El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Robert Louis Stevenson

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astaroth1
view post Posted on 24/11/2008, 21:35




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Henry Jekyll explica lo sucedido
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Nací en el año de 18..., heredero de una gran fortuna y dotado además de excelentes partes. Inclinado por
la naturaleza al trabajo, gocé muy pronto del respeto de los mejores y más sabios de mis semejantes y, por
lo tanto, todo me auguraba un porvenir honrado y brillante. Lo cierto es que la peor de mis faltas no era
más que una disposición alegre e impaciente que ha hecho la felicidad de muchos, pero que yo hallé dificil
de compaginar con mi imperioso deseo de gozar de la admiración de todos y presentar ante la sociedad un
continente desusadamente grave. Por esta razón oculté mis placeres, y cuando llegué a esos años de reflexión
en que el hombre comienza a mirar a su alrededor y a evaluar sus progresos y la posición que ha
alcanzado, ya estaba entregado a una profunda duplicidad de vida. Muchos hombres habrían incluso blasonado
de las irregularidades que yo cometía, pero debido a las altas miras que me había impuesto, las juzgué
y oculté con un sentido de la vergüenza casi morboso.
Fue, pues, la exageración de mis aspiraciones y no la magnitud de mis faltas lo que me hizo como era y
separó en mi interior, más de lo que es común en la mayoría, las dos provincias del bien y del mal que
componen la doble naturaleza del hombre. En mi caso, reflexioné profunda y repetidamente sobre esa dura
ley de vida que constituye el meollo mismo de la religión y representa uno de los manantiales más abundantes
de sufrimiento.
Pero a pesar de mi profunda dualidad, no era en sentido alguno hipócrita, pues mis dos caras eran igualmente
sinceras. Era lo mismo yo cuando abandonado todo freno me sumía en el deshonor y la vergüenza
que cuando me aplicaba a la vista de todos a profundizar en el conocimiento y a aliviar la tristeza y el sufrimiento.
Y ocurrió que mis estudios científicos, que apuntaban por entero hacia lo místico y lo trascendente,
influyeron y arrojaron un potente rayo de luz sobre este conocimiento de la guerra perenne entre mis
dos personalidades. Cada día, y con ayuda de los dos aspectos de mi inteligencia, el moral y el intelectual,
me acercaba más a esa verdad cuyo descubrimiento parcial me ha llevado a este terrible naufragio y que
consiste en que el hombre no es sólo uno, sino dos. Y digo dos porque mis conocimientos no han ido más
allá de este punto. Otros vendrán después, otros que me sobrepasarán en conocimientos, y me atrevo a predecir
que al fin el hombre será tenido y reconocido como un conglomerado de personalidades diversas,
discrepantes e independientes. Yo, por mi parte, a causa de la naturaleza de mi vida, avancé infaliblemente
en una dirección y sólo en una. Fue en el terreno de lo moral y en mi propia persona donde aprendí a reconocer
la verdadera y primitiva dualidad del hombre. Vi que las dos naturalezas que contenía mi conciencia
podía decirse que eran a la vez mías porque yo era radicalmente las dos, y desde muy temprana fecha, aun
antes de que mis descubrimientos científicos comenzaran a sugerir la más remota posibilidad de tal milagro,
me dediqué a pensar con placer, como quien acaricia un sueño, en la separación de esos dos elementos.
Si cada uno, me decía, pudiera alojarse en una identidad distinta, la vida quedaría despojada de lo que ahora
me resultaba inaguantable. El ruin podía seguir su camino libre de las aspiraciones y remordimientos de su
hermano más estricto. El justo, por su parte, podría avanzar fuerte y seguro por el camino de la perfección
complaciéndose en las buenas obras y sin estar expuesto a las desgracias que podía propiciarle ese pérfido
desconocido que llevaba dentro. Era una maldición para la humanidad que esas dos ramas opuestas estuvieran
unidas así para siempre en las entrañas agonizantes de la conciencia, que esos dos gemelos enemigos
lucharan sin descanso. ¿Cómo, pues, podían disociarse?
Hasta aquí había llegado en mis reflexiones, cuando un rayo de luz que partía de la mesa del laboratorio
empezó a iluminar débilmente el horizonte. De pronto comencé a percibir con mayor cla ridad de la que
nunca se haya imaginado la inmaterialidad temblorosa, la efímera inconsistencia de este cuerpo que es
nuestra vestidura carnal, de este cuerpo en apariencia tan sólido. Hallé que ciertos agentes tenían la capacidad
de alterar y arrancar esta vestidura del mismo modo que el viento agita los cortinajes de unos ventanales.
No quiero adentrarme en el aspecto científico de mi confesión por dos razones. La primera, porque he
aprendido que cada hombre carga con su destino a lo largo de toda su vida y que cuando trata de sacudírselo
de los hombros le vuelve a caer con un peso aún mayor y más extraño. Segundo, porque, como dejará
bien a las claras mi relato, mis descubrimientos han sido, por desgracia, incompletos. Bastará con que diga
que no sólo aprendí a distinguir mi cuerpo material de la emanación de ciertos poderes que componen mi
espíritu, sino que llegué a fabricarme una pócima por medio de la cual logré despojar a esos poderes de su
supremacía y sustituir mi aspecto por una segunda forma y apariencia no menos natural para mí, puesto que
constituía expresión de los elementos más bajos de mi espíritu y llevaba su sello.
Dudé mucho antes de llevar a la práctica esta teoría. Sabía que corría peligro de muerte, porque una droga
que tenía el inmenso poder de conmover y controlar el reducto mismo de la identidad era capaz de aniquilar
totalmente ese tabernáculo inmaterial que yo pretendía alterar. Bastaría con un simple error en la
dosis o en las circunstancias en que se administrara. Pero la tentación de llevar a cabo un experimento tan
singular venció, al fin, todos mis temores. Hacía tiempo que había preparado la tintura. Inmediatamente
compré a una firma de productos químicos al por mayor gran cantidad de una determinada sal que, debido a
mis experimentos anteriores, sabía que era el último ingrediente que necesitaba, y a hora muy avanzada de
una noche que maldigo, mezclé los elementos, los vi bullir y humear en la probeta, y cuando el hervor se
hubo disipado, armándome de valor, bebí la poción.
Sentí unas sacudidas desgarradoras, un rechinar de huesos, una náusea mortal y un horror del espíritu que
no pueden sobrepasar ni los traumas del nacimiento y de la muerte. Luego, la agonía empezó a disiparse y
recobré el conocimiento sintiéndome como si saliera de una grave enfermedad. Había algo extraño en mis
sensaciones, algo indescriptiblemente nuevo y, por su novedad, también indescriptiblemente agradable. Me
sentí más joven, más ligero, más feliz físicamente. En mi interior experimentaba una fogosidad impetuosa,
por mi imaginación cruzó una sucesión de imágenes sensuales en carrera desenfrenada, sentí que se disolvían
los vínculos de todas mis obligaciones y una libertad de espíritu desconocida, pero no inocente, invadió
todo mi ser. Supe, al respirar por primera vez esta nueva vida, que era ahora más perverso, diez veces
más perverso, un esclavo vendido a mi mal original. Y sólo pensarlo me deleitó en aquel momento como
un vino añejo. Estiré los brazos exultante y me di cuenta de pronto de que mi estatura se había reducido.
En aquellos días no tenía espejo en mi gabinete. El que hay a mi lado, mientras escribo estas líneas, lo
traje aquí después precisamente por causa de estas transformaciones. La noche, sin embargo, se había cambiado
en madrugada; la madrugada, negra como era, estaba a punto a dar a luz al día; los habitantes de mi
casa estaban sumidos en el sueño, y así decidí, pleno como estaba de esperanzas y de triunfo, aventurarme a
llegar hasta mi dormitorio bajo mi nueva forma. Crucé el jardín, donde las constelaciones me contemplaron
desde las alturas a mi entender con asombro. Era la primera criatura de esa especie que en su insomne vigilancia
veían desde el comenzar de los tiempos. Recorrí los corredores sintiéndome un extraño en mi propia
morada, y al llegar á mi habitación contemplé por primera vez la imagen de Edward Hyde.
Hablaré ahora sólo en teoría, no diciendo lo que sé, sino lo que creo más probable. El lado malo de mi
naturaleza, al que yo había otorgado el poder de aniquilar temporalmente al otro, era menos desarrollado
que el lado bueno, al que acababa de desplazar. Era ello natural, dado que en el curso de mi vida, que después
de todo había sido casi en su totalidad una vida dedicada al esfuerzo, a la virtud y a la renunciación, lo
había ejercitado y agotado mucho menos. Por esa razón, pensé, Edward Hyde era mu cho más bajo, delgado
y joven que Henry Jekyll. Del mismo modo que el bien brillaba en el semblante del uno, el mal estaba claramente
escrito en el rostro del otro. Ese mal (que aún debo considerar el aspecto mortal del hombre) había
dejado en ese cuerpo una huella de deformidad y degeneración. Y, sin embargo, cuando vi reflejado ese feo
ídolo en la luna del espejo, no sentí repugnancia, sino más bien una enorme alegría. Ése también era yo. Me
pareció natural y humano. A mis ojos era una imagen más fiel de mi espíritu, más directa y sencilla que
aquel continente imperfecto y dividido que hasta entonces había acostumbrado a llamar mío. Y en eso no
me equivocaba. He observado que cuando revestía la apariencia de Edward Hyde nadie podía acercarse a
mí sin experimentar un visible estremecimiento de la carne. Esto se debe, supongo, a que todos los seres
humanos con que nos tropezamos son una mezcla de bien y mal, y Edward Hyde, único entre los hombres
del mundo, era solamente mal.
No me miré al espejo sino un instante. Ahora tenía que intentar el experimento segundo y decisivo. Me
restaba averiguar si había perdido mi identidad para siempre y tendría que huir antes del amanecer de aquella
casa que ya no sería mía. Y así regresé a toda prisa al gabinete, preparé una vez más la mixtura, la bebí,
sufrí por segunda vez los dolores de la disgregación y volví en mí de nuevo con la personalidad, la estatura
y el rostro de Henry Jekyll.
Aquella noche llegué al fatal cruce de caminos. Si me hubiera enfrentado con mi descubrimiento con un
espíritu más noble, si me hubiera arriesgado al experimento impulsado por aspiraciones piadosas o generosas,
todo habría sido distinto, y de esas agonías de nacimiento y muerte habría surgido un ángel y no un
demonio. Aquella poción no tenía poder discriminatorio. No era diabólica ni divina. Sólo abría las puertas
de una prisión y, como los cautivos de Philippi, el que estaba encerrado huía al exterior. Bajo su influencia
mi virtud se adormecía, mientras que mi perfidia, mantenida alerta por mi ambición, aprovechaba rápidamente
la oportunidad y lo que afloraba a la superficie era Edward Hyde. Y así, aunque yo ahora tenía dos
personalidades con sus respectivas apariencias, una estaba formada integralmente por el mal, mientras que
la otra continuaba siendo Henry Jeky11, ese compuesto incongruente de cuya reforma y mejora yo desesperaba
hacía mu cho tiempo. El paso que había dado era, pues, decididamente a favor de lo peor que había en
mí.
En aquellos días aún no había logrado dominar la aversión que sentía hacia la aridez de la vida del estudio.
Seguía teniendo una disposición alegre y desenfadada y, dado que mis placeres eran (en el mejor de los
casos) muy poco dignos y a mí se me conocía y respetaba en grado sumo, esta contradicción se me hacía de
día en día menos llevadera. La agravaba, por otra parte, el hecho de que me fuera aproximando a mi madurez.
Por ahí me tentó, pues, mi nuevo poder hasta que me convirtió en su esclavo. No tenía más que apurar
la copa, abandonar al momento el cuerpo del famoso profesor y revestirme, como si de un grueso abrigo se
tratara, de la apariencia de Edward Hyde. Sonreí ante la idea, que en aquel tiempo me pareció humorística,
y lo preparé todo con el cuidado más meticuloso. Alquilé y amueblé la casa del Soho (la casa hasta donde
siguió la policía a Hyde) y tomé como ama de llaves a una mujer que tenía fama de discreta y poco escrupulosa.
Anuncié a mi servidumbre que un tal Mr. Hyde (a quien describí) disfrutaría en adelante de plenos
poderes y libertad en mi casa y, para evitar contratiempos, me presenté en ella y me convertí en visitante
asiduo bajo mi segundo aspecto. Redacté después el testamento al que tantos reparos pusiste, de modo que
si algo me ocurría mientras revestía la apariencia de Jekyll, podía refugiarme en la de Hyde sin tener que
prescindir de mi fortuna, y creyéndome así bien protegido en todos los sentidos comencé a beneficiarme de
la extraña inmunidad que me ofrecía mi posición.
Se sabe de hombres que han contratado a malhechores para que cometieran por ellos crímenes, mientras
que su reputación y su persona no sufrían menoscabo. Yo he sido el primero que lo ha hecho por puro placer.
He sido el primero que ha podido presentarse a los ojos del público cargado de respetabilidad y, un
momento después, como un chiquillo de escuela, despojarme de esa vestidura y lanzarme de cabeza a la
libertad. Para mí, cubierto con mi manto impenetrable, la seguridad era total. Imagínate. Ni siquiera existía.
Sólo tenía que traspasar la puerta de mi laboratorio, mezclar en un segundo o dos la poción que siempre
tenía preparada, apurarla y, fuera lo que fuese lo que hubiera hecho, Edward Hyde desaparecía como el
círculo que deja el aliento en un espejo. En su lugar, despabilando una vela en su gabinete, estaría Henry
Jekyll, un hombre que podía permitirse el lujo de reírse de las sospechas.
Los placeres que me apresuré a buscar de esa guisa eran, como ya he dicho, indignos. No merecen un
término más fuerte. Pero en manos de Hyde pronto se volvieron monstruosos. Cuando volvía de mis nocturnas
excursiones, a menudo me asombraba de la perversidad de mi otro yo. Este pariente mío que había
sacado de las profundidades de mi propio espíritu y enviado en busca del placer era un ser inherentemente
pérfido y villano. Todos sus actos y sus pensamientos se centraban en sí mismo , bebía con bestial avidez el
placer que le causaba la tortura de los otros y era insensible como un hombre de piedra. Henry Jekyll contemplaba
a veces horrorizado los actos de Edward Hyde, pero la situación se hallaba tan lejos de las leyes
comunes que insidiosamente relajaba el poder de la conciencia. Después de todo, el culpable era Hyde y
sólo Hyde. Jekyll no era peor cuando se despertaba y recuperaba sus buenas cualidades aparentemente incólumes.
A veces incluso se precipitaba, cuando era posible, a reparar el mal causado por Hyde. Y así su
conciencia se fue adormeciendo poco a poco.
No tengo ningún deseo de entrar en detalles de las infamias en las que, en cierto modo, colaboré (pues
aun ahora me resisto a admitir que las haya cometido); sólo quiero consignar aquí los avisos que precedieron
a mi castigo y los pasos sucesivos con que éste llegó hasta mí. Un día ocurrió un incidente que, por no
traerme consecuencias de mayor importancia, no haré más que mencionar. Un acto de crueldad, del que fue
víctima una niña, atrajo sobre mí las iras de un viandante a quien reconocí el otro día en la persona de un
pariente tuyo. El doctor y la familia de la niña le secundaron. Hubo momentos en que temí por mi vida, y al
fin, con el propósito de pacificar su justificada indignación, Edward Hyde tuvo que llevarles hasta la puerta
de su casa y pagarles con un cheque a nombre de Henry Jekyll. Para que en el futuro no ocurriese nada semejante,
abrí una cuenta en otro banco a nombre de Edward Hyde y, una vez que, camb iado el sesgo de mi
caligrafía, hube proporcionado una firma a mi doble, pensé que me hallaba fuera del alcance del destino.
Dos meses antes del asesinato de Sir Danvers volví a casa una noche muy tarde de mis correrías y al día
siguiente me desperté con una sensación extra ña. En vano miré a mi alrededor, en vano vi mis pre ciados
muebles y el alto techo de mi dormitorio, en vano reconocí el dibujo de las cortinas de la cama y la talla de
las columnas de caoba. Algo seguía diciéndome en mi interior que no estaba donde estaba, que no había
despertado donde creía hallarme, sino en un pequeño cuarto del Soho donde solía dormir bajo la apariencia
de Edward Hyde. Me sonreí, y utilizando mi método psicológico empecé a estudiar perezosamente los diversos
elementos que creaban esta ilusión hundiéndome de vez en cuando, mientras lo hacía, en un suave
sopor. Seguía ocupada mi mente de este modo cuando de pronto, en uno de los momentos en que me hallaba
más despabilado, mi mirada fue a caer sobre una de mis manos. Las de Henry Jekyll (como a menudo
has observado) son las manos que caracterizan a un profesional de la medicina en forma y tamaño: grandes,
fuertes, blancas y bien proporcionadas. Pero la mano que vi en esa ocasión con toda claridad a la luz dorada
de la mañana londinense; la mano que descansaba a medio cerrar sobre la colcha era delgada, nervuda, nudosa,
de una palidez cenicienta, y estaba cubierta de un espeso vello. Era la mano de Edward Hyde.
Creo que permanecí mirándola como medio minuto, hundido en el estupor del asombro, antes de que el
terror despertara en mi pecho, tan devastador y súbito como un golpe de platillos. Salté de la cama y corrí
al espejo. Ante lo que vieron mis ojos, mi sangre se trasformó en un líquido exquisitamente helado. Sí.
Cuando me había acostado era Henry Jekyll y ahora era Edward Hyde. «¿Qué explicación tiene esto?», me
pregunté. Y luego, con un escalofrío de terror: «¿Cómo se remedia?» La mañana estaba bastante avanzada,
la servidumbre se hallaba despierta y todos mis medicamentos estaban en el gabinete. Para llegar a este
desde donde me hallaba (paralizado por el terror, debo añadir) tenía que bajar dos tramos de escaleras, recorrer
un pasillo, cruzar el jardín y atravesar el quirófano. Podría cubrirme el rostro, pero ¿de qué me valdría
eso si no podía ocultar la disminución de mi estatura? Sólo entonces caí en la cuenta, con una enorme
sensación de alivio, de que los sirvientes estaban acostumbrados ya a las idas y venidas de mi segundo yo.
Me vestí lo mejor que pude con un traje que me venía grande, atravesé la casa entera, cruzándome con
Bradshaw que me miró y dio un paso atrás sorprendido al ver a Mr. Hyde a tal hora y con tan raro atavío, y
diez minutos después el doctor Jekyll había vuelto a su apariencia normal y se hallaba sentado a la mesa del
comedor con el ceño fruncido dispuesto a fingir que desayunaba.
Poco apetito tenía, como es natural. Ese incidente inexplicable, esa inversión de mi anterior apariencia
me parecía, como el dedo en el muro de Babilonia, un anuncio de mi castigo. Y así comencé a reflexio nar
más seriamente que nunca sobre las posibilidades y circunstancias de mi doble existencia. Esa parte de mí
mismo que yo tenía el poder de proyectar la había nutrido y ejercitado últimamente en grado sumo. Recientemente
me parecía incluso que el cuerpo de Hyde había ganado en altura, que cuando me hallaba bajo su
apariencia mi sangre fluía más generosamente, y comencé a sospechar que si ese estado de cosas se prolongaba
corría peligro de que el equilibrio de mi naturaleza se alterara definitivamente, de perder el poder de
cambiar a voluntad y de que la personalidad de Edward Hyde se convirtiera irrevocablemente en la mía. El
poder de la poción no era siempre el mismo. Una vez, al comienzo de mis exp erimentos, me había fallado
totalmente. Desde entonces me había visto obligado en más de una ocasión a doblar la dosis, y hasta una
vez, con gran peligro de mi vida, a triplicarla. Esas raras ocasiones habían arrojado la única sombra de duda
sobre lo que hasta el momento no había sido sino un completo éxito. Ahora, sin embargo, a la luz del incidente
de aquella mañana, comencé a darme cuenta de que, si bien en un primer momento lo difícil había
sido liberarme del cuerpo de Jekyll, última mente el proble ma comenzaba a ser el opuesto. Todo parecía
apuntar a lo siguiente: que iba perdiendo poco a poco el control sobre mi personalidad primera y original, la
mejor, para incorporarme lentamente a la segunda, la peor.
Me di cuenta de que ahora tenía que escoger entre una de las dos. Ambas tenían en común la me moria,
pero las otras facultades quedaban desigualmente repartidas entre ellos. Jekyll (que era un compuesto) planeaba
y compartía, ora con prudentes aprensiones, ora con gusto desenfrenado, las aventuras de Hyde. Pero
Hyde era indiferente a Jekyll; todo lo más le recordaba como recuerda el bandolero la caverna en que se
oculta de sus perseguidores. Jekyll sentía un interés más que de padre; Hyde manifestaba una indiferencia
mayor que la del hijo. Unirme definitivamente a Jekyll significaba re nunciar a aquellos apetitos a los que
secretamente me había entregado siempre, apetitos que al fin había llegado a saciar. Entregarme a Hyde era
renunciar para siempre a mis intereses y aspiraciones y verme de pronto y para siempre despreciado y sin
amigos.
La opción quizá te parezca desigual, pero había otra consideración que arrojar a un platillo de la balanza,
porque mientras Jekyll sufriría quemándose en el fuego de la abstinencia, Hyde no repararía siquiera en lo
que había perdido. Por raras que fueran mis circunstancias, el planteamiento de esta elección es tan viejo y
tan común como el hombre mis mo. Tentaciones y temores muy semejantes son los que deciden la suerte de
todo pecador, y así me ocurrió a mí, como suele ocurrir a la gran mayoría de los seres humanos, que me
decidí por mi personalidad mejor y que me encontré después sin las fuerzas necesarias para atenerme a mi
decisión.
Sí, elegí al doctor descontento y maduro, rodeado de amigos y que abrigaba honestas esperanzas. Renuncié
resueltamente a la libertad, a la relativa ju ventud, a la ligereza, a los impulsos violentos y a los secretos
placeres que había disfrutado bajo el dis fraz de Hyde. Pero quizá eligiera con reservas inconscientes, porque
ni prescindí de la casa del Soho ni destruí las ropas de Edward Hyde, que continuaron colgadas en el
interior de su armario. Durante dos meses, sin embargo, permanecí fiel a mi decisión, llevé una vida tan
severa como nunca lo hicie ra anteriormente y d isfruté de las compensaciones que proporciona una conciencia
satisfecha. Pero con el tiempo comencé a olvidar mis temores, me acostumbré a las alabanzas que me
dedicaba mi conciencia de tal modo que dejaron de halagarme; deseos y anhelos comenzaron a torturarme
como si dentro de mí Hyde luchara por recuperar la libertad, y, finalmente, en un momento de debilidad
moral, mezclé y apuré de nuevo la poción liberadora.

Edited by astaroth1 - 9/1/2016, 02:23
 
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astaroth1
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Supongo que cuando el borracho razona consigo mismo acerca de su vicio, ni una sola vez entre quinientas
se deja influir por los peligros a que le expone su brutal insensibilidad. Del mismo modo tampoco
yo había tenido en cuenta, a pesar de haber reflexionado muchas veces sobre mi situación, la completa insensibilidad
moral y la insensata disposición al mal que eran las principales características de Edward Hyde.
Y, sin embargo, ambas fueron los agentes de mi castigo. El demonio que había en mí había estado preso
durante tanto tiempo que salió de su cárcel rugiendo. Aun mientras apuraba la poción tuve conciencia de
que su propensión al mal era ahora más violenta, más descabellada. Supongo que fue eso lo que despertó en
mi espíritu la tempestad de impaciencia con que escuché las corteses palabras de mi desgraciada víctima.
Declaro al menos ante Dios que ningún hombre moralmente sano podía haber cometido crimen semejante
por tan poca provocación y que asesté los golpes con la insensatez con que un niño enfermo puede romper
un juguete. Pero es que me había despojado voluntariamente de todos los instintos que proporcionan un
equilibrio y gracias a los cuales aun el peor de nosotros puede avanzar con cierto grado de seguridad entre
las tentaciones. En mi caso, la tentación, por ligera que fuese, significaba irremisiblemente la caída.
Inmediatamente, el espíritu del mal despertó en mí con una furia salvaje. En un transporte de alegría mutilé
aquel cuerpo indefenso hallando enorme deleite en cada golpe, y hasta que comencé a fatigarme no me
asaltó el corazón, en la culminación de mi delirio, un súbito estremecimiento de terror. La niebla se disipó.
Vi mi vida condenada al desastre y huí del escenario de mis excesos a la vez exultante y tembloroso, mi sed
de mal satisfecha y estimulada, mi amor a la vida exacerbado al máximo.
Corrí a mi casa del Soho, y con el fin de redoblar mi seguridad, destruí todos mis documentos. Volví a
salir a las calles iluminadas por la luz de las farolas con la misma dualidad de sensaciones que hasta ese
momento me dominara, recreándome en mi crimen y planeando alegremente otros semejantes, pero temiendo
al mismo tiempo en mi interior oír las pisadas del vengador. Hyde mezcló la poción con la sonrisa
en los labios y al apurarla brindó por su víctima; pero los dolores dé la transformación no se habían disipado
todavía, cuando Henry Jekyll, con lágrimas de remordimiento y gratitud en los ojos, caía de rodillas y
elevaba sus manos entrelazadas a Dios. El velo de la tolerancia se había rasgado de la cabeza a los pies. Vi
mi vida en su totalidad, la seguí desde los días de mi infancia, cuando caminaba de la mano de mi padre; la
seguí a través de las-renuncias propias de mi profesión para llegar, una y otra vez, con esa misma sensación
de irrealidad que experimentaba, a los horrores de aquella noche. Podría haber gritado en alta voz. Traté de
borrar con lágrimas y oraciones aquel tropel de imágenes y sonidos que mi memoria arrojaba contra mí,
pero entre súplica y súplica el feo rostro de mi iniquidad continuaba asomándose a mi espíritu. Mas poco a
poco mis agudos remordimientos comenzaron a morir y fue sucediéndoles una sensación de gozo. Había
resuelto el problema de mi conducta. De ahora en adelante Hyde era imposible. Quisiera o no, desde este
momento estaba reducido a la parte mejor de mi existencia, y ¡cómo me alegró pensarlo! ¡Con qué humi ldad
abracé las restriccio nes de mi vida natural! ¡Con cuán sincera renunciación cerré la puerta por la que
tantas veces entrara y aplasté la llave bajo mi pie!
Al día siguiente me llegó la noticia de que había un testigo del crimen, de que la culpabilidad de Hyde
era cosa segura ante el mundo entero y de que la víctima era hombre de gran estimación. No había sido
solamente un crimen. Había sido también una locura trágica. Creo que me alegré al saberlo. Creo que me
alegré de que mis impulsos quedaran así coartados y sujetos por el miedo a la horca. Jekyll era ahora mi
refugio. Con sólo un instante que Hyde se hiciera visible, las manos de todos los habitantes de Londres se
echarían sobre él para acabar con su vida.
Decidí redimir el pasado con mi conducta futura, y puedo decir con toda franqueza que mi decisión dio
fruto. Tú sabes muy bien cómo trabajé durante los últimos meses del año pasado para aliviar el sufrimiento
de mis semejantes sabes que hice mucho por el prójimo y que disfruté de tranquilidad y casi me atrevo a
decir que de felicidad. Tampoco puedo decir que me cansara de mi vida inocente y caritativa, pues creo
que, por el contrario, disfrutaba más de ella cada día; pero seguía sufriendo mi dualidad interior, y tan pronto
como pasó el primer impulso de penitencia, el lado más bajo de mi personalidad, tanto tiempo en libertad
y tan recientemente encadenado, empezó a rugir pidiendo licencia. No es que soñara con resucitar a Hyde.
La sola idea me inspiraba auténtico horror. No. Fue en mi propia persona donde sufrí la tentación de jugar
con mi conciencia, y fue como un pecador normal, secreto, cuando al fin caí ante los asaltos de la tentación.
Pero todo tiene su fin. La medida más capaz se llena al cabo y esa breve condescendencia al fin destruyó
el equilibrio de mi espíritu. Y, sin embargo, entonces no me alarmé. La caída me pareció natural, como un
regreso a los tiempos anteriores a mi descubrimiento. Era un día de enero limpio, claro, húmedo bajo el pie
en los lugares en que se había derretido el hielo, pero sin una sola nube en el cielo. Regent's Park estaba
inundado de trinos de pájaros invernales y en el aire flotaban aromas de primavera. Me senté en un banco,
al sol. El animal que hay en mí roía los huesos de mi memoria, y el lado espiritual, un poco adormecido,
prometía penitencia, pero no se animaba a comenzar. Después de todo, me dije, era un hombre como los
demás, y sonreí después comparándome con mis semejantes, oponiendo mi actividad bienhechora a la perezosa
crueldad de su egoísmo. Y en el mismo momento en que me vanagloriaba con estos pensamientos,
me sorprendió un estremecimiento y me invadieron unas horribles náuseas y el temblor más terrible. Perdí
el conocimiento, y cuando lo recobré me di cuenta de que se había operado un cambio en el carácter de mis
pensamientos; que sentía una mayor osadía, un desprecio por el peligro y un enorme desdén por los vínculos
que representaban cualquier tipo de obligación.
Miré hacia abajo. El traje me caía informe sobre los miembros encogidos y la mano que yacía sobre mi
rodilla era nudosa y peluda. Me había convertido de nuevo en Edward Hyde. Hasta hacía pocos segundos
disfrutaba del respeto de la sociedad, era rico, estimado por mis amigos, y la mesa me esperaba dispuesta
en el comedor de mi casa. Y ahora, de pronto, me había transformado en la hez de la humanidad; en un ser
perseguido, sin hogar; en un asesino público, carne de horca.
Mi razón vaciló, pero no me abandonó totalmente. He observado más de una vez que, cuando revisto mi
segunda personalidad, mis facultades parecen agudizarse y mis energías adquieren una mayor elasticidad; y
así, donde Jekyll probablemente habría sucumbido, Hyde se mostró a la altura de las circunstancias. Los
ingredientes de la mixtura que necesitaba se hallaban en uno de los armarios del gabinete. ¿Cómo podría
hacerme con ellos? Ése era el problema que apretando las sienes entre mis ma nos me propuse resolver.
Había cerrado con llave la puerta del laboratorio. Si trataba de entrar a él atravesando la casa, mi propia servidumbre me entregaría a la policía. Tenía que buscar otra solución y pensé en Lanyon. ¿Cómo podía ponerme en contacto con él? ¿Cómo podía persuadirle? Suponiendo que lograra sustraerme a la captura,
¿cómo podría llegar a su presencia? Y ¿cómo yo, visitante desconocido y desagradable, iba a poder convencer
al famoso médico de que allanara el estudio de su colega el doctor Jekyll? De pronto recordé que de
mi anterior personalidad me quedaba un solo rasgo: podía escribir con mi propia letra. Y una vez que concebí
la brillante idea, el camino que debía seguir quedó iluminado ante mi mente del principio al fin.
En consecuencia, me ajusté el traje al cuerpo lo mejor que pude, paré un coche y di al cochero la dirección de un hotel de la calle Portland, cuyo nombre acertaba a recordar. El pobre hombre no pudo ocultar su
regocijo al ver mi apariencia (que, a pesar de la tragedia que ocultaba, desde luego era cómi ca), pero le mostré los dientes con tal gesto de furia endemoniada que la sonrisa se borró de sus labios, felizmente para
él y aún más para mí, porque de haber reído un instante más le habría hecho bajar del pescante de un empujón.
Al entrar en el hotel miré a mi alrededor con tan hosco continente que los empleados temblaron. Ni una
sola mirada intercambiaron en mi presencia, sino que, por el contrario, obedecieron mis órdenes obsequiosamente,
me condujeron a una habitación privada y me trajeron recado de escribir. Hyde, enfrentado con el peligro, era una criatura nueva para mí. Ardía en ira desordenada, estaba tenso hasta el límite del crimen y
ansioso de infligir daño. Pero antes que nada era astuto. Dominó su ira con un gran esfuerzo de la voluntad;
escribió dos importantes misivas, una dirigida a Lanyon y otra a Poole, y, para tener la seguridad de que
habían sido enviadas de acuerdo con sus deseos, dio a los criados orden de que las certificaran. A partir de aquel momento se sentó ante el fuego y pasó el día entero junto a la chimenea de su cuarto, mordiéndose
las uñas de impotencia. Allí cenó a solas con su miedo frente a un camarero que temblaba visiblemente ante
su mirada. Y una vez que cayó la noche, se sentó en un rincón del interior de un coche cerrado y recorrió las calles de la ciudad. Y hablo en tercera persona, porque no puedo decir «yo». Esa criatura infernal no tenía nada de humano. No abrigaba sino temor y odio.
Cuando al fin, por miedo a que el cochero comenzara a sospechar, despidió al carruaje y se aventuró por las calles a pie vestido con su desmañada indumentaria, siendo objeto de irrisión para los noctámbulos que transitaban a aquella hora, esas dos pasiones se embravecieron en su interior como una tempestad. Andaba de prisa, perseguido por sus temores, hablando consigo mismo, deslizándose por las calles, contando los minutos que faltaban para la medianoche. Una mujer se acercó a él para ofrecerle, creo, una caja de cerillas, pero él la apartó de un golpe en la cara y huyó.
Cuando recobré mi verdadera personalidad en el gabinete de Lanyon, creo que el horror que¡demostró mi
amigo al verme me afectó un poco. No lo sé. En todo caso, ese dolor no fue sino una gota más en el océano
de horror que fueron aquellas horas. Pero en mi interior se había operado un cambio. Ya no era el miedo al
patíbulo lo que me atormentaba, sino el horror a convertirme en Hyde. Escuché las palabras de censura de
Lanyon como en un sueño, volví a mi casa y me acosté. Tras los horrores de aquel día dormí con un sueño
tan profundo que ni las pesadillas que me torturaron durante toda la noche lograron sacarme de él. Me desperté
por la ma ñana conmovido y débil, pero descansado. Seguía odiando y temiendo a la bestia que dormía
dentro de mí y no había olvidado los terribles peligros del día anterior; pero ahora al menos me hallaba en
mi propia casa, cerca de la mixtura que necesitaba, y la gratitud que sentía por haber logrado huir del peligro
brillaba con tal fuerza en mi espíritu que casi rivalizaba con el esplendor de la esperanza.
Paseaba tranquilamente por el patio, después del desayuno, bebiendo con deleite la frescura del aire,
cuando me atenazaron de nuevo esas indescriptibles sensaciones que presagiaban el cambio. Tuve apenas el tiempo de llegar al gabinete antes de que me asaltaran de nuevo la rabia y la locura que provocaban en mí
las pasiones de Hyde. En esta ocasión necesité una doble dosis para recuperar mi personalidad y, ¡ay de
mí!, seis horas después, mientras miraba tristemente el fuego sentado ante la chimenea, volví a sentir los
dolores del cambio y tuve que administrarme de nuevo la poción.
En resumen, que desde aquel día en adelante, sólo por medio de un increíble esfuerzo comparable a la
gimnasia y bajo el estímulo inmediato de la poción, pude conservar la apariencia de Jekyll. A todas las
horas del día y de la noche me invadía ese temor premonitorio. Especialmente si me dormía e inclu so si
dormitaba por unos minutos en mi sillón, era siempre bajo la apariencia de Hyde como me despertaba. A
consecuencia de la tensión que provocaba en mí este constante peligro, y del insomnio a que me condenaba
yo mismo, hasta extremos que nunca habría creído que pudiera soportar un hombre, me convertí en una
criatura dominada por la fiebre, extremadamente débil de cuerpo y de alma y obsesionada por un solo pensamiento:
el horror de mi otro yo. Pero en el momento en que me dormía o la virtud de la droga se debilitaba,
saltaba sin transición alguna (pues los dolores de la transformación iban desapareciendo de día en día) a
ser presa de una pesadilla cuajada de imágenes de terror, de un espíritu que hervía en odios sin causa y de
un cuerpo que no parecía lo bastante fuerte como para soportar aquellas rabiosas energías de vida.
Los poderes de Hyde parecían haber aumentado a expensas de la enfermedad de Jekyll. Y, ciertamente,
el odio que ahora los dividía era igual por ambas partes. En el caso de Jekyll era un instinto vital. Había
visto al fin toda la deformidad de aquella criatura que compartía con él algunos de los fenómenos de la
conciencia y que a medias con él heredaría su muerte. Y aparte de esos lazos de comunidad que en sí constituían
la parte más dolorosa de su desgracia, consideraba a Hyde, a pesar de toda su energía vital, un ser no sólo diabólico, sino también inorgánico. Esto era lo más terrible. Que el limo de la tumba articulara gritos y
voces, que el polvo gesticulara y pecara, que lo que estaba muerto y carecía de forma usurpara las funciones
de la vida y, sobre todo, pensar que ese horror insurrecto estaba unido a él más íntimamente que una esposa, más que sus propios ojos. Que ese horror estaba enjaulado en su carne, donde lo oía gemir y lo sentía
luchar por renacer; y en las horas de vigilia y en el descuido del sueño, prevalecía contra él y le privaba
de vida. El odio que Hyde sentía por Jekyll era de naturaleza distinta. El terror a la horca le obligaba continuamente
a suicidarse y regresar a su condición subordinada de parte y no de persona. Pero odiaba esa necesidad,
odiaba el desánimo en que Jekyll estaba sumido y se sentía ofendido por el dis gusto con que éste
le mira ba. De ahí las malas pasadas que me jugaba escribiendo de mi puño y letra blasfemias en las páginas
de mis libros favoritos, quemando las cartas de mi padre y destruyendo su retrato. Si no hubiera sido por su
terror a la muerte, habría buscado su ruina para arrastrarme a mí a ella. Pero su amor por la vida es asombroso.
Sólo diré lo siguiente: Yo, que enfermo y me aterro sólo de pensar en él, cuando recuerdo la abyección
y la pasión de su amor a la vida, cuando me doy cuenta de cuánto teme el poder que poseo para desplazarle
por medio del suicidio, le compadezco en lo más hondo de mi corazón.
Sería inútil prolongar esta descripción y me falta tiempo para hacerlo. Sólo diré que nadie ha sufrido
tormentos tales, y con eso basta. Y, sin embargo, el hábito de sufrir me ha valido, si no un alivio, sí al menos
un relativo encallecimiento del espíritu, cierta aquiescencia de la desesperación. Mi castigo habría podido
prolongarse durante años enteros de no haber sido por la última calamidad que me ha sobrevenido y
que, finalmente, me ha despojado de mi rostro y naturaleza. Mi provisión de sales, que no había renovado
desde el día de mi experimento, empezó a agotarse. Pedí una nueva remesa y preparé la mezcla. La ebullición
tuvo lugar y también el primer cambio de color, pero no el segundo. La bebí y no causó efecto. Por
Poole sabrás cómo he buscado esas sales por todo Londres. Ha sido en vano. Al fin he llegado al convencimiento
de que esa primera re mesa era impura y que fue precisamente esa impureza desconocida lo que
dio eficacia a la poción.
Ha transcurrido aproximadamente una semana y acabo esta confesión bajo la influencia de la última dosis
de las sales originales. A menos que suceda un milagro, ésta será, pues, la última vez que Henry Jekyll
pueda expresar sus pensamientos y ver su propio rostro (¡tan tristemente alterado!) reflejado en el espejo.
No quiero demorarme más en terminar este escrito que si hasta el momento ha logrado escapar a la destrucción
ha sido por una combinación de cautela y de suerte. Si la agonía de la transforma ción me atacara en el
momento de escribirlo, Hyde lo haría pedazos; pero si logro que pase algún tiempo desde el momento en
que le dé fin hasta que se opere el cambio, su increíble egoísmo y su capacidad para circunscribirse al momento
presente probablemente salvarán este documento de su inquina simiesca. El destino fatal que se
cierne sobre nosotros le ha cambiado y abatido hasta cierto punto. Dentro de media hora, cuando adopte de
nuevo y para siempre esa odiada personalidad, sé que permaneceré sentado, tembloroso y llorando en mi
sillón, o que continuaré recorriendo de arriba abajo esta habitación (mi último refugio terrenal) escuchando
todo sonido amenazador en un rapto de tensión y de miedo. ¿Morirá Hyde en el patíbulo? ¿Hallará el valor
suficiente para librarse de sí mismo en el último momento? Sólo Dios lo sabe. A mí no me importa. Ésta es,
en verdad, la hora de mi muerte, y lo que de ahora en adelante ocurra ya no me concierne a mí sino a otro.
Así, pues, al depositar esta pluma sobre la mesa y sellar esta confesión, pongo fin a la vida de ese desventurado que fue Henry jekyll............

Robert Louis Stevenson
 
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