| A la objeción de que debería de hecho haber cosas que existen ajenas a la conciencia y que son parecidas a las imágenes de la percepción consciente, aún cuando la figura, el color, el sonido, etc., no tiene otra existencia excepto la inherente al acto de percepción, responde la citada opinión diciendo: un color sólo puede parecerse a un color, una figura, a otra. Nuestras percepciones sólo pueden parecerse a nuestras percepciones, pero en absoluto a otras cosas. Incluso lo que llamamos un objeto, no es otra cosa que un conjunto de percepciones, unidas entre sí de una forma determinada. Si a una mesa le extraigo la forma, la dimensión, el color, etc., en fin, todo lo que es mi percepción, no queda nada. Esta opinión conduce a la afirmación: los objetos de mis percepciones existen sólo por mí, y más aún, sólo en tanto y cuanto y los percibo; desaparecen, al desaparecer mi percepción y sin ella no tienen ningún sentido. Sin embargo, a parte de mis percepciones no conozco, ni puedo tener conocimiento, de ningún objeto.
No puede objetarse nada contra esta afirmación, si sólo tomo en consideración el hecho general de que mi organización subjetiva determina en parte mi percepción. Pero esto sería esencialmente distinto si fuéramos capaces de indicar cuál es la función de nuestro acto de percepción en la formación de una percepción. Sabríamos entonces qué ocurre en la percepción durante el acto de percibir, y podríamos también precisar qué es lo que ya tiene que haber en ella antes de ser percibida.
Con esto, pasa nuestra atención del objeto de la percepción al sujeto de la misma. Yo no percibo solamente otras cosas, sino que también me percibo a mí mismo. La percepción de mí mismo tiene por contenido, en primer lugar, que yo soy lo permanente frente al continuo ir y venir de las imágenes de mi percepción. La percepción del Yo puede surgir siempre en mi conciencia, mientras tengo otras percepciones. Cuando me concentro en la percepción de un objeto determinado, sólo soy consciente en ese momento de él. A esta percepción puede sumarse la de mí mismo. Entonces, soy consciente no solamente de ese objeto, sino también de mi persona, que se halla frente a aquél y lo observa. No solamente veo un árbol, sino que sé también que quien lo ve, soy yo. También me doy cuenta de que algo sucede en mí mientras observo el árbol. Cuando éste desaparece de mi campo visual, permanece en mi conciencia una reminiscencia de lo sucedido: una imagen del árbol. Esta imagen se ha unido a mí durante mi observación. Yo me he enriquecido; se ha agregado un nuevo elemento a su contenido. A este elemento lo llamo mi representación del árbol. Nunca estaría en condición de hablar de representaciones, si no las vivenciara en la percepción de mí mismo, y me doy cuenta de que con cada percepción cambia también el contenido de mi Yo, me veo obligado a relacionar la observación del objeto con el cambio de mi propio estado, y a hablar de mi representación.
La representación la percibo en mí mismo, en el mismo sentido en que percibo colores, sonidos, etc., en otros objetos. Ahora puedo hacer la distinción de llamar mundo exterior a esos otros objetos que se me presentan, mientras que denomino mundo interior al contenido de la percepción de mi Yo. El desconocimiento de la relación entre representación y objeto, ha conducido a los mayores malentendidos de la filosofía moderna. La percepción del cambio en nosotros, la modificación que sufre mi Yo, se ha puesto en primer lugar, y se ha perdido de vista el objeto causante de esa modificación. Se ha dicho: no percibimos los objetos, sino sólo nuestras representaciones. Yo no sé nada de la mesa, que es el objeto de mi observación, sino únicamente del cambio que se produce en mí, mientras percibo la mesa. Esta concepción no debe confundirse con la Berkeley antes mencionada. Berkeley afirma la naturaleza subjetiva del contenido de mis percepciones, pero no dice que sólo pueda conocer mis representaciones. Limita mi saber a mis representaciones, porque opina que no existen objetos fuera del acto de la representación. Lo que yo considero como una mesa, cesa de existir, según Berkeley, tan pronto como dejo de dirigir mi mirada hacia ella. Por lo tanto, Berkeley deja que mis percepciones se formen por el poder de Dios. Yo veo una mesa, porque Dios evoca en mí esa percepción. De ahí, que Berkeley no conoce otros seres reales más que Dios y los espíritus humanos. Lo que llamamos el mundo no existe, sino dentro de los seres espirituales. Lo que el hombre ingenuo llama mundo exterior, naturaleza corpórea, no existe para Berkeley. Frente a esta visión domina ahora la de Kant, que limita nuestro conocimiento del mundo a nuestras representaciones, no porque esté convencido de que fuera de ellas no pueda haber otras cosas, sino porque nos considera organizados de tal manera, que sólo podemos conocer los cambios que se producen en nuestro propio ser, no las cosas en sí, que originan estos cambios. De este hecho se deduce que yo sólo tengo conocimiento de mis representaciones, no de que esas representaciones tengan existencia independiente, sino únicamente que el sujeto no puede, de modo inmediato, aprehender tal existencia, y que sólo “por medio de sus pensamientos subjetivos la puede imaginar, fingir, pensar, conocer, o quizá no conocer” (O. Liebmann: “Sobre el análisis de la realidad”). Esta concepción cree expresar algo absolutamente cierto, algo evidente sin necesidad alguna de prueba.
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