HELENA BLAVATSKY, Isis sin velo

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rut
view post Posted on 10/6/2008, 01:32




HELENA BLAVATSKY.
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Helena Petrovna Hahn, después de casada Helena Petrovna Blavatsky (Ekaterinoslav, 12 de agosto de 1831 - Londres, 8 de mayo de 1891) más conocida como Helena Blavatsky (ruso: Елена Блаватская) o Madame Blavatsky, fue cofundadora de la Sociedad Teosófica y contribuyó a la difusión de la Teosofía moderna. Sus libros más importantes son Isis sin velo y la Doctrina Secreta, escritas en 1875 y 1888, respectivamente.

Su nombre original era Helena von Hahn, en ruso Елена Петровна. Nació en la ciudad de Ekaterinoslav (actual Dnipropietrovsk), situada en los márgenes del río Dnieper, en el sur de Rusia (actualmente territorio de Ucrania). El sobrenombre de Blavatsky se debe a un breve matrimonio con un hombre mayor, llamado Nikifor Vassilievitch Blavatsky, a los 17 años de edad. En rigor, la grafía correcta y coherente con la forma femenina rusa del nombre sería Blavatskaia. Petrovna es un apellido, es decir, identifica al padre. De esta manera, Petrovna significa hija de Petr (Pedro).

LILITH.
 
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leviathan1
view post Posted on 10/6/2008, 01:36




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Blavatsky era hija del coronel de origen alemán establecido en Rusia Feter von Hahn y Helena de Fadeyev, hija de una familia noble rusa, que trabajó como novelista. Por parte materna, ella era nieta de la princesa Helena Dolgorukov, botánica y escritora. Después de la prematura muerte de su madre en 1842, Helena creció bajo los cuidados de sus abuelas en Sarátov, donde estaba como gobernador su abuelo. Helena mostró talento como pianista, y según testimonios de algunos contemporaneos suyos, estaba dotada de ciertos poderes psíquicos o sobrenaturales. Desde muy pronto se mostró interesada en el esoterismo, leyendo algunos obras de la biblioteca personal de su bisabuelo que había sido iniciado en la masonería a finales del siglo XVIII.

A los diecisiete años, en 1848 Helena se casó con Nikifor Vassilievitch Blavatsky, vicegobernador de la provincia de Erevan, en Armenia, y que tenía cuarenta años. Helena aceptó casarse para poder ganar independencia, aunque según ella nunca consumó su unión. Tras tres meses de infeliz matrimonio, ella tomó un caballo y escapó de la casa cruzando las montañas, yendo a la casa de su abuelo en Tiflis.

Según cuenta ella inició una serie de viajes por diversos países, tales como Egipto, Turquía o Grecia, entre otros. En algunos de estos viajes, estuvo acompañada por Albert Rawson, un explorador naturalista de los Estados Unidos, también interesado en el esoterismo y que era miembro de la masonería.

Ella cuenta que con veinte años, en 1851, estaba con su padre en Londres, y que allí tuvo su primer encuentro con el que sería su maestro, que ella reconoció por sueños y visiones que tuvo durante su infancia. Este maestro sería un iniciado oriental de Rajput, Mahatma M. (o Maestro de Morya), como es conocido entre los teósofos.

Tal como ella cuenta en el mismo año, Blavatsky se embarcó para Canadá, y más adelante viajó por varias partes de los EE. UU., México, Sudamérica y la India. Su primera tentativa para entrar en el Tibet falló, volviendo entonces a Inglaterra, pasando de camino por Java.

En 1855 volvió a la India y tuvo suerte en su tentativa de entrar al Tíbet a través de Cachemira y Ladakh. En el Tíbet pasaría por un período del entrenamiento bajo la dirección de su maestro. En 1858, fue a Francia y Alemania, y volvió a Rusia el mismo año, pasando un corto período con su hermana Vera en Pskov. De 1860 hasta 1865 viajó y vivió en el Cáucaso, pasando por experiencias y crisis de tipo sobrenatural. Lo cual posibilitó, según ella, el poder adquirir un completo dominio de sus energías psíquicas. Partió de nuevo de Rusia en 1865, y viajó extensamente por los Balcanes, Grecia, Egipto, Siria e Italia, entre otros lugares.

En 1868 volvió a la India, via Tíbet. En este viaje, Blavatsky se encontró según cuenta, con el maestro, K.H. (o maestro Koot Hoomi) hospedándose en su residencia. Al final de 1870, volvió a Chipre y Grecia. Tomó un barco, más tarde, hacia Egipto, en el puerto de Perea en Grecia.

La nave donde había embarcado camino de Egipto naufragó cerca de la isla de Spetsai el 4 de julio de 1871. Tras salvarse, se dirigió a El Cairo y fundó la Sociedad Espírita, donde se propuso inicialmente fomentar los fenómenos espiritistas y mediumnicos, descritos por Allan Kardec poco antes, con el fin de introducir las enseñanzas del ocultismo y para demostrar la naturaleza máyica (es decir, ilusoria, desde una perspectiva teosófica) de tales prácticas. En las cartas escritas a sus familiares, Blavatsky estaba decepcionada con los participantes del grupo, ya que algunos simulaban ser médiums, mientras que otros eran ególatras contumaces. El grupo no duró mucho tiempo y no alcanzó los objetivos iniciales.

Después de varios viajes a través de Oriente Medio, volvió por un corto período a Odesa, en Ucrania, en julio de 1872. Según Helena, en la primavera de 1873, su maestro le dio instrucciones de proseguir hacia París y, más adelante, a Nueva York.

Leviathan.
 
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belzebuth666
view post Posted on 10/6/2008, 01:37




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En octubre de 1874 Blavatsky conoció al coronel Henry Olcott, así como a William Quan, un joven abogado irlandés en Nueva York. La fundación de la Sociedad Teosófica se produjo el 7 de septiembre de 1875, con la participación de dieciséis teósofos: Helena Blavatsky, Henry Steel Olcott, William Quan Judge, Charles Sotheram, Dr. Charles E. Simmons, W.L. Alden, G.H. Felt, J. Hyslop, D.E. de Lara. C.C. Massey, E.D. Monachesi, Henry J. Newton, H.M. Stevens, Jonh Storer Cobb, Dr. Britten, y su esposa, sus nombres constan en las actas que elaboró el entonces secretario William Quan Judge.

En septiembre de 1875 Blavatsky publicó su primera gran obra, Isis sin velo, un libro que trata de la historia y del desarrollo de las ciencias ocultas, la naturaleza y el origen de la magia, las raíces del cristianismo, y, según la perspectiva de la autora, los fallos de la teología cristiana, y los errores establecidos en aquel entonces por la ciencia oficial. En este mismo año, a Blavatsky le fue concedida la nacionalidad estadounidense. En 1878, Blavatsky y Henry Olcott trasladaron la sede de la Sociedad Teosófica a la ciudad de Adyar, en la India. Conocieron entonces a Alfred Percy Sinnett, el editor del periódico oficial del Gobierno de la India, "The Pioneer" de Allahabad. Este contacto fue muy importante para Blavatsky y la Sociedad Teosófica.

En octubre de 1879 se inició la publicación del primer número de la revista de teosofía, que fue llamada "The Theosophist" (la cual todavía se publica), siendo Blavatsky la editora responsable. La Sociedad Teosófica creció rápidamente, teniendo como miembros a personas de gran importancia.

En 1880 Blavatsky y Olcott habían pasado algún tiempo en Ceilán (actual Sri Lanka), estadía que generó y aumentó el interés por el sistema ético del budismo esotérico del mahayana. En septiembre de este año, Blavatsky y Olcott habían visitado a Sinnett y su esposa en Simla, India.

El serio interés de Sinnett en las enseñanzas y el trabajo de la sociedad Teosófica fundada por Blavatsky se plasmó en una correspondencia entre Sinnett y Mahatma K.H.. Como fruto de esta correspondencia, Sinnett escribió "El Mundo Oculto" (1881) y "El budismo esotérico" (1883). Ambos libros ejercieron gran influencia y lograron aumentar el interés por la teosofía en general y por la Sociedad Teosófica en particular. Las respuestas y las comunicaciones enviadas por los Mahatmas a Sinnett están contenidas en una correspondencia que duró de 1880 hasta 1885 y fueron publicadas en 1923 como las "Cartas de los Mahatmas para A.P. Sinnett". Las Cartas originales de los Mahatmas se conservan en el Museo Británico en Londres, y pueden ser vistas con un permiso especial del departamento de manuscritos raros del Museo Británico.

En mayo de 1882 Blavatsky y Olcott habían adquirido una gran propiedad en Madrás, en la India, en el barrio de Adyar, estableciendo oficialmente allí la sede internacional de la Sociedad Teosófica.

BELZEBUTH.
 
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astaroth1
view post Posted on 10/6/2008, 01:40




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Alexis y Emma Coulomb, dos miembros del grupo de trabajo de Adyar, acusaron a Blavatsky de fraude. Esta volvió a Adyar el 21 de diciembre de 1884 para investigar mejor la situación. Ella deseaba procesar a sus correligionarios, pero la dirección de la Sociedad Teosófica se negó. Muy decepcionada, dimitió del cargo de secretaria correspondiente en Adyar, y se marchó a Europa en 1885 para no regresar nunca más a la India.

El ataque de Coulomb, como fue probado más tarde, no tenía bases sólidas. Estuvo basado en cartas falsificadas, supuestamente escritas por Blavatsky, con instrucciones para la organización de fenómenos psíquicos fraudulentos. Una revista de misioneros cristianos en Madrás publicó la mayoría de las cartas.

La Sociedad para la Investigación Psíquica en Londres (London Society for Psychical Research) creó un comité especial para investigar a Madame Blavatsky. En diciembre de 1884, Richard Hodgson, un miembro del comité de aquella sociedad llegó a la India para investigar y para preparar el informe sobre las acusaciones de Coulomb. Basado en el informe Hodgson, el comité, en un informe final de 1885, "acusa a Madame Blavatsky como una de las impostoras más grandes de la historia". Hodgson también acusó a Blavatsky de ser una espía rusa. Este informe fue utilizado durante años como base para atacar a Madame Blavatsky y para intentar probar la inexistencia de los Maestros o Mahatmas.

En 1963, Adlai Waterman (seudónimo de Walter Carrithers, Jr.) en su obra "Obituario del informe de Hodgson sobre Madame Blavatsky", analizó y refutó las acusaciones de Hodgson. Una refutación más reciente puede hallarse en el libro de Vernon Harrison titulado "H.P. Blavatsky y la SPR: Un examen del informe de Hodgson de 1885".

Este ataque afectó gravemente a la salud de Blavatsky, que partió de la India para Europa en agosto de 1885. En Wurzburg (Alemania), comenzó a escribir La Doctrina Secreta, que fue su obra maestra. En mayo de 1887, aceptando la invitación de teósofos de Inglaterra, se trasladó a Londres.

ASTAROTH.
 
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belzebuth666
view post Posted on 10/6/2008, 01:43




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Cuando Blavatsky llegó a Londres, las actividades de los teosofistas se habían intensificado y establecido según las enseñanzas de su fundadora. En Inglaterra nació la revista "Lucifer" (del latin lucifer, «portador de la luz», aplicado al planeta Venus).

En Inglaterra, desde las acusaciones de fraude levantadas en la India, Blavatsky fue repetidamente desahuciada por los médicos. Según su propio testimonio, Helena recibió un día la visita de uno de sus instructores tibetanos que le dieron, según ella, la opción siguiente: "o morir, liberándose (del cuerpo enfermo), o continuar viva acabando la Doctrina Secreta". Se recuperó y continuó escribiendo su obra, la cual finalizó y publicó en 1888, simultáneamente en Londres y Nueva York. Sus ayudantes en la transcripción y la edición de los manuscritos habían sido Bertram Keightley y Archibald Keightley.

La Doctrina Secreta es el libro más importante de Blavatsky. El primer volumen se dedica a la cosmogénesis y estudia, básicamente, la composición y la evolución del universo. El esqueleto de este volumen está formado por siete estrofas traducidas del libro de Dyzian con los comentarios y las explicaciones hechos por Blavatsky. En este volumen están también explicados los símbolos básicos contenidos en las grandes religiones y mitologías del mundo. El segundo volumen contiene otra serie de estrofas del libro de Dyzian, que describen la evolución humana (antropogénesis)

Las últimas palabras escritas por Blavatsky en este libro fueron: "Esta obra se dedica a todos los teosofistas verdaderos".

También en 1888 Madame Blavatsky fundó la sección esotérica de la Sociedad Teosófica, dedicada al estudio más profundo de la filosofía esotérica, y escribió para los estudiantes de esta escuela tres trabajos.

En 1889 Blavatsky publicó el libro La Llave de la Teosofía, una exposición de ética, filosofía y ciencia en forma de preguntas y respuestas que muestran las razones por las cuales se fundó la Sociedad Teosófica, y cuales eran sus enseñanzas básicas. También publicó La Voz del Silencio, un libro poético basado en el Libro de Oro del Gobierno, que había memorizado mientras estaba viviendo en un monasterio lamaísta tibetano, y que fue traducido a la lengua portuguesa por el escritor, poeta y estudioso del esoterismo Fernando Pessoa.

BELZEBUTH.
 
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satanas1
view post Posted on 10/6/2008, 01:47




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Según los testigos de la época, Blavatsky trabajó incesantemente en sus proyectos, con su salud seriamente resentida. El volumen de su trabajo se puede considerar en la obra "La Doctrina Secreta". En esta incluye 2.000 citas, con indicaciones exactas de páginas y de autores, relacionando los libros que no habría podido leer, por lo menos directamente. Otro ejemplo de su trabajo y dedicación extensos es el libro Isis sin velo, con más de 1.300 páginas.

Según el crítico británico Guillermo Emmett Coleman, para escribir Isis sin velo, Blavatsky necesitaría haber estudiado 1.400 libros, lo cuál sería imposible porque viajó constantemente con una pequeña cantidad de libros en su biblioteca personal. Por otra parte, si Blavatsky había leído todos los libros (muchos disponibles solamente en algunos museos o bibliotecas distantes) de los cuales cita fragmentos literales in extenso, durante sus libros, le habría llevado varias vidas para concluir la lectura de todos ellos.

Madame Blavatsky explicó que escribió tanto Isis sin velo como La Doctrina Secreta con la ayuda de los Mahatmas, y que algunas veces le transfirieron sus conciencias a su cuerpo físico, en un proceso llamado "tulku". Blavatsky afirmaba que tal proceso no era mediúmnico, porque los mahatmas no eran espíritus de muertos, sino seres humanos verdaderos en cuerpos físicos. Según ella, algunas descripciones y citas le fueron mostradas por ellos a través de la luz astral; otras veces, mientras dormía. Según su versión, páginas enteras fueron precipitadas en su propia letra, o las cartas de los maestros se materializaban en el papel. Estas afirmaciones contribuirían fuertemente al hecho de que Blavatsky fuera tomada como impostora.

Por otra parte, sus críticos la acusan de racismo, particularmente cuando Blavatsky menciona a algunos grupos étnicos como los aborígenes australianos por ejemplo, como pertenecientes a una raza inferior, puesto que los identifica como "un cruce atlanto-lemuriano". Con respecto a los semitas, particularmente los árabes, dijo que eran "espiritualmente degenerados".

SATANAS.
 
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leviathan1
view post Posted on 10/6/2008, 01:51




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Helena Blavatsky falleció en Londres, en 1891. Su cuerpo fue cremado y un tercio de sus cenizas quedaron en Europa, un tercio en los Estados Unidos, llevadas por William Quan Judge y el tercio restante se encuentra en la sede internacional de la Sociedad Teosófica, depositadas dentro de una estatua hecha en su memoria. Después de su muerte y la de Henry Steel Olcott, la dirección de la Sociedad Teosófica fue entregada al discípulo preferido de Blavatsky, Annie Besant, y a William Quan.

En su ultima voluntad, Blavatsky pide a los teósofos que celebren la fecha de su muerte como el día del Loto Blanco. Atendiendo a su deseo, desde 1892, en esta fecha se reúnen los miembros de la Sociedad Teosófica alrededor del mundo en homenaje a ella.

En España, Blavatsky tuvo un discípulo y seguidor infatigable en Mario Roso de Luna, el Mago de Logrosán, "teósofo y ateneísta".

Leviathan.
 
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samael69
view post Posted on 10/6/2008, 01:53




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* Isis sin velo
* La voz del silencio
* La Doctrina Secreta
* Por las grutas y selvas del Indostán
* Gemas de Oriente
* La clave de la Teosofía
* El país de las montañas azules
* Glosario Teosófico
 
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rut
view post Posted on 10/6/2008, 01:57




Isis sin velo.
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sis sin velo (título original: "Isis Unveiled") es una de las obras más importantes de Helena Petrovna Blavatsky, que fue una de los fundadores de la Sociedad Teosófica. El libro fue publicado el 29 de septiembre de 1877, siendo la obra más importante de la autora hasta la publicación de La doctrina secreta en 1888, el libro que complementó y amplió las ideas que habían sido presentadas en "Isis sin velo".

La obra comenzó a ser escrita en Ithaca, Estados Unidos. Más adelante, la autora regresó a la ciudad de Nueva York, donde ella concluyó el libro. Isis sin velo es una extensa exposición de ideas de TeosofIa, de la que Blavatsky era una de los divulgadoras principales.

Según la propia propia Blavatsky, no era ella la autora del libro, sino que, según dijo, fue escrita por inspiración de los Mahatmas, sus instructores del Tibet, usando un proceso chamado Tulku, que, según ella, no es un proceso mediúmnico.

El libro describe historia, y el desarrollo del ciencias ocultas, la naturaleza y el origen de magia, las raíces del cristianismo, y según la autora, los errores de la teología del cristianismo y los errores establecidos por la ciencia ortodoxa.

Se compone de dos volúmenes, el primero centrado sobre ciencias, y el segundo en la religión. Los dos volúmenes apoyan la idea del espiritualismo, y gran parte del contenido teosofiza de acuerdo con él. El volumen sobre ciencias trata de mostrar cómo la ciencia puede llegar a ser tan dogmática como la la religión, y traicionar su propio método científico, negando lo espiritual sin pruebas científicas definitivas. El volumen sobre religión expone la hipocresía de las religiones, centrándose en cómo y donde se ha desviado de sus orígenes, mientras que simultáneamente sigue el rastro de las doctrinas de los místicos y de los filósofos más respetados enlazándolos con una raíz espiritual común.

Con más de 1300 páginas, el libro muestra un gran conocimiento de Blavatsky en los temas que la obra trata. Según el crítico inglés Guillermo Emmett Coleman, para escribir Isis sin velo, Blavatsky necesitaría haber estudiado 1400 libros, lo cuál sería imposible para alguien que viajaba constantemente con una cantidad pequeña de libros en su biblioteca personal.

LILITH.
 
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satanas1
view post Posted on 10/6/2008, 02:16




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La Sociedad Teosófica fue oficialmente fundada en Nueva York el 17 de noviembre de 1875 por la Sra. Helena P. Blavatsky y el Coronel Henry S. Olcott, además de otras personas. Tiene su cede central en Adyar, estado de Chennai (Madrás), India.

Son sus objetivos:

1º Formar un núcleo de la Fraternidad Universal de la Humanidad sin distinción de raza, credo, sexo, casta o color.

2º Fomentar el estudio comparado de las religiones, filosofías y ciencias.

3º Investigar las leyes inexplicadas de la naturaleza y los poderes latentes en el Hombre.

SATANAS.
 
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leviathan1
view post Posted on 24/11/2008, 16:30




LA CUEVA DE LOS ECOS
UNA HISTORIA EXTRAÑA, PERO VERDADERA


En una de la provincias más distantes del Imperio ruso y en una pequeña ciudad
fronteriza a la Siberia, ocurrió hace más de treinta años una tragedia misteriosa. A
cosa de seis verstas de la ciudad de P…, célebre por la hermosura salvaje de sus
campiñas y por la riqueza de sus habitantes, en general propietarios de minas y de
fundiciones de hierro, existía una mansión aristocrática. La familia que la habitaba se
componía del dueño, solterón viejo y rico, y de su hermano, viudo con dos hijos y tres
hijas. Se sabía que el propietario, señor Izvertzoff, había adoptado a los hijos de su
hermano, y habiendo tomado un cariño especial por el mayor de sus sobrinos, llamado
Nicolás, le instituyó único heredero de sus numerosos Estados.
Pasó el tiempo. El tío envejecía y el sobrino se acercaba a su mayor edad. Los días y los
años habían pasado en una serenidad monótona, cuando en el hasta entonces claro
horizonte de la familia se formó una nube. En un día desgraciado se le ocurrió a una de
las sobrinas aprender a tocar la cítara. Como el instrumento es de origen puramente
teutón, y como no podía encontrarse maestro alguno en los alrededores, el
complaciente tío envió a buscar uno y otro a San Petersburgo. Después de una
investigación minuciosa, sólo pudo darse con un profesor que no tuviera inconveniente
en aventurarse a ir tan cerca de la Siberia. Era un artista alemán, anciano, que
compartiendo su cariño igualmente entre su instrumento y su hija, rubia y bonita, no
quería separarse de ninguno de los dos. Y así sucedió que en una hermosa mañana llegó
el profesor a la mansión, con su caja de música debajo del brazo y su linda Minchen
apoyándose en el otro.
Desde aquel día la pequeña nube empezó a crecer rápidamente, pues cada vibración
del melodioso instrumento encontraba un eco en el corazón del viejo solterón. La
música despierta el amor, se dice, y la obra comenzada por la cítara fue completada por
los hermosos ojos azules de Minchen. Al cabo de seis meses, la sobrina se había hecho
una hábil tocadora de cítara y el tío estaba locamente enamorado.
Una mañana reunió a su familia adoptiva, abrazó a todos muy cariñosamente,
prometió recordarlos en su testamento y, por último, se desahogó declarando su
resolución inquebrantable de casarse con la Minchen de ojos azules. Después se les
echó al cuello y lloró en silencioso arrobamiento. La familia, comprendiendo que. la
1 Esta historia está sacada del relato de un testigo presencial, un señor ruso muy piadoso y digno de
crédito. Además, los hechos están copiados de los registros de la Policía de P… El testigo en cuestión los
atribuye, por supuesto, parte a la intervención divina y parte al diablo. – H. P. B.
herencia se le escapaba, lloró también, aunque por causa muy distinta. Después de
haber llorado se consolaron y trataron de alegrarse, pues el anciano caballero era
amado sinceramente de todos. Sin embargo, no todos se alegraron. Nicolás, que
también se había sentido herido en el corazón por la linda alemana, y que de un golpe
se veía privado de ella y del dinero de su tío, ni se consoló ni se alegró, sino que
desapareció durante todo un día.
Mientras tanto el señor Izvertzoff había ordenado que preparasen su coche de viaje
para el día siguiente, y se susurró que iba a la capital del distrito, a alguna distancia de
su casa, con la intención de variar su testamento. Aunque era muy rico, no tenía ningún
administrador de sus Estados y él mismo llevaba sus libros de contabilidad. Aquella
misma tarde, después de cenar, se le oyó en su habitación reprendiendo agriamente a
un criado que hacía más de treinta años estaba a su servicio. Este hombre, llamado Iván,
era natural del Asia del Norte, de Kanischatka; había sido educado por la familia en la
religión cristiana, y se le creía muy adicto a su amo. Unos cuantos días después, cuando
la primera de las trágicas circunstancias que voy a relatar había traído a aquel sitio a
toda la fuerza de la Policía, se recordó que Iván estaba borracho aquella noche; que su
amo, que tenía horror a este vicio, le había apaleado paternalmente y le había echado
fuera de la habitación, y aun se le vio dando traspiés fuera de la puerta y se le oyeron
proferir amenazas.
En el vasto dominio del señor Izvertzoff había una extraña caverna que excitaba la
curiosidad de todo el que la visitaba. Existe hoy todavía, y es muy conocida de todos los
habitantes de P… Un bosque de pinos comienza a corta distancia de la puerta del jardín
y sube en escarpadas laderas a lo largo de cerros rocosos, a los que ciñe con el ancho
cinturón de su vegetación impenetrable. La galería que conduce al interior de la
caverna, conocida por la Cueva de los Ecos, está situada a media milla de la mansión,
desde la cual aparece corno una pequeña excavación de la ladera, oculta por la maleza,
aunque no tan completamente que impida ver cualquier persona que entre en ella
desde la terraza de la casa. Al penetrar en la gruta, el explorador ve en el fondo de la
misma una estrecha abertura, pasada la cual se encuentra una elevadísima caverna,
débilmente iluminada por hendiduras en el abovedado techo a cincuenta pies de altura.
La caverna es inmensa, y podría contener holgadamente de dos a tres mil personas. En
el tiempo del señor Izvertzoff una parte de ella estaba embaldosada, y en el verano se
usaba a menudo como salón de baile en las jiras campestres. Es de forma oval irregular,
y se va estrechando gradualmente hasta convertirse en un ancho corredor que se
extiende varias millas, ensanchándose a trechos y formando otras estancias tan grandes
y elevadas como la primera, pero con la diferencia de que no pueden cruzarse sino en
botes, por estar siempre llenas de agua. Estos receptáculos naturales tienen la
reputación de ser insondables.
En la orilla del primero dé estos canales existe una pequeña plataforma con algunos
asientos rústicos, cubiertos de musgo, convenientemente colocados, y en este sitio es
donde se oye en toda su intensidad el fenómeno de los ecos que dan nombre a la gruta.
Una palabra susurrada, y hasta un suspiro, es recogido por infinidad de voces burlonas, y
en lugar de disminuir de volumen, como hacen los ecos honrados, el sonido se hace más
y más intenso a cada sucesiva repetición, hasta que al fin estalla como la repercusión de
un tiro de pistola y retrocede en forma de gemido lastimero a lo largo del corredor.
En el día en cuestión, el señor Izvertzoff había indicado su intención de dar un baile en
esta cueva al celebrar su boda, que había fijado para una fecha cercana. Al día siguiente
por la mañana, mientras hacía sus preparativos para el viaje,. su familia le vio entrar en
la gruta acompañado solamente por su criado siberiano. Media hora después Iván
volvió a la mansión por una tabaquera que su amo había dejado olvidada, y regresó con
ella a la gruta. Una hora más tarde la casa entera se puso en conmoción por sus grandes
gritos. Pálido y chorreando agua, Iván se precipitó dentro como un loco, y declaró que el
señor Izvertzoff había desaparecido, pues que no se le encontraba en ninguna parte de
la caverna. Creyendo que se habla caído en el lago, se había sumergido en el primer
receptáculo en su busca, con peligro inminente de su propia vida.
El día pasó sin que diesen resultado las pesquisas en busca del anciano. La Policía
invadió la casa, y el más desesperado parecía ser Nicolás, el sobrino, que a su llegada se
había encontrado con la triste noticia.
Una negra sospecha recayó sobre Iván el siberiano. Había sido castigado por su amo la
noche anterior y se le había oído jurar que tomaría venganza. Le había acompañado
solo a la cueva, y cuando registraron su habitación se encontró debajo de la cama una
caja llena de riquísimas joyas de familia. En vano fue que el siervo pusiese a Dios por
testigo de que la caja le había sido confiada por su amo precisamente antes de que se
dirigieran a la cueva; que la intención de su amo era hacer remontar las joyas que
destinaba a la novia como regalo, y que él, Iván, daría gustoso su propia vida para
devolvérsela a su amo, si supiese que éste estaba muerto. No se le hizo ningún caso, sin
embargo, y fue arrestado y metido en la cárcel bajo acusación de asesinato. Allí se le
encerró, pues según la legislación rusa, no podía, al menos por aquellos tiempos, ser
condenado criminal alguno a muerte, por demostrado que estuviese su delito, siempre
que no se hubiese confesado culpable.
Después de una semana de inútiles investigaciones, la familia se vistió de riguroso
luto, y como el testamento primitivo no había sido modificado, toda la propiedad pasó
a manos del sobrino. El viejo profesor y su hija soportaron este repentino revés de la
fortuna con flema verdaderamente germánica, y se prepararon a partir. El anciano cogió
su cítara debajo del brazo y se dispuso a marchar con su Minchen, cuando el sobrino le
detuvo, ofreciéndose, en lugar de su difunto tío, como esposo de la linda damisela.
Encontraron muy agradable el cambio, y, sin causar gran ruido, fueron casados los dos
jóvenes.
Transcurrieron diez años, y nos encontramos nuevamente a la feliz familia al principio
de 1859. La linda Minchen se había puesto gruesa y se había hecho vulgar. Desde el día
de la desaparición del anciano, Nicolás se había vuelto áspero y retraído en sus
costumbres, admirándose muchos de tal cambio, pues nunca se le veía sonreír. Parecía
que el único objeto de su vida era el encontrar al asesino de su tío o, más bien, hacer
que Iván confesase su crimen. Pero este hombre persistía aún en que era inocente.
Sólo un hijo había tenido la joven pareja, y por cierto que era un niño extraño.
Pequeño, delicado y siempre enfermo, parecía que su frágil vida pendía de un hilo.
Cuando sus facciones estaban en reposo era tal su parecido con el tío, que los
individuos de la familia a menudo se alejaban de él con terror. Tenía la cara pálida y
arrugada de un viejo de sesenta años sobre los hombros de un niño de nueve. Nunca se
le vio reír ni jugar. Encaramado en su silla alta, permanecía sentado gravemente,
cruzando los brazos de una manera que era peculiar al difunto señor Izvertzoff, y así se
pasaba horas y horas inmóvil y adormecido. A sus nodrizas se les veía a menudo
santiguarse furtivamente al acercarse a él por la noche, y ninguna de ellas hubiera
consentido en dormir a solas con él en su cuarto. La conducta del padre para con su hijo
era aún más extraña. Parecía quererlo apasionadamente y al mismo tiempo odiarlo en
extremo. Muy rara vez le besaba o acariciaba, sino que, con semblante lívido y ojos
espantados, pasaba largas horas mirándole, mientras que el niño estaba tranquilamente
sentado en su rincón, con sus maneras de viejo propias de un duende. El niño no había
salido nunca de la hacienda, y pocos de la familia conocían su existencia.
A mediados de julio, un viajero húngaro, de elevada estatura, precedido de una gran
reputación de excentricidad, fortuna y poderes misteriosos, llegó a la ciudad de P…
desde el Norte, donde había residido muchos años. Se estableció en la pequeña ciudad
en compañía de un shamano, o mago de la Siberia del Sur, con quien se decía que
verificaba experimentos de magnetismo. Daba comidas y reuniones, e invariablemente
exhibía a su shamano, de quien estaba muy orgulloso, para divertir a sus huéspedes. Un
día los notables de P… invadieron repentinamente los dominios de Nicolás Izvertzoff
solicitando les prestase su cueva para pasar una velada. Nicolás consintió con gran
repugnancia, y sólo después de una vacilación aún mayor se dejó persuadir para unirse a
la partida.
La primera caverna y la plataforma al lado del insondable lago estaban refulgentes de
luz. Centenares de velas y de antorchas de vacilantes llamas, metidas en las hendiduras
de las rocas, iluminaban aquel sitio, y ahuyentaban las sombras de ángulos y rincones en
donde habían estado agazapadas, sin ser molestadas, durante muchos años. Las
estalactitas de las paredes chispeaban brillantemente, y los dormidos ecos fueron
repentinamente despertados por alegre confusión de risas y conversaciones.
El shamano, a quien su amigo y patrón no había perdido de vista un momento, estaba
sentado en un rincón, y, como de costumbre, hipnotizado, encaramado en una roca
saliente a la mitad del camino entre la entrada y el agua. Con su rostro de amarillo
limón, lleno de arrugas, su nariz chata y barba rala, parecía más bien un horrible ídolo de
piedra que un ser humano. Muchos de la partida se apretaban a su alrededor recibiendo
atinadas contestaciones a las preguntas que le dirigían, pues el húngaro sometía
gustoso su “sujeto” magnetizado a los interrogatorios.
De pronto una señora hizo la observación de que en aquella misma cueva había
desaparecido el señor Izvertzoff hacía diez años. El extranjero pareció interesarse en el
caso, mostrando deseos de saber lo acaecido. En su consecuencia, buscaron a Nicolás
entre la multitud y le condujeron delante del grupo de curiosos. Era el huésped, y le fue
imposible el negarse a hacer la deseada narración. Repitió, pues, el triste relato con voz
temblorosa, pálido semblante y viéndosele brillar las lágrimas en sus ojos febriles. Los
asistentes se afectaron mucho, murmurando grandes elogios sobre la conducta del
amante sobrino, que tan bien honraba la memoria de su tío y bienhechor. Cuando, de
repente, la voz de Nicolás se ahogó en su garganta, sus ojos parecieron salir de sus
órbitas y, con un gemido ronco, retrocedió tambaleándose. Todos los ojos siguieron con
curiosidad su aterrada vista, que se fijó y permaneció clavada sobre una diminuta cara
de bruja que se asomaba por detrás del húngaro.
–¿De dónde vienes? ¿Quién te trajo aquí, niño?– balbuceó Nicolás, pálido como la
muerte.
–Yo estaba acostado, papá; este hombre vino por mi y me trajo aquí en sus brazos
–contestó con sencillez el muchacho, señalando al shamano, a lado de quien se hallaba
en la roca, y el cual seguía con los ojos cerrados, moviéndose de un lado a otro como un
péndulo viviente.
–Esto es muy extraño –observó uno de los huéspedes –, pues este hombre no se ha
movido de su sitio.
–¡Gran Dios! ¡Qué parecido tan extraordinario!– murmuró un antiguo vecino de la
ciudad, amigo de la persona desaparecida.
–¡Mientes, niño!–exclamó con fiereza el padre –Vete a la cama, éste no es sitio para ti.
–Vamos, vamos –dijo el húngaro, interponiéndose con una expresión extraña en su
cara, y rodeando con sus brazos la delicada figura del niño–; el pequeño ha visto el
doble de mi shamano que a menudo vaga a gran distancia de su cuerpo, y ha tomado al
fantasma por el hombre mismo. Dejadlo permanecer un rato con nosotros.
A estas extrañas palabras los asistentes se miraron con muda sorpresa, mientras que
algunos hicieron piadosamente el signo de la cruz, presumiendo, indudablemente, que
se trataba del diablo y de sus obras.
–Y por otro lado –siguió diciendo el húngaro con un acento de firmeza peculiar,
dirigiéndose a la generalidad de los concurrentes más bien que a algunos en particular
–¿por qué no habríamos de tratar, con ayuda de mis shamano de descubrir el misterio
que encierra esta tragedia? Está todavía en la cárcel la persona de quien se sospecha.
¿Cómo no ha confesado su delito todavía? Esto es seguramente muy extraño; pero
vamos a saber la verdad dentro de algunos minutos. ¡Que todo el mundo guarde
silencio!
Se aproximó entonces al tehuktchené, e inmediatamente dio principio a sus
manipulaciones, sin siquiera pedir permiso al dueño del lugar. Este último permanecía
en su sitio como petrificado de horror y sin poder articular una palabra. La idea
encontró una aprobación general, a excepción de él, y especialmente aprobó el
pensamiento el inspector de Policía, coronel S.
–Señoras y caballeros –dijo el magnetizador con voz suave–: permitidme que en esta
ocasión proceda de una manera distinta de lo que generalmente acostumbro a hacerlo.
Voy a emplear el método de la magia nativa. Es más apropiado a este agreste lugar y de
mucho más efecto, corno ustedes verán, que nuestro método europeo de
magnetización.
Sin esperar contestación, sacó de un saco que siempre llevaba consigo, primeramente,
un pequeño tambor, y después dos redomas pequeñas, una llena de un líquido y la otra
vacía. Con el contenido de la primera roció al shamano, quien empezó a temblar y a
balancearse más violentamente que nunca. El aire se llenó de un perfume de especias, y
la misma atmósfera pareció hacerse más clara. Luego, con horror de los presentes, se
acercó al tibetano, y sacando de un bolsillo un puñal en miniatura, le hundió la acerada
hoja en el antebrazo y sacó sangre, que recogió en la redoma vacía. Cuando estuvo
medio llena oprimió el orificio de la herida con el dedo pulgar, y detuvo la salida de la
sangre con la misma facilidad que si hubiera puesto el tapón a una botella, después de
lo cual roció la sangre sobre la cabeza del niño. Luego se colgó el tambor al cuello y, con
dos palillos de marfil cubiertos de signos y letras mágicas, empezó a tocar una especie
de diana para atraer los espíritus, según él decía.
Los circunstantes, medio sorprendidos, medio aterrorizados por este extraordinario
procedimiento, se apiñaban ansiosamente a su alrededor, y durante algunos momentos
reinó un silencio de muerte en toda la inmensa caverna. Nicolás, con semblante lívido
como el de un cadáver, permanecía sin articular palabra. El magnetizador se había
colocado entre el shamano y la plataforma, cuando principió a tocar lentamente el
tambor. Las primeras notas eran como sordas, y vibraban tan suavemente en el aire, que
no despertaron eco alguno; pero el shamano apresuró su movimiento de vaivén y el
niño se mostró intranquilo. Entonces el que tocaba el tambor principió un canto lento,
bajo, solemne e impresionante.
A medida que aquellas palabras desconocidas salían de sus labios, las llamas de las
velas y de las antorchas ondulaban y fluctuaban, hasta que principiaran a bailar al
compás del canto. Un viento frío vino silbando de los obscuros corredores, más allá del
agua, dejando en pos de sí un eco quejumbroso. Luego una especie de neblina que
parecía brotar del suelo y paredes rocosas se condensó en torno del shamano y del
muchacho. Alrededor de este último el aura era plateada y transparente, pero la nube
que envolvía al primero era roja y siniestra. Aproximándose más a la plataforma, el
mago dio un redoble más fuerte en el tambor; redoble que esta vez fue recogido por el
eco con un efecto terrorífico. Retumbaba cerca y lejos con estruendo incesante; un
clamor más y más ruidoso sucedía a otro, hasta que el estrépito formidable pareció el
coro de mil voces de demonios que se levantaban de las insondables profundidades del
lago. El agua misma, cuya superficie, iluminada por las muchas luces, había estado hasta
entonces tan llana como un cristal, se puso repentinamente agitada, como si una
poderosa ráfaga de viento hubiese recorrido su inmóvil superficie.
Otro canto, otro redoble del tambor, y la montaña entera se estremeció hasta sus
cimientos, con estruendos parecidos a los de formidables cañonazos disparados en los
inacabables y obscuros corredores. El cuerpo del shamano se levantó dos yardas en el
aire y, moviendo la cabeza de un lado a otro y balanceándose, apareció sentado y
suspendido como una aparición. Pero la transformación que se operó entonces en el
muchacho heló de terror a cuantos presenciaban la escena. La nube plateada que
rodeaba al niño pareció que le levantaba también en el aire; mas, al contrario del
shamano, sus pies no abandonaron el suelo. El muchacho principió a crecer como si la
obra de los años se verificase milagrosamente en algunos segundos. Se tornó alto y
grande, y sus seniles facciones se hicieron más y más viejas, a la par que su cuerpo. Unos
cuantos segundos más, y la forma juvenil desapareció completamente, absorbida en su
totalidad por otra individualidad diferente y con horror de los circunstantes, que
conocían su apariencia, esta individualidad era la del viejo Sr. Izvertzoff, quien tenía en
la sien una gran herida abierta, de la que caían gruesas gotas de sangre.
El fantasma se movió hacia Nicolás, hasta que se puso directamente enfrente de él,
mientras que éste, con el pelo erizado y con los ojos de un loco, miraba a su propio hijo
transformado inesperadamente en su tío mismo. El silencio sepulcral fue interrumpido
por el húngaro, quien, dirigiéndose al niño–fantasma, le preguntó con voz solemne:
–En nombre del gran Maestro, de Aquel que todo lo puede, contéstanos la verdad y
nada más que la verdad. Espíritu intranquilo, ¿te perdiste por accidente, o fuiste
cobardemente asesinado?
Los labios del espectro se movieron, pero fue el eco el que contestó en su lugar,
diciendo con lúgubres resonancias:
–¡Asesinado! ¡Asesinado! ¡A–se–si–na–do!...
–¿Dónde? ¿Cómo? ¿Por quién? –preguntó el conjurador.
La aparición señaló con el dedo a Nicolás, y sin apartar la vista ni bajar el brazo se
retiró, andando lentamente de espaldas y hacia el lago. A cada paso que daba el
fantasma, Izvertzoff el joven, como obligado por una fascinación irresistible, avanzaba
un paso hacia él, hasta que el espectro llegó al lago, viéndosele en seguida deslizarse
sobre su superficie. ¡Era una escena de fantasmagoría verdaderamente horrible!
Cuando llegó a dos pasos del borde del abismo de agua, una violenta convulsión agitó
el cuerpo del culpable. Arrojándose de rodillas se agarró desesperadamente a uno de
los asientos rústicos y, dilatándose sus ojos de una manera salvaje, dio un grande y
penetrante grito de agonía. El fantasma entonces permaneció inmóvil sobre el agua y,
doblando lentamente su dedo extendido, le ordenó acercarse. Agazapado, presa de un
terror abyecto, el miserable gritaba hasta que la caverna resonó una y otra vez:
–¡No fui yo…, no; yo no os asesiné!
Entonces se oyó una caída; era el muchacho que apareció sobre las obscuras aguas
luchando por su vida en medio del lago, viéndose a la inmóvil y terrible aparición
inclinada sobre él.
–¡Papá, papá, sálvame… que me ahogo!…–exclamó una débil voz lastimera en medio
del ruido de los burlones ecos.
–¡Mi hijo!–gritó Nicolás con el acento de un loco y poniéndose en pie de un salto –. ¡Mi
hijo! ¡Salvadlo! ¡Oh! ¡Salvadlo!… ¡Sí, confieso. ¡Yo soy el asesino!… ¡Yo fui quien le
mató!
Otra caída en el agua, y el fantasma desapareció. Dando un grito de horror los
circunstantes se precipitaron hacia la plataforma; pero sus pies se clavaron
repentinamente en el suelo al ver, en medio de los remolinos, una masa blanquecina e
informe enlazando al asesino y al niño en un estrecho abrazo y hundiéndose
lentamente en el insondable lago.
A la mañana siguiente, cuando, después de una noche de insomnio, algunos de la
partida visitaron la residencia del húngaro, la encontraron cerrada y desierta. Él y el
shamano habían desaparecido. Muchos son los habitantes de P… que recuerdan el caso
todavía. El Inspector de Policía, Coronel S., murió algunos años después en la completa
seguridad de que el noble viajero era el diablo. La consternación general creció de
punto al ver convertida en llamas la mansión Izvertzoff aquella misma noche. El
Arzobispo ejecutó la ceremonia del exorcismo; pero aquel lugar se considera maldito
hasta el presente. En cuanto al Gobierno, investigó los hechos y… ordenó el silencio.
 
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belzebuth666
view post Posted on 24/11/2008, 16:32




UN MATUSALÉN ÁRTICO
HISTORIETA DE NAVIDAD

_
El antiguo castillo de un rico propietario de Finlandia se veía muy favorecido de
gentes en aquella fría noche de Navidad, gentes reunidas al amor del fuego del
clásico hogar, todo recuerdos de la santa tradición hospitalaria de sus nobles
antepasados, por la que se conservaban aún vivas las prácticas y supersticiones de la
Edad Media, en parte rusas, llevadas de las orillas del Neva por los últimos dueños.
No faltaban, no, en aquella noche augusta consagrada por los siglos, ni el árbol de
Noel, de o Navidad, ni los demás preparativos de fiesta que son de rigor allí como en
toda la tierra.
El castillo estaba lleno de tesoros arcaicos: los ceñudos retratos de los antecesores en
viejos y carcomidos marcos; toda clase de armas de caballeros en las panoplias, y de
antiguos vestuarios señoriles en los armarios. Extenso, misterioso, el tal castillo, como
todos los edificios de su clase, no faltaban en él tampoco antiguos torreones
desportillados y desiertos; baluartes almenados; góticos ventanales; sus sótanos
mohosos, obscuros e interminables, no visitados desde hacía quizá docenas de
generaciones, y enlazados con cuevas y escapes subterráneos, donde más de un preso
había quizá padecido las torturas de alguna vieja venganza, para retornar su espectro,
después de muerto aquél de angustia, a pedir justicia contra los vivos. Era, en fin, el tal
castillo–palacio, un resto imponente de un pasado feudal no menos imponente que él
mismo y el más apto, por tanto, para la reproducción de toda clase de horrores
románticos. Tranquilícese, sin embargo, el lector, que semejante marco de antiguos
horrores no va a jugar papel alguno, como podía esperarse, en esta mi verídica
narración.
El héroe principal de ella es, por el contrario, un hombre vulgarísimo a quien
llamaremos Erkler, o mejor el Dr. Erkler, profesor de medicina, alemán por línea paterna
y completamente ruso por su educación, como por su madre2.
El Dr. Erkler era un consumado viajero, por haber acompañado en todas sus empresas
a uno de los más famosos exploradores en sus viajes alrededor del mundo. Uno y otro,
el doctor y el explorador, habían tenido ocasiones varias de ver cara a cara la muerte y
desafiarla intrépidos, ora bajo las nieves polares, ora bajo los tórridos calores del
trópico.
2 Estas mismas condiciones de ascendencia prusiana y rusa nobiliarias reunía, como es sabido, H. P. B.,
cosa que nos hace sospechar si, bajo el velo de esta ficción, no se oculta alguno de tantos sucedidos de la
autora.
Entre el cúmulo de sus tan numerosos como emocionantes recuerdos, el doctor
parecía mostrar una no disimulada preferencia entusiasta hacia “sus inviernos” pasados
en Groenlandia y Nueva Zembla, más que hacia aquellos otros, por ejemplo, de la
Australia, donde, entre otras peripecias graves, estuvieron a punto de morir de sed él y
los suyos durante una travesía de catorce horas sin sombra ni agua.
–Sí –solía decir el doctor en medio de sus pintorescas y vivas narraciones.– Lo he
experimentado todo... ¡Todo, excepto eso que, en su ignorancia, llaman lo sobrenatural
las gentes supersticiosas!… Sin embargo –añadió, con trémula y baja voz –, hay en mi ya
larga vida un suceso sumamente extraordinario. He tropezado una vez con un extraño
hombre, rodeado de circunstancias completamente inexplicables, capaces de confundir
al más escéptico…
Todos los circunstantes sintieron, al oír aquello, el aletazo de la curiosidad, una
curiosidad terrorífica, bien adecuada al momento aquel en que el viento silbaba con
estrépito y caía la nieve en abundancia, haciendo más inestimable el beneficio de las
comodidades de cuantos le escuchaban al doctor en torno del hogar. El sabio continuó
de esta manera:
–En el año de mil ochocientos setenta y ocho nos fue forzoso invernar en la costa
noroeste de Spizberg, en nuestra exploración del fugaz verano anterior hacia el polo.
Como de costumbre, el propósito de abrirnos un camino hacia el polo ártico, fracasó
por causa de los iceberg, y tras vanos esfuerzos tuvimos que rendirnos a la dura
fatalidad. De allí a pocos días, la terrible noche polar tendió sobre nosotros su manto
cruel, y nuestras naves quedaron aprisionadas por los hielos en el golfo del Mussel3,
donde habíamos de pasar ociosos y separados de todo trato humano durante ocho
largos meses del invierno polar.
Sentí que mi fuerte voluntad me flaqueaba ante tan negra perspectiva, y más aún en
cierta espantosa noche de tempestad en que los , torbellinos de ventisca destruyeron
nuestros depósitos de provisiones, entre ellas catorce ciervos, con cuya carne
contábamos como arma contra la vida ártica que exige, según nadie ignora, un aumento
considerable en la cantidad y la calidad de los alimentos. Nos resignamos, no obstante,
lo mejor que pudimos por nuestra pérdida cruel y hasta llegamos a acostumbrarnos al
más nutritivo alimento del país, consistente en la carne de foca y en su grasa.
Para prevenirnos contra los rigores de la invernada, los hombres de nuestra tripulación
habían construido con los restos salvados del anterior desastre, una casita bastante
aceptable y dividida en dos departamentos, uno para mí y los otros tres jefes, y el
segundo para ellos. Agotando, además, todas nuestras previsiones meteorológicas y
magnéticas, añadimos al edificio un tercer cuerpo o establo protector para los escasos
ciervos que se habían salvado de la catástrofe.
3 Curiosa coincidencia onomástica con el célebre puerto asturiano del mismo nombre: una prueba más
del carácter protosemita de todo el Occidente europeo en sus épocas prehistóricas.
Se iniciaron al punto la inacabable serie de monótonos días y noches, que eran una
eterna noche sin aurora ni crepúsculo. Como, además, nos habíamos trazado el plan de
que dos de nuestros barcos regresasen en Septiembre antes de que los cortasen la
retirada los hielos, y este plan se habla frustrado por haberse anticipado la estación, la
tripulación era triple o cuádruple de la calculada para la invernada y para los elementos
con que contábamos para afrontarla, así que no sólo teníamos que economizar las
provisiones, sino también el combustible y la luz. Las lámparas se encendían sólo para
objetos de urgencia o científicos.
Teníamos que contentarnos, pues, con sólo la luz que quisiese darnos la Providencia
en aquella noche sin día: es a saber, la luz de la luna y la de las auroras boreales, pero,
¿cómo describir la gloria de aquellos incomparables fenómenos celestes? ¿Cómo
ponderar las cambiantes luces y colores de sus irradiaciones tan fantásticas corno
gigantescas de variedad infinita? En cuanto a las noches de luna de Noviembre, eran
sencillamente maravillosas, con los siempre cambiantes espectáculos de sus rayos entre
hielos y nieve. El encanto de tales momentos no se apartará jamás de mi imaginación.
Una de estas últimas noches, o por mejor decir, un día de estos, acaso, pues que desde
fines de Noviembre hasta mediados de Febrero no tuvimos crepúsculo alguno que nos
permitiese establecer diferencia entre la noche y el día, acertamos a columbrar entre las
irisaciones de la luna una como mancha obscura que se movía hacia nosotros,
remedando más que a un rebaño, que por fuerza tenía que ser blanco en aquellas
latitudes, a un grupo compacto de hombres trotando hacia el lugar donde nos
hallábamos, sobre la planicie nevada. ¿Qué seres humanos podían, sin embargo, ser
aquéllos?
Sí, era ya indudable: aunque nos resistiésemos a dar crédito a nuestros ojos, un
pelotón como de cincuenta hombres, se aproximaba rápidamente a nuestra vivienda.
Eran cincuenta cazadores de focas guiados por Matilin, el más famoso veterano de tales
empresas peligrosas, y que, como nosotros, habían sido cortados por los hielos en su
retirada.
Los hicimos entrar, atendiéndolos y obsequiándolos lo mejor que pudimos. Después
interrogamos a Matilin:
–¿Cómo supisteis que estábamos aquí?
–Nos lo dijo y nos enseñó el camino hasta vuestro albergue el viejo Johan–
contestaron varios, señalando a uno de sus compañeros: un anciano venerable con el
cabello más blanco que la misma nieve.
–Verdaderamente que es asombroso el que un anciano como éste se dedique aún a
cazar focas en compañía de hombres jóvenes como vosotros, en lugar de aguardar en el
rincón de su hogar, al amor de la lumbre, la llegada del último de sus días. Además,
¿cómo acertó a saber nuestra presencia en la solitaria región del oso blanco?– dijimos a
una.
Tanto el buen Matilin, como los demás de su grupo sonrieron compasivos ante nuestra
ignorancia. Según ellos nos aseguraron, “el viejo Johan” lo sabia todo, añadiendo:
–Bien novicios debéis de ser en estas tierras polares cuando ignoráis la existencia de
este prodigioso Johan y ahora tanto os asombráis de su presencia –dijo otro.
–Vengo cazando focas en estos mares desde hace cuarenta y cinco años, día tras día–
añadió el primero –y siempre le he conocido igual al buen Johan, a quien todos
veneramos con su cabellera blanca y su aspecto majestuoso. Es más: recuerdo
perfectamente que cuando yo era niño y acostumbraba a salir a la mar con mi padre,
éste y mi abuelo me contaban lo mismo, punto por punto, respecto de Johan, añadiendo
que igual contaron a mi abuelo, su padre y el padre de su padres… ¡Todos le habían
conocido igualmente anciano e imponente de grandeza con sus ojos de fuego y su
cabellera toda nieve!
–¡Según tal cuenta, el buen viejo tiene ya más de doscientos años! opuse festivo e
incrédulo.
Para sacarme de mi escepticismo, varios marineros rodearon al patriarca de la barba y
cabellera blanca importunándole:
–Abuelo querido, ¿tendréis la bondad de decirnos vuestra verdadera edad?
–Realmente, hijos míos, yo mismo no lo sé –replicó con la más seráfica de las sonrisas.
–Nunca conté mis años y vivo así el tiempo que Dios me ha decretado en su sabiduría
inescrutable…
–Pero, ¿cómo supisteis que invernábamos aquí? –le interrogué a mi vez.
–Él me guió –repuso simplemente –. Sólo sabía lo que sabía…
–No me atreví a indagar más, terminó el doctor –coronando su narración con estas
palabras, dichas en voz muy baja y como hablando ya consigo mismo:
–¡Inexplicable! ¡Absolutamente inexplicable!..
 
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samael69
view post Posted on 24/11/2008, 16:34




EL CAMPO LUMINOSO

Procedentes de Grecia habíamos llegado a Constantinopla un alegre y escogido
grupo de turistas. Doce o más horas al día habíamos dedicado a subir y bajar por
las escarpadas alturas de Pera, visitando lugares, encaramándonos en lo alto de
los minaretes y abriéndonos camino entre jaurías hambrientas: los perros vagabundos,
tradicionales dueños de las calles de Estambul. Se dice que la vida bohemia es
contagiosa, y que ninguna civilización ha alcanzado a destruir el encanto de la libertad
omnímoda una vez que se han gustado sus dulzuras. El gitano no puede vivir sin su
tienda portátil, que es su carro, ya veces el viaje a pie es para él una segunda naturaleza,
una fascinación irresistible de su nómada y precaria existencia. Mi principal cuidado,
por tanto, desde que entré en Constantinopla, fue el de evitar que mi perdiguero Ralph
cayese también víctima de tamaño contagio viniendo en ganas de unirse alegremente a
los beduinos de su canina raza que infestaban las calles de la ciudad.
Aquel hermoso camarada de mi perro era mi más fiel y constante amigo, y temeroso
de perderle, le vigilaba en sus menores impulsos; pero el pobre animal se portó durante
los tres primeros días como un cuadrúpedo medianamente educado. A las imprudentes
acometidas de sus congéneres mahometanos, su única respuesta era la de meter el rabo
entre piernas, bajar humildemente las orejas y buscar acobardado la protección de
cualquiera de nosotros. Viéndole, pues, tan refractario a las malas compañías empecé a
confiarme en su discreción y disminuyendo mi vigilancia, pero de allí a poco tuve que
lamentar el haber puesto una excesiva confianza en mala parte. En un momento de
descuido, unas sirenas de cuatro patas le sedujeron traidoras, y lo único que de él vi fue
la punta de su gallardo rabo desapareciendo en sucia y tortuosa callejuela.
Inútiles resultaron después las pesquisas practicadas para dar con el paradero final de
mi mudo compañero. Ofrecí veinte, treinta, cuarenta francos a quien le hallase y me te
trajese. En un momento se puso en su busca una legión de malteses más vagabundos
que los mismos perros, y que asaltaron nuestro hotel trayendo sendos perros sarnosos
en sus brazos, perros que pretendían hacer pasar por mi fiel amigo. Mientras más me
resistía yo a semejante matute, más porfiaban ellos, y uno de aquellos miserables,
cayendo de rodillas y sacando del pecho una antigua y corroída medalla de la Virgen,
llegó hasta a jurarme que la misma Reina del Cielo se le había aparecido para indicarle
cuál era el verdadero animal. Un momento hasta me temí que la súbita desaparición de
Ralph determinase un curioso motín, como acaso habría ocurrido si nuestro patrón no
hiciese venir a una pareja de kavasses o policías que se encargaron de aventar corteses a
aquella turba de bípedos y de cuadrúpedos.
Sospeché entonces que ya no volvería a ver más a mi perrito, y aun acabé por perder
toda esperanza, cuando el conserje del hotel –un honorable ex salteador de caminos,
hombre que no habría pasado menos de media docena de años como penado en las
galeras –me aseguró solemnemente que todas mis pesquisas serían inútiles, pues mi
perdiguero habría sido muerto y devorado por sus congéneres, dado que los perros
turcos vagabundos encuentran muy de su gusto las carnes de sus sabrosos hermanos los
perritos de Inglaterra.
La anterior escena había ocurrido en plena calle, a la puerta del hotel, y ya iba a
retornar a mis habitaciones, cuando una anciana griega, que me había estado oyendo
desde el umbral de una casa cerrada, dijo a mi acompañante Miss H… que, si
queríamos, podía interrogarse sobre el caso a los derviches.
–¿Y qué pueden saber esas gentes acerca del paradero de mi can? Les respondí con
ironía.
–Los hombres santos lo saben todo, para ellos no hay secretos– objetó
misteriosamente la anciana. –La semana pasada me robaron un abrigo nuevo que mi
hijo me trajo de Brusa y, como veis, lo recobré y lo tengo puesto.
–Pero, entonces, los santos hombres os le han transformado también de nuevo en
viejo –añadió uno de los de la partida señalando a un gran jirón preso con alfileres que
mostraba el abrigo en la espalda.
–Esta es, precisamente, la parte más grave de mi historia –contesté la vieja con
aplomo; –porque, habéis de saber que ellos me mostraron en el espejo mágico el barrio,
la casa y hasta la habitación donde el judío que me le robase estaba en aquel instante
haciéndole pedazos. Mi hijo y yo volamos al punto al barrio de Kalindijkulosek donde
atrapamos al ladrón en plena faena, al mismo ladrón que habíamos visto en el espejo y
que, convicto y confeso, pronto fue metido en la cárcel.
Aunque ninguno de los de la partida sabíamos qué podría ser aquello del espejo
mágico de los derviches, resolvimos ir a ver a uno de éstos al otro día. En efecto, apenas
los muecines, con monótono vocear, habían cantado desde los altos minaretes la hora
del mediodía, descendimos desde la colina de Pera hasta el puerto de Gálata,
abriéndonos paso a codazos por entre los abigarrados concurrentes al mercado. Aquella
Babel de cien lenguas; aquella ensordecedora algarabía nos levantaba dolor de cabeza.
Por otra parte, allí no hay medio de orientarse ni de buscar las calles por sus nombres ni
las casas por su número, y hay que confiar en Alab y en su profeta, cuando no en las
vagas indicaciones de la proximidad del punto que se busca a tal edificio o mezquita.
A costa, pues, de mil rodeos y pesquisas, acabamos por encontrar el barrio donde se
vendían cosas inglesas, detrás del cual se encontraba el sitio al que nos dirigíamos.
Aunque el guía de nuestro hotel no sabía tampoco el retiro de los “santos hombres”, un
chicuelo griego, en toda la sencillez del desnudo más nativo, consintió, mediante una
moneducha de cobre, en llevarnos a la presencia de uno de aquellos adivinos.
Penetramos en un sombrío salón, que más bien parecía establo abandonado. El piso,
largo y estrecho, estaba cubierto de arena, y sólo recibía luz por pequeñas ventanas allá
arriba. Los derviches, terminados sus ritos matinales, descansaban, sin duda, unos
tendidos cuan largos eran, otros recostados, y en pie, con extraviada mirada meditando,
nos dijeron, acerca de la Deidad invisible. Todos ellos parecían de inerte mármol, sin
responder a nuestras preguntas. Nuestra perplejidad acabó pronto, sin embargo,
cuando uno de ellos, seco y alto, con una puntiaguda gorra que le hacía parecer mucho
más alto aún, surgió no sé de dónde, diciéndonos que él era el superior de aquella
comunidad de santos, añadiendo que no nos habían respondido porque cuando,
mediante la oración, se ponen en comunicación con Alah, no se les puede interrumpir
por motivo alguno.
Nuestro intérprete explicó al viejo que nuestra visita sólo a él se dirigía, puesto que él
era el depositario de la varilla adivinatoria. Al punto nos extendió la mano en demanda
de la previa limosna. Luego que se hubo guardado ésta, se negó a practicar ceremonia
alguna para la averiguación del paradero del perro más que ante dos miembros
solamente de nuestra comitiva, que fueron Miss H… y mi persona.
Ambos penetramos seguidamente tras el derviche a lo largo de un corredor
semisubterráneo; subimos por una escalera portátil a una pieza artesonada, y de ella
hasta un miserable desván, lleno de polvo y de telarañas. Allí vimos en un rincón un
bulto, que yo creí era un montón corno de trapos viejos y que se movió poniéndose en
pie. Era la criatura más deforme y astrosa que en mi vida he visto. Una mujer–niña; una
enana hidrocéfala e imponente, con unos hombros de granadero, y por piernas dos
patitas de araña, piernas arqueadas que apenas si podían soportar la desproporción de
la feísima mole de su cuerpo. Su cara, burlona y agresiva como la de un sátiro, mostraba
una media luna roja pintada sobre su frente; su cabeza se escondía bajo un mugriento
turbante; sus piernas ostentaban grandes bombachos turcos; una sucia muselina
envolvía su cuerpo, alcanzando apenas a cubrir las deformidades de sus carnes, llenas de
tatuajes, signos y letras árabes.
La espantosa criatura se desplomó más que se sentó en medio de la pieza, levantando
una molesta nube de polvo; ¡era la famosa Tatmos, el oráculo de Damasco, al decir de
las gentes!
Al punto el derviche trazó con tiza en torno de la muchacha un círculo de unos tres
pies de radio; sacó, no sé de dónde, doce lamparitas de cobre, que llenó del contenido
negruzco de una botella que ocultaba en su pecho y las colocó sin simetría en torno de
la víctima; de un entrepaño de la desvencijada puerta arrancó una astilla y, cogiéndola
entre el pulgar y el índice, empezó a soplarla a intervalos regulares, mascullando al par
oraciones, fórmulas como de encantamiento, hasta que de pronto, y sin causa
ostensible, brotó una chispa de la astilla que comenzó a arder corno una seca pajuela.
Con aquel fuego, tan extrañamente obtenido, comenzó a encender las doce lámparas
del círculo.
Tatmos la adivina, que hasta entonces había yacido inerte, se quitó rápidamente los
bombachos y los arrojó al rincón, dejándonos al descubierto con sus monstruosos pies,
la belleza adicional de un sexto dedo. El derviche, por su parte, entró en el círculo, y,
cogiéndola por los tobillos, la alzó cual un saco de patatas, poniéndola bonitamente
cabeza abajo, balanceándola en esta posición como un péndulo, y acabando por hacerla
girar en el aire del más extraño modo.
Mi compañera, Miss H…, aterrada ante el estupendo caso que tenla a la vista, huyó a
refugiarse en el ángulo más apartado, mientras que la enana, bajo el impulso del
derviche, acabó por adquirir un movimiento rotatorio, como el de una peonza, durante
dos minutos, hasta que fue disminuyendo y cesó por completo.
La infeliz enana, así mesmerizada, parecía sumida en un estado como de catalepsia,
con su barba sobre el pecho, y espantosa sobre toda ponderación. El derviche luego
cerró cuidadosamente la única ventana del recinto y habríamos quedado a obscuras a
no ser por un agujero de la misma, por donde penetraba un rayo de sol, que venia a caer
exactamente sobre la muchacha. Nos impuso silencio con ademán solemne, cruzó los
brazos sobre el pecho, y, fijando su mirada en el punto brillante que caía sobre la cabeza
de Tatmos, quedó tan inmóvil como ella, mientras yo me deshacía en cábalas
pretendiendo averiguar qué relación podrían tener tamañas extravagancias con la
averiguación del paradero de mi Ralph.
El disco brillante que demarcaba el rayo de sol se fue convirtiendo, no sé cómo, en una
estrella brillante. Por inexplicable fenómeno de óptica, la estancia que antes había
estado pobremente iluminada por aquel rayito de luz, se fue obscureciendo más y más a
medida que aumentaba en brillantez la estrella, hasta que nos vimos envueltos en una
obscuridad verdaderamente cimeriana, mientras que la estrella titilaba y giraba
lentamente al principio; luego, con vertiginosa rapidez, creciendo hasta envolver a la
enana como en un océano luminoso. Finalmente, la estrella decreció en su giro, al par
que se iba apagando con los suaves destellos de la luna en el agua, iluminando sin
penumbras el círculo y dejando el resto en absoluta obscuridad.
Llegado así el supremo momento, el derviche, sin pronunciar palabra, alargó la mano,
con la que me cogió la mía, señalándome el círculo luminoso. Por todo su ámbito vimos
como formarse y condensarse flóculos blanquecinos de plateado brillo lunar, los cuales
constituyeron bien pronto informes figuras cambiantes, al modo de reflexiones astrales
en un espejo. Pronto, con asombro por mi parte, y con la consternación de mi amiga, se
nos presentó, en el panorama así formado, el puente principal, que une a la antigua con
la nueva ciudad, atravesando el Cuerno de Oro desde Gálata a Estambul. Vimos
deslizarse por el Bósforo los alegres caiques; el hormiguear de la ciudad; las quintas; los
palacios y demás edificios encarnados, reflejándose fantásticos en las aguas iluminadas
por el sol del mediodía y desfilando mágicamente, hasta el punto de que no podíamos
discernir si era todo aquello lo que se movía o nos movíamos simplemente nosotros. Lo
más extraño del caso era que, no obstante toda aquella agitada vida que se mostraba a
nuestra vista, no se escuchaba el menor ruido, sino que se desarrollaba en el silencio
angustioso de un ensueño singular… Las calles iban sucediéndose unas a otras en raudo
desfilar nuestro o suyo. Ora pasaba una tienda de estrecha callejuela; ora un café turco
lleno de fumadores de opio en el momento en que uno de éstos vertía inadvertido el
café y el narghilé sobre su vecino, recibiendo de él una sarta de injurias. De visión en
visión llegamos as¡ ante un gran edificio, en el que reconocí el palacio del Ministerio de
Hacienda, y allí, ¡oh, dolor! en los fosos traseros del mismo, moribundo y lleno de fango
su sedoso pelo, yacía mi pobre perro Ralph, rodeado de otros perros de pésima
catadura, que se entretenían en cazar moscas a la sombra…
Sabía ya, pues, cuanto deseaba, aunque no había dicho ni una palabra acerca del perro
al derviche. impaciente por comprobar lo de mi perro traté de salir, pero, desaparecida
ya la escena, Miss H… se colocó a su vez al lado del derviche, murmurando en su oído
no sé qué palabras con ese tono ardiente y apasionado con que suelen las jóvenes
enamoradas hablar del adorado él.
–Pensaré en él –dijo.
No bien formulado casi mentalmente el deseo que tales palabras entrañaban, cuando
se nos presentó una gran planicie de arena, en cuyo fondo se veía el azulado mar bajo
los rayos del sol y un gran vapor surcando las aguas a lo largo de la costa, seguido de
blanca estela. La cubierta hormigueaba de pasajeros, y entre ellos resaltaba, apoyado
contra la barandilla de popa, un apuesto joven… ¡Era él!
Miss H… suspiró, se sonrió y sonrojó alternativamente con la natural emoción.
Después concentró de nuevo su pensamiento, y he aquí ya que al par el barco se aleja y
desaparece. El espejo mágico queda unos momentos sin panorama. Mas bien pronto
otras manchas luminosas aparecen en su faz, que componen al fin el ámbito de una
biblioteca con alfombra y cortinones verdes. Ante un montón de libros y sentado en una
frailera, está escribiendo un anciano a la luz de la lámpara. Su cabello es gris y está
peinado hacia atrás; su cara toda afeitada y respirando benevolencia…
El derviche hizo entonces un pequeño movimiento con la mano, imponiéndonos
silencio. La luz del mágico campo palideció y de nuevo que damos sin ver imagen
ninguna. De allí a poco tornó a mostrársenos Constantinopla, y con ella nuestra
habitación del hotel con sus libros y periódicos sobre la mesa; el sombrero de viaje de
mi amiga colgado en la percha, y sobre su cama el vestido que se había quitado aquella
mañana para venir. Los detalles más reales completaban el cuadro, y para mayor
maravilla vimos sobre la mesa dos cartas sin abrir, recién traídas por el correo y cuya
letra de los sobres al punto fue reconocida por mi amiga. Eran ambas de un pariente
suyo muy querido, por cuyo silencio se sentía inquieta hacía días.
Nuevo cambio de la mágica escena, y henos ya como en el cuarto ocupado por el
hermano de Miss H…, quien yacía echado hacia atrás en un sillón, mientras que un
criado le ponía paños en la cabeza, de la que con horror vimos que salía sangre. No
acertábamos a explicarnos aquello, habiéndole dejado hacía una hora y en perfecta
salud. Miss H… lanzó un grito, y cogiéndome presurosa por la mano se lanzó hacia la
puerta. Llegamos presurosos a casa, pudiendo comprobar, en efecto, que el joven
hermano de Miss H… acababa de caerse por la escalera, produciéndose una herida de
escasa importancia; que sobre la mesa de nuestro gabinete esperaban, recién traídas,
dos cartas dirigidas a Miss H… por un pariente desde Atenas. No me faltó más para
comprobar en un todo nuestras visiones de el campo luminoso del espejo mágico del
derviche, sino tomar un carruaje, dirigirnos hacia el Ministerio de Hacienda, en cuyo
foso, tal y como tuviese la desdicha de verle en aquel espejo, estropeado, famélico, pero
aún con vida, yacía mi hermoso perdiguero, rodeado de otros perros de mal aspecto que
cazaban moscas…
 
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nubarus
view post Posted on 24/11/2008, 16:37




UNA VIDA ENCANTADA
(TAL COMO LA REFIRIÓ UNA PLUMA)
INTRODUCCIÓN


Las tortuosas calles de A…, pequeña ciudad rhenana, se veían sepultadas bajo un
densísimo manto de niebla en una fría noche del otoño de 1884. Los moradores se
habían ya retirado horas hacía, buscando en el sueño el descanso para sus
laboriosas tareas del día. Todo era reposo, silencio, soledad y tristeza en aquellos
ámbitos vacíos…
También yo me hallaba en mi lecho; pero, ¡ay!, de bien diferente manera por el dolor y
la enfermedad que en él me retenían desde hacía varios días. El silencio en torno mío en
aquella noche de misterio era tal que, según la paradójica frase de Longfelow, hasta se
oía el silencio mismo. Percibía claramente hasta el latido de mi propia sangre al circular
violenta por mis miembros doloridos, y mi sobreexcitada imaginación me llevaba como
a escuchar el susurro de una voz humana musitando no sé qué misteriosas cosas en mi
oído. No parecía sino que era un eco transmitido desde largas distancias en una de esas
gargantas de montaña tan solitarias como maravillosamente resonantes, que pueden
transmitir una palabra a media milla cual por un tubo acústico. Era, sí, la voz tan familiar
para mí desde hace tantos años: la voz de uno de esos grandes seres a quienes no se les
puede conocer sin sentirse en el acto presa de la más viva veneración, y a quien, en los
trances más crueles del paroxismo de mis dolores mentales y físicos siempre he debido
la luz de un rayo de consuelo y de esperanza…
–¡Olvida tus propios dolores –me decía aquella suavísima e inefable voz– apartando tu
imaginación de ellos¡ Piensa en días felices y pretéritos;
en las lecciones que tantas veces has recibido acerca de los grandes misterios de la
Naturaleza, verdades que los hombres, ciegos a toda luz espiritual, tanto se obstinan en
no querer ver. Quiero hoy añadirte a tales enseñanzas otra relativa a una vida extraña
de ese ser que tienes ahí delante, precisamente tras las vidrieras de esa casa tristona de
enfrente.
Y diciendo esto, la voz parecía querer revelarme algo muy raro: el misterio de un alma
tras las paredes de la casa frontera. Los densos jirones de niebla que lamían la fachada
como fantasmas, fueron desapareciendo, y una claridad brillante y suave cual la de la
luna, parecía tender, por decirlo así, un puente encantado entre mis ojos y la casa
aquella, cuyas paredes acabaron como por hacerse transparentes a mi mirada,
dejándome ver con toda limpidez el interior de una habitación pequeña, como de un
chalet suizo, con negruzcas paredes llenas de estantes con libros, manuscritos y arcaicos
decorados. De pechos sobre una obscura mesa de nogal se veía un viejo mal encarado,
un espectro casi, según lo amarillo y extenuado que se hallaba, con sus ojillos
penetrantes y sus manos de marfil, escribiendo a la luz de la fúnebre lámpara, que
apenas si servía para hacer más densas las tristezas y obscuridades de aquel pobre
recinto.
Un instante después, al ir a hacer un movimiento involuntario como para ver mejor
aquel cuadro, diría que todo él por entero, es decir, habitación, libros, espectro, etc.,
atravesando el puente de argentina luz astral que cruzaba la calle, se había trasladado
frente a frente de mí hacia los pies de mi cama.
–Presta atento oído al rumor de esa pluma al rasgar el papel. –continuó diciéndome la
voz misteriosa, tan distante y, sin embargo, tan cercana. –Así alcanzarás a saber por la
pluma misma la más espeluznante y real de las historias de dolor que imaginarte
puedes, olvidándote de tus propios sufrimientos y acortando las terribles horas de esta
noche de insomnio. ¡Ensaya, pues! –añadió, repitiendo la tan conocida fórmula de
cabalistas y rosacruces.
Ensayé, al punto, como se me ordenaba, concentrando toda mí atención en la
imponente figura del anciano, quien parecía no darse ni cuenta de mi presencia. Al
principio, el rasgueo de la pluma de ave de éste, me resultaba casi imperceptible, pero
poco a poco fue haciéndose más claro y comprensible para mí, cual si aquel personaje
de misterio estuviese relatando en alta voz aquello mismo que escribía. Pero no; los
labios de aquel espectro viviente no se desplegaban ni un instante para pronunciar la
palabra más ínfima. La voz, por otra parte, era vaga, vacía, cual acentos de seres del otro
mundo, y a cada letra y palabra un fulgor lívido y fosfórico parecía brotar bajo los
puntos de la pluma, a la manera de un fuego fatuo, no obstante hallarse, quizá, el ser
que delante tenía, a muchos miles de millas de Alemania, cosa nada infrecuente en el
encantado misterio de la noche, cuando, en alas de nuestra mágica imaginación
“aprendemos bajo los destellas de sidérea sombra el sublime lenguaje del otro mundo”,
que lord Byron diría. Los clichés astrales de mis ojos y oídos internos se impresionaron
de un modo indeleble con las frases aquellas, así que hoy no tengo sino copiarlas para
transmitirlas como las recibí, con riesgo de que las tornéis por una novela forjada de
propósito, acerca de un personaje fantástico, cuyo verdadero nombre averiguar no
pude.
Ora la aceptéis como realidad, ora la consideréis como cuento, espero, sin embargo,
que ha de resultaros del más vivo interés.
Empiezo.

I
EL DESCONOCIDO


Nací en una aldeíta suiza; un grupo de míseras cabañas enclavado entre dos glaciares
imponentes, bajo una cumbre de nieves perpetuas, y a ella, viejo de cuerpo y enfermo
de espíritu, me he retirado desde hace treinta años, para esperar tranquilo, con mi
muerte, el día de mi liberación… Pero aún vivo, acaso sólo para dar testimonio de
hechos pasmosos sepultados en el fondo de mi corazón: ¡todo un mundo de horrores
que mejor quisiera callar que revelar!
Soy un perfecto abúlico, porque, debido a mi prematura instrucción, adquirí falsas
ideas, a las que hechos posteriores se han encargado de dar el mentís más rotundo.
Muchos, al oír el relato de mis cuitas, las considerarán como absolutamente
providenciales, y yo mismo, que no creo en Providencia alguna, tampoco puedo
atribuirlos a la mera casualidad, sino al eterno juego de causas y efectos que
constituyen la vida del mundo. Aunque enfermo y decrépito, mi mente ha conservado
toda la frescura de los primeros días, y recuerdo hasta los detalles más nimios de
aquella terrible causa de todos mis males ulteriores. Ello me demuestra, bien a pesar
mío, la existencia de una entidad excelsa, causa de todos mis males, entidad real, que yo
desearía fuese tan sólo mera creación de mi loca fantasía… ¡Oh, ser maldito, tan
terrible como bondadoso! ¡Oh, santo y respetado señor, todo perdón: tú, modelo de
todas las virtudes, fuiste, no obstante, quien amargó para siempre toda mi existencia,
arrojándome violentamente fuera de la égida monótona, pero segura y tranquila, de lo
que llamamos vida vulgar; tú, el poderoso que, tan a pesar mío, me evidenciaste la
realidad de una vida futura y de mundos por encima del que vemos, añadiendo así
horrores tras horrores a mi mísero vivir!…
Para mostrar bien mi estado actual, tengo que interrumpir y detener la vorágine de
estos recuerdos, hablando de mi persona. ¡Cuánto no daría, sin embargo, por borrar de
mi conciencia ese odioso y maldito Yo, causa de todos nuestros males terrenos!
Nací en Suiza, de padres franceses, para quienes toda la sabiduría del mundo se
encerraba en esa trinidad literaria del barón de Hoibach, Rousseau y Voltaire. Educado
en las aulas alemanas, fui ateo de cabeza a pies, y empedernido materialista para quien
no podía existir nada fuera del mundo visible que nos rodea, y menos un ser que
pudiese estar encima de este mundo y como fuera de él. En cuanto al alma, añadía, aún
en el supuesto de que exista, tiene que ser material. Para el mismo Orígenes, el epíteto
de incorporeus dado a Dios, sólo significa una causa más sutil, pero siempre física, de la
que ninguna idea clara podemos formar en definitiva. ¿Cómo, pues, va ella a producir
efectos tangibles? Así, no hay por qué añadir que miré siempre al naciente
espiritualismo con desdén y asco, y casi con ira también las insinuaciones religiosas de
ciertos sacerdotes, sentimientos que, a pesar de todas mis tristes experiencias, conservo
aún.
Pascal, en la parte octava de sus Pensamientos, se muestra indeciso acerca de la misma
existencia de Dios. “Examinando, en efecto, por doquiera si semejante Ser Supremo ha
dejado por el mundo alguna huella de si mismo, no veo doquiera sino obscuridad,
inquietud y duda completa…” Pero si bien en semejante Dios extracósmico jamás he
creído, ya no puedo reírme, no, de las potencialidades maravillosas de ciertos hombres
de Oriente, que les convierten virtualmente en unos dioses. Creo firmemente en sus
fenómenos, porque los he visto. Es más, los detesto y maldigo cualquiera que sea quien
los produzca, y mi vida entera, despedazada y estéril, es una protesta contra tal
negación.
Por consecuencia de unos pleitos desgraciados, al morir mis padres perdí casi toda mi
fortuna, por lo cual resolví, más por los que amaba que por mí mismo, labrarme una
fortuna nueva, y aceptando la propuesta: de unos ricos comerciantes hamburgueses, me
embarqué para el Japón, en calidad de representante de la Casa aquella. Mi hermana, a
quien idolatraba, había casado con uno de modesta condición.
El éxito más franco secundó a mis empresas. Merced a la confianza en mí depositada
por amigos ricos del país, pude negociar fácilmente en comarcas poco o nada abiertas
entonces a los extranjeros. Aunque indiferente por igual a todas las religiones, me
interesó de un modo especial el buddhismo por su elevada filosofía, y en mis ratos de
solaz visité los más curiosos templos japoneses, entre ellos parte de los treinta y seis
monasterios buddhistas de Kioto: Day–Bootzoo, con su gigantesca campana;
Enarino–lassero, Tzeonene, Higadzi–Hong–Vonsi, Kie–Misoo y muchos otros. Nunca,
sin embargo, curé de mi escepticismo, y me burlaba de los bonzos y ascetas del Japón,
no menos que antes lo hiciera de los sacerdotes cristianos y de los espiritistas, sin
admitir la posibilidad más nimia de que pudiesen aquéllos poseer poderes extraños in
estudiados por nuestra ciencia positiva. Ridículos en el más alto grado, además, me
resultaban los supersticiosos buddhistas, buscando el hacerse tan indiferentes para el
dolor como para el placer, por el dominio de las pasiones.
Un día fatal y memorable, entablé amistad con un anciano bonzo denominado
Tamoora Hideyeri. Con él visité el dorado Kwon–On, y de su gran saber aprendí no
poco. No obstante la devoción y afecto que por él sentía, no perdonaba nunca la
ocasión propicia de burlarme de sus sentimientos religiosos; pero era de tan dulce
condición como ilustrada, y a fuerza de buen buddhista, jamás se me mostró ofendido
lo más mínimo por mis sarcasmos, limitándose a responder imperturbable: “Esperad, y
veréis algún día”. Su privilegiada mentalidad no podía creer que fuese sincero mi
escéptico ateísmo, tan por encima de la creencia ridícula en un mundo invisible
rechazado por la Ciencia y lleno de deidades y de espíritus malos y buenos. El apacible
sacerdote me decía únicamente: “El hombre es un ser espiritual que es recompensado y
castigado, alternativamente, por sus méritos y por sus culpas, teniendo por ello que
volver, reencarnado, múltiples veces a la Tierra”. Contra aquellas célebres frases de
Jeremy Collier de que somos meras máquinas ambulantes, simples cabezas parlantes y
sin alma ni más leyes que las de la materia, argüía que si nuestras acciones estuviesen de
antemano previstas y decretadas, sin que tuviésemos más libertad en ellas que la que
tienen de detenerse las aguas de un río, la sabia doctrina del Karma, o de que cada cual
recoge aquello que sembró, sería absurda. Así, pues, toda la metafísica de mi amigo se
basaba en esta imaginaria ley, junta con la de la metempsícosis y otros delirios de este
jaez.
–Después de esta vida material no podemos –dijo absurdamente mi amigo cierto día
–vivir en el completo uso de nuestra conciencia sin habernos construido, por decirlo así,
un vehículo, una sólida base de espiritualidad. Quien durante esta vida física, consciente
y responsable, no ha aprendido a vivir en espíritu, no puede aspirar luego a una plena
conciencia espiritual, cuando, privado de su cuerpo, tenga que vivir como mero espíritu.
–Pues, ¿qué entiende usted por vida como espíritu? –le pregunté.
–La vida es un plano puramente espiritual, el Jushitz Devaloka, o paraíso buddhista,
por cuanto el hombre, mediante su cerebro animal y todas las facultades que desarrolla
aquí en la Tierra, se labra ese elevadísimo estado celeste entre dos sucesivas
existencias, transportando a ese plano de superior felicidad cuanto aquí abajo labró,
mediante. el estudio y la contemplación.
–¿Qué le sucede al hombre que rehúsa la contemplación, es decir, que se niega a fijar
su vista en la punta de su nariz, después de la muerte de su cuerpo? –le pregunté burlón.
–Que será tratado al tenor de aquel estado mental que en su conciencia prevaleció. En
el caso mejor, tendrá un renacimiento inmediato, y en el peor un Avitchi o infierno
mental. No es preciso, sin embargo, hacerse un completo asceta: basta con esforzarse
en aproximarse al Espíritu viviendo una vida espiritual; abriendo, aunque sólo sea por
un momento, la puerta de nuestro Templo Interior.
–¡Sois siempre poético, aun en vuestras paradojas!, amigo mío –le respondí –¿Queréis
explicarme un poco semejante misterio?
–No es ningún misterio, replicó– pero gustoso os responderé.– Suponed que el “plano
espiritual” de que os hablo sea cual un templo en el que jamás pisasteis y cuya
existencia, por tanto, creéis tener fundamento para negar, pero que alguien, compasivo,
os toma por la mano, y conduciéndoos hacia la entrada, os hace mirar dentro un
instante tan sólo. Por este mero hecho habréis establecido un lazo imperecedero con el
templo. No podréis, desde aquel día, negar su existencia, ni el hecho de haber entrado
en él, y según haya sido vuestro trabajo en él breve o largo, así viviréis en él después de
la muerte.
–¿Pues qué tiene que ver mi conciencia post–mortem con semejante templo, aun en el
falso caso de que la otra vida exista?
–¡Mucho! Después de la muerte– terminó diciendo el sabio anciano –no puede haber
conciencia alguna fuera del Templo del Espíritu. Lo ejecutado en sus ámbitos es lo único
que a vuestra muerte sobrevivirá, porque todo lo demás, como vano e ilusorio, está
llamado a disolverse en el Océano de Maya o de la ilusión.
Como me chocaba, a fuerza de simple curioso, la peregrina y absurda idea de vivir
fuera de mi cuerpo, disfracé mi escepticismo, y fingiendo interesarme por todo aquello,
obligué a mi amigo a que continuase, engañado por completo respecto de mis
intenciones.
Tamoora Hideyeri servía en Tri–Onene, templo buddhista famoso no sólo en el Japón,
sino en toda China y en el Tibet; no hay en Kioto otro tan venerado, y sus monjes,
secuaces de Dzeno–doo, son tenidos por los mejores y los más sabios, entre aquellas
fraternidades meritísimas, relacionadas a su vez con los ascetas o eremitas llamados
Jamabooshi, discípulos de Lao–tse. Así se explican los altos vuelos metafísicos que, con
ánimo de curarme mi ceguera mental, diese siempre mi amigo a nuestra conversación,
llevándome hacia sus enmarañadas doctrinas con sus peroratas, disparatadas a mi juicio,
y sus ideas de espiritualidad, cuya práctica parece una verdadera gimnasia del plano
espiritual.
Tamoora había dedicado más de las dos terceras partes de su vida a la yoga o
contemplación práctica, que le había dado las pruebas de que,. una vez despojados los
hombres de su cuerpo material con la muerte, vivían con plena conciencia en el mundo
espiritual recogiendo el fruto centuplicado de sus acciones nobles y altos sentimientos,
salario proporcionado, decía el asceta, al trabajo que se esforzaba aquí abajo en realizar.
–Pero, y si uno no hace más que asomarse al templo de la espiritualidad y retroceder,
¿qué le acontecerá después? –objeté con mi eterno escepticismo.
–Pues que en la otra vida no tendríais nada bueno que recordar, salvo aquel feliz
instante, porque en dicha vida espiritual sólo se registran y viven las impresiones
espirituales –respondió el monje.
–Entonces, antes de reencarnar aquí abajo, ¿qué me sucedería? –añadí burlonamente.
–Entonces –dijo, lento y solemne el sacerdote, con un aplomo severo que daba frío
–durante un período, que parecería una eternidad a vuestra angustia, no haríais sino
repetir una y mil veces la acción de abrir y cerrar el templo con esa desesperante
repetición de los temas de la calentura.
Semejante tarea que el buen hombre me asignaba post–mortem, me hizo soltar una
carcajada. ¡Aquello era el colmo del absurdo! Pero mi amigo se limitó a suspirar,
compasivo, añadiendo, así que yo le pedí perdones por mi sinceridad:
–No. Dicho estado espiritual después de la muerte no consiste en una repetición
mímica y automática de lo realizado en la vida, sino el llenar y completar los vacíos de
ella. Yo me he limitado a poneros un ejemplo, incomprensible para vos, por lo que veo,
de los misterios relativos a la Visión del Alma. Siendo entonces nuestro estado de
conciencia el goce final de cuantos actos espirituales hemos ejecutado en vida, cuando
uno de éstos ha resultado fallido, no podemos esperar otra cosa que la repetición del
acto mismo.
Y saludándome cortésmente, como buen japonés, el noble sacerdote se despidió de
mí.
¡Ah, si me hubiera sido entonces posible el saber lo que después aprendí por dolorosa
experiencia..., cuán poco me hubiera burlado de aquella enseñanza sapientísima!... Mas
no, yo no podía creer a ojos cerrados en tamaños absurdos, y muy especialmente en que
ciertos hombres elevados pudiesen adquirir poderes como sobrenaturales.
Experimentaba una repulsión instintiva hacia aquellos eremitas o yamabooshi,
protectores de todas las sectas buddhistas del Japón, –porque sus pretensiones
milagreras me parecían el colmo de la necedad. ¿Quiénes podrán ser estos presuntos
magos, de ojos bajos y manos cruzadas, esos “santos” mendigos, moradores extraños de
montañas apartadas y escabrosas, inaccesibles hasta el punto de que a los simples
curiosos acerca de su naturaleza les era imposible de todo punto llegar hasta ellas?…
No podían ellos ser sino unos adivinos sin vergüenza, unos gitanos vendedores de
hechizos, talismanes y brujerías.
Como se ve, mis insultos y mis odios alcanzaban por igual a maestros y a discípulos,
porque conviene no olvidar que los yamabooshi, aunque no aceptan a los profanos
cerca de ellos, a algunos, tras duras pruebas, los reciben como discípulos, quienes dan
perfecto testimonio acerca de la sabiduría y de la pureza de su vida.
Mis desprecios no se detuvieron ni en los mismos sintos, es decir, en aquellos otros
religiosos del Sin–Syu, o Sintoísmo, cuya divisa es la de “fe en los dioses y en el camino
de los dioses”, porque practican un culto absurdo a los llamados “espíritus de la
Naturaleza”. Así me capté no pocos enemigos, porque los Sinlo–kanusi, o maestros
espirituales de este culto, pertenecen a la aristocracia japonesa, con el propio Mikado a
su cabeza, y los secuaces del mismo constituyen el elemento más sabio de todo el
Japón. No olvidemos que los kanusi, o maestros del Sintoísmo, no proceden de
ordenación regular alguna conocida, ni forman casta aparte. Como jamás alardean de
poseer poderes ni privilegios que les eleven sobre los demás, y visten como los seglares
pasando como meros estudiantes de las ocultas ciencias del espíritu, más de una vez
tuve contacto con ellos sin sospechar siquiera su elevada categoría.
 
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leviathan1
view post Posted on 24/11/2008, 16:39




II
EL VISITANTE MISTERIOSO


Con el transcurso de los años, en lugar de mejorar, se agravó mi lamentable
escepticismo. Mi hermana, que era toda mi familia en el mundo, se había casado, vivía
en Nuremberg y sus hijos me eran queridos como si hijos míos fuesen. ¡Oh, y cómo
amaba a aquella hermana mártir que antaño se sacrificó a sí misma y al hombre que se
prestó a ayudar a mi padre en su vejez y darme a mí la educación debida…! Los que
sostienen que ningún ateo puede ser ni súbdito leal, ni fiel pariente, ni amigo cariñoso,
profieren la mayor de las calumnias. Es falso, sí, que el materialista se endurezca de
corazón con los años, incapaz de amar, como dicen amar los –creyentes. Puede que ello
sea verdad en algún caso, y que el positivista propenda a la vulgaridad y al egoísmo,
pero el hombre bondadoso que se hace lo que suele llamarse ateo, no por motivos
egoístas, sino por amor a la verdad, no hace sino fortalecer sus afectos hacia los
hombres todos. Cuántas aspiraciones hacia lo desconocido dejan –de sentir; cuántas
esperanzas se rechazan respecto de un cielo con su Dios correspondiente, se
concentran, centuplicadas sin duda, en los seres amados y aun se extienden a la
humanidad entera…
Un amor así fue el que me impulsó a sacrificar mi dicha para asegurar la de aquella
santa hermana que había sido una madre para mí. Casi niño, partí para Hamburgo,
donde luché con el ardor de quien trata de ayudar a sus seres queridos. Mi primer placer
efectivo fue el de ver casada a mi hermana con el hombre a quien por mí había
sacrificado, y ayudarles. Tan desinteresado era mi cariño hacia ellos y luego hacia sus
hijos, que jamás quise constituirme por mi parte un hogar nuevo, pues el hogar de mi
hermana, compuesto pronto de once personas, era mi iglesia única y el objeto de mis
idolatrías. Por dos veces, en nueve años, crucé el mar con el solo fin de estrechar contra
mi corazón a seres tan caros a mi amor, tornando en seguida al extremo Oriente a
seguir trabajando para ellos.
Desde el Japón mantuve siempre correspondencia con mi familia, hasta que un día la
correspondencia quedó cortada por ésta, sin que pudiese Yo adivinar la causa. Durante
todo un año estuve sin noticia alguna, esperando en vano día tras día y temiéndome
alguna desgracia. Cuantos esfuerzos hice por saber de ella fueron inútiles.
–Mi buen amigo –me dijo un día mi único confidente Tamoora –¿por qué no buscáis el
remedio a vuestras ansiedades consultando a un santo yamabooshi?
No hay por qué decir con qué desprecio rechacé la propuesta. Pero a medida que los
correos de Europa se sucedían en vano, mi ansiedad se iba trocando en desesperación
irresistible, que degeneró en una especie de locura. Era ya inútil toda lucha, y yo,
pesimista a estilo Holbach, creyente en el aforismo de que la necesidad era el acicate
para la dicha filosófica y el factor que más vigoriza a la humana flaqueza, me sentía
vencido… Olvidando, pues, mi fatalismo frente a los ciegos decretos del destino, no
podía resignarme. Mi conducta, mi temperamento eran ya muy otros que los de antaño,
y, cual joven histérico, mil veces trataba mi mirada de sondear a través de los mares la
verdadera causa de aquel enigma que me ponía ya al borde de la locura. Sí; un
despreciable y supersticioso anhelo, me movía, bien a pesar mío, a desear conocer lo
pasado y lo futuro…
Cierto día, al. declinar el sol, mi amigo, el bonzo venerable, se presentó en mi barraca.
Como hacía días que no nos veíamos, venía a informarse sobre mi salud.
–¿Por qué os molestáis en ello? –le dije sarcástico, aunque arrepintiéndome al punto
de mi imprudencia –¿Teníais más sino consultar a un yamabooshi, que a distancia
pueden verlo. y saberlo todo?
Ante tamaño ex abrupto, pareció un tanto ofendido el bonzo; pero, al contemplar mi
abatido aspecto, replicó bondadoso que debería yo seguir su consejo de siempre,
consultando acerca de mis torturas mentales a un miembro de aquella santa Orden.
–Desafío a cuantos se jactan de poseer poderes mágicos– le repliqué, presa de retador
desprecio –a que me adivinen en quién estaba yo pensando ahora y qué es lo que esta
persona realiza en estos momentos.
A lo cual el imperturbable bonzo respondió:
–Nada más fácil: dos puertas por cima de mi casa se halla un santo yamabooshi
visitando a un sinto que yace enfermo. Con sólo que pronunciéis una palabra afirmativa,
os puedo conducir a su presencia augusta…
Y la palabra fue pronunciada, con lo cual quedó ya dictada mi sentencia cruel para
mientras viva. ¿Cómo describir, en efecto, la escena que vino después? Baste decir que
no habían transcurrido apenas quince minutos desde que acepté la propuesta del
bonzo, cuando me vi frente por frente de un anciano alto, noble y extraordinariamente
majestuoso, para ser de esa raza japonesa tan delgada, macilenta y minúscula. Allí
donde pensé hallar una obsequiosidad servil, tropecé con ese tranquilo y digno
continente característico del hombre que conoce su superioridad moral y mira con
benevolencia la equivocación de aquellos que no alcanzan a reconocerla debidamente.
A las preguntas irreverentes y burlonas que, necio, le hice, guardó silencio, mirándome
de hito en hito cual mirarla un médico a un enfermo en su delirio, y yo, desde el instante
mismo en que él fijó su escrutadora mirada en mis ojos, sentí, o vi más bien, un como
delgado, y argentino hilo de luz, que, brotando de sus intensos ojos, penetraba buido en
lo más recóndito de mi ser, sacando de mi corazón y de mi cerebro, bien a pesar mío, el
secreto de mis más íntimos sentimientos y pensamientos. No cabía duda, aquel hombre
imponente se adueñaba de todo mi ser, hasta el punto de serme aquello
angustiosamente intolerable.
Esforzándome cuanto pude en romper la fascinación aquella, le incité a que me dijese
qué era lo que había podido leer en mi pensamiento.
–Una ansiedad extremada por saber qué puede haberle ocurrido a su lejana hermana,
a su esposo y a sus hijos –fue la respuesta exacta que me dió con toda tranquilidad
aquel hombre–prodigio, añadiendo detalles completos acerca de la morada de aquéllos.
Escéptico incurable, dirigí una mirada acusadora al bonzo, sospechando de su
indiscreción; mas al punto me avergoncé de mi sospecha sabiendo por un lado que los
japoneses son esencialmente veraces y caballeros, y por otro, que Tamoora no podía
saber nada acerca de la disposición interior de la casa de mi hermana, cuya descripción
exacta, sin embargo, acababa de darme el yamabooshi.
–El extranjero –respondió éste, al interrogarle de nuevo acerca del actual estado de mi
inolvidable hermana –no se fía de palabras de nadie, ni de nada que él no pueda percibir
por sí mismo. La impresión que en él pudiesen causar las palabras del yamabooshi
acerca de aquélla, apenas duraría breves horas, dejándole luego tanto o más
desgraciado que antes, por lo cual sólo cabe un remedio, y es el de que el extranjero vea
y conozca la verdad por sí mismo. ¿Está, pues, dispuesto a dejarse poner en el estado
requerido a todo yámabooshi, estado para él desconocido?
Al oír aquello, mi primera impresión fue, como siempre, la de la son risa escéptica.
Aunque sin fe jamás en ellos, yo había oído en Europa hablar de pretendidos
clarividentes, de sonámbulos magnetizados y otras cosas análogas, por lo que,
desconfiado, presté, no obstante, mi silencioso consentimiento.

III
MAGIA PSÍQUICA


Desde aquel instante procedió a operar el anciano yamabooshi. Alzó la vista al sol y al
excelso Espíritu de Ten–dzio–dai–dzio que al sol preside, y hallándole propicio, sacó de
bajo su manto una cajita de laca con un papel de corteza de morera y una pluma de ave,
con la que dibuj6 sobre el papiro unos cuantos mantrams en caracteres naiden, escritura
sagrada que sólo entienden ciertos místicos iniciados. Luego extrajo también un
espejito redondo de bruñido acero, cuyo brillo era extraordinario, y colocándoselo ante
los ojos, me ordenó que mirase en él.
Yo había oído hablar de semejantes espejos de los templos y hasta los había visto
varias veces, siendo opinión corriente en el país que en ellos, y bajo la dirección de
sacerdotes iniciados, pueden verse aparecer los grandes espíritus reveladores de
nuestro destino, o sean los daij–dzins, Por ello me supuse que el anciano iba a evocar
con el espejo la aparición de una de tales entidades para que contestase a mis
preguntas, pero lo que me aconteció fue harto diferente.
En efecto, tan pronto como tomé en mis manos el espejo abrumado por la angustia de
mi absurda posición, noté como paralizados mis brazos y hasta mi mente, con aquel
temor quizá con que tantos otros sienten en su frente el invisible aletazo de la intrusa.
¿Qué era aquella sensación tan nueva y tan contraria a mi eterno escepticismo, aquel
hielo que paralizaba de horror todos mis nervios y aun la conciencia y la razón en mi
propio cerebro? Cual si una serpiente venenosa me hubiese mordido el corazón, dejé
caer el… –¡me avergüenzo de usar el adjetivo!… –el espejo mágico, sin atreverme a
recogerle del sofá sobre el que me había reclinado. Se entabló un momento en mi ser
una lucha terrible entre mi indomable orgullo, mi ingénito escepticismo y el ansia
inexplicable que me impulsaba a pesar mío a sumergir mi mirada en el fondo del
espejo… Vencí mi debilidad un instante, y mis ojos pudieron leer en un librito abierto al
azar sobre el sofá esta extraña sentencia: “El velo de lo futuro, le descorre a veces la
mano de la misericordia.” Entonces, como quien reta al Destino, recogí el fatídico y
brillante disco metálico, y me dispuse a mirar en él. El anciano cambió breves palabras
con mi amigo el bonzo, y éste, acallando mis constantes suspicacias, me dijo:
–Este santo anciano le advierte previamente que si os decidís a ver mágicamente, por
fin, en el espejo, tendréis que someteros luego a un procedimiento adecuado de
purificación, sin lo cual –añadió recalcando solemnemente las palabras –lo que vais a
ver lo veréis una, mil, cien mil veces y siempre contra toda vuestra voluntad y deseo.
–¿Cómo? –le dije con insolencia.
–Sí, una purificación muy necesaria para vuestra futura tranquilidad; una purificación
indispensable, si no queréis sufrir constantemente la mayor de las torturas; una
purificación, en fin, sin la cual os transformaríais para lo sucesivo en un vidente
irresponsable y desgraciado, y tamaña responsabilidad gravitaría sobre mi conciencia, si
no os lo advirtiese así, del modo más terminante.
–¡Tiempo habrá luego de pensarlo! –respondí imprudentemente.
–¡Ya estáis al menos, advertido –exclamó el bonzo, con desconsuelo –y toda la
responsabilidad de lo que os ocurra caerá únicamente sobre vos mismo, por vuestra
terquedad absurda!
No pude ya reprimir mi impaciencia, y miré el reloj con gesto que no pasó inadvertido
al yamabooshi: ¡eran, precisamente, las cinco y siete minutos!
–Concentrad cuanto podáis en vuestra mente sobre cuanto deseáis ver o saber– dijo el
“exorcista” poniéndome el espejo mágico en mis manos, con más impaciencia e
incredulidad que gratitud por mi parte. Tras un último momento de vacilación, exclamé,
mirando ya en el espejo:
–Sólo deseo saber el por qué mi hermana ha dejado de escribirme tan repentinamente
desde…
¿Pronuncié yo, en realidad, tales palabras, o las pensé tan sólo? Nunca he podido
saberlo sólo sí tengo bien presente que, mientras abismaba mi mirada en el espejo
misterioso, el yamabooshi tenía extrañamente fija en mí su vista de acero sin que jamás
me haya sido dable poner en claro si aquella escena duró tres horas, o tres meros
segundos. Recuerdo, sí, los detalles más nimios de la escena, desde que cogí el espejo
con mi izquierda, mientras mantenía entre el pulgar y el índice de mi derecha un papiro
cuajado de rúnicos caracteres. Recuerdo que, en aquel mismo punto, perdí la noción
cabal de cuanto me rodeaba, y fue tan rápida la transición desde mi estado de vigilia a
aquel nuevo e indefinible estado, que, aunque habían desaparecido de in¡ vista el bonzo,
el yamabooshi y el recinto todo, me veía claramente desdoblado, cual si fuesen de otro
y no mías mi cabeza y mi espalda, reclinadas sobre el diván y con el espejo y el papiro
entre las manos…
Súbito, experimenté una necesidad invencible como de marchar hacia adelante,
lanzado, disparado como un proyectil, fuera de mi sitio, iba a decir, necio, ¡fuera de mi
cuerpo! Al par que mis otros sentidos se paralizaban, mis ojos, a lo que creí, adquirieron
una clarividencia. tal como jamás lo hubiese creído…Me vi, al parecer, en la nueva casa
de Nuremberg habitada por mi hermana, casa que sólo conocía por dibujos, frente a
panoramas familiares de la gran ciudad, y al mismo tiempo, cual luz que se apaga o
destello vital, que se extingue, cual algo, en fin, de lo que deben experimentar los
moribundos, mi pensamiento parecía anonadarse en la noción de un ridículo muy
ridículo, sentimiento que fue interrumpido en seguida por la clara visión mental de mí
mismo, de lo que yo consideraba mi cuerpo, mi todo –no puedo expresarlo de otra
manera –recostado en el sofá, inerte, frío, los ojos vidriosos, con la palidez de la muerte
toda en el semblante, mientras que, inclinado amorosamente sobre aquel mi cadáver y
cortando el aire en todas direcciones con sus huesosas y amarillentas manos, se hallaba
la gallarda silueta del yamabooshi, hacia quien, en aquel momento, sentía el odio más
rabioso e insaciable… Así, cuando iba en pensamiento a saltar sobre el infame
charlatán, mi cadáver, los dos ancianos, el recinto entero, pareció vibrar y vacilar
flotante, alejándose prontamente de mí en medio de un resplandor rojizo. Luego me
rodearon unas formas grotescas, vagas, repugnantes. Al hacer, en fin, un supremo
esfuerzo para darme cuenta de quién era yo realmente en aquel instante pues que así
me veía separado brutalmente de mi cadáver, un denso velo de informe obscuridad
cayó sobre mi ser, extinguiendo mi mente bajo negro paño funerario…
 
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24 replies since 10/6/2008, 01:32   4548 views
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