HELENA BLAVATSKY, Isis sin velo

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nubarus
view post Posted on 24/11/2008, 16:41




IV
VISIÓN DE HORRORES


¿Dónde estoy? ¿Qué me acontece?, me pregunté ansiosamente tan pronto como, al
cabo de un tiempo cuya duración me sería imposible de precisar, torné a hallarme en
posesión de mis sentidos, advirtiendo, con sorpresa, que me movía rapidísimo hacia
adelante, a la vez que experimentaba una rara y extraña sensación como de nadar en el
seno de un agua tranquila, sin esfuerzo ni molestia alguna y rodeado por todas partes
de la obscuridad más completa. Se diría que bogaba a lo largo de una inacabable galería
submarina y llena de agua; de una tierra densísima, al par que perfectamente
penetrable, o de un aire no menos sofocante y denso que la tierra misma, aunque
ninguno de aquellos elementos me molestase lo más mínimo en mi desenfrenada
marcha de humano proyectil lanzado hacia lo desconocido…, mientras que aun sonaba
el eco de aquella mi última frase: “deseo saber las razones por las que mi hermana
querida guarda tan prolongado silencio para conmigo que…” Pero de cuantas palabras
constaba aquella frase, sólo una, la de “saber”, perduraba angustiosa en mi oído,
viniendo a mí cual una criatura viviente que con ello me obsesionase.
Otro movimiento más rápido e involuntario, otra nueva zambullida en aquel tan
informe como angustioso elemento, y héme aquí ya, de pie, efectivamente de pie,
dentro del suelo, amacizado, por todos lados en una tierra compacta, y, que resultaba,
sin embargo, de perfecta transparencia para mis perturbadísimos sentidos. ¡Cuán
absurda, cuán inexplicable situación! Un nuevo instante de suprema angustia, y héme
ahora ¡horror de horrores! con un negro ataúd tendido bajo mis pies; una sencilla caja de
pino, lecho postrero de un desdichado que ya no era un hombre de carne, sino un
repugnante esqueleto, dislocado y mutilado, cual víctima de nueva Inquisición, mientras
la voz aquella, mía y no mía a la vez, repetía el eterno sonsonete postrero de “…saber
las razones por las que…” sonando junto a mí, pero como proviniendo, no obstante, de
la más apartada lejanía y despertando en mi mente la idea de que en todas aquellas
intolerables angustias no llevaba empleado tiempo alguno, pues que estaba
pronunciando, todavía las palabras mismas con las que en Kioto, al lado del
yamabooshi, empezaba a formular mi anhelo de saber lo que a mi pobre hermana
acontecía a la sazón.
Súbito, aquellos informes y repugnantes restos principiaron a revestirse de carne y
como a recomponerse en el más extraño de los retornos retrospectivos, hasta reintegrar
el aspecto normal de un hombre cuya fisonomía ¡ay! me era harto conocida, pues que
resultaba nada menos que el marido de mi pobre hermana, a quien tanto había amado
también; pero a quien, en medio de la mayor indiferencia, veía ahora destrozado como
si acabase de ser víctima de un accidente cruel. –¿Qué te ha ocurrido, desdichado?
–traté de preguntarle.
En el inexplicable estado en que yo me hallaba, no bien me formulaba mentalmente
una pregunta cualquiera, la contestación se me presentaba instantánea cual en un
panorama retrospectivo. Vi, pues, así, en el acto y detalle tras detalle, todas las
circunstancias que rodearon a la muerte de mi desdichado Karl, a saber: que el principal
de la fábrica, en la que, lleno de robustez y de vida, él trabajaba, había traído de
América y montado una monstruosa máquina de aserrar maderas; que éste, para apretar
una tuerca o examinar el motor, había tenido un momento de descuido, y que había
sido cogido por el juego del volante, precipitado, hecho trizas, antes de que los
compañeros pudieran correr en su auxilio… ¡Muerto, triturado, transformado en
horrible hacinamiento de carne y de sangre, que, sin embargo, no me causaba la
emoción más ínfima, cual si de frío mármol fuese!
En mi macabra, aunque indiferente pesadilla, acompañé al cortejo funerario. Nos
detuvimos en la casa de la familia y, como si se tratase de otro que no fuera yo,
presencié impasible la escena de la llegada a ella de la espantosa noticia con sus
menores detalles; escuché el grito de agonía de mi enloquecida hermana; percibí el
sordo golpe de su cuerpo, cayendo pesadamente sobre los restos de su esposo, y hasta
oí pronunciar mi nombre. Pero no se crea que lo percibía como de ordinario, sino mucho
más intensamente, pues que podía seguir con la más impasible de las curiosidades
indiscretas, el sacudimiento y la perturbación instantánea de aquel cerebro al estallar la
escena; el movimiento vermiforme y agigantado de las fibras tubulares; el cambio
fulgurante de coloración en el encéfalo y el paso de la materia nerviosa toda desde el
blanco al escarlata, al rojo sombrío y al azul: un como relámpago lívido y fosfórico
seguido de completa obscuridad en los ámbitos de la memoria, cual si aquella
fulguración surgida de la tapa del cráneo, se ensanchase dibujando un contorno
humano, duplicado, desprendido del inerte cuerpo de mi hermana, que se iba
extendiendo y esfumando, mientras que yo me decía a mí mismo: “¡Esto es la locura, la
incurable locura de por vida, pues que el principio inteligente, no sólo no está
extinguido temporalmente, sino que acaba de abandonar para siempre el tabernáculo
craneano, arrojado de él por la fuerza terrible de la repentina emoción…” “El lazo entre
la esencia animal y la divina se acaba de romper”, me dije, mientras que al oír el término
“divino” tan poco familiar en mí, “mi Pensamiento” se echó como a reír… al par que
seguían resonando como en el primer momento el final de mi inacabable frase… “saber
las razones por las que mi hermana querida guarda tan…”
Al conjuro de mi inacabable pregunta, la escena reveladora continuó. Vi a la madre, a
mi propia hermana, convertida en una infeliz idiota en el manicomio de la ciudad, y a
sus siete hijos menores en un asilo, mientras que mis predilectos, el chico, de quince
años, y la chica mayor, de catorce, se ponían a servir como criados. El capitán de un
buque mercante se llevaba a mi sobrino, y una vieja hebrea adoptaba a la pobre niña.
Yo seguía anotando en mi mente todos aquellos horripilantes detalles, con una
indiferencia y una sangre fría pasmosas. La misma idea de “horrores” debe entenderse
corno algo ulterior, pues que yo no sentía, en verdad, horror alguno, ni durante toda la
visión aquélla experimenté la noción más débil de amor ni de piedad, porque mis
sentimientos parecían paralizados, abolidos, al igual de mis sentidos externos… Sólo al
volver en mí fue cuando pude darme cuenta en toda su enormidad de aquellas pérdidas
irreparables, y por ello confieso que no poco de lo que siempre negara obstinadamente,
me veía a admitirlo, en vista de tamañas experiencias. Si alguien me hubiese dicho antes
que el hombre podía actuar fuera de su cuerpo, pensar fuera de su cerebro y ser
transportado mentalmente a miles de leguas de distancia de su carne por medio de un
poder incomprensible y misterioso, al punto le hubiera deputado por loco, ¡y, sin
embargo, este loco soy yo! Diez, ciento, mil veces durante el resto de mi miserable
existencia, he pasado por semejante vida fuera de mi cuerpo. ¡Hora funesta fue aquella
en que fue despertado en mí por vez primera tan terrible poder, pues ya ni el consuelo
me queda de poder atribuir tales visiones de sucesos distantes a delirios de la locura!…
Si un loco ve lo que no existe, mis visiones, ¡ay!, han resultado, por el contrario,
infaliblemente exactas, para desgracia mía.
Pero sigamos con mi narración.
Apenas había visto a mi infeliz sobrina en su albergue israelita, cuando percibí un
segundo choque de la misma naturaleza que el primero que me había lanzado y hecho
bogar a través de las entrañas de la Tierra. Abrí nuevamente los ojos y me hallé en el
mismo punto de partida, fijando casualmente mi vista en las manecillas del reloj, que
marcaban, ¡absurdo misterio! las cinco y siete minutos y medio… ¡Todas mis espantosas
experiencias se habían desarrollado, pues, en sólo medio minuto!
Aun esta misma noción del brevísimo instante transcurrido entre el momento en que
miré al reloj al tomar el espejo de manos del yamabooshi y aquel otro momento de
medio minuto después, es también un pensamiento posterior. Iba ya a desplegar los
labios para seguirme burlando del yamabooshi y de su experimento, cuando el recuerdo
completo de cuanto acababa de ver fulguró cual vívido relámpago en mi cerebro. Un
grito de desesperación suprema se escapó de mi pecho, y sentí como sí la creación
entera se desplomase sobre mi cabeza en un caos de ruina y desolación. Mi corazón
presentía ya el destino que me aguardaba, y un fúnebre manto de tristeza cayó fatal
sobre mí para todo el resto de mi vida…

V
LA ETERNA DUDA


Momentos después de lo que va referido, experimenté una reacción tan repentina
como repentino fue mi pesar. Una formidable duda, un furioso deseo de negar lo que
había visto, me asaltó, tratando de considerar el asunto como mero sueño insustancial y
vano, hijo de mis nerviosidades y de mi exceso de trabajo. Sí, aquello no era sino un
falaz espejismo, una estúpida ilusión sensitiva, una anormalidad de mi debilidad mental
nacida.
–De otro modo –pensaba –¿cómo pude pasar revista a los horribles y distantes
panoramas en simple medio minuto? Sólo en un sueño pueden darse tan por completo
abolidas las nociones básicas del tiempo y del espacio. El yamabooshi nada tiene que
ver con semejante pesadilla de horrores. Acaso no hizo sino recoger los propios clichés
de mi cerebro perturbado; acaso, usando una bebida infernal, secreto de los de su secta,
me ha privado del conocimiento unos segundos para sugerirme esta visión monstruosa.
La teoría moderna relativa al ensueño y la rápida excitación de los ganglios cerebrales,
son explicación suficiente de cuantas anormalidades acabo de experimentar. ¡Fuera,
pues, necios temores! ¡Mañana mismo partiré para Europa!
Este insensato monólogo le formulé en voz alta, sin el menor miramiento de respeto
hacia el bonzo, ni siquiera hacia el yamabooshi que, hierático en su primera actitud,
parecía leer tranquilo en mi interior con un silencio lleno de dignidad. El bonzo, por su
parte, irradiando la más compasiva simpatía, se aproximó a mí cual lo hubiera hecho con
un niño enfermo, y con lágrimas en los ojos, me dijo estrechándome las manos:
–Por lo que más améis, amigo mío, no dejéis la población sin antes ser purificado del
impuro contacto con los dai–djin o espíritus inferiores, cuya intervención ha sido precisa
para conducir a vuestra inexperta alma hacia la remota región que ansiabais ver. No
perdáis, pues, el tiempo, hijo mío; cerrad la entrada de tan peligrosos intrusos hasta
vuestro Yo Interior, y haced que para ello os purifique en seguida el santo Maestro.
Nada hay tan sordo a la razón como la cólera, una vez desatada. La “savia del
raciocinio”, no podía, en aquel trance, “apagar el fuego de la pasión”, antes bien,
caldeada al rojo blanco esta última, sentía ya efectivo odio contra el venerable anciano
y no podía perdonarle su ingerencia en el suceso. Así que, aquel dulce amigo cuyo
nombre no puedo pronunciar ,hoy sin emocionarme, recibió la más acre y dura repulsa
por sus frases, como protesta airada contra la idea de que yo pudiera llegar nunca a
considerar la visión que había tenido sino como mero sueño, y como un gran impostor,
por tanto, al yamabooshi.
–Partiré mañana, aunque en ello me fuese la vida –insistí furibundo.
–… Pero os arrepentiréis toda vuestra vida si antes no hacéis que el santo asceta haya
cerrado una por una todas las entradas, hoy abiertas para los intrusos dai–djins, quienes,
de lo contrario, no tardarán en dominaros por completo –siguió porfiando el bonzo.
No le dejé seguir, antes bien, brutal y despectivo, pronuncié no sé qué frases relativas
a la paga que debla de dar al yamabooshi por su experiencia conmigo, a lo que el bonzo
replicó con dignidad regia:
–El santo desprecia toda recompensa. ¡Su Orden es la más rica del mundo, dado que
sus miembros, al hallarse por encima de todos los deseos terrenales, nada necesitan!…
–Y añadió: –No insultéis así al hombre compasivo que, por mera piedad hacia vuestros
dolores, se prestó gustoso a libraros de vuestra mental tortura.
Todo en vano. El espíritu de la rebeldía se había adueñado de mí en términos que me
era ya imposible el prestar oído a palabras tan llenas de sabiduría. Por fortuna, al volver
la cabeza para seguir en mis ataques rabiosos, el yamabooshi había desaparecido.
¡Oh, y cuán estúpido era! Ciego a la evidencia, ¿por qué no reconocí el sublime poder
del santo asceta? ¿Por qué no vi que al él desaparecer huía para siempre la paz de mi
vida?… El fiero demonio del escepticismo, la incrédula negación sistemática de todo
cuanto por mis propios ojos había visto, obstinándome, sin embargo, en creerlo necia
fantasía, eran ya más poderosos que cualquiera otra fuerza de mi ser.
–¿Debo acaso creer, con la caterva de los supersticiosos y los débiles, que por encima
de este mero compuesto de fósforo y otras materias hay algo que puede hacerme ver
independientemente de mis sentidos físicos? me decía, añadiendo: –¿Nunca? El creer
en los dai–djin de mi importuno amigo, equivaldría a admitir también las llamadas
inteligencias planetarias, por los astrólogos, y el que los dioses del Sol y de Júpiter, de
Saturno o de Mercurio y demás espíritus que guían las esferas de sus orbes, se
preocupan también de los mortales. Tamaño absurdo de invisibles criaturas
arrastrándome por el ámbito de sus elementos, es un insulto a la razón humana; un
fárrago inadmisible de locas supersticiones.
Así desvariaba yo ante el bonzo, pero, su paciencia, inalterable, superaba aun a mis
furores, y una vez más insistió en que me sometiese a la ceremonia de la purificación,
para evitar futuros eventos horribles.
–¡Jamás! –grité ya exasperado, y parafraseando a Richter añadí: –Prefiero morar en la
atmósfera rarificada de una sana incredulidad, que en las nebulosidades de la necia
superstición. Pero, como no puedo prolongar mis dudas, partiré para Europa en el
primer correo.
Semejante determinación acabó de desconcertar a mi bonzo.
–¡Amigo, de extranjera tierra! –exclamó –Ojalá no tengáis que arrepentiros
tardíamente de vuestra ciega obstinación. ¡Que Kwan–Ou, el Santo Uno, y la Diosa de la
Misericordia os protejan contra los djinsi, pues desde el momento en que rechazáis la
purificación del yamabooshi, él es impotente para protegeros contra las malas
influencias evocadas por vuestra incredulidad. ¡Permitid, al menos, en esta hora
solemne, a un anciano que os quiere bien, que os enseñe algo que ignoráis aún! Sabed
que, a menos que aquel venerable maestro que para aliviaros en vuestros dolores os
abrió las puertas del santuario de vuestra alma, pueda, con la purificación, completar su
obra, vuestra futura vida será tan espantosa que no merecerá la pena de vivirla.
Abandonado así al poder de fuerzas poderosas, os sentiréis perseguido por ellas y
acosado hasta la locura. Sabed que el peligroso don de la clarividencia, si bien se realiza
por propia voluntad por aquellos para quien la Madre de Misericordia no tiene ya
secretos, tratándose, por el contrario, de principiantes como usted, no puede lograrse
sino por mediación de los djins aéreos, espíritus de la naturaleza, que, aunque
inteligentes, carecen del divino don de la compasión, porque no tienen alma como
nosotros. Nada tiene que temer, en verdad, de ellos, el arahat o adepto que ha
sometido ya a semejantes criaturas, haciéndolas sus sumisos servidores, pero quien
carece de tamaño poder, no es sino el esclavo de las mismas. Reprimid vuestro
ignorante orgullo y vuestras ironías y sabed que durante visiones corno la vuestra, el
dai–djin tiene al vidente completamente bajo su poder, y este vidente, durante todo el
tiempo de la visión astral no es él mismo, no es ya su propio e inmanente ser, sino que
participa, por decirlo así, de la naturaleza de su guía, quien, en tales momentos en que
así dirige su vista interna, guarda su alma en vil prisión, convirtiéndola en un ser como
él, es decir, en un ser sin alma, desposeído de su divina luz espiritual, y, por tanto,
careciendo a la sazón de toda emoción humana, tal como el temor, la piedad y el amor.
–¡Basta ya! –interrumpí exasperado, al recordar con estas últimas palabras la
indiferencia extraña con que, “en mi alucinación”, había presenciado la catástrofe de mi
cuñado, la desesperación de mi hermana y su repentina locura –Si sabíais esto, ¿por qué
me aconsejasteis experiencia tan peligrosa?
–Ella iba a durar tan sólo unos segundos, y mal alguno se hubiese derivado de ella si
hubieseis cumplido vuestra promesa de someteros después a la purificación. Yo
deseaba únicamente vuestro bien, porque mi corazón se despedazaba al veros sufrir día
tras día, y no ignoraba que el experimento, dirigido por uno que sabe, es inofensivo, y
sólo es peligroso cuando se desatiende aquella precaución. El “Maestro de Visión”,
aquel que ha abierto una entrada en vuestra alma, es quien tiene luego que cerrarla,
contra intrusiones ulteriores, con el sello de la Purificación.
–El “Maestro de Visión”: ¡decid más bien el Maestro de la Impostura!...
Tan dolorosamente intensa fue la expresión de pesar que se reflejó en el semblante
del bonzo al escuchar este último insulto a su guía, que, levantándose y saludándome
ceremoniosamente, se alejó de mí con estas sencillas palabras:
–¡Adiós, pues!
 
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leviathan1
view post Posted on 24/11/2008, 16:43




VI
PARTO, PERO NO SOLO


Pocos días después de la escena, me embarqué para Europa, sin volver a ver ya al buen
bonzo. Sin duda estaba ofendido por mis impertinencias e insultos. ¿Qué furia extraña,
en efecto, se apoderaba de mí y me obligaba, casi sin poderlo remediar, a insultar al
santo asceta?… Sin duda, más que una fuerza exterior e insensible que me dominase,
era mi amor propio escéptico el que así me impulsaba, y tan seguro me hallaba
realmente acerca de las imposturas del yamabooshi, que de antemano saboreaba ya mi
triunfo sobre él, al retornar entre los míos de allí a varias semanas, y hallarlos sanos y
dichosos.
Mas, ¡ay!, no hacía una semana que me encontraba a bordo, cuando la venda incrédula
comenzó a caer tardíamente de mis ojos.
Desde el día memorable de la experiencia del espejo, yo experimentaba en todo mi
ser un cambio inexplicable, que en un principio achacaba a las preocupaciones acerca de
los míos, con las que llevaba luchando varios, meses. Durante el día me encontraba
abstraído, como embobado, perdiendo de vista por algunos minutos toda la realidad
que me rodeaba. Mis noches eran intranquilas; mis ensueños tristísimos y hasta con
horrores de angustiosas pesadillas. Aunque buen marino, y con tiempo
extraordinariamente hermoso, sentía vagos mareos, y advertía de cuando en cuando
que las caras familiares de los pasajeros adquirían en tales momentos lar, más grotescas
formas de caricatura. Así, cierta vez, Max Guinner, un joven alemán, a quien conocía de
antaño, pareció transformado de repente en su anciano padre, a quien enterráremos
tres años antes en el cementerio de nuestra colonia. Conversábamos sobre cubierta
acerca del finado y de sus negocios, cuando la cabeza de Max se me antojó rodeada de
una nebulosidad extraña y gris que, condensándose gradualmente en torno de su cara,
sanota y colorada, la dió bien pronto toda la rugosa apariencia de aquel a quien antaño
yo mismo diese tierra.
Otra vez, mientras que el capitán hablaba de un ladrón malayo, a cuya captura había
contribuido, vi a su lado la repugnante y amarillenta cara del hombre a quien
correspondía la descripción del marino, y aunque, por supuesto, guardé silencio
respecto a tamañas alucinaciones creyéndolas debidas a las causas visibles que dice la
Medicina, ello es que se iban haciendo más frecuentes de día en día.
Cierto noche me sentí despertar bruscamente por un penetrante grito de angustia…
Era la voz de una mujer en el paroxismo de su desesperación impotente. Despertando,
salté en una habitación que me era completamente desconocida, donde una
adolescente, una niña casi, luchaba desesperadamente contra un hombre de mediana
edad y de fuerzas hercúleas, que la había sorprendido mientras dormía, al par que
detrás de la puerta, cerrada con llave, advertí una vieja haciendo la centinela, vieja en
cuya cara infernal reconocí al punto a la judía que había adoptado a mi sobrinita, según
viese en el ensueño de Kioto por las artes del yamabooshi. Al volver a mi estado normal
y darme cuenta de mi situación, caí en la cuenta, ¡oh desesperación cruel!, de que la
víctima del brutal atropello no era otra que mi propia sobrina…
Ni más ni menos que en mi primera visión en Kioto, yo no sentía en mí esa compasión
que nace de la simpatía hacia la desgracia de un ser amado, sino más bien una
indignación varonil ante la afrenta infligida a una criatura desvalida. Así que me
precipité fieramente en su socorro, asaltando el cuello de aquel ser lascivo y bestial;
pero, no obstante mi esfuerzo rabioso, el hombre continuó corno si yo no existiese. El
rufián cobarde, exasperado ante la resistencia de la doncella, levantó irritado su brazo
vigoroso y de un terrible puñetazo sobre los dorados bucles de su cabecita, la tendió en
el suelo. Salté entonces sobre la lujuriosa bestia prorrumpiendo en un rugido de tigresa
que defiende a sus cachorros, tratando de ahogarle entre mis garras; pero, horror de
horrores. ¡Noté entonces, por primera vez, que aquel mi yo no era sino una vana
sombra!
Mis imprecaciones y gritos despertaron a todos los pasajeros, quienes los atribuyeron
a una pesadilla, así que no intenté confiar a nadie lo que me acontecía. Pero desde aquel
infausto día, mi vida no fue ya sino una inacabable serie de torturas, porque, apenas
cerraba los ojos, se me representaba con singular viveza el espantoso cuadro de dolores,
desastres o crímenes pasados, presentes o futuros, cual si un demonio obseso se
complaciese en ofrecerme el macabro panorama de todo cuanto de horripilante, bestial
o maligno existe en este despreciable mundo. Nunca un destello de felicidad,
hermosura o virtud descendió, en cambio, hasta la lóbrega cárcel de mi mental
infortunio, sino lascivias, traiciones y crueldades sin fin, en inacabable calidoscopio,
como consecuencia de las pasiones humanas desatadas doquier.
–¿Será todo esto –me dije al fin– el cumplimiento fatal del vaticinio de mi amigo el
bonzo? ¿Estará mi alma real y efectivamente bajo el impío dominio de los crueles
dai–djins?… Mas, no – me respondí al punto, tratando en vano de recobrar la
tranquilidad perdida –Esto no es sino una pasajera anormalidad que cesará tan luego
como me vea en Nuremberg y me convenza de lo infundado de mis absurdos temores.
El hecho mismo de que mi imaginación no me ofrece sino escenas macabras, me
demuestra que ello carece de toda realidad –Pero entonces creí estar oyendo las
palabras del bonzo, cuando me decía:
Dos planos únicos de visión tiene el hombre: el augusto plano del amor trascendente y
las aspiraciones espirituales hacia una eterna Luz, y el tempestuoso mar de las pasiones
humanas, en cuya luz inferior se bañan los descarriados dai–djins.

VII
¡LA ETERNIDAD ES UN ENSUEÑO FUGAZ!


Antaño, las absurdas creencias de ciertas gentes respecto de los espíritus buenos y
malos, me parecían incomprensibles, pero, a partir, ¡ay!, de las dolorosas experiencias de
aquellos momentos, las comprendía ya.
Para robustecer, no obstante, mi incredulidad nativa, procuraba evocar en mi mente
cuanto me era dable los recuerdos de mis lecturas antisupersticiosas: el juicioso razonar
de Hume; las áticas mordacidades sarcásticas de Voltaire, y aquellos pasajes de
Rousseau, donde llamaba a la superstición “la eterna perturbación de la sociedad”.–¿A
qué afectarnos por las fantasmagorías del ensueño –me decía con ellos –cuando luego
comprobamos su completa falsedad en la vigilia? ¿Por qué, como dijo el clásico, han de
asustarnos con cosas que no son; nombres cuyo sentido no vemos?…
Un día en que el anciano capitán nos relataba supersticiosas historias marineras, un
infatuado y pedante misionero inglés nos recordó aquella frase de Fielding de que “la
superstición da al hombre la estupidez de la, bestia”, pero en el mismo instante que tal
decía, le vi vacilar de un modo, extraño y detenerse bruscamente, mientras que yo, que
había permanecido alejado de la conversación general, creí leer claramente en la
aureola de vibrantes radiaciones que desde hacía muchos días percibía sobre todas las
cabezas, las palabras con que Fielding concluía su proposición: “…y el escepticismo le
torna loco”.
Había ya oído hablar muchas veces, sin admitirla, la afirmación de que quienes
pretenden gozar del dudoso privilegio de la clarividencia ven los pensamientos de las
personas presentes como retratados en su propia aura. Yo ya, ¡absurda paradoja!, me
veía dotado, en efecto, de la facultad desagradabilísima de poder comprobar por mi la
exactitud del odioso hecho, agregando un nuevo conjunto de horrores a mi ridícula
vida, y viéndome forzado a tener que ocultar a los demás dones tan funestos, cual si se
tratara de un caso de lepra. Mi odio entonces hacia el yamabooshi y el bonzo no tuvo
límites, pues aquél, sin duda alguna, había tocado con sus nefastas manipulaciones
algún secreto resorte de mi cerebro fisiológico y puesto en acción alguna facultad de las
ordinariamente ocultas en la constitución humana… ¡Y el maldito farsante japonés
había introducido tal plaga en mí mismo!
De nada práctico me servía in¡ impotente cólera. Además, bogábamos ya en aguas
europeas, y de allí a pocos días anclaríamos en Hamburgo, donde cesarían mis dudas y
temores. Aun cuando la clarividencia pudiese existir en algún caso, tal como en la
lectura de los pensamientos, lo de ver las cosas a distancia, según yo lo había soñado
bajo la sugestión del yamabooshi, era demasiado admitir dentro de las humanas
posibilidades… Pese a todos estos tristes razonamientos, mi corazón parecía decirme
que me engañaba en ellos, sintiendo como si mi definitiva condenación se hallase
próxima, con sufrimientos tan atenazadores, que intensificaban peligrosamente mi
postración física y mental.
La noche misma de nuestra entrada en Hamburgo me asaltó un ensueño cruel. Me
parecía que yo mismo me veía muerto; mi cuerpo yacía rígido e inerte, y al par que mi
conciencia se daba cuenta de ello, parecía prepararse también a su extinción; mas, como
tenía aprendido que el cerebro, conservaba el calor vital durante unos minutos más que
los órganos periféricos, aquello no me podía extrañar. Así, en el crepúsculo del gran
misterio, al borde, ya sin duda, de la tenebrosa sima “que ningún mortal puede repasar
una vez franqueada”; mi pensamiento, envuelto en los restos de una vitalidad que
escapaba por instantes, se iba extinguiendo como una llama, y asistiendo al propio
tiempo a su aniquilamiento, pero tornando mi “yo”, nota de aquellas mis últimas
impresiones con el apresuramiento de aquel que sabe que va a caer el negro manto de
la nada sobre su conciencia para tener el goce de sentir todo el gran triunfo de mis
convicciones relativas a la completa y absoluta cesación del ser…
Todo se iba obscureciendo por momentos en derredor mío. Enormes sombras,
fantásticas e informes, desfilaban ante mi desvanecida vista; primero lentas, luego
aceleradas, y, finalmente, girando vertiginosas en torno de mí, cual en terrible danza
macabra, y una vez alcanzado su objeto de intensificar las tinieblas, abriendo un como
indefinido ámbito de vacías e impalpables negruras; un insondable océano de eternidad,
por el que, ilimitado, se deslizaba el tiempo, esa fantástica progenie del, hombre, sin
que jamás alcance a acabarlo de cruzar…
No en vano ha dicho Catón que los ensueños no son sino el reflejo de todos nuestros
temores y esperanzas. Como en estado de vigilia jamás he temido a la muerte, ante la
evidencia de mi inminente afán me sentí tranquilo, hasta consolado de que el término
de mis torturas mentales se avecindase. La angustia aquella mía se había ya tornado
intolerable, y si, como dice Séneca, la muerte no es sino la cesación de todo cuanto
fuésemos antes, valía más morir que no soportar durante tantos meses tamaña agonía.
–Mi cuerpo está ya muerto –me decía –y mi “yo”, mi conciencia, que es la que de mi
queda por algunos momentos más, se prepara ya a seguirle; debilitándose mis
percepciones mentales, se irán borrando segundo tras segundo, hasta que el anhelado
olvido me envuelva por completo en su sudario. ¡Ven, pues, dulce y consoladora muerte;
tu sueño sin ensueños es un puerto de paz y de refugio en medio de las borrascas de la
vida...! ¡Dichosa, pues, la barca solitaria que a la ansiada orilla de la muerte me conduce!
Allí, en su regazo eterno, descansaré por siempre, y tú, pobre cuerpo ¡adiós! ¡Gustoso te
abandono, ya que me has dado más dolores que placeres en la vida!
Mientras yo entonaba este himno a la muerte libertadora, la examinaba al par con
extraña curiosidad, no pudiendo menos de maravillarme, sin embargo, de que mi acción
cerebral continuase siendo tan vigorosa. Mi cuerpo, desvanecido ante mi vista algunos
segundos, reaparecía una y varías veces con su cadavérica faz… De improviso
experimenté un violentísimo deseo de saber cuánto duraría el complicado proceso de
mi disolución antes de que el cerebro, estampando su último sello, me dejase inerte. A
través de las, para mí transparentes, paredes de mi cráneo, podía contemplar y hasta
tocar mi masa cerebral. ¿Con qué manos?, me es imposible el precisarlo; pero el
contacto de su iría y viscosa materia, me producía profundísima impresión. Con un terror indecible, advertí que mi sangre se había congelado por completo, y que, alterada
la íntima constitución de mis células cerebrales, se imposibilitaba ya en absoluto todo
funcionamiento… Al par, la misma o mayor obscuridad me rodeaba impenetrable en
todas direcciones; pero además, enfrente de mi, y fuese la que fuese la dirección de mi
mirada, veía un como gigantesco reloj circular, cuya caraza enorme y blanca se
destacaba de un modo siniestro sobre aquel oscuro marco que le rodeaba. Su péndola
oscilaba con la acostumbrada regularidad a uno y otro lado, como si pretendiese divisar
la eternidad, y las agujas señalaban ¡cosa bien extraordinaria!, las cinco y siete minutos,
es decir, la hora precisa en que comenzase en Kioto mi tortura.
No bien noté esta terrible coincidencia, cuando, horrorizado del modo más pavoroso,
me sentí arrastrado de idéntica manera que antaño; nadando, bogando veloz por debajo
del suelo, en el mismo medio viscoso y paradójico. Así me vi otra vez ante la tumba,
donde los despedazados restos de mi cuñado yacían; presencié luego,
retrospectivamente, su muerte desdichada; la escena de la recepción de la noticia fatal
por mi hermana, con el aditamento de su locura, todo sin perder el detalle más mínimo.
Para mayor espanto esta vez, ¡ay!, ya no estaba, acorazado en aquella tranquila
indiferencia de roca con que viese la vez primera la escena, sino que mis torturas
mentales, mi ansiedad, mi desesperación en medio de aquel ciclón de muerte, ya no
tenían límites…¡Oh, y cómo sufría aquel cúmulo de horrores infernales, con el añadido
del peor de todos, que era la desesperada realidad de que mi cuerpo estaba ya
muerto…!
No bien se hizo una leve pausa de alivio, torné a ver de igual modo la enorme esfera
con sus manecillas colosales marcando ¡las cinco y siete y medio minutos! Pero, antes de
que hubiera tenido tiempo de darme cuenta exacta de tal cambio, la aguja empezó a
moverse lentamente hacia atrás, deteniéndose en el séptimo minuto, para sentirme
otra y otra vez forzado a padecer sin término la repetición de los mismos horrores de
bogar por el seno de la tierra y de presenciar la repetición exacta e implacable de las
mismísimas escenas espantosas que parecían no terminar jamás…
Al propio tiempo mi conciencia parecía triplicarse, quintuplicarse, decuplicarse,
pudiendo vivir y sentir en el mismo lapso de tiempo en media docena de sitios a la vez,
desfilando ante mí múltiples sucesos de su vida en diferentes épocas y circunstancias de
mi vida, pero predominando sobre todas mi experiencia espiritual de Kioto. A la manera
de como en la famosa fuga del Don Juan, de Mozart, se destacan desgarradoras las
notas de la desesperación de Elvira, sin que por esto se entrecrucen ni confundan con la
melodía del minuet, ni con el canto de seducción, ni con el coro, de la misma manera
pasé una y mil veces, mezclada con las congojas de las demás escenas, por aquella
indescriptible agonía de Kioto, y oía las inútiles exhortaciones del bonzo, al par que se
me presentaban, sin con ello confundirse, múltiples recuerdos, ora de mi niñez o de mi
adolescencia, ora de mis padres, ora, en fin, de aquel día memorable en que salvara a un
amigo que estaba ahogándose y me burlaba de su padre, que me daba emocionado las
gracias por haber así salvado “su alma”, no preparada sin duda aún para dar cuentas a
“su Hacedor”. ¡Todo ello, por supuesto, en la conciencia más complicada y multiforme!
–¡Hablad, hablad de personalidades múltiples, vosotros los profesores de
psicofisiologia! –me decía en medio de aquella tortura que habría bastado a matar a
media docena de hombres –¡Hablad vosotros, orgullosos, infatuados con la lectura de
miles de libros L… jamás podríais explicarme, no obstante, la sucesión de aquella
horrorosa cadena real, al par que ensoñada, cuyo desfilar parecía no tener fin. No,
aunque se rebelase mi conciencia contra ciertas afirmaciones teológicas, negar no podía
ya la realidad de mi Yo inmortal… ¿Cuál, es, pues, oh Misterio, tu insondable Realidad
que de tal modo conduces, sin término conocido y con el cuerpo ya muerto, a nuestro
pensamiento y nuestra imaginación? ¿Podrá, acaso, ser cierta esa doctrina de la
reencarnación en la que tanto porfiaba el bonzo que creyese? ¿Por qué no, si cada año
nace una nueva hoja y una nueva flor de una misma y permanente raíz?…
En aquel punto, el fatídico reloj desapareció, mientras que la voz cariñosa del bonzo
una vez más parecía repetir: “En el caso de que hayáis entreabierto sólo una vez la
puerta del augusto Santuario de vuestra alma, tendréis que abrirla y cerrarla una y mil
veces durante un periodo que, por más corto que sea, os parecerá una eternidad…”
Un instante después, la voz del bonzo era ahogada por multitud de otras voces en la
cubierta. Anegado en un sudor frío, desperté. ¡Estábamos en Hamburgo!
 
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nubarus
view post Posted on 24/11/2008, 16:44




VIII
DESGRACIAS A GRANEL


Mis socios de Hamburgo apenas pudieron reconocerme, ¡tan enfermo, y cambiado
estaba! Al punto partí para Nuremberg.
Media hora después de mi llegada a la ciudad de Nuremberg, toda duda relativa a la
verdad de mi visión de Kioto había desaparecido. La realidad era, si cabe, peor que
aquélla, y en adelante estaba fatalmente condenado a la vida más infeliz. Seguro podía
estar de que, en efecto, había visto uno por uno todos los detalles de la tragedia
desgarradora: mi cuñado destrozado por los engranajes de la máquina; mi hermana, loca
y próxima a morir, y mi sobrina, la flor más acabada de la Naturaleza, deshonrada y en
un antro de infamia; los niños pequeños muertos en un asilo, bajo una enfermedad
contagiosa, y el único sobrino que sobrevivía, ausente de ignorado paradero. Todo un
hogar feliz, aniquilado, quedando yo tan sólo como triste testigo de ello en este
miserable mundo de desolación, deshonra y muerte. La brutalidad del choque, el peso
horrendo del enorme desastre, me hizo caer desvanecido, pero no sin antes oír estas
crueles palabras del burgomaestre:
–Si antes de partir de Kioto hubieseis telegrafiado a las autoridades de la ciudad
vuestra residencia y vuestra intención de regresar a vuestro país para encargaros de
vuestra familia, hubiéramos podido colocarla provisionalmente en otra parte,
salvándolos as! de su destino; pero como todos ignorábamos que los niños tuviesen
pariente alguno, sólo pudimos internarlos en el asilo donde por desgracia han
sucumbido…
Este era el golpe de gracia dado a mi desesperación. ¡Sí, mi abandono había matado a
mis sobrinitos! Si yo, en vez de aferrarme a mis ridículos escepticismos, hubiese seguido
los consejos del bonzo Tamoora y dado crédito a la desgracia que por clarividencia y
clariaudiencia me había hecho ver y oír el yamabooshi, aquello se hubiera podido evitar
telegrafiando a las autoridades antes de mi regreso. Acaso podría, pues, no alcanzarme
la censura de mis semejantes; pero jamás podría ya escapar a las recriminaciones de mi
propia conciencia, ni a la tortura de mi corazón en todos los días de mi vida. Allí fue,
entonces, el maldecir mis pertinaces terquedades; mi sistemática negación de los
hechos que yo mismo había visto, y hasta mi torcida educación. El mundo entero no
había sabido darme otra…
Me sobrepuse a mi dolor, en un supremo esfuerzo, a fin de cumplir un último deber
mío para con los muertos y con los vivos. Pero una vez que saqué a mi hermana del asilo
e hice que viniese a su lado a su hija para asistirla en sus últimos días, no sin obligar a
confesar su crimen a la infame judía, todas mis fuerzas me abandonaron, y una semana
escasa después de mi llegada convertirme en un loco delirante atrapado bajo la garra de
una fiebre cerebral. Durante algún tiempo fluctué entre la muerte y la vida, desafiando
la pericia de los mejores médicos. Por fin venció mi robusta constitución, y, con gran
pesar mío, me declararon salvado… ¡Salvado, sí, pero condenado a llevar eternamente
sobre mis hombros la carga aborrecible de la vida, sin esperanza de remedio en la tierra
y rehusando creer en otra cosa alguna más que en una corta supervivencia de la
conciencia más allá de la tumba, y con el aditamento insufrible de la vuelta inmediata,
durante los primeros días de la convalecencia, de aquellas inevitables visiones, cuya
realidad ya no podía negar, ni considerarlas de allí en adelante como “las hijas de un
cerebro ocioso, concebidas por la loca fantasía”, sino la fotografía de las desgracias de
mis mejores amigos! ¡Mi tortura era, pues, la del Prometeo encadenado, y durante la
noche una despiadada y férrea mano de hierro me conducía a la cabecera de la cama de
mi hermana, forzado a observar hora tras hora el silencioso desmoronarse de su
gastado organismo, y a presenciar, como si dentro de él estuviese, los sufrimientos de
un cerebro deshabitado por su dueño, e imposibilitado reflejar ni transmitir sus
percepciones. Aún había algo peor para mí, y era el tener que mirar durante el día el
rostro inocente e infantil de mi sobrinita, tan sublimemente pura en su misma
profanación, y presenciar durante la noche, con el retorno de mis visiones, la escena,
siempre renovada de su deshonra… Sueños de perfecta forma objetiva, idénticos a los
sufridos en el vapor, y noche tras noche repetidos…
Algo, sin embargo, se había desarrollado nuevo en mí, cual la oruga que,
evolucionando en crisálida, acaba por transformarse en mariposa, el símbolo del alma;
algo nuevo y trascendental había brotado en mi ser de su antes cerrado capullo, y veía
ya, no sólo como en un principio y por consecuencia de la identificación de mi
naturaleza interna con la del dai–djin obsesor, sino por el espontáneo desarrollo de un
nuevo poder personal y psíquico que aquellas infernales criaturas trataban de impedir,
cuidando de que no pudiese ver nada elevado ni agradable. Mi lacerado Corazón era
fuente ya de amor y simpatía hacía todos los dolores de mis semejantes, cual si un
corazón nuevo fluyese fuera del corazón físico, repercutiendo fuertemente en mi alma
separada del cuerpo. Así, ¡infeliz de mí!, tuve que apurar hasta las heces del sufrimiento
por haber rechazado en Kioto la purificación ofrecida, purificación en que tardíamente
creía ya, bajo el insoportable yugo de dai–djin.
Poco falta de mi triste historia. La pobre mártir de mi hermana loca, falleció, al fin,
víctima de la tisis; su tierna hija no tardó en seguirla. En cuanto a mí, ya era un anciano
prematuro de sesenta años, en lugar de treinta. Incapaz de sacudir mi yugo, que me
mantenía tan al borde de la locura, tomé la resolución heroica de tornar a Kioto,
postrarme a los pies del yamabooshi, pedirle perdón por mi necedad y no separarme de
su lado hasta que aquel espíritu infernal que yo mismo había evocado, y del que mi
incredulidad me impidió el separarme, fuese ahuyentado para siempre…
Tres meses después, me vi nuevamente en mi casa japonesa al lado del venerable
bonzo Tamoora Hideyeri, para que me condujese, sin perder un momento, a la
presencia del santo asceta… La respuesta del bonzo me llenó de estupor. ¡El
yamabooshi había abandonado el país sin que se supiese su paradero y, según su
costumbre, no tornaría al país hasta dentro de siete años!
Ante tamaño contratiempo fui a pedir ayuda y protección a otros santos yamabooshis,
y aun cuando sabía harto bien que en mi caso era inútil el buscar otro Adepto eficaz que
me curase, mi venerable amigo Tamoora hizo cuanto pudo por remediar mi desgraciada
situación. ¡Todo en vano!; aquel gusano roedor amenazaba siempre acabar con mi razón
y con mi vida. El bonzo y otros santos varones de su fraternidad me invitaron a que me
incorporase a su instituto, diciéndome:
–Sólo el que evocó sobre vos el dai–djin es quien tiene el poder de ahuyentarle. ínterin
llega, la voluntad y la firme fe en los nativos poderes inherentes a nuestra alma es la
que os puede servir de lenitivo. Un “espíritu” de la perversión de éste puede ser
desalojado fácilmente de un alma en un principio, pero si se le deja apoderarse de ella,
como en vuestro caso, se hace punto menos que imposible el desarraigar a tamaño ente
infernal, sin poner en gran peligro la vida de la víctima.
Agradecido, acepté lo que aquellos piadosos varones me proponían. No obstante el
demonio de mi incredulidad, tan arraigada en mi alma como el propio dai–djin, me
esforcé en no perder aquella mi última probabilidad de salvación. Arreglé, pues, mis
negocios comerciales. A pesar de mis pérdidas, me vi sorprendido con que poseía una
regular fortuna, aunque las riquezas, sin nadie con quien compartirlas, ya no tenían
atractivo alguno para mí, porque, con el gran Lau–tze, había ya aprendido que el
conocimiento, la distinción entre lo que es real y lo que es ilusorio, es el áncora de
salvación contra los embates de la vida. Asegurada una pequeña renta, abandoné el
mundo e me incorporé al discipulado de “los Maestros de la Gran Visión”, en un retiro
tranquilo y misterioso, donde, en soledad y silencio, llevo sondados mil hondos
problemas de la ciencia y de la vida, y leído numerosos volúmenes secretos de la
biblioteca oculta de Tzionene, mediante lo que he logrado el dominio sobre ciertos
seres del mundo inferior. Pero no pude conseguir el gran secreto del señorío sobre los
funestos dai–djin. La clave sobre tan peligroso elemental sólo es poseída por los más
altos iniciados de aquella Escuela de Ocultismo, pues hay que llegar antes a la suprema
categoría de los santos yamabooshis. Mi eterno y nativo escepticismo era siempre un
obstáculo para grandes progresos, y así, en mi nueva situación serenamente ascética, los
consabidos cuadros se reproducían de cuando en cuando sin que lo pudiese evitar, por
lo que convencido de mi ineptitud para la condición sublime de un Adepto ni de un
Vidente, desistí de continuar. Sin esperanzas ya de perder por completo mi don fatal,
regresé a Europa, confinándome en este chalet suizo, donde mi desgraciada hermana y
yo hemos nacido, y donde escribo.
–Hijo mío –me había dicho el noble bonzo –no os desesperéis. Considerad como una
mera consecuencia de vuestro karma lo que os ha sucedido. Ningún hombre que
voluntariamente se haya entregado al señorío de un dai–djin puede esperar nunca el
alcanzar el estado de yamabooshi, Arahat o Adepto, a menos de ser purificado
inmediatamente. Al igual de la cicatriz que deja toda herida, la marca fatídica de un
dai–djin no puede borrarse jamás de un alma hasta que ésta sea purificada por un nuevo
nacimiento. No os desalentéis, antes bien, resignaos con vuestra desgracia que os ha
conducido más o menos tortuosamente a adquirir ciertos conocimientos
transcendentes, que de otro modo habríais despreciado siempre. De tamaño
conocimiento no os podrá despojar nunca el más poderoso dai–djin. ¡Adiós, pues, y que
la gran Madre de Misericordia os conceda su protección augusta y su consuelo...!
Desde entonces, mi vida de estudioso anacoreta ha hecho mucho más tardías mis
visiones; bendigo al yamabooshi que me sacara del abismo de mi materialismo
primitivo, y he mantenido la más fraternal de las correspondencias con el bonzo
Tamoora Hindeyeri, cuya santa muerte, gracias a mi funesto don, tuve el privilegio de
presenciar a tantos miles de leguas, en el instante mismo en que ocurría.
 
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samael69
view post Posted on 24/11/2008, 16:47




47
LA HAZAÑA DE UN GOSSAÍN HINDÚ


En la India, como en la China, el Japón y en otras partes de Oriente, es innegable
que existen juglares o prestidigitadores, algunos de los cuales superan en sus
habilidades a cuanto conocemos aquí en Occidente. Pero estos juglares distan de
alcanzar a realizar los prodigios que ejecutan los faquires, tales como el del crecimiento
extraordinario del “mango”, descrito por el Dr. Carpenter en estos términos4:
4 Este caso es frecuente. Vaya otro relato análogo tomado de una revista espiritualista:
“El difunto doctor B…, miembro del Real Colegio de Cirujanos de Londres, a quien me unían los más
íntimos lazos de la amistad –cuenta en “Asclepios” el Dr. F. Malibrán–, era un hombre de dotes
excepcionales. Además de ocupar un puesto muy eminente en su profesión, habla viajado extensamente,
en particular por la India, y poseía varios idiomas orientales. Era de trato agradable y carácter jovial, y si
se le podía tachar de algún defecto, eran sus gustos raros y estrambóticos. Para él, todo lo fantástico y
misterioso tenla un encanto especial. De las paredes de su gabinete colgaban los cuadros enigmáticos de
Wiertz, los dibujos grotescos de Blake y las incoherentes composiciones de Fusell. En cuanto a los
volúmenes que formaban su copiosa biblioteca, allí se podían consultar tratados sobre las ciencias
cabalísticas, la teosofía y el espiritismo: Jacobo Bohme, Blavatsky, Flammarión, Myers, etc. Entre las obras
curiosas figuraban las narraciones inverosímiles de Poe, los cuentos droláticos de Balzác y las novelas
fantásticas de Hoffmann.
“Hablando una tarde sobre la India y las cosas extraordinarias que se pueden ver en ese país, me relató
así la hazaña de un faquir:
“Paseándome una tarde por uno de los barrios más pobres de Madrás, observé a uno de esos faquires
rodeado de un grupo de treinta o cuarenta personas. El faquir recorrió con la vista el círculo de
espectadores, y calculando que eran suficientes, dijo: “Hermanos míos, quiero que me obsequiéis con
unas cuantas parahs (centavos) y tendré entonces mucho placer en mostraros la “Suerte del Mango”. La
mayor parte de las personas presentes contribuyeron con su cuota, y el faquir, muy contento con la
colecta, se colocó en seguida en el centro del grupo y empezó sus preparativos. Sacó del cinturón una
semilla de mango, y procedió a cavar con un cuchillo un agujero en el suelo. Luego enterró la semilla en
cuestión y volvió a tapar el agujero con tierra. Hecha esta maniobra, cubrió el sitio con un pañuelo, y
dando unos pasos hacia atrás, cruzó los brazos y alzó los ojos al cielo, murmurando unos cuantos
encantamientos. Terminada la jerigonza, levantó el pañuelo y apareció una matita de mango, la cual fue
tomando mayores dimensiones hasta alcanzar una altura .de casi veinte pies… “¡Mirad –dijo el faquir con
una sonrisa de satisfacción –cuan alta está la mata y qué hermosa fruta cuelga de ella! Voy a trepar por
sus ramas y os arrojaré unos sabrosos mangos.” Efectivamente, empezó a subir por el árbol hasta llegar a
las ramas más elevadas, desapareciendo entre ellas por completo. Todos nosotros, llenos de sorpresa,
esperábamos a que el faquir asomase la cara; pero, en lugar de esto, la visión de la mata de mango se fue
haciendo cada vez más tenue e, igual que el faquir, terminó por desvanecerse ,en el espacio. ¿Cómo
explicar este fenómeno? No lo puedo. 0 fuimos todos víctimas de una ilusión óptica, o el faquir nos
hipnotizó y se escapó antes que pudiésemos volver de nuestro estupor.”
No hablemos ya del otro espeluznante experimento de “los enterrados en vida”, acto de faquirismo
que ya han tratado de imitar los europeos, ora con actos como el reciente del Palace Hotel de Madrid, o
como los del hindú Kapparu, quien hipnotizó en Sandouski, Estado de Ohío, a una joven americana, Miss .
“La mayoría de los que han visitado la India aseguran que es verdaderamente la mayor
maravilla que hasta ahora he visto. Que un robusto mango crezca casi de golpe hasta
seis pulgadas de altura en un trozo de suelo lleno de hierba no manipulado ni visitado
previamente por el faquir, pues de cubierto con un cestillo invertido, y que el mismo
arbolito suba desde seis pulgadas hasta seis pies, bajo cestos cada vez mayores y en el
intervalo de simple media hora, es cosa prodigiosa, que deja bien atrás a las más
vistosas operaciones de juegos de manos de la mismísima médium feminista Miss
Nidul”.
A propósito del caso que antecede, séame permitido el narrar otro de mi experiencia
personal en mis viajes por el Oriente misterioso.
Me hallaba en Carupuz, camino de Benarés, la ciudad santa de los hindúes, cuando a
una señora amiga mía le robaron todo el contenido de su maleta: joyas, vestidos y hasta
un libro de notas, con el diario que esmeradamente llevaba desde hacía tres meses.
Todo había desaparecido misteriosamente del fondo de aquélla, sin que la cerrada
cerradura ni los costados de la maleta presentasen la menor huella de violación.
Desde la desaparición de los objetos habían mediado, por lo menos, varias horas; un
día y una noche quizá, que es lo que habíamos empleado en visitar las vecinas ruinas
ocasionadas por las huestes de Nana Sahib en sus represalias contra los ingleses
invasores.
La primera idea que se le ocurrió, naturalmente, a ¡ni amiga, fué la de recurrir a la
Policía, y el primer pensamiento mío, por el contrarío, fué el de pedir ayuda a algún
santo hombre o gossaln, verdaderos sábelotodo, o en su defecto a un juglar. Pero los
prejuicios de nuestra civilización prevalecieron, como siempre, en la decisión de mi
compañera, quien perdió más de una semana en pesquisas inútiles y en idas y venidas a
la chabatara o prefectura de policía indígena. Cansada ya, accedió, al fin, a mis deseos, y
Florencia Gibson, enterrándola viva, a dos metros de profundidad y dejándola ocho días sepultada. La
sensacional experiencia se llevó a cabo ante trts mil personas. Miss Florencia Gibson se sometió a ella con
el deseo de asegurar, con la suma concertada, su futuro pasar y la vejez de su madre, a quien habla de
entregársele el tanto convenido si se daba el caso de que ella no volviese a la vida.
Conducida a Cida Point Opera House, fué allí hipnotizada, metida en un féretro y enterrada.
Al octavo día se desenterró el féretro y miss Florencia apareció en estado horroroso a los ojos de los
médicos y de los espectadores. Su cuerpo estaba rígido y frío, sus labios descolorados y sus vestidos
impregnados de humedad. El hindú empleó una hora en sus manipulaciones para devolver la vida a aquel
cuerpo inerte. Por fin, miss Florencia exhaló un profundo suspiro; se agitaron convulsivamente sus
miembros y abrió sus ojos espantados. Salvo una extenuación marcada, los médicos no hallaron ninguna
otra irregularidad en los movimientos respiratorios.
Miss Florencia no experimentó sensación ninguna en el ataúd, y narra su resurrección del siguiente
modo:
“Tuve la impresión de que cala de una altura inmensa y que era arrebatada por una catarata. Todos mis
miembros estaban rígidos y creía que iban a quebrarse. Me parecía haber crecido algunas pulgadas. ¡No
volvería a someterme a esta experiencia ni por un millón!
se buscó a un gossaín, que pronto llegó a nuestro bungalow, situado en la orilla derecha
del río y dominando todo el panorama del Ganges.
La experiencia se realizó allí mismo en la terraza de la casita, ante la familia toda de
nuestro hostelero, mestizo portugués muy amable, dos franceses recién llegados, que
se reían impíos de nuestra estúpida superstición, la interesada y yo.
Eran las tres de la tarde. El calor nos sofocaba, no obstante lo cual el santo gossaín,
verdadero esqueleto viviente de color de caoba, pidió que cesase de funcionar el
gigantesco abanico que para refrescar un poco aquel ambiente de horno estaba
suspendido sobre nuestras cabezas. Sin duda, aunque no lo dijo, lo exigía así porque es
sabido que las corrientes de aire contrarían la producción de todos los fenómenos
magnéticos de índole delicada.
Recordé entonces el famoso procedimiento adivinatorio llamado de la “marmita o
cacharro viviente”, que es el instrumento que ordinariamente emplean los hindúes para
descubrir el paradero de los objetos perdidos; pues, bajo el influjo del magnetizador
que opera, el trebejo en cuestión gira y rueda por el suelo hasta llegar al sitio donde
yace el objeto que se busca, y pensé que el gossaín le emplearía también entonces. Pero
me equivoqué en mis inducciones.
El gossaín, en efecto, procedió de un modo muy distinto. Pidió le diesen un objeto
cualquiera del uso personal de la dueña y que hubiese estado en contacto en el maletín
con los perdidos. La señora le entregó entonces un par de guantes, que él estrujó entre
sus manos, dándoles muchas vueltas entre ellas corno haciéndolos una pelota. Luego los
tiró al suelo; extendió en cruz sus brazos con los dedos abiertos, dando una vuelta
completa sobre sí mismo como para orientarse en la dirección que llevasen los objetos
robados. Se Detuvo de repente con un vivo sacudimiento eléctrico, y, se tiró cuan largo
era, quedó inmóvil. Se sentó, al fin, con las piernas cruzadas y con los brazos siempre
extendidos y en la misma dirección cual bajo un fuerte estado cataléptico.
La operación esta duró una larga hora, tiempo que en aquella sofocante atmósfera
constituía para nosotros una verdadera tortura, hasta que instantáneamente nuestro
huésped dió un salto hacia la balaustrada y comenzó a mirar hacia el río como extasiado
bajo un encanto misterioso. Todos miramos también ansiosos en la misma dirección,
viendo venir, en efecto, no se sabe cómo ni de dónde, una masa obscura, cuya verdadera
naturaleza nos era imposible discernir.
La mole en cuestión se diría que venía impelida por una fuerza misteriosa, dando
vueltas con lentitud primero y con gran rapidez después, como la consabida “marmita
giratoria” antes referida. Flotaba la masa como sostenida por invisible barquilla y se
dirigía en derechura hacia nosotros como un ave que viniese volando.
Pronto aquello llegó hasta la orilla del río y desapareció entre la maleza de su orilla
para reaparecer a poco, rebotando con fuerza al saltar la paredilla del jardín para caer
pesadamente, por último, sobre las extendidas manos del santo asceta o gossaín, quien
le recogió con un movimiento como automático.
Al abrir entonces el anciano sus antes cerrados ojos, dió un profundo suspiro,
apoderándose de él un violentísimo terror convulsivo, mientras que nosotros nos
habíamos quedado paralizados de asombro, y los dos franceses, antes tan escépticos,
parecían como idiotizados. Levantóse luego el gossaín, desenvolvió la cubierta de lona
embreada, dentro de la que, ¡oh, sorpresa!, se hallaban los objetos robados y en buen
estado, sin faltar uno; finalmente, sin decir palabra y sin esperar a recibir por su prodigio
ni las gracias siquiera por parte de la anonadada dueña, hizo una profunda zalema y
desapareció calle adelante, costándonos gran trabajo el alcanzarle para hacerle aceptar
a viva fuerza media docena de rupias, que el anciano recibió en su escudilla.
Bien seguro estoy de que este mi verídico relato, que los demás testigos presénciales
del hecho pueden atestiguar por sí, parecerá un cuento de hadas a no pocos europeos y
americanos que jamás visitaron la India. Pero siempre tendremos en nuestro abono,
contra los suspicaces y malévolos análisis telescópicos y microscópicos, e insolentes de
nuestros científicos al uso, el testimonio del no menos inexplicable “juego del árbol”,
antes copiado del trabajo de nuestro sabio físico el doctor Carpenter…_
 
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astaroth1
view post Posted on 24/11/2008, 16:48




DEMONOLOGÍA Y
MAGIA ECLESIÁSTICA


En la famosa obra de Bodin La Demonomanie; ou traité des Sorciers (París, 1587) se
relata una espeluznante historia acerca de Catalina de Médicis. El autor era un
ilustre escritor, quien durante veinticinco años estuvo coleccionando documentos
auténticos, sacados de los archivos de las más importantes ciudades de Francia,
para escribir una obra completa acerca de la hechicería y el poder de “los demonios”.
Semejante libro presenta, según la gráfica expresión de Eliphas Lévi, la más notable
colección que darse puede acerca de “los hechos más sangrientos y espantosos, los más
repugnantes actos de superstición, los encarcelamientos y ejecuciones capitales de más
estúpida ferocidad”.
–¡Quememos a todo el mundo! –parecía decir la Inquisición –Dios distinguirá
fácilmente a los suyos.
Locos infelices, mujeres histéricas e idiotas, eran quemadas vivas, sin compasión
alguna, por el crimen de “magia”. Pero al mismo tiempo, ¡cuántos y cuán grandes
criminales no escaparon a esta injusta y sanguinaria justicia! Esto es lo que nos hace
apreciar perfectamente Bodin.
Catalina de Médicis, la piadosísima cristiana que tan meritoria se había hecho a los
ojos de la Iglesia de Cristo por la horrenda e inolvidable carnicería de San Bartolomé; la
reina Catalina, decimos, tenía a su servicio un sacerdote apóstata jacobino. Sumamente
versado en el “negro arte” tan patrocinado siempre por la familia de los Médicis, se
había hecho acreedor a la gratitud y protección de su piadosa señora, merced a su
destreza sin igual en matar las gentes a distancia y sin responsabilidad, torturando por
medio de varios hechizos a sus figuras de cera. El proceso ha sido descrito repetidas
veces y apenas necesitamos repetirlo.
Carlos estaba en cama, atacado de incurable dolencia. La reina madre, que con la
muerte del paciente iba a perderlo todo, recurrió a la necromancia y quiso consultar el
oráculo de la “cabeza sangrienta”. Esta operación infernal requería la decapitación de un
niño que debía poseer una gran hermosura y pureza. Dicho niño había sido preparado
para su primera comunión por el capellán de Palacio, el cual estaba enterado del infame
proyecto, Llegado el día señalado para la ejecución de éste, y en punto de la media
noche, en el aposento del enfermo y en presencia únicamente de Catalina y de unos
cuantos de sus confederados, se celebró la “misa del diablo”. Permítasenos citar el resto
de la historia tal y como la encontramos en una de las obras de Lévi: “En esta misa,
celebrada ante la imagen del demonio teniendo bajo sus pies una cruz invertida, el
hechicero–sacerdote consagraba dos hostias, negra y grande la una, blanca y pequeña la
otra. Esta se dió al niño, al cual conducían vestido de blanco como para el bautismo, y a
quien mataron en las mismas gradas del altar inmediatamente después de su comunión.
La cabeza, separada de un solo golpe del tronco, fue colocada, aún palpitante, sobre la
gran hostia negra que cubría a la patena, y luego fue dejada encima de una mesa, en la
cual ardían algunas lámparas fúnebres. Comenzó entonces el exorcismo. El demonio
tenía que pronunciar un oráculo y contestar por mediación de la cabeza cortada a una
pregunta secreta que el rey no se atrevía a pronunciar en alta voz y que no había sido
comunicada a nadie… En aquel momento, una voz débil, una extraña voz que nada
tenía ya de humana, se dejó oír en la cabeza del infeliz y pequeño mártir…” Pero de
nada sirvió semejante crimen de hechicería, porque el rey murió y… ¡Catalina de
Médicis continuó siendo la fiel hija de Roma! Y es lo notable, que el escritor católico
Des Mousseaux, que en su Demonología usa con tan excesiva libertad los materiales de
la obra de Bodin para formular su formidable acusación contra “los espiritistas y otros
hechiceros”, haya pasado cuidadosamente por alto tan interesante episodio.
Es también un hecho bien probado que el Papa Silvestre II fue acusado públicamente
por el cardenal Benno de encantador y hechicero. La “cabeza oracular” de bronce
fabricada por Su Santidad, era de la misma especie que la construida por Alberto
Magno, que fue hecha pedazos por Tomás de Aquino, no porque fuese obra del
demonio o por él estuviese habitada, sino porque el espíritu que estaba encerrado en
ella por la fuerza magnética, hablaba sin parar como una taravilla, y su charla continua
impedía al elocuente santo el trabajar en sus problemas filosóficos. Semejantes cabezas
y hasta estatuas parlantes completas, solemnes trofeos de la ciencia mágica de monjes
y obispos, eran meros “facsímiles” de los dioses “animados” de los antiguos templos. La
acusación contra el Papa resultó cierta en aquella época, y se le probó también que
estaba acompañado constantemente de “demonios” o “espíritus”. En el capítulo
anterior hemos ' mencionado a Benedicto IX, a Juan XX y a los Gregorios VI y VII, todos
los cuales eran conocidos como magos. Este último Papa era, además, el famoso
Hildebrando, del cual se ha dicho que era tan diestro “en hacer salir rayos de la
bocamanga de su vestido”, que ello dió motivo al respetable escritor espiritista Mr.
Howitt, para creer que era tal el origen del célebre “rayo del Vaticano”.
En cuanto a las hazañas mágicas del obispo de Ratisbona y del “angélico” doctor
Tomás de Aquino, son demasiado conocidas para relatarlas de nuevo. Si el prelado
católico era tan hábil para hacer creer a las gentes durante una cruda noche de invierno
que estaban gozando de las delicias de un espléndido día de verano, y que los
carámbanos pendientes de las ramas de los árboles del jardín eran otros tantos frutos
tropicales, también los magos de la India, aun hoy mismo, y sin necesidad de dios ni
diablo alguno fuera de su conocimiento de leyes no conocidas de la Naturaleza, pueden
poner en juego ante su asombrado público semejantes poderes biológicos, pues que
todos estos pretendidos “milagros”, son producidos por un mismo y dormido poder
humano que nos es inherente a todos, cifrándose sólo el problema en saber
desarrollarlos.
Durante lo época de la Reforma el estudio de la magia y de la alquimia había
adquirido tal preponderancia entre el clero, que dió lugar a los mayores escándalos. El
cardenal Wolsey fue acusado públicamente ante el Tribunal y el Consejo privado, de
complicidad con un hombre llamado Wood, conocidísimo como hechicero, y el cual
declaró: “Mi señor, el cardenal, posee un anillo de tal virtud que cualquier cosa que desea
de la gracia de los reyes le es concedida…”, añadiendo: “Maese Cromwell, cuando servía
como criado en casa de mi señor el cardenal…, leía muchos de sus libros y especialmente
el llamado Libro de Salomón, y estudiaba las virtudes que, según el canon del rey, poseen
los metales todos”. Este caso, juntamente con otros igualmente curiosos, pueden verse
entre los papeles de Cromwell, en la oficina de Archivos de la Casa de Documentos
públicos.
En dicho Archivo se conserva asimismo una relación de las aventuras de cierto
sacerdote llamado William Stapleton, que fue preso como conjurado durante el
reinado de Enrique VIII El sacerdote siciliano a quien Benvenuto Cellini llama
nigromántico, se hizo famoso por sus afortunadas conjuraciones en las que no fue
molestado jamás. La notable aventura que con él tuvo Cellini en el Coliseo de Roma, en
donde el sacerdote conjuró a una legión entera de diablos, es harto conocida del
público ilustrado. Por supuesto que el subsiguiente encuentro de Cellini con su amiga,
predicho y anunciado con todos sus detalles por el conjurador, en el tiempo preciso
fijado por él, será considerado siempre por los frívolos y los escépticos como una “mera
y curiosa coincidencia”.
A últimos del siglo XVI, con dificultad podía encontrarse la más ínfima parroquia en la
cual no se entregasen sus vicarios al estudio de la magia y de la alquimia. La práctica del
exorcismo para expeler los diablos al modo de como lo realizase Cristo –quien, dicho
sea de paso, no empleó jamás tal procedimiento –condujo al clero a la “sagrada magia”
en oposición al “negro arte”, de cuyo crimen eran acusados todos cuantos no era monjes
o sacerdotes. Los conocimientos ocultos espigados por la Iglesia Romana en los, en otro
tiempo fértiles, campos de la Teurgia, los reservaba ella cuidadosamente para su propio
uso, y enviaba únicamente al patíbulo, mediante la Inquisición, a cuantos prácticos
cazaban furtivamente en los campos de aquella Ciencia de ciencias. Los anales de la
Historia así lo comprueban. “Sólo en el transcurso de quince años (1580 a 1595) –dice
Tomás Wright en su obra Magia y Hechicería –y en el limitadísimo territorio de la
Lorena, el inquisidor Remigius quemó implacable a unos novecientos brujos de ambos
sexos”. En tales tiempos publicaba Bodin su célebre obra dicha.
Así, mientras que el clero ortodoxo evocaba legiones enteras de “demonios” por
medio de encantos mágicos sin ser molestado por las autoridades, con tal que no
enseñase ninguna Herejía y se mantuviese fiel a los dogmas establecidos, se
perpetraban, por otra parte, actos de inaudita crueldad en las personas de pobres locos.
Por ejemplo, Gabriel Malagrida, anciano de ochenta años, fue quemado por estos
verdugos estilo Jack Ketches, en 1761. Existe en la biblioteca de Amsterdam una copia
de su famoso proceso, traducido de la edición de Lisboa. Malagrida, en efecto, fué
acusado de hechicería y de mantener pacto con el diablo, el cual ¡le había revelado lo
futuro!… La profecía comunicada por “el enemigo del género humano” al pobre jesuita
visionario aquél, está concebida en estos términos: "El reo ha confesado que el
demonio, bajo la forma de la bienaventurada Virgen María, le ha ordenado el escribir la
vida del Anticristo; que tenían que existir, a bien decir, tres Anticristos sucesivos, y que
el último nacería en Milán del sacrílego comercio de un fraile con una monja, en
1920…”, y otras enormidades más a este tenor.
…Bajo este tan cristiano estandarte6, y en el breve espacio de catorce años, Tomás de
Torquemada, confesor de la reina Isabel la Católica, quemó a más de diez mil personas
y sentenció al tormento a otras ochenta mil. Orobio, el famoso escritor que, por espacio
de tanto tiempo permaneció encarcelado escapando difícilmente a la hoguera,
inmortalizó esta institución en sus obras una vez que se vio libertado en Holanda, no
encontrando mejor argumento contra la Santa Iglesia que abrazar la fe judaica, y hasta
someterse a la circuncisión.
…Granger, por su parte, nos refiere la historia de aquel famoso caballo a quien, por
artes mágicas, se decía que se le había enseñado a señalar los lugares en un mapa y la
hora en el reloj. El caballo y su dueño fueron acusados por el Santo Oficio de tener
pacto con el demonio y ambos fueron quemados, con gran ceremonia, como hechiceros,
en un auto de fe celebrado en Lisboa el año de 1601. Tamaña institución del
Cristianismo llegó a tener hasta su correspondiente Dante que la inmortalizase:
“Macedo, jesuita portugués –dice el autor de la Demonología –descubrió el origen de la
Santa Inquisición nada menos que en el paraíso terrenal, pretendiendo que el mismo
Dios fue el primero que empezó a desempeñar el oficio de inquisidor, tanto con Caín
como con los impíos fabricantes de la Torre de Babel”.
Ciertamente, añadimos, que en ninguna parte fueron más practicadas por el clero las
artes de la hechicería y de la magia que en España y Portugal, debido a que los moros
habían estado siempre versadísimos en las ciencias ocultas, y a que en Toledo,
Salamanca, Sevilla, etc., existieron grandes escuelas de magia. Los cabalistas
salmantinos es fama que eran muy expertos en todas las ciencias ocultas; conocían las
virtudes de las piedras preciosas y habían arrancado a la Inquisición sus más preciados
secretos.
El cura de Barjota, de la diócesis española de Calahorra, vino a ser la maravilla del siglo
XVI por sus mágicos poderes. El más extraordinario de sus hechos era el de poderse
trasladar a los países más distantes, presenciar en ellos los más interesantes sucesos y
profetizarlos luego al volver a su vicaría. Añade la Crónica que el cura contaba al efecto
con un demonio familiar, pero que luego fue ingrato con éste, dándose trazas para
engañarle. Informado por el tal demonio acerca de una conspiración que se tramaba
contra el Papa por sus galanteos excesivos con cierta hermosa dama, el buen cura se
transportó en doble astral a Roma, salvando así la vida de Su Santidad. Después de ello
se arrepintió; confesó sus pecados al galante Papa, y fue absuelto. “A su regreso de
6 Se refiere al estandarte de la Santa Inquisición, sacado de un original que existe en la biblioteca de El
Escorial, donde, al pie del inmaculado trono del Todopoderoso, figura una cruz carmesí con una rama de
olivo a un lado y al otro una espada tinta en sangre hasta su empuñadura y escrito en letras de oro el
lema de los Salmos, que dice: Exurge, Domine, et judica causam mean.
Roma, y por mera fórmula, fue puesto bajo la custodia de los inquisidores, pero fue
perdonado y recobró su libertad al poco tiempo”.
Fray Pedro, monje dominico del siglo XVI –el propio mago que se dice regaló al
famoso licenciado Eugenio Torralba, médico del almirante de Castilla, un demonio
llamado Ezequiel –debió su mucha fama al subsiguiente proceso que por ello hubo de
descargar sobre el antedicho Torralba. El extraordinario proceso está descrito en los
documentos que se conservan en los Archivos de la Inquisición. El cardenal de Volterra
y el de Santa Cruz testimonian que vieron a Ezequiel y tuvieron íntimos tratos con el
mismo, quien, a la postre, resultó ser, durante el resto de la vida de Torralba, un
elemental puro y bondadoso, que llevó a cabo mil acciones benéficas y se mantuvo fiel
a dicho médico hasta el último momento de su vida. La propia Inquisición, teniendo en
cuenta esto, absolvió a Torralba, y, aunque la sátira de Cervantes le ha asegurado una
fama inmortal, ni Torralba, ni el monje Pedro son unos héroes ficticios, sino personajes
históricos, citados en los documentos eclesiásticos que existen en Roma y en Cuenca,
en cuya ciudad se ventiló el proceso el día 29 de Enero de 1530.
El libro del Dr. W. G. Soldan, Geschichte der Hexen procese, aus den Quellen
dargestelli, de Stutgart, ha llegado a ser tan famoso en Alemania como en Francia lo
fuera la Demonología, de Bodin. Es el tratado alemán más completo sobre la hechicería
en el siglo XVI, y cuantos sientan interés por saber las secretas maquinaciones que
motivaron aquellos asesinatos a millares perpetrados por un clero que pretendía creer
en el diablo, las encontrará divulgadas en dicha obra. El verdadero origen de las diarias
acusaciones y sentencias de muerte por hechicería es hábilmente atribuido a
enemistades políticas y personales, en especial al odio de los católicos contra los
protestantes. La astuta labor de los jesuitas se manifiesta en cada una de las páginas de
aquellas sangrientas tragedias, y en Bamberg y Wurzbourg, donde estos dignos hijos de
Loyola eran más poderosos por aquel tiempo, eran donde con más frecuencia se
presentaban los casos de hechiceria.
Los falsificadores eclesiásticos que acusan a la magia, al espiritismo y hasta el
magnetismo de ser producidos por el demonio, o han olvidado o jamás han leído a los
clásicos. Ninguno de nuestros hipócritas han mirado con más desprecio los abusos de la
magia como el verdadero iniciado de la antigüedad. Ninguna ley medioeval ni moderna
pudo ser tan severa como la del hierofante, porque si bien expulsaba al brujo
“inconsciente”, a la persona perturbada por un demonio, del interior de los templos, los
sacerdotes, en lugar de quemarlos despiadadamente, cuidaban con tierna solicitud al
infeliz “poseso” en hospitales donde se le devolvía la salud. Pero respecto de aquel que,
por medio de hechicería consciente, había adquirido poderes peligrosos para sus
semejantes, los sacerdotes de la antigüedad eran severísimos. “Cualquier persona
accidentalmente culpable de homicidio, o convicta de brujería era excluida de los
misterios de Eleusis” –dice Taylor en su obra Los Misterios báquicos y eleusinos –La
pretensión de Agustín de que todas las explicaciones dadas sobre ello por los
neoplatónicos eran invenciones de éstos, es absurda, por cuanto casi todas ellas están
expuestas, más o menos explícitamente, por el propio Platón. Los Misterios son tan
antiguos como el mundo, y cualquiera bien versado en el esoterismo de las mitologías
de las diversas naciones puede seguir sus huellas hasta los días del período antevédico
en la India. En ésta se exige al candidato a la iniciación la virtud y pureza más estrictas,
tanto si pretende ser un Sannyasi, un santo, como si desea ser un Purohita o sacerdote
público, bien, en fin, si se contenta con ser un mero faquir… ¡Indudablemente el
ejercicio de las virtudes exigidas aún para este último caso, es incompatible con la idea
que aquí en Occidente tenemos del culto diabólico y de sus lascivos fines!…
Estos faquires, aunque no pueden pasar nunca del primer grado de la iniciación, son,
no obstante los únicos agentes entre el mundo de los vivos y los “silenciosos hermanos”,
o sannyasis, quienes jamás cruzan ya los umbrales de sus sagradas viviendas. Los
fukarayoguis están eternamente adscriptos a sus templos y, ¿quién sabe si estos
cenobitas, aislados así del mundo profano, tienen que ver mucho más de lo que
comúnmente se cree, con los fenómenos psicológicos operados siempre bajo su oculta
dirección por los faquires, tan gráficamente descriptos por Luis Jacolliot…, ese
“escéptico y empedernido racionalista” como él mismo se jacta de ser en su obra
L´Espiritisme dans le monde?… No obstante su incorregible racionalismo, este autor
francés se vio obligado a admitir las mayores maravillas respecto de los faquires, vistas
por su propios ojos en su larga residencia en la India.
Por regla general los brahmanes –dice Jacolliot –rara vez pasan de la clase de grihastas
o sacerdotes de las castas vulgares, y purohilas, exorcistas, adivinos, profetas y
evocadores de espíritus. Y no obstante vemos… que estos iniciados del grado inferior
se atribuyen, y parecen poseer en efecto, unas facultades desarrolladas hasta un grado
tal, que jamás han sido igualadas en Europa. En cuanto a los iniciados pertenecientes a
la segunda y en especial a la tercera categoría, tienen la pretensión de no conocer el
tiempo ni el espacio, y de ser hasta dueños de la muerte y de la vida. Iniciados de estas
clases confiesa Jacolliot que no los encontró nunca, porque, –añade –“no se les ve jamás
ni en las cercanías ni aun en el interior de los templos, excepto en la fiesta lustral del
fuego sagrado. En esta ocasión aparecen a media noche, en una plataforma erigida en el
centro del estanque sagrado, cual otros tantos espectros, e iluminando el espacio con
sus conjuros. Una brillante columna de luz se eleva en torno de ellos desde el suelo al
cielo; surcan el aire los más extraños sonidos y los cinco o seis mil fieles llegados de
todos los puntos de la India para contemplar un instante a aquellos semidioses, se
prosternan invocando a las almas de sus antepasados queridos”.
 
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belzebuth666
view post Posted on 24/11/2008, 16:50




ASESINATO A DISTANCIA 7

Cierta mañana de 1867, una espantosa noticia conmovió a todo el Oriente
europeo: Miguel Obrenovitch, rey de Servía; su tía Katinka, o Catalina, y la hija
de ésta, habían sido asesinados en pleno día en el propio jardín de su palacio, sin
saberse quiénes fueran los asesinos. El príncipe estaba cosido materialmente a
puñaladas y acribillado a tiros; la princesa Catalina tenía deshecha la cabeza a golpes, y
su joven hija agonizaba a consecuencia de sus heridas. Todas las circunstancias del
terrible crimen causaron, como era natural, una excitación y una ansiedad general
rayanas en la locura.
Desde aquel instante cruel, de Bucarest hasta Trieste, así en el Imperio austriaco como
en todos los países dependientes del dudoso protectorado de Turquía, ningún
aristócrata de sangre, ni príncipe, se creyó seguro y se extendió doquiera el rumor de
que aquel crimen político había sido ejecutado por Tzerno–Guorgey, o sea por el
príncipe Kara–Georgevitch. Numerosos inocentes fueron encarcelados, mientras que,
como suele suceder siempre, lograron escapar los verdaderos regicidas. Un niño, muy
amado en Servia, próximo pariente de las víctimas, fue sacado de un colegio parisiense,
conducido con toda pompa a Belgrado y coronado como rey de Servía bajo el nombre
de Hospodar.
Dado lo que son en todos los pueblos las pasiones políticas, la tragedia de Belgrado se
olvidó, borrándose con ello las rivalidades y odios que ella despertara. Pero había una
anciana matrona servía, ligada por los más íntimos afectos a la familia de los
Obrenovitch, y que, como Raquel, no se avenía fácilmente a consolarse con la muerte
de los suyos. Proclamado el joven Obrenovitch, sobrino que era del príncipe asesinado,
la matrona misteriosa vendió su patrimonio y desapareció de la vista de todos, no sin
jurar antes, sobre la tumba de las víctimas, que las vengaría.
Quien escribe esta verídica historia había pasado unos días en Belgrado tres meses
antes de cometerse el crimen, y conocía a la princesa Katinka, que era una criatura
muelle, abúlica, pero llena de bondad, y una perfecta parisina por su excelente trato y
educación. En cuanto a los personajes que figuran en esta narración, como aún viven,
ocultaré su s nombres bajo sus iniciales.
La anciana servía aquella de nuestro relato, que de tal manera había jurado venganza,
salía muy poco de su casa, ni aun para visitar de tarde en tarde a su amiga la princesa
Katinka. Lánguidamente reclinada sobre tapices y orientales almohadones y ataviada
7 Este relato está tomado de la Revista A Modern Panarion, quien inserta la carta que sobre él dirigió H. P.
B. al editor de The Sun.
con el típico vestido nacional, recordaba a la propia Sibila de Cumas en sus días de
tranquilo reposo y alejamiento del mundo.
Cierto que se contaban extrañas historias acerca de los conocimientos ocultos de
aquella solitaria mujer, circulando entre los huéspedes reunidos alrededor del hogar de
nuestra modesta posada relatos aterradores, capaces de poner los pelos de punta al
más valiente. El primo de una solterona tía de nuestro obeso posadero, había caído
cierto día bajo la garra de un vampiro cruel que estuvo a punto de desangrarle y matarle
con sus continuadas visitas nocturnas. Vanos fueron los esfuerzos del pobre cura de la
parroquia que le exorcizara, y ya desesperaban todos acerca de la victima, cuando
Gospoja P. –así llamaré desde ahora a la misteriosa sibila –le curó al joven, ahuyentando
al espíritu obsesor con sólo amenazarle con el puño y reprenderle en su propia lengua.
Allí, en Belgrado fue, pues, donde aprendí el curioso detalle de que todos los fantasmas
tienen un lenguaje peculiar suyo.
Añadamos también que Gospoja P., o séase la anciana en cuestión, tenía como
sirviente a una joven gitana de unos catorce años, procedente de Rumania, gitana
llamada a desempeñar un gran papel en este espantoso relato. Quiénes fueron los
padres de la muchacha y cuál el lugar de su, nacimiento, lo ignoraban todos, incluso ella
misma. A mí se me contó que una tropa de vagabundos la habían abandonado un día en
el patio de la Gospoja P., y que ella respondía por el nombre de Frosya o “la niña
sonámbula”, por su rara anormalidad de dormirse sonambúlicamente a la menor
insinuación y de hablar en este estado cual una médium autómata.
Por aquel entonces viajaba yo mucho. Diez y ocho meses después del asesinato del
príncipe servio, recorría la pintoresca comarca italiana de Banat en un carricoche de mi
propiedad, para el que iba alquilando sucesivamente caballo en las localidades que
visitaba.
Cierto día de mi peregrinación, extasiada con la contemplación de las bellezas del
paisaje, estuve a punto de atropellar, distraída, a un anciano sabio francés, quien, como
yo, recorría, aunque a pie, aquellos lugares. Simpatizamos ambos, y sin ceremonias
enfadosas, aceptó el puesto que yo le ofrecí de buena voluntad a mi lado, un modesto
asiento de heno en mi carro, de constante traqueteo. El nombre del científico francés
era célebre en las Sociedades consagradas a los estudios del magnetismo y sus
similares, como uno de los mejores discípulos de Dupotet.
–¡Cuánto me alegro de nuestro encuentro! –me dijo mi sabio compañero en el curso de
nuestra científica conversación. En esta solitaria Tebaida deliciosa he encontrado un
“sujeto sensitivo”, una muchacha de lo más notable que darse puede. ¡Es una maravilla, y
por su mediación tratamos esta noche, con su familia, de descubrir, mediante sus dotes
clarividentes, el misterio que rodea a cierto asesinato.
–¿De quién se trata? –pregunté curiosa.
–De una gitanilla rumana, quien parece se ha criado entre la familia del príncipe de
Servía, aquel príncipe que ya no existe, porque pronto, hará dos años que fue asesinado
del modo más miste… ¡Eh, diable, tened cuidado, que nos vamos a despeñar por ese
precipicio! – se interrumpió a sí propio el francés, arrebatándome las riendas del
caballo.
–¿Acaso el príncipe Obrenovitch? –exclamé alarmadísima.
–¡El mismo!, y como os digo –continuó el francés –pienso llegar junto a la aldea esta
misma noche para ultimar allí una serie de sesiones de magnetismo, desarrollando con
dicho fin una de las más admirables manifestaciones que yacen ocultas en el fondo de
nuestro espíritu. Si os prestáis a acompañarme, podréis servir de intérprete, puesto que
aquella familia no habla el francés.
A mí, con aquello, no me cabía la menor duda de que se trataba de Frosya y de que
Gospoja P. la acompañaría, como así resultó bien pronto.
Caía la tarde y llegábamos a la falda de una montaña: le vieux château, como el buen
francés dió en llamarla. En uno de aquellos sombríos albergues de la poética falda nos
detuvimos, sentándonos en un rústico banco de la entrada. Mientras que mi compañero
de viaje cuidaba galantemente de mi caballo, vi sobre un inseguro puentecillo de la
torrentera vecina la figura espectral, pálida y alta de mi antigua amiga Gospoja P…,
quien no pareció mostrar sorpresa alguna por ello. Al llegar a mí me saludó con el triple
beso en ambas mejillas, característico de Servia, y me condujo cariñosamente a su choza
de hiedra, donde, reclinada en una alfombrilla sobre la hierba y con la espalda contra la
pared, reconocí a la joven Frosya…
Frosya vestía el clásico traje válaco; una especie de turbante de gasa con cintas y
doradas medallitas; camisa blanca de mangas abiertas y falda de chillones colores. Su
cara presentaba una palidez extremada, sus ojos cerrados, daban a su cuerpo ese
aspecto de estatua peculiar a todos los sonámbulos clarividentes, hasta el punto de que,
a no ser por el ritmo respiratorio de su pecho adornado de medallas y sartas de collares
de cuentas, se la hubiera creído muerta. El francés me dijo que la había ya dormido de
igual modo que la noche antes, y sin reparar más en nuestra presencia, les dió unos
cuantos pases y la llevó al estado cataléptico. Cerróla después uno por uno los dedos de
la derecha, salvo el índice, con el cual la hizo señalar a la estrella de la tarde, que lucía
esplendorosa en el inmenso azul del cielo. Siguió así regulando los pases magnéticos y
manejando los invisibles pero poderosos fluidos de Frosya como un hábil pintor que da
los últimos toques a su cuadro. En aquel momento, la anciana le detuvo y le dijo en voz
baja:
–Esperad a las nueve, a que se oculte el hermoso lucero. Los vurdalakis vagan en
derredor y pueden contrarrestar nuestra influencia.
–¿Qué es lo que decís? –opuso, contrariado, el magnetizador.
Yo le expliqué a éste entonces qué eran en Oriente los vurdalakis y su perniciosa
intervención, tan temida por la anciana.
–¡Vurdalakis! ¡Bah! Harto tenemos ya con los espíritus cristianos que acaso nos honren
esta noche con su visita.
La Gospoja se había tornado pálida como una muerta; su entrecejo tenía un
fruncimiento pavoroso, y sus encendidos ojos chispeaban fatídicos.
–Decidle que no se chancée en momentos como los de estas horas nocturnas.
–exclamó –Este señor no conoce el país y no sabe que hasta la misma santa iglesia de
ahí enfrente sería impotente para protegernos contra la irritación de los vurdalakis.
Y, empujando con desagrado un manojo de hierbas que había dejado en el suelo el
botánico francés, añadió:
–¿Qué envoltorio es este? ¡Son plantas de verbena, la hierba de San Juan, que no
deben dejarse aquí, so pena de atraer a los vagabundos vampiros!
La noche había ya extendido su manto por completo, y la luna, con su luz plateada de
fantasmagóricos tintes, realzaba el misterioso ámbito del paisaje, en una de aquellas
placideces del Banat que resultan tan hermosas casi corno las del Oriente. Nos
hallábamos operando el fenómeno magnético, en medio de aquel campo, porque el
pobre párroco de la aldea había dicho al magnetizador:
–Alejaos del lugar, no sea que invadan su recinto y el de la iglesia vuestros demonios
extranjeros, contra los que, como extranjeros, no tendrán valor mis exorcismos.
El francés se había quitado su guardapolvo de viaje y arrollado las mangas de su
camisa, tomando la actitud teatral tan del caso en semejantes operaciones
magnetizadoras. Bajo sus dedos nerviosos, el fluido parecía resplandecer como luces
fosfóricas. Frosya, cara a cara de la luna, nos dejaba ver todos sus movimientos
convulsivos cual si de día fuese. Grandes goterones de sudor surgían de su frente,
resbalando por sus demacradas mejillas. Seguidamente la muchacha inició un lento
vaivén de inquietud, y comenzó a entonar una salmodia extraña, cuyas notas y palabras
recogía ávida Gospoja, transformada en la estatua de la atención, con su dedo huesoso
en los labios; los ojos saltándose de sus órbitas; su cuerpo inerte y una actitud de
ansiedad indescriptible, formando con la joven Frosya un contraste digno de ser
inmortalizado en un cuadro. Además, la escena toda que empezó seguidamente a
desarrollarse, era harto digna de cualquiera de las más trágicas del Macbeth: la infeliz
muchacha, retorciéndose atormentada bajo los tan invisibles corno poderosos fluidos
que sobre ella descargaba su tiránico magnetizador, y de otro lado la vieja matrona,
obsesionada por su sed ardiente de venganza, y esperando oír pronunciar, al fin, de un
momento a otro, el nombre del asesino de su amado príncipe servio. Hasta el
omnipotente magnetizador francés parecía transfigurado; erizada eléctricamente su
nívea y rizada cabellera, y agigantada de un modo increíble su tosca y pequeña estatura.
No había, pues, allí engaño ni teatralidad, sino una de las más estupendas y aterradoras
experiencias de magnetismo nativo, bien por encima de los más altos conocimientos
ocultistas del que la había provocado inconscientemente.
Súbito, como movida por un resorte y un poder sobrenaturales, Frosya se puso en pie;
no aguardaba más para lanzarse hacia lo desconocido cual una autómata, que a recibir
las órdenes del que en aquellos instantes era su omnímodo dueño. Este, entonces, tomó
solemnemente la mano de la Gospoja y, colocándola sobre la de la sonámbula, ordenó a
esta última que obedeciese a aquélla.
–¿Qué es lo que ves, hija mía? –murmuró ansiosamente la señora servia –¿Puede,
acaso, tu espíritu, dar con los asesinos de nuestro príncipe y decirme sus nombres?
–¡Busca, pues, solícita, lo que la señora te manda! –ordenó a su vez, con firmeza, el
magnetizador.
–Ya estoy en camino –exclamó débilmente la chiquilla con vocecita que, más que de
sus labios, parecía salir de su doble y a corta distancia.
Imposible describir con acierto lo que en este momento aconteció. Algo así como una
nube blanquecina e informe se fue condensando al lado de Frosya, envolviéndola
primero con su azulada y metálica luz y destacándose claramente después a su lado con
cárdenos, cloróticos destellos de relámpago, cual un cuerpo nuevo y brillante junto a
cuerpo material, para separarse de éste al fin, coherente, semisólido y, después de flotar
unos segundos sobre el espacio, lanzarse raudo y silencioso hacia el riachuelo,
desapareciendo al fin corriente abajo en la lontananza, confundido con los rayos de la
luna, cual jirón de niebla deshecho en noche otoñal.
No hay que añadir que la escena tenía absorbida todas mis potencias bajo un sopor de
ensueño misterioso. ¡Veía, en efecto, desarrollarse ante mis ojos espantados nada
menos que la evocación de los scin–leca de Oriente! Dupotet tenía razón al afirmar,
corno lo hizo, que el magnetismo occidental no es sino la magia consciente de los
antiguos, y el espiritismo el inconsciente efecto de la misma magia sobra ciertos
organismos neurasténicos.
Conviene añadir que, no bien el vaporoso doble astral de la joven se había
desprendido de su cuerpo físico, la pérfida Gospoja, con un veloz movimiento de la
mano que tenía libre, había sacado de debajo su abrigo y colocado en el seno de la
magnetizada un pequeño estilete o puñal, todo con tal rapidez, que ni el mismo
magnetizador se dió cuenta de ello, según me dijo luego. Siguió entonces un sepulcral
silencio, en el que se oía casi el emocionado latido de nuestros respectivos corazones,
mientras que nuestros cuerpos parecían haberse petrificado de sorpresa como el de la
mujer de Lot. Mas, a poco, la sonámbula lanzó un estridente grito que conmovió los
ecos de la montaña, al par que se inclinaba hacia delante. Empuñando el huido estilete,
comenzó a esgrimirle con saña a diestro y siniestro, en su alrededor, con la más salvaje
sonrisa de la venganza satisfecha, en aquellos sus enemigos imaginarios, y lanzando
espuma por la boca, al par que pronunciaba varias veces, entre incoherentes
exclamaciones guturales, dos vulgares nombres cristianos de hombre… El
magnetizador, al ver aquello, se había aterrado de tal forma que, en vez de descargar de
fluidos a la sonámbula en aquella escena de angustia, la cargaba más y más de ellos,
vigorizándola.
–¡Desgraciado, deteneos! – le grité exasperada –¡La vais a matar, si es que ella no llega
a mataros!
El imprudente magnetizador, sin darse cuenta, había despertado, a no dudarlo, sutiles
fuerzas o entidades de la Naturaleza Oculta sobré las que carecía de todo poder. La
sonámbula misma, en su paroxismo homicida, le asestó con saña una tremenda
puñalada que él pudo evitar dando oblicuamente un gran salto, pero no sin que
recibiera un rasguño de consideración en el brazo derecho. Aterrado así el infeliz
francés, trepó con la agilidad de un gato perseguido al muro vecino, en el que se puso a
cabalgar a horcajadas, al par que, temblando aún de miedo, alcanzó a reunir los restos
de su desecha voluntad para lograr que, al fin, soltase la muchacha el arma y quedase
paralizada.
–¿Qué habéis hecho, desgraciada? –gritó entonces a Frosya el magnetizador en su
nativa lengua francesa –¡Responded, claramente, al punto!
A lo que ésta contestó en el más correcto parisién con gran estupefacción mía, pues
sabía que normalmente la chiquilla ignoraba aquella lengua:
–No he hecho otra cosa que… lo que ella me ha ordenado que hiciese, y eso porque
vos mismo me habíais exigido que la obedeciese en todo…
–¿Pues qué es lo que os ha mandado hacer la vieja bruja? –añadió el francés
irrespetuosamente.
–Que encontrase a los asesinos del príncipe de… y que, así que los viera, los matase,
como lo acabo de hacer… ¡Oh, qué felicidad; vengados, vengados al fin! –añadió ya en
su propia lengua.
Una estruendosa exclamación triunfal de la Gospoja acogió estas últimas frases de la
inconsciente sonámbula. Una carcajada infernal de venganza satisfecha, carcajada que
hizo ladrar lúgubremente a todos los perros de los contornos.
–Vengada, sí, vengada; ¡lo sabía! Mi corazón no me engaña al decirme que aquellos
infames criminales han dejado ya de existir –exclamó –y cayó al suelo agotada de
nervios, arrastrando con ella a la sonámbula.
–¡Oh, y qué buen sujeto de experiencias es esta muchacha! –dijo el pobre francés, bien
ajeno al verdadero desenlace de aquella inocente práctica de magia de mala ley
–¡Peligrosa sí, pero admirable! –terminó frotándose las manos contentísimo.
De allí a pocas horas me separé del pobre francés, de la Gospoja y de Frosya. Tres días
más tarde me hallaba en el comedor de un buen hotel en T… esperando que me
sirviesen el desayuno. Mi vista se fijó distraídamente en un periódico, donde con
sorpresa inaudita leí:
“Dos muertes misteriosas.
Viena…
Anoche a las nueve y cuarenta y cinco minutos, cuando el Príncipe se retiraba a su
cámara, dos señores de su séquito dieron las más vivas muestras de angustioso terror,
tambaleándose como ebrios por el ámbito de la cámara, cual si pretendiesen esquivar
los golpes de un invisible asesino. Incapacitados de prestar atención a las preguntas del
Príncipe y del resto de los circunstantes, cayeron prontamente en el suelo en medio de
una extraña agonía. Sus cuerpos no mostraban señal alguna de heridas ni de aplopejía, y
sí sólo en la piel unas manchas grandes y negruzcas, cual de unas absurdas puñaladas
que hubiesen. desgarrado las carnes sin tocar a la epidermis. La autopsia ha mostrado
en aquellas heridas llenas de sangre coagulada, la huella de un instrumento punzante,
un puñal o la punta de una espada. La Facultad de Medicina se ve obligada a confesarse
incapaz de descifrar tamaño enigma científico. En las altas esferas reina gran excitación
con este motivo…”
 
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satanas1
view post Posted on 24/11/2008, 16:51




LA MANO MISTERIOSA 8

Acabábamos de almorzar, y en esas horas de modorra de la siesta nos hallábamos
varios amigos reposando sobre nuestras mecedoras en la galería de nuestra
residencia veraniega inmediata a San Petersburgo. La atmósfera caliginosa
8 Por referirse esta historieta, como se ve, a H. P. Blavatsky, la insertaos aquí, tomándola de las Revistas
que la tradujeron bien del Theosophist, Madrás, bien del Listok y del Rebas, de San Petersburgo, revistas
rusas en que apareció por primera vez, dando luego vueltas por las publicaciones diferentes países. En el
artículo en cuestión añade que el caso acaeció 1886, y las personas que en él figuran eran todas
conocidísimas de la buena sociedad rusa.
Por otra parte, según relatos contestes de Olcott, Sinnett, Hartmann y otros, H. P. B. acostumbraba a
realizar actos semejantes de verdadera “protección invisible”, como cuando detuvo en la estepa a un tren
de viajeros próximo ya a un terrible corte de la vía.
Hablando nosotros varias veces con D. José Xifré, el veterano y querido teósofo de la primera hora,
hombre que tantos sacrificios ha hecho por la causa, le hemos oído contar rasgos semejantes con los que
la Maestra le salvó la vida en dos o tres ocasiones memorables, una de ellas cuando iba a tomar un tren
que fue víctima, con muchos de sus viajeros, de un choque espantoso. La escena que en El tesoro de los
lagos de Somiedo fingimos con el alquimista de Cudillero (al final de la parte segunda), está calcada en la
primera entrevista que “le petit espagnol”, como aquélla paternalmente le llamaba, tuvo con la misma en
la isla de Wight… ¡Y cuántas de estas invisibles protecciones no se ven acumuladas o impedidas por la
oposición a ellas del karma de nuestros vicios!
A no ser por estos últimos, serían frecuentísimos los casos como el que subsigue, que tomamos de una
Revista inglesa:
“Mister S. Wilmont, habiendo embarcado en el steamer “City of Limerik” para atravesar el Atlántico,
refiere que durante el viaje hubieron de sufrir una tempestad horrorosa que duró nueve días, durante los
cuales no le había sido posible conciliar el sueño, hasta que la madrugada del noveno, habiéndose
apaciguado algo el viento, se durmió profundamente y soñó que veía a su esposa (la cual habla dejado
bien de salud al tiempo de su partida) abrir la puerta del camarote y, después de dudar un momento al ver
que no estaba solo, entrar resueltamente, colgarse a su cuello, abrazarle y desaparecer.
Al despertar quedó sorprendido al ver que su compañero de camarote, Mr. Williams J. Tait, con la
cabeza apoyada en la mano, le miraba fijamente, y más aún cuando éste le dijo: “–Muy bien; vaya un
desahogo el de usted para recibir aquí la visita de una dama.” Wilmont insistió para obtener una
explicación a estas palabras, siendo rehusada, hasta que más tarde Mr. Tait accedió a contarle lo que
había visto hallándose en su lecho completamente desvelado, y que fue exactamente lo soñado por Mr.
Wilmont. Al siguiente día de desembarcar, Mr. Wilmont fue a buscar a su esposa, que habla ido a visitar a
sus padres, y al encontrarse solos, lo primero que ella le preguntó fue “–¿Has recibido mi visita el
martes?” Y le refirió que se hallaba muy intranquila por él a causa de la tempestad, no pudiendo conciliar
el sueño pensando en el riesgo que podía correr, y que a las cuatro y media de la madrugada le parecía
que se iba hacia él. Atravesando el mar, vio al cabo de cierto tiempo un steamer al cual subió,
descendiendo en seguida al camarote donde él se hallaba; y siguió describiendo la escena y los objetos tal
y como referidos quedan anteriormente.”
presagiaba tempestad, el sol quemaba y reinaba en torno nuestro la inmovilidad y el
silencio más completo.
La dueña de la casa, María Nicolaevne, leía en voz alta uno de los más curiosos relatos
publicados en diferentes diarios y revistas rusas, por H. P. Blavatsky, bajo su
pseudónimo de Radha Bai. El relato se refería a Las azules montañas de Nilgiri, en la
India. Todos escuchábamos embelesados a María, quien leía con entusiasmo aquellas
preciosidades, gesticulando y deteniéndose de cuando en cuando para hacer
observaciones o contestar a las que se le hacían. Necesitada, al fin, de un descanso en la
lectura, abandonó un momento. el libro, exclamando:
–¡Cuán maravilloso es todo esto!
–Cierto –replicó escéptico un caballero de los de la concurrencia –todo cuanto nos
narra Radha Bai acerca de las hechicerías aterradoras de los Mula–Kurumba de aquellas
montañas, es muy hermoso, pero, pura invención; meros cuentos de hadas, para niños.
Aquella dura frase nos desagradó a todos, pero a quien más exasperó fue a María
Nikolaevne, la cual, en brusco movimiento nervioso, se dejó caer los lentes. La burlona
indicación procedía del elocuente e infatigable orador ruso Pietre Petrovitch.
–Antes de expresaros así –le contestó la dama –necesitaríais, querido Petrovitch, leer
por entero la obra con todas las mil citas eruditas que la avaloran, citas que…
–Yo me permitiría, sin embargo, preguntar una cosa –interrumpió obstinadamente el
notable orador –¿Cómo sabe usted, señora, que tales referencias no son fantasmagorías
de algún pobre pseudo–sabio hindú? ¿Cómo admite tan de ligero las citas de autores
ingleses y de otros países, que se hacen en el libro, ni si tienen ellos o no, en último
extremo, la autoridad debida?
–Perdóneme, querido amigo. Radha Bai no ha escrito estas páginas sólo para usted y
para mí, sino para públicos agresivos y de diferentes opiniones. Yo la conozco bien y sé
que no ha pensado jamás en engañar a su amado público ruso, ni a los demás públicos
serios para los que con tanta frecuencia escribe. Puedo citar, además, acerca de estos
mismos asuntos a un testigo veraz y que está bien vivo…
–La opinión es libre, señora. Usted puede muy bien creer, a ojos cerrados, todas estas
cosas, pero a mí, por mi parte, también me es lícito el deputarlas como una completa
sarta de embustes y…
Acaeció entonces una cosa singularísima e inexplicable. Al pronunciar el señor Pietre
Petrovitch aquella última palabra “embuste”, dió un repentino salto sobre su asiento
cual si le hubiese mordido una víbora. Seguidamente echó a correr escalera abajo como
un loco; requisó todos los objetos debajo la galería; examinó uno por uno, con
minucioso esmero, todos los macizos del jardín, y, pálido como un muerto, retornó a
nuestro lado, en la terraza.
–¿Qué es lo que le ocurre, amigo? –exclamó alarmada e intentando socorrerle, María
Nikolaevne.
Petrovitch no contestó, sino que revisó segunda vez los peldaños de la escalera, los
techos, y todo, en fin, y hasta recorrió con mirada escrutadora los últimos confines del
bosque.
–Pero, ¿qué es lo que está usted buscando, en fin?–exclamamos todos exasperados.
–No, nada… –dijo vacilante el doctor Pietre, con voz imperceptible y enjugándose las
gruesas gotas de sudor frío que brotaban de su frente –Acaso se trata de una broma
que…
–¿Una broma? –insistimos, llenos de extrañeza.
–Pero, en serio, ¿es que no han visto ustedes realmente a nadie? acabó por preguntar,
ansioso, nuestro hombre.
Unos a otros nos miramos todos entonces, como dudando de lo que oíamos y hasta
temiendo por la razón del escéptico amigo. Después respondimos a una:
–No; no hemos visto a nadie, fuera de los aquí presentes, desde hace rato.
–¡Pues yo sí que he visto a alguien! –balbuceó el doctor… ¡Y he visto y tocado una
mano también! Una mano que…
–¿Qué es lo que decís?…
–Sí; que he visto una mano, indudablemente de mujer; una mano blanca, aristocrática
y transparente cruzada por venas azules. juraría corno que alguien que hubiese venido
no sé cómo del jardín frontero me hubiese cogido familiarmente por el brazo,
apretándomelo hasta tres veces, cual si tratase de arrastrarme hacia afuera de la
galería… Tal decía, respirando con dificultad y pálido como la cera, el bueno de Pietre
Petrovitch.
–Sin duda lo ha soñado –le dijimos para tranquilizarle.
–No lo sé si ha sido visión o ensueño –añadió –lo que sí sé es que he tenido el tiempo
suficiente para examinar la mano por completo, pues que ha permanecido algunos
segundos asida a mi brazo corno unas tenazas, y acabando por fundirse en mi brazo
como un efluvio nervioso o eléctrico.
–Esta es buena lección, sin duda –arguyó la señora Nikolaevne solemnemente –Sabed
que es la propia forma astral de Radha Bai la que se le ha mostrado y le ha cogido por el
brazo para hacerle a usted la cariñosa advertencia de que se abstenga de calumniarla
ante las gentes en lo sucesivo.
El aspecto de Pietre Petrovitch era el de un hombre atontado; entenebrecido como
ante realidades de un orden muy superior a cuanto buenamente imaginase nunca.
Distraído, absorto, y como si aun le durase el astral contacto de la mano, examinaba una
y otra vez la manga de su chaquet. Luego tornó a su búsqueda por el jardín, como un
hombre maniático que trata de perseguir la sombra de lo que ya no existe…Todos le
seguimos…
Entretanto, la tensión eléctrica se había hecho insoportable. Fulguró el relámpago,
estalló instantáneo un horrísono trueno, y vimos caer al par casi sobre nuestras cabezas
el rayo…Un momento más, y todo el alero del tejado de la casa que acabábamos de
abandonar, se desplomó con estrépito sobre la galería aquella, en la que un momento
antes estábamos leyendo la mágica obra de Radha–Baf…
En medio del terror que nos inmovilizó a todos en el jardín, se oía la entrecortada voz
de angustia de Pietre Petrovitch, que decía ya con patéticos acentos de convencido:
–¡La mano! ¡Sí; su mano aristocrática e inconfundible, que me quería arrastrar fuera de
la galería para salvarme y salvarles del peligro…!
–Todos asentimos de corazón, aterrados y sin decir palabra. En efecto, ¡era demasiado
elocuente todo aquello para ser frívolamente considerado!
 
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rut
view post Posted on 30/11/2008, 06:10




El Mortal Inmortal



Día 16 de julio de 1833. Éste es un aniversario memorable para mí; ¡hoy cumplo trescientos veintitrés años!
¿El Judío Errante?... Seguro que no. Más de dieciocho siglos han pasado por encima de su cabeza. En comparación con él, soy un Inmortal muy joven.
¿Soy, entonces, inmortal? Ésa es un pregunta que me he formulado a mí mismo, día y noche, desde hace trescientos tres años, y aún no conozco la respuesta. He detectado una cana entre mi pelo castaño, hoy precisamente...; eso significa con toda seguridad deterioro. Pero puede haber permanecido escondida ahí durante trescientos años...; a algunas personas se les vuelve completamente blanco el cabello antes de los veinte años de edad.
Contaré mi historia, y que el lector juzgue por mí. Al menos, así conseguiré pasar algunas horas de una larga eternidad que se me hace tan tediosa. ¡Eternamente! ¿Es eso posible? ¡Vivir eternamente! He oído de encantamientos en los cuales las víctimas son sumidas en un profundo sueño, para despertar, tras un centenar de años, tan frescas como siempre; he oído hablar de los Siete Durmientes... De modo que ser inmortal no debería ser tan opresivo para mí; pero, ¡ay!, el peso del interminable tiempo..., ¡el tedioso pasar de la procesión de las horas! ¡Qué feliz fue el legendario Nourjahad! Mas en cuanto a mí...
Todo el mundo ha oído hablar de Cornelius Agrippa. Su recuerdo es tan inmortal como su arte me ha hecho a mí. Todo el mundo ha oído hablar también de su discípulo, que, descuidadamente, dejó en libertad al espíritu maligno durante la ausencia de su maestro y fue destruido por él. La noticia, verdadera o falsa, de este accidente le ocasionó muchos problemas al renombrado filósofo.
Todos sus discípulos le abandonaron, sus sirvientes desaparecieron... Se encontró sin nadie que fuera añadiendo carbón a sus permanentes fuegos mientras él dormía, o vigilara los cambios de color de sus medicinas mientras él estudiaba. Experimento tras experimento fracasaron, porque un par de manos eran insuficientes para completarlos; los espíritus tenebrosos se rieron de él por no ser capaz de retener a un solo mortal a su servicio.
Yo era muy joven por aquel entonces -y muy pobre-, y estaba muy enamorado. Había sido durante casi un año pupilo de Cornelius, aunque estaba ausente cuando aquel accidente tuvo lugar. A mi regreso, mis amigos me imploraron que no regresara a la morada del alquimista. Temblé cuando escuché el terrible relato que me hicieron; no necesité una segunda advertencia. Y cuando Cornelius vino y me ofreció una bolsa de oro si me quedaba bajo su techo, sentí como si el propio Satán me estuviera tentando. Mis dientes castañetearon, todo mi pelo se erizó, y eché a correr tan rápido como mis temblorosas rodillas me lo permitieron.
Mis vacilantes pies se dirigieron hacia el lugar al que durante dos años se habían sentido atraídos cada atardecer..., un agradable arroyo espumeante de cristalina agua, junto al cual paseaba una muchacha de pelo oscuro, cuyos radiantes ojos estaban fijos en el camino que yo acostumbraba a recorrer cada noche. No puedo recordar un momento en que no haya estado enamorado de Bertha; habíamos sido vecinos y compañeros de juegos desde la infancia.
Sus padres, al igual que los míos, eran humildes pero respetables, y nuestra mutua atracción había sido una fuente de placer para ellos.
En una aciaga hora, sin embargo, una fiebre maligna se llevó a la vez a su padre y a su madre, y Bertha quedó huérfana. Hubiera hallado un hogar bajo el techo de mis padres pero, desgraciadamente, la vieja dama del castillo cercano, rica, sin hijos y solitaria, declaró su intención de adoptarla. A partir de entonces Bertha se vio ataviada con sedas y viviendo en un palacio de mármol, y parecía como si hubiera sido altamente favorecida por la fortuna. No obstante, pese a su nueva situación y sus nuevas relaciones, Bertha permaneció fiel al amigo de sus días humildes. A menudo visitaba la casa de mi padre, y aun cuando tenía prohibido ir más allá, con frecuencia se dirigía paseando hacia el bosquecillo cercano y se encontraba conmigo junto a aquella umbría fuente.
Solía decir que no sentía ninguna obligación hacia su nueva protectora que pudiera igualar a la devoción que la unía a nosotros.
Sin embargo, yo seguía siendo demasiado pobre para poder casarme, y ella empezó a sentirse incomodada por el tormento que sentía en relación a mí. Tenía un espíritu noble pero impaciente, y cada vez se mostraba más irritada por los obstáculos que impedían nuestra unión. Ahora nos reuníamos tras una ausencia por mi parte, y ella se había sentido sumamente acosada mientras yo estaba lejos.
Se quejó amargamente, y casi me reprochó el ser pobre. Yo repliqué rápidamente:
-¡Soy pobre pero honrado! Si no lo fuera, muy pronto podría ser rico.
Esta exclamación acarreó un millar de preguntas. Temí impresionarla demasiado revelándole la verdad, pero ella supo sacármela; y luego, lanzándome una mirada de desdén, dijo:
-¡Pretendes amarme, y temes enfrentarte al demonio por mí!
Protesté que solamente había temido ofenderla a ella..., mientras que ella no hacía más que hablar de la magnitud de la recompensa que yo iba a recibir. Así animado -y avergonzado por ella-, y empujado por mi amor y por la esperanza y riéndome de mis anteriores miedos, regresé a pasos rápidos y con el corazón ligero a aceptar la oferta del alquimista, e instantáneamente me vi instalado en mi puesto.
Transcurrió un año. Me vi poseedor de una suma de dinero que no era insignificante precisamente. El hábito había hecho desvanecerse mis temores. Pese a toda mi atenta vigilancia, jamás había detectado la huella de un pie hendido; ni el estudioso silencio ni nuestra morada fueron perturbados jamás por aullidos demoníacos.
Yo seguí manteniendo mis entrevistas clandestinas con Bertha, y la esperanza nació en mí... La esperanza, pero no la alegría perfecta, porque Bertha creía que amor y seguridad eran enemigos, y se complacía en dividirlos en mi pecho. Aunque de buen corazón, era en cierto modo de costumbres coquetas; y yo me sentía tan celoso como un turco. Me despreciaba de mil maneras, sin querer aceptar nunca que estaba equivocada. Me volvía loco de irritación, y luego me obligaba a pedirle perdón. A veces me reprochaba que yo no era suficientemente sumiso, y luego me contaba alguna historia de un rival, que gozaba de los favores de su protectora. Estaba rodeada constantemente por jóvenes vestidos de seda..., ricos y alegres.
¿Qué posibilidades tenía el pobremente vestido ayudante de Cornelius comparado con ellos?
En una ocasión, el filósofo exigió tanto de mi tiempo que no pude ir al encuentro de Bertha como era mi costumbre. Estaba dedicado a algún trabajo importante, y me vi obligado a quedarme, día y noche, alimentando sus hornos y vigilando sus preparaciones químicas. Mi amada me aguardó en vano junto a la fuente. Su espíritu altivo llameó ante este abandono; y cuando finalmente pude salir, robándole unos pocos minutos al tiempo que se me había concedido para dormir, y confié en ser consolado por ella, me recibió con desdén, me despidió despectivamente y afirmó que ningún hombre que no pudiera estar por ella en dos lugares a la vez poseería jamás su mano. ¡Se desquitaría de aquello! Y realmente lo hizo.
En mi sucio retiro oí que había estado cazando, escoltada por Albert Hoffer. Albert Hoffer era uno de los favorecidos por su protectora, y los tres pasaron cabalgando junto a mi ahumada ventana.
Me parece que mencionaron mi nombre; fue seguido por una carcajada de burla, mientras los oscuros ojos de ella miraban desdeñosos hacia mi morada.
Los celos, con todo su veneno y toda su miseria, penetraron en mi pecho. Derramé un torrente de lágrimas, pensando que nunca podría proclamarla mía; y luego maldecí un millar de veces su inconstancia. Pero mientras tanto, seguí avivando los fuegos del alquimista, seguí vigilando los cambios de sus incomprensibles medicinas.
Cornelius había estado vigilando también durante tres días y tres noches, sin cerrar los ojos. Los progresos de sus alambiques eran más lentos de lo que esperaba; pese a su ansiedad, el sueño pesaba sobre sus ojos. Una y otra vez arrojaba la somnolencia lejos de sí, con una energía más que humana; una y otra vez obligaba a sus sentidos a permanecer alertas. Contemplaba sus crisoles anhelosamente.
-Aún no están a punto -murmuraba-. ¿Deberá pasar otra noche antes de que el trabajo esté realizado? Winzy, tú sabes estar atento, eres constante... Además, la noche pasada dormiste. Observa esa redoma de cristal. El líquido que contiene es de un color rosa suave; en el momento en que empiece a cambiar de aspecto, despiértame... Hasta entonces podré cerrar un momento los ojos.
Primero debe volverse blanco, y luego emitir destellos dorados; pero no aguardes hasta entonces; cuando el color rosa empiece a palidecer, despiértame.
Apenas oí las últimas palabras, murmuradas casi en medio del sueño. Sin embargo, dijo aún:
-Y Winzy, muchacho, no toques la redoma... No te la lleves a los labios; es un filtro..., un filtro para curar el amor. No querrás dejar de amar a tu Bertha... ¡Cuidado, no bebas!
Y se durmió. Su venerable cabeza se hundió en su pecho, y yo apenas oí su regular respiración. Durante unos minutos observé las redomas...; la apariencia rosada del líquido permanecía inamovible.
Luego mis pensamientos empezaron a divagar... Visitaron la fuente, y se recrearon en un millar de agradables escenas que ya nunca volverían... ¡Nunca! Serpientes y víboras anidaron en mi cabeza mientras la palabra «¡Nunca!» se semiformaba en mis labios. ¡Mujer falsa! ¡Falsa y cruel! Nunca me sonreiría a mí como aquella tarde le había sonreído a Albert. ¡Mujer despreciable y ruin! No me quedaría sin vengarme... Haría que viera a Albert expirar a sus pies; ella no era digna de morir a mis manos. Había sonreído desdeñosa y triunfante... Conocía mi miseria y su poder. Pero ¿qué poder tenía?... El poder de excitar mi odio, todo mi desprecio, mi... ¡Todo menos mi indiferencia! Si pudiera lograr eso..., si pudiera mirarla con ojos indiferentes, transferir mi rechazado amor a otro más real y merecido... ¡Eso sería una auténtica victoria!
Un resplandor llameó ante mis ojos. Había olvidado la medicina del adepto. La contemplé maravillado: destellos de admirable belleza, más brillantes que los que emite el diamante cuando los rayos del sol penetran en él, resplandecían en la superficie del líquido; un olor de entre los más fragantes y agradables inundó mis sentidos. La redoma parecía un globo de viviente radiación, precioso a los ojos, invitando a ser probado. El primer pensamiento, inspirado instintivamente por mis más bajos sentidos, fue: «lo haré..., debo beber».
Alcé la redoma hacia mis labios. «Eso me curará del amor..., ¡de la tortura!» Llevaba bebida ya la mitad del más delicioso licor que jamás hubiera probado, paladar de hombre alguno cuando el filósofo se agitó. Me sobresalté y dejé caer la redoma... El fluido se extendió llameando por el suelo, mientras sentía que Cornelius aferraba mi garganta y chillaba:
-¡Infeliz! ¡Has destruido la labor de mi vida!
Cornelius no se había dado cuenta de que yo había bebido una parte de su droga. Tenía la impresión, y yo me apresuré a confirmarla, de que yo había alzado la redoma por curiosidad y que, asustado por su brillo y el llamear de su intensa luz, la había dejado caer. Nunca le dejé entrever lo contrario. El fuego de la medicina se apagó, la fragancia murió... y él se calmó, como debe hacer un filósofo ante las más duras pruebas, y me envió a descansar.
No intentaré describir los sueños de gloria y felicidad que bañaron mi alma en el paraíso durante las restantes horas de aquella memorable noche. Las palabras serían pálidas y triviales para describir mi alegría, o la exaltación que me poseía cuando me desperté.
Flotaba en el aire..., mis pensamientos estaban en los cielos. La tierra parecía ser el mismo cielo, y mi herencia era una completa felicidad. «Eso representa el sentirme curado del amor -pensé-. Veré a Bertha hoy, y ella descubrirá a su amante frío y despreocupado; demasiado feliz para mostrarse desdeñoso, ¡pero cuan absolutamente indiferente hacia ella!»
Pasaron las horas. El filósofo, seguro de haber triunfado una vez, y creyendo que lo conseguiría de nuevo, empezó a preparar una vez más la misma medicina. Se encerró con sus libros y potingues, y yo tuve el día libre. Me vestí con todo cuidado; me miré en un escudo viejo pero pulido, que me sirvió de espejo; me pareció que mi buen aspecto había mejorado extraordinariamente. Me precipité más allá de los límites de la ciudad, la alegría en el alma, las bellezas del cielo y de la tierra rodeándome. Dirigí mis pasos hacia el castillo. Podía mirar sus altivas torres con el corazón ligero, porque estaba curado del amor. Mi Bertha me vio desde lejos, mientras subía por la avenida. No sé qué súbito impulso animó su pecho, pero al verme saltó como un corzo bajando las escalinatas de mármol y echó a correr hacia mí. Pero yo había sido visto también por otra persona. La bruja de alta cuna, que se llamaba a sí misma su protectora y que en realidad era su tirana, también me había divisado. Renqueó, jadeante, hacia la terraza. Un paje, tan feo como ella, echó a correr tras su ama, abanicándola mientras la arpía se apresuraba y detenía a mi hermosa muchacha con un:
-¿Dónde va mi imprudente señorita? ¿Dónde tan aprisa? ¡Vuelve a tu jaula..., ahí delante hay halcones!
Bertha se apretó las manos, los ojos clavados aún en mi figura que se aproximaba. Vi su lucha consigo misma. Cómo odié a la vieja bruja que refrenaba los gentiles impulsos del blando corazón de mi Bertha. Hasta entonces, el respeto a su rango social había hecho que evitara a la dama del castillo; ahora desdeñé una tan trivial consideración. Estaba curado del amor, y elevado más allá de todos los temores humanos; me apresuré hacia delante, y pronto alcancé la terraza. ¡Qué encantadora estaba Bertha! Sus ojos llameaban; sus mejillas resplandecían con impaciencia y rabia; estaba un millar de veces más graciosa y atractiva que nunca. Ya no la amaba..., ¡oh, no! La adoraba..., la reverenciaba..., ¡la idolatraba!
Aquella mañana había sido perseguida, con más vehemencia de lo habitual, para que consintiera en un matrimonio inmediato con mi rival. Se le reprocharon los ánimos y las esperanzas que había dado, se la amenazó con ser arrojada de casa vergonzosamente y en desgracia. Su orgulloso espíritu se alzó en armas ante la amenaza; pero cuando recordó el desprecio que había exhibido ante mí, y cómo, quizás, había perdido con ello al que consideraba como a su único amigo, lloró de remordimiento y rabia. Y en aquel momento aparecí yo.
-¡Oh, Winzy! -exclamó-. Llévame a casa de tu madre; hazme abandonar rápidamente los detestables lujos y la ruindad de esta noble morada...; devuélveme a la pobreza y a la felicidad.
La abracé fuertemente, sintiéndome transportado. La vieja dama estaba sin habla por la furia, y sólo prorrumpió en invectivas cuando ya nos hallábamos lejos en nuestra calle, camino de mi casa natal. Mi madre recibió a la hermosa fugitiva, escapada de una jaula dorada a la naturaleza y a la libertad, con ternura y alegría; mi padre, que la amaba, la recibió de todo corazón. Fue un día de regocijo, que no necesitó de la adición de la poción celestial del alquimista para llenarme de dicha.
Poco después de aquel día memorable me convertí en el esposo de Bertha. Dejé de ser el ayudante de Cornelius, pero continué siendo su amigo. Siempre me sentí agradecido hacia él por haberme procurado, inconscientemente, aquel delicioso trago de un elixir divino que, en vez de curarme del amor (¡triste cura!, solitario remedio carente de alegría para maldiciones que parecen bendiciones al recuerdo), me había inspirado valor y resolución, trayéndome el premio de un tesoro inestimable en la persona de mi Bertha.
A menudo he recordado con maravilla ese período de trance parecido a la embriaguez. La pócima de Cornelius no había cumplido con la tarea para la cual afirmaba él que había sido preparada, pero sus efectos habían sido más poderosos y felices de lo que las palabras pueden expresar. Se fueron desvaneciendo gradualmente, pero permanecieron largo tiempo... y colorearon mi vida con matices de esplendor. A menudo Bertha se maravillaba de mi radiante corazón y de mi constante alegría porque, antes, yo había sido de carácter más bien serio, incluso triste. Me amaba aún más por mi temperamento jovial, y nuestros días estaban teñidos de alegría.
Cinco años más tarde fui llamado inesperadamente a la cabecera del agonizante Cornelius. Había enviado a por mí apresuradamente, conjurándome a que acudiera al instante a su presencia. Lo encontré tendido en su jergón, mortalmente débil. Toda la vida que le quedaba animaba sus penetrantes ojos, que estaban fijos en una redoma de cristal, llena de un líquido rosado.
-¡He aquí la vanidad de los anhelos humanos! -dijo, con una voz rota que parecía surgir de sus entrañas-. Mis esperanzas estaban a punto de verse coronadas por segunda vez, y por segunda vez se ven destruidas. Mira esa pócima... Recuerda que hace cinco años la preparé también, con idéntico éxito. Entonces, como ahora, mis sedientos labios esperaban saborear el elixir inmortal... ¡Tú me lo arrebataste! Y ahora ya es demasiado tarde.
Hablaba con dificultad, y se dejó caer sobre la almohada. No pude evitar el decir:
-¿Cómo, reverenciado maestro, puede una cura para el amor restaurar vuestra vida?
Una débil sonrisa revoloteó en su rostro, mientras yo escuchaba intensamente su apenas inteligible respuesta.
-Una cura para el amor y para todas las cosas... El elixir de la inmortalidad. ¡Ah! ¡Si ahora pudiera beberlo, viviría eternamente!
Mientras hablaba, un relampagueo dorado brotó del fluido y una fragancia que yo recordaba muy bien se extendió por los aires.
Cornelius se alzó, débil como estaba; las fuerzas parecieron volver a él milagrosamente. Tendió su mano hacia delante... Entonces, una fuerte explosión me sobresaltó, un rayo de fuego brotó del elixir... ¡y la redoma de cristal que lo contenía quedó reducida a átomos! Volví mis ojos hacia el filósofo. Se había derrumbado hacia atrás. Sus ojos eran vidriosos, sus rasgos estaban rígidos...
¡Había muerto!
¡Pero yo vivía, e iba a vivir eternamente! Así había dicho el infortunado alquimista, y durante unos días creí en sus palabras.
Recordé la gloriosa intoxicación que había seguido a mi subrepticio beber. Reflexioné sobre el cambio que había sentido en mi cuerpo, en mi alma. La ligera elasticidad del primero, el luminoso vigor de la segunda. Me observé en un espejo, y no pude percibir ningún cambio en mis rasgos tras los cinco años transcurridos. Recordé el radiante color y el agradable aroma de aquel delicioso brebaje, el valioso don que era capaz de conferir... Entonces, ¡era inmortal!
Pocos días más tarde me reía de mi credulidad. El viejo proverbio de que «nadie es profeta en su tierra» era cierto con respecto a mí y a mi difunto maestro. Lo apreciaba como hombre, lo respetaba como sabio, pero me burlaba de la idea de que pudiera mandar sobre los poderes de las tinieblas, y me reía de los supersticiosos temores con los que era mirado por el vulgo. Era un filósofo juicioso, pero no tenía tratos con ningún espíritu excepto aquellos revestidos de carne y huesos. Su ciencia era simplemente humana; y la ciencia humana, me persuadí muy pronto, nunca podrá conquistar las leyes de la naturaleza hasta tal punto que logre aprisionar eternamente el alma dentro de un habitáculo carnal. Cornelius había obtenido una bebida que refrescaba y aligeraba el alma; algo más embriagador que el vino, mucho más dulce y fragante que cualquier fruta. Probablemente poseía fuertes poderes medicinales, impartiendo ligereza al corazón y vigor a los miembros; pero sus efectos terminaban desapareciendo; ya no debían de existir siquiera en mi organismo. Era un hombre afortunado que había bebido un sorbo de salud y de alegría de espíritu, y quizá también de larga vida, de manos de mi maestro; pero mi buena suerte terminaba ahí: la longevidad era algo muy distinto de la inmortalidad.
Continué con esta creencia durante varios años. A veces un pensamiento cruzaba furtivamente por mi cabeza... ¿Estaba realmente equivocado el alquimista? Sin embargo, mi creencia habitual era que seguiría la suerte de todos los hijos de Adán a su debido tiempo. Un poco más tarde quizá, pero siempre a una edad natural.
No obstante, era innegable que mantenía un sorprendente aspecto juvenil. Me reía de mi propia vanidad consultando muy a menudo el espejo. Pero lo consultaba en vano; mi frente estaba libre de arrugas, mis mejillas, mis ojos..., toda mi persona continuaba tan lozana como en mi vigésimo cumpleaños.
Me sentía turbado. Miraba la marchita belleza de Bertha... Yo parecía más bien su hijo. Poco a poco, nuestros vecinos comenzaron a hacer similares observaciones, y al final descubrí que empezaban a llamarme «el discípulo embrujado». La propia Berta empezó a mostrarse inquieta. Se volvió celosa e irritable, y al poco tiempo empezó a hacerme preguntas. No teníamos hijos; éramos totalmente el uno para el otro. Y pese a que, al ir haciéndose más vieja, su espíritu vivaz se volvió un poco propenso al mal genio y su belleza disminuyó un tanto, yo la seguía amando con todo mi corazón como a la muchachita a la que había idolatrado, la esposa que siempre había anhelado y que había conseguido con un tan perfecto amor.
Finalmente, nuestra situación se hizo intolerable: Bertha tenía cincuenta años..., yo veinte. Yo había adoptado en cierta medida, y no sin algo de vergüenza, las costumbres de una edad más avanzada. Ya no me mezclaba en el baile entre los jóvenes, pero mi corazón saltaba con ellos mientras contenía mis pies. Y empecé a tener una cierta mala fama entre los viejos de nuestro pueblo. Las cosas fueron deteriorándose. Éramos evitados por todos. Se dijo de nosotros -de mí al menos- que habíamos hecho un trato inicuo con alguno de los supuestos amigos de mi anterior maestro. La pobre Bertha era objeto de piedad, pero evitada. Yo era mirado con horror y aborrecimiento.
¿Qué podíamos hacer? Permanecer sentados junto a nuestro fuego... La pobreza se había instalado con nosotros, ya que nadie quería los productos de mi granja; y a menudo me veía obligado a viajar veinte millas, hasta algún lugar donde no fuera conocido, para vender mis cosechas. Sí, es cierto, habíamos ahorrado algo para los malos días..., y esos días habían llegado.
Permanecíamos sentados solos junto al fuego, el joven de viejo corazón y su envejecida esposa. De nuevo Bertha insistió en conocer la verdad; recapituló todo lo que había oído decir de mí, y añadió sus propias observaciones. Me conjuró a que le revelara el hechizo; describió cómo me quedarían mejor unas sienes plateadas que el color castaño de mi pelo; disertó acerca de la reverencia y el respeto que proporcionaba la edad... y lo preferible que eran a las distraídas miradas que se les dirigía a los niños. ¿Acaso imaginaba que los despreciables dones de la juventud y buena apariencia superaban la desgracia, el odio y el desprecio? No, al final sería quemado como traficante en artes negras, mientras que ella, a quien ni siquiera me había dignado comunicarle la menor porción de mi buena fortuna, sería lapidada como mi cómplice. Finalmente, insinuó que debía compartir mi secreto con ella y concederle los beneficios de los que yo gozaba, o se vería obligada a denunciarme..., y entonces estalló en llanto.
Así acorralado, me pareció que lo mejor era decirle la verdad.
Se la revelé tan tiernamente como me fue posible, y hablé tan sólo de una muy larga vida, no de inmortalidad..., concepto que, de hecho, coincidía mejor con mis propias ideas. Cuando terminé, me levanté y dije:
-Y ahora, mi querida Bertha, ¿denunciarás al amante de tu juventud? No lo harás, lo sé. Pero es demasiado duro, mi pobre esposa, que tengas que sufrir a causa de mi aciaga suerte y de las detestables artes de Cornelius. Me marcharé. Tienes buena salud, y amigos con los que ir en mi ausencia. Sí, me iré: joven como parezco, y fuerte como soy, puedo trabajar y ganarme el pan entre desconocidos, sin que nadie sepa ni sospeche nada de mí. Te amé en tu juventud. Dios es testigo de que no te abandonaré en tu vejez, pero tu seguridad y tu felicidad requieren que ahora haga esto.
Tomé mi gorra y me dirigí hacia la puerta; en un momento los brazos de Bertha rodeaban mi cuello, y sus labios se apretaban contra los míos.
-No, esposo mío, mi Winzy -dijo-. No te irás solo... Llévame contigo; nos marcharemos de este lugar y, como tú dices, entre desconocidos estaremos seguros sin que nadie sospeche de nosotros. No soy tan vieja todavía como para avergonzarte, mi Winzy; y me atrevería a decir que el encantamiento desaparecerá pronto y, con la bendición de Dios, empezarás a parecer más viejo, como corresponde. No debes abandonarme.
Le devolví de todo corazón su generoso abrazo.
-No lo haré, Bertha mía; pero por tu bien no debería pensar así. Seré tu fiel y dedicado esposo mientras estés conmigo, y cumpliré con mi deber contigo hasta el final.
Al día siguiente nos preparamos en secreto para nuestra emigración. Nos vimos obligados a hacer grandes sacrificios pecuniarios, era inevitable. De todos modos, conseguimos al fin reunir una suma suficiente como para al menos mantenernos mientras Bertha viviera. Y sin decirle adiós a nadie, abandonamos nuestra región natal para buscar refugio en un remoto lugar del oeste de Francia.
Resultó cruel arrancar a la pobre Bertha de su pueblo natal, de todos los amigos de su juventud, para llevarla a un nuevo país, un nuevo lenguaje, unas nuevas costumbres. El extraño secreto de mi destino hizo que yo ni siquiera me diera cuenta de ese cambio; pero la compadecí profundamente, y me alegró el darme cuenta de que ella hallaba alguna compensación a su infortunio en una serie de pequeñas y ridículas circunstancias. Lejos de toda murmuración, buscó disminuir la aparente disparidad de nuestras edades a través de un millar de artes femeninas: rojo de labios, trajes juveniles y la adopción de una serie de actitudes desacordes con su edad. No podía irritarme por eso. ¿No llevaba yo mismo una máscara? ¿Para qué pelearme con ella, sólo porque tenía menos éxito que yo? Me apené profundamente cuando recordé que esa remilgada y celosa vieja de sonrisa tonta era mi Bertha, aquella muchachita de pelo y ojos oscuros, con una sonrisa de encantadora picardía y un andar de corzo, a la que tan tiernamente había amado y a la que había conseguido con un tal arrebato. Hubiera debido reverenciar sus grises cabellos y sus arrugadas mejillas. Hubiera debido hacerlo; pero no lo hice, y ahora deploro esa debilidad humana.
Sus celos estaban siempre presentes. Su principal ocupación era intentar descubrir que, pese a las apariencias externas, yo también estaba envejeciendo. Creo verdaderamente que aquella pobre alma me amaba de corazón, pero nunca hubo mujer tan atormentada sobre cómo desplegar en mí toda su atención. Hubiera querido discernir arrugas en mi rostro y decrepitud en mi andar, mientras que yo desplegaba un vigor cada vez mayor, con una juventud por debajo de los veinte años. Nunca me atreví a dirigirme a otra mujer. En una ocasión, creyendo que la belleza del pueblo me miraba con buenos ojos, me compró una peluca gris. Su constante conversación entre sus amistades era que yo, aunque parecía tan joven, estaba hecho una ruina; y afirmaba que el peor síntoma era mi aparente salud. Mi juventud era una enfermedad, decía, y yo debía estar preparado en cualquier momento, si no para una repentina y horrible muerte, sí al menos para despertarme cualquier mañana con la cabeza completamente blanca y encorvado, con todas las señales de la senectud. Yo la dejaba hablar... y a menudo incluso me unía a ella en sus conjeturas. Sus advertencias hacían coro con mis interminables especulaciones relativas a mi estado, y me tomaba un enorme y doloroso interés en escuchar todo aquello que su rápido ingenio y excitada imaginación podían decir al respecto.
¿Para qué extenderse en todos estos pequeños detalles? Vivimos así durante largos años. Bertha se quedó postrada en cama y paralítica; la cuidé como una madre cuidaría a un hijo. Se volvió cada vez más irritable, y aún seguía insistiendo en lo mismo, en cuánto tiempo la sobreviviría. Seguí cumpliendo escrupulosamente, pese a todo, con mis deberes hacia ella, lo cual fue una fuente de consuelo para mí. Había sido mía en su juventud, era mía en su vejez; y al final, cuando arrojé la primera paletada de tierra sobre su cadáver, me eché a llorar, sintiendo que había perdido todo lo que realmente me ataba a la humanidad.
Desde entonces, ¡cuántas han sido mis preocupaciones y pesares, cuan pocas y vacías mis alegrías! Detengo aquí mi historia, no la proseguiré más. Un marinero sin timón ni compás, lanzado a un mar tormentoso, un viajero perdido en un páramo interminable, sin indicador ni mojón que lo guíe a ninguna parte..., eso he sido yo; más perdido, más desesperanzado que nadie. Una nave acercándose, un destello de un faro lejano, podrían salvarme; pero no tengo más guía que la esperanza de la muerte.
¡La muerte! ¡Misteriosa, hosca amiga de la frágil humanidad!
¿Por qué, único entre todos los mortales, me has arrojado a mí fuera de tu acogedor manto? ¡Oh, la paz de la tumba! ¡El profundo silencio del sepulcro revestido de hierro! ¡Los pensamientos dejarían por fin de martillear en mi cerebro, y mi corazón ya no latiría más con emociones que sólo saben adoptar nuevas formas de tristeza!
¿Soy inmortal? Vuelvo a mi primera pregunta. En primer lugar, ¿no es más probable que el brebaje del alquimista estuviera cargado con longevidad más que con vida eterna? Tal es mi esperanza. Y además, debo recordar que sólo bebí la mitad de la poción preparada para él. ¿Acaso no era necesaria la totalidad para completar el encantamiento? Haber bebido la mitad del elixir de la inmortalidad es convertirse en semiinmortal...; mi eternidad está pues truncada.
Pero, de nuevo, ¿cuál es el número de años de media eternidad? A menudo intento imaginar si lo que rige el infinito puede ser dividido. A veces creo descubrir la vejez avanzar sobre mí. He descubierto una cana. ¡Estúpido! ¿Debo lamentarme? Sí, el miedo a la vejez y a la muerte repta a menudo fríamente hasta mi corazón, y cuanto más vivo más temo a la muerte, aunque aborrezca la vida. Ése es el enigma del hombre, nacido para perecer, cuando lucha, como hago yo, contra las leyes establecidas de su naturaleza.
Pero seguramente moriré a causa de esta anomalía de los sentimientos; la medicina del alquimista no debe de proteger contra el fuego, la espada y las asfixiantes aguas. He contemplado las azules profundidades de muchos lagos apacibles, y el tumultuoso discurrir de numerosos ríos caudalosos, y me he dicho: la paz habita en estas aguas. Sin embargo, he guiado mis pasos lejos de ellos, para vivir otro día más. Me he preguntado a mí mismo si el suicidio es un crimen en alguien para quien constituye la única posibilidad de abrir la puerta al otro mundo. Lo he hecho todo, excepto presentarme voluntario como soldado o duelista, pues no deseo destruir a mis semejantes. Pero no, ellos no son mis semejantes. El inextinguible poder de la vida en mi cuerpo y su efímera existencia nos alejan tanto como lo están los dos polos de la Tierra. No podría alzar una mano contra el más débil ni el más poderoso de entre ellos.
Así he seguido viviendo año tras año... Solo, y cansado de mí mismo. Deseoso de morir, pero no muriendo nunca. Un mortal inmortal. Ni la ambición ni la avaricia pueden entrar en mi mente, y el ardiente amor que roe mi corazón jamás me será devuelto; nunca encontraré a un igual con quien compartirlo. La vida sólo está aquí para atormentarme.
Hoy he concebido una forma por la que quizá todo pueda terminar sin matarme a mí mismo, sin convertir a otro hombre en un Caín... Una expedición en la que ningún ser mortal pueda nunca sobrevivir, aun revestido con la juventud y la fortaleza que anidan en mí. Así podré poner mi inmortalidad a prueba y descansar para siempre... o regresar, como la maravilla y el benefactor de la especie humana.
Antes de marchar, una miserable vanidad ha hecho que escriba estas páginas. No quiero morir sin dejar ningún nombre detrás. Han pasado tres siglos desde que bebí el brebaje fatal; no transcurrirá otro año antes de que, enfrentándome a gigantescos peligros, luchando con los poderes del hielo en su propio campo, acosado por el hambre, la fatiga y las tormentas, rinda este cuerpo, una prisión demasiado tenaz para un alma que suspira por la libertad, a los elementos destructivos del aire y el agua. O, si sobrevivo, mi nombre será recordado como uno de los más famosos entre los hijos de los hombres. Y una vez terminada mi tarea, deberé adoptar medios más drásticos. Esparciendo y aniquilando los átomos que componen mi ser, dejaré en libertad la vida que hay aprisionada en él, tan cruelmente impedida de remontarse por encima de esta sombría tierra, a una esfera más compatible con su esencia inmortal.

Mary W. Shelley
 
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nubarus
view post Posted on 13/3/2009, 19:19




La Estrella de Seis y la de Cinco Puntas
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Los más famosos kabalistas occidentales, tanto de la Edad Media como de la Moderna, representan o simbolizan el Microcosmos por medio del pentagrama o estrella de cinco puntas, y el Macrocosmos por el doble triángulo o estrella de seis puntas. Eliphas Levi (el abate Constant) y creemos que también Kunrath, uno de los más insignes ocultistas de pasados tiempos, dan la razón de ello.

En la obra Rosacruces de Hargrave Jermings aparece la exacta relación del Microcosmos con el hombre en el centro del pentagrama. Se necesitaría un espacio mucho más amplio del que nos consiente un artículo para explicar con toda claridad el esoterismo de ambos símbolos.

Los genuinos kabalistas occidentales saben que el Espíritu y la Materia están simbolizados por los respectivos colores de los dos triángulos enlazados, sin relación alguna con las líneas o lados de los triángulos.

El filósofo kabalista y hermético considera trino todo cuanto existe en la Naturaleza; cada cosa es una multiplicidad y una Trinidad en la Unidad, por lo que representa estos aspectos por medio de figuras geométricas. Dice Platón que “Dios geometriza”. Los Tres Rostros kabalísticos son las Tres Luces y las Tres Vidas de Ain –Suph (el Parabrahman de los occidentales) llamado también el invisible Sol central. El Universo es su Espíritu, Alma y Cuerpo, sus Tres emanaciones.

Esta Trina Naturaleza, la puramente Espiritual, la puramente Material y la intermedia (o Materia imponderable que constituye el Alma Central del hombre) está representada por el triángulo equilátero, cuyos tres lados iguales simbolizan que dichos Tres Principios están difundidos por todo el Universo en la misma proporción y que son eternos y coexistentes, según la ley natural de equilibrio perfecto.
Así vemos que, con leve variación, la simbología occidental es la misma que la de los arios. El doble triángulo que simboliza el Macrocosmos o Universo mayor entraña las ideas de Unidad, de Dualidad (en los dos colores y los dos triángulos) de Espíritu y Materia, de Trinidad, de la Tetraktys pitagórica, del cuadrado perfecto, hasta el dodecágono y el dodecaedro.

Los antiguos kabalistas caldeos, maestros e inspiradores de la Kábala judía, no tuvieron el antropomórfico concepto de Dios que se advierte en el Antiguo Testamento y subsiste en nuestros días. Su Ain–Supl, ilimitado e infinito, “tiene y no tiene forma” según dice el Zohar, aunque después explica esta aparente contradicción añadiendo: “El invisible asumió forma al poner el Universo en existencia”. Esto equivale a la idea puramente panteísta de que sólo es posible concebir a Dios en la naturaleza objetiva.
Los tres lados de los triángulos simbolizan para los ocultistas, lo mismo que para los arios, el Espíritu, la Materia y la Naturaleza intermedia (identificada en su significado con el espacio), así como también simbolizan las Energías Creadora, Conservadora y Destructora representadas en las Tres Luces.

La Primera Luz infunde vida inteligente y consciente en todo el Universo, en correspondencia con la Energía Creadora. La Segunda Luz construye incesantemente formas con la Materia Cósmica preexistente dentro del círculo cósmico y por ello es la Energía Conservadora. La Tercera Luz produce el conjunto universal de la materia física densa, que según se aparta de la céntrica Luz espiritual, pierde su brillantez y se convierte en tinieblas o en mal, que conduce a la muerte, por lo que es la Energía Destructora manifestada en lo mudable y perecedero de las formas. Los Tres Rostros kabalísticos del Anciano de los Ancianos que sin embargo no tiene rostro, son las divinidades arias llamadas Brahma, Vishnu y Shiva.

El doble triángulo de los kabalistas está inscrito en un círculo formado por una serpiente que se muerde la cola (el emblema egipcio de la Eternidad) y a veces en un sencillo círculo geométrico.
La única diferencia entre los símbolos oriental y occidental del doble triángulo –según explica Krishna Shankar Laishankar en el artículo publicado con el mismo título que el presente– consiste en omitir el profundo significado de lo que dicho autor llama el Cenit y el Cero.

Según los kabalistas occidentales, el vértice superior del triángulo blanco se pierde en el Cenit (1), en el Mundo de pura Espiritualidad o inmaculado Espíritu, mientras que el vértice inferior del triángulo negro se pierde en el nadir y simboliza, según prosaica expresión de los ocultistas medievales, la materia grosera, los desechos del Fuego Celestial (el Espíritu) caídos en el vórtice de aniquilación, en el mundo inferior, donde las formas y la vida senciente se dispersan para retornar a su fuente originaria, la Materia Cósmica. Según las enseñanzas puránicas, el punto central “es la sede de Brahma Avyakta o Divinidad inmanifestada”.

En efecto, como el punto geométrico carece de dimensiones, es un símbolo apropiado del invisible Sol central, de la Luz de la Divinidad inmanifestada; pero los ocultistas trazan en la figura, en vez del punto geométrico, la Cruz Ansata o la Tau Egipcia, en cuya parte cenital dibujan un círculo como símbolo del ¡limitado e increado espacio. Así modificada, la Tan Egipcia tiene casi el mismo significado que la cruz mundana de los antiguos herméticos egipcios, o sea una cruz inscrita en un círculo.

Por lo tanto, es erróneo decir que el doble triángulo sólo simboliza el Espíritu y la Materia, pues contiene muchos otros símbolos. Dice nuestro crítico: Si el doble triángulo sólo representa el Espíritu y la Materia, no se explica ni se rebate la objeción de que con dos lados no es posible trazar un triángulo, ni que el Espíritu y la Materia estén simbolizados por la distinción de blanco y negro de dos triángulos.

Creyendo ya haber explicado suficientemente algunas dificultades y expuesto que los kabalistas occidentales siempre vieron la Trinidad en la Unidad y la Unidad en la Trinidad, podemos añadir que los pitag6ricos rebatieron ya, hace 2500 años, la objeción levantada por el autor de las precedentes palabras.

La idea cardinal de los pitagóricos era que, bajo las fuerzas y cambios fenomenales del Universo, subyace un permanente principio de Unidad. Los Sagrados Números de dicha escuela no incluyen el Dos o la Duada, pues los pitagóricos no reconocían este número ni como idea abstracta, fundándose en que geométricamente es imposible construir una figura con sólo dos líneas rectas; por tanto no puede identificarse el número dos con ninguna figura geométrica plana o sólida para simbolizar la Unidad en la multiplicidad, como puede simbolizarla una figura poligonal. Así es que los pitagóricos no consideraban el Dos como Número Sagrado, porque representado en geometría por dos líneas horizontales = y en numeración romana por dos verticales II, y careciendo la línea de anchura y profundidad, sin otra dimensión que la longitud, era necesario añadirle al dos otra unidad para emplearlo simbólicamente en figura de triángulo.

Así resulta evidente por qué los herméticos emplearon dos triángulos enlazados para simbolizar el Espíritu y la Materia (el Alfa y el Omega del Kosmos) y representaron el triángulo que simboliza el Espíritu de color blanco y el de la Materia, de color negro. En cuanto a la pregunta de que si el vértice del triángulo blanco que se dirige hacia arriba simboliza el Espíritu, ¿qué simbolizan los otros dos vértices del triángulo blanco?, responderemos que, según los kabalistas, simbolizan el Espíritu caído en la generación, es decir, la pura Chispa Divina mezclada ya con la materia del mundo fenomenal.

La misma explicación conviene al simbolismo de los dos vértices de la base del triángulo negro, cuyo tercer vértice representa la progresiva densificación de la Materia.
Por otra parte, decir que “toda idea de ascenso y descenso, de arriba y de abajo en el sublime concepto del Kosmos no sólo es repulsiva sino falsa”, equivale a negar la posibilidad de que una idea abstracta esté simbolizada por una imagen concreta.
Entonces, ¿Por qué no invalidar toda clase de signos, incluso los de Vishnu y las eruditas explicaciones puránicas que de ello nos da el autor? Lo anteriormente expuesto da la clave de la fórmula pitagórica de la Unidad en la multiplicidad, del Único manifestado en muchos.

Esta idea está simbolizada en la Década (1+2+3+4=10) lejos de ser repulsiva es positivamente sublime. El Uno es la Divinidad. El Dos es la Materia, que por sí misma no puede ser una entidad consciente (2). El Tres (el triángulo) resulta de la combinación de la Mónada y la Duada, participa de la naturaleza de ambas y es la Tríada o mundo fenomenal. La Tétrada o sagrada Tetraktys es la forma de la Perfección para los pitagóricos y expresa o simboliza al propio tiempo la ilusión fenomenal o Maya–La Década o suma total simboliza el Kosmos.

Decimos en Isis sin Velo: “El Universo es la combinación de mil elementos; y sin embargo la expresión de un solo Elemento: del Espíritu o Absoluta Armonía. Es un caos para los sentidos y un perfecto Kosmos para la razón”.

Pitágoras aprendió filosofía en la india y de aquí la similitud entre las ideas fundamentales de los antiguos Iniciados brahmánicos y las de los pitagóricos. Al definir al Shatkon dice el autor que “representa el gran Universo (Brahmanda), el ilimitado Mahakasha, con todos los mundos estelares en él contenidos”. Con esto no hace más que repetir, en diferentes palabras, la explicación dada por Pitágoras y los filósofos de la estrella hexagonal o doble triángulo, como anteriormente indicábamos.

En cuanto a los restantes tres puntos de los dos triángulos, los tres lados de cada uno de ellos y el círculo en que están inscritos, como quiera que los herméticos simbolizaban todas las cosas visibles e invisibles, no podían menos que simbolizar completamente el Macrocosmos.

Los pitagóricos incluían en su Década todo el Kosmos, pero aún reverenciaban mayormente el número Doce, porque representaba la sagrada Tetraktys multiplicada por tres, de donde resulta una Trinidad de cuadrados perfectos llamados Tétradas.

Los filósofos herméticos u ocultistas, siguiendo los pasos de los antiguos Maestros pitagóricos, representaron el número Doce en el doble triángulo, el Macrocosmos, e incluyeron en él el pentagrama o Microcosmos, al que dieron el nombre de Universo menor.

Dividiendo las doce letras de los ángulos externos en cuatro grupos de tríadas o tres grupos de tétradas, obtuvieron el dodecágono, un polígono regular de doce lados iguales con doce ángulos también iguales, que para los antiguos caldeos simbolizaban los doce Dioses mayores, y para los kabalistas hebreos los diez Sephiroth o Potestades Creadoras de la Naturaleza emanados de Sephira (la Divina Luz) que era jefe de los Sephiroth, emanada a su vez de Hakoma, la Suprema e Inmanifestada Sabiduría, y de Ain –Suph el infinito, esto es, tres grupos de tríadas de Sephiroth, y una cuarta tríada constituida por Sephira, Ain –Suph y Hakoma, que “no puede comprenderse por reflejo” y que “está oculta dentro y fuera del cráneo de Rostro Largo”, según consta en el Idra Rabba. La cabeza superior del triángulo de arriba forma los Tres Rostros kabalísticos que constituyen los doce. Además, las doce figuras dan dos cuadrados o la doble Tetraktys que en la simbología pitagórica representan los mundos físico y espiritual. Los dieciocho ángulos internos y los seis centrales dan además de veinticuatro, dos veces el Sagrado Número Macrocósmico; también las veinticuatro Divinas Potestades Inmanifestadas.
Dice Jámblico que “las Divinas Potestades se indignan contra quienes revelan la manera de inscribir en una esfera el dodecaedro, uno de los cinco cuerpos sólidos geométricos, compuesto por doce pentágonos regulares”.

El pentagrama situado en el centro del doble triángulo da la clave del significado para los filósofos herméticos y los kabalistas. Tan conocido es este doble signo que se ve en la entrada de los templos budistas, en las lamaserías y en los relicarios del Tíbet.

Los kabalistas medievales nos dan en sus escritos el significado del doble triángulo con el pentagrama central. Dice Paracelso: “El hombre es un Microcosmos contenido en el interior del Macrocosmos, como un feto sostenido por sus Tres principales Espíritus en la matriz del Universo”.
Estos Tres Espíritus son dobles, a saber:

1º. El Espíritu de los elementos (cuerpo terrestre y Principio Vital).
2º. El Espíritu de las estrellas (el cuerpo astral y la Voluntad que lo gobierna)
3º. El Espíritu del mundo espiritual (las Almas animal y Espiritual). El séptimo Principio es un espíritu casi inmaterial, el divino Augoeides, el Âtma, representado por el punto central, que corresponde al ombligo humano. Este séptimo Principio es el Dios personal de cada hombre, según dicen los ocultistas orientales y occidentales.

Al hablar de los cinco triángulos compuestos de cinco veces cinco o veinticinco puntos, dice el aludido autor que el pentagrama es un “número correspondiente con los veinticinco elementos constitutivos del ser humano”.

Supongamos que el autor entiende por elementos lo que los kabalistas decían cuando enseñaban que las emanaciones de las veinticuatro Potestades Divinas e inmanifestadas, que con el inexistente o céntrico punto son veinticinco, constituyen un perfecto Ser Humano.
Sin discutir el relativo valor de las palabras elementos y emanación, y teniendo en cuenta la observación adicional del autor de que “toda la figura” del Microcosmos es “el signo de Brahma o la deificada Energía Creadora”, resulta esta afirmación incongruente con el parecer de eminentes herméticos y kabalistas, para quienes las cinco puntas del pentagrama simbolizan los cinco miembros cardinales del cuerpo humano.
Aunque no pertenecemos a la escuela kabalística occidental, afirmamos que tienen razón en este punto, porque si los veinticinco elementos representados por la estrella de cinco puntas constituyen un ser humano, dichos elementos han de ser vitales, ya sean mentales o físicos, y si la figura simboliza la Energía Creadora, el concepto kabalístico resulta reformado. Los cinco elementos groseros: tierra, agua, fuego, aire y éter, entran en la constitución del hombre, y lo mismo da decir cinco órganos de acción que cinco miembros o cinco sentidos.

En el Codex Nazaræus, el libro más kabalístico, Mano, el supremo rey de Luz y jefe de los Eones, emana de sí los cinco Eones que con Mano y el Señor Ferho (la Vida ignota y sin forma de la que surgió Mano) forman los siete, que simbolizan los siete Principios constituyentes del hombre. Los cinco inferiores son puramente materiales y semimateriales y los dos superiores casi inmateriales y espirituales.

De cada uno de los siete Eones surgen cinco refulgentes rayos de luz, y en todos los antiguos ejemplares del Codex Nazaræus se ve que la cabeza, brazos y pies del hombre, están simbolizados en las cinco puntas del pentagrama.

NOTAS

(1)
En la pirámide egipcia tiene el mismo significado. El notable arqueólogo francés, Dr. Rebold demuestra la gran cultura de los egipcios de 5000 años antes de la Era Cristiana, al afirmar, apoyado en varias autoridades, que en aquel tiempo existían no menos de treinta o cuarenta colegios de Iniciados que estudiaban Ciencias Ocultas y Magia práctica.

(2)
Compárese este concepto de los pitagóricos con el del sistema Sankia de Kapila, en el que Purusha y Prakriti sólo pueden manifestarse en el mundo sensorio cuando están combinados el uno con el otro.


Helena P. Blavatsky
 
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samael69
view post Posted on 24/3/2009, 00:33




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Nació en Ucrania, la medianoche del 30 al 31 de julio de 1831. Su padre, el Coronel Peter Hahn, procedía de una familia noble originaria de Mecklenburg, Alemania, pero se habían establecido en Rusia desde hacía unos 300 años. La familia de su madre, también de noble rango, tenía sus orígenes en un antepasado del siglo nueve. Helena era nieta de la princesa Elena Dolgorouki.

Las facultades de clarividencia de H.P. Blavatsky eran tan grandes que, ya de niña, era consultada por la nobleza sobre sus asuntos privados y por la policía respecto a algunos delitos. Era una pianista de talento y de joven tocó en Londres con Clara Shumann y Arabelle Goddard.

Aunque era de tan noble ascendencia social, terminó sus días en precaria situación económica debido a las grandes sumas que canalizó para la obra teosófica, así como a su vida peregrina y aventurera. Viajó un poco por todo el mundo, buscando experiencias, conocimientos y contactos que fueron indispensables para la monumental tarea a la que se dedicó. Gran Bretaña, Francia, Italia, Alemania, Bélgica, Grecia, Turquía, Estados Unidos de América, Canadá, Méjico, Perú, Palestina, Egipto, Persia, Sri Lanka, India, Tibet fueron solamente algunos de los puntos geográficos donde pasó parte de su vida.

Durante 1848 y 1849, estudió magia en Egipto e ingresó en "Los Drusos del Líbano", una sociedad Secreta. Estuvo presente con Garibaldi en la batalla de Mentana en 1849 y "la recogieron de una fosa común con el brazo izquierdo roto por dos lugares, balas de mosquetón en el hombro izquierdo y una herida de puñal en el corazón". Cuando paseaba con su padre por Londres en 1851, vió un Rajput alto y noble al que reconoció como un Protector que veía en visiones desde su infancia.Él le habló de un trabajo que ella haría bajo su dirección después de prepararse en oriente. En 1852-70 intentó entrar en el Tibet, pero no lo consiguió hasta 1867-70. Mientras tanto entró en contacto con el espiritismo y aprendió a "controlar su maravilloso poder para producir fenómenos a voluntad". En el Tibet aprendió a manipular las fuerzas ocultas.
Mientras estaba en París recibió órdenes perentorias de "los Hermanos" para ir a Nueva York a esperar instrucciones. Llegó allí el 7 de julio de 1873, sin equipaje personal, después de haber cambiado su billete de primera clase por otro de clase turista (la más barata) para poder comprarle otro billete de clase turista a una pobre mujer y sus hijos que habían sido estafados. Aunque llevaba en su baúl 23.000 francos que le había entregado su Maestro, se ganó la vida trabajando para un fabricante de corbatas. Siguiendo órdenes, finalmente llevó el dinero a la ciudad de Búfalo y se lo dio a un hombre desconocido ¡justo a tiempo para evitar que se suicidara!
En 1874 le ordenaron ir a la finca de Eddy en Chittenden. Ese era el sitio donde varios fenómenos ocultos estaba siendo investigados por el Coronel H.S. Olcott. Con él en 1875, en Nueva York, fundó la Sociedad Teosófica.
El 8 de julio de 1878 se hizo ciudadana americana. Más tarde ese mismo año, actuando "bajo órdenes" ella y Olcott embarcaron hacia la India; desembarcaron en Bombay en febrero de 1879. En 1880 los dos fundadores viajaron por Sri Lanka en defensa del budismo y se hicieron budistas el 19 de mayo de 1881. En 1882, la sede de la Sociedad se trasladó a su lugar actual en Adyar, Madras.

A pesar de la intervención de su Gurú para restablecer su salud, ésta se fue deteriorando y Blavatsky no pudo quedarse en Adyar más tiempo que el de una corta visita que realizó ese año.En 1887 en Ostende, H.P.B. se puso muy enferma pero tuvo otra extraña recuperación explicando que había "elegido" trabajar unos años más en su cuerpo enfermo.

Por invitación, se trasladó a Londres, que fue, desde entonces, el centro del trabajo Teosófico en Europa.Murió el 8 de mayo de 1891 en Londres. Sus cenizas fueron repartidas entre Nueva York, la India y Londres y parte ellas están enterradas bajo su estatua de Adyar. En su testamento pidió que cada año, en el aniversario de su muerte, sus amigos se reunieran y leyeran fragmentos de La Luz de Asia y del Bhagavad Gita. Por deseo del Coronel Olcott, este aniversario ha recibido el nombre del "Dia del Loto Blanco".El Coronel Olcott resumió el secreto del extraordinario poder que tenía H.P.B. para producir rápidos cambios en la vida de las personas que estaban cerca de ella como algo debido a:

* Su increíble conocimiento oculto y sus poderes para realizar fenomenos, además de su relación con los Maestros ocultos.
* Su asombroso talento, especialmente como conversadora, gracias a sus dotes sociales, sus extensos viajes, y aventuras extraordinarias.
* Su visión clara en problemas de filología, de orígenes raciales, de las bases fundamentales de las religiones y de las claves para entender los antiguos misterios y símbolos.

ELLA DIJO:

Todo es impermanente en el hombre, excepto la pura y brillante esencia.

No mires atrás o estas perdido.

Contempla la suave luz que inunda el cielo de oriente. Los cielos y la tierra entonan juntos himnos de alabanza.

Considera iguales el placer y el dolor, la ganancia y la perdida, la victoria y la derrota

.Busca tu refugio solamente en lo eterno.

Así, pues, quien no se sienta con corazón de león para menospreciar los salvajes aullidos, y con el alma de paloma para perdonar las locuras de los ignorantes, que no emprenda el estudio de la Sagrada Ciencia.

La verdadera vida está en la espiritual conciencia de dicha vida, en una existencia en el espíritu y no en la materia.
 
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24 replies since 10/6/2008, 01:32   4548 views
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