| Observó el dibujo que trazaron en la alfombra; luego volvió a cogerlas. Frente a ella, la respiración de Peter se hacía cada vez más ardua. Y si sufría otro ataque, se preguntó Jennings, ¿Tendría que iniciarse de nuevo la ceremonia? se retorció en el instante en que Lurice quebró el silencio. —¿Por qué vienes aquí? —preguntó. Miró a Peter con frialdad, casi con ojos coléricos—. ¿Por qué me consultas? ¿Es porque no tienes éxito con las mujeres? —¿Qué? —Peter la contempló con perplejidad. —¿Alguien en tu casa está enfermo? ¿Es la razón por la que vienes a mí? —preguntó Lurice, con voz imperiosa. De repente, Jennings se dio cuenta de que ella ahora era por completo una hechicera interrogando a su paciente varón, arrogantemente despectiva respecto a su rango inferior—. ¿Estás enfermo? —Casi escupió las palabras, echando hacia atrás los hombros. Jennings miró de manera involuntaria a su hija. Pat permanecía sentada como una estatua, las mejillas pálidas, los labios formando una línea fina y casi blanca—. ¡Habla, hombre! —ordenó Lurice, la ngombo altiva. —¡Sí! ¡Estoy enfermo! —El pecho de Peter se sacudió en busca de aire—. Estoy enfermo. —Entonces, habla de tu enfermedad —dijo Lurice—. Cuéntame cómo llegó a ti. O bien Peter ya se hallaba en tal estado de dolor que cualquier noción de resistencia quedó destruida... o había sido atrapado por la fascinación de la presencia de Lurice. Probablemente era una combinación de ambas cosas, pensó Jennings mientras observaba cómo Lang empezaba a hablar, la voz dominada, los ojos presos de la mirada ardiente de Lurice. —Una noche entró ese hombre furtivamente en el campamento —dijo—. Trataba de robar algo de comida. Cuando le perseguí, se puso furioso y me amenazó. Dijo que me mataría. La voz del joven era tan mecánica que Jennings se preguntó si Lurice había hipnotizado a Peter. —Y llevaba, en una bolsa a su costado... —la voz de Lurice parecía impulsarle como el de una hipnotizadora. —Llevaba un muñeco —dijo Peter. La garganta se le contrajo al tragar saliva—. Me habló. —El fetiche te habló —repitió Lurice—. ¿Qué te dijo? —Dijo que moriría. Dijo que, cuando la luna fuera como un arco, yo moriría. Bruscamente, Peter tembló y cerró los ojos. Lurice volvió a tirar los huesos y los contempló. De repente, arrojó las lanzas diminutas. —No es Mbwiri ni Hebiezo —dijo—. No es Atando ni Fuofuo ni Sovi. No es Kundi o Sogbla. No es un demonio del bosque lo que te devora. Es un espíritu maligno que pertenece a un ngombo que ha sido ofendido. El ngombo ha traído el mal a tu casa. El espíritu maligno del ngombo se ha pegado a ti en venganza por tu ofensa contra su amo. ¿Lo entiendes? Peter apenas fue capaz de hablar. Asintió con movimientos espasmódicos. —Sí. —Di: Sí, lo entiendo. —Sí —tembló—. Sí, lo entiendo. —Me pagarás ahora —le dijo ella. Peter la miró durante varios momentos antes de bajar la vista. Sus dedos rígidos buscaron en los bolsillos de la bata y salieron vacíos. De repente jadeó y los hombros se encorvaron hacia delante cuando un espasmo de dolor recorrió su cuerpo. Hurgó en los bolsillos una segunda vez como si no estuviera seguro de que se hallaran vacíos. Luego, frenéticamente, se quitó el anillo del dedo anular de la mano izquierda y lo extendió. La mirada de Jennings saltó a su hija. Su cara era como de piedra mientras observaba a Peter entregar el anillo que ella le había regalado. —Ahora —dijo Lurice. Jennings se puso de pie y, tambaleándose debido a la insensibilidad de sus piernas, se acercó al tocadiscos y colocó el brazo de la aguja en su sitio. Antes de que hubiera regresado al círculo, el cuarto quedó inundado con el batir de tambores, un cántico de voces y un batir de palmas bajo e irregular. Con los ojos clavados en Lurice, Jennings tuvo la impresión de que todo se estaba desvaneciendo en los extremos de su visión, que Lurice, sola, era visible bajo una luz levemente nebulosa. Ella había dejado el escudo de piel de buey en el suelo y sostenía el frasco en la mano. Quitó el tapón y bebió el contenido de un único trago. De manera vaga Jennings se preguntó qué era lo que había bebido. La botella cayó con un ruido sordo sobre la moqueta. Lurice empezó a bailar. El comienzo fue lánguido. Al principio sólo se movieron sus brazos y hombros, el inquieto y sinuoso gesto sincronizado con la cadencia de los tambores. Jennings la miró, imaginando que su corazón había alterado su ritmo al de los tambores. Observó la contorsión de sus hombros, los movimientos serpentinos que hacía con los brazos y las manos. Oyó el crujido de sus collares. El tiempo y el espacio habían desaparecido para él. Podía haber estado sentado en el claro de una selva, contemplando las contorsiones somnolientas de su danza. —Batid las manos —ordenó la ngombo. Sin titubeos, Jennings empezó a batir al ritmo de los tambores. Miró a Patricia. Ella hacía lo mismo, los ojos todavía clavados en Lurice. Sólo Peter permaneció inmóvil, la mirada al frente, los músculos de su mandíbula temblando mientras apretaba los dientes. Durante un fugaz momento, Jennings volvió a ser un médico que observaba preocupado a su paciente. Luego, girando, se vio atraído otra vez a la insensata fascinación de la danza de Lurice. Los tambores comenzaron a acelerar el ritmo, tornándose más sonoros. Lurice inició un movimiento dentro del círculo, girando despacio, los brazos y hombros aún en gestos ondulantes. Sin importar dónde se situara, sus ojos quedaban clavados en Peter, y Jennings se dio cuenta de que sus ademanes eran en exclusiva para Lang... movimientos de aproximación, de acercamiento, como si lo que buscara fuera tentarlo a ir a su lado. De repente, ella se inclinó, se sacudió con abandono, oscilando los pechos de lado a lado y agitando los collares con su salvaje rostro flotando a centímetros de la cara de Peter. Jennings sintió que los músculos de su estómago se contraían cuando Lurice pasó sus dedos en forma de garra sobre las mejillas de Peter, luego se irguió y giró, los hombros echados hacia atrás con negligencia, exhibiendo los dientes en una mueca de celo salvaje. Al instante, ya había dado la vuelta para mirar de nuevo a su cliente. Se inclinó una segunda vez, en esta ocasión avanzando y retrocediendo delante de Peter con movimiento felino, con un canturreo rabioso en la garganta. Por el rabillo del ojo Jennings vio que su hija adelantaba el torso. La expresión de su cara era terrible. De repente, los labios de Patricia se abrieron como en un grito silencioso. Agachándose, Lurice se había cogido los pechos con dedos penetrantes y los empujaba a la cara de Peter. Éste la miró con el cuerpo tembloroso. Canturreando de nuevo, Lurice retrocedió. Bajó las manos y Jennings se puso tenso al ver que se estaba quitando la falda de pañuelos. En un momento había caído sobre la alfombra y ella volvió a centrarse en Peter. Fue en ese instante cuando Jennings comprendió lo que había bebido.
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