El lobo de mar, Jack London

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astaroth1
view post Posted on 31/8/2010, 16:33




CAPITULO XXXVI

Durante dos días Maud y yo recorrimos el mar y exploramos las playas, en busca de
los mástiles perdidos, pero hasta el tercero no los encontramos. Los hallamos todos, las
cizallas incluidas, aunque en el lugar más peligroso, al pie del promontorio sudoeste, batido
por las olas. ¡Y cómo trabajamos! Regresamos a nuestra pequeña ensenada, cerrada ya la
noche, para proseguir en los días sucesivos nuestro desesperado esfuerzo.
Hubo un momento en que, completamente extenuados de fatiga, quise abandonarlo
todo; pero Maud se opuso, significándome que era el único medio de libertarnos. De no poder
navegar en el Ghost, habríamos de permanecer hasta la muerte en aquella isla desconocida, a
la que no abordarla nadie.
-Se olvida del bote que hallamos en la playa -le recordé.
-Era un bote de cazadores -replicó-, y demasiado sabe usted que si los hombres se
hubieran salvado, hubiesen vuelto para hacerse ricos en este criadero.
No hubo más remedio sino seguir hasta lograr reunir los mástiles, después de
esfuerzos inauditos. Regresábamos a nuestra isla, a través de un mar agitado. A las tres y
media de la tarde doblamos el promontorio sudeste. No solamente estábamos hambrientos,
sino que además sufríamos el tormento de la sed; teníamos los labios secos y agrietados y ya
ni siquiera podíamos humedecerlos con la lengua. Entonces el viento fue amainando
gradualmente hasta el anochecer, en que calmó del todo y yo volví a remar, pero débil, muy
débilmente. A las dos de la madrugada la proa del bote tocó la playa de nuestra ensenada
interior, y dando traspiés lo amarré. Maud no podía tenerse de pie y yo no tenía fuerza
suficiente para llevarla. Me dejé caer en la arena a su lado y cuando me hube recobrado la
cogí por debajo de los brazos y la arrastré hasta la cabaña.
Al día siguiente no trabajamos; dormimos hasta las tres de la tarde, al menos yo, pues
al despertar hallé que Maud estaba ya guisando la comida. Era admirable lo pronto que se
reponía; en aquel cuerpo frágil como un lirio había tal tenacidad y tal actividad de las fuerzas
vitales, que difícilmente podían conciliar con su debilidad aparente.
-Ya sabe usted que mi viaje al Japón tenía por motivo mi salud -dijo, cuando después
de comer nos quedamos junto al fuego, deleitándonos con aquella inacción-. En realidad,
nunca he sido muy fuerte, y como los médicos me recomendaron un viaje por mar, elegí el
más largo.
-¡Qué poco sabía usted lo que elegía! -dije riendo.
-Pero esta experiencia me convertirá en una mujer distinta y más fuerte -repuso ella, y
hasta creo que mejor. Cuando menos, me habrá servido para la perfecta comprensión de la
vida.
Al día siguiente, no bien amaneció, desayunamos y nos pusimos al trabajo.
Tres días necesitamos aún para disponerlo todo y tener al fin un molinete
rudimentario, que no daba el rendimiento del anterior, pero que hacia posible mí trabajo.
Al otro día subí a bordo los dos masteleros, y pronto funcionaron las cizallas lo
mismo que antes. Aquella noche dormí sobre cubierta junto a mi trabajo, y Maud, que se
negó a quedarse sola en tierra, se acostó en el castillo de proa. Wolf Larsen había estado
dando vueltas por allí y escuchando cómo reparaba el molinete, pero no había hablado sino
de cosas indiferentes. Ninguno de los tres aludimos para nada a la destrucción de las cizallas
y él tampoco volvió a decirme que de- jara el barco. Sin embargo, seguía temiéndole, pues
aunque ciego e impotente, siempre estaba al acecho, y yo, por si acaso, procuraba estar fuera
del alcance de sus brazos mientras trabajaba.
Esta noche, estando dormido debajo de mis cizallas, me despertó el ruido de sus pasos
sobre cubierta. A la luz de las estrellas pude distinguir la sombra de su cuerpo andar de un
lado a otro; salí de bajo las mantas y le seguí descalzo para que no me oyera. Había cogido un
cuchillo del cajón de las herramientas y se disponía a cortar las drizas del foque mayor que
había yo atado de nuevo. Las tanteó con la mano y descubrió que no estaban bastante tirantes,
de forma que le era imposible utilizar el cuchillo, por lo que tiró de los extremos de las
cuerdas, las puso en tensión, las ató, y entonces se preparó a cortar.
-Convendría que dejase eso -le dije en voz baja.
Oyó cómo amartillaba la pistola y se echó a reír.
-¡Hola, Hump! -dijo-, ya sabía que estabas ahí; tú no puedes engañar a mis oídos.
-No es verdad, Wolf Larsen -le contesté en el mismo tono de antes-. Pero como estoy
aguardando impacientemente la ocasión de matarle, empiece a cortar cuando quiera.
-La ocasión la tienes siempre -repuso con desdén.
-Empiece a cortar.
-Prefiero no darte ese gusto -dijo riendo, y desapareció de la cubierta.
-Hay que hacer algo, Humphrey -advirtió Maud a la mañana siguiente cuando le hube
contado lo ocurrido-. Si ese hombre sigue en libertad, nos hará alguna trastada. Es capaz de
hundir el barco o prenderle fuego. Habremos de amarrarle.
-Pero, ¿cómo? Yo no me atrevo a ponerme al alcance de sus brazos, y además, él sabe
que mientras su resistencia sea pasiva no puedo matarle.
-Urge buscar una solución.
-Ya la tengo -dijo al fin.
Cogí una maza de les que servían para la caza de focas.
-Esto no le matará -continué-, y antes de que vuelva en si le habré atado fuertemente.
Maud volvió la cabeza con un estremecimiento.
-No, eso no... Debemos emplear otro medio menos brutal; esperemos.
Pero no hubimos de esperar mucho; el problema se resolvió por si solo. Después de
varias tentativas hallé el punto de equilibrio del palo de trinquete, sujeté el aparejo elevador
unos cuantos pies más arriba y nos dedicamos a nuestro trabajo.
Mientras tanto, Wolf Larsen había subido a cubierta. En seguida notamos en él algo
extraño. La indecisión de sus movimientos era más pronunciada. Junto a la escalera de la
toldilla titubeó, se pasó una mano por los ojos con aquel gesto suyo tan peculiar, descendió
los peldaños dando traspiés y cruzó la cubierta con el mismo paso inseguro, tendiendo los
brazos en busca de apoyo. Al llegar cerca de la bodega, recobró el equilibrio y allí
permaneció un buen rato como si fuera presa de vértigos, pero de pronto se le doblaron las
piernas y se desplomó sobre el entarimado.
-Le ha dado un ataque -dije al oído de Maud.
Ella sacudió la cabeza, y sus ojos reflejaron profunda compasión.
Nos acercamos a él; respiraba convulsivamente. Maud le levantó la cabeza a fin de
que la sangre no le congestionara y me envió a la cabina por una almohada. Traje también
mantas y le instalamos lo mejor que pudimos. Le tomé el pulso, que latía con fuerza y casi
era normal. Esto me extrañó y me hizo sospechar.
-¿Y si fuese una superchería? -dije sin abandonarle la muñeca.
Maud movió la cabeza y me dirigió una mirada de reproche; pero en aquel mismo
instante la muñeca se me escapó de entre los dedos y aquella mano se cerró sobre la mía
como un cepo de acero. Lancé un grito horrible e inarticulado, y cuando me rodeó el cuerpo
con el otro brazo y me atrajo hacia él con un abrazo terrible, vi en su rostro una expresión de
triunfo.
Me soltó la mano, pero me pasó el brazo por detrás de la espalda y me sujetó los míos
de forma que me era imposible moverme. Con la mano libre me apretó la garganta, y en
aquel momento tuve el amargo presentimiento de una muerte muy merecida por mi imbecilidad.
¿Por qué me habría puesto al alcance de aquellos brazos formidables? Sentí en el
cuello el roce de otras manos, las de Maud, que se esforzaban en vano por soltar la garra que
me estrangulaba. Viendo la inutilidad de su empeño, dio un alarido que me llegó al alma. Era
el mismo que había oído al hundirse el Martínez.
Yo tenía la cara contra el pecho de Wolf Larsen y no podía ver nada, pero sentía que
Maud daba vueltas por allí y finalmente corría por la cubierta. Esto ocurrió rápidamente. Aún
no habla perdido yo el conocimiento, y sin embargo, el tiempo que transcurrió hasta que de
nuevo oí acercarse sus pasos, me pareció interminable. En aquel preciso instante, sentí caer el
cuerpo del hombre; cesó de respirar y su pecho se hundió bajo mi peso. Su garganta vibró
con un profundo gemido. La mano que me oprimía la garganta aflojó la presión, dejándome
respirar, mas se movió y otra vez volvió a apretar; pero con toda su voluntad, no pudo vencer
la debilidad que le invadía. Aquella voluntad se quebró, se había desmayado.
Rodé hasta quedar de espaldas sobre la cubierta, jadeante y parpadeando a la luz del
sol. Inmediatamente mis ojos se dirigieron al semblante de Maud, que estaba pálida, pero
tranquila. Sorprendí en su mano una pesada maza.
Al cruzarse nuestras miradas soltó la maza como si de pronto la hubiese pinchado, y
al mismo tiempo agitó mi corazón una gran alegría. Ahora sí que era verdaderamente mi
mujer, mi compañera, que luchaba conmigo y por mí como lo hubiese hecho la compañera de
un hombre de las cavernas. Despertaba todo lo que había en ella de primitivo, haciéndola
olvidar su cultura y endureciéndola a despecho de la civilización en que había vivido.
-¡Mujer adorable! -exclamé poniéndome de pie.
Un momento después la estrechaba entre mis brazos, mientras ella lloraba
convulsivamente, apoyada la cabeza en mi hombro. Vi la gloria de sus cabellos castaños
brillando a la luz del sol como un tesoro. Y entonces incliné la cabeza y le besé el cabello
dulcemente, tan dulcemente, que ella no se enteró.
Luego acudieron a mi mente pensamientos más razonables. Al fin y al cabo, no era
sino una mujer que lloraba, una vez pasado el peligro, en los brazos de su protector o del que
ella había salvado. La situación no hubiese sido otra de haberse hallado en mi lugar su padre
o su hermano. Además, el sitio y la ocasión no eran los más apropiados para una declaración
amorosa y yo quería también ganarme mejores derechos a ello, por lo que volví a besarle el
cabello dulcemente al sentir que se apartaba de mis brazos.
-Esta vez fue un ataque de verdad -dijo-, un golpe como el que le dejó ciego. Al
principio fingió, pero luego lo sufrió realmente.
Le cogí por los sobacos y le arrastré hasta la escalera. Yo sólo no podía meterle en
una litera, pero con la ayuda de Maud le coloqué en el borde y le hice rodar dentro de una
litera baja
Sin embargo, esto no era todo; me acordé de las es posas que había en su camarote, y
que usaba con los marineros. Fui por ellas; y cuando le dejamos estaba esposado de pies y
manos. Por primera vez, en muchos días, respiré con entera libertad. Al subir a cubierta sentía
como si me hubiesen quitado un peso de encima de los hombros. Al propio tiempo, viendo
que Maud se me aproximaba, me pregunté si ella también notaría lo mismo, mientras nos
dirigíamos hacia donde el palo de trinquete se hallaba pendiente de las cizallas.
 
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astaroth1
view post Posted on 31/8/2010, 17:53




CAPITULO XXXVII

En seguida nos trasladamos al Ghost, ocupando nuestros antiguos camarotes y
guisando desde aquel día en la cocina. Nos hallábamos muy a gusto, y el palo de trinquete,
suspendido de las improvisadas cizallas, daba a la goleta una apariencia en actividad que
parecía la promesa de una próxima partida.
El ataque sufrido por Wolf Larsen, fue seguido de una notable pérdida de sus
facultades. Maud lo descubrió por la tarde, al tratar de darle alimento. Ella le habló, pero no
obtuvo respuesta. Estaba acostado sobre el lado izquierdo y era evidente que sentía grandes
dolores. Su desasosiego le hizo volver la cabeza, quedando así la oreja izquierda libre de la
presión de la almohada. Al instante oyó, y Maud vino corriendo a advertirme lo que sucedía.
Oprimiéndole la almohada sobre la oreja izquierda, pregunté a Wolf Larsen si me oía,
pero no contesté; luego la quité, repitiendo la pregunta, y respondió afirmativamente.
-¿Sabe que está sordo de la oreja derecha? -le dije.
-Sí -repuso en voz baja pero enérgica-, y más aún, tengo afectado todo el costado.
Parece como dormido. No puedo mover el brazo ni la pierna.
-¿Fingimos otra vez? -le interrogué, enojado.
Sacudió la cabeza, y en su boca inflexible se dibujó una sonrisa extraña y torcida Digo
torcida porque sólo apareció en el lado izquierdo, mientras los músculos de la parte derecha
de la cara permanecían inmóviles.
-Esta es la última hazaña del Lobo -dijo-. Tengo una parálisis y nunca más volveré a
caminar. ¡Oh, únicamente dispongo del otro costado! -añadió, como si advirtiera la mirada de
sospecha que dirigía a su pierna izquierda-. Es una lástima -continuó-. Hubiese preferido
terminar contigo antes, Hump, y si desistí, fue porque te creí aniquilado.
-Y, ¿por qué? -pregunté entre horrorizado y curioso.
De nuevo sus labios duros dibujaron una torcida sonrisa, cuando dijo:
-¡Oh, precisamente para vivir, para vivir y obrar para ser la porción mayor del
fermento hasta el fin, para devorarte; todo menos morir así!
Encogió los hombros, o más bien intentó encogerlos pues sólo el izquierdo se movió.
Su gesto, lo mismo que la sonrisa, había resultado torcido.
-Pero, ¿cómo se explica usted esto? ¿Dónde está la causa de su enfermedad?
-En el cerebro. Es consecuencia de aquellos malditos dolores de cabeza.
-¿Qué síntomas experimentó?
-No hallo explicación posible a eso. En mi vida estuve enfermo. Habrá debido
formarse algo en el cerebro, un cáncer, un tumor o algo que me devora y destruye. Me ha
atacado los centros nerviosos, royéndolos poco a poco, célula tras célula, y produciéndome
aquellos dolores.
-¿Los centros motores también? -sugerí.
-Eso parece; y lo peor de todo es que he de permanecer aquí en perfecto estado mental
y sintiendo cómo se rompe, cómo desaparece toda conexión con el mundo. Estoy
imposibilitado de ver, voy perdiendo el oído y el tacto; a este paso, pronto cesaré de hablar y
mientras esté aquí conservaré todas mis actividades, pero seré impotente.
-Cuando dice usted que está aquí, me hace pensar en la posibilidad del alma.
-¡Tonterías! -replicó-. Esto significa únicamente que los centros más importantes
están ilesos. Puedo recordar, pensar y razonar, y cuando esto termine habré terminado yo,
habré dejado de ser. Pero, ¿el alma?...
Estalló en una carcajada burlona y después apoyó la oreja izquierda en la almohada,
dando a entender así que ya no deseaba más conversación.
Maud y yo continuamos trabajando, impresionados por la terrible desgracia que había
caído sobre él de cuyo horror, que participaba del respeto que inspira el castigo, nos dábamos
ahora exacta cuenta.
-Podrías quitarme las esposas -dijo Wolf Larsen aquella noche-. Estás en completa
seguridad; ahora estoy paralítico. Lo que hay que temer es que de estar en la cama se me
formen úlceras.
Sonrió con su torcida sonrisa, y Maud, con los ojos dilatados por el horror, se vio obligada a
volver la cabeza.
-¿Sabe usted que su sonrisa es torcida? -dije, sabiendo que Maud habría de cuidarle y
deseando evitarle desagradables impresiones.
-Pues ya no sonreiré más -dijo con calma-. Ya me figuraba algo así; todo el día tengo
entorpecida la mejilla derecha. Hace ya tres días que lo sentía venir. A ratos parecía como si
se me durmiese tan pronto el brazo y la mano, como el pie y la pierna de este lado... Así,
pues, ¿resulta torcida mi sonrisa?... Bueno, en adelante, supón que sonrío interiormente, con
el alma si lo prefieres. Considera que ahora mismo estoy sonriendo.
Y durante varios minutos permaneció quieto entregado a su fantasía.
El hombre no había cambiado, continuaba siendo el antiguo Wolf Larsen, terrible e
indomable, aprisionado
en aquella carne que en otros tiempos fue tan espléndida e invencible. Ahora le sujetaba con
insensibles cadenas, encerrando su alma en la oscuridad y el silencio y separándola del
mundo en que había cometido tantos excesos. Ya no volvería a conjugar el verbo "obrar" en
todos los modos y tiempos. Sólo le quedaba el "ser" sin movimiento, que es como él había
definido la muerte; querer, pero no ejecutar; pensar y razonar y seguir espiritualmente tan
vivo como antes, pero materialmente estar muerto, bien muerto.
Aunque le quité las esposas, continuaba para nosotros con toda su potencialidad. No
sabíamos qué podíamos esperar de él, qué cosa horrible sería capaz de realizar, elevándose
por encima de la carne. La experiencia nos autorizaba a sentir este temor, y nos pusimos de
nuevo al trabajo, siempre bajo el peso de la misma inquietud.
Yo había resuelto el problema que habían planteado las escasas dimensiones de las
cizallas, pero para efectuar mi tarea, fueron necesarios dos días de trabajo, y hasta una
mañana del tercero no pude levantar de la cubierta el palo. En eso si que demostré mi.
torpeza. Tuve que aserrar, cortar y cincelar la madera hinchada por la humedad hasta que
pareció roída por una rata gigantesca; pero al fin se ajustó.
-Esto trabajará, yo sé que trabajará -grité.
-¿Conoce usted el último juicio sobre la verdad del doctor Jordán? -preguntó Maud.
Sacudí la cabeza y me detuvo en la acción de quitar las virutas que se habían
deslizado sobre mi espalda.
-¿Podemos hacerlo trabajar? ¿Podemos fiarle nuestras vidas?", dice el juicio.
-¿Es uno de sus favoritos?-dije.
-Cuando renové mi antiguo Panteón y eché fuera de él a Napoleón, a César y a todos
sus compañeros, di entrada inmediatamente a otros, y el doctor Jordán fue el primero que
instalé en él.
-Es un héroe moderno.
-Y porque es moderno es más grande -añadió ella.
-Como críticos, estamos de acuerdo -dije riendo.
-Lo mismo que como calafate y aprendiz -contestó ella, con otra carcajada.
En aquellos días, sin embargo, teníamos poco tiempo para reír, a causa de lo pesado
del trabajo y de la horrible enfermedad de Wolf Larsen, que era como vivir muriendo.
Había sufrido otro ataque, a consecuencia del cual parecía haber perdido la voz; sólo a
ratos podía hacer uso de ella. A veces, en medio de una frase, perdía el habla, y en ocasiones
tardaba varias horas en restablecer la comunicación. Se quejaba de agudos dolores de cabeza,
y durante este período fue cuando ideó un sistema para comunicarnos, en previsión de que
llegara un día en que le sería absolutamente imposible hablar. Consistía el sistema en un
apretón de la mano para decir "sí" y dos para decir "no". Este convenio fue muy oportuno,
pues por la tarde había perdido la palabra para siempre. Desde entonces contestaba a nuestras
preguntas con apretones de mano, y cuando deseaba decir algo, escribía con la mano
izquierda sobre una hoja de papel con letra perfectamente legible.
Mientras tanto, había llegado el invierno. Los temporales se sucedían incesantemente,
acompañados de nieve y lluvias. Las focas ya habían emigrado hacia el Sur y el criadero
estaba completamente desierto. A despecho del mal tiempo y del viento, que es lo que especialmente
me molestaba, trabajaba yo febrilmente y estaba sobre cubierta, desde el amanecer
hasta la noche, haciendo notables progresos.
Mientras yo me afanaba en sujetar el aparejo al palo de trinquete, Maud cosía lona,
pero siempre estaba dispuesta a dejarlo todo y venir en mi ayuda cuando hacían falta más de
dos manos. La lona era dura y pesada y cosía con el rempujo y la aguja triangular que
usan los marineros. Pronto tuvo las manos llenas de ampollas, pero seguía trabajando
valerosamente, guisando y cuidando del enfermo por añadidura.
Cuando, siempre ayudado por Maud, quedó al fin colocado el palo en su sitio, después
de grandísimos esfuerzos, ella acudió a mi lado para verlo. A la luz amarilla de la linterna
contemplamos nuestra obra. Nos miramos y nuestras manos se buscaron y se unieron. Creo
que ambos teníamos los ojos húmedos por la alegría de nuestro éxito.
-En realidad, esto era bien fácil -advertí-. La dificultad estaba en la preparación.
-Y la maravilla en el conjunto -añadió Maud-. Aún no acabo de creer que este mástil
tan grande esté colocado como lo está; que lo haya subido del agua, y lo haya podido poner
en su sitio. Es una verdadera obra de titanes.
Un olor extraño me llamó la atención. Eché una ojeada a la linterna y vi que no
despedía humo.
-Algo se quema -dijo súbitamente Maud.
Saltamos juntos a la escalera, pero le pasé delante en la cubierta. Por la puerta de la
bodega salía una densa columna de humo.
-Todavía no ha muerto el Lobo -dije para mis adentros, y me lancé por la escalera.
Era tan espeso el humo abajo, que tuve que ir buscando el camino a tientas, y tan
grabada estaba en mi mente la poderosa imagen de Wolf Larsen, que esperaba de un
momento a otro que el gigante, a pesar de hallarse impotente, me cogiera por el cuello y me
estrangulara. Casi me dominó el deseo de volver a cubierta; Pero me acordé de Maud. Ante
mí pasó la visión de aquella mujer tal como la había visto hacía un momento a la luz de la
linterna, con los ojos encendidos de alegría, y comprendí que no debía retroceder.
Cuando llegué a la litera de Wolf Larsen estaba sofocado, me ahogaba; alargué la
mano buscándole. Allí estaba sin movimiento, pero se agitó ligeramente al tocarle. Palpé las
mantas: no había señales de fuego. Sin embargo, aquel humo que me cegaba y me hacía toser
debía proceder de algún sitio. Durante un momento perdí la cabeza y me precipité frenético
por la bodega. Un golpe dado contra una mesa me volvió a la realidad. Me dije que un
hombre paralítico no podía prender fuego muy lejos de donde yacía.
De nuevo volví al lado de Wolf Larsen, y allí encontré a Maud. No podía adivinar el
rato que estaría en aquella atmósfera sofocante.
-¡Suba a cubierta! -le dije.
-Pero, Humphrey... -comenzó a protestar con voz extraña y ronca.
-¡Por favor, por favor!-le grité enérgicamente.
Obedeció sumisa, pero entonces pensé: "¿Y si no puede hallar la salida?" Seguí tras
ella hasta el pie de la escalera, y entonces la oí gritar débilmente:
-¡Oh, Humphrey, me he perdido!
Estaba tanteando la pared del mamparo; la conduje, casi llevándola en vilo, y la subí
por la escalera. Se hallaba sólo desvanecida, la dejé acostada en la cubierta y volví a
sumergirme en la bodega.
El origen del humo debía estar muy cerca de Wolf Larsen. Mientras tanteaba por allí,
cayó algo caliente sobre mi mano. Me quemaba. Entonces lo comprendí todo; haba prendido
fuego a la colchoneta de la litera superior, pues para esto conservaba todavía bastante vigor
en su brazo izquierdo. La paja húmeda de la colchoneta, falta de aire, no había prendido bien.
Al sacarla de la litera y ponerse en contacto con el aire, ardió. Quité los restos de paja
encendida y salí un momento a cubierta en busca de aire.
Unos cuantos cubos de agua bastaron para apagarlo todo, y diez minutos después, cuando el
humo se hubo disipado, consentí que bajara Maud. Wolf Larsen estaba
desvanecido, pero el aire fresco no tardó en devolverle el sentido.
Pidió por señas papel y lápiz.
«Les ruego que no me interrumpan -escribió-estoy sonriendo". "Como ven, todavía
soy una porción de fermento", añadió, un poco más tarde.
-Me alegro de que sea usted una porción tan pequeña -dije.
"Gracias -escribió-; pero piensa en lo que habré de reducirme antes que me muera. Y
sin embargo, sigo todo aquí, Hump -añadió como una rúbrica final-. Ahora puedo pensar con
más claridad que en toda mi vida. Nada me distrae, la concentración es perfecta. Estoy todo
aquí y más que nunca."
Esto era un mensaje desde las sombras de la tumba, pues el cuerpo de aquel hombre
se había convertido en su mausoleo. Allí, en tan extraño sepulcro, vivía y revoloteaba su
espíritu y seguiría así hasta que desapareciera el último medio de comunicación. Y aún
después de esto, ¿quién sabe cuánto tiempo seguiría viviendo y revoloteando?
 
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astaroth1
view post Posted on 31/8/2010, 19:20




CAPITULO XXXVIII

"Me parece que estoy perdiendo el lado izquierdo -escribió Wolf Larsen la mañana
que siguió a su tentativa de incendiar el barco-. La torpeza física aumenta. Apenas puedo
mover la mano. Tendréis que hablar más fuerte. Desaparecen los últimos medios de comunicación."
-¿Siente usted dolor? -le pregunté.
Tuve que repetir la pregunta en voz más alta antes de que contestara:
"No siempre."
La mano izquierda resbaló lenta y penosamente por el papel, y desciframos los
garabatos con gran dificultad. Parecía un mensaje de los espíritus, como los que dan en las
reuniones de espiritistas a un dólar la entrada.
"Pero continúo aquí, todo aquí", garrapateó con más lentitud y dificultad que antes.
Se le cayó el lápiz y tuvimos que volver a colocárselo en la mano.
"Cuando no tengo dolor gozo de una paz y tranquilidad perfectas. Nunca he discurrido
con tanta claridad. Puedo ponderar la vida y la muerte como un filósofo indio."
-¿Y la inmortalidad? preguntó Maud a gritos en su oído.
Tres veces trató de escribir, pero la mano le resbaló desesperadamente. Se le cayó el
lápiz, y en vano nos esforzamos en volver a colocárselo en la mano. Los dedos no podían
cerrarse sobre él. Entonces Maud se los apretó alrededor del lápiz con su propia mano, y pudo
trazar en letras grandes y tan lentamente, que cada una le costó varios minutos
T-O-N-T-E-R-I-A.
Esta fue la última palabra de Wolf Larsen, "tontería", dando así buena prueba hasta el
fin de un escepticismo invencible. El brazo y la mano se relajaron. El tronco se agitó
ligeramente; después ya no hubo más movimiento. Maud soltó la mano. Los dedos se
abrieron un poco, separándose por su propio peso, y el lápiz cayó rodando.
-He notado que los labios se movían ligeramente -advirtió Maud-. Preguntémosle
algo.
-¿Tiene usted hambre? -le dijimos.
Los labios se movieron bajo sus dedos, transmitiendo la respuesta "sí".
-¿Quiere usted carne?
Contestó que no.
-¿Té?
-Sí, quiere té -dijo Maud-. Mientras oiga, podremos comunicar con él; pero después...
Maud fijó sus ojos en mí de una manera extraña. Vi cómo le temblaban los labios y
cómo las lágrimas estaban a punto de rodar por sus mejillas. Se inclinó hacia mi y yo la cogí
en mis brazos.
-¡Oh, Humphrey! -sollozaba.
Hundió la cabeza en mi hombro, mientras el llanto le sacudía su frágil cuerpo.
Después volvimos al trabajo. Una vez colocado el palo de trinquete, adelantó
rápidamente todo. Casi antes de que me hubiese dado cuenta, coloqué el palo mayor en su
sitio. Días después, todos los estays y obenques estaban en su lugar y todo dispuesto para la
marcha. Las gavias habrían de ser un estorbo y un peligro para
una tripulación compuesta sólo de dos personas, por lo que subí los masteleros a la cubierta y
los sujeté.
Se invirtieron varios días más en preparar las velas y colocarlas. Sólo habían tres
acortadas y deformadas, resultando ridículo para una embarcación tan elegante como el
Ghost.
-¡Pero haremos trabajar todo esto -exclamó Maud, muy animada-, y le confiaremos
nuestras vidas!
El día que terminamos de sujetar las velas, perdió Wolf Larsen por completo el oído
y se extinguió el movimiento de sus labios.
El medio de que nos valíamos para entendernos había desaparecido. En algún sitio de aquella
tumba de carne habitaba todavía el alma de aquel hombre. Emparedada en aquella arcilla
viviente ardía la inteligencia, pero ardía en el silencio y las tinieblas. El mundo no existía ya
para ella. Se conocía únicamente a sí misma y para ella sólo tenían valor la extensión y profundidad
del silencio y las tinieblas.
 
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satanas1
view post Posted on 31/12/2015, 00:14




CAPITULO XXXIX

Llegó el día de nuestra partida. Ya no había nada que nos retuviese en la isla. Los
mástiles recortados del Ghost estaban en su sitio, y las velas, también reducidas, se
hinchaban.
Mi obra no era hermosa, pero era segura.
-¡Yo lo he hecho! ¡Yo lo he hecho! -deseaba gritar en voz alta.
Fue Maud quien, adivinando mi pensamiento, exclamó
-¡Y pensar, Humphrey, que usted lo ha hecho todo con sus propias manos!
-Pero había otras dos -respondí-, muy pequeñas.
Ella se rió, sacudió la cabeza y levantó las manos para mirárselas.
-Nunca más volveré a vérmelas limpias -deploró.
-Ese será su mejor galardón -dije estrechándole las manos, y las hubiese besado de no
haberlas retirado ella rápidamente.
Después nos dispusimos a zarpar.
-Por ser el espacio tan reducido, no podremos subir el áncora una vez que haya dejado
el fondo -dije-, pues iríamos a chocar contra las rocas.
-¿Y qué hará usted?
-Abandonarla. Y cuando empiece a maniobrar tendrá usted que ayudarme. Yo tendré
que correr en seguida al timón, y al mismo tiempo, usted habrá de izar el foque.
Esta maniobra de la partida la había estudiado yo y ejecutado una veintena de veces.
En la ensenada se había iniciado un vientecillo, y aunque las aguas estaban tranquilas, era
menester un trabajo rápido para salir sin tropiezos.
Cuando solté el perno de la cadena, ésta cayó tronando al mar por el escobén. Corrí
entonces a popa, haciendo rodar el volante. El Ghost pareció renacer a :a vida, poniéndose a
la banda en cuanto se llenaron sus velas. El foque empezó a subir y al hincharse, la proa del
Ghost saltó hacia delante, teniendo que echar mano del timón para imprimirle el rumbo.
Había inventado yo una escota automática, que pasaba a través del foque mismo a fin
de que Maud no tuviese necesidad de atender a esto, pues estaba todavía izando la vela,
cuando yo tuve que acudir al timón. Fue un momento de verdadera ansiedad, porque el Ghost
se lanzaba directamente sobre la playa, de la cual distaba tan sólo un tiro de piedra, más el
barco viró sobre la quilla con el viento.
Maud, al terminar su tarea, vino a mi lado con una gorrita sobre el alborotado cabello,
las mejillas coloreadas por el ejercicio y las aletas de la nariz palpitantes por el choque del
aire fresco y salado. Había en sus ojos una mirada impetuosa y aguda como nunca había
visto. Tenía los labios entreabiertos, con el aliento suspendido, cuando el Ghost cargó sobre
la pared de roca de la ensenada interior, voló con el viento y salió a mar abierto.
Mi empleo de segundo, cuando cazábamos focas, me fue de mucha utilidad para estas
maniobras. Di otra vuelta, y el Ghost puso la proa al piélago inmenso. La goleta bogaba a
impulsos de la corriente submarina, respirando el ritmo de la misma cuando se deslizaba
blandamente montada sobre las olas que llevaban dirección contraria. El día había empezado
nuboso y triste; pero ahora, el sol, irrumpiendo a través de las nubes, brillaba como un
presagio de buen agüero en la curva de la playa. Toda la isla resplandecía bajo la caricia del
sol. El mismo promontorio sudoeste aparecía menos cefiudo; aquí y acullá, donde las
salpicaduras de las olas humedecían su superficie, surgían chispas luminosas que
parpadeaban a la luz del sol.
-Recordaré siempre esto con orgullo -dijo Maud-. ¡Querida isla, siempre te amaré!
-Y yo también -repuse rápidamente.
Parecía que nuestros ojos habían de encontrarse, y sin embargo, esquivaron la mirada
y no se encontraron. Dejando el timón, corrí a proa, aflojé la vela mayor y el trinquete,
afiancé las jarcias en el botalón y lo orienté todo al viento que teníamos en nuestro cuadrante.
Era un viento fresco, muy fresco, y resolví correr mientras me lo permitiese.
Desgraciadamente, cuando se boga con todas las velas es imposible soltar el timón, por lo
que se me presentaba una guardia de toda una noche. Maud insistió en relevarme, pero había
dado pruebas de no tener la fuerza suficiente para gobernar con una mar gruesa, aun cuando
hubiese conseguido tener la maestría necesaria para desenvolverse en tales circunstancias.
Parecía descorazonada, pero recobró pronto su ánimo al recoger las jarcias, drizas y todas las
cuerdas esparcidas.
Además, había que preparar la comida, hacer las camas, atender a Wolf Larsen y
limpiar la cabina y la bodega.
No pude descansar en toda la noche gobernando el timón, pues el viento aumentaba y
el mar se ponía cada vez más encrespado. A las cinco de la mañana me trajo Maud café
caliente con bizcochos, que ella había preparado, y a las siete un sustancioso almuerzo, que
me devolvió las fuerzas perdidas.
El Ghost seguía corriendo y devorando las distancias, hasta el extremo de que llegué a
tener la certeza de que su velocidad no bajaba de nueve nudos. Al anochecer estaba yo
agotado. Aunque mi estado de salud era inmejorable, treinta y seis horas de trabajo incesante
habíanme conducido al límite de resistencia. Maud me suplicaba que virásemos, y yo
comprendía que si el mar y el viento seguían aumentando en la misma proporción durante la
noche, me sería imposible hacerlo. Así, pues cuando hubo oscurecido, llevé el Ghost, no sin
recelo, contra el viento.
No había calculado la colosal tarea que representaba esto para un hombre solo.
Mientras corríamos a favor del viento no había apreciado su fuerza; pero cuando cesamos de
correr con él, dime cuenta, por mi desgracia y también para mi desesperación, de la violencia
con que soplaba. El viento frustraba todos mis esfuerzos, arrancándome la lona de las manos
y deshaciendo en un instante lo que había ganado en diez minutos de dura lucha. A las ocho
sólo había conseguido poner el segundo rizo al trinquete. A las once no había adelantado
más. De la punta de los dedos goteaba sangre y las uñas estaban rotas hasta sus raíces. De
dolor y puro agotamiento lloré en la oscuridad, secretamente, a fin de que Maud no se
enterase.
Después, desesperado, abandoné la tentativa de rizar la vela mayor, intentando al
propio tiempo virar con el trinquete bien rizado. Necesité tres horas para plegar la vela mayor
y el foque, y a las dos de la madrugada, desfallecido, casi muerto, apenas pude darme cuenta
de que la maniobra había sido un éxito. El trinquete rizado trabajaba. El Ghost tomó
ansiosamente la querencia del viento y no mostró ninguna propensión a inclinarse sobre el
abismo.
Yo estaba muerto de hambre, y sin embargo, Maud trató en vano de hacerme comer.
Me hubiese dormido seguramente al llevarme a la boca el alimento. Estaba tan rendido de
sueño, que ella se vio obligada a hacerme sentar para que no cayese al suelo con las violentas
sacudidas de la goleta.
No recuerdo cómo pasé de la cocina a la cabina, era un sonámbulo que Maud guiaba y
sostenía. En realidad, no me di cuenta de nada hasta que desperté, tendido en mi litera y
descalzo. Era de noche. Estaba entumecido y lloraba de dolor cada vez que las ropas de la
cama tocaban la punta de los dedos.
Evidentemente no había amanecido aún, por lo que cerré los ojos y pude alcanzar el
sueño nuevamente. Yo no me había enterado, pero había dormido toda una vuelta de reloj y
volvía a ser de noche.
Desperté disgustado porque no podía seguir durmiendo. Encendí una cerilla y miré el
reloj. Marcaba medianoche. ¡Y yo había dejado la cubierta a las tres! Adiviné lo que aquello
significaba. Había dormido veintiuna horas. El buque marchaba perfectamente, estuve atento
un instante al ruido de las olas y al trueno del viento sobre cubierta, y después me volví de
lado y me dormí tranquilamente hasta la siguiente mañana.
Cuando me levanté, a las siete, no vi a Maud por ningún sitio, y presumí que estaría
en la cocina preparando el desayuno. Una vez en la cubierta, observé que el Ghost trabajaba
espléndidamente con su trozo de vela; pero en la cocina, aunque había fuego encendido y
agua hirviendo, no encontré a Maud.
La hallé en la bodega junto a la litera de Wolf Larsen, que había caído desde la
cumbre de la vida para quedar enterrado vivo, peor en realidad que la misma muerte. En su
rostro sin expresión había un extraño relajamiento. Maud me miró y comprendí.
-Su alma ha volado durante la tormenta -dijo.
-La fuerza -dijo Maud- no le sujeta a la vida. Es un espíritu libre.
-Seguramente, es un espíritu libre -respondí, y cogiéndola de la mano la conduje a
cubierta.
La tormenta había calmado aquella noche, lo cual quiere decir que había desaparecido
con la misma rapidez con que había empezado. Después del desayuno, a
la mañana siguiente, cuando subí a cubierta el cuerpo de Wolf Larsen para el sepelio, el
viento volvía a soplar duramente y el mar estaba agitado.
-Sólo recuerdo la primera parte del servicio fúnebre -dije-, que es ésta: "Y el cuerpo
será arrojado al mar."
Maud me miró sorprendida y extrañada; pero el espíritu de algo que había visto antes
obraba con fuerza sobre mí y me impulsaba a practicar con Wolf Larsen el mismo triste
servicio que él había prestado a otro hombre. Levanté la tapa de la escotilla, y el cuerpo envuelto
en lona se hundió en el mar con los pies delante. El peso del hierro le arrastró al fondo.
Todo había concluido
-Adiós, Lucifer, orgulloso espíritu -murmuró Maud en voz tan baja, que fue ahogada
por el ruido del mar; pero yo vi el movimiento de sus labios y lo comprendí.
Cuando con mucha dificultad nos trasladamos a popa, cogidos de la barandilla, dirigí
casualmente una mirada a sotavento. El Ghost había montado sobre una ola, y sorprendí
claramente un pequeño vapor que se balanceaba viniendo hacia nosotros. Estaba pintado de
negro y a juzgar por lo que había oído decir a los cazadores, lo reconocí como un cúter de los
Estados Unidos destinado a perseguir el contrabando. Se lo señalé a Maud y me disponía a
bajar en busca de una bandera, pero pensé que me había olvidado de esto.
-No necesitamos hacer ninguna señal pidiendo socorro -dijo Maud-; les bastará con
vemos.
-Estamos salvados -dije con una alegría desbordante, y añadí-: No sé si debo
mostrarme satisfecho.
Nuestros ojos se encontraron fácilmente. Nos inclinamos el uno hacia el otro, y antes
de que me hubiese dado cuenta, la había rodeado con mis brazos. Sus labios avanzaron al
encuentro de los míos.
-¡Mi mujer, mi mujercita! -dije, y con mi mano
libre le acariciaba el hombro como saben hacerlo los amantes sin haberlo aprendido en la
escuela.
-¡Mi hombre! -repuso Maud, mirándome un instante con los párpados temblorosos,
que se bajaron y velaron sus ojos cuando inclinó la cabeza sobre mi pecho con un suspiro de
felicidad.
Miré hacia el cúter, que estaba muy cerca y arriaba un bote.
-¡Un beso, amada mía!... -murmuré-. ¡Otro, antes que vengan!
-Y nos salven de nosotros mismos -completó ella, con una sonrisa adorable, henchida
de amor.
 
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