.
Vuelvo a decir que ignoro lo que ha sido de Harley Warren, aunque creo – casi espero – que ha encontrado la paz y el olvido definitivos, si es que existen en alguna parte. Es cierto que durante cinco años he sido su amigo más íntimo, y que compartí parcialmente sus terribles investigaciones en lo desconocido. No niego, aunque mi memoria no es todo lo precisa que sería de desear, que ese testigo suyo puede habernos visto juntos como él dice en el camino de Gainsville, andando hacia Big Cypress Swamp, a las once y media de aquella horrible noche. Y no tengo inconveniente en añadir que llevábamos linternas eléctricas, azadas y un rollo de alambre con diversos instrumentos; ya que esos objetos representaron un papel en la única escena que ha quedado grabada de un modo indeleble en mi trastornada memoria. Pero de lo que siguió, y del motivo de que me encontraran solo y aturdido a orillas del pantano a la mañana siguiente, insisto en que sólo sé lo que les he contado una y otra vez. Dicen ustedes que no hay nada en el pantano o cerca de él que pudiera constituir el marco de aquel espantoso episodio. Repito que no sé nada, aparte de lo que vi. Pudo ser una alucinación o una pesadilla – y espero fervientemente que lo fueran –, pero eso es todo lo que recuerdo de lo ocurrido en aquellas terribles horas, después de que nos alejamos de la vista de los hombres. Y el motivo de que Harley Warren no haya regresado sólo pueden explicarlo él, o su espectro... o algo desconocido que no puedo describir.
Como he dicho antes, las fantásticas investigaciones de Harley Warren no me eran desconocidas, y hasta cierto punto las compartía. De su gran colección de libros raros y extraños sobre temas prohibidos he leído todos los que están escritos en los idiomas que domino; muy pocos, comparados con los escritos en idiomas que no entiendo. La mayoría, creo, son obras en lengua arábiga; y el libro inspirado por el espíritu del mal – el libro que Warren se llevó en su bolsillo al otro mundo – que provocó los acontecimientos, estaba escrito en unos caracteres que nunca había visto. Warren no quiso decirme nunca lo que contenía aquel libro. En cuanto a la naturaleza de nuestras investigaciones..., ¿tengo que repetir que no gozo ya de una plena comprensión? Y encuentro misericordioso que sea así, ya que eran unas investigaciones terribles, que yo compartía más por renuente fascinación que por verdadera inclinación. Warren siempre me había dominado, y a veces le temía. Recuerdo cómo me estremecí ante la expresión de su rostro la noche anterior al espantoso acontecimiento, mientras hablaba ininterrumpidamente de su teoría, de que ciertos cadáveres no se corrompen nunca sino que permanecen enteros en sus tumbas durante un millar de años. Pero ahora no le temo, ya que sospecho que ha conocido horrores más allá de mis posibilidades de comprensión. Ahora temo por él. Repito que no tenia la menor idea de nuestro objetivo de aquella noche.
Desde luego, tenía mucho que ver con e1 libro que Warren llevaba – aquel libro antiguo en caracteres indescifrables que le había llegado de la India un mes antes –, pero juro que ignoraba lo que esperábamos descubrir. Su testigo dice que nos vio a las once y media en el camino de Gainsville, en dirección al pantano de Big Cypress. Probablemente es cierto, aunque yo no lo recuerdo claramente. En mi cerebro sólo quedó grabada una escena, y debió producirse mucho después de medianoche, ya que una pálida luna en cuarto menguante estaba muy alta en el cielo, velada por gasas semi transparentes. El lugar era un antiguo cementerio; tan antiguo, que temblé ante las múltiples evidencias de años inmemoriales. Se encontraba en una profunda y húmeda hondonada, cubierta de musgo y de maleza, y llena de un vago hedor que mi fantasía asoció absurdamente con piedras en descomposición. Por todas partes veíanse señales de descuido y decrepitud, y parecía acosarme la idea de que Warren y yo éramos los primeros seres vivientes que invadíamos un silencio letal de siglos. Por encima del borde de la hondonada la luna menguante atisbaba a través de los fétidos vapores que parecían brotar de ignotas catacumbas, y a sus débiles y oscilantes rayos pude distinguir una repulsiva formación de antiquísimos mausoleos, panteones y tumbas; todos en estado ruinoso, cubiertos de musgo y con manchas de humedad, y parcialmente ocultos por una lujuriante vegetación.
Mi primera impresión vívida de mi propia presencia en aquella terrible necrópolis se refiere al acto de detenerme con Warren ante una determinada tumba y de desprendernos de la carga que al parecer habíamos llevado. Observé entonces que yo había traído una linterna eléctrica y dos azadas, en tanto que mi compañero habia cargado con una linterna similar y una instalación telefónica portátil. No pronunciamos una sola palabra, ya que ambos parecíamos conocer el lugar y la tarea que nos estaba encomendada; y sin demora empuñamos las azadas y empezamos a limpiar de hierba y de maleza la arcaica sepultura.
Después de dejar al descubierto toda la superficie, que consistía en tres inmensas losas de granito, retrocedimos unos pasos para contemplar el fúnebre escenario; y Warren pareció efectuar unos cálculos mentales. Luego se acercó de nuevo al sepulcro y, utilizando su azada como una palanca, trató de levantar la losa más próxima a unas piedras ruinosas que en su día pudieron haber sido un monumento funerario. No lo consiguió, y me hizo una seña para que acudiera en su ayuda. Finalmente, nuestros esfuerzos combinados aflojaron la losa, la cual levantamos y apartamos a un lado.
Quedó al descubierto una negra abertura, por la que brotó un efluvio de gases miasmáticos tan nauseabundos que Warren y yo retrocedimos precipitadamente. Sin embargo, al cabo de unos instantes nos acercamos de nuevo a la fosa y encontramos las emanaciones menos insoportables. Nuestras linternas iluminaron un tramo de peldaños de piedra empapados en algún detestable licor de la entraña de la tierra, y bordeados de húmedas paredes con costras de salitre. Entonces, por primera vez que yo recuerde durante aquella noche, Warren me habló con su melíflua voz de tenor; una voz singularmente inalterada por nuestro pavoroso entorno.
– Lamento tener que pedirte que te quedes en la superficie – dijo –, pero sería un crimen permitir que alguien con unos nervios tan frágiles como los tuyos bajara ahí. No puedes imaginar, ni siquiera por lo que has leído y por lo que yo te he contado, las cosas que tendré que ver y hacer. Es una tarea infernal, Carter, y dudo que cualquier hombre que no tenga una sensibilidad revestida de acero pudiera llevarla a cabo y regresar vivo y cuerdo. No quiero ofenderte y el cielo sabe lo mucho que me alegraría llevarte conmigo; pero la responsabilidad es mía, y no puedo arrastrar a un manojo de nervios como tú a una muerte o una locura probables. Te repito que no puedes imaginar siquiera de qué se trata... Pero te prometo mantenerte informado por teléfono de cada uno de mis movimientos. Como puedes ver, he traído alambre suficiente para llegar al centro de la tierra y regresar.
Todavía puedo oír, en mi recuerdo, aquellas palabras pronunciadas fríamente; y puedo recordar también mis protestas. Parecía desesperadamente ansioso por acompañar a mi amigo a aquellas profundidades sepulcrales, pero él se mostró inflexible. En un momento determinado amenazó con abandonar la expedición si no me daba por vencido; una amenaza eficaz, dado que sólo él tenía la clave del asunto. Tras haber obtenido mi asentimiento, dado de muy mala gana, Warren cogió el rollo de alambre y justó los instrumentos. Finalmente, me entregó uno de los auriculares, estrechó mi mano, se cargó al hombro el rollo de alambre y desapareció en el interior de aquel indescriptible osario.
Fui a sentarme sobre una vieja y descolorida lápida, cerca de la negra abertura que se había tragado a mi amigo. Durante un par de minutos pude ver el resplandor de su linterna y oir el crujido del alambre mientras lo desenrollaba detrás de él; pero el resplandor desapareció bruscamente, como tapado por una revuelta de la escalera, y el sonido se apagó con la misma rapidez.
Yo estaba solo, pero unido a las desconocidas profundidades por aquel mágico alambre cuyo verde revestimiento aislante brillaba bajo los pálidos rayos de la luna menguante.
Consultaba continuamente mi reloj a la luz de mi linterna, y estaba pendiente del auricular con febril ansiedad; pero durante más de un cuarto de hora no oí absolutamente nada. Luego percibí un leve chasquido, y llamé a mi amigo con voz tensa. A pesar de mis aprensiones, no estaba preparado para las palabras que me llegaron desde aquella pavorosa bóveda, con un acento de alarma que resultaba mucho más estremecedor por cuanto que procedía del imperturbable Harley Warren. El, que se había separado de mí con tanta tranquilidad momentos antes, llamaba ahora desde abajo con un tembloroso susurro más impresionante que el más desaforado de los gritos:
– ¡Dios! ¡Si pudieras ver lo que estoy viendo!
No pude contestar. Me había quedado sin voz, y sólo pude esperar. Warren habló de nuevo:
– ¡Carter, es terrible... monstruoso... increíble!
Esta vez la voz no me falló, y vertí en el micrófono un chorro de excitadas preguntas. Aterrado, repetía sin cesar:
– Warren, ¿qué es? ¿Qué es?
De nuevo me llegó la voz de mi amigo, ronca de temor, ahora visiblemente teñida de desesperación:
– ¡No puedo decírtelo, Carter! ¡Es demasiado monstruoso! No me atrevo a decírtelo... ningún hombre podría saberlo y continuar viviendo... ¡Dios mío! ¡Nunca había soñado en nada semejante!
Silencio de nuevo, interrumpido solamente por mis ocasionales y ahora estremecidas preguntas. Luego, la voz de Warren con un trémulo de desesperada consternación:
– ¡Carter! ¡Por el amor de Dios, vuelve a colocar la losa y márchate si puedes! ¡Aprisa! ¡Déjalo todo y márchate... es tu única oportunidad! ¡Haz lo que te digo y no me pidas explicaciones!
Le oí, pero sólo fui capaz de repetir mis frenéticas preguntas. A mi alrededor había tumbas, oscuridad y sombras; debajo de mí, alguna amenaza más allá del alcance de la imaginación humana. Pero mi amigo estaba expuesto a un peligro mucho mayor que el mío, y a través de mi propio terror experimenté un vago resentimiento al pensar que me creía capaz de abandonarle en semejantes circunstancias. Se oyeron más chasquidos, y tras una breve pausa un lamentable grito de Warren:
– ¡Dale esquinazo! ¡Por el amor de Dios, coloca de nuevo la losa y dale esquinazo, Carter! La jerga infantil de mi compañero, reveladora de que se encontraba bajo la influencia de una profunda emoción, actuó sobre mí como un poderoso revulsivo.
Formé y grité una decisión:
- ¡Warren, resiste! ¡Voy a bajar!
Pero, ante aquel ofrecimiento, el tono de mi amigo se convirtió en un alarido de absoluta desesperación:
– ¡No! ¡No pueden comprenderlo! Es demasiado tarde... y la culpa ha sido mía. Coloca de nuevo la losa y corre... es lo único que puedes hacer ahora por mí.
El tono cambió de nuevo, esta vez adquiriendo una mayor suavidad, como de resignación sin esperanza. Sin embargo, seguía siendo tenso debido a la ansiedad que Warren experi mentaba por mi suerte.
– ¡Date prisa! ¡Corre, antes de que sea demasiado tarde!
No traté de contradecirle; intenté sobreponerme a la extraña parálisis que se había apoderado de mí y cumplir mi promesa de acudir en su ayuda. Pero su siguiente susurro me sorprendió todavía inerte en las cadenas de un indescriptible horror.
– ¡Carter, apresúrate! Todo es inútil... tienes que huir... es mejor uno que dos... la losa... Una pausa, más chasquidos, luego la débil voz de Warren:
– Todo va a terminar... no lo hagas más difícil... cubre esos malditos peldaños y ponte a salvo... no pierdas más tiempo... hasta nunca, Carter... no volveremos a vernos.
E1 susurro de Warren se hinchó hasta convertirse en un grito; un grito que paulatinamente se hinchó a su vez y se hizo un alarido que contenía todo el horror de los siglos...
– ¡Malditos sean los seres infernales! ¡Hay legiones de ellos! ¡Dios mío! ¡Huye! ¡Huye! ¡HUYE!
Después, silencio. Ignoro durante cuantos interminables eones permanecí sentado, estupefacto; susurrando, murmurando, llamando, gritándole a aquel teléfono. Una y otra vez a través de aquellos eones susurré, murmuré, llamé y grité:
– ¡Warren! ¡Warren! ¡Contesta! ¿Estás ahi?
Y entonces llegó hasta mí el horror culminante: el horror indecible, impensable, increíble. Ya he dicho que parecieron transcurrir eones después de que Warren lanzó su última desesperada advertencia, y que sólo mis propios gritos rompieron el pavoroso silencio. Pero al cabo de unos instantes se oyó un chasquido en el receptor y tensé el oido para escuchar. Grité de nuevo: «Warren, ¿estás ahí?», y en respuesta oí lo que envió la oscura nube sobre mi cerebro. No intentaré describir aquella voz, caballeros, puesto que las primeras palabras me arrancaron la consciencia y crearon un vacío mental que se extiende hasta el momento en que desperté en el hospital. ¿Qué podría decir? ¿Que la voz era hueca, profunda, gelatinosa, remota, sobrenatural. inhumana, incorpórea? Aquello fue el final de mi experiencia, y es el final de mi historia. Lo oí, y no se nada más... La oí mientras permanecía petrificado en aquel cementerio desconocido en la hondonada, entre las lápidas carcomidas y las tumbas en ruinas, la exuberante vegetación y los vapores miasmáticos... La oí surgiendo de las abismáticas profundidades de aquel maldito sepulcro abierto, mientras contemplaba unas sombras amorfas y necrófagas danzando bajo una pálida luna menguante.
Y esto fue lo que dijo:
«¡Imbécil! ¡Warren está MUERTO!»

Howard Phillips Lovecraft
 
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nubarus
view post Posted on 26/1/2009, 18:17




HONGOS DE YUGGOTH
Poemas oníricos



HESPERIA

La puesta de sol invernal, refulgiendo tras las agujas Y las chimeneas medio desprendidas de esta esfera sombría, Abre grandes puertas a algún año olvidado De antiguos esplendores y deseos divinos. Futuras maravillas arden en aquellos fuegos Cargados de aventura y sin sombra de temor;
Una hilera de esfinges indica el camino
Entre trémulos muros y torreones hacia liras lejanas.
Es la tierra donde florece el sentido de la belleza, Donde todo recuerdo inexplicado tiene su fuente, Donde el gran río del Tiempo inicia su curso descendiendo Por el vasto vacío en sueños de horas iluminadas por las estrellas. Los sueños nos acercan... pero un saber antiguo Repite que el pie humano no ha hollado jamás estas calles.

EL CANAL

En algún lugar del sueño hay un paraje maldito
Donde altos edificios deshabitados se apiñan a lo largo
De un canal estrecho, sombrío y profundo, que apesta
A cosas horrendas arrastradas por corrientes grasientas.
Callejones con viejos muros que se tocan casi en lo alto Desembocan en calles que uno puede conocer o no, Y un pálido claro de luna arroja un brillo espectral Sobre largas hileras de ventanas, oscuras y muertas.
No se oyen ruidos de pasos, y ese sonido suave Es el del agua grasienta deslizándose Bajo puentes de piedra y por las orillas De su cauce profundo, hacia algún vago océano. Ningún ser vivo podría decir cuándo arrastró esa corriente Del mundo de arcilla su región perdida en el sueño.

NÉMESIS

A través de las puertas del sueño custodiadas por los gules, Más allá de los abismos de la noche iluminados por la pálida luna, He vivido mis vidas sin número, He sondeado todas las cosas con mi mirada;
Y me debato y grito cuando rompe la aurora, y me siento Arrastado con horror a la locura.
He flotado con la tierra en el amanecer de los tiempos, Cuando el cielo no era más que una llama vaporosa;
He visto bostezar al oscuro universo, Donde los negros planetas giran sin objeto, Donde los negros planetas giran en un sordo horror, Sin conocimiento, sin gloria, sin nombre.
He vagado a la deriva sobre océanos sin límite,
Bajo cielos siniestros cubiertos de nubes grises
Que los relámpagos desgarran en múltiples zigzags,
Que resuenan con histéricos alaridos,
Con gemidos de demonios invisibles
Que surgen de las aguas verdosas.

Me he lanzado como un ciervo a través de la bóveda De la inmemorial espesura originaria, Donde los robles sienten la presencia que avanza Y acecha allá donde ningún espíritu osa aventurarse, Y huyo de algo que me rodea y sonríe obscenamente Entre las ramas que se extienden en lo alto.
He deambulado por montañas horadadas de cavernas Que surgen estériles y desoladas en la llanura, He bebido en fuentes emponzoñadas de ranas Que fluyen mansamente hacia el mar y las marismas;
Y en ardientes y execrables ciénagas he visto cosas Que me guardaré de no volver a ver.
He contemplado el inmenso palacio cubierto de hiedra, He hollado sus estancias deshabitadas, Donde la luna se eleva por encima de los valles E ilumina las criaturas estampadas en los tapices de los muros;
Extrañas figuras entretejidas de forma incongruente Que no soporto recordar.
Sumido en el asombro, he escrutado desde los ventanales Las macilentas praderas del entorno, El pueblo de múltiples tejados abatido Por la maldición de una tierra ceñida de sepulcros;
Y desde la hilera de las blancas urnas de mármol persigo Ansiosamente la erupción de un sonido.
He frecuentado las tumbas de los siglos, En brazos del miedo he sido transportado Allá donde se desencadena el vómito de humo del Erebo;
Donde las altas cumbres se ciernen nevadas y sombrías, Y en reinos donde el sol del desierto consume Aquello que jamás volverá a animarse.
Yo era viejo cuando los primeros Faraones ascendieron Al trono engalanado de gemas a orillas del Nilo;
Yo era viejo en aquellas épocas incalculables, Cuando yo, sólo yo, era astuto;
Y el Hombre, todavía no corrompido y feliz, moraba En la gloria de la lejana isla del Ártico.
Oh, grande fue el pecado de mi espíritu, Y grande es la duración de su condena;
La piedad del cielo no puede reconfortarle, Ni encontrar reposo en la tumba:
Los eones infinitos se precipitan batiendo las alas De las despiadadas tinieblas.
A través de las puertas del sueño custodiadas por los gules, Más allá de los abismos de la noche iluminados por la pálida luna, He vivido mis vidas sin número, He sondeado todas las cosas con mi mirada;
Y me debato y grito cuando rompe la aurora, y me siento Arrastado con horror a la locura.

LOVECRAFT
 
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satanachia
view post Posted on 5/2/2009, 22:20




H. P. LOVECRAFT EN EL CINE


De Howard Phillips Lovecraft, se cuenta con una historia sobre su vida que se ha ido escribiendo desde hace 63 años en un intento por desempolvar hasta su psicología, pero a pesar de eso se continúa sabiendo poco.

Los documentos citan que nació en Providence el 20 de agosto de 1890, y lo describen como un hombre pálido, alto y enfermizo. No obstante en esos mismos textos se nos dice que podía ser agradable con sus amigos epistolares, pero a la vez, solía ser una persona alejada de la sociedad, con alma ermitaña, homófobo y con características físicas que se acercaban al gigantismo.

Aunque Lovecraft, bien que mal, fue un hombre de nuestro tiempo, el seguimiento biográfico de su vida nunca ha podido arrojar un perfil definitivo. Se nos ha ofrecido, eso si, una ambivalente existencia que parece continuar desarrollándose en las penumbras. Esa misma suerte incierta la ha corrido la obra de este providenciano al momento de brincar del papel al celuloide, pues si bien es cierto que la mayoría de intentos han resultado poco afortunados, también hemos podido ver algunos experimentos exitosos; pocos, pero palpables.

H. P. Lovecraft, el alucinado (como lo llamó su cuate August Derleth), efectivamente le hizo absoluto honor a ese, llamémosle, cargo o reconocimiento. En nuestra época, difícilmente alguien logró trastocar las convenciones de géneros como el horror o la ciencia-ficción, para hacer de su trabajo algo casi indescriptible, como él mismo calificó a sus criaturas ficticias.

Sólo Dios, Cthulhu o Satanás sabrán cómo es que este supuesto ser humano logró concebir y construir arquitecturas y paisajes que, hasta el momento de ser escritas, resultaban impensables. Cómo es que le dio forma a seres impalpables o repelentes a las neuronas, y que lo único real que logró, fue reproducir en el lector el terror de los desdichados que osaron desafiarlos.

Ese mismo terror parece repetirse cada vez que un productor o realizador de cine osan poner ojo en alguna creación de Lovecraft... pues invariablemente habrá un fracaso. Pareciera como si su obra estuviera maldita. De hecho, Lovecraft alguna vez escribió a un amigo: “Nunca permitiré que algo que tenga mi firma sea banalizado y vulgarizado en la clase de basura infantil que pasa por ‘cuentos de horror’ tanto en radio, como en cine”. Afortunadamente no vivió lo suficiente para ver lo que la industria comenzó a hacer con su trabajo 16 años después de su muerte, con la realización de Edgar Allan Poe’s The Haunted Palace, aunque parezca un chiste.

Producida por la AIP de Roger Corman –el rey de la serie B–, ésta muy libre adaptación a El caso de Charles Dexter Ward, de Lovecraft, protagonizada por Vincent Price, se realizó en plena popularidad de las adaptaciones a Poe que su productora llevaba haciendo durante esa década, y como los involucrados en esas producciones creían que el tal Lovecraft no llamaría la atención, decidieron presentarla como una obra del poeta maldito creador de El cuervo. Como una verdadera maldición –obviando que la película resulta entretenida si no se le trata de encontrar el símil con la obra original–, el truculento y retorcido camino que sus productores decidieron tomar para hacerla explotable, pareciera que demarcó el futuro sendero pedregoso en el paso de este autor por el cine.

Die, Monster, Die (Daniel Haller, 1965) y The Curse (David Keith, 1987), producciones inglesa y estadounidense, respectivamente, demostraron lo infilmable que resulta El color que surgió del espacio, ya sea por parecer más una adaptación a El hundimiento de la casa Usher, en el primer caso, o por carecer de interés como en el segundo.

En 1970, Corman pone nuevamente el dinero (bueno, entre comillas), para que Haller repitiera con Lovecraft, sólo que ahora con The Dunwich Horror, la cual desde luego no alcanzó, ni queriendo, el horror cósmico, aunque presentó un gracioso monstruo con tentáculos, además de que sumó a la historia el sacrificio de una virgen, situación fuera de la realidad lovecraftiana, en la que siempre hubo una especie de desagrado por los personajes femeninos.

El prolífico y casi siempre sorprendente guionista, director y creador de efectos especiales, Dan O’Bannon, realizó en 1991 una adaptación más a El caso de Charles Dexter Ward, bajo el título de The Resurrected, y aunque no resultó muy emotiva, la película cuenta con las entretenidas vueltas de tuerca propias del autor de Alien (1979, Ridley Scott). Algunas otras adaptaciones como The Unnamable (Jean-Paul Ouellette, 1988) y su secuela; además de The Lurking Fear (C. Courtney Joyner, 1994), más que guiños a los fanáticos del autor de Los Mitos de Cthulhu, parecieron hacer homenaje al cine de jóvenes calenturientos asesinados por fuerzas sobrenaturales.

Y sin lugar a dudas, los trabajos más sobresalientes realizados a partir de una obra de este autor los comprenden dos filmes de Stuart Gordon, director que cimbró buena parte de la industria gringa durante los 80 con su famosa Re-animator (1985) y From Beyond (1986). Ambas cintas, basadas en relatos cortos de Lovecraft (la primera en el primer capítulo de un serial corto que concibió para una revista de humor llamada Home Brew, la segunda alcanzando apenas las diez páginas de extensión), ofrecieron el combustible necesario para despegar los festines de sangre y excesos de estas películas que, si bien comenzaron respetando la propuesta del autor, ésta termina modificada con todos los agregados de Gordon, Dennis Paoli, su coescritor y Brian Yuzna, el productor.

Desarrolladas en el ambiente y con los elementos del cine independiente de ese momento, además de surgir en el establecimiento del cine gore y splatter como una propuesta autoral nueva en el medio, Gordon hace de los dos títulos una orgía visual que trasciende el dramatismo ominoso de la fuente original para presentarlos como un mensaje del absurdo surrealista.

Re-animator desarrolla la intensa historia del estudiante de medicina Herbert West (Jeffrey Combs) quien ha encontrado una fórmula para revivir a los muertos, sólo que comienza de la manera incorrecta al darle vida al cuerpo inerte, y sin cabeza, del doctor Hill (David Gale), provocando así un verdadero manicomio en la universidad de Miskatonik (legendaria en la mitología del autor), mientras la cabeza del doctor y el cuerpo desnudo de Barbara Crampton dieron a conocer la palabra cunilingus entre espectadores y críticos, quienes desde entonces la tienen en su diccionario personal. La secuela, Bride of Re-animator (1990, Brian Yuzna), desde el título manifiesta una insana película con cientos de homenajes al género y que puede disfrutarse igual que su antecesora.

From beyond, aunque menos sangrienta, presentó la extrovertida historia del doctor Crawford Tillinghast (otra vez Jeffrey Combs), quien ha creado un enorme aparatejo que permite la apertura de una cuarta dimensión plagada de extrañas criaturas, produciendo el desarrollo de la glándula pineal como si se tratara de un falo que sale de la frente, y que permite ver cosas que normalmente no se pueden percibir, además de potenciar la libido. El resultado es otra orgía de locuras fascinantes.

Gordon desde luego ha continuado haciendo cine que lo ha mantenido en forma, películas sobresalientes como Dolls (1987) o Fortress (La fortaleza, 1993) lo constatan; no obstante, su anhelada adaptación a La sombra sobre Innsmouth no ha podido llevarse al cabo, lo que se ha convertido en una verdadera lástima, pues con el trabajo del trinomio Gordon-Paoli-Yuzna, los diseños del gran dibujante Bernie Wrightson (creador de Swamp Thing) y los efectos especiales de Dick Smith (El Exorcista, William Friedkin, 1973), Altered States (Estados Alterados, Ken Russell, 1980), este proyecto ha prometido ser la película definitiva sobre el trabajo de este autor.

De este triste proyecto malogrado puede decirse que surgió Dagon (2002), penúltimo filme de Stuart Gordon, proyecto realizado en España para Fantasy Factory, la nueva compañía productora de Yuzna. Dagon es un largometraje que, aunque no logra la originalidad de Re-Animator ni presenta lo que parecía prometer The shadow over Insmouth, es justo decir que resulta una buena adaptación al cuento homónimo del autor.

LA MALDICIÓN DE LOVECRAFT

La extraña criatura en que se ha convertido la obra de este autor demuestra ser en extremo caprichosa, y aunque cuenta con algunos logros interesantes en celuloide, la cantidad y calidad palidece ante la interesante imaginería que la influencia de Lovecraft ha hecho germinar en el trabajo de infinidad de cineastas.

Estableciéndose en prácticamente todos los géneros de la fantasía cinematográfica, las invenciones de Lovecraft aparecidas en la pantalla grande van desde atmósferas recurrentes, hasta apariciones del propio semidios antiguo Dagon o del espeluznante Necronomicón. Sam Raimi, Lucio Fulci, Dario Argento y John Carpenter son algunos cineastas que, en mayor o menor grado, han demostrado un gran respeto e interés por los mitos del Cthulhu a la hora de dirigir.

Raimi, homenajea al literato con su granguiñolesca historia de excesos presente en la trilogía de Evil Dead I, II y Army of darkness (El despertar del Diablo 1, 2 y El ejército de las tinieblas), en la que hasta el libro maldito del Necronomicón tiene una participación importante. Lucio Fulci, de igual forma, con su trilogía compuesta por Paura nella città dei morti viventi (1980), L’aldilà (1981) y Quella villa accanto al cimitero (1981), componen una obra basada en gran medida en las atmósferas descritas por el autor en algunos de sus libros, las cuales, parecen también ser la influencia determinante en Suspiria (1976) e Inferno (1979), ambas de Argento, donde retoma la ambientación de cuentos como La casa de la bruja.

Y ese legado no queda ahí. Los cientos de tentáculos de la imaginación de este autor solitario se entrelazan en formas extrañas con literatura, cine y música. Su obra, aunque difícil, se ha enraizado como un gusano cerebral que genera rosas negras sin cesar.
 
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50 replies since 6/2/2008, 17:50   16579 views
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