| La fábula del Vellocino de Oro conecta la Magia hermética con las iniciaciones griegas. El Vellocino de Oro del carnero solar, que obtendrán quienes posean soberanía universal, representa la Gran Obra. El bajel de los argonautas, construido con la madera de los robles proféticos de Dodo-na, el bajel parlante, es la nave de los misterios de Isis, el arca de la fuerza vital y la renovación, el cofre de Osiris, el huevo de la regeneración divina. El aventurero Jasón es quien está preparado para la iniciación, pero sólo es héroe por su valentía; tiene toda la inconstancia y todas las flaquezas de la humanidad, pero lleva consigo las personificaciones de todo poder. Hércules, que significa fuerza bruta, no cumple un papel real en la obra, pues pierde el camino al perseguir amores indignos. Los demás llegan a la tierra de la iniciación, a Cólquida, donde aún se conserva el resto de los secretos zoroastrianos. La cuestión es cómo obtener la clave de estos misterios, y nuevamente la ciencia es traicionada por una mujer. Medea entrega a Jasón los arcanos de la Gran Obra, con el reino y la vida de su padre; pues es una ley fatal del santuario oculto que la revelación de sus secretos implica la muerte de quien se mostró incapaz de preservarlos. Medea informa a Jasón sobre los monstruos con los que debe combatir y sobre los que le asegurará la victoria. Primero está la alada serpiente de la tierra, el fluido astral que debe ser atrapado y asegurado; hay que arrancarle los dientes y sembrarlos en un erial, arado previamente por los toros de Marte. Los dientes del dragón son los ácidos que disuelven la tierra metálica luego de preparársela con doble fuego y fuerzas magnéticas de la tierra. Sobreviene una fermentación, comparable a una gran batalla; lo impuro es devorado por lo puro, y el espléndido Vellocino es la recom-pensa del adepto.
Así concluye el relato mágico de Jasón y sigue el de Medea, pues la antigüedad helena procuró incluir en esta historia la epopeya completa de la ciencia oculta. La Magia hermética es seguida por la goecia, el parri-cidio, el fratricidio, y el infanticidio, sacrificando todo a sus pasiones, sin disfrutar jamás la cosecha de sus crímenes. Medea traiciona a su padre como Cam, y asesina a su hermano como Caín. Apuñala a sus hijos, en-venena a su rival y recoge el odio de aquél cuyo amor codicia. Superfi-cialmente puede asombrar que Jasón no gane en sabiduría al dominar el Vellocino de Oro, pero ha de recordarse que debe el descubrimiento de sus secretos solamente a la traición. Es un ladrón como Prometeo y no un adepto como Orfeo; busca más bien riqueza y poder que conocimiento. Por eso muere miserablemente, pues las virtudes inspiradoras y soberanas del Vellocino de Oro jamás las entenderá nadie, salvo los discípulos de Orfeo.
Prometeo, el Vellocino de Oro, la Tebaida, la Ilíada y la Odisea —cin-co grandes epopeyas, llenas de misterios de la Naturaleza y del destino humano— constituyen la biblia de la antigua Grecia, un monumento ci-clópeo, una montaña sobre otra, una obra maestra sobre otra, una forma sobre otra, algo bello como la luz misma y entronizado sobre pensamien-tos eternos, en verdad sublimes. Sin embargo, por su propia cuenta y riesgo los hierofantes de la poesía confiaron a los griegos estas ficciones mara-villosas en las que está encerrada la verdad. Esquilo, que se atrevió a describir las luchas titánicas, las miserias sobrehumanas y las esperanzas divinas de Prometeo —Esquilo, el poeta terrífico de la familia de Edipo— fue acusado de traicionar y profanar los misterios y se libró apenas de rigurosa condena. No podemos comprender ahora su designio integral, que era una trilogía dramática que abarcaba toda la historia simbólica de Prometeo. Se colige que mostró al pueblo reunido cómo Prometeo fue liberado por Alcides y cómo Júpiter fue apartado de su trono. La omni-potencia del genio y su sufrimiento, y la victoria decisiva de la paciencia sobre el poder, son delicadas, sin duda, pero la muchedumbre vería allí el triunfo futuro de la impiedad y la anarquía. Prometeo venciendo a Júpiter podría entenderse como el pueblo destinado a liberarse un día de sus sacerdotes y reyes; y esas culpables esperanzas valdrían mucho en el prodigo aplauso acordado a quien reveló imprudentemente esta perspec-tiva. A las tendencias del dogma hacia la poesía debemos las obras maes-tras en cuestión, y por tanto no hemos de ser incluidos entre los austeros iniciados que desearían, como Platón, coronar y luego desterrar a los poetas; pues los poetas de verdad son embajadores de Dios sobre la tierra y quienes los rechazan no merecen la bendición de los cielos.
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