| A HELENA
Sólo una vez te he visto Sólo una vez- en tiempo ya lejano. Sé que no muy lejano -pero velan Brumas de lo pasado su distancia. Era una medianoche Del dulce mes de julio; y de la luna – Que, en ascensión feliz como tu vida Buscaba, entre los cielos, á más alta Región, rápida senda-Un velo descendía con reposo, Con pesadez, con sueño -Un velo indefinido De plata y seda y luz- que se extendía
De los erguidos rostros de mil rosas De un encantado Edén, lleno de calma, Por el que blandamente o con sigilo Tan sólo a deslizarse se atreviera El viento -se extendía En los erguidos rostros de esas rosas Que, cual desvanecidas de ternura, Soltaban en retomo A la amorosa luz que las besaba. Sus perfumadas almas -se extendían En los erguidos rostros de las rosas, Que sonreían con feliz deliquio en ese paraíso que hechizaba De tu presencia en él la poesía.
Te vi, como los ángeles, vestida De blanco, en muelle alfombra de violetas El cuerpo dulcemente reclinado, Mientras que, de la luna, La plateada luz se reflejaba En los rostros erguidos de las rosas Y en tu bello semblante Al cielo alzado con profunda pena. ¿No fue el mismo Destino Quien en la dulce medianoche -en julio No fue el mismo destino (cuyo nombre También es sentimiento) quien detuvo Mi paso en el dintel del paraíso Para aspirar el delicado incienso De esas dormidas rosas? Todo era soledad, silencio, en torno. Y, mientras daba a su ruindad olvido, El mundo que aborrece el alma mía, Del impalpable sueño en los misterios, Dos seres angustiados Velábamos a solas: tú conmigo. (¡Oh, Cielos! ¡Oh, Señor! ¡Cómo se agita Mi corazón uniendo estas palabras!) ¡A solas tú conmigo!... El pie detuve... . La pálida hermosura Del cielo descendido a tu existencia, Miré con devoción; y, al encontrarse Mi vista con la tuya, Todo dejó de ser, formas y vida, En ese Edén que tú, maga sublime, Con tus divinos ojos encantabas.
Perdió la luna su fulgor de perlas Y huyeron a mis ojos fascinados, Los ya musgosos bancos, los senderos, Los árboles, las flores; Y las puras esencias De las dormidas rosas fallecieron En los amantes brazos de los aires. Todo -todo expiró menos tu imagen; y aún ella, con la lumbre de la luna Aún ella se extinguió para mi vista, Que sólo vi el fulgor de tu mirada Y el alma de tus ojos Alzados con pesar a las alturas. Los vi -y el mundo fueron Para mi ser tus ojos imantados. Los vi más breves horas -Los vi hasta que la luna huyó del cielo. ¡Qué tormentosas luchas Del corazón! ¡Qué impíos infortunios! ¡Qué lúgubres historias! descubrían, En misteriosa unión esas esferas De pura luz celeste!... ¡Y qué brillantes, Sublimes esperanzas! ¡Qué apacible Mar de engrandecimiento! ¡Qué osadas ambiciones! ¡Y para amar, qué inmenso poderío!
Ya la amorosa diana Al mundo se ocultó bajo una densa Nube de tempestad de occidente; Y tú, pálida sombra, Entre la sepulcral y hosca arboleda, Te deslizaste huyendo taciturna. Mas sólo la figura de tu cuerpo -Sólo ella- del jardín y de mi vida Por siempre se alejó: como dos astros Quedaron ante mí tus bellos ojos. Tus ojos que dejarme no quisieron Y en esa noche, oscura ya, alumbraron La triste senda de mi hogar sombrío. Tus ojos, que jamás, cual la esperanza, Mi ser abandonaron; y me siguen, Me guían, me seducen En el largo transcurso de los años. Ellos mis dueños son y yo su esclavo Su misión es dar lumbre Con nobles entusiasmos a mi alma, Cual mi deber salvarme De su guiadora luz a los destellos, Y ser purificado por su llama, Y ser santificado De su fuego celeste en los fulgores. Ellos mi alma llenan de hermosura (Que es la esperanza), y lejos Allá en el cielo, brillan: dos estrellas Ante las que, en el triste y silencioso Desvelo de mi noche me arrodillo. Y luego, cuando el día De alegre claridad la tierra inunda, Los veo aún: ¡dos dulces Y centelleantes vésperos, que el rayo Del mismo sol no extingue!
EDGAR A. POE
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