El lobo de mar, Jack London

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satanas1
view post Posted on 18/8/2010, 14:45




CAPITULO VII

Al fin, después de tres días de vientos variables, teníamos el contraalisio del Nordeste.
Subí a cubierta tras una noche de reposo, a despecho de mi pobre rodilla, y encontré al Ghost
corriendo con todas las velas desplegadas, excepto los foques, e impelido por un vientecillo
de popa. ¡Oh, la maravilla del gran contraalisio! Navegamos todo el día y toda la noche y el
día siguiente y el otro, día tras día, soplando siempre fuerte y constantemente el viento de
popa. La goleta navegaba sola; no había necesidad de tirar de velas y jarcias, no había que
mudar de sitio las gavias; los marineros no tenían más trabajo que el de gobernar. Cada día
aumentaba el calor sensiblemente. De seis a ocho de la mañana, los marineros subían a
cubierta desnudos y se rociaban unos a otros con cubos de agua. Ya empezaban a verse peces
voladores, y durante la noche los hombres que estaban de guardia arriba, trataban de alcanzar
a los que caían sobre la cubierta. Luego, debidamente sobornado, Thomas Mugridge los freía,
embalsamando la cocina con tan delicioso aroma; otras veces servían en todo el barco carne
de delfín, y Johnson, desde el extremo del bauprés, contemplaba la sorprendente belleza.
Johnson parece invertir todo el tiempo que le queda libre allí o arriba, en la cruz, para
mirar al Ghost hender las aguas, bajo la presión de las velas. En sus ojos hay pasión,
adoración, va de un lado a otro como un sonámbulo, contempla extasiado las velas hinchadas,
la estela espumosa, las palpitaciones del barco y su carrera sobre las olas que avanzaban con
nosotros en procesión majestuosa.
Los días y las noches son «toda una maravilla y un deleite violento" y a pesar de que
mi horrible trabajo me deja poco tiempo, le robo algunos momentos para contemplar la gloria
infinita de la que nunca imaginé pudiera estar el mundo poseído. Arriba, el cielo es de un azul
inmaculado, azul como el mismo mar, el cual, bajo la gorja, tiene los reflejos del raso celeste.
Cerrando el horizonte hay vellones de pálidas nubes Inmutables y quietas, que sirven de
estuche a la uniforme turquesa del firmamento.
-Siempre perdurará en mí el recuerdo de esta noche que en vez de dormir me había
recostado en el castillo de proa y miraba los rieles de espuma que abría el Ghost. Su sonido
traía a la memoria el murmullo de una fuente al borbotar sobre las piedras y musgos de un
arroyo; aquella cantilena me hizo olvidar mi condición y el sitio en que me hallaba, hasta el
extremo que ya no fui Hump el grumete, ni Van Weyden, el hombre que durante treinta y
cinco años había soñado entre libros. Pero una voz detrás de mí, la inconfundible voz de Wolf
Larsen, fuerte, con la seguridad invencible del hombre y dulce al dar su justo valor a las
palabras que citaba, me sacó de mi ensimismamiento

¡Oh ardientes noches tropicales,
en que la estela es una cinta de luz
que retiene la tibia dulzura del cielo,
y la proa poderosa hiende el solar sembrado de planetas
que la ballena medrosa marca con su pasión!
El sol une sus láminas, ¡oh doncella!,
y el rocío pone las cuerdas en tensión;
pero nosotros avanzamos por el antiguo sendero,
nuestro sendero, el sendero del Más Allá,
nos inclinamos hacia el Sur por el Largo Sendero...
el camino que es siempre nuevo.


-¡Eh, Hump! ¿Qué te parece? -dijo después de la pausa que las palabras y la situación
requerían.
Le miré a la cara, que resplandecía como el mismo mar, y sus ojos fulguraban a la luz
de las estrellas.
-Me parece singular, por no decir otra cosa, que pueda usted mostrar entusiasmo -
respondí fríamente.
-¿Por qué, hombre, si esto es la vida? ¡Es la vida! -exclamó.
-Que es una cosa barata y sin valor alguno -repliqué con sus propias palabras.
Se rió, y aquélla fue la primera vez que oí vibrar su voz con una alegría sincera.
-¡Oh, no puedo hacerte comprender, no puedo meterte en la cabeza lo que es la vida!
Por supuesto, la vida no tiene valor, excepto para ella misma. De la mía sé decirte que ahora
precisamente es cuando vale mucho... para mí. No tiene precio, por lo que no dejarás de
comprender que es apreciarla en demasía; pero no puedo evitarlo, porque es la vida que hay
en mí la que le da valor.
Parecía buscar las palabras con que expresar el pensamiento, y al fin prosiguió
-Mira; me siento elevado de una manera extraña, como si el tiempo repercutiera en
mí, como si fuesen míos todos los poderes. Conozco la verdad, distingo lo bueno de lo malo,
mi visión es clara y lejana, casi podría creer en Dios. Pero -cambió su voz y desapareció el
fuego de su mirada-, ¿a qué es debido este estado mío, esta alegría de vivir, este triunfo de la
vida, esto que bien podría llamarse inspiración? Pues no es más que la consecuencia de una
perfecta digestión, y ocurre cuando el estómago se halla en buenas condiciones y el apetito
tiene un límite y todo marcha bien. Es la seducción de la vida, el champaña de la sangre, la
efervescencia del fermento... es lo que inspira a algunos hombres ideas santas, y hace que
otros vean a Dios o crean en él cuando no puedan verle. Eso es todo, la embriaguez de la
vida, la excitación y el movimiento de la espuma, la cháchara de la vida que enloquece al
saber que vive. Y... ¡bah! Mañana lo pagaré todo, como lo paga el borracho. Y sabré que he
de morir en el mar probablemente, que cesará mi movimiento propio para confundirse con el
movimiento de la corrupción del mar; serviré de alimento, me convertiré en carroña, entregaré
toda la fuerza y movimiento de mis músculos para que se convierta en fuerza de aletas y
escamas en los intestinos de los peces. ¡Bah! El champaña ya es Insípido. Han desaparecido
las chispas y las burbujas, ya es una bebida sin sabor.
Me dejó tan de repente como había venido, saltando a la cubierta con la ligereza y
suavidad del tigre. El Ghost continuaba su camino. Advertí que el murmullo del agua se
parecía mucho a un ronquido, y al escucharlo, el efecto de la rápida transición de Wolf
Larsen, desde los transportes sublimes hasta la desesperación, se fue esfumando lentamente.
Entonces en el interior del barco se elevó una hermosa voz de tenor, de algún marinero
probablemente, entonando la Canción del alisio:

¡Oh, soy el viento que el marino ama...
soy constante, fuerte y sincero;
siguen mi rumbo cual las nubes en lo alto,
por el azul insondable de los trópicos!...
De día y de noche sigo el ladrido,
conservo su ruta lo mismo que un perro.
Al mediodía es mayor mi fuerza,
pero bajo la luna también pongo en tensión la vela.
 
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satanas1
view post Posted on 18/8/2010, 15:22




CAPITULO VIII

Muchas veces creo que Wolf Larsen está loco o al menos medio loco, tales son sus
cambios de humor y extravagancias. Otras veces imagino que es un gran hombre, un genio
fracasado, pero finalmente me he convencido de que es el prototipo del hombre primitivo,
nacido mil años o generaciones demasiado tarde, constituyendo un anacronismo en este siglo
cumbre de la civilización. Es, sin duda alguna, un individualista del tipo más pronunciado, y
no solamente esto, sino que está muy aislado. No hay ninguna afinidad entre él y los demás
hombres de a bordo. Su formidable virilidad y fuerza mental lo mantienen aparte; él los
considera más bien como nifios, y como niños los trata, aun a los cazadores, descendiendo
por fuerza hasta su nivel y jugando con ellos como si fueran cachorrillos. Y si no, les sondea
con la crueldad de un disector, sigue sus procesos mentales y examina sus almas como si quisiera
conocer la materia de que están formadas.
En la mesa le he visto varias veces insultar, ora a un cazador, ora a otro, con mirada
fría y tranquila, y observar al mismo tiempo sus acciones, sus respuestas o sus enojos
pueriles, con cierto interés o curiosidad casi ridículos para mí, que era un espectador y lo
comprendía. En cuanto a sus propios enfurecimientos, tengo la seguridad de que no son
reales, que a menudo son experimentos, pero en su mayor parte proceden de la costumbre, de
una actitud que ha creído conveniente adoptar con sus semejantes. Sé que con la posible excepción
del incidente de la muerte del segundo, no le he visto verdaderamente enojado; no es
que desee tampoco presenciar uno de sus momentos de genuino furor en que todas sus
energías deben entrar en funciones.
Por lo que respecta a la cuestión de sus extravagancias, voy a relatar lo que le
aconteció a Thomas Mugridge en la cabina y así completaré un incidente al que ya me he
referido en otras ocasiones.
Cierto día, terminada la comida de las doce y cuando acababa yo de poner en orden la cabina,
Wolf Larsen bajó la escalera en compañía de Thomas Mugridge. Aunque el cocinero tiene su
madriguera en un departamento que comunica con la cabina, nunca se atreve a entretenerse o
dejarse ver por allí y sólo un par de veces al día la cruza rápidamente, como un tímido espectro.
-Así, pues, sabes jugar al "Nap" iba diciendo Wolf Larsen con una entonación alegre
en la voz-. Debí suponerlo en un inglés. Yo lo aprendí en los barcos Ingleses.
Thomas Mugridge estaba a su lado, estúpidamente satisfecho, encantado de ver que el
capitán le trataba como a un camarada. Su petulancia y los esfuerzos que hacía al querer
moverse con el desembarazo propio de gentes bien nacidas, hubieran sido insoportables de no
haber sido ridículas. Mi presencia le pasó por completo desapercibida, aunque aseguraría que
se hallaba simplemente imposibilitado de verme. Sus ojos claros, deslavazados, flotaban
como olas indolentes de verano, pero las visiones de bienaventuranzas que pudiesen vislumbrar
estaban fuera del alcance de mi imaginación.
-Trae la baraja, Hump -ordenó Wolf Larsen cuando se sentaban a la mesa-. Y saca
también los cigarros y el whisky, que encontrarás en mi camarote.
Volví con las cosas requeridas, a tiempo para oír cómo el cocinero insinuaba
groseramente que en su vida debía haber algún misterio, que debía ser fruto del error de algún
caballero o algo por el estilo, y también que había sido alejado de Inglaterra, y ahora le
pagaban a fin de que no volviese por allá.
-Y bien pagado, señor -decía-, bien pagado para que eche el ancla y me esté quieto.
Yo había traído las copas de licor usuales, pero Wolf Larsen frunció el ceño, movió la
cabeza y me indicó con la mano que trajera los vasos grandes. Llenó dos tercios de éstos de
whisky, puso "una bebida de caballeros", según dijo Thomas Mugridge, y brindaron por el
glorioso juego del "Nap", luego encendieron cigarros y empezaron a barajar y repartir las
cartas.
Jugaban dinero, aumentaban las cantidades de las apuestas y bebían whisky, se lo
acabaron todo y traje más. Ignoro si Wolf Larsen haría trampas, de lo cual era muy capaz,
pero el caso es que ganaba constantemente. El cocinero hacía frecuentes viajes a su camarote
en busca de dinero, y cada vez lo realizaba con mayor jactancia, pero sin traer nunca más que
unos dólares. Según crecía su borrachera aumentaba también su familiaridad, y apenas podía
sostener las cartas o mantenerse erguido. Antes de emprender otro viaje a su camarote clavó
un dedo grasiento en el ojal de Wolf Larsen y reiteró estúpidamente varias veces: "Tengo
dinero, ya le dije que tengo dinero, y que soy el hijo de un caballero".
Wolf Larsen continuaba impasible, y eso que bebía vaso tras vaso y los suyos quizá fuesen
los más llenos. No se operaba ningún cambio en él, ni siquiera parecía divertirse con las
payasadas del otro.
Finalmente, el cocinero, afirmando en alta voz que podía perder como un caballero,
apostó el último dinero y lo perdió, después de lo cual apoyó la cabeza en las manos y se
puso a llorar. Wolf Larsen le observaba con curiosidad, como si quisiera escudriñar en su
interior; después cambió de parecer, cediendo probablemente a la conclusión de que nada
había que hacer allí.
-Hump -me dijo con exagerada cortesía-, ten la bondad de coger a míster Mugridge
del brazo y acompáñale a cubierta, no se encuentra muy bien. Y di a Johnson que le vierta
unos cuantos cubos de agua salada por encima.
Esto último lo dijo en voz baja, para que sólo pudiera oírlo yo.
Dejé a Mugridge en la cubierta en manos de dos marineros malhumorados que habían
sido llamados para el caso. Mugridge, medio adormecido, seguía tartajeando que era hijo de
un caballero; pero cuando bajé la escalera para limpiar la mesa, le oí chillar bajo la impresión
del primer cubo de agua.
Wolf Larsen contaba las ganancias.
-Ciento ochenta y cinco dólares justos -dijo en voz alta-. Precisamente lo que yo me
figuraba. El miserable llegó a bordo sin un centavo.
-Lo que usted ha ganado es mío, señor -dije audazmente.
Me favoreció con una sonrisa burlona.
-En mi época, Hump, estudié gramática -dijo-, y me parece que has confundido los
tiempos. "Era mío", debiste haber dicho, no "es mío".
-Esto no es una cuestión de gramática sino de ética -respondí.
Transcurrió un minuto antes de que volviese a hablar.
-Mira, Hump -dijo con una alegre seriedad que encerraba un dejo indefinible de
tristeza-, ésta es la primera vez que oigo la palabra "ética" en labios de un hombre. Tú y yo
somos los únicos de a bordo que conocemos su significado... Hubo una época en mi vida -
continuó después de otra pausa en que soñé que algún día hablaría yo con hombres que
usaran este lenguaje, que podría elevarme del lugar de la vida en que había nacido y discutir y
mezclarme con gentes que hablaran precisamente de cosas tales como la ética. Esta es la
primera vez que oigo pronunciar la palabra, lo cual tiene poca importancia porque estás en un
error. No es una cuestión de gramática ni de ética, sino de hecho.
-Ya comprendo -dije-. El hecho es que usted tiene el dinero.
Se le avivó el semblante y pareció satisfecho de mi perspicacia.
-Pero esto es esquivar la verdadera cuestión -continué yo-, se trata de un hecho de
justicia.
-¡Ah! -observó haciendo un gesto con la boca-, por lo que veo, ¿sigues creyendo en
esas cosas de justicia e injusticia?
-Pero, ¿usted no? ¿No cree usted en eso?
-De ninguna manera. Fuerza es razón y no hay más; la debilidad es culpa, lo cual es
un pobre sistema para decir que el ser fuerte es bueno en sí mismo, como por la propia causa
es malo ser débil, o mejor aún, el ser fuerte es agradable porque es provechoso y el ser débil
es doloroso como lo es un castigo. Ahora precisamente, le posesión de este dinero es una
cosa agradable, siempre es bueno tener dinero, y pudiendo poseerlo cometería una injusticia
conmigo mismo y con la vida que hay en mi si te lo diera y renunciara al placer de poseerlo.
-Pero reteniéndolo comete una injusticia conmigo -repliqué.
 
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astaroth1
view post Posted on 19/8/2010, 16:57




-No lo creas; un hombre no puede hacer injusticias a otro hombre. Sólo puede ser
injusto consigo mismo. Según mi manera de ver, yo cometo siempre una injusticia cuando
considero los intereses de los demás. ¿No lo comprendes? ¿Cómo pueden ser injustas dos
partículas del fermento al luchar por devorarse mutuamente? Es una herencia innata este
hecho de devorar y no ser devorado. El que renuncia a ello, peca.
-Entonces, ¿usted no cree en el altruismo? -pregunté.
Escuchó la palabra como si fuese un sonido conocido, pero meditó sobre ella
profundamente.
-Espera; significa algo así como cooperación, ¿no es eso?
-Bueno; en cierto modo, viene a ser una especie de conexión -contesté, sin
sorprenderme esta vez ente estas lágrimas de su vocabulario, el cual, lo mismo que sus
conocimientos, era producto de la instrucción de un hombre que se ha educado a sí mismo,
cuyos estudios nadie ha dirigido y que ha pensado mucho y ha hablado poco o nada-. Una
acción altruista es la que se realiza para el bienestar de otros. Es una acción desinteresada por
oposición a otra realizada en bien de uno mismo, lo cual es el egoísmo.
Asintió con la cabeza.
-¡Oh, sí! Ahora lo recuerdo, lo encontré en una obra de Spencer.
-¡Spencer! -exclamé-. ¿Le ha leído usted?
-No mucho -declaró-. Comprendí bastantes de sus Primeros principios, pero su
Biología está fuera de mí alcance y su Psicología me dejó en suspenso por muchos días.
Confieso honradamente que no pude comprender adónde se dirigía. Lo atribuí a deficiencia
mental por mi parte, pero después me he convencido de que era falta de preparación. Carecía
de una base apropiada, y sólo Spencer y yo sabemos cuánto machaqué. De sus Datos de ética
entresaqué algo; allí es donde tropecé con la palabra "altruismo", y ahora recuerdo cómo la
empleaba.
Me preguntaba yo qué fruto habría sacado este hombre de una obra semejante.
Recordaba lo bastante a Spencer para saber que el altruismo era imperativo para su ideal de
conducta elevada. Wolf Larsen había evidentemente cribado las enseñanzas del gran filósofo,
desechando y escogiendo de acuerdo con sus necesidades y deseos.
-¿Qué más encontró usted? -pregunté.
Frunció un poco las cejas con el esfuerzo mental para expresar convenientemente
pensamientos que jamás había traducido en palabras. Sentí que mi espíritu se exaltaba. Estaba
practicando un tanteo en su alma, lo mismo que hacía él con el alma de los demás. Estaba
explorando un territorio virgen. Ante mis ojos se desarrollaba una región extraña,
terriblemente extraña.
-Empleando la menor cantidad posible de palabras -comenzó-, Spencer lo expone de
esta manera: Primero, un hombre debe obrar en beneficio propio, hacerlo así es ser moral y
bueno. Después debe obrar en beneficio de sus hijos, y en último término debe obrar en
beneficio de la raza.
-Y la conducta más justa, más noble y elevada -le interrumpí yo- es aquella acción
que beneficia al mismo tiempo al hombre, a sus hijos y a la raza.
-Yo no sostendría eso -replicó-. No veo la necesidad de ello ni es de sentido común.
Yo suprimo la raza y los hijos; para ellos no sacrificaría nada. Eso es precisamente muy dulce
y sentimental, y debes comprenderlo tú mismo, así es al menos para un hombre que no cree
en la vida eterna. Teniendo la inmortalidad por delante, el altruismo sería la proposición de
pago de un negocio. Podría elevar mi alma a toda suerte de alturas. Pero, sin tener ante mí
otra cosa eterna más que la muerte, dada la corta duración del movimiento de este fermento
que se llama vida, sería una inmoralidad ejecutar ninguna acción que representara un
sacrificio. Cualquier sacrificio que me hiciese perder una sola vibración de este movimiento
sería una tontería, y no solamente una tontería, sino una injusticia para conmigo mismo y
además una cosa inicua. No debo perder un latido, si quiero sacar el mayor producto del fermento.
La eterna inmovilidad que me espera no se hará más cómoda o más dura con los
sacrificios o los egoísmos del tiempo en que habré sido fermento palpitante.
-Entonces usted es un individualista, un materialista, y lógicamente un hedonista
-Estas son palabras fuertes -dijo, sonriendo-. Pero ¿qué es un hedonista?
Cuando hube dado la definición, movió la cabeza aprobando.
-Y además -continué-, ¿es usted hombre a quien se pudiera confiar la cosa más
insignificante donde hubiese posibilidad de que interviniese un interés egoísta?
-Ahora empiezas a comprender -dijo con viveza.
-¿Es usted un hombre que carece absolutamente de lo que el mundo llama moralidad?
-Eso es.
-¿Un hombre a quien hay que temer siempre...
-Así es precisamente.
-...como se teme a una serpiente, a un tigre o a un tiburón?
-Ahora me conoces -dijo-, y me conoces como soy generalmente conocido. Otros
hombres me llaman "lobo".
-Usted es una especie de monstruo -añadí audazmente-. Calibán, a quien ha
ponderado Setebos, obra lo mismo que usted en momentos de ocio, dejándose llevar por el
capricho y la fantasía.
Su frente se ensombreció con la alusión. No la comprendió, y pronto entendí que no conocía
el poema.
-Precisamente estoy leyendo a Browning -confesó-, y es muy fuerte. Aún estoy al
principio y ya he perdido la paciencia.
Para no hacerme pesado, diré que traje el libro de su camarote y leí Calibán en voz
alta. Estaba encantado. Aquélla era una manera primitiva de razonar y observar cosas que
comprendía a fondo. Me interrumpía una y otra vez con comentarios y criticas. Cuando terminé,
me lo hizo leer dos veces más. Nos pusimos a discutir filosofía, ciencia, evolución y
religión. Revelaba la incorrección del hombre que ha aprendido solo, y al propio tiempo,
fuerza es reconocerlo, la seguridad y rectitud de la inteligencia primitiva. La misma sencillez
de sus razonamientos constituía su fuerza, y su materialismo era mucho más contundente que
el sutil y complejo de Charley Furuseth. No es que yo, un convencido, según expresión de
Furuseth, un idealista por temperamento, fuese a convencerme; pero ese Wolf Larsen asaltó
los últimos baluartes de mi fe con un vigor que imponía respeto, por no decir convicción decidida.
Pasaron las horas; se acercaba el momento de cenar y la mesa no estaba puesta.
Empecé a estar inquieto y agitado, y cuando Thomas Mugridge, desde lo alto de la escalera,
me dirigió miradas de indignación, con el rostro pálido de coraje me dispuse a cumplir con
mi obligación. Pero Wolf Larsen gritó.
-Cocinero, esta noche habrás de apretar; estoy ocupado con Hump, y procura
arreglarte como puedas sin él.
Y de nuevo sucedió una cosa sin precedentes. Aquella noche me senté a la mesa con
el capitán y los cazadores, mientras Thomas Mugridge nos servía y después lavaba los platos,
debido todo ello a un capricho de Wolf Larsen, semejante a los de Calibán, y que, según me
parecía, iba a ocasionarme disgustos. Durante este tiempo hablamos largamente, con gran
contrariedad de los cazadores, que no entendían una palabra
 
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nubarus
view post Posted on 21/8/2010, 14:54




CAPITULO IX

Tres días de descanso, tres benditos días de descanso gocé al lado de Wolf Larsen,
durante los cuales comí a la mesa de la cabina y no hice otra cosa que discutir sobre la vida,
la literatura y el universo, en tanto que Thomas Mugridge, colérico y furioso, ejecutaba mi
trabajo al mismo tiempo que el suyo.
-Cuidado con irritarle, y no te digo más -me advirtió Louis, un rato que estuvimos
hablando sobre cubierta, mientras Wolf Larsen se hallaba ocupado resolviendo una pendencia
entre marineros.
-Es imposible prever los acontecimientos -prosiguió Louis, respondiendo a mis
requerimientos de una información más precisa. Ese hombre es tan contradictorio como las
corrientes de agua o de aire. Nadie es capaz de adivinar jamás lo que se propone. Con él
ocurre que crees conocerle bien, y piensas que a su lado te empuja una brisa favorable; pero
de pronto se vuelve y se te echa encima como un huracán, rasgando todas tus velas y
haciéndolas pedazos.
Así fue que no me sorprendió grandemente cuando estalló sobre mi cabeza la cólera
presagiada por Louis. Wolf Larsen y yo habíamos sostenido una discusión acalorada -sobre la
vida, por supuesto- y en un arranque de temeridad yo había emitido juicios severos acerca de
él y de su vida. En realidad, lo que había hecho era sondarle y volverle el alma del revés, tan
por completo y con la misma malignidad que él usaba con los demás. Probablemente mi
manera de hablar incisiva es una de mis debilidades; pero aquel día, lanzando a los vientos
toda prudencia, corté y desmenucé, hasta que conseguí ponerle como una fiera. Con la ira, el
oscuro bronceado de su cara se puso negro y sus ojos se convirtieron en dos ascuas. De ellos
había huido la razón y la serenidad, dejando lugar a la furia terrible de la locura. Había
quedado al descubierto el lobo que había en él, pero este lobo estaba enloquecido.
Se me echó encima con un rugido sordo y me atenazó el brazo. Yo, aunque temblando
interiormente de miedo, me había revestido de ánimo para hacerle frente, mas el vigor
formidable de aquel hombre era superior a mi fortaleza. Me asió fuertemente por el bíceps
con una sola mano y cuando aumentó la presión no pude resistir más y lancé un alarido.
Levanté los pies del suelo, pues era imposible conservar la posición vertical y soportar
aquella agonía. El dolor era demasiado intenso para que los músculos obedecieran a mi voluntad;
me había machucado el bíceps como una pulpa.
Entonces pareció recobrarse, porque a sus ojos asomó un destello de lucidez y aflojó
la presa con una risa breve que más parecía un gruñido. Caí al suelo completamente
extenuado y él se sentó, encendiendo un cigarro y vigilándome como vigila el gato al ratoncillo.
Al volver la cabeza, hallé en su mirada aquella curiosidad que ya había observado con
tanta frecuencia, aquella extrañeza, aquella investigación, aquella interrogación eterna acerca
de todo lo existente.
Finalmente, me levanté como pude y subí las escaleras. Había concluido el bienestar y
ya no me quedaba otro remedio que volver a la cocina. Tenía el brazo izquierdo entumecido,
como paralizado, y tardé muchos días en poder hacer uso de él; pero entes de que
desapareciera el dolor y el envaramiento transcurrieron varias semanas; y hay que tener en
cuenta que no había hecho sino poner la mano encima de mí brazo y apretar un poco.
No me había sacudido ni hecho violencia alguna, sólo había cerrado la mano con una
presión firme. Pero hasta el día siguiente, cuando introdujo la cabeza en la cocina, como
queriendo restablecerme en su gracia y preguntándome por el estado de mí brazo, no
comprendí el daño que pudo haberme hecho.
-Podría haber sido peor -dijo sonriendo.
Del lebrillo de patatas que estaba yo mondando, cogió una con piel, grande y dura,
cerró la mano sobre ella, apretó, y por entre los dedos chorreó la patata hecha una papilla.
Volvió a tirar el resto de la pulpa en el lebrillo y se fue, con lo cual tuve una rápida visión de
lo que hubiese sucedido si aquel monstruo llega a usar toda su fuerza conmigo.
A pesar de todo, aquellos tres días de descanso me habían sentado bien, pues había
proporcionado a mí rodilla el reposo de que estaba tan necesitada. Me encontraba mucho
mejor, la hinchazón había disminuido sensiblemente y la rótula parecía descender y volver a
su sitio. Pero los tres días de descanso trajeron consigo también los disgustos que había
previsto yo. La intención de Thomas Mugridge de hacérmelos pagar era bien manifiesta. Me
trataba vilmente, me maldecía a todas horas y me acumuló su propio trabajo; aún hizo más;
se aventuró a levantarme la mano, pero yo, que ya empezaba a embrutecerme, le enseñé los
dientes de manera tan terrible que debió asustarle, porque retrocedió. Supongo que no sería
muy halagador para mí el aspecto que debía ofrecer yo, Humphrey van Weyden, en aquella
hedionda cocina de barco, encogido en un rincón sobre mí tarea y con el rostro levantado
hacia aquel ser que estaba a punto de golpearme, mostrándole los dientes con el labio
levantado como un perro, los ojos encendidos por el miedo y la impotencia y por el valor que
el miedo y la impotencia infunden. No me gusta evocarlo; me recuerda con trazos demasiado
violentos a una rata cogida en una trampa. No quiero pensar en ello. Fue eficaz, sin embargo,
porque el puño suspendido sobre mí no descendió.
Thomas Mugridge retrocedió con una mirada tan llena de odio y tan viciosa como la
mía. Eramos dos brutos enjaulados que nos enseñábamos los dientes. Su cobardía le impedía
pegarme porque aún no me veía suficientemente abatido; así que buscó otro sistema para
intimidarme. En la cocina no había sino un cuchillo, pero como a tal no valía nada. A través
de largos años de uso y servicio, la hoja se había ido estrechando. Su aspecto era de una
crueldad insólita y al principio temblaba cada vez que tenía que manejarlo. Johansen había
prestado una piedra al cocinero y éste procedió a sacar filo al cuchillo. Lo hacía con gran
ostentación, dirigiéndome al propio tiempo miradas significativas. Se pasaba el día afilando,
en cuanto tenía un momento libre, sacaba la afiladera y el cuchillo, cuya hoja empezaba a
tener la finura de una navaja. La probaba en la yema del pulgar y en la uña, se afeitaba los
pelos del dorso de la mano, miraba el corte con agudeza microscópica, y siempre encontraba
o fingía encontrar alguna ligera desigualdad. Entonces volvía a colocarlo sobre la piedra y a
afilar, resultando todo ello tan cómico que de buena gana me hubiese reído a carcajadas; pero
al mismo tiempo era aquello muy serio, pues adiviné que sería capaz de usarlo, ya que bajo
aquella cobardía, lo mismo que me ocurría a mí, se ocultaba el valor de los cobardes, que le
impulsaría a realizar aquello mismo contra lo que protestaba su naturaleza toda y que temía
hacer.
-El cocinero afila el cuchillo para Hump- murmuraban los marineros, y algunos
hacían chistes sobre ello.
A Mugridge le parecía esto bien y le complacía en extremo, sacudía la cabeza con
misteriosa y cruel presciencia, hasta que George Leach, el antiguo grumete, aventuró algunas
bromas groseras sobre este sujeto.
Ahora bien; este Leach era uno de los marineros que subieron a remojar a Mugridge
después de haber jugado a las cartas con el capitán, y evidentemente había llevado a efecto su
tarea con un afán que Mugridge no había olvidado, porque a las bromas siguieron palabras e
insultos que envolvían con su lodo a todo el linaje. Mugridge amenazaba a Leach con el cuchillo
que afilaba para mí, y éste se reía y continuaba con sus pullas propias de la pescadería
de Telegraph Hill; pero antes de que él o yo nos hubiésemos dado cuenta, un golpe rápido del
cuchillo le había cortado el brazo desde el codo a la muñeca. El cocinero retrocedió con una
expresión endiablada en el rostro y sosteniendo el cuchillo ante él en actitud defensiva.
Leach, sin embargo, no se inmutó a pesar de que la sangre de su herida caía sobre cubierta
con la misma generosidad que el agua de una fuente.
-Ya te cogeré, cocinero -dijo-, y sabrás quién soy yo. No quiero precipitarme, pero
cuando te coja procuraré que no tengas ese cuchillo.
Dicho esto se volvió, dirigiéndose a proa tranquilamente. Mugridge estaba lívido de
susto por lo que había hecho y por lo que debía esperar más pronto o más tarde del hombre a
quien había acuchillado. En cambio, su conducta para conmigo se hizo más feroz que nunca.
 
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nubarus
view post Posted on 21/8/2010, 15:20




A despecho de su miedo y de lo que había de cobarde en su hazaña, comprendía que aquello
había sido para mí una lección práctica, y tornóse más insolente y dominante. A la vista de la
sangre que habia hecho brotar nació en él un deseo rayano en la locura. Empezaba a ver rojo
en cualquier dirección que mirara. La psicología de ello, es, por desgracia, muy enmarañada,
y con todo yo leía los procesos de su mente con la misma claridad que en un libro impreso.
Pasaron varios días, durante los cuales el Ghost siguió avanzando impulsado por el
contraalisio, y en ellos juraría que la expresión de locura era cada vez mayor en los ojos de
Thomas Mugridge. Confieso que empecé a sentir miedo, mucho miedo. De la mañana a la
noche estaba afila que afila, y cuando probaba la aguda hoja, la mirada de odio que me dirigía
era verdaderamente de un carnívoro. Me daba miedo volverle la espalda, y cuando salía de la
cocina lo hacía caminando hacia atrás, con gran regocijo de marineros y cazadores, que se
reunían para presenciar mis salidas. La situación era insoportable y había veces que temía
perder la razón bajo aquel peso, cosa nada extraña en un barco lleno de locos y brutos. Cada
hora, cada minuto de mi existencia, era un peligro. Yo era un alma angustiada, y sin embargo,
no había de popa a proa otra que experimentara simpatía suficiente para venir en mi ayuda. A
veces pensaba en abandonarme a la compasión de Wolf Larsen, pero la visión del diablo
burlón que desde sus ojos interrogaba la vida y despreciaba, me obligaba con fuerza a
refrenarme. Otras veces contemplaba el suicidio seriamente y necesitaba de todo el poder de
mi filosofía optimista para apartarme de la borda en la oscuridad de la noche.
En varias ocasiones, Wolf Larsen trataba de envolverme en alguna discusión, pero yo
le respondía con el mayor laconismo y le eludía. Finalmente, me ordenó que volviera a
ocupar mi sitio en la mesa de la cabina por algún tiempo y dejara que el cocinero hiciese mi
trabajo. Entonces le hablé francamente, diciéndole lo que Thomas Mugridge me hacía sufrir a
causa de los tres días de favoritismo que me habían puesto en evidencia. Wolf Larsen me
miró con ojos sonrientes.
-Por lo visto, tienes miedo, ¿eh? -dijo con desdén.
-Sí -contesté valiente y honradamente-, tengo miedo.
-Esto es lo que hacéis vosotros -exclamó casi enojado-. Os ponéis sentimentales con
la inmortalidad del alma y teméis a la muerte. A la vista de un cuchillo afilado y de un
cocinero cobarde, el apego a la vida se sobrepone a todas vuestras tonterías. En ese caso,
querido amigo, quieres vivir eternamente. Eres un dios, y a Dios no se le mata. El cocinero no
puede herirte. Estás seguro de resucitar. ¿Qué es lo que temes entonces?
Tienes delante de ti una vida eterna, eres millonario en inmortalidad, y un millonario
cuya fortuna no puede perderse porque es tan imperecedera como las estrellas y tan infinita
como el espacio o el tiempo. Es imposible que pierdas tu capital. La inmortalidad es una cosa
sin principio ni fin. La eternidad, y aunque mueras ahora aquí, volverás a la vida después en
algún otro sitio. Es muy hermoso eso de librarse de la carne para que el espíritu aprisionado
en ella pueda tender sus alas y remontarse. El cocinero no te puede perjudicar, únicamente
puede empujarte hacia el camino que debes hollar eternamente.
Y si ahora no quieres que te empujen todavía, ¿por qué no empujas tú al cocinero? De
acuerdo con tus ideas, él también debe ser un millonario en inmortalidad. Tú no puedes
arruinarle. Matándole no puedes disminuir la longitud de su vida, porque carece de principio
y de fin. Está obligado a seguir viviendo dondequiera y comoquiera que sea. Empújale, pues,
clávale un cuchillo y deja su espíritu en libertad. Actualmente se halla en una cárcel inmunda
y le harías un señalado favor derribando la puerta. ¿Y quién sabe? Es posible que de un
cuerpo tan feo saliera para volar a lo alto un espíritu hermoso. Dale el empujón y te ascenderé
a su categoría, y ten en cuenta que gana cuarenta y cinco dólares mensuales.
Bien claro se veía que no podía esperar ayuda ni protección de Wolf Larsen. Debía
resolver por mí mismo lo que hubiese de hacer, y con el valor que infunde el miedo decidí
combatir a Thomas Mugridge con sus propias armas. Pedí a Johansen una afiladera. Louts, el
timonel del bote, ya me había pedido en otras ocasiones leche condensada y azúcar. El
lazareto donde estaban almacenadas estas golosinas se hallaba debajo del entarimado de la
cabina.
Aceché la oportunidad y sustraje cinco botes de leche, y aquella noche, cuando Louis
hizo la guardia sobre cubierta, se los cambié por un puñal, tan delgado y de aspecto tan cruel
coma el cuchillo de cortar la verdura de Thomas Mugridge. Estaba embotado y mohoso, pero
Louis le sacó filo mientras yo daba vueltas a la piedra. Aquella noche dormí más
ruidosamente que de costumbre.
El día siguiente, después del desayuno, Thomas Mugridge empezó de nuevo a vaciar
el cuchillo; yo le observaba prudentemente, porque me hallaba arrodillado quitando la ceniza
de la cocina. Cuando volví, después de echarla al agua, estaba hablando con Harrison, cuyo
semblante honrado de hombre rústico dilataban el asombro y la fascinación.
-Sí -iba diciendo Mugridge-, y total me condenaron a dos años en Reading. Pero eso
maldito lo que importa. El otro estaba bien muerto. Tenías que haberle visto. Le clavé un
cuchillo exactamente como éste, que se hundió en su cuerpo como si hubiese sido de
manteca. Chillaba como un condenado.
Miró hacia donde yo estaba para ver si me daba por aludido, y prosiguió
-A pesar de sus chillidos, continué persiguiéndole. Le corté a tiras y él chillaba sin
parar. Una vez cogió el cuchillo con la mano y cerró los dedos, pero yo tiré de él y le corté
hasta el hueso. ¡Oh, puedes creer que era una visión terrible!
Una voz del segundo interrumpió la sangrienta narración, y Harrison se fue a proa.
Mugridge se sentó a la entrada de la cocina y siguió afilando el cuchillo. Yo quité la pala del
cajón del carbón y me senté encima tranquilamente y de cara a él. Me favoreció con una larga
mirada de odio. Con la misma calma, a pesar de que mí corazón latía con violencia, saqué el
puñal de Louis y conmencé a vaciarlo con la piedra. Yo casi había esperado alguna
manifestación por parte del cocinero, pero con sorpresa mía no pareció darse cuenta de lo que
yo estaba haciendo. Continuó afilando el cuchillo, yo hice otro tanto, y durante dos horas estuvimos
allí sentados cara a cara y afila que afila, hasta que cundió la noticia y la mitad de la
tripulación se arremolinó a las puertas de la cocina para contemplar el espectáculo.
Estímulos y consejos se nos ofrecían espontáneamente, y Jock Horner, el cazador
tranquilo y callado que parecía incapaz de molestar a un ratón, me aconsejó que dejara estar
les costillas y arremetiera más abajo, por el abdomen, y diciendo al mismo tiempo que
torciera el cuchillo a la española. Leach, con el brazo vendado bien a la vista, me suplicaba
que le dejase algunos restos del cocinero para él, y Wolf Lar- sen se detuvo un par de veces a
la entrada de la toldina para observar curiosamente lo que para él eran latidos de ese fermento
que conocía como vida.
Y ahora puedo decir que en aquel momento la vida tenía para mí el mismo valor
sórdido; no había nade hermoso en ella, nada divino; únicamente dos cosas cobardes que se
agitaban, que afilaban acero sobre piedra, y otro grupo de cosas semovientes que miraban.
Tengo la seguridad de que la mitad de ellos estaban ansiosos de ver derramarse nuestra
sangre; hubiese sido una distracción, y no creo a ninguno de ellos capaz de intervenir si nos
hubiésemos enzarzado en una lucha a muerte.
Por otra parte, todo aquello era risible y pueril. Afila que afila. De todas las
situaciones aquélla era la más inconcebible. Nadie de los míos lo hubiese creído posible. Me
habían llamado siempre el alfeñique de Van Weyden, y que el alfeñique de Van Weyden
fuese capaz de hacer aquello, era una revelación para mí, que no sabía si alegrarme o
avergonzarme.
Pero no ocurrió nada. Al cabo de dos horas Thomas Mugridge tiró el cuchillo y la
piedra y me tendió la mano.
-¿Por qué hemos de ofrecer un espectáculo a estos tipos? -preguntó-. No nos quieren y
se alegrarían mucho si nos vieran cortándonos los gaznates. Tú no eres malo, Hump. Eres
corajudo, como decís vosotros los yanquis, y eso me gusta. Ven y dame la mano.
Con todo y ser yo tan cobarde, lo era él más aún. Yo había obtenido una victoria
señalada y me negué a ceder estrechando aquella mano detestable.
-Está bien -dijo sin orgullo-; tómala o déjala, no por eso has de agradarme menos -y
para desviar el rostro, se encaró ferozmente con los mirones-: ¡Fuera de las puertas de mi
cocina, grandísimos estropajos!
Esta orden fue corroborada por un caldero de agua humeante, a cuya vista los
marineros desaparecieron instantáneamente. Hasta cierto punto, esto fue una victoria para
Thomas Mugridge y permitió aceptar con más honra la derrota que yo le había infligido,
aunque, por supuesto, era demasiado discreto para proceder de idéntico modo con los
cazadores.
-Veo venir el fin del cocinero -oí que Smoke decía a Homer.
-Apuesto -replicó el otro- que Hump será desde ahora el amo de la cocina y el
cocinero perderá las agallas.
Mugridge lo oyó, y me dirigió una mirada rápida; pero yo no di muestra de haberme
enterado de la conversación. Yo no había imaginado que tuviera tanto
alcance mi victoria y fuese tan completa, mas decidí no perder ninguna de las ventajas
obtenidas. Según transcurrían los días, se iba cumpliendo la profecía de Smoke. El cocinero
llegó a mostrarse más humilde y esclavizado conmigo que con el propio Wolf Larsen. Ya no
volví a llamarle señor, ni a lavar cacerolas grasientas, ni a mondar patatas. No hacía más que
mi trabajo cuándo y en la forma que tenía por conveniente. Además, llevaba en la cadera el
puñal enfundado al estilo de los marineros, y con Thomas Mugridge me mantuve
constantemente en una actitud compuesta de arrogancia, insolencia y desprecio por partes
iguales.
 
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nubarus
view post Posted on 23/8/2010, 11:07




CAPITULO X

Mi intimidad con Wolf Larsen va en aumento, si es que pueden llamarse así las
relaciones que existen entre patrón y marinero, y mejor aún entre rey y bufón. Para él no soy
más que un juguete. Mi ocupación es entretenerle, y mientras le entretengo, todo va bien,
pero en cuanto empieza a aburrirse o tiene uno de esos ratos de humor negro, quedo en
seguida relegado desde la mesa de la cabina a la cocina, y al mismo tiempo puedo llamarme
dichoso si escapo con vida y el cuerpo intacto.
El aislamiento de este hombre se va apoderando lentamente de mí. No hay un solo
individuo a bordo que no le odie o le tema, ni hay ninguno a quien él no desprecie. Parece
consumirse con la tremenda fuerza que reside en él y que no parece haber encontrado nunca
adecuada expresión en los obras. Le pasa lo que probablemente le ocurriría a Lucifer si este
ángel rebelde estuviese confinado en una sociedad de espíritus mezquinos a lo Tomlinson.
Este aislamiento, que es ya bastante malo en sí, está agravado por la melancolía
original de la raza. Conociéndole a él, analizo los viejos mitos escandinavos con una
expresión más clara. Los salvajes de blanca epidermis y cabellera dorada que crearon aquel
terrible panteón eran de su misma fibra. La frivolidad de los alegres latinos le es desconocida.
Su risa tiene visos de ferocidad; pero se ríe muy raras veces porque está triste con demasiada
frecuencia. Su tristeza es tan profunda como los orígenes de la raza- Es la herencia de la raza,
la tristeza que hace a la raza poco imaginativa, puritana y moral hasta el fanatismo, y que en
su último entronque ha culminado en la Iglesia reformada inglesa y míster Grundy.
Hay que señalar el hecho de que la principal manifestación de esta melancolía original
ha sido la religión en sus formas más desgarradoras; pero a Wolf Larsen le son negadas las
compensaciones de una religión así- Su materialismo brutal no lo permite, de tal suerte, que
cuando le acometen esos momentos negros no le queda más remedio que ser diabólico- Si no
fuese un hombre tan terrible, algunas veces le compadecería, como por ejemplo hace tres
semanas, cuando entré en su camarote para llenar la botella de agua y me hallé de pronto con
él. No me vio- Tenía la cara oculta entre las manos y movía los hombros convulsivamente,
como agitados por los sollozos. Parecía atormentado por un dolor muy grande- Al alejarme
sin hacer ruido, oí cómo gemía: "¡Dios, Dios, Dios!"- No es que implorara a Dios, empleaba
únicamente esta palabra como expletivo, pero le salía del alma.
A la hora de comer pidió a los cazadores un remedio para el dolor de cabeza, y por la
tarde, siendo tan fuerte como era, daba vueltas por la cabina con paso inseguro y medio
ciego.
-En mi vida he estado enfermo, Hump -me dijo cuando le acompañaba a su camarote-,
ni he tenido nunca un dolor de cabeza, excepto durante el tiempo que tardó en cicatrizarse un
boquete de seis pulgadas que me abrió una barra del cabrestante.
Tres días duró este horrible dolor de cabeza, y sufrió como deben sufrir las fieras, como
parecía ser la costumbre de sufrir en el barco, sin quejas, ni simpatías, absolutamente solo.
Aquella mañana, sin embargo, al entrar en su camarote para hacer la cama y poner las
cosas en orden, le hallé bien y trabajando de firme. Mesa y cama estaban cubiertas de dibujos
y cálculos- Sobre una hoja de papel transparente, con el compás y la escuadra en la mano,
estaba copiando una cosa que parecía una escala.
-!Hola, Hump! -me saludó alegremente-.. Estoy dándole los últimos toques- ¿quieres
ver mi obra? -Pero, ¿qué es eso? -pregunté.
-Una invención para ahorrar trabajo a los marineros, la navegación reducida a una
sencillez infantil -respondió en tono jovial-. Desde hoy un niño podrá mandar un barco- Se
acabaron los cálculos interminables. Todo lo que se necesita para conocer instantáneamente
la situación es una estrella en el firmamento en una noche oscura. Mira, coloco esta escala
transparente sobre este mapa sideral, haciéndola girar hacia el polo Norte- En la escala he
señalado los circuitos de altitud y las líneas de posición- Todo lo que hago es colocarla sobre
una estrella, hacer girar la escala hasta que se halle frente a esas figuras del mapa de abajo, ¡y
ya está! ¡Ya tenemos la situación exacta del barco!
En su voz había una vibración de triunfo, y sus ojos, de un azul tan claro como el mar
de aquella mañana, centelleaban.
-Usted debe estar fuerte en matemáticas –dije-. ¿Dónde fue usted a la escuela?
-Por mi mala suerte, jamás he pisado ninguna -contestó- He tenido que aprender solo-
¿Y por qué crees que he hecho esto? -me preguntó de pronto- ¿Con la esperanza de dejar mis
huellas en los arenales del tiempo? -se rió con una de sus horribles carcajadas burlonas-. De
ninguna manera; para patentarlo, para hacer dinero con ello, para emborracharme toda la
noche con ideas de egoísmo mientras los otros hombres trabajan. Ese es mi propósito; de
modo que también he gozado ejecutándolo.
-El goce de crear -murmuré yo.
-Me parece que es así como debía llamarse. Esto es otra forma de expresar el goce de
la vida en lo que tiene de vivo, el triunfo del movimiento sobre la materia, de lo animado
sobre lo inanimado, el orgullo del fermento porque es fermento y palpita.
Levanté las manos en un gesto desesperado de reproche a su materialismo inveterado
y continué haciendo la cama. El siguió copiando líneas y figuras sobre la escala transparente.
Era un trabajo que exigía el mayor cuidado y precisión, y no pude por menos de admirar la
manera con que atemperaba su fuerza a la finura y delicadeza requeridas.
 
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nubarus
view post Posted on 23/8/2010, 11:28




Cuando concluí de hacer la cama, me sorprendí al hallarme mirándole fascinado.
Realmente, era un verdadero tipo de belleza masculina, y nuevamente con la misma
extrañeza de siempre advertí en su semblante una total ausencia de vicio, perversidad o
corrupción. Tengo la convicción de que era la cara de un hombre incapaz de cometer
injusticias, y por este motivo debe entenderse que su rostro era el del hombre que, o no hacía
nada contrario a los dictados de su conciencia, o bien carecía de ella; yo me inclino a la
última suposición. Era un atavismo magnífico, un hombre tan puramente primitivo, que era
del tipo de los que vinieron al mundo antes del desarrollo de la naturaleza moral. No era
inmoral, sino amoral.
He dicho que su rostro era bello, de una belleza masculina. Era de líneas
pronunciadas, afeitado y tallado con la pureza y precisión de un camafeo. El mar y el sol
habían curtido la piel naturalmente blanca, dándole ese color bronceado que revela los
esfuerzos y las luchas, con lo cual añadía cosas a su belleza feroz. Los labios eran llenos, y
sin embargo, poseían la firmeza, casi diría la dureza, característica de los labios finos. La
forma de la boca, de la barba, de la mandíbula, era igualmente firme o dura, lo mismo que la
nariz, con toda la fuerza indomable del macho. Era la nariz de un ser nacido para
conquistador o caudillo, recordaba justamente el pico del águila. Podía haber sido griega,
como podía haber sido romana, sólo que para lo primero era un poco demasiado sólida y para
lo segundo era algo delicada, y mientras el conjunto del rostro era la encarnación de la
ferocidad y fuerza, la melancolía original que le aquejaba parecía dilatar las líneas de la boca,
de los ojos y de la frente, comunicándole una grandeza y perfección que de otro modo no
hubiese tenido.
Y así me sorprendí de pie, inmóvil y estudiándole. No puedo decir de qué manera
había llegado a interesarme aquel hombre. ¿Quién era? ¿Cómo hubiera podido ser? Tenía
toda la fuerza, toda la potencialidad, ¿por qué no era más que el oscuro patrón de una goleta
de caza, con una reputación de horrible brutalidad entre los cazadores?
Mi curiosidad estalló en un torrente de palabras.
-¿Cómo es que no ha hecho usted cosas grandes en el mundo? Con el poder que tiene,
hubiese llegado a cualquier altura; careciendo de conciencia e instinto moral, hubiese
dominado al mundo, le hubiese sometido a su voluntad, y no obstante, está usted en la
cumbre de la vida, donde comienzan el descenso y la muerte, arrastrando una existencia
oscura y sórdida, cazando animales marinos para satisfacción de la vanidad femenina y su
amor a los adornos, revelando un egoísmo, para usar sus propias palabras, que podrá ser
cualquier cosa, indudablemente, menos espléndida. ¿Por qué, con esta energía maravillosa,
no ha hecho usted nada? Nada le detenía, nada podía detenerle. ¿Quién ha tenido la culpa?
¿Le ha faltado ambición? ¿Cayó en alguna tentación? ¿Qué le pasó, qué le pasó?
Levantó los ojos hacia mí al principio de mi exordio y me escuchó complacido hasta
que hube terminado, Y yo quedé frente a él sin aliento y consternado. Aguardó un momento,
como si no supiera por dónde empezar, y después dijo:
-Hump, ¿conoces la parábola del sembrador que salió a sembrar? Recordarás que una
parte de la semilla cayó en pedregales donde no había mucha tierra y nació luego porque no
tenía profundidad la tierra; mas en saliendo el sol se quemó y secóse, porque no tenía raíz. Y
parte cayó en espinas y las espinas crecieron y la ahogaron.
-¿Y bien? -dije yo.
-¿Y bien? -repitió con cierta petulancia-. Yo era una de esas semillas.
Inclinó la cabeza sobre la escala y siguió copiando. Yo había dado fin a mi trabajo y
ya había abierto la puerta para marcharme, cuando me dijo:
-Hump, si echas una mirada sobre la costa occidental en el mapa de Noruega, verás
una entalladura llamada Romsdal Fiord. Yo nací cien millas más adentro de aquella faja de
agua, pero no soy noruego, soy danés. Mi padre y mi madre eran daneses, y de cómo llegaron
a aquel helado rincón de la costa occidental nada sé, nunca lo oí decir. Aparte de eso, ya no
hay ningún misterio. Mis padres eran gentes pobres e ignorantes labradores del mar, que
sembraban sus hijos sobre las olas, según costumbre, desde tiempos inmemoriales. Eso es
todo lo que hay que decir.
-Algo más habrá -objeté yo-. Esto es todavía muy oscuro para mí.
-¿Qué puedo contarte? -preguntó con un recrudecimiento de ferocidad-. ¿La pobreza
de mi infancia? ¿El régimen de pescado y de alimentos groseros? ¿Las salidas al mar desde
que pude sostenerme sobre las piernas? ¿Puedo hablarte de mis hermanos, que se ausentaron
y no regresaron jamás? ¿De mí, que sin saber leer ni escribir era a la edad madura de diez
años grumete en los barcos costeros de mi antigua patria? ¿De la mala vida y peores
costumbres en que los puntapíés y los puñetazos eran la cama y el almuerzo y sustituían a las
palabras, y el miedo, el odio y el dolor eran las únicas experiencias de mi alma? No lo quiero
recordar. Aun ahora, cuando pienso en ello, parece que la locura se apodera de mi cerebro.
Hubo capitanes de barcos a quienes hubiese querido volver a encontrar para matarles cuando
fui un hombre, sólo que entonces mi vida ya se desarrollaba en otras partes. Volví por allí no
hace mucho, pero desgraciadamente habían muerto los capitanes, excepto uno que había sido
segundo en los viejos tiempos, patrón cuando lo encontré, y cuando lo dejé, baldado para el
resto de sus días.
-Pero usted, que ha leído a Spencer y Darwin sin haber pisado nunca una escuela,
¿cómo aprendió a leer y escribir? pregunté.
-Sirviendo en la marina mercante inglesa. A los doce años era grumete, a los catorce
paje de escoba, marinero ordinario a los dieciséis, marinero distinguido y cocinero en el
castillo de proa a los diecisiete, con una ambición y un aislamiento infinitos, lo aprendí todo
solo: la navegación, las matemáticas, la ciencia, la literatura y todo lo demás. ¿Y de qué me
ha servido eso? Soy dueño y señor de un barco en la cumbre de la vida, como dices tú,
cuando empiezo a decaer y a morir. Poca cosa, ¿verdad? Y cuando salió el sol me quemé, y
como no tenía raíz, me sequé.
-Pero la Historia habla de esclavos que llegaron a vestir la púrpura -le reprendí.
-Y la Historia habla de las oportunidades que tuvieron los esclavos que llegaron a
vestir la púrpura -respondió, ceñudo-. Ningún hombre crea las oportunidades. Todos los
grandes hombres de todos los tiempos supieron aprovecharlas cuando les salieron al
encuentro. El Corso lo supo. Yo he soñado cosas tan grandes como el Corso. Yo hubiese
conocido y apreciado la oportunidad, pero no se ha presentado nunca. Las espinas subieron
sobre mí, me ahogaron y no di
fruto. Y te aseguro, Hump, que sabes más acerca de mí que ningún ser viviente, excepto mi
propio hermano.
-¿Y él qué es? ¿dónde está?
-Es patrón del vapor de caza Macedonia -respondió-. Probablemente le encontraremos
en la costa del Japón. Los hombres le llaman Death2 Larsen.
-¡Death Larsen! -exclamé involuntariamente-. ¿Se parece a usted?
-Apenas. Es un pedazo de animal sin ninguna inteligencia. Tiene toda mi, mi...
-Brutalidad -sugerí.
-Sí, gracias por la palabra, toda mi brutalidad, pero casi no sabe leer ni escribir.
-¿Y él no ha filosofado nunca sobre la vida? -añadí.
-No -respondió Wolf Larsen con un indescriptible tono de tristeza-. Y es mucho más
feliz sin preocuparse de ello. Tiene demasiado trabajo para pensar en estas cosas. Mi falta ha
consistido en haber abierto los libros.
 
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nubarus
view post Posted on 23/8/2010, 11:56




CAPITULO XI

El Ghost ha alcanzado el punto más meridional del arco que describe a través del
Pacífico, y ya empieza a seguir la ruta hacia el Norte y Oeste, en dirección de alguna isla
solitaria, donde, según se murmura, llenará las pipas de agua antes de emprender la
temporada de la caza a lo largo de la costa del Japón. Los cazadores se han entrenado con los
rifles y las escopetas hasta quedar satisfechos, y los remeros y timoneles han hecho las
cebaderas, han envuelto los remos y las chumaceras con cuero y cuerda trenzada, a fin de no
hacer ruido cuando se aproximen a las focas y han colocado los botes en orden de pastel de
manzanas, según una frase familiar de Leach.
Ahora ya tiene el brazo perfectamente curado, pero la cicatriz le durará toda la vida.
Thomas Mugridge vive con un recelo constante y tiene miedo de aventurarse sobre cubierta
después de anochecido. En el castillo de proa hay dos o tres riñas permanentes. Louis me
cuenta que alguien lleva a popa las charlas de los marineros y que dos de los soplones han
recibido una tremenda paliza de sus compañeros. Mueve la cabeza con aire pesimista por la
vigilancia de que es objeto el marinero Johnson, que es remero en su mismo bote. Johnson es
culpable de haber expuesto su parecer con excesiva franqueza y ha disputado dos o tres veces
con Wolf Larsen por la pronunciación de su nombre. La otra noche apaleó a Johansen en la
cubierta central, y desde entonces el segundo le ha llamado por su verdadero nombre y está
fuera de duda que Johansen sacudirá también a Wolf Larsen.
Louis me ha completado al propio tiempo la información acerca de Death Larsen, que
se ajusta a la breve descripción del capitán. Esperamos encontrar a Death Larsen en las costas
del Japón. "Y siempre están dispuestos a pelearse -profetizó Louis-, porque se odian
mutuamente como lobeznos que son". Death Larsen manda el único vapor dedicado a la
pesca de focas que hay en la flota, el Macedonia, el cual lleva catorce botes, mientras las
demás goletas no llevan sino seis. Hay extraños rumores de un cañón a bordo y se le
atribuyen expediciones misteriosas, desde el contrabando de opio en los Estados y el
contrabando de armas en China, hasta el tráfico de negros y la piratería manifiesta. Y sin
embargo, me es imposible no creerle, porque jamás le he sorprendido ninguna mentira y
posee además unos conocimientos enciclopédicos de la caza de focas y de los hombres de las
flotas de dichos barcos.
Lo mismo que a proa y en la cocina, ocurre en la bodega y a popa, en este verdadero
barco del infierno. Los hombres riñen y luchan a muerte como fieras. Los cazadores esperan
de un momento a otro que se rompan las hostilidades entre Smoke y Henderson, que no han
olvidado la antigua contienda; mientras tanto, Wolf Larsen dice positivamente que matará al
superviviente del negocio, si es que el tal negocio se ventila. Asegura francamente que al
adoptar esta actitud no lo hace basándose en principios de moralidad, porque por él podrían
matarse todos los cazadores si no necesitara que viviesen para la caza. Si se contienen únicamente
hasta que termine la temporada, les promete un magnifico Carnaval, y cuando se
puedan ajustar todos los resentimientos, los que sobrevivan podrán echar por la borda a los
otros y arreglar la historia como si los hombres que falten se hubiesen perdido en el mar. Yo
creo que hasta los cazadores están aterrados de su sangre fría. Con todo, y ser hombres tan
perversos, es indudable que le tienen mucho miedo.
A Thomas Mugridge le tengo subyugado como a un perro, mientras yo sigo
temiéndole en secreto. Su valor se lo inspira el miedo (una cosa extraña que yo conozco
bien), y en cualquier momento puede dominarle el temor y empujarle a quitarme la vida. Mi
rodilla está mucho mejor, aunque a veces me duele durante largos períodos, y el
envaramiento del brazo que Wolf Larsen me estrujó va cediendo gradualmente. Por otra
parte, mi salud es espléndida, mis músculos aumentan en tamaño y en dureza, pero mis
manos constituyen un espectáculo doloroso. Están enrojecidas y llenas de padrastros, en tanto
que las uñas están rotas y descoloridas y las puntas de los dedos parecen tomar la forma de un
hongo. Además, me salen diviesos, debido probablemente al régimen alimenticio, pues hasta
ahora jamás había sufrido tales molestias.
Hace un par de tardes me llamó la atención ver a Wolf Larsen leyendo la Biblia, de la
cual, después de las rápidas pesquisas hechas el principio del viaje, se encontró un ejemplar
en el cajón del camarote del ayudante muerto. Yo me preguntaba qué frutos sacaría Wolf
Larsen de ella. Y me leyó en voz alta el Eclesiastés. Al leer, me imaginaba que exponía sus
propios pensamientos, y su voz resonante, triste y profunda en la reducida cabina me
embelesó y retuvo. El podrá carecer de educación, pero es lo cierto que sabe expresar el
significado de la palabra escrita. Paréceme que le estoy oyendo, como le oiré siempre,
vibrando en su voz, al leer, la melancolía original.
"Reuní también plata y oro, y el tesoro preciado de reyes y de provincias; híceme de
cantores y cantoras y los deleites de los hijos de los hombres, instrumentos músicos y de
todas suertes.
"Y fui engrandeciendo y aumentando más que todos los que fueron antes de mí en
Jerusalén; a más de esto, perseveró conmigo mi sabiduría.
"Miré luego todas las obras que habían hecho mis manos y el trabajo que tomé para
hacerlas, y he aquí todo vanidad y aflicción, y no hay provecho debajo del sol.
"Todo acontece de la misma manera a todos: un mismo suceso ocurre al justo y al
impío; al bueno y al limpio y al no limpio; al que sacrifica y al que no sacrifica; como el
bueno, así el que peca; el que jura como el que teme juramento.
"Este mal hay entre todo lo que se hace debajo del sol, que todos tengan un mismo
suceso y también que el corazón de los hijos de los hombres esté lleno de mal y de
enloquecimiento durante toda su vida y después a los muertos.
"Aún hay esperanza para todo el que está entre los vivos; porque mejor es perro vivo
que león muerto.
"Porque los vivos saben que han de morir; mas los muertos nada saben ni tienen más
paga; porque su me moría es puesta en olvido.
"También su amor, y su odio y su envidia fenecieron ya, ni tiene ya más parte en el
siglo, en todo lo que se hace debajo del sol."
-Aquí lo tienes, Hump -dijo cerrando el libro sobre el dedo y encarándose conmigo-.
El Predicador que reinaba sobre Israel, en Jerusalén, pensaba como yo-. Me llamas pesimista-
- ¿Acaso su pesimismo no es de los más negros? Todo es vanidad y aflicción de espíritu. No
hay provecho debajo del sol. Un mismo suceso ocurre a todos, al loco y a sabio, al limpio, al
pecador y al santo, y este suceso es la suerte, una cosa mala según él. Pues el Predicador
amaba la vida y no quería morir, cuando dijo: "Porque mejor es perro vivo que león muerto"-
- Prefería la vanidad y la aflicción, al silencio y la inmovilidad de la sepultura. Y yo también-
- El moverse es egoísmo, pero el no moverse, ser como el barro y la roca, es una visión
repugnante. Repugna a la vida que hay en mí, cuya verdadera esencia es el movimiento, el
poder del movimiento y la conciencia del poder del movimiento. La vida en sí no satisface,
pero el mirar de frente a la muerte, satisface menos aún.
-Usted está peor que Ornar -dije-. El, al menos, tras la inevitable agonía de la
juventud, halló contento y convirtió su materialismo en una cosa alegre.
-¿Quién fue Omar? -preguntó Wolf Larsen, y aquel día ya no trabajé más, ni el
siguiente, ni el otro.
En todas sus lecturas, al azar no había tropezado nunca con el Rubayat, y esto fue para
él como el hallazgo de un tesoro. Probablemente recordaría yo casi dos tercios de las
cuartetas, y pude, sin dificultad, ir sacando las restantes. Durante horas discutíamos sobre una
sola estancia, y hallé que leía en ellas con un lamento de dolor y rebelión, que yo mismo no
podía descubrir.
 
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nubarus
view post Posted on 23/8/2010, 13:07




Es probable que yo recitara con ese tono alegre que es natural en mí, porque él, que
tenía buena memoria, a la segunda vez de oírlas y muy a menudo a la primera se apropiaba la
cuarteta. Recitaba las mismos líneas y las' investía de una inquietud y protesta apasionadas
que casi convencía.
Yo tenía interés por saber qué cuarteta le gustaría, y no me sorprendí cuando cayó
sobre una nacida en un instante de irritabilidad y que contrastaba totalmente con la filosofía
complaciente del persa y con aquel código genial de vida:

¿Que, sin preguntar de dónde, se precipita hacia acá,
y sin preguntar adónde se precipita hacia allá?
¡Oh, cuántas Copas de este Vino prohibido
habrán de ahogar el recuerdo de aquella insolencia!


-¡Grandioso -exclamó Wolf Larsen-, grandioso! He ahí la expresión. ¡La Indolencia¡
No podía haber empleado una palabra mejor.
En vano objeté y contradije. Me inundó, me abrumó con argumentos.
-Ser de otra manera es contrario a la naturaleza de la vida. La vida, cuando comprenda
que se acerca su fin, se revelará siempre. Es inevitable. El Predicador halló que la vida y las
obras de la vida eran todo vanidad, aflicción y maldad. A través de todos los capítulos se le
ve atormentado por el mismo suceso que acontece a todos. Y Omar también, y yo y tú, hasta
tú, porque tú te rebelaste contra la muerte cuando el cocinero afilaba un cuchillo para ti. Te
asustaba morir; la vida que hay en ti, que te corresponde, que es más grande que tú, no quería
morir-- Tú has hablado del instinto de la inmortalidad. Yo hablo del instinto de la vida, el
cual, cuando la muerte aparece próxima e inminente, vence al instinto de la inmortalidad. El
venció al otro en ti, no puedes negarlo, porque un débil cocinero afilaba un cuchillo. Y aún
ahora le temes, me temes a mí, imposible negarlo. Si yo te cogiera así por la garganta -me
puso la mano en la garganta, impidiéndome respirar y comenzara a oprimir hasta arrancarte la
vida, así, así, tu instinto de inmortalidad no se dejaría ver y tu instinto de vida, que ansía
vivir, se agitaría y tú lucharías por librarte, ¿eh? Veo en tus ojos el horror a la muerte. Mueves
los brazos en el aire, empleas tus escasas fuerzas para luchar por la vida. Me aprietas el
brazo con la mano, siento como si una mariposa se hubiese posado en él, se levanta tu pecho,
sacas la lengua, la piel se te vuelve cárdena y la mirada es vacilante. ¡Vivir, vivir, vivir! estás
gritando y pides vivir aquí y ahora, no en el porvenir. Dudas de tu inmortalidad, ¿eh? ¡Ah,
ah! No estás seguro de ella. No quieres arriesgarte, sólo tienes la certeza de la realidad de esta
vida. ¡Ah, se va oscureciendo, oscureciendo! Son las sombras de la muerte, dejar de ser, dejar
de sentir, cesar de moverte eso es lo que se condensa a tu alrededor, descendiendo sobre ti y
envolviéndote. Los ojos se inmovilizan, se ponen vidriosos, mi voz suena débil y lejana, no
puedes verme la cara y todavía luchas bajo mi presión. Agitas las piernas, el cuerpo se
retuerce como el de una serpiente, el pecho se levanta en un esfuerzo supremo. ¡Vivir, vivir,
vivir!...
Ya no oí más. La conciencia había desaparecido en la oscuridad que tan gráficamente
había descrito, y cuando recobré los sentidos halléme tendido en el suelo, y él, fumando un
cigarro, me observaba atentamente con aquel destello de curiosidad tan familiar en sus ojos.
-Qué, ¿te he convencido? -preguntóme-. Bebe un sorbo de esto. Quiero hacerte
algunas preguntas.
Desde el suelo negué con la cabeza.
-Los argumentos son demasiado -contundentes -conseguí articular a costa de grandes
esfuerzos de mi garganta dolorida.
-De aquí a media hora estarás bien -me aseguró-, y te prometo no usar nunca más
ninguna demostración física. Ahora levántate, puedes sentarte en una silla.
Y como un juguete que era para aquel monstruo, tuve que reanudar la discusión sobre
Omar y el Predicador, continuando con ello hasta medianoche.
 
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astaroth1
view post Posted on 23/8/2010, 13:57




CAPITULO XLI

Las últimas veinticuatro horas han sido testigos de una orgía de brutalidad. Desde la
cabina al castillo de proa ha estallado como una epidemia. Apenas sé por dónde empezar. En
realidad, la causa de todo ello fue Wolf Larsen. Las relaciones entre los hombres, que estaban
ya muy tirantes, llegaron, debido a las continuas disputas, riñas y odios, a una condición de
equilibrio inestable y las malas pasiones se inflamaron como una pradera de heno en la cual
hubiese prendido una chispa.
Thomas Mugridge es una serpiente, un espía, un delator. Ha intentado captarse la
benevolencia y reintegrarse al favor del capitán llevándole soplos de los hombres de proa. No
me cabe duda de que fue él quien contó a Wolf Larsen algunas de las frases violentas de
Johnson. Al parecer, Johnson compró un equipo de impermeables en el bazar del barco y
advirtió que era de ínfima calidad, y, ni corto ni perezoso, lo manifestó así. Este bazar en
miniatura lo llevan todos los barcos cazadores y contiene los artículos peculiares a las
necesidades de los marineros. Lo que éstos compran se les descuenta de las ganancias
subsiguientes del conjunto de la expedición, porque -y esto sucede igualmente con los
cazadores- los remeros y los timoneles, en lugar de salario, reciben una cantidad
correspondiente a un tanto por cada pieza cobrada en su bote particular.
Pero yo no sabía nada de las reclamaciones de Johnson en el bazar, y por tanto lo que
presencié me produjo mayor sorpresa aún. Acababa de barrer la cabina, y Wolf Larsen se
había engatusado en una discusión sobre Hamlet, su carácter shakesperiano favorito, cuando
Johansen bajó la escalera seguido de Johnson. El último se quitó la gorra, según la costumbre
de los marineros, y permaneció respetuosamente de pie en el centro de la cabina, siguiendo
triste y disgustado los balanceos de la goleta y mirando de frente al capitán.
-Cierra la puerta y corre el cerrojo -me dijo Wolf Larsen.
Mientras obedecía percibí un brillo inquieto en los ojos de Johnson, pero ni soñaba
siquiera cuál pudiera ser su causa. No imaginé lo que iba a suceder hasta que ocurrió; pero él
sabía desde el principio lo que sucedería y lo esperaba valientemente. En su acción hallé la
refutación completa de todo el materialismo de Wolf Larsen. Al marinero Johnson le
sostenían sus ideas, sus principios, la verdad y la sinceridad. Tenía razón, sabía que la tenía, y
nada le atemorizaba. De ser preciso, hubiese dado su vida por la razón, hubiese sido fiel a sí
mismo, sincero con su alma, y esto representaba la victoria del espíritu sobre la carne, la
indomable grandeza moral del alma, que no conoce restricciones y se eleva por encima del
tiempo, del espacio y de la materia, con seguridad invencible, hija de la eternidad y de la inmortalidad.
Pero volvamos al asunto. Percibí en los ojos de Johnson un brillo inquieto, y lo
interpreté, equivocadamente, como timidez y embarazo naturales en él. El segundo, Johansen,
estaba a su lado a distancia de varios pies, y frente a él, a tres yardas se hallaba Wolf Larsen
sentado en una de las sillas giratorias de la cabina. Cuando estuvo cerrada la puerta y corrido
el cerrojo hubo un silencio significativo que debió durar más de un minuto. Wolf Larsen lo
rompió.
-Yonson -empezó.
-Mi nombre es Johnson, señor -corrigió el marinero audazmente.
-Bueno, pues, Johnson, maldito seas! ¿Adivinas por qué te he mandado llamar?
-Sí y no, señor -respondió lentamente-. Yo cumplo con mi obligación. El segundo lo
sabe y usted también, señor. Así, que no puede haber ninguna queja.
-¿Y es eso todo? -preguntó Wolf Larsen con voz suave y lenta como un runruneo.
-Yo sé que usted me tiene ojeriza -continuó Johnson, con su pesada e inalterable
lentitud-. Usted no me quiere, usted..., usted...
-Sigue -le incitó Wolf Larsen-. No tengas miedo de mis sentimientos.
-No tengo miedo -replicó el marinero, y la cólera asomó ligeramente a sus mejillas
atezadas-. Si no hablo de prisa es porque hace poco tiempo que he salido de mi patria. Usted
no me quiere porque soy demasiado hombre, ese es el motivo, señor.
-Eres demasiado hombre para la disciplina del barco si es eso lo que quieres dar a
entender y comprendes lo que yo quiero decir -repuso Wolf Larsen.
-Conozco el inglés y sé lo que quiere usted decir, señor -respondió Johnson, y su
rubor se hizo más pronunciado al mencionar su conocimiento del inglés.
-Johnson -dijo Wolf Larsen, como queriendo descargar el asunto principal de lo que
acababa de decir a guisa de introducción-, según tengo entendido, no estás satisfecho con
esos impermeables.
-No, señor. No son buenos, señor.
-Y tú debiste no hablar acerca de ello.
-Yo digo lo que pienso, señor -contestó el marinero atrevidamente, y al propio tiempo
sin abandonar la cortesía del barco, que exigía a cada frase la coletilla "señor".
En este momento dirigí por casualidad mi vista hacia Johansen. Cerraba y abría sus
enormes puños, y su rostro era verdaderamente diabólico, con tal fuerza se mostraba la
malignidad con que miraba a Johnson. Aunque apenas era perceptible, distinguí una sombra
en la mejilla de Johansen, como señal del vapuleo que unas noches antes le había dado el
marinero. Entonces empecé a vislumbrar que se iba a decretar algo terrible, pero sin poder
imaginar qué seria.
-¿Sabes qué les espera a los hombres que dicen de mi bazar y de mí lo que tú has
hecho? -preguntó Wolf Larsen.
-Lo sé, señor -respondió.
-¿Qué? -volvió a preguntar Wolf Larsen, incisivo y dominador.
-Lo que usted y el segundo quieren hacer conmigo, señor.
-Mírale, Hump -díjose Wolf Larsen-, mira este montón de barro animado, esta porción
de materia que se mueve, y respira, y me desafía y cree firmemente que está compuesto de
algo bueno, que está penetrado de ciertas ficciones humanas, tales como justicia y honradez,
y que quiere mantenerse en ellas a despecho de todas las amenazas y molestias personales.
¿Qué piensas de él, Hump, qué piensas de él?
-Pienso que es mejor que usted -respondí, impulsado, sin saber cómo, por un deseo de
atraer sobre mí parte de la cólera que estaba a punto de estallar sobre su cabeza-. Las
ficciones humanas, como pretende usted llamarles, constituyen su nobleza y su fuerza. Usted
no tiene ficciones, ni sueños, ni ideales; usted es un pobre.
Movió la cabeza con un placer salvaje.
-Completamente cierto, Hump, completamente cierto.. Yo no tengo ficciones para
parecer noble y fuerte. "Mejor es perro vivo que león muerto", digo yo con el Predicador. Mi
única doctrina es la doctrina de la conveniencia, que es la que hace sobrevivir. Esta porción
de fermento que llamamos Johnson, cuando no sea fermento y solamente polvo y ceniza, no
tendrá más nobleza que el polvo y la ceniza, mientras que yo seguiré viviendo y tronando.
-¿Tú sabes lo que voy a hacer? -preguntó.
 
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astaroth1
view post Posted on 23/8/2010, 14:37




Yo negué con la cabeza.
-Pues voy a ejercer la prerrogativa de tronar y demostrarte cómo le va a la nobleza.
Fíjate.
Estaba a tres yardas de distancia de Johnson y sentado (¡nueve pies!), y no obstante se
levantó de la silla de un salto a fondo sin antes ponerse de pie. Dejó la silla exactamente en la
misma posición en que estaba, saltando desde el asiento como una fiera, como un tigre, y
como un tigre cubrió el espacio que les separaba. Johnson trató en vano de esquivar aquella
avalancha de furor. Bajó un brazo para proteger el estómago y levantó el otro defendiendo la
cabeza; pero el puño de Wolf Larsen se dirigió al pecho, pasando entre ambos en un choque
violento y ruidoso. El aliento de Johnson, expelido de pronto, salió en seco de su boca, con la
espiración forzada de un hombre al manejar el hacha. Casi cayó de espaldas, y se balanceó de
un lado a otro en sus esfuerzos por recobrar el equilibrio.
Me es imposible dar detalles de la escena que siguió. Era demasiado repugnante. Aún
ahora, el recordarla, me produce náuseas. Johnson peleó denodadamente, pero no era un
contrincante para Wolf Larsen, y mucho menos para Wolf Larsen y el segundo. Aquello fue
horrible. Yo no había imaginado nunca que un ser humano pudiese aguantar tanto, y más aún
vivir y resistir, porque Johnson resistió; por supuesto que no había la más ligera esperanza
para él, y lo sabía tan bien como yo, pero como era un hombre, no cesaría de luchar por su
virilidad.
Aquello era demasiado para que yo lo presenciara. Sentía que iba a perder la razón, y
corrí hacia la escalera para abrir las puertas y huir a la cubierta Mas Wolf Larsen, dejando a
su victima por un momento y con uno de sus saltos formidables, me alcanzó y me tiró al
rincón más lejano de la cabina.
-El fenómeno de la vida, Hump -dijo acorralándome-. No te muevas y observa. Podrás
recoger datos sobre la inmortalidad del alma. Además, tú sabes que no podemos perjudicar el
alma de Johnson. Sólo destruiremos la forma perecedera.
Es posible que la paliza no durara más de diez minutos, pero a mí me parecieron
centurias. Wolf Larsen y Johansen arremetieron contra el pobre muchacho, le golpeaban con
los puños, le pateaban con los zapatos, le derribaron y volvieron a levantarle para derribarle
nuevo. Tenía los ojos velados, de manera que no podía ver; la sangre que manaba de sus
orejas, nariz y boca convirtieron la cabina en un matadero, y cuando ya no pudo levantarse
continuaron pegándole y pateándole en el sitio en que cayera.
-Basta, Johansen, basta ya -dijo Wolf Larsen al fin. El bestia del piloto, estaba tan
desenfrenado que Wolf Larsen se vio obligado a darle un empujón con el brazo, al parecer
ligero, pero que le tumbó de espaldas como un corcho, haciendo chocar su cabeza
ruidosamente contra la pared. Cayó de momento al suelo medio aturdido, respirando con
dificultad y parpadeando de una manera estúpida.
-Anda, abre la puerta, Hump -me ordenó.
Obedecí, y los brutos levantaron el cuerpo inanimado como si hubiese sido un saco de
escombros, lo lanzaron por la escalera, a través de la puerta poco elevada, sobre la cubierta.
De la nariz le salía a borbotones la sangre, formando un río escarlata a los pies del timonel,
que precisamente era Louis, su compañero de bote. Pero Louis movió el volante y fijó
imperturbable la mirada en la bitácora.
La actitud de George Leach, el antiguo grumete, fue muy otra. En todo el barco no
hubiera podido ocurrir nada que nos sorprendiera tanto como lo hizo su conducta. El fue
quien subió a popa sin que nadie se lo mandara y arrastró a Johnson a proa, donde procedió a
curarle las heridas lo mejor que pudo y a aliviarle. A Johnson no había manera de
reconocerle, y no solamente esto, sino que sus facciones estaban tan desfiguradas que habían
perdido su aspecto humano, tanto es lo que se habían amoratado e hinchado durante los pocos
minutos transcurridos entre el comienzo de la paliza y el momento de ser arrastrado su cuerpo
a proa.
Yo había subido a cubierta a respirar un poco de aire fresco y tratar de calmar mis
nervios sobreexcita dos. Wolf Larsen estaba fumando un cigarro y examinando la corredera
que el Ghost arrastraba usualmente a popa, y que ahora se había halado con algún propósito.
De pronto llegó a mis oídos la voz de Leach. Era ronca y dura por la cólera que le dominaba.
Volvíme, y le vi justamente de pie bajo la toldilla, junto a la puerta de babor de la cocina.
Estaba pálido y convulso, echaba chispas por los ojos y tendía hacia arriba los crispados
puños.
-¡Que Dios maldiga tu alma y la envíe al infierno, Wolf Larsen! ¡Aun el infierno es
demasiado bueno para ti, cobarde, asesino, cerdo! -fue el principio de la salutación.
Yo me quedé como herido por el rayo, esperando su inmediato aniquilamiento. Pero
no fue éste el deseo de Wolf Larsen, porque se dirigió lentamente a la entrada de la toldilla, y
con el codo apoyado en el ángulo de la cabina, miró pensativo y curioso al excitado
muchacho.
Y el muchacho acusó a Wolf Larsen como nadie le había acusado hasta entonces.
Los marineros, que formaban un grupo atemorizado junto al castillo de proa,
observaban y escuchaban. Los cazadores salieron en tropel de la bodega, pero cuando Leach
prosiguió sus invectivas, desapareció la alegría de sus semblantes. Sin embargo, estaban
asustados, no por las terribles palabras del muchacho, sino por su terrible audacia. Parecía
imposible que ningún ser pudiese provocar de aquel modo a Wolf Larsen en sus propias
narices. De mí sé decir que estaba lleno de admiración por el muchacho y que en él veía
cómo la espléndida inmortalidad inviolable se hacía superior a la carne y a los temores de la
carne y cómo con cuánta razón los profetas de la antigüedad condenaban la injusticia.
¡Y qué manera de condenar! Expuso al desprecio de los hombres el alma de Wolf
Larsen. Llamó sobro ella las maldiciones de Dios y del cielo y la fustigó con tan atroces
invectivas que recordaban las excomuniones de la Iglesia católica en la Edad Media. Recorrió
toda la gama de los insultos, elevándose a unas alturas de ira sublime y casi divina y
descendiendo desde el puro agotamiento al ultraje más vil e indecente.
Su furor era casi locura. Tenía los labios cubiertos de espuma y a veces se ahogaba y
hablaba a borbotones, acabando por no poder ni articular. Y a todo esto, Wolf Larsen,
impasible y tranquilo, apoyado en el codo y mirando hacia abajo, parecía invadido por una
grave curiosidad. Esta feroz agitación del fermento vivo, esta terrible rebelión y desafío a la
materia que se mueve, le interesaban y le dejaban perplejo.
A cada momento, y conmigo todos los demás, creía verle saltar sobre el muchacho y
destrozarle, pero no estaba de talante para ello. Se le terminó el cigarro y continuó mirándole
en silencio y con curiosidad.
Leach había llegado al paroxismo de su rabia impotente.
-¡Cerdo, cerdo, cerdo! -iba repitiendo con toda a fuerza de sus pulmones-. ¿Por qué no
bajas y me matas, asesino? Puedes hacerlo. Yo no tengo miedo. No hay nadie para impedirlo.
¡Prefiero mil veces morir y perderte de vista, que seguir viviendo entre tus garras! ¡Ven,
cobarde, mátame, mátame!
Al llegar a este punto, el alma errante de Thomas Mugridge le volvió a la realidad.
Había estado escuchando a la puerta de la cocina pero ahora salió ostensiblemente para echar
por la borda algunos residuos, aunque bien claro se veía que era para presenciar la muerte que
estaba seguro había de tener lugar. Dirigió una sonrisa rastrera al rostro de Wolf Larsen,
quien pareció no fijarse en él. Pero el cocinero era descocado, aunque mejor podría llamársele
insensato, verdaderamente insensato.
-¡Qué debilidad! ¡Parece mentira!
El furor de Leach dejó de ser impotente. Al menos ahora había algo a mano, y por
segunda vez, después de la puñalada, aparecía el cocinero sin el cuchillo sobre cubierta.
Apenas había concluido de pronunciar las palabras, cuando fue derribado por Leach. Tres
veces trató de levantarse, esforzándose por llegar a la cocina, y otras tantas volvió a ser
derribado.
-¡Oh, señor! -gritaba-. ¡Socorro, socorro! ¡Apártalo, ¿quieres? Apártalo.
Los cazadores rieron, sintiendo un gran alivio. La tragedia se había disipado y
comenzaba la farsa. Ahora los marineros se arremolinaron a popa, con todo descaro, haciendo
muecas para ver zurrar al odiado cocinero, y hasta yo experimenté un gran placer en mi interior.
Confieso que gocé mucho con la paliza que Leach estaba propinando a Thomas
Mugridge, a pesar de ser casi tan terrible como la que Johnson había recibido por su culpa. La
expresión del rostro de Wolf Larsen no se alteró para nada, ni siquiera cambió de postura,
pero continuó mirando hacia abajo con gran curiosidad. No obstante su impertinente
seguridad, parecía como si observara el fuego y el movimiento de la vida con la esperanza de
descubrir algo más acerca de ella, de hallar en sus desesperadas contorsiones algo que hasta
entonces se le hubiese escapado, de encontrar la clave del misterio que pudiera aclararlo todo.
¡Pero qué paliza! Era casi igual a la que había presenciado yo en la cabina. El
cocinero trataba en vano de protegerse contra la furia del muchacho y con iguales resultados
intentaba ganar el refugio de la cabina. Cuando caía derribado, rodaba y se arrastraba en
aquella dirección, pero los golpes seguían a los golpes con rapidez aterradora. El muchacho le
arreaba como si fuera un rehilete, hasta que al fin, al igual que Johnson, recibió tantos golpes
y patadas que quedó medio muerto sobre la cubierta. No intervino nadie absolutamente;
Leach pudo haberle muerto; pero habiendo llegado, al parecer, la medida de su venganza, se
alejó del enemigo, que estaba llorando y gimoteando como un cachorrillo, y se dirigió a proa.
Pero estos dos asuntos no fueron sino los acontecimientos iniciales del programa del
día. Por la tarde, Smoke y Henderson dieron en cruzarse de palabras, y de la bodega llegó una
descarga seguida de una carrera precipitada de los otros cuatro cazadores. Una columna de
humo espeso y acre, el que produce siempre la pólvora negra, subía de la escalera, y por ella
bajó de un salto Wolf. Larsen. Hasta nuestros oídos llegó el ruido de los golpes y de la pelea.
Los dos hombres estaban heridos y ambos eran golpeados por el capitán por haber
desobedecido sus órdenes y haberse inutilizado antes de la estación de la caza. En efecto,
estaban malheridos, y después de haberles golpeado, se dispuso a operarles por un
procedimiento quirúrgico brutal y a vendarles las heridas. Yo hacía de practicante, mientras
él sondaba y lavaba los agujeros producidos por las balas, y vi a los dos hombres soportar
esta cirugía cruenta sin anestésicos de ninguna clase y sin otra cosa para reanimarles que un
gran vaso de whisky.
Luego, durante la primera guardia, los disturbios llegaron a lo más álgido en el
castillo de proa. Sirvieron de pretexto los chismes y soplos que habían sido la causa de la
paliza de Johnson, y por el ruido que oímos y por los hombres contusos que vimos al día
siguiente, era evidente que la mitad de los del castillo de proa habían zurrado a la otra mitad.
La segunda guardia y el resto del día se vieron señalados por un combate entre Johansen y
Latimer, el escuálido cazador de tipo yanqui. Tuvo su origen en las observaciones de Latimer
acerca de los ruidos que hacía el segundo mientras dormía, y con todo, y haber sido apaleado,
Johansen mantuvo despiertos a todos en la bodega durante el resto de la noche, en tanto él
dormía como un bienaventurado y revivía una y otra vez la lucha.
En cuanto a mí, toda la noche me vi atormentado por pesadillas. El día había sido
como un sueño terrible; las brutalidades se habían sucedido sin cesar y las pasiones ardientes
y la fría crueldad habían impulsado a los hombres a buscarse mutuamente las vidas y a tratar
de herir, dañar y destruir. Yo tenía los nervios excitados lo mismo que mi mente. Toda mi
vida había transcurrido en una ignorancia relativa de la animalidad del hombre. En realidad,
sólo había conocido la vida por su fase intelectual. También había experimentado la
brutalidad, pero era la brutalidad del intelecto, el sarcasmo incisivo de Charley Faruseth, los
epigramas crueles y las rudas agudezas de los socios del Bibelot y las observaciones ingratas
de los profesores durante mí época de estudiante.
Y eso había sido todo; pero que los hombres hubiesen de descargar su cólera
magullándose la carne mutuamente y derramando sangre, era algo extraño y terriblemente
nuevo para mí. Por eso me habían llamado el alfeñique de Van Weyden, pensaba yo, y me
agitaba inquieto en mi cama atormentado por fuertes pesadillas; me parecía que mi
ignorancia de las realidades había sido bien completa; me reía amargamente de mí mismo y
creí hallar en la repugnante filosofía de Wolf Larsen una explicación más adecuada de la
vida.
Al darme cuenta de la dirección que tomaban mis pensamientos, me asusté. La continua
brutalidad que me rodeaba era de efectos perniciosos. Prometía destruir en mí lo mejor y más
luminoso de mi vida. Mi razón me sugería que la paliza de Thomas Mugridge era una cosa
mala, y sin embargo, por lo que se refería a mi vida, no podía evitar que mi alma se alegrara
de ello. Y aun estando bajo la influencia de la enormidad de mi pecado, porque era un
pecado, me reí con un placer insano. Ya no era Humphrey van Weyden. Era Hump, el
grumete de la goleta Ghost. Wolf Larsen era mi capitán. Thomas Mugridge y los demás eran
mis compañeros, y yo estaba recibiendo repetidas impresiones del sello que había marcado a
todos ellos.
 
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nubarus
view post Posted on 24/8/2010, 09:18




CAPITULO XIII

Durante tres días ejecuté mi trabajo juntamente con el de Thomas Mugridge, y puedo
jactarme de haberlo hecho bien. Sé que mereció la aprobación de Wolf Larsen, en tanto que
los marineros estaban radiantes de satisfacción en el breve espacio que duró mi "régimen".
-El primer bocado limpio que como desde que estoy a bordo -me dijo Harrison en la
puerta de la cocina cuando volvía del castillo de proa con las ollas y cacerolas-. La comida de
Tommy siempre sabe a grasa, a grasa rancia, y calculo que no se ha mudado la camisa desde
que salió de San Francisco.
-Yo tengo la seguridad -respondí.
-Apostaría que duerme con ella -añadió Harrison.
-Y no perderías --convine con él-. La misma camisa y sin quitársela una sola vez en
todo este tiempo.
Pero Wolf Larsen no le concedió sino tres días para reponerse de los efectos de la
paliza. Pues al cuarto, a pesar de estar dolorido y derrengado y casi sin poder ver, tan
hinchados tenía los ojos, fue arrancado de la cama de un tirón en el pescuezo y restituido a
sus obligaciones. Lloró y gimoteó, pero Wolf Larsen era inconmovible.
-Procura no servir más porquerías -fue su mandato al marcharse-. No quiero más
grasa ni suciedad, fíjate bien, y mira si tienes una camisa limpia por casualidad, porque de lo
contrario te zambulliré por la borda. ¿Entendido?
Thomas Mugridge se arrastraba penosamente de un lado a otro de la cocina, cuando
un movimiento brusco del Ghost le hizo tambalearse. En sus tentativas para recobrar el
equilibrio, tendió la mano hacia la barandilla de hierro que rodeaba la cocina económica y
evitaba que los pucheros resbalaran y cayeran, pero no acertó a cogerla, y la mano, seguida
de todo su peso, fue a caer de lleno sobre la ardiente superficie. Hubo un chirrido y olor a
carne quemada y al mismo tiempo un agudo grito de dolor.
-¡Oh, Dios, Dios! ¿Qué he hecho? -se lamentaba sentado encima de la caja del carbón,
y meciéndose, trataba de aliviar este nuevo daño-. ¿Por qué se volverá todo contra mí? Es
muy triste esto, y yo soy un ser inofensivo que pasa por la vida sin perjudicar a nadie.
Por sus mejillas hinchadas y amoratadas corrían las lágrimas, y su rostro era una
imagen del dolor. Lo cruzó un relámpago de cólera salvaje.
-¡Ah, cómo le odio, cómo le odio! -murmuró entre dientes.
-¿A quién? -pregunté yo; pero el infeliz lloraba de nuevo sus desdichas.
No era muy difícil adivinar a quién odiaba y a quién no. Sin embargo, yo había
llegado a descubrir en él un espíritu maligno que le impulsaba a odiar a todo el mundo. A
veces me parecía que hasta se odiaba a sí mismo, de tal modo se mostraba para él grotesca y
monstruosa la vida. En esos momentos me inspiraba una gran compasión y me avergonzaba
de haber sentido alguna vez alegría por sus derrotas o sus dolores. La vida había sido ingrata
con él. Le había hecho una mala pasada al formarle tal como era, y desde entonces no había
dejado de hacerle jugarretas. ¿Cómo podía convertirse en una cosa distinta de lo que era? Y
en contestación a mi mudo pensamiento, gimoteó
-Yo no he tenido jamás una oportunidad, ni siquiera media ¿A quién tenía yo para que
me mandase a la escuela, llenara mi estómago hambriento, me limpiara las narices
ensangrentadas cuando era un niño? ¿Quién se interesó jamás por mi? ¿Quién, a ver?
-No importa, Tommy -dije, poniéndole una mano sobre el hombro-. ¡Animo! Al fin se
arreglará todo. Tienes muchos años por delante y aún podrás hacer de ti lo que quieras.
-¡Eso no es cierto, eso no es cierto! -me escupió en la cara, apartando la mano al
propio tiempo-. Eso no es cierto, y tú lo sabes. Para mí no hay remedio, soy una escoria, un
pingajo. Eso está bien para ti, Hump, que has nacido en buena casa. Tú ignoras qué es tener
hambre, acostarte llorando con el estómago vacío y royéndote como si dentro hubiese una
rata. Eso no puede dar buenos frutos. Si mañana fuese yo presidente de los Estados Unidos,
¿sabes cómo me hartaría de una vez por toda el hambre que he pasado de niño?
"Pero, ¿cómo es posible? Yo he nacido para sufrir y penar. Yo he sufrido más
cruelmente que diez hombres, La mitad de mi vida la he pasado en el hospital. He tenido
fiebres en Aspinwall, en La Habana, en Nueva Orleáns. Estuve a punto de morir del
escorbuto, que me fastidió durante seis meses, en las Barbadas. Tuve la viruela en Honolulú,
me fracturé las dos piernas en Shanghai, una pulmonía en Unalaska, tres costillas rotas y todo
el cuerpo magullado en San Francisco. Y aquí me tienes ahora ¡Fíjate, fíjate! Las costillas
deshechas otra vez a patadas. No tardaré mucho en vomitar sangre. ¿Cómo acabaré?,
pregunto yo. ¿Quién se encargará de ello? ¿Dios? ¡Cómo debía odiarme Dios cuando me con.
trató para hacer una travesía por este mundo infame!
La invectiva contra el Destino duró más de una hora y después se entregó al trabajo,
cojeando, gruñendo y mostrando en los ojos un odio terrible a todo lo existente. Su
diagnóstico fue acertado, sin embargo, pues de vez en cuando sufría náuseas, durante las
cuales vomitaba sangre y padecía horriblemente. Y según había dicho él, parecía que Dios le
odiaba demasiado para dejarle morir, pues, poco a poco, fue mejorando y se hizo más
maligno que nunca.
Transcurrieron varios días aún antes de que Johnson pudiera subir a cubierta, y
finalmente se restituyó al trabajo con poco ánimo. Seguía enfermo, y más de una vez le
observé subir penosamente a las gavias o caerse sin fuerzas cuando estaba en el timón. Pero
lo peor de todo era que parecía haber perdido el valor. Se humillaba ante Wolf Larsen y se
arrastraba casi con Johansen. Muy distinta era la conducta de Leach. Daba vueltas por la
cubierta como un tigre joven, clavando en Wolf Larsen y Johansen sus ojos cargados de odio.
-Aún faltas tú, sueco patoso -oí que le decía a Johansen una noche sobre cubierta
El segundo. soltó un taco en la oscuridad, y un momento después algo fue a clavarse
en la pared de la cocina. Hubo más juramentos y una carcajada burlona, y cuando todo estuvo
tranquilo, salí con precaución y encontré un cuchillo empotrado más de una pulgada en la
sólida madera. Pocos minutos después llegó el segundo en busca del cuchillo, pero al día
siguiente se lo devolví secretamente a Leach. Al entregárselo hizo una mueca, que contenía
una gratitud más sincera que esos raudales de verbosidad que acostumbran a prodigar los
miembros de mi clase.
Contrariamente a todos los compañeros del barco, me encontraba ahora libre de riñas
y contaba con la simpatía de todos. Es posible que los cazadores no hicieran sino tolerarme,
pero ninguno me mostraba aversión, tanto, que Smoke y Henderson, aún convalecientes bajo
un toldo en la cubierta y balanceándose día y noche en sus hamacas, me aseguraban que yo
valía más que una enfermera del hospital y que al final del viaje, cuando cobraran, no se
olvidarían de mí. ¡Como si yo necesitara de su dinero! Yo estaba encargado de atenderles y
cuidar sus heridas, y no hacía sino cumplir mi misión lo mejor que podía.
Wolf Larsen sufrió otro terrible ataque de jaqueca, que duró dos días. Debía padecer
mucho, porque me mandó llamar y obedeció mis órdenes como un niño enfermo. Pero todo
lo que podía hacerle resultaba ineficaz. A instancias mías, sin embargo, dejó de fumar y
beber; pero a mi me extrañaba que un ejemplar tan magnifico tuviese dolores de cabeza.
-Esto es la mano de Dios, te digo -así es cómo lo interpretaba Louis-. Es un castigo
por todas sus malas obras, y aún le espera más, a no ser que...
-A no ser que... -repetí yo.
-Dios se haya dormido y no cumpla con su deber; pero esto no debiera decirlo.
Dije mal al decir que contaba con la simpatía de todos. No sólo seguía odiándome
Thomas Mugridge, sino que había presentido una nueva razón para odiarme. En vano traté de
adivinarla, hasta que al fin comprendí que era a causa de haber nacido con mejor suerte que
él; había nacido caballero, según decía.
-Todavía no ha muerto nadie -dije a Louis, censurándole, cuando Smoke y Henderson,
en amigable conversación, hacían por primera vez un poco de ejercicio.
Louis me miró con sus ojos grises y astutos y movió la cabeza con un gesto agorero.
-Ya llegará, y te aseguro que habrá velas y drizas y trabajo para todos cuando empiece
a aullar. Tengo hace tiempo un presentimiento, y ahora lo siento con la misma claridad que
oigo el roce del cordaje en una noche oscura. Anda cerca, anda cerca.
-¿Quién será el primero? -le pregunté.
-El viejo y gordo Louis no, te lo garantizo riendo-. Porque le he prometido a este
cuerpo que el año próximo por este tiempo estaré mirándome en los ojos de mi madre,
cansados de tanto escrutar el mar en espera de los cinco hijos que le ha dado.
-¿Qué te estaba diciendo? -me preguntaba Thomas Mugridge un momento después.
-Que cualquier día se irá a su casa para ver a su madre -respondí con diplomacia.
-Yo no he conocido a la mía -comentó el cocinero, mientras clavaba en los míos sus
ojos sin brillo y sin esperanza.
 
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nubarus
view post Posted on 24/8/2010, 10:27




CAPITULO XIV

Había comenzado a darme cuenta del escaso valor que siempre había atribuido a la
mujer. En cuanto a eso, a pesar de no ser un temperamento erótico, por lo que he podido
comprender, yo nunca había salido de la atmósfera de las mujeres hasta ahora. Mi madre y
mis hermanas estaban conmigo y yo trataba siempre de huir de ellas, porque con su solicitud,
sus cuidados y sus Incursiones periódicas en mis habitaciones me fastidiaban y me volvían
loco, después de las cuales la ordenada confusión, de fa que estaba yo tan orgulloso, se
convertía en una confusión mayor y menos ordenada, aunque tuviese mejor aspecto. Después
que ellas salían, nunca podía encontrar nada. Pero ahora, ¡cuánto no hubiese agradecido
sentirlas cerca de mí, oír el frufrú de sus vestidos, que tan cordialmente había detestado!
Tengo la seguridad de que, si alguna vez vuelvo a casa, no me mostraré irascible con ellas.
Podrán cuidarme y atenderme de la mañana a la noche, y limpiar, barrer y ordenar mis
habitaciones en todo momento del día, y no haré sino reclinarme, contemplarlas y dar las
gracias sin cesar por tener una madre y varias hermanas.
Todo esto ha dado lugar a que yo me preguntase: "¿Dónde están las madres de estos
veinte hombres tan extraños que lleva el Ghost?" Me parece contrario a la naturaleza que los
hombres estén totalmente separados de la mujer y vayan por el mundo sin ella como rebaños.
La grosería y la brutalidad son los resultados inevitables. Estos hombres que me rodean
habrían de tener esposas, hermanas, hijas; entonces podrían ser tiernos y cariñosos. Ahora
ninguno de ellos está casado. Hace años y años que no han estado en contacto con mujeres
buenas, bajo la irresistible influencia o redención que de ellas irradia. En sus vidas no ha
habido equilibrio. Su masculinidad, que en sí ya es brutal, se ha desarrollado con exceso. La
otra fase de su naturaleza, la espiritual, se ha atrofiado, en realidad.
Son una reunión de célibes que se rozan ásperamente todos los días, y de este roce
diario ha nacido una mayor callosidad. Hay veces que me parece imposible que estos
hombres hayan tenido nunca madre.
Dan la impresión de ser una raza aparte, medio brutos y medio hombres, que carecen
totalmente de sexo, parece cual si hubieran sido empollados por el sol como los huevos de
tortuga y que toda su vida se han enconado en la brutalidad y el vicio, para morir al fin tan
toscos como han vivido.
Este nuevo rumbo de las ideas ha despertado mi curiosidad, y anoche hablé con
Johansen las primeras palabras con que me ha favorecido desde que empezó el viaje. Salid de
Suecia cuando tenía dieciocho años, ahora tiene treinta y ocho, y en todo este tiempo no ha
vuelto una sola vez a su casa. Hace un par de años encontró a un paisano en una fonda de
marineros en Chile por el que supo que su madre vivía aún.
-Ahora debe ser ya muy vieja -dijo, fijando meditabundo los ojos en la bitácora y
lanzando después una mirada penetrante a Harrison, que se había apartado un punto de la
ruta.
-¿Cuándo fue la última vez que le escribiste?
Hizo su cálculo mental en voz alta.
-Ochenta y uno, no; ochenta y dos, ¿eh?, no, ochenta
y tres. Sí, ochenta y tres. Diez años atrás. Desde un punto insignificante de Madagascar
donde hacía negocio.
-Pero mira -prosiguió como si se dirigiera a su madre olvidada-, cada año pensaba ir a
casa. Así es que no valía la pena escribir, y siempre sucedía algo que me impedía realizar mi
propósito. Pero ahora soy el piloto y cuando cobre en San Francisco, tal vez quinientos
dólares, me embarcaré en un velero que vaya a Liverpool, dando la vuelta por el cabo de
Hornos, con lo cual ganaré más dinero, y luego me pagaré el pasaje desde allí a case.
Entonces ella ya no trabajará más.
-Pero, ¿trabaja aún ahora? ¿Qué edad tiene?
-Alrededor de los setenta -respondió. Y después añadió con arrogancia-: Nosotros, en
nuestro país, trabajamos desde que nacemos hasta que morimos. Por eso vivimos tantos años.
Yo llegaré a los cien.
Jamás olvidaré esta conversación. Estas palabras fueron las últimas que le oí
pronunciar, tal vez fuesen también las últimas que pronunciara. Al bajar a la cabina para
acostarme, noté que hacía demasiado calor para dormir abajo. Era una noche de calma.
Habíamos salido del contraalisio y el Ghost hacía apenas un nudo por hora. Así es que cogí
una manta y una almohada y subí a cubierta.
Pasé entre Harrison y la bitácora, que estaba construida encima de la cabina, y vi que
se había apartado tres puntos completos de la ruta. Creyendo que estaba dormido y deseando
evitarle una repulsa o algo peor, me acerqué para hablarle. Pero no dormía. Tenía los ojos
fijos y muy abiertos. Parecía extraordinariamente turbado y no pudo contestarme.
-¿Qué te pasa? -le pregunté-. ¿Estás enfermo?
Sacudió la cabeza, y con un profundo suspiro, como si despertara, recobró el aliento.
-Pues procura no abandonar el rumbo entonces :e reprendí.
Hizo girar un poco el volante y observé cómo la brújula se inclinaba lentamente hacia
Nornoroeste y se sostenía con ligeras oscilaciones.
Había encontrado un lugar fresco para tender la manta y ya me disponía a tumbarme,
cuando me sorprendió un ligero ruido y miré hacia la barandilla de popa. Una mano fuerte
chorreando agua se había agarrado a ella Una segunda mano surgió de la oscuridad al lado de
la primera. Miré fascinado. ¿Qué visitante de las profundidades del abismo iba a aparecer?
Fuese quien fuera, comprendí que trepaba a bordo por la cuerda de la corredera. Vi una
cabeza, el cabello mojado y aplastado y luego los ojos inconfundibles y la cara de Wolf
Larsen. La mejilla izquierda estaba cubierta de sangre que manaba de alguna herida de la
cabeza.
 
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belzebuth666
view post Posted on 25/8/2010, 07:39




Con un ligero esfuerzo se encaramó a bordo y se puso de pie, mirando al mismo
tiempo al hombre del timón, como para asegurarse de su identidad y de que nada había de
temer de su parte. Todo él chorreaba agua de mar. Hacía un ruidito muy perceptible, que me
distrajo. Al dirigirse hacia mí retrocedí instintivamente, porque en sus ojos había como una
amenaza de muerte.
-Hola, Hump -dijo en voz baja-. ¿Dónde está el segundo?
Yo moví la cabeza
-¡Johansen! -llamó suavemente-. ¡Johansen!... ¿Dónde está? -preguntó a Harrison.
El joven parecía haber recobrado la serenidad, porque contestó con bastante firmeza:
-No lo sé, señor. Hace poco, le vi dirigirse a proa.
-También yo fui a proa, pero habrás observado que no vuelvo por el mismo camino.
¿Puedes explicarte esto?
-Debe usted haber caído al agua, señor.
-¿Quiere que le busque en la bodega, señor? -pregunté yo.
Wolf Larsen sacudió la cabeza.
-No le hallarás, Hump. Pero tú sirves lo mismo… Ven. No te preocupes de tu ropa de
carea.
Yo le seguí. Nada se movía en el centro del barco.
-Estos malditos cazadores -comentó- son demasiado gordos y holgazanes para resistir
cuatro horas de guardia.
Pero en el extremo del castillo de proa encontró a tres marineros dormidos. Les
empujó para verles la cara Formaban la guardia de cubierta, y cuando hacía buen tiempo, era
costumbre en el barco dejar dormir a la guardia, excepto el oficial, el timonel y el vigía.
-¿Quién es el vigía? -preguntó.
-Yo, señor -respondió Holyoak, uno de los marineros de alta mar, con un ligero
temblor en la voz-. Acababa de cerrar los ojos en este momento, señor. Perdóneme usted,
señor; no volverá a suceder.
-¿Habéis oído o visto algo en la cubierta?
-No, señor; yo...
Pero Wolf Larsen ya se alejaba, dejando al marinero, que se restregaba los ojos
sorprendido de haber salido tan bien librado.
-Sin hacer ruido ahora -me advirtió Wolf Larsen, con un murmullo al doblar el cuerpo
para introducirse por la escotilla del castillo de proa y bajar.
Yo le seguía, latiéndome con fuerza el corazón. Lo que iba a suceder me era tan
inesperado como lo ocurrido anteriormente. Se había vertido sangre, y Wolf Larsen, por
capricho, no se había tirado al agua con '1 cráneo abierto. Además, faltaba Johansen.
Aquélla era la primera vez que bajaba yo al castillo de proa, y tardaré en olvidar la
impresión que me produjo visto desde el pie de la escalera. Construido en los mismos ojos
del barco, afectaba la forma triangular, y siguiendo la dirección de los lados, estaban en doble
hilera las literas. No era mayor que un dormitorio de la Grub Street3, y no obstante dormían
allí, comían y efectuaban todas las funciones de la vida doce hombres. Mi alcoba en mi casa
no era grande, pero hubiese podido contener una docena de veces el castillo de proa, y
teniendo en consideración la altura del techo, una veintena al menos.
Los durmientes no se enteraron de nuestra llegada. Había ocho, las dos guardias, y el
aire estaba viciado por el calor y el olor de sus alientos y lleno del ruido de sus ronquidos,
suspiros y gruñidos, prueba evidente del reposo de la bestia humana. Pero, ¿estaban, en efecto,
dormidos todos o habrían despertado? Esto era, sin duda, lo que Wolf Larsen quería
averiguar: los hombres que parecían dormir, los que no dormían o que no habían dormido en
mucho rato. Y lo efectuó en una forma que me trajo a la memoria un cuento de Boccaccio.
Descolgó la lámpara del soporte y me la entregó. Comenzó por las primeras literas de
proa del lado de estribor. En la más alta estaba Oofty-Oofty, un kanaka y marino espléndido,
llamado así por sus compañeros. Dormía acostado sobre la espalda y respiraba tan plácidamente
como una mujer. Tenía un brazo debajo de la cabeza y el otro encimad e las
mantas, Wolf Larsen le cogió la muñeca entre el pulgar y el índice y contó sus pulsaciones.
Estando en esto, despertó el kanaka con la misma delicadeza con que habla dormido. No hizo
el menor movimiento con el cuerpo. Sólo movió los ojos. Eran grandes y negros, y los fijó
muy abiertos, sin Parpadear, en nuestros rostros. Wolf Larsen se llevó un dedo a los labios
indicándole que guardara silencio, y los ojos volvieron a cerrarse.
En la litera de abajo estaba acostado Louis, gordo y sudoroso, dormido de verdad y
respirando trabajosamente. Mientras Wolf Larsen le tenía cogido de la muñeca, se agitó
incómodo, arqueando el cuerpo de modo que durante un momento se apoyó en los hombros y
los talones. Sus labios se movieron, y dejó oír frases enigmáticas
"Un chelín vale un cuarto; pero sacad fuera las lámparas, porque si no, los
republicanos os las echarán encima por seis peniques."
Después se volvió de lado, con un profundo suspiro, casi un sollozo, y dijo:
"Una moneda de seis peniques es un curtidor y un chelín es un cencerro pero un pony
no sé qué es." Satisfecho con la sinceridad del sueño de este hombre y del kanaka, Wolf
Larsen pasó a las dos literas siguientes del mismo lado de estribor, ocupadas, según vimos a
la luz de la lámpara, por Leach la de arriba y por Johnson la otra.
Al inclinarse Wolf Larsen hacia la litera más baja para tomar el pulso de Johnson, yo,
que estaba de pie y sosteniendo la lámpara, vi levantarse la cabeza de Leach y mirar a
hurtadillas por el borde de la cama para ver qué pasaba. Debió adivinar la jugada de Wolf
Larsen y la seguridad de ser descubierto, pues al momento me fue arrebatada la lámpara de la
mano y el castillo de proa quedó a oscuras. En el mismo instante debió saltar directamente
sobre Wolf Larsen.
Los primeros ruidos fueron los de un combate entre un toro y un lobo. Oí un mugido
furioso producido por Wolf Larsen, y Leach aullaba con una desesperación que helaba la
sangre. Johnson debió reunírsele inmediatamente, ya que su conducta vil y rastrera sobre cubierta,
durante los últimos días, no había sido sino una ficción que formaba parte de su plan.
Yo estaba atemorizado con esta lucha en la oscuridad y me apoyé contra la escala,
trémulo y sin poder subir. Volvía a invadirme aquel malestar en el estómago causado siempre
por el espectáculo de la violencia física. Entonces no podía ver, pero oía el ruido de los
golpes, el blando crujido de la carne al chocar con fuerza con la carne. Después fue el roce de
los cuerpos enlazados, las respiraciones anhelantes y el jadear breve y rápido producido por
el dolor.
Debieron entrar más hombres en la conspiración para asesinar al capitán y al segundo,
pues por los ruidos comprendí que Leach y Johnson habían recibido pronto el refuerzo de
algunos de sus camaradas.
-¡Que me den un cuchillo! -gritaba Leach.
-!Dale en la cabeza! ¡Machácale los sesos! -vociferaba Johnson.
Pero a Wolf Larsen no se le volvió a oír después del primer mugido. Luchaba horrible
y silenciosamente por la vida. Estaba herido y acorralado. Desde un principio había tratado en
vano de ponerse en pie y a pesar de su fuerza formidable pensé que no había esperanza para
él.
De la violencia de la lucha participaba yo directamente, pues me derribaban aquellos
cuerpos embravecidos y me magullaban dolorosamente. En medio de la confusión, logré
introducirme en una litera baja que estaba vacía.
-¡Aquí todos! ¡Ya le tenemos, ya le tenemos! -oí gritar a Leach.
-¿A quién? -preguntaban los que habían estado realmente dormidos y ahora
despertaban sin saber para qué.
-Es el maldito piloto -contestó Leach astutamente con voz apagada.
Estas palabras fueron saludadas con gritos de alegría, y desde aquel momento Wolf
Larsen tuvo siete hombres fornidos encima, pues Louis creo yo que no tomó parte en el
combate. El castillo parecía un enjambre de abejas excitadas por algún merodeador. -
¡Hola, muchachos, ánimo! -gritó Latimer desde la escotilla, demasiado prudente para bajar al
infierno de odio, cuyos ruidos furiosos oiría bajo él en la oscuridad.
-¿No tiene nadie un cuchillo? ¡Oh!, ¿no tiene nadie un cuchillo? -insistió Leach en el
primer intervalo de relativo silencio.
El número de los agresores era motivo de confusión. Se entorpecían sus esfuerzos, en
tanto que Wolf Larsen con un solo propósito, consiguió realizarlo. Consistía éste en abrirse
paso por el suelo hasta la escalera. A despecho de la absoluta oscuridad, yo seguía sus progresos
por el ruido. Ningún hombre, de no ser un gigante, hubiese llevado a término lo que él
hizo, una vez que hubo ganado el pie de la escalera. Paso a paso, a fuerza de brazos, teniendo
encima todos los hombres, que se esforzaban por hacerle retroceder, levantó el cuerpo del
suelo y se puso de pie. Y entonces, paso a paso, ayudado de pies y manos, subió lentamente
:a escalera.
El final de todo aquello pude verlo bien, pues Latimer había traído al fin una linterna,
y la sostenía de tal modo que la luz entraba por la escotilla. Wolf Larsen estaba casi en los
últimos tramos, pero yo no le veía. Todo lo que podía abarcar era el grupo de hombres que le
sujetaban. Se encaramaban tras él como una enorme araña de muchas patas y se balanceaban
de atrás adelante, siguiendo el rítmico vaivén del barco. Y paso a paso, con grandes
intervalos, el grupo subía. Una vez vaciló y estuvo a punto de caer hacia atrás, pero volvió a
asir la presa un momento abandonada y continuó ascendiendo.
-¿Quién es? -preguntó Latimer.
A la luz de la linterna pude ver su semblante perplejo mirando hacia abajo.
-Larsen -dijo una voz velada que salió del grupo.
Latimer alargó su mano libre. Vi subir otra mano para cogerla. Latimer estiró y los
dos últimos escalones fueron subidos de un salto. Después la otra mano de Wolf Larsen se
agarró al borde de la escotilla. El grupo se precipitó fuera de la escalera, aferrados todavía
aquellos hombres al enemigo que se escapaba. Empezaron a salir, a lastimarse con los bordes
aguzados de la escotilla y a ser pateados por unas piernas que ahora golpeaban con fuerza.
Leach fue el último en retirarse, cayendo de espaldas desde lo alto de la escotilla y empujando
con la cabeza y los hombros a los camaradas que se agitaban abajo. Wolf Larsen
desapareció con la linterna y quedamos en tinieblas.
 
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astaroth1
view post Posted on 25/8/2010, 07:56




CAPITULO XV

Cuando los hombres que estaban al pie de la escalera lograron levantarse, comenzaron
a jurar, a maldecir.
-Encended una luz, tengo el pulgar descoyuntado -decía uno de ellos, Parsons, un
hombre moreno y silencioso, timonel del bote de Standish, del cual Harrison era remero.
-Lo encontrarás brincando por el poste de amarras -repuso Leach, sentándose en el
borde de la cama en que estaba yo oculto.
Se oyeron tanteos y raspar de cerillas, y la lámpara turbia y ahumada volvió a
alumbrar, y a su luz indecisa se agitaban hombres con las piernas desnudas curándose las
contusiones y las heridas. Oofty-Oofty se había apoderado del pulgar de Parsons, tirando de
él con fuerza y volviéndolo al sitio. Al mismo tiempo noté que los nudillos del kanaka
estaban desollados hasta e¡ hueso. Los exhibía, mostrando al hacerlo los hermosos dientes
blancos en una mueca y explicando que se había producido aquella herida golpeando a Wolf
Larsen en la boca.
-Entonces, ¿fuiste tú, negro miserable? preguntó en tono belicoso uno llamado Kelly,
irlandés-americano, albino y remero de Kerfoot, que se embarcaba por primera vez--
Al hacer la pregunta escupió una bocanada de sangre y dientes y arrimó su rostro
pendenciero a Oofty Oofty. El kanaka retrocedió de un salto a su camarote, para volver de
otro salto esgrimiendo un largo cuchillo.
-Ea, acostaros, me fatigáis -intervino Leach. Evidentemente, a pesar de su
juventud y escasa experiencia, era el gallo del castillo de proa.
-Anda, Kelly, déjale. ¿Cómo diablos podía saber que eras tú en la oscuridad?
Kelly se apaciguó, pero siguió refunfuñando, y el kanaka enseñó sus dientes blancos
en una sonrisa agradecida. Era un ser hermoso, de belleza casi femenina; en su rostro y en sus
grandes ojos había una dulzura de ensueño que parecía contradecir su reputación de enérgico
y valiente.
-¿Cómo ha podido escapar? -preguntó Johnson.
Estaba sentado en el borde de su litera y todas sus facciones reflejaban una extrema
tristeza y absoluto abatimiento. Aún respiraba con dificultad a causa del esfuerzo realizado--
Durante la pelea le habían arrancado la camisa, y de una herida en la mejilla fluía la sangre,
que se deslizaba por su pecho desnudo, marcando un rojo sendero a través del muslo blanco,
para acabar goteando en el entarimado.
-Porque es el diablo, como ya os tengo dicho -contestó Leach, y como consecuencia
se levantó y desahogó su contrariedad con lágrimas de coraje-. ¡Y no darme ninguno de
vosotros un cuchillo¡ -no cesaba de lamentar.
Pero el resto de los hombres, vivamente preocupados con lo que sobrevendría, no le
prestaban atención. -¿Cómo podrá saber quién ha sido? -preguntó Kelly, y al proseguir
dirigió una mirada cruel a su alrededor. ¡A no ser que nos delate alguien ¡
-Lo sabrá tan pronto como nos eche la vista encima -replicó Parsons-. Le bastaría con
mirarte a ti. Dile que se hundió el techo y te arrancó los dientes cuajo -aconsejó Louis
haciendo una mueca.
Era el único hombre que no había abandonado la
cama, y estaba lleno de júbilo por no tener lesión alguna, con lo cual probaba no haber
tomado parte en la conspiración de la noche.
-Esperad solamente hasta mañana, en que eche una ojeada a los vasos -añadió riendo.
-Diremos que le tomamos por el segundo -dijo uno.
Y otro repuso:
-Yo ya sé qué le diré... que al oír el escándalo salté de la cama, para recibir un
mamporro en la quijada, y que fue tal el dolor que me produjo, que me lancé en medio de la
refriega, y claro, en la oscuridad no pude conocer a nadie y pegué desatinadamente.
-Y por supuesto, yo fui quien te hirió -concluyó Kelly, y al momento se iluminó su
semblante-. Leach y Johnson no tomaban parte en la conversación, y era fácil advertir que sus
compañeros les consideraban como hombres perdidos, sin esperanzas, y les daban por
muertos. Leach soportó sus reproches durante un buen rato, pero al fin estalló:
-¡Me aburrís! ¡Sois un atajo de cobardes! Si hablarais menos con la boca e hicierais
algo con las manos, a estas horas ya hubiéramos acabado con él. ¿Por qué uno de vosotros,
sólo uno, no me dio un cuchillo cuando lo pedí. ¡Me aburrís! Todo se os vuelve armar
escándalo, como si hubiera de mataros cuando os coja! Bien sabéis que no lo hará; no puede
prescindir de vosotros. Aquí no hay sobra de marineros y él os necesita para su negocio-- Si
os perdiera, ¿a quién tendría para las maniobras? Johnson y yo somos los únicos que
habremos de pagar las consecuencias. Idos a la cama; quiero dormir un rato.
-Está muy bien -repuso Parsons-. Es posible que a nosotros no nos haga nada, pero
acordaos de lo que os digo: de ahora en adelante el infierno será una nevera comparado con
este barco.
Durante todo este tiempo estaba yo preocupado respecto de mi situación. ¿Qué pasaría
cuando aquellos hombres notaran mi presencia? No podría abrirme paso luchando como lo
había hecho Wolf Larsen, y en este preciso instante, Latimer gritaba por la escotilla: -
Hump, el viejo te llama.
-No está aquí -contestó Parsons.
-Sí que está -dije yo, deslizándome de la litera y haciendo lo posible para comunicar a
mi voz firmeza y audacia.
Los marineros me miraron consternados. El miedo se dibujaba con trazos enérgicos en
sus semblantes y también la maldad que el miedo inspira.
-¡Voy! -grité a Latimer.
-¡No, no irás! -exclamó Kelly interponiéndose entre la escalera y yo y con la mano
derecha engarfiada como si fuera a estrangularme-. ¡Víbora maldita, yo te cerraré la boca!
-Déjale -ordenó Leach.
-¡No, por tu vida! -respondió colérico.
Leach no se movió del borde de la cama.
-¡Déjale, te digo! -repitió, pero esta vez su voz era estridente y metálica--
El irlandés vaciló.
- Yo intenté pasar por su lado y él se apartó. Cuando hube alcanzado la escalera, me
volví hacia aquel círculo de rostros brutales y malvados que me miraban a través de la
penumbra. De pronto me inspiraron una profunda simpatía; recordé la expresión del cocinero:
"¡Cómo debía odiarles Dios para tratarles así! ".
-Os aseguro que no he visto ni oído nada -dije con aplomo.
-Ya os he dicho que es un buen muchacho -oí que afirmaba Leach mientras yo subía
la escalera-. Quiere tanto al lobo como tú y yo.
Encontré a Wolf Larsen esperándome en la cabina, desnudo y cubierto de sangre. Me
saludó con una de sus sonrisas caprichosas.
-Ven, doctor, ponte al trabajo. Según las muestras, este viaje será favorable para que
hagas una práctica extensa. No sé qué hubiera sido del Ghost sin ti, y si yo pudiese albergar
tan nobles sentimientos, te diría que su patrón te está profundamente agradecido.
Yo conocía el manejo del sencillo botiquín que llevaba el Ghost, y mientras calentaba
agua en la estufa de la cabina y preparaba las cosas para curarle las heridas, él andaba por allí
examinándose las lesiones y calculando su importancia. Hasta entonces no le había visto
nunca desnudo, y la vista de su cuerpo me dejó suspenso. Jamás me he sentido propenso a
exaltar la carne, muy lejos de ello, pero hay en mí bastante sentimiento artístico para poder
apreciar sus maravillas.
Debo decir que quedé fascinado por la perfección de líneas de la figura de Wolf
Larsen y por lo que podría llamarse la terrible belleza de la misma. Me había fijado en los
hombres del castillo de proa; no obstante ser algunos de ellos de musculatura poderosa, todos
tenían alguna incorrección; falta de desarrollo excesivo allá, alguna torcedura que había
destruido la simetría, piernas demasiado cortas o muy largas, demasiado nerviosas o
huesudas o delgadas. Oofty-Oofty era el único cuyas líneas eran del todo satisfactorias, pero
todo lo que tenían de agradables lo tenían también de afeminadas.
Wolf Larsen era el prototipo del hombre, casi un dios, por su perfección. Al andar o
mover los brazos, los fuertes músculos saltaban y se movían bajo la piel satinada. Se me
había olvidado decir que el color bronceado terminaba con la cara. Su cuerpo, gracias a la
sangre escandinava, era blanco como el de la más blanca de las mujeres. Recuerdo que
cuando se llevó la mano a la cabeza para reconocer la herida, observé el bíceps agitarse como
una cosa viva bajo la blanca epidermis. Era el bíceps que estuvo una vez a punto de
arrancarme la vida, el que había visto asestar tantos golpes mortales. No podría apartar de él
mis ojos; me había quedado de pie, inmóvil, con un paquete de algodón antiséptico en la
mano, que lo solté y dejé caer en el suelo.
El me vio, y se apercibió de que estaba contemplándole.
-Dios se lució con usted -dije.
-¿Te parece? -respondió-. Eso he pensado yo también muchas veces, sin poderme
explicar el motivo.
-Se propondría... -comencé.
-La utilidad -me interrumpió-. Este cuerpo fue hecho para el uso. Estos músculos
fueron creados para coger, desgarrar y destruir las cosas vivas que se interpusieran entre la
vida y yo. Pero, ¿has pensado en las otras cosa vivas? Ellas también tienen músculos de una
clase o de otra, hechos para apretar, desgarrar y destruir; y cuando se ponen entre la vida y
yo, procuro inutilizarlas. El propósito no puede explicar esto, pero sí la utilidad.
-Eso no es bello -protesté.
-No creas que la vida lo sea --dijo sonriendo-. Y con todo, has dicho que yo estoy bien
hecho. ¿Ves esto?
Puso en tensión las piernas y los pies, oprimiendo el entarimado de la cabina con los
dedos de los mismos, como si hiciera presa con ellos. Los músculos se combaron bajo la piel,
formando nudos y prominencias.
-Toca -ordenó.
Eran duros como el hierro, y observé también que todo su cuerpo se había puesto en
tensión y elástico; los músculos se dibujaban suavemente alrededor de las costillas, a lo largo
de la espalda y a través de los hombros; tenía los brazos ligeramente levantados, con los
músculos contraídos, los dedos se engarfiaban hasta convertirse en garras; y aun los ojos
habían cambiado la expresión, encendiéndose atentos y vigilantes con la luz de la
acometividad.
-Estabilidad, equilibrio -dijo relajando la tensión de su cuerpo y volviéndolo al
reposo-. Pies para apoyarme en el suelo, piernas para sostenerme y para contribuir a la
resistencia mientras lucho, con los brazos, los dientes y las manos para matar y no ser muerto.
¿Propósito? No; utilidad es la palabra más apropiada.
No repliqué. Había visto el mecanismo de los primitivos animales de combate, y
estaba tan emocionado como si hubiese contemplado la maquinaria de un gran barco de
guerra o de un trasatlántico.
Me sorprendió el considerar la lucha feroz del castillo de proa y la superficialidad de
sus lesiones, y puedo jactarme de haberlas curado con gran destreza. Aparte varias heridas de
alguna importancia, lo demás no eran sino contusiones y rasguños. El golpe que había
recibido en la cabeza antes de caer al agua le había producido un corte de varias pulgadas.
Siguiendo sus instrucciones, lo lavé y saturé, no sin antes afeitar los bordes de la herida.
Además, tenía la pantorrilla profundamente lacerada, como si hubiese sido despedazada por
un alano. Dijo que al principio de la refriega algún marinero se había aferrado a ella con los
dientes, siendo arrastrado sin soltar hasta lo alto de la escalera del castillo de proa, donde se
lo sacudió de una patada.
-Por lo que he podido observar, Hump, eres un hombre habilidoso -empezó Wolf
Larsen cuando hubo terminado-. Nos falta el segundo. De ahora en adelante distribuirás las
guardias, recibirás setenta y cinco dólares y en todo el barco te llamarán míster Van Weyden.
-Yo... yo no entiendo nada de navegación, usted ya lo sabe -dije lleno de asombro.
-No es necesario.
-En realidad, no ambiciono destinos elevados -objeté-. En mi humilde situación
presente, ya me resulta bastante precaria la vida. Carezco de experiencia. La mediocridad
tiene sus compensaciones.
Sonrió como si todo estuviera resuelto.
-¡Yo no quiero ser segundo en este barco infernal! -exclamé, retándole.
Vi endurecerse la expresión de su semblante y a sus ojos asomó la chispa cruel.
-Y ahora, míster Van Weyden, buenas noches.
-Buenas noches, míster Larsen -respondí débilmente.
 
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