El retrato de Dorian Gray, Oscar Wilde

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astaroth1
view post Posted on 29/9/2010, 09:48




Capítulo 8

Era más de mediodía cuando se despertó. Su ayuda de cámara había entrado varias veces de puntillas
en la habitación, preguntándose qué hacía dormir hasta tan tarde a su amo. Dorian tocó finalmente la
campanilla, y Víctor apareció sin hacer ruido con una taza de té y un montón de cartas en una bandejita
de porcelana de Sévres. Luego descorrió las cortinas de satén color oliva, con forro azul irisado, que
cubrían las tres altas ventanas de la alcoba.
-El señor ha dormido muy bien esta noche -dijo, sonriendo.
-¿Qué hora es, Víctor? -preguntó Dorian, todavía medio despierto.
-La una y cuarto, señor.
¡Qué tarde ya! Se sentó en la cama y, después de tomar unos sorbos de té, se ocupó del correo. Una de
las cartas era de lord Henry, y la habían traído a mano por la mañana. Dorian vaciló un momento y luego
terminó por apartarla. Las demás las abrió distraídamente. Contenían la usual colección de tarjetas,
invitaciones para cenar, entradas para exposiciones privadas, programas de conciertos con fines
benéficos y otras cosas parecidas que llueven todas las mañanas sobre los jóvenes de la buena sociedad
durante la temporada. Había también una factura considerable por un juego de utensilios de aseo Luis
XV de plata repujada, factura que Dorian no se había atrevido aún a reexpedir a sus tutores, personas
extraordinariamente chapadas a la antigua, incapaces de comprender que vivimos en una época en la que
ciertas cosas innecesarias son nuestras únicas necesidades; también encontró varias comunicaciones,
redactadas en términos muy corteses, de los prestamistas de Jermyn Street, ofreciéndose a adelantarle
cualquier cantidad de dinero sin molestas esperas y a unas tasas de interés sumamente razonables.
Al cabo de unos diez minutos Dorian se levantó y, echándose por los hombros una lujosa bata de lana
de Cachemira con bordados en seda, entró en el cuarto de baño con suelo de ónice. El agua fresca lo
despejó después de las muchas horas de sueño. Parecía haber olvidado lo sucedido el día anterior. Una
vaga sensación de haber participado en alguna extraña tragedia se le pasó por la cabeza una o dos veces,
pero con la irrealidad de un sueño.
En cuanto se hubo vestido, entró en la biblioteca y se sentó a tomar un ligero desayuno francés, servido
sobre una mesita redonda, próxima a la ventana abierta. Hacía un día maravilloso. El aire tibio parecía
cargado de especias. Una abeja entró por la ventana y zumbó alrededor del cuenco color azul con
motivos de dragones que, lleno de rosas amarillas, tenía delante. Dorian se sintió perfectamente feliz.
De repente, su mirada se posó sobre el biombo situado delante del retrato y se estremeció.
-¿El señor tiene frío? -preguntó el ayuda de cámara, colocando una tortilla sobre la mesita-. ¿Cierro la
ventana?
Dorian negó con un movimiento de cabeza.
-No tengo frío -murmuró.
¿Era cierto todo lo que recordaba? ¿Había cambiado de verdad el retrato? ¿O le había hecho ver su
imaginación una expresión malvada donde sólo había un gesto alegre? Era imposible que un lienzo
cambiara. Absurdo. Sería una excelente historia que contarle a Basil algún día. Le haría sonreír.
Sin embargo, ¡qué preciso era el recuerdo! Primero en la confusa penumbra y luego en el luminoso
amanecer, había visto el toque de crueldad en los labios contraídos. Casi temió que llegara el momento
en que el criado abandonase la biblioteca. Sabía que cuando se quedara solo tendría que examinar el
retrato. Le daba miedo enfrentarse con la certeza. Cuando, después de traer el café y los cigarrillos,
Víctor se volvió para marcharse, Dorian sintió un absurdo deseo de decirle que se quedara. Mientras la
puerta se cerraba tras él, lo llamó. Víctor se detuvo, esperando instrucciones. Dorian se lo quedó mirando
unos instantes.
-No estoy para nadie -dijo, acompañando las palabras con un suspiro.
Víctor hizo una inclinación de cabeza y desapareció.
Dorian se alzó entonces de la mesa, encendió un cigarrillo y se dejó caer sobre un diván
extraordinariamente cómodo, situado delante del biombo. El biombo era antiguo, de cuero español
dorado, estampado con un dibujo Luis XIV demasiado florido. Dorian lo examinó con curiosidad,
preguntándose si habría ocultado ya alguna vez el secreto de una vida.
¿Debía realmente apartarlo, después de todo? ¿Por qué no dejarlo donde estaba? ¿De qué servía
conocer la verdad? Si resultaba cierto, era terrible. Si no, ¿por qué preocuparse? Pero, ¿y si, por alguna
fatalidad o una casualidad aún más terrible, otros ojos hubieran mirado detrás del biombo, comprobando
el horrible cambio? ¿Qué haría si se presentara Basil Hallward y pidiese contemplar el cuadro? Era
seguro que Basil acabaría por hacer una cosa así. No; tenía que examinar el retrato, y hacerlo de
inmediato. Cualquier cosa mejor que aquella espantosa duda.
Se levantó y cerró las dos puertas con llave. Al menos estaría solo mientras contemplaba la máscara de
su vergüenza. Luego apartó el biombo y se vio cara a cara. Era totalmente cierto. El retrato había
cambiado.
Como después recordaría con frecuencia, y siempre con notable asombro, se encontró mirando al
retrato con un sentimiento que era casi de curiosidad científica. Que aquel cambio hubiera podido
producirse le resultaba increíble. Y, sin embargo, era un hecho. ¿Existía alguna sutil afinidad entre los
átomos químicos, que se convertían en forma y color sobre el lienzo, y el alma que habitaba en el interior
de su cuerpo? ¿Podría ser que lo que el alma pensaba, lo hicieran realidad? ¿Que dieran consistencia a lo
que él soñaba? ¿O había alguna otra razón, más terrible? Se estremeció, sintió miedo y, volviendo al
diván, se tumbó en él, contemplando el retrato sobrecogido de horror.
Comprendió, sin embargo, que el cuadro había hecho algo por él. Le había permitido comprender lo
injusto, lo cruel que había sido con Sibyl Vane. No era demasiado tarde para reparar aquel mal. Aún
podía ser su esposa. El amor egoísta e irreal que había sentido daría paso a un sentimiento más elevado,
se transformaría en una pasión más noble, y el retrato pintado por Basil Hallward sería su guía para toda
la vida, sería para él lo que la santidad es para algunos, la conciencia para otros y el temor de Dios para
todos. Existían narcóticos para el remordimiento, drogas que acallaban el sentido moral y lo hacían
dormir. Pero allí delante tenía un símbolo visible de la degradación del pecado. Una prueba incontestable
de la ruina que los hombres provocan en su alma.
Sonaron las tres de la tarde, las cuatro, y la media hora dejó oír su doble carillón, pero Dorian Gray no
se movió. Trataba de reunir los hilos escarlata de la vida y de tejerlos siguiendo un modelo; encontrar un
camino, perdido como estaba en un laberinto de pasiones desatadas. No sabía qué hacer, ni qué pensar.
Finalmente, volvió a la mesa y escribió una carta ardiente a la muchacha a la que había amado,
implorando su perdón y acusándose de demencia. Llenó cuartilla tras cuartilla con atormentadas palabras
de pesar y otras aún más patéticas de dolor. Existe la voluptuosidad del autorreproche. Cuando nos
culpamos sentimos que nadie más tiene derecho a hacerlo. Es la confesión, no el sacerdote, lo que nos da
la absolución. Cuando Dorian terminó la carta sintió que había sido perdonado.
De repente, llamaron a la puerta, y oyó la voz de lord Henry en el exterior.
-Dorian, amigo mío. He de verte. Déjame entrar ahora mismo. Es inaceptable que te encierres de esta
manera. Al principio no contestó, inmovilizado por completo. Pero los golpes en la puerta continuaron,
haciéndose más insistentes. Sí, era mejor dejar entrar a lord Henry y explicarle la nueva vida que había
decidido llevar, reñir con él si era necesario hacerlo, alejarse de él si la separación era inevitable.
Poniéndose en pie de un salto, se apresuró a correr el biombo para que ocultara el cuadro, y luego
procedió a abrir la puerta.
-Siento mucho todo lo que ha pasado, Dorian -dijo lord Henry al entrar-. Pero no debes pensar
demasiado en ello.
-¿Te refieres a Sibyl Vane? -preguntó el joven.
-Sí, por supuesto -respondió lord Henry, dejándose caer en una silla y quitándose lentamente los
guantes amarillos-. Es horrible, desde cierto punto de vista, pero tú no tienes la culpa. Dime, ¿fuiste a
verla después de que terminara la obra?
-Sí.
-Estaba convencido de que había sido así. ¿Le hiciste una escena?
-Fui brutal, Harry, terriblemente brutal. Pero ahora todo está resuelto. No siento lo que ha sucedido.
Me ha enseñado a conocerme mejor.
-¡Ah, Dorian, cómo me alegro que te lo tomes de esa manera! Temía encontrarte hundido en el
remordimiento y mesándote esos cabellos tuyos tan agradables.
-He superado todo eso -dijo Dorian, moviendo la cabeza y sonriendo-. Ahora soy totalmente feliz. Sé
lo que es la conciencia, para empezar. No es lo que me dijiste que era. Es lo más divino que hay en
nosotros. No te burles, Harry, no vuelvas a hacerlo..., al menos, delante de mí. Quiero ser bueno. No
soporto la idea de la fealdad de mi alma.
-¡Una encantadora base artística para la ética, Dorian! Te felicito por ello. Pero, ¿cómo te propones
empezar?
-Casándome con Sibyl Vane.
-¡Casándote con Sibyl Vane! -exclamó lord Henry, poniéndose en pie y contemplándolo con infinito
asombro-. Pero, mi querido Dorian...
-Sí, Harry, sé lo que me vas a decir. Algo terrible sobre el matrimonio. No lo digas. No me vuelvas a
decir cosas como ésas. Hace dos días le pedí a Sibyl que se casara conmigo. No voy a faltar a mi palabra.
¡Será mi esposa! -¿Tu esposa...? ¿No has recibido mi carta? Te he escrito esta mañana, y te envié la nota
con mi criado.
-¿Tu carta? Ah, sí, ya recuerdo. No la he leído aún, Harry. Temía que hubiera en ella algo que me
disgustara. Cortas la vida en pedazos con tus epigramas.
-Entonces, ¿no sabes nada?
-¿Qué quieres decir?
Lord Henry cruzó la habitación y, sentándose junto a Dorian Gray, le tomó las dos manos,
apretándoselas mucho.
-Dorian... -dijo-, mi carta..., no te asustes..., era para decirte que Sibyl Vane ha muerto.
Un grito de dolor escapó de los labios del muchacho, que se puso en pie bruscamente, liberando sus
manos de la presión de lord Henry.
-¡Muerta! ¡Sibyl muerta! ¡No es verdad! ¡Es una mentira espantosa! ¿Cómo te atreves a decir una cosa
así?
-Es completamente cierto, Dorian -dijo lord Henry, con gran seriedad-. Lo encontrarás en todos los
periódicos de la mañana. Te he escrito para pedirte que no recibieras a nadie hasta que yo llegara. Habrá
una investigación, por supuesto, pero no debes verte mezclado en ella. En París, cosas como ésa ponen
de moda a un hombre. Pero en Londres la gente tiene muchos prejuicios. Aquí es impensable debutar con
un escándalo. Eso hay que reservarlo para dar interés a la vejez. Imagino que en el teatro no saben cómo
te llamas. Si es así no hay ningún problema. ¿Te vio alguien dirigirte hacia su camerino? Eso es
importante.
Dorian tardó unos instantes en contestar. Estaba aturdido por el horror.
-¿Has hablado de una investigación? -tartamudeó finalmente con voz ahogada-. ¿Qué quieres decir con
eso? ¿Acaso Sibyl...? ¡Es superior a mis fuerzas, Harry! Pero habla pronto. Cuéntamelo todo
inmediatamente.
-Estoy convencido de que no ha sido un accidente, aunque hay que conseguir qué la opinión pública lo
vea de esa manera. Parece que cuando salía del teatro con su madre, alrededor de las doce y media más o
menos, dijo que había olvidado algo en el piso de arriba. Esperaron algún tiempo por ella, pero no
regresó. Finalmente la encontraron muerta, tumbada en el suelo de su camerino. Había tragado algo por
equivocación, alguna cosa terrible que usan en los teatros. No sé qué era, pero tenía ácido prúsico o
carbonato de plomo. Imagino que era ácido prúsico, porque parece haber muerto instantáneamente.
-¡Qué cosa tan atroz, Harry! -exclamó el muchacho. -Sí, verdaderamente trágica, desde luego, pero tú
no debes verte mezclado en ello. He visto en el Standard que tenía diecisiete años. Yo la hubiera creído
aún más joven. ¡Tenía tal aspecto de niña y parecía una actriz con tan poca experiencia! Dorian, no debes
permitir que este asunto te altere los nervios. Cenarás conmigo y luego nos pasaremos por la ópera. Esta
noche canta la Patti y estará allí todo el mundo. Puedes venir al palco de mi hermana. Irá con unas
amigas muy elegantes.
 
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astaroth1
view post Posted on 8/10/2010, 17:57




-De manera que he asesinado a Sibyl Vane -dijo Dorian Gray, hablando a medias consigo mismo -;
como si le hubiera cortado el cuello con un cuchillo. Pero no por ello las rosas son menos hermosas. Ni
los pájaros cantan con menos alegría en mi jardín. Y esta noche cenaré contigo, y luego iremos a la ópera
y supongo que acabaremos la velada en algún otro sitio. ¡Qué extraordinariamente dramática es la vida!
Si todo esto lo hubiera leído en un libro, Harry, creo que me habría hecho llorar. Sin embargo, ahora que
ha sucedido de verdad, y que me ha sucedido a mí, parece demasiado prodigioso para derramar lágrimas.
Aquí está la primera carta de amor apasionada que he escrito en mi vida. Es bien extraño que mi primera
carta de amor esté dirigida a una muchacha muerta. ¿Tienen sentimientos, me pregunto, esos blancos
seres silenciosos a los que llamamos los muertos? ¿Puede Sibyl sentir, entender o escuchar? ¡Ah, Harry,
cómo la amaba hace muy poco! Pero ahora me parece que han pasado años. Lo era todo para mí. Luego
llegó aquella noche horrible, ¿ayer?, en la que actuó tan espantosamente mal y en la que casi se me
rompió el corazón. Me lo explicó todo. Era terriblemente patético. Pero no me conmovió en lo más
mínimo. Me pareció una persona superficial. Aunque luego ha sucedido algo que me ha dado miedo. No
puedo decirte qué, pero ha sido terrible. Y decidí volver con Sibyl. Comprendí que me había portado mal
con ella. Y ahora está muerta. ¡Dios del cielo, Harry! ¿Qué voy a hacer? No sabes en qué peligro me
encuentro, y no hay nada que pueda mantenerme en el camino recto. Sibyl lo hubiera conseguido. No
tenía derecho a quitarse la vida. Se ha portado de una manera muy egoísta.
-Mi querido Dorian -respondió lord Henry, sacando un cigarrillo de la pitillera y luego un estuche para
cerillas con baño de oro-, la única manera de que una mujer reforme a un hombre es aburriéndolo tan
completamente que pierda todo interés por la vida. Si te hubieras casado con esa chica, habrías sido muy
desgraciado. Por supuesto la hubieras tratado amablemente. Siempre se puede ser amable con las
personas que no nos importan nada. Pero habría descubierto enseguida que sólo sentías indiferencia por
ella. Y cuando una mujer descubre eso de su marido, o empieza a vestirse muy mal o lleva sombreros
muy elegantes que tiene que pagar el marido de otra mujer. Y no hablo del faux pas social, que habría
sido lamentable, y que, por supuesto, yo no hubiera permitido, pero te aseguro que, de todos modos, el
asunto habría sido un fracaso de principio a fin.
-Imagino que sí -murmuró el muchacho, paseando por la habitación, horriblemente pálido-. Pero
pensaba que era mi deber. No es culpa mía que esta espantosa tragedia me impida actuar correctamente.
Recuerdo que en una ocasión dijiste que existe una fatalidad ligada a las buenas resoluciones, y es que
siempre se hacen demasiado tarde. Las mías desde luego.
-Las buenas resoluciones son intentos inútiles de modificar leyes científicas. No tienen otro origen que
la vanidad. Y el resultado es absolutamente nulo. De cuando en cuando nos proporcionan algunas de esas
suntuosas emociones estériles que tienen cierto encanto para los débiles. Eso es lo mejor que se puede
decir de ellas. Son cheques que hay que cobrar en una cuenta sin fondos.
-Harry -exclamó Dorian Gray, acercándose y sentándose a su lado-, ¿por qué no siento esta tragedia
con la intensidad que quisiera? No creo que me falte corazón. ¿Qué opinas tú?
-Has hecho demasiadas tonterías durante los últimos quince días para que se te pueda acusar de eso,
Dorian -respondió lord Henry, con su dulce sonrisa melancólica.
El muchacho frunció el ceño.
-No me gusta esa explicación, Harry -replicó-, pero me alegra que no me juzgues sin corazón. No es
verdad. Sé que lo tengo. Y sin embarg o he de reconocer que lo que ha sucedido no me afecta como
debiera. Me parece sencillamente un final estupendo para una obra maravillosa. Tiene la belleza terrible
de una tragedia griega, una tragedia en la que he tenido un papel muy destacado, pero que no me ha
dejado heridas.
-Es un caso interesante -dijo lord Henry, que encontraba un placer sutil enjugar con el egoísmo
inconsciente de su joven amigo-; un caso sumamente interesante. Creo que la verdadera explicación es
ésta: sucede con frecuencia que las tragedias reales de la vida ocurren de una manera tan poco artística
que nos hieren por lo crudo de su violencia, por su absoluta incoherencia, su absurda ausencia de
significado, su completa falta de estilo. Nos afectan como lo hace la vulgaridad. Sólo nos producen una
impresión de fuerza bruta, y nos rebelamos contra eso. A veces, sin embargo, cruza nuestras vidas una
tragedia que posee elementos de belleza artística. Si esos elementos de belleza son reales, todo el
conjunto apela a nuestro sentido del efecto dramático. De repente descubrimos que ya no somos los
actores, sino los espectadores de la obra. O que somos más bien las dos cosas. Nos observamos, y el
mero asombro del espectáculo nos seduce. En el caso presente, ¿qué es lo que ha sucedido en realidad?
Alguien se ha matado por amor tuyo. Me gustaría haber tenido alguna vez una experiencia semejante. Me
hubiera hecho enamorarme del amor para el resto de mi vida. Las personas que me han adorado (no han
sido muchas, pero sí algunas), siempre han insistido en seguir viviendo después de que yo dejase de
quererlas y ellas dejaran de quererme a mí. Se han vuelto corpulentas y tediosas, y cuando me encuentro
con ellas se lanzan inmediatamente a los recuerdos. ¡Ah, esa terrible memoria de las mujeres! ¡Qué cosa
más espantosa! ¡Y qué total estancamiento intelectual revela! Se deben absorberlos colores de la vida,
pero nunca recordar los detalles. Los detalles siempre son vulgares.
-He de sembrar amapolas en el jardín -suspiró Dorian.
-No hace falta -replicó su amigo-. La vida siempre distribuye amapolas a manos llenas. Por supuesto,
de cuando en cuando las cosas se alargan. En una ocasión no llevé más que violetas durante toda una
temporada, a manera de luto artístico por una historia de amor que no acababa de morir. A la larga,
terminó por hacerlo. No recuerdo ya qué fue lo que la mató. Probablemente, su propuesta de sacrificar
por mí el mundo entero. Ése es siempre un momento terrible. Le llena a uno con el terror de la eternidad.
Pues bien, ¿querrás creerlo?, la semana pasada, en casa de lady Hampshire, me encontré cenando junto a
la dama de quien te hablo, e insistió en revisar toda la historia, en desenterrar el pasado y en remover el
futuro. Yo había sepultado mi amor bajo un lecho de asfódelos. Ella lo sacó de nuevo a la luz,
asegurándome que había destrozado su vida. Me veo obligado a señalar que procedió a devorar una cena
copiosísima, de manera que no sentí la menor ansiedad. Pero, ¡qué falta de buen gusto la suya! El único
encanto del pasado es que es el pasado. Pero las mujeres nunca se enteran de que ha caído el telón.
Siempre quieren un sexto acto, y tan pronto como la obra pierde interés, sugieren continuarla. Si se las
dejara salirse con la suya, todas las comedias tendrían un final trágico, y todas las tragedias culminarían
en farsa. Son encantadoramente artificiales, pero carecen de sentido artístico. Tú has tenido más suerte
que yo. Te aseguro que ninguna de las mujeres que he conocido hubiera hecho por mí lo que Sibyl Vane
ha hecho por ti. Las mujeres ordinarias se consuelan siempre. Algunas se lanzan a los colores
sentimentales. Nunca te fíes de una mujer que se viste de malva, cualquiera que sea su edad, o de una
mujer de más de treinta y cinco aficionada a las cintas de color rosa. Eso siempre quiere decir que tienen
un pasado. Otras se consuelan descubriendo de repente las excelentes cualidades de sus maridos. Hacen
ostentación en tus narices de su felicidad conyugal, como si fuera el más fascinante de los pecados.
Algunas se consuelan con la religión, cuyos misterios tienen todo el encanto de un coqueteo, según me
dijo una mujer en cierta ocasión; y lo comprendo perfectamente. Además, nada le hace a uno tan
vanidoso como que lo acusen de pecador. La conciencia nos vuelve egoístas a todos. Sí; son
innumerables los consuelos que las mujeres encuentran en la vida moderna. Y, de hecho, no he
mencionado aún el más importante.
-¿Cuál es, Harry? -preguntó el muchacho distraídamente.
-Oh, el consuelo más evidente. El que consiste en apoderarse del admirador de otra cuando se pierde al
propio. En la buena sociedad eso siempre rehabilita a una mujer. Pero, realmente, Dorian, ¡qué diferente
debía de ser Sibyl Vane de las mujeres que conocemos de ordinario! Hay algo que me parece muy
hermoso acerca de su muerte. Me alegro de vivir en un siglo en el que ocurren tales maravillas. Le hacen
creer a uno en la realidad de cosas con las que todos jugamos, como romanticismo, pasión y amor.
-Yo he sido horriblemente cruel con ella. Lo estás olvidando.
-Mucho me temo que las mujeres aprecian la crueldad, la crueldad pura y simple, más que ninguna otra
cosa. Tienen instintos maravillosamente primitivos. Las hemos emancipado, pero siguen siendo esclavas
en busca de dueño. Les encanta que las dominen. Estoy seguro de que es tuviste espléndido. No te he
visto nunca enfadado de verdad, aunque me imagino el aspecto tan delicioso que tenías. Y, después de
todo, anteayer me dijiste algo que me pareció entonces puramente caprichoso, pero que ahora considero
absolutamente cierto y que encierra la clave de todo lo sucedido.
-¿Qué fue eso, Harry?
-Me dijiste que para ti Sibyl Vane representaba a todas las heroínas novelescas; que una noche era
Desdémona y otra Julieta; que si moría como Julieta, volvía a la vida como Imogen.
-Nunca resucitará ya -murmuró el muchacho, escondiendo la cara entre las manos.
-No, nunca más. Ha interpretado su último papel. Pero debes pensar en esa muerte solitaria en un
camerino de oropel como un extraño pasaje espeluznante de una tragedia jacobea, como una maravillosa
escena de Webster, de Ford, o de Cyril Tourneur. Esa muchacha nunca ha vivido realmente, de manera
que tampoco ha muerto de verdad. Para ti, al menos, siempre ha sido un sueño, un fantasma que
revoloteaba por las obras de Shakespeare y las hacía más encantadoras con su presencia, un caramillo
con el que la música de Shakespeare sonaba mejor y más alegre. En el momento en que tocó la vida real,
desapareció el encanto, la vida la echó a perder, y Sibyl murió. Lleva duelo por Ofelia, si quieres.
Cúbrete la cabeza con cenizas porque Cordelia ha sido estrangulada. Clama contra el cielo porque ha
muerto la hija de Brabantio. Pero no malgastes tus lágrimas por Sibyl Vane. Era menos real que todas
ellas.
Hubo un momento de silencio. La tarde se oscurecía en la biblioteca. Mudas, y con pies de plata, las
sombras del jardín entraron en la casa. Los colores desaparecieron cansadamente de los objetos.
Después de algún tiempo Dorian Gray alzó los ojos. -Me has explicado a mí mismo, Harry -murmuró,
con algo parecido a un suspiro de alivio-. Aunque sentía lo que has dicho, me daba miedo, y no era capaz
de decírmelo. ¡Qué bien me conoces! Pero no vamos a hablar más de lo sucedido. Ha sido una
experiencia maravillosa. Eso es todo. Me pregunto si la vida aún me reserva alguna otra cosa tan
extraordinaria.
 
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satanas1
view post Posted on 8/10/2010, 18:13




Renan, en su Vie deisus -ese gentil Quinto Evangelio, el Evangelio según Santo Tomás
se le podría llamar-, dice no sé por dónde que el gran logro de Cristo fue hacerse tan
amado después de su muerte como lo había sido en vida. Y ciertamente, si su lugar está
con los poetas, es el cabeza de todos los amantes. Él vio que el amor era ese secreto perdido
del mundo que los sabios venían buscando, y que únicamente a través del amor podía
uno acercarse al corazón del leproso o a los pies de Dios.
Y, sobre todo, Cristo es el más supremo de los Individualistas. La humildad, como la
aceptación artística de todas las experiencias, no es sino un modo de manifestación. Es el
alma del hombre lo que Cristo anda buscando siempre. La llama «el Reino de Dios» -~
paacíIEla zov 9Eot~>- y la encuentra en toda persona. La compara con cosas pequeñas,
con una semilla diminuta, con un puñado de levadura, con una perla. Porque sólo realiza
uno su alma desprendiéndose de todas las pasiones ajenas, de toda la cultura adquirida, y
de todas las posesiones exteriores, sean buenas o malas.
Yo aguanté frente a todo con cierta testarudez de la voluntad y mucha rebelión de la naturaleza
hasta que no me quedó nada en el mundo más que Cyril. Había perdido mi nombre,
mi posición, mi felicidad, mi libertad, mi hacienda. Era un preso y un indigente. Pero
aún me quedaba una sola cosa hermosa, mi hijo mayor. De improviso la ley me lo quitó.
Fue un golpe tan atroz que no supe qué hacer, así que me tiré de rodillas, y agaché la cabeza,
y lloré y dije: «El cuerpo de un niño es como el cuerpo del Señor: no soy digno de
ninguno de los dos». Ese momento pareció salvarme. Entonces vi que lo único que había
para mí era aceptarlo todo. Desde entonces -por curioso que esto sin duda te resulte- he
sido más feliz.
Era, por supuesto, mi alma en su esencia última lo que había alcanzado. De muchas
maneras yo había sido su enemigo, pero me la encontré esperándome como amiga. Cuando
se entra en contacto con ella, el alma le hace a uno sencillo como un niño, como dijo
Cristo que había que ser. Es trágico que tan pocas personas «posean su alma» antes de
morir. «Nada hay más infrecuente en todo hombre», dice Emerson, «que un acto que sea
propiamente suyo». Es totalmente cierto. La mayoría de las personas son otras personas.
Sus pensamientos son las opiniones de otro, su vida un remedo, sus pasiones una cita.
Cristo no fue sólo el Individualista supremo, sino el primero de la Historia. Se ha querido
hacer de él un vulgar Filántropo, como los espantosos filántropos del siglo diecinueve, o
se le ha colocado como Altruista al lado de los acientíficos y los sentimentales. Pero en
realidad no fue ni lo uno ni lo otro. Tiene compasión, naturalmente, de los pobres, de los
que están encerrados en las cárceles, de los humildes, de los desdichados, pero tiene mucha
más compasión de los ricos, de los hedonistas duros, de los que dilapidan su libertad
en hacerse esclavos de las cosas, de los que visten telas suaves y viven en las casas de los
reyes. La Riqueza y el Placer le parecían tragedias realmente mayores que la Pobreza y el
Dolor. Y en cuanto al Altruismo, ¿quién supo mejor que él que es la vocación y no la volición
lo que nos determina, y que no se pueden recoger uvas de los espinos ni higos de
los cardos?
Vivir para los demás como objetivo concreto y deliberado no fue su credo. No fue la
base de su credo. Cuando dice: « Perdonad a vuestros enemigos», no lo dice por el bien
del enemigo sino por el bien de uno mismo, y porque el Amor es más bello que el Odio.
Cuando ruega al joven al que amó con verle: «Vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres
», no es en el estado de los pobres en lo que está pensando, sino en el alma del joven,
el alma gentil que la riqueza estaba desfigurando. En su visión de la vida coincide con el
artista que sabe que por la ley inevitable del propio perfeccionamiento el poeta ha de cantar,
y el escultor pensar en bronce, y el pintor hacer del mundo espejo de sus estados de
ánimo, tan seguro y tan cierto como que el majuelo ha de florecer en primavera, y el trigo
llamear de oro al tiempo de la siega, y la Luna en sus ordenadas andanzas cambiar de escudo
en hoz y de hoz en escudo.
Pero aunque Cristo no dijera a los hombres: «Vivid para los demás», señaló que no
había diferencia real entre las vidas de los demás y la vida propia. De esta forma dio al
hombre una personalidad extendida, de titán. Desde su venida, la historia de cada individuo
es, o se puede hacer, la historia del mundo. Claro está que la Cultura ha intensificado
la personalidad del hombre. El Arte nos ha hecho mentalmente multitudes. Quienes poseen
el temperamento artístico van al destierro con Dante y aprenden cuán salado es el pan
de otros y cuán empinadas sus escaleras; captan por un momento la serenidad y la calma
de Goethe, pero saben muy bien por qué Baudelaire gritó a Dios:

O Seigneur, donnez-moi la force et le courage
De contempler mon corps et mon suer sans dégoût.

[Señor, dame valor y fortaleza / para contemplar mi cuerpo y mi corazón sin asco.]
 
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astaroth1
view post Posted on 8/10/2010, 19:16




-La vida te lo reserva todo, Dorian. No hay nada que no seas capaz de hacer, con tu maravillosa
belleza.
-Pero supongamos, Harry, que me volviera ojeroso y viejo y me llenara de arrugas. ¿Qué sucedería
entonces?
-Ah -dijo lord Henry, poniéndose en pie para marcharse-, en ese caso, mi querido Dorian, tendrías que
luchar por tus victorias. De momento, se te arrojan a los pies. No; tienes que seguir siendo como eres.
Vivimos en una época que lee demasiado para ser sabia y que piensa demasiado para ser hermosa. No
podemos pasarnos sin ti. Y ahora más vale que te vistas y vayamos en coche al club. Ya nos hemos
retrasado bastante.
-Creo que me reuniré contigo en la ópera. Estoy demasiado cansado para comer nada. ¿Cuál es el
número del palco de tu hermana?
-Veintisiete, me parece. Está en el primer piso. Encontrarás su nombre en la puerta. Pero lamento que
no cenes conmigo.
-No me siento capaz -dijo Dorian distraídamente-, aunque te estoy terriblemente agradecido por todo
lo que me has dicho. Eres sin duda mi mejor amigo. Nadie me ha entendido nunca como tú.
-Sólo estamos al comienzo de nuestra amistad -respondió lord Henry, estrechándole la mano-. Hasta
luego. Te veré antes de las nueve y media, espero. No te olvides de que canta la Patti.
Cuando se cerró la puerta de la biblioteca, Dorian Gray tocó la campanilla y pocos minutos después
apareció Víctor con las lámparas y bajó los estores. Dorian esperó con impaciencia a que se fuera. Tuvo
la impresión de que tardaba un tiempo infinito en cada gesto.
Tan pronto como se hubo marchado, corrió hacia el biombo, retirándolo. No; no se había producido
ningún nuevo cambio. El retrato había recibido antes que él la noticia de la muerte de Sibyl. Era
consciente de los sucesos de la vida a medida que se producían. La disoluta crueldad que desfiguraba las
delicadas líneas de la boca había aparecido, sin duda, en el momento mismo en que la muchacha bebió el
veneno, fuera el que fuese. ¿O era indiferente a los resultados? ¿Simplemente se enteraba de lo que
sucedía en el interior del alma? No sabría decirlo, pero no perdía la esperanza de que algún día pudiera
ver cómo el cambio tenía lugar delante de sus ojos, estremeciéndose al tiempo que lo deseaba.
¡Pobre Sibyl! ¡Qué romántico había sido todo! ¡Cuántas veces había fingido en el escenario la muerte
que había terminado por tocarla, llevándosela consigo! ¿Cómo habría interpretado aquella última y
terrible escena? ¿Lo habría maldecido mientras moría? No; había muerto de amor por él, y el amor sería
su sacramento a partir de entonces. Sibyl lo había expiado todo con el sacrificio de su vida. No pensaría
más en lo que le había hecho sufrir, en aquella horrible noche en el teatro. Cuando pensara en ella, la
vería como una maravillosa figura trágica enviada al escenario del mundo para mostrar la suprema
realidad del amor. ¿Una maravillosa figura trágica? Los ojos se le llenaron de lágrimas al recordar su
aspecto infantil, su atractiva y fantasiosa manera de ser y su tímida gracia palpitante. Apartó
apresuradamente aquellos recuerdos y volvió a mirar el cuadro.
Comprendió que había llegado de verdad el momento de elegir. ¿O acaso la elección ya estaba hecha?
Sí; la vida había decidido por él; la vida y su infinita curiosidad personal sobre la vida. Eterna juventud,
pasión infinita, sutiles y secretos placeres, violentas alegrías y pecados aún más violentos; no quería
prescindir de nada. El retrato cargaría con el peso de la vergüenza; eso era todo.
Un sentimiento de dolor le invadió al pensar en la profanación que aguardaba al hermoso rostro del
retrato. En una ocasión, en adolescente burla de Narciso, había besado, o fingido besar, aquellos labios
pintados que ahora le sonreían tan cruelmente. Día tras día había permanecido delante del retrato,
maravillándose de su belleza, casi -le parecía a veces- enamorado de él. ¿Cambiaría ahora cada vez que
cediera a algún capricho? ¿Iba a convertirse en un objeto monstruoso y repugnante, que habría de
esconderse en una habitación cerrada con llave, lejos de la luz del sol que con tanta frecuencia había
convertido en oro deslumbrante la ondulada maravilla de sus cabellos? ¡Qué perspectiva tan terrible!
Por un momento pensó en rezar para que cesara la espantosa comunión que existía entre el cuadro y él.
El cambio se había producido en respuesta a una plegaria; quizás en respuesta a otra volviese a quedar
inalterable. Y, sin embargo, ¿quién, que supiera algo sobre la Vida, renunciaría al privilegio de
permanecer siempre joven, por fantástica que esa posibilidad pudiera ser o por fatídicas que resultaran las
consecuencias? Además, ¿estaba realmente en su mano controlarlo? ¿Había sido una oración la causa del
cambio? ¿Podía existir quizá alguna razón científica? Si el pensamiento influía sobre un organismo vivo,
¿no cabía también que ejerciera esa influencia sobre cosas muertas e inorgánicas? Más aún, ¿no era
posible que, sin pensamientos ni deseos conscientes, cosas externas a nosotros vibraran en unión con
nuestros estados de ánimo y pasiones, átomo llamando a átomo en un secreto amor de extraña afinidad?
Pero poco importaba la razón. Nunca volvería a tentar con una plegaria a ningún terrible poder. Si el
retrato tenía que cambiar, cambiaría. Eso era todo. ¿Qué necesidad había de profundizar más?
Porque sería un verdadero placer examinar el retrato. Podría así penetrar hasta en los repliegues más
secretos de su alma. El retrato se convertiría en el más mágico de los espejos. De la misma manera que le
había descubierto su cuerpo, también le revelaría el alma. Y cuando a ese alma le llegara el invierno, él
permanecería aún en donde la primavera tiembla, a punto de convertirse en verano. Cuando la sangre
desapareciera de su rostro, para dejar una pálida máscara de yeso con ojos de plomo, él conservaría el
atractivo de la adolescencia. Ni un átomo de su belleza se marchitaría nunca. Jamás se debilitaría el ritmo
de su vida. Como los dioses de los griegos, sería siempre fuerte, veloz y alegre. ¿Qué importaba lo que le
sucediera a la imagen coloreada del lienzo? Él estaría a salvo. Eso era lo único que importaba.
Volvió a colocar el biombo en su posición anterior, delante del retrato, sonriendo al hacerlo, y entró en
el dormitorio, donde ya le esperaba su ayuda de cámara. Una hora después se encontraba en la ópera, y
lord Henry se inclinaba sobre su silla.

Edited by astaroth1 - 8/10/2010, 21:10
 
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astaroth1
view post Posted on 9/10/2010, 16:21




Capítulo 9

Cuando estaba desayunando a la mañana siguiente, el criado hizo entrar a Basil Hallward.
-Me alegro de haberte encontrado, Dorian -dijo el pintor con entonación solemne-. Vine a verte
anoche, y me dijeron que estabas en la ópera. Comprendí que no era posible. Pero siento que no dijeras
adónde ibas en realidad. Pasé una velada horrible, temiendo a medias que a una primera tragedia pudiera
seguirle otra. Creo que deberías haberme telegrafiado cuando te enteraste de lo sucedido. Lo leí casi por
casualidad en la última edición del Globe, que encontré en el club. Vine aquí de inmediato, y sentí
mucho no verte. No sé cómo explicarte cuánto lamento lo sucedido. Me hago cargo de lo mucho que
sufres. Pero, ¿dónde estabas? ¿Fuiste a ver a la madre de esa muchacha? Por un momento pensé en
seguirte hasta allí. Daban la dirección en el periódico. Un lugar en Euston Road, ¿no es eso? Pero tuve
miedo de avivar un dolor que no me era posible aliviar. ¡Pobre mujer! ¡En qué estado debe encontrarse!
¡Y su única hija! ¿Qué ha dicho sobre lo sucedido?
-Mi querido Basil, ¿cómo quieres que lo sepa? -murmuró Dorian Gray, bebiendo un sorbo de pálido
vino blanco de una delicada copa de cristal veneciano, adornada con perlas de oro, con aire de aburrirse
muchísimo -. Estaba en la ópera. Deberías haber ido allí. Conocí a lady Gwendolen, la hermana de Harry.
Estuvimos en su palco. Es absolutamente encantadora; y la Patti cantó divinamente. No hables de cosas
horribles. Basta con no hablar de algo para que no haya sucedido nunca. Como dice Harry, el hecho de
expresarlas es lo que da realidad a las cosas. Aunque quizá deba mencionar que no era hija única. Existe
un varón, un muchacho excelente, según creo. Pero no se dedica al teatro. Es marinero o algo parecido. Y
ahora háblame de ti y de lo que estás pintando.
-Fuiste a la ópera -exclamó Hallward, hablando muy despacio, la voz estremecida por el dolor-.
¿Fuiste a la ópera mientras el cadáver de Sibyl Vane yacía en algún sórdido lugar? ¿Eres capaz de
hablarme de lo encantadoras que son otras mujeres y de la maravillosa voz de la Patti, antes de que la
muchacha a la que amabas disponga siquiera de la paz de un sepulcro donde descansar? ¿Acaso no sabes
los horrores que aguardan a ese cuerpo suyo todavía tan b lanco?
-¡Basta! ¡No estoy dispuesto a escucharlo! -exclamó Dorian, poniéndose en pie con brusquedad-. No
me hables de esas cosas. Lo que está hecho, está hecho. Lo pasado, pasado está.
-¿Al día de ayer le llamas el pasado?
-¿Qué tiene que ver el lapso de tiempo transcurrido? Sólo las personas superficiales necesitan años
para desechar una emoción. Un hombre que es dueño de sí mismo pone fin a un pesar tan fácilmente
como inventa un placer. No quiero estar a merced de mis emociones. Quiero usarlas, disfrutarlas,
dominarlas.
-¡Eso que dices es horrible, Dorian! Algo te ha cambiado completamente. Sigues teniendo el mismo
aspecto que el maravilloso muchacho que, día tras día, venía a mi estudio para posar. Pero entonces eras
una persona sencilla, espontánea y afectuosa. Eras la criatura más íntegra de la tierra. Ahora, no sé qué es
lo que te ha sucedido. Hablas como si no tuvieras corazón, como si fueras incapaz de compadecerte. Es
la influencia de Harry. Lo veo con toda claridad.
El muchacho enrojeció y, llegándose hasta la ventana, contempló durante unos instantes el verdor
fulgurante del jardín, bañado de sol.
-Es mucho lo que le debo a Harry-dijo por fin-; más de lo que te debo a ti. Tú sólo me enseñaste a ser
vanidoso.
-Sin duda estoy siendo castigado por ello; o lo seré algún día.
-No entiendo lo que dices, Basil -exclamó Dorian Gray, volviéndose-. Tampoco sé lo que quieres.
¿Qué es lo que quieres?
-Quiero al Dorian Gray cuyo retrato pinté en otro tiempo -dijo el artista con tristeza.
-Basil -dijo el muchacho, acercándose a él, y poniéndole la mano en el hombro-, has llegado
demasiado tarde. Ayer, cuando oí que Sibyl Vane se había quitado la vida...
-¡Quitado la vida! ¡Cielo santo! ¿Se sabe a ciencia cierta? -exclamó Hallward, mirando horrorizado a
su amigo.
-¡Mi querido Basil! ¿No pensarás que ha sido un vulgar accidente? Por supuesto que se ha suicidado.
El hombre de más edad se cubrió la cara con las manos.
-Qué cosa tan terrible -murmuró, el cuerpo entero sacudido por un estremecimiento.
-No -dijo Dorian Gray-; no tiene nada de terrible. Es una de las grandes tragedias románticas de
nuestra época. Por regla general, los actores llevan una vida bien corriente. Son buenos maridos, o
esposas fieles, o algo igualmente tedioso. Ya sabes a qué me refiero, virtudes de la clase media y todas
esas cosas. ¡Qué diferente era Sibyl, que ha vivido su mejor tragedia! Fue siempre una heroína. La última
noche que actuó, la noche en que tú la viste, su interpretación fue mala porque había conocido la realidad
del amor. Cuando conoció su irrealidad, murió, como podría haber muerto Julieta. Volvió de nuevo a la
esfera del arte. Había algo de mártir en ella. Su muerte tiene toda la patética inutilidad del martirio, toda
su belleza desperdiciada. Pero, como iba diciendo, no debes pensar que no he sufrido. Si hubieras venido
ayer en cierto momento, hacia las cinco y media, quizá, o las seis menos cuarto, me habrías encontrado
llorando. Incluso Harry, que estaba aquí y fue quien me trajo la noticia, no se dio cuenta de lo que me
sucedía. Sufrí inmensamente. Luego el sufrimiento acabó. No puedo repetir una emoción. Nadie puede,
excepto las personas sentimentales. Y tú eres terriblemente injusto, Basil. Vienes aquí a consolarme. Es
muy de agradecer. Me encuentras consolado y te enfureces. ¡Bien por las personas compasivas! Me
haces pensar en una historia que me contó Harry acerca de cierto filántropo que se pasó veinte años
tratando de rectificar un agravio o de cambiar una ley injusta, no recuerdo exactamente de qué se trataba.
Finalmente lo consiguió, y su decepción fue inmensa. Como no tenía absolutamente nada que hacer, casi
se murió de ennui, convirtiéndose en un perfecto misántropo. Y además, mi querido Basil, si realmente
quieres consolarme, enséñame más bien a olvidar lo que ha sucedido o a verlo desde el ángulo artístico
más conveniente. ¿No era Gautier quien hablaba sobre la consolafon des arts? Recuerdo haber
encontrado un día en tu estudio un librito con tapas de vitela en el que descubrí por casualidad esa frase
deliciosa. Bien, no soy como el joven de quien me hablaste cuando estuvimos juntos en Marlow, el joven
para quien el satén amarillo podía consolar a cualquiera de todas las tristezas de la vida. Me gustan las
cosas hermosas que se pueden tocar y utilizar. Brocados antiguos, bronces con cardenillo, objetos
lacados, marfiles tallados, ambientes exquisitos, lujo, pompa: es mucho lo que se puede disfrutar con
todas esas cosas. Pero el temperamento artístico que crean, o que al menos revelan, tiene todavía más
importancia para mí. Convertirse en el espectador de la propia vida, como dice Harry, es escapar a sus
sufrimientos. Ya sé que te sorprende que te hable de esta manera. No te has dado cuenta de cómo he
madurado. No era más que un colegial cuando me conociste. Soy un hombre ya. Tengo nuevas pasiones,
nuevos pensamientos, nuevas ideas. Soy diferente, pero no debes tenerme menos afecto. He cambiado,
pero tú serás siempre mi amigo. Es cierto que a Harry le tengo mucho cariño. Pero sé que tú eres mejor.
Menos fuerte, porque le tienes demasiado miedo a la vida, pero mejor. Y, ¡qué felices éramos cuando
estábamos juntos! No me dejes, Basil, ni te pelees conmigo. Soy lo que soy. No hay nada más que decir.
El pintor se sintió extrañamente emocionado. Apreciaba infinitamente a Dorian, y gracias a su
personalidad su arte había dado un paso decisivo. No cabía seguir pensando en hacerle reproches. Tal vez
su indiferencia fuese un estado de ánimo pasajero. ¡Había tanta bondad en él, tanta nobleza!
-Bien, Dorian -dijo, finalmente, con una triste sonrisa-; a partir de hoy no volveré a hablarte de ese
suceso tan terrible. Sólo deseo que tu nombre no se vea mezclado en un escándalo. La investigación
judicial se celebra esta tarde. ¿Te han convocado?
Dorian negó con la cabeza; y una expresión de fastidio pasó por su rostro al oír mencionar la palabra
«investigación». Todo aquel asunto tenía algo de vulgar y de tosco.
-No saben cómo me llamo -respondió.
-¿Tampoco ella?
-Sólo mi nombre de pila, y estoy seguro de que nunca se lo dijo a nadie. En una ocasión me contó que
todos tenían una gran curiosidad por saber quién era yo, pero siempre les decía que era el Príncipe Azul.
 
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astaroth1
view post Posted on 9/10/2010, 17:12




Una delicadeza por su parte. Has de hacerme un dibujo de Sibyl, Basil. Me gustaría tener algo más que el
recuerdo de algunos besos y unas palabras entrecortadas llenas de patetismo.
-Trataré de hacer algo, Dorian, si eso te agrada. Pero tienes que venir y posar para mí de nuevo. Sin ti
no hago nada que merezca la pena.
-Nunca volveré a posar para ti. ¡Es imposible! -exclamó Dorian, retrocediendo.
El pintor lo miró fijamente.
-¡Mi querido Dorian, eso es una tontería! -exclamó-. ¿Quieres decir que no te gusta el retrato tuyo que
pinté? ¿Dónde está? ¿Por qué has colocado ese biombo delante? Déjamelo ver. Es lo mejor que he hecho.
Haz el favor de retirar el biombo, Dorian. Me parece vergonzoso que tu criado esconda mi retrato de esa
manera. Ahora comprendo por qué la habitación me ha parecido distinta al entrar.
-Mi criado no tiene nada que ver con eso. ¿No imaginarás que le dejo arreglar la biblioteca por mí? A
veces coloca las flores..., eso es todo. No; soy yo quien lo ha hecho. La luz era demasiado fuerte para el
retrato.
-¡Demasiado fuerte! No puede ser. Es un sitio admirable para ese cuadro. Déjamelo ver.
Un grito de terror escapó de la boca de Dorian Gray, que corrió a situarse entre el pintor y el biombo.
-Basil -dijo, sumamente pálido-, no debes verlo. No quiero que lo veas.
-¡Que no vea mi propia obra! No hablas en serio. ¿Por qué tendría que no verlo? -preguntó Hallward,
riendo.
-Si tratas de verlo, te juro por mi honor que nunca volveré a dirigirte la palabra mientras viva. Hablo
completamente en serio. No te doy ninguna explicación, ni te permito que me la pidas. Pero, recuérdalo,
si tocas ese biombo, nuestra amistad se habrá terminado para siempre.
Hallward quedó anonadado. Miró a Dorian Gray con infinito asombro. Nunca lo había visto así. El
muchacho estaba lívido de rabia. Apretaba los puños y sus pupilas eran como discos de fuego azul.
Temblaba de pies a cabeza.
-¡Dorian!
-¡No digas nada!
-Pero, ¿qué es lo que te pasa? Por supuesto que no voy a mirarlo si tú no quieres -dijo, con bastante
frialdad, girando sobre los talones y acercándose a la ventana-. Pero me parece bastante absurdo que no
pueda ver mi propia obra, sobre todo cuando me dispongo a exponerla en París en otoño. Probablemente
tendré que darle otra mano de barniz antes, de manera que tendré que verlo algún día, y ¿por qué no hoy?
-¿Exponerlo? ¿Quieres exponerlo? -exclamó Dorian Gray, sintiendo que le invadía un extraño terror.
¿Iba a ser el mundo testigo de su secreto? ¿Se quedaría la gente con la boca abierta ante el misterio de su
vida? Imposible. Había que hacer algo, no sabía aún qué, y hacerlo de inmediato.
-Sí; espero que no te opongas. George Petit va a reunir mis mejores obras para una exposición personal
en la rue de Séze que se inaugurará la primera semana de octubre. El retrato sólo estará fuera un mes.
Creo que podrás pasarte sin él ese tiempo. De hecho es seguro que no estarás en Londres. Y si lo tienes
detrás de un biombo, quiere decir que no te importa demasiado.
Dorian Gray se pasó la mano por la frente, donde habían aparecido gotitas de sudor. Se sentía al borde
de un espantoso abismo.
-Hace un mes me dijiste que no lo expondrías nunca -exclamó-. ¿Por qué has cambiado de idea? Las
personas que presumís de coherentes sois tan caprichosas como todo el mundo. La única diferencia es
que vuestros caprichos carecen de sentido. No es posible que lo hayas olvidado: me aseguraste con toda
la solemnidad del mundo que nada te impulsaría a mandarlo a ninguna exposición. Y a Harry le dijiste
exactamente lo mismo.
Se detuvo de repente y apareció en sus ojos un brillo especial. Recordó que lord Henry le había dicho
en una ocasión, medio en serio medio en broma: «Si quieres pasar un cuarto de hora insólito, haz que
Basil te cuente por qué no quiere exponer tu retrato. A mí me lo contó, y fue toda una revelación». Sí;
quizá también Basil tuviera su secreto. ¿Y si tratara de interrogarlo?
-Basil -le dijo, acercándose mucho y mirándolo fijamente a los ojos-, los dos tenemos un secreto.
Hazme saber el tuyo y yo te contaré el mío. ¿Qué razón tenías para negarte a exponer el retrato?
El pintor se estremeció a su pesar.
-Si te lo dijera, quizá disminuyera el aprecio que me tienes, y sin duda alguna te reirías de mí. Me
resulta insoportable que suceda cualquiera de esas dos cosas. Si no quieres que vuelva a ver el cuadro, lo
acepto. Siempre puedo mirarte a ti. Si quieres que mi mejor obra permanezca oculta para el mundo, me
doy por satisfecho. Tu amistad es más importante para mí que la fama o la reputación.
-No, Basil; me lo tienes que contar -insistió Dorian Gray-. Creo que tengo derecho a saberlo -el
sentimiento de terror había desaparecido, sustituido por la curiosidad. Estaba decidido a descubrir el
misterio de Basil Hafward.
-Vamos a sentarnos, Dorian -dijo el pintor con gesto preocupado-. Siéntate y respóndeme a una sola
pregunta. ¿Has notado algo peculiar en el cuadro? ¿Algo que probablemente no advertiste en un primer
momento, pero que se te ha revelado de repente?
-¡Basil! -exclamó el muchacho, agarrándose a los brazos del sillón con manos temblorosas, y
mirándolo con ojos más llenos de miedo que de sorpresa.
-Ya veo que sí. No digas nada. Espera a escuchar lo que tengo que decir. Desde el momento en que te
conocí, tu personalidad ha tenido sobre mí la más extraordinaria de las influencias. Has dominado mi
alma, mi cerebro, mis energías. Te convertiste en la encarnación tangible de ese ideal nunca visto cuyo
recuerdo obsesiona a los artistas como un sueño inefable. Te idolatraba. Sentía celos de todas las
personas con las que hablabas. Te quería para mí solo. Sólo era feliz cuando estaba contigo. Y cuando te
alejabas de mí seguías presente en mi arte... Por supuesto nunca te hice saber nada de todo eso. Hubiera
sido imposible. No lo habrías entendido. Apenas lo entendía yo. Sólo sabía que había visto la perfección
cara a cara, y que, ante mis ojos, el mundo se había convertido en algo maravilloso; demasiado
maravilloso, quizá, porque en una adoración tan desmesurada existe un peligro, el peligro de perderla, no
menos grave que el de conservarla... Pasaron semanas y semanas, y yo estaba cada día más absorto en ti.
Luego sucedió algo nuevo. Te había dibujado como Paris con una primorosa armadura, y como Adonis
con capa de cazador y lanza bruñida. Coronado con flores de loto en la proa de la falúa de Adriano,
mirando hacia la otra orilla sobre las verdes aguas turbias del Nilo. Inclinado sobre un estanque inmóvil
en algún bosque griego, habías visto en la plata silenciosa del agua la maravilla de tu propio rostro. Y
todo había sido, como conviene al arte, inconsciente, ideal y remoto. Un día, un día fatídico, pienso a
veces, decidí pintar un maravilloso retrato tuyo tal como eres, no con vestiduras de edades muertas, sino
con tu ropa y en tu época. No sé si fue el realismo del método o la maravilla misma de tu personalidad,
que se me presentó entonces sin intermediarios, sin niebla ni velo. Pero sé que mientras trabajaba en él,
con cada pincelada, con cada toque de color me parecía estar revelando mi secreto. Sentí miedo de que
otros advirtieran mi idolatría. Comprendí que había dicho demasiado, que había puesto demasiado de mí
en aquel cuadro. Decidí entonces no permitir que el retrato se expusiera nunca en público. Tú te
molestaste un poco; pero no te diste cuenta de todo lo que significaba para mí. Harry, a quien le hablé de
ello, se rió de mí. Pero no me importó. Cuando el cuadro estuvo terminado, y me quedé a solas con él,
sentí que yo tenía razón... Luego, a los pocos días, el lienzo abandonó mi estudio, y tan pronto como me
libré de la intolerable fascinación de su presencia, me pareció absurdo imaginar que hubiera algo especial
en él, aparte del hecho de que tú eras muy bien parecido y de que yo era capaz de pintar. Incluso ahora no
puedo por menos de pensar que es un error creer que la pasión que se siente durante la creación aparece
de verdad en la obra creada. El arte es siempre más abstracto de lo que imaginamos. La forma y el color
sólo nos hablan de sí mismos..., eso es todo. Con frecuencia me parece que el arte esconde al artista
mucho más de lo que lo revela. De manera que cuando recibí la invitación de París decidí hacer de tu
retrato la pieza principal de mi exposición. Nunca se me ocurrió que te negaras. Ahora comprendo que
tenías razón. El retrato no se puede mostrar. No te enfades conmigo por lo que te he contado, Dorian.
Como le dije a Harry en una ocasión, estás hecho para ser adorado.
Dorian Gray respiró hondo. Sus mejillas recobraron el color y sus labios juguetearon con una sonrisa.
Había pasado el peligro. De momento estaba a salvo. Pero no podía dejar de sentir una piedad infinita por
el pintor que acababa de hacerle aquella extraña confesión, al tiempo que se preguntaba si alguna vez
llegaría a sentirse tan dominado por la personalidad de un amigo. Lord Henry tenía el encanto de ser muy
peligroso. Pero nada más. Era demasiado inteligente y demasiado cínico para que nadie sintiera por él un
afecto apasionado. ¿Habría alguna vez alguien que suscitara en él, en Dorian Gray, tan extraña idolatría?
¿Era ésa una de las cosas que le reservaba la vida?
-Me parece extraordinario, Dorian -prosiguió Hallward-, que hayas descubierto mi secreto en el
retrato. ¿Lo has visto de verdad?
-Vi algo en él -respondió el joven-; algo que me pareció sumamente curioso.
-Bien; ahora ya no te importará que lo vea, ¿no es cierto?
Dorian negó con un movimiento de cabeza.
-No me pidas eso, Basil. No puedo permitir que veas ese cuadro cara a cara.
-Pero llegará algún día en que sí.
-Nunca.
Bien; quizás estés en lo cierto. Me despido de ti. Has sido la única persona que de verdad ha influido
en mi arte. Si he hecho algo que merezca la pena, te lo debo a ti. ¡Ah! No sabes lo que me ha costado
decirte todo lo que te he dicho.
-Mi querido Basil -respondió Dorian-, ¿qué es lo que me has contado? Simplemente, que te parecía
que me admirabas demasiado. Eso ni siquiera llega a ser un cumplido.
-No era mi intención hacerte un cumplido. Ha sido una confesión. Ahora que ya la he hecho, tengo la
impresión de haber perdido algo de mí mismo. Quizá nunca se deba traducir en palabras un sentimiento
de adoración.
-Ha sido una confesión muy decepcionante.
-¿Qué esperabas, Dorian? No has visto ninguna otra cosa en el cuadro, ¿no es cierto? ¿Había algo más
que ver?
-No, no había nada más. ¿Por qué lo preguntas? Pero no debes hablar de adoración. No tiene sentido.
Tú y yo somos amigos, y hemos de seguir siéndolo siempre.
-Tienes a Harry-dijo el pintor con tristeza.
-¡Ah, Harry! -exclamó el muchacho con una carcajada-. Harry se pasa los días diciendo cosas
increíbles y las veladas haciendo cosas improbables. Exactamente la clase de vida que me gustaría llevar.
Pero de todos modos no creo que fuese en busca de Harry cuando tuviera problemas. Creo que iría antes
a verte a ti.
-¿Volverás a posar para mí?
-¡Imposible!
-Destrozas mi vida de artista negándote. Nadie se tropieza dos veces con el ideal. Y son muy pocos los
que lo encuentran siquiera una.
-No te lo puedo explicar, pero no puedo volver a posar para ti. Hay algo fatal en un retrato. Tiene vida
propia. Iré a tomar el té contigo. Será igual de placentero.
-Placentero para ti, mucho me temo -murmuró Hallward, pesaroso -. Y ahora, adiós. Siento que no me
dejes ver el cuadro una vez más. Pero qué se le va a hacer. Entiendo perfectamente tus sentimientos.
Mientras lo veía salir de la habitación, Dorian Gray no pudo evitar una sonrisa. ¡Pobre Basil! ¡Qué
lejos estaba de saber la verdadera razón! ¡Y qué extraño era que, en lugar de verse forzado a revelar su
propio secreto, hubiera logrado, casi por casualidad, arrancar a su amigo el suyo! ¡Cuántas cosas le había
explicado aquella extraña confesión! Los absurdos ataques de celos del pintor, su desmedida devoción,
sus extravagantes alabanzas, sus curiosas reticencias..., ahora lo entendía todo, y sintió pena. Le pareció
que había algo trágico en una amistad tan cercana al amor.
Suspiró y tocó la campanilla. Tenía que ocultar el retrato a toda costa. No podía correr de nuevo el
riesgo de verse descubierto. Había sido una locura permitir que continuara, ni siquiera por una hora, en
una habitación donde entraban sus amigos.
 
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satanas1
view post Posted on 9/10/2010, 17:42




Capítulo 10

Cuando entró el criado, lo miró fijamente, preguntándose si se le habría ocurrido curiosear detrás del
biombo. Absolutamente impasible, Víctor esperaba sus órdenes. Dorian encendió un cigarrillo y se
acercó al espejo. En él vio reflejado con toda claridad el rostro del ayuda de cámara, máscara perfecta de
servilismo. No había nada que temer por aquel lado. Pero enseguida pensó que más le valía estar en
guardia.
Con voz reposada, le encargó decirle al ama de llaves que quería verla, y que después fuese a la tienda
del marquista y le pidiese que enviara a dos de sus hombres al instante. Le pareció que mientras salía de
la habitación, la mirada de Víctor se desviaba hacia el biombo. ¿O era imaginación suya?
Al cabo de un momento, con su vestido negro de seda, y mitones de hilo a la vieja usanza cubriéndole
las manos, la señora Leaf entró, apresurada, en la biblioteca. Dorian le pidió la llave del aula.
-¿La antigua aula, señor Dorian? -exclamó el ama de llaves-. ¡Pero si está llena de polvo! Tengo que
limpiar y poner orden antes de dejarle entrar. No se la puede ver tal como está, no señor.
-No quiero que ponga usted orden, Leaf. Sólo quiero la llave.
-Lo que usted diga, señor, pero se llenará de telarañas. Hace casi cinco años que no se abre, desde que
murió su señoría.
Dorian puso mala cara al oír hablar de su abuelo. Tenía muy malos recuerdos suyos.
-No importa -dijo-. Sólo quiero verla, eso es todo. Déme la llave.
-Y aquí la tiene -dijo la anciana, repasando el contenido de su manojo de llaves con manos
trémulamente inseguras-. Ésta es. La sacaré enseguida. ¿No pensará usted vivir allí, tan cómodo como
está aquí?
-No, no -exclamó Dorian, algo irritado-. Muchas gracias, Leaf. Eso es todo.
El ama de llaves tardó aún unos momentos en retirarse, extendiéndose sobre algún detalle del gobierno
de la casa. Dorian suspiró, y le dijo que lo administrara todo como mejor le pareciera. Finalmente se
marchó, deshaciéndose en sonrisas.
Al cerrarse la puerta, Dorian se guardó la llave en el bolsillo y recorrió la biblioteca con la mirada. Sus
ojos se detuvieron en un amplio cubrecama de satén morado con bordados en oro que su abuelo había
encontrado en un convento próximo a Bolonia. Sí; serviría para envolver el horrible lienzo. Quizás se
había utilizado más de una vez como mortaja. Ahora tendría que ocultar algo con una corrupción
peculiar, peor que la de los muertos: algo que engendraría horrores sin por ello morir nunca. Lo que los
gusanos eran para el cadáver, serían sus pecados para la imagen pintada en el lienzo, destruyendo su
apostura y devorando su gracia. Lo mancharían, convirtiéndolo en algo vergonzoso. Y sin embargo
aquella cosa seguiría viva, viviría siempre.
Dorian se estremeció y durante unos instantes lamentó no haberle contado a Basil la verdadera razón
para esconder el retrato. El pintor le hubiera ayudado a resistir la influencia de lord Henry, y otra, todavía
más venenosa, que procedía de su propio temperamento. En el amor que Basil le profesaba -porque se
trataba de verdadero amor- no había nada que no fuera noble e intelectual. No era la simple admiración
de la belleza que nace de los sentidos y que muere cuando los sentidos se cansan. Era un amor como el
que habían conocido Miguel Ángel, y Montaigne, y Winckelmann, y el mismo Shakespeare. Sí, Basil
podría haberlo salvado. Pero ya era demasiado tarde. El pasado siempre se podía aniquilar.
Arrepentimiento, rechazo u olvido podían hacerlo. Pero el futuro era inevitable. Había en él pasiones que
encontrarían su terrible encarnación, sueños que harían real la sombra de su perversidad.
Dorian retiró del sofá la gran tela morada y oro que lo cubría y, con ella en las manos, pasó detrás del
biombo. ¿Se había degradado aún más el rostro del lienzo? Le pareció que no había cambiado; la
repugnancia que le inspiraba, sin embargo, iba en aumento. Cabellos de oro, ojos azules, labios
encendidos: todo estaba allí. Tan sólo la expresión era distinta. Le asustó su crueldad. Comparado con lo
que él descubría allí de censura y de condena, ¡cuán superficiales los reproches de Basil acerca de Sibyl
Vane! Superficiales y anodinos. Su alma misma lo miraba desde el lienzo llamándolo a juicio.
Dolorosamente afectado, Dorian arrojó la lujosa mortaja sobre el cuadro. Mientras lo hacía, llamaron a la
puerta. Salió de detrás del biombo cuando entraba el criado.
-Señor, han llegado esas personas.
Dorian sintió que tenía que deshacerse de Víctor lo antes posible. No debía saber adónde se llevaba el
cuadro. Había algo malicioso en él, y en sus ojos brillaba el cálculo y la traición. Sentándose en el
escritorio, redactó velozmente una nota para lord Henry, pidiéndole que le mandara alguna lectura y
recordándole que habían quedado en verse a las ocho y cuarto.
-Espere la respuesta -le dijo al ayuda de cámara al tenderle la misiva-, y haga pasar aquí a esos
hombres.
Dos o tres minutos después se oyó de nuevo llamar a la puerta, y el señor Hubbard en persona, el
famoso marquista de South Audley Street, entró con un joven ayudante de aspecto más bien tosco. El
señor Hubbard era un hombrecillo de tez colorada y patillas rojas, cuyo entusiasmo por el arte quedaba
atemperado por la persistente falta de recursos de la mayoría de los artistas que con él se relacionaban.
En principio nunca abandonaba su tienda. Esperaba a que los clientes fuesen a verlo. Pero siempre hacía
una excepción en favor del señor Gray. Había algo en Dorian que seducía a todo el mundo. Verlo ya era
un placer.
-¿Qué puedo hacer por usted, señor Gray? -dijo, frotándose las manos, rollizas y pecosas-. He pensado
que sería para mí un honor venir en persona. Acabo de adquirir un marco que es una joya. En una
subasta. Florentino antiguo. Creo que viene de Fonthill. Maravillosamente adecuado para un tema
religioso, señor Gray.
-Siento mucho que se haya tomado tantas molestias, señor Hubbard. Iré desde luego a su
establecimiento para ver el marco, aunque últimamente no me interesa demasiado la pintura religiosa,
pero en el día de hoy sólo se trata de subir un cuadro a lo más alto de la casa. Pesa bastante, y por eso he
pensado en pedirle que me prestara a un par de hombres.
-No es ninguna molestia, señor Gray. Es una alegría para mí serle de utilidad. ¿Cuál es la obra de arte?
 
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astaroth1
view post Posted on 9/10/2010, 17:45




-Ésta -replicó Dorian Gray, apartando el biombo-. ¿Podrá usted moverlo, con la tela que lo cubre, tal
como está? No quiero que se roce por las escaleras.
-No hay ninguna dificultad -dijo el afable marquista, empezando, con la ayuda de su subordinado, a
descolgar el cuadro de las largas cadenas de bronce de las que estaba suspendido-. Y ahora, señor Gray,
¿dónde tenemos que llevarlo?
-Le mostraré el camino, señor Hubbard, si es tan amable de seguirme. O quizá sea mejor que vaya
usted delante. Mucho me temo que la habitación está en lo más alto de la casa. Iremos por la escalera
principal, que es más ancha.
Mantuvo la puerta abierta para dejarlos pasar, salieron al vestíbulo e iniciaron la ascensión por la
escalera. La barroca ornamentación del marco había hecho que el retrato resultase muy voluminoso y, de
cuando en cuando, pese a las obsequiosas protestas del señor Hubbard, a quien horrorizaba, como les
sucede a todos los verdaderos comerciantes, la idea de que un caballero haga algo útil, Dorian intentaba
echarles una mano.
-No se puede decir que sea demasiado ligero -dijo el marquista con voz entrecortada cuando llegaron
al último descansillo, procediendo a secarse la frente.
-Me temo que pesa bastante -murmuró Dorian, mientras, con la llave que le había entregado la señora
Leaf, abría la puerta de la estancia que iba a guardar el extraño secreto de su vida y a ocultar su alma a
los ojos de los hombres.
Hacía más de cuatro años que no entraba allí, aunque en otro tiempo la hubiera utilizado como cuarto
de juegos primero y más adelante como sala de estudio. Habitación amplia y bien proporcionada, el
difunto lord Kelso la había construido especialmente para el nieto al que siempre había detestado por el
notable parecido con su madre -y también por otras razones -, y al que quería mantener lo más lejos
posible. A Dorian le pareció que había cambiado muy poco. Allí estaba el enorme cassone italiano, con
sus paneles cubiertos de fantásticas pinturas y sus deslustradas molduras doradas, en cuyo interior se
había escondido de pequeño con tanta frecuencia. Allí estaba la librería de madera de satín, llena de sus
libros escolares, con signos evidentes de haber sido muy usados. De la pared de detrás aún colgaba el
mismo tapiz flamenco muy gastado, donde unos descoloridos rey y reina jugaban al ajedrez en un jardín,
mientras un grupo de cetreros pasaba a caballo, con aves encapuchadas en las muñecas enguantadas.
¡Qué bien se acordaba de todo! Los recuerdos de su solitaria infancia se le agolparon en la memoria
mientras miraba a su alrededor. Recordó la pureza inmaculada de su vida adolescente, y le pareció
horrible que fuese allí donde tuviera que esconder el fatídico retrato. ¡Qué poco había imaginado, en
aquellos días muertos para siempre, lo que el destino le reservaba!
Pero no había en toda la casa un lugar donde fuese a estar mejor protegido contra miradas inquisitivas.
Con la llave en su poder, nadie más podría entrar allí. Bajo su mortaja morada, el rostro pintado en el
lienzo podía hacerse bestial, deforme, inmundo. ¿Qué más daba? Nadie lo vería. Ni siquiera él. ¿Por qué
tendría que contemplar la odiosa corrupción de su alma? Conservaría la juventud: eso bastaba. Y,
además, ¿no cabía la posibilidad de que algún día nacieran en él sentimientos más nobles? No había
razón para pensar en un futuro vergonzoso. Quizá el amor pudiera cruzarse en su vida, purificándolo y
protegiéndolo de aquellos pecados que ya parecían agitársele en la carne y el espíritu: aquellos curiosos
pecados todavía informes cuya indeterminación misma les prestaba sutileza y atractivo. Tal vez, algún
día, el rictus de crueldad habría desaparecido de la delicada boca y él estaría en condiciones de mostrar al
mundo la obra maestra de Basil Hallward.
No; eso era imposible. Hora a hora, semana a semana, la criatura del lienzo envejecería. Quizá evitara
la fealdad del pecado, pero no la de la edad. Las mejillas se descarnarían y se harían fláccidas. Amarillas
patas de gallo aparecerían en torno a ojos apagados. El cabello perdería su brillo, la boca se abriría o se le
caerían las comisuras, dando al rostro una expresión estúpida o grosera, como sucede con las bocas de
los ancianos. Y la garganta se le llenaría de arrugas, las manos de venas azuladas, el cuerpo se le torcería,
como sucediera con el de su abuelo, tan severo con él en su adolescencia. Había que esconder el cuadro.
No cabía otra solución.
-Haga el favor de traerlo aquí, señor Hubbard -dijo con voz cansada, volviéndose-. Siento haberle
hecho esperar tanto. Estaba pensando en otra cosa.
-Siempre es bueno descansar un poco, señor Gray -respondió el marquista, que aún respiraba con cierta
agitación-. ¿Dónde tenemos que ponerlo?
-Oh, en cualquier sitio. Aquí mismo; aquí estará bien. No lo quiero colgar. Apóyelo contra la pared.
Gracias.
-¿Se puede contemplar la obra de arte, señor Gray?
Dorian se sobresaltó.
-No le interesaría, señor Hubbard -dijo, mirándolo fijamente. Se sentía dispuesto a abalanzarse sobre él
y arrojarlo al suelo si se atrevía a alzar la lujosa tela que ocultaba el secreto de su vida-. No deseo
molestarle más. Le estoy muy agradecido por su amabilidad al venir en persona.
-Nada de eso, en absoluto, señor Gray. Siempre estaré encantado de hacer cualquier cosa por usted -y
el señor Hubbard bajó ruidosamente las escaleras seguido por su ayudante, que se volvió a mirar a
Dorian con una expresión de tímido asombro en sus toscas facciones. Nunca había visto a nadie tan
maravilloso.
Cuando se perdió el ruido de sus pisadas, Dorian cerró la puerta y se guardó la llave en el bolsillo.
Ahora se sentía seguro. Nadie volvería a contemplar a aquella horrible criatura. Ninguna mirada que no
fuera la suya vería su vergüenza.
Al entrar en la biblioteca se dio cuenta de que acababan de dar las cinco y de que ya le habían traído el
té. Sobre una mesita de oscura madera fragante con abundantes incrustaciones de nácar, regalo de lady
Radley, la esposa de su tutor, una enferma profesional de gustos delicados, que había pasado en El Cairo
el invierno anterior, se hallaba una nota de lord Henry y, a su lado, un libro de cubierta amarilla,
ligeramente rasgada y con los bordes estropeados. En la bandeja del té descansaba también un ejemplar
de la tercera edición de The St James's Gazette. Era evidente que Víctor había regresado. Se preguntó si
se habría cruzado en el vestíbulo con el señor Hubbard cuando se marchaba, interrogándolo
discretamente para saber qué habían hecho él y su ayudante. Sin duda echaría de menos el cuadro; lo
habría echado ya de menos mientras colocaba el servicio del té. El biombo no había vuelto a ocupar su
sitio y el hueco en la pared resultaba perfectamente visible. Quizás alguna noche encontrara a su criado
subiendo sigilosamente las escaleras e intentando forzar la puerta de la antigua sala de estudio. Era
horrible tener a un espía en la propia casa. Había oído historias sobre personas con mucho dinero,
chantajeadas toda su vida por un criado que había leído una carta, u oído casualmente una conversación,
o que se había guardado una tarjeta con una dirección, o que había encontrado bajo una almohada una
flor marchita o un arrugado jirón de encaje.
Suspiró y, después de servirse una taza de té, leyó la nota de lord Henry. Sólo le decía que le enviaba
el periódico de la tarde y un libro que quizá le interesase; y que estaría en el club a las ocho y cuarto.
Dorian abrió lánguidamente The Gazette para echarle una ojeada. En la página cinco, un párrafo marcado
con lápiz rojo atrajo su atención:

«INVESTIGACIÓN JUDICIAL SOBRE UNA ACTRIZ. Esta mañana, en Bell Tavern, Hoxton Road,
el señor Danby, coroner del distrito, ha llevado a cabo una investigación acerca de la muerte de Sibyl
Vane, joven actriz recientemente contratada por el Royal Theatre de Holberon. El veredicto ha sido de
muerte accidental. Son muchas las muestras de condolencia que ha recibido la madre de la desaparecida,
que se ha mostrado muy afectada por los hechos durante su testimonio personal, al que ha seguido el del
doctor Birrell, autor del examen post-mortem de la fallecida».

Dorian frunció el entrecejo y, rasgando el periódico en dos, cruzó la habitación y se deshizo de los
trozos. ¡Qué desagradable era todo ello! ¡Y cómo la fealdad contribuía a hacer más reales las cosas! Se
sintió un tanto molesto con lord Henry por haberle enviado aquella noticia. Y desde luego era un
estupidez que la hubiera señalado con lápiz rojo. Víctor podía haberla leído. Sabía inglés más que
suficiente para hacerlo.
Quizá lo había hecho, y empezaba a sospechar algo. ¿Qué más daba, de todos modos? ¿Qué tenía que
ver Dorian Gray con la muerte de Sibyl Vane? No había nada que temer. Él no la había matado.
Contempló el libro que lord Henry le enviaba. Se preguntó qué sería. Fue hacia la mesita octogonal de
color perla, que siempre le había parecido obra de unas extrañas abejas egipcias que trabajasen la plata,
tomó el volumen, se dejó caer en un sillón y empezó a pasar las páginas. A los pocos minutos le había
capturado por completo. Se trataba del libro más extraño que había leído nunca. Se diría que los pecados
del mundo, exquisitamente vestidos, y acompañados por el delicado sonar de las flautas, pasaban ante sus
ojos como una sucesión de cuadros vivos. Cosas que había soñado confusamente se hicieron realidad de
repente. Cosas que nunca había soñado empezaron a revelársele poco a poco.
Era una novela sin argumento y con un solo personaje, ya que se trataba, en realidad, de un estudio
psicológico de cierto joven parisino que empleó la vida tratando de experimentar en el siglo XIX todas
las pasiones y maneras de pensar pertenecientes a los siglos anteriores al suyo, resumiendo en sí mismo,
por así decirlo, los diferentes estados de ánimo por los que había pasado el espíritu del mundo, y que
amó, por su misma artificialidad, esos renunciamientos a los que los hombres llaman erróneamente
virtudes, al igual que las rebeldías naturales a las que los prudentes llaman pecados. El libro estaba
escrito en un estilo curiosamente ornamental, gráfico y oscuro al mismo tiempo, lleno de argot y de
arcaísmos, de expresiones técnicas y de las complicadas perífrasis que caracterizan la obra de algunos de
los mejores artistas de la escuela simbolista francesa. Había en él metáforas tan monstruosas como
orquídeas, y con la misma sutileza de color. Se describía la vida de los sentidos con el lenguaje de la
filosofía mística. A veces era difícil saber si se estaba leyendo la descripción de los éxtasis de algún santo
medieval o las morbosas confesiones de un pecador moderno. Era un libro venenoso. El denso olor del
incienso parecía desprenderse de sus páginas y turbar el cerebro. La cadencia misma de las frases, la sutil
monotonía de su música, tan lleno como estaba de complejos estribillos y de movimientos
elaboradamente repetidos, produjo en la mente de Dorian Gray, al pasar de capítulo en capítulo, algo
semejante a una ensoñación, una enfermedad del sueño que le hizo no darse cuenta de que iba cayendo el
día y creciendo las sombras.
Limpio de nubes y atravesado por una estrella solitaria, un cielo de color cobre verdoso resplandecía
del otro lado de las ventanas. Dorian siguió leyendo con su pálida luz hasta que ya no pudo seguir.
Luego, después de que el ayuda de cámara le hubiera recordado varias veces que se estaba haciendo
tarde, se puso en pie y, trasladándose a la habitación vecina, dejó el libro en la mesa florentina que
siempre estaba junto a su cama, y empezó a vestirse para la cena.
Casi eran las nueve cuando llegó al club, donde encontró a lord Henry, solo, en una habitación que se
utilizaba por las mañanas como sala de estar, con aire de infinito aburrimiento.
-Lo siento, Harry -exclamó el muchacho-, pero en realidad has tenido tú la culpa. El libro que me has
prestado es tan fascinante que se me ha pasado el tiempo volando.
-Sí; me pareció que te gustaría -replicó su anfitrión, levantándose del asiento.
-No he dicho que me guste, Harry. He dicho que me fascina. Hay una gran diferencia.
-Ah, ¿ya has hecho ese descubrimiento? -murmuró lord Henry, mientras se dirigían hacia el comedor.
 
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astaroth1
view post Posted on 9/10/2010, 19:40




Capítulo 11

Durante años, Dorian Gray no pudo librarse de la influencia de aquel libro. O quizá sea más exacto
decir que nunca trató de hacerlo. Encargó que le trajeran de París al menos nueve ejemplares de la
primera edición en papel de gran tamaño, con márgenes muy amplios, y los hizo encuadernar en colores
diferentes, de manera que se acomodaran a sus distintos estados de ánimo y a los cambiantes caprichos
de una sensibilidad sobre la que, a veces, parecía haber perdido casi por completo el control. El
protagonista, el asombroso joven parisino cuyos temperamentos romántico y científico estaban tan
extrañamente combinados, se convirtió en prefiguración de sí mismo. Y, de hecho, el libro entero le
parecía contener la historia de su vida, escrita antes de que él la hubiera vivido.
Había, sin embargo, un punto en el que era más afortunado que el fantástico protagonista de la novela.
Nunca padeció el terror, un tanto grotesco -nunca, de hecho, tuvo razón alguna para ello-, que inspiraban
los espejos, las brillantes superficies de los metales y el agua inmóvil al joven parisino desde una
temprana edad, terror ocasionado por la repentina desaparición de una belleza que en otro tiempo, al
parecer, había sido extraordinariamente llamativa. Dorian Gray solía leer, con un júbilo casi cruel -y
quizá en casi todas las alegrías, como sin duda en todos los placeres, la crueldad tiene su lugar- la última
parte del libro, con su relato verdaderamente trágico, aunque hasta cierto punto demasiado subrayado, del
dolor y la desesperación de alguien que había perdido lo que apreciaba, por encima de todo, en otras
personas y en el mundo.
Porque la singular belleza que tanto había fascinado a Basil Hallward y a otros muchos nunca parecía
abandonarlo. Incluso quienes habían oído de él las mayores vilezas -y periódicamente ext raños rumores
sobre su manera de vivir corrían por Londres y se convertían en la comidilla de los clubs-, no les daban
crédito si llegaban a conocerlo personalmente. Dorian Gray conservaba el aspecto de alguien que se ha
mantenido lejos de la vileza del mu ndo. Las conversaciones groseras se interrumpían cuando entraba en
una habitación. Había una pureza en su rostro que tenía todo el valor de un reproche. Su mera presencia
parecía despertar el recuerdo de una inocencia mancillada. Todo el mundo se preguntaba cómo alguien
tan atractivo y puro había escapado a la corrupción de una época sórdida a la vez que sensual.
Con frecuencia, al regresar a su casa de una de aquellas misteriosas y prolongadas ausencias que daban
pie a tan extrañas conjeturas entre quienes eran, o creían ser, sus amigos, Dorian Gray se deslizaba
escaleras arriba hasta la habitación cerrada del ático, abría la puerta con la llave que nunca se separaba de
su persona, y se colocaba, con un espejo, delante del retrato pintado por Basil Hallward, mirando unas
veces al rostro malvado y envejecido del lienzo y otras las facciones siempre jóvenes y bien parecidas
que se reían de él desde la brillante superficie de cristal. La nitidez misma del contraste aumentaba su
placer. Se fue enamorando cada vez más de la belleza de su cuerpo e interesándose más y más por la
corrupción de su alma. Examinaba con minucioso cuidado, y a veces con un júbilo monstruoso y terrible,
los espantosos surcos que cortaban su arrugada frente y que se arrastraban en torno ala boca sensual,
perdido todo su encanto, preguntándose a veces qué era lo más horrible, si las huellas del pecado o las de
la edad. También colocaba las manos, nacaradas, junto a las manos rugosas e hinchadas del cuadro, y
sonreía. Se burlaba del cuerpo deforme y de las extremidades claudicantes.
De noche, insomne en su dormitorio, siempre perfumado por delicados aromas, o en la sórdida
habitación de una taberna de pésima reputación cerca de los muelles, que tenía por costumbre frecuentar
disfrazado y con nombre falso, había momentos, efectivamente, en los que pensaba en la destrucción de
su alma con una compasión que era especialmente patética por puramente egoísta. Pero aquellos
momentos no se prodigaban. La curiosidad acerca de la vida, que lord Henry despertara por vez primera
en él cuando estaban en el jardín de su amigo Basil, parecía crecer a medida que se satisfacía. Cuanto
más sabía, más quería saber. Padecía hambres locas que se hacían más devoradoras cuanto mejor las
alimentaba.
No se dejaba ir por completo, sin embargo, al menos en sus relaciones con la buena sociedad. Una o
dos veces al mes durante el invierno, y los miércoles por la tarde durante la temporada, abría al mundo
las puertas de su magnífica casa y contrataba a los músicos más celebrados del momento para que
deleitaran a sus invitados con las maravillas de su arte. Sus cenas íntimas, en cuya organización siempre
colaboraba lord Henry, eran famosas por la cuidadosa selección y distribución de los invitados, así como
por el gusto exquisito en la decoración de la mesa, con su sutil arreglo sinfónico de flores exóticas,
manteles bordados y antigua vajilla de oro y plata. Abundaban de hecho, especialmente entre los más
jóvenes, quienes veían, o imaginaban ver, en Dorian Gray, la verdadera encarnación de un modelo con el
que habían soñado a menudo en sus días de Eton y de Oxford, una persona que conjugaba en cierto modo
la cultura del erudito con el encanto, la distinción y los perfectos modales de un ciudadano del mundo.
Les parecía que formaba parte del grupo de aquellos a los que Dante describe porque tratan de «hacerse
perfectos mediante el culto rendido a la belleza»1. Como Gautier, era alguien para quien «existía el
mundo visible» 2.
Para él, ciertamente, la Vida era la primera y la más grande de las artes, y todas las demás no eran más
que una preparación para ella. La moda, por medio de la cual lo puramente fantástico se hace por un
momento universal, y el dandismo que, a su manera, trata de afirmar la modernidad absoluta de la
belleza, le fascinaban. Su manera de vestir y los estilos peculiares, que de cuando en cuando propugnaba,
tenían una marcada influencia en los jóvenes elegantes que se dejaban ver en los bailes de Mayfair o
detrás de los ventanales de los clubs de Pall Mall, y que copiaban todo lo que Dorian Gray hacía,
esforzándose por reproducir el encanto pasajero de sus graciosas coqueterías, que, para él, nunca
llegaban a ser del todo serias.
1. La cita está tomada de Marius the Epicurean, de Walter Pater (18381894), pero no procede de
Dante.
2. Cita de Gautier recogida en el Diario de los hermanos Goncourt, con fecha del 1 de mayo de 1857.
Porque, si bien estaba totalmente dispuesto a aceptar la posición privilegiada que se le ofreció casi de
inmediato al alcanzar la mayoría de edad, y hallaba un placer sutil en la idea de que podía
verdaderamente convertirse para el Londres de su época en lo que el autor del Satiricón había sido en
otro tiempo para la Roma imperial de Nerón, en lo más íntimo de su alma deseaba ser algo más que un
simple arbiter elegantiarum, a quien se consulta sobre la manera de llevar una joya, de cómo anudar una
corbata o sobre cómo manejar un bastón. Dorian Gray trataba de inventar una nueva manera de vivir que
descansara en una filosofía razonada y en unos principios bien organizados, y que hallara en la
espiritualización de los sentidos su meta más elevada.
El culto de los sentidos ha sido censurado con frecuencia y con mucha justicia, porque al ser humano
su naturaleza le hace sentir un terror instintivo ante pasiones y sensaciones que le parecen más fuertes
que él, y que es consciente de compartir con formas inferiores del mundo orgánico. Pero Dorian Gray
consideraba que nunca se había entendido bien la verdadera naturaleza de los sentidos, que habían
permanecido en un estado salvaje y animal sencillamente porque el mundo había tratado de someterlos
por el hambre y matarlos por el dolor, en lugar de proponerse convertirlos en elementos de una nueva
espiritualidad, en la que el rasgo dominante sería un admirable instinto para captar la belleza. Al
contemplar el camino recorrido por el ser humano desde los albores de la historia, le dominaba un
sentimiento de pesar. ¡Eran tantas las capitulaciones! ¡Y con tan escasos resultados! Se habían producido
rechazos insensatos, formas monstruosas de mortificación, de autotortura, cuyo origen era el miedo y su
resultado una degradación infinitamente más terrible que la degradación imaginaria de la que el ser
humano, en su ignorancia, había tratado de escapar. La naturaleza, utilizando su maravillosa ironía,
empujaba al anacoreta a alimentarse con los animales salvajes del desierto y al ermitaño le daba por
compañeros a las bestias del campo.
Sí; tenía que haber, como lord Henry había profetizado, un nuevo hedonismo que re creara la vida, que
la salvara de ese puritanismo tosco y violento que está teniendo en nuestra época un extraño
renacimiento. Un hedonismo que utilizaría sin duda los servicios de la inteligencia, pero sin aceptar
teoría o sistema alguno que implicara el sacrificio de cualquier modalidad de experiencia apasionada. Su
objetivo, efectivamente, era la experiencia misma y no los frutos de la experiencia, tanto dulces como
amargos. Prescindiría del ascetismo que sofoca los sentidos y de la vulgar desvergüenza que los embota.
Pero enseñaría al ser humano a concentrarse en los instantes singulares de una vida que no es en sí
misma más que un instante.
 
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satanas1
view post Posted on 9/10/2010, 19:41




Son muy pocos aquellos de entre nosotros que no se han despertado a veces antes del alba, o después
de una de esas noches sin sueños que casi nos hacen amar la muerte, o de una de esas noches de horror y
de alegría monstruosa, cuando se agitan en las cámaras del cerebro fantasmas más terribles que la misma
realidad, rebosantes de esa vida intensa, inseparable de todo lo grotesco, que da al arte gótico su
imperecedera vitalidad, puesto que ese arte bien parece pertenecer sobre todo a los espíritus
atormentados por la enfermedad del ensueño. Poco a poco, dedos exangües surgen de detrás de las
cortinas y parecen temblar. Adoptando fantásticas formas oscuras, sombras silenciosas se apoderan,
reptando, de los rincones de la habitación para agazaparse allí. Fuera, se oye el agitarse de pájaros entre
las hojas, o los ruidos que hacen los hombres al dirigirse al trabajo, o los suspiros y sollozos del viento
que desciende de las montañas y vaga alrededor de la casa silenciosa, como si temiera despertar a los que
duermen, aunque está obligado a sacar a toda costa al sueño de su cueva de color morado. Uno tras otro
se alzan los velos de delicada gasa negra, las cosas recuperan poco a poco forma y color y vemos cómo
la aurora vuelve a dar al mundo su prístino aspecto. Los lívidos espejos recuperan su imitación de la vida.
Las velas apagadas siguen estando donde las dejamos, y a su lado descansa el libro a medio abrir que nos
proponíamos estudiar, o la flor preparada que hemos lucido en el baile, o la carta que no nos hemos
atrevido a leer o que hemos leído demasiadas veces. Nada nos parece que haya cambiado. De las
sombras irreales de la noche renace la vida real que conocíamos. Hemos de continuar allí donde nos
habíamos visto interrumpidos, y en ese momento nos domina una terrible sensación, la de la necesidad de
continuar, enérgicamente, el mismo ciclo agotador de costumbres estereotipadas, o quizá, a veces, el loco
deseo de que nuestras pupilas se abran una mañana a un mundo remodelado durante la noche para
agradarnos, un mundo en el que las cosas poseerían formas y colores recién inventados, y serían
distintas, o esconderían otros secretos, un mundo en el que el pasado tendría muy poco o ningún valor, o
sobreviviría, en cualquier caso, sin forma consciente de obligación o de remordimiento, dado que incluso
el recuerdo de una alegría tiene su amargura, y la memoria de un placer, su dolor.
A Dorian Gray le parecía que la creación de mundos como aquéllos era la verdadera meta o, al menos,
una de las verdaderas metas de la vida; y en su búsqueda de sensaciones que fuesen al mismo tiempo
nuevas y placenteras, y poseyeran ese componente de lo desconocido que es tan esencial para el ensueño,
adoptaba con frecuencia ciertos modos de pensamiento que sabía eran realmente ajenos a su naturaleza,
abandonándose a su sutil influencia, y luego, después de impregnarse, por así decirlo, de su color, y una
vez satisfecha su natural curiosidad, los abandonaba con esa curiosa indiferencia que no es incompatible
con un temperamento verdaderamente ardiente, y que, de hecho, según ciertos psicólogos modernos, es
frecuentemente su condición indispensable.
En una ocasión se rumoreó que se disponía a convertirse al catolicismo; y, desde luego, el ritual
romano siempre le había atraído mucho. El diario sacrificio de la misa, más terriblemente real que todos
los sacrificios del mundo antiguo, le conmovía tanto por su supremo desprecio del testimonio de los
sentidos como por la primitiva simplicidad de sus elementos y el eterno patetismo de la tragedia humana
que trataba de simbolizar. Le gustaba arrodillarse sobre el frío suelo de mármol, y contemplar al
sacerdote, con su tiesa casulla floreada, apartar lentamente con sus manos marfileñas el velo del
tabernáculo, y alzar la custodia con la pálida hostia que a veces, a uno le gustaría creer, es realmente el
panis caelestis, el alimento de los ángeles; o, revestido con los atributos de la pasión de Cristo, partir la
sagrada forma y golpearse el pecho para pedir la remisión de todos los pecados. Los humeantes
incensarios, que los serios monaguillos, con sus encajes y sus sotanas rojo escarlata, lanzaban al aire
como grandes flores doradas, ejercían sobre Dorian Gray una sutil fascinación. Al salir de la iglesia,
miraba con asombro los negros confesionarios, y le hubiera gustado sentarse en el interior de uno de ellos
para escuchar cómo hombres y mujeres susurraban a través de la gastada rejilla la verdadera historia de
su vida.
Pero nunca cometió el error de detener su desarrollo intelectual aceptando de manera oficial credo o
sistema alguno, ni convirtiendo en morada permanente una posada que sólo es conveniente para pasar un
día, o unas pocas horas de una noche sin estrellas y en la que la luna esté de parto. El misticismo, con su
maravilloso poder para convertir en extrañas las cosas corrientes, y el sutil antinomismo 1 que siempre
parece acompañarlo, le conmovió durante una temporada; y durante otra se inclinó hacia las doctrinas
materialistas del movimiento darwinista alemán y encontró un curioso placer en retrotraer los
pensamientos y las pasiones de los hombres a alguna célula nacarada de su cerebro, o a algún nervio
blanquecino de su cuerpo, encantado con la idea de que el espíritu dependiera absolutamente de ciertas
condiciones físicas, morbosas o sanas, normales o patológicas. Sin embargo, como ya se ha dicho de él,
ninguna teoría sobre la vida le parecía importante comparada con la vida misma. Era muy consciente de
la esterilidad de toda especulación intelectual si se separa de la acción y de la experiencia. Sabía que los
sentidos, no menos que el alma, tenían misterios espirituales que revelar.
1. Doctrina que enseña, en nombre de la supremacía de la gracia, el indiferentismo con respecto a la
ley.
Por ello se entregó durante algún tiempo al estudio de los perfumes y a los secretos de su fabricación,
destilando aceites intensamente aromáticos, y quemando gomas odoríferas del Oriente, lo que le permitió
darse cuenta de que no había estado de ánimo que no tuviera correspondencia en la vida de los sentidos,
consagrándose a descubrir sus verdaderas relaciones, preguntándose por qué el incienso empuja a la
mística, por qué el ámbar gris desata las pasiones, por qué la violeta despierta el recuerdo de amores
muertos y por qué el almizcle perturba el cerebro y el champac1 la imaginación, tratando en repetidas
ocasiones de elaborar una verdadera psicología de los perfumes, y de calcular las diversas influencias de
las raíces poseedoras de olores suaves, de las flores cargadas de polen, o de los bálsamos aromáticos, de
las maderas oscuras y fragantes, del espicanardo que provoca la náusea, de la hovenia que enloquece y de
los áloes de los que se dice que logran expulsar del alma la melancolía.
1. Perfume que se extrae de las flores de color naranja de una variante de magnolio, Michelia
champaca, muy estimado por los nativos de la India.
En otra época se dedicó por entero a la música, y en una amplia habitación con celosías, techo
bermellón y oro y paredes lacadas en verde oliva, daba curiosos conciertos en los que cíngaros frenéticos
arrancaban músicas salvajes de cítaras diminutas, o serios tunecinos vestidos de amarillo puls aban las
tensas cuerdas de monstruosos laúdes, mientras negros sonrientes golpeaban monótonamente tambores
de cobre y esbeltos indios enturbanados, cruzados de piernas sobre esteras de color escarlata, tañían
largas flautas de caña o de bronce y encantaban, o fingían encantar, a grandes cobras y horribles víboras
cornudas. Los ritmos sincopados y las estridentes disonancias de aquellas músicas bárbaras le conmovían
en momentos en que el encanto de Schubert, los
hermosos pesares de Chopin y hasta las majestuosas armonías del mismo Beethoven no conseguían hacer
mella en su oído. Reunió, procedentes de todas las partes del mundo, los instrumentos más extraños que
pueden encontrarse, tanto en los sepulcros de pueblos desaparecidos como entre las escasas tribus
salvajes que han sobrevivido al contacto con las civilizaciones occidentales, y disfrutaba tocándolos y
probándolos. Poseía los misteriosos juruparis de los indios de Río Negro, instrumentos que no se permite
mirar a las mujeres y que incluso los jóvenes sólo pueden ver después de someterse al ayuno y al cilicio;
las vasijas de barro de los peruanos de los que extraen gritos agudos como de pájaros, y flautas
fabricadas con huesos humanos, como las que Alfonso de Ovalle1 escuchó en Chile, y los sonoros jaspes
verdes que se encuentran cerca de Cuzco y que producen notas de singular dulzura. Dorian Gray poseía
calabazas pintadas, llenas de guijarros, que resonaban cuando se las agitaba; el largo clarín de los
mexicanos, en el que el intérprete no sopla, sino que a través de él aspira el aire; el tosco ture de las
tribus amazónicas, que hacen sonar los centinelas que permanecen todo el día en árboles altísimos y a los
que se puede oír, según cuentan, a una distancia de tres leguas; el teponaztli, compuesto de dos láminas
vibrantes de madera, y que se golpea con palillos recubiertos de la goma elástica que se obtiene de la
savia lechosa de algunas plantas; las campanas yotl de los aztecas, que se cuelgan en racimos, como si
fuesen uvas; y un enorme tambor cilíndrico, cubierto con las pieles de grandes serpientes, como el que
Bernal Díaz del Castillo vio cuando entró con Cortés en el templo mexicano, y de cuyo sonido
quejumbroso nos ha dejado una descripción tan gráfica.
1. Jesuita chileno (1601-1651), autor de la voluminosa Histórica relación del reino de Chile y de las
misiones y ministerios que en él ejercita la Compañía de Jesús (1646), publicada en Roma.
El carácter fantástico de aquellos instrumentos le fascinaba, y le producía un curioso placer la idea de
que el arte, como la naturaleza, tiene sus monstruos, criaturas de forma bestial y voces odiosas. Sin
embargo, al cabo de algún tiempo se cansaba de ellos, y regresaba a su palco en la ópera, ya fuese solo o
en compañía de lord Henry, para escuchar con profundo placer Tannháuser, viendo en el preludio de esa
gran obra una interpretación de la tragedia de su alma
 
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astaroth1
view post Posted on 9/10/2010, 19:43




En otra ocasión emprendió el estudio de las joyas, y se pre sentó en un baile de disfraces como Anne de
Joyeuse1, almirante de Francia, con un traje recubierto de quinientas sesenta perlas. Esta afición lo
cautivó durante años y puede decirse, de hecho, que nunca le abandonó. Con frecuencia empleaba un día
entero colocando y volviendo a colocar en sus estuches las diferentes piedras que había coleccionado,
como el crisoberilo verde oliva que se enrojece a la luz de una lámpara, la cimofana, atravesada por una
línea de plata, el peridoto, de color verde pistacho, topacios rosados o dorados como el vino, carbunclos
ferozmente escarlata con trémulas estrellas de cuatro puntas, granates de Ceilán rojo fuego, las espinelas
naranja y violeta, y las amatistas, con sus capas alternas de rubí y zafiro. Le encantaba el rojo dorado de
la piedra solar y la blancura de perla de la piedra lunar, así como el arco iris roto del ópalo lechoso.
Consiguió en Amsterdam tres esmeraldas de extraordinario
1. Duque y par, almirante de Francia (1561-1587), muerto en Coutras frente al ejército del futuro
Enrique IV Fue uno de los validos de Enrique III.
tamaño y riqueza de color, y poseía una turquesa de la vieille roche1 que era la envidia de todos los
entendidos.
Descubrió igualmente historias maravillosas sobre joyas. En su Disciplina Clericales, Pedro Alfonso2
menciona una serpiente con ojos de auténtico jacinto, y en la vida novelada de Alejandro se dice del
conquistador de Ematia que encontró en el valle del Jordán serpientes «en cuyas espaldas crecían collares
de verdaderas esmeraldas». Existe, nos dice Filóstrato, una piedra preciosa en el cerebro del dragón y «si
se le muestran letras doradas y una túnica escarlata» el monstruo se sume en un sueño mágico y es
posible matarlo. Según el gran alquimista Pierre de Boniface, el diamante proporciona invisibilidad, y el
ágata de la India, elocuencia. La cornalina calma la cólera, el jacinto invita al sueño y la amatista disipa
los vapores del vino. El granate ahuyenta a los demonios, y el hidropicus priva a la luna de su color. La
selenita crece y mengua con la luna, y al meloceo, descubridor de ladrones, sólo le afecta la sangre del
cabrito. Leonardus Camillus había visto extraer de un sapo recién muerto una piedra blanca, antídoto
infalible contra el veneno. El bezoar, que se encuentra en el corazón del ciervo de Arabia, es un hechizo
que puede curar la peste. En los nidos de los pájaros de Arabia se halla el aspilates que, según Demócrito,
evita a quien lo lleva todo peligro de fuego.
1. Literalmente significa que las piedras se han extraído de minas antiguas.
2. Escritor hispanohebreo (1062-c.1135).
El rey de Ceilán, en la ceremonia de su coronación, atravesó su capital a caballo con un gran rubí en la
mano. Las puertas del palacio del Preste Juan «estaban hechas de sardónice, incrustado de cuernecillos
de cerasta o víbora cornuda, de manera que nadie pudiera introducir venenos en su interior». Sobre el
gablete había «dos manzanas de oro con dos carbunclos», de manera que el oro brillara de día y los
carbunclos de noche. En la extraña novela de Lodge, A Margarite of America, se afirma que en la
cámara de la reina podía verse a «todas las damas castas del mundo, en relicarios de plata, que miraban a
quienes las contemplaban a través de hermosos espejos de crisolitas, carbunclos, zafiros y verdes
esmeraldas». Marco Polo había visto a los habitantes de Cipango colocar perlas rosadas en la boca de los
difuntos. Un monstruo marino estaba enamorado de la perla que el buceador llevó al rey Peroz, por lo
que mató al ladrón y guardó luto durante siet e lunas en razón de su pérdida. Cuando los hunos lograron
atraer al rey a una gran fosa, el monarca la arrojó lejos -así lo relata Procopio- y nunca se la volvió a
encontrar, pese a que el emperador Anastasio ofreció como recompensa quinientos quintales de piezas de
oro. El rey de Malabar había mostrado a cierto veneciano un rosario de trescientas cuatro perlas, una por
cada dios al que rendía culto.
Cuando el duque de Valentinois1, hijo de Alejandro VI, visitó a Luis XII, su caballo, nos cuenta
Brantóme, iba cargado de hojas de oro, y su gorro estaba adornado con dos hileras de deslumbrantes
rubíes. Carlos de Inglaterra, cuando montaba a caballo, llevaba unas espuelas adornadas con
cuatrocientos veintiún diamantes. Ricardo II tenía un gabán, valorado en treinta mil marcos, que estaba
recubierto de balajes, rubíes de color morado. Hall describía a Enrique VIII, de camino hacia la Torre de
Londres antes de su
1. César Borgia (1476-1507), a quien Luis XII, rey de Francia, hizo duque de Valentinois.
coronación, con «una veste recamada en oro, el jubón bordado con diamantes y otras piedras preciosas
y, en torno al cuello, un gran collar de grandes balajes». Los favoritos de Jacobo I llevaban pendientes
hechos de esmeraldas montadas en filigrana de oro. Eduardo II dio a Piers Gaveston una armadura de oro
rojo tachonada de jacintos, un collar de rosas de oro con turquesas y un gorro parsemé de perlas. Enrique
II utilizaba guantes enjoyados que le llegaban hasta el codo, y poseía un guante de cetrería adornado de
doce rubíes y cincuenta y dos grandes perlas de Oriente. Del sombrero ducal de Carlos el Temerario,
último duque de Borgoña de su estirpe, tachonado de zafiros, colgaban perlas con forma de pera.
¡Cuán exquisita era la vida en otros tiempos! ¡Qué magnificencia en la pompa y en la ornamentación!
La simple lectura de lo que fue el lujo de antaño maravillaba.
Dorian Gray se interesó más adelante por los bordados y los tapices que hacían oficio de frescos en las
frías salas de las naciones septentrionales de Europa. Mientras investigaba el tema -y siempre tuvo la
extraordinaria facultad de sumergirse por completo, llegado el momento, en el tema que abordaba- casi le
entristeció reflexionar sobre los destrozos que el Tiempo causa en todo lo que es hermoso y
extraordinario. Él, al menos, había escapado a aquella condena. Los veranos se sucedían, los junquillos
dorados habían florecido y muerto muchas veces, y noches de horror repetían la historia de su infamia,
pero Dorian seguía siempre igual. El invierno no estropeaba su tez ni marchitaba el esplendor de su
juventud. ¡Bien distinto era lo que sucedía con las cosas materiales! ¿Qué se había hecho de ellas?
¿Dónde estaba el gran manto, de color azafrán, tejido por morenas doncellas para complacer a Atenea,
por el que los dioses habían luchado contra los gigantes? ¿Dónde estaba el inmenso velarium que Nerón
extendiera sobre el Coliseo romano, aquella titánica vela morada en la que estaba representado el cielo
estrellado, y Apolo conduciendo un carro tirado por blancos corceles con riendas de oro? Dorian
anhelaba ver las curiosas servilletas confeccionadas para el Sacerdote dei Sol, en las que se habían
representado todas las golosinas y viandas que pudieran desearse para un festín; el paño mortuorio del
rey Chilperico, con sus trescientas abejas doradas; las extravagantes túnicas que despertaron la
indignación del obispo del Ponto, donde estaban representados «leones; panteras, osos, perros, bosques,
rocas, cazadores: todo lo que, de hecho, un pintor puede copiar de la naturaleza»; y el jubón que vistiera
en cierta ocasión Carlos de Orleans, en cuyas mangas se había bordado la letra de una canción que
empezaba con «Madame, je suis tout joyeux», en hilo de oro el acompañamiento musical de las palabras,
y cada nota, de forma cuadrada en aquellos tiempos, formada por cuatro perlas. También supo Dorian
Gray de la habitación que se preparó en el palacio de Reims para albergar a la reina Juana de Borgoña,
decorada con «mil trescientos veintiún loros adornados con las armas reale s, y quinientas sesenta y una
mariposas, cuyas alas lucían, de manera similar, las armas de la reina, todo el conjunto trabajado en oro».
Catalina de Médicis se hizo preparar un lecho fúnebre de terciopelo negro tachonado de medias lunas y
soles. Sus cortinas eran de damasco, adornadas con frondosas coronas y guirnaldas sobre un fondo de oro
y plata, los bordes decorados con bordados de perlas, que se colocó en una estancia de cuyo techo
colgaban hileras de divisas de la reina en terciopelo negro sobre paño de plata. Luis XIV tenía, en sus
apartamentos, cariátides bordadas en oro de quince pies de altura. El lecho de gala de Juan III Sobieski,
rey de Polonia, estaba hecho de brocado de oro de Esmirna en el que se habían escrito con turquesas
versículos del Corán. Los apoyos eran de plata dorada, bellamente cincelados, y profusamente adornados
con medallones esmaltados y enjoyados. Se trataba de un botín de guerra, tomado del campamento turco
durante el sitio de Viena, y el estandarte de Mahoma había flotado al viento bajo los vibrantes dorados de
su baldaquín.
Y así, durante todo un año, Dorian se esforzó por acumular los ejemplares más exquisitos de tejidos y
bordados: delicadas muselinas de Delhi, exquisitamente trabajadas con adornos de palmas en hilo de oro
y tachonadas con alas de escarabajos irisados; gasas de Dacca, a las que, dada su transparencia, se
conocen en Oriente como «aire tejido» y «agua corriente», y también como «rocío nocturno»; telas de
Java con extrañas figuras; tapices amarillos muy refinados procedentes de China; libros encuadernados
en satén leonado o bellas sedas azules, y adornados con flores de lis, pájaros e imágenes; velos de lacis
tejidos con punto de Hungría; brocados sicilianos y tiesos terciopelos españoles; telas georgianas con sus
monedas doradas, y fukusas japonesas con sus dorados de tonos verdes y sus aves de maravilloso
plumaje.
 
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satanas1
view post Posted on 9/10/2010, 19:49




También sentía una especial pasión por las vestiduras eclesiásticas, como de hecho por todo lo
referente al servicio de la Iglesia. En los largos baúles de cedro, dispuestos a lo largo de la galería oeste
de su casa, había almacenado gran número de ejemplares raros y soberbios de lo que es realmente el
aderezo de la Esposa de Cristo, que debe adornarse con la púrpura, las joyas y el lino de mejor calidad
para ocultar su pálido cuerpo, mortificado, gastado por el sufrimiento que ella misma busca y herido por
los dolores que se inflige. Dorian poseía una suntuosa capa pluvial de seda carmesí y damasco con hilo
de oro, en la que las granadas repetían un motivo estilizado de flores de seis pétalos, a cuyos lados se
reproducía en perlas finas el emblema de la piña. Los orifrés estaban divididos en paneles representando
escenas de la vida de la Virgen, y bordada su coronación en sedas de colores sobre la capucha. Se trataba
de un trabajo italiano del siglo XV. Otra capa pluvial era de terciopelo verde, bordado con grupos de
hojas de acanto en forma de corazón, de los que surgían flores blancas de largo tallo, trabajadas en hilo
de plata y cristales de colores. El broche lucía una cabeza de serafín bordada en relieve con hilo de oro.
Los orifrés estaban tejidos en un adamascado de seda roja y oro, y constelados con medallones de
muchos mártires y santos, entre los que se hallaba san Sebastián. También se hizo con casullas de seda
color ámbar, y seda azul y brocado de oro, y de seda adamascada amarilla y paño de oro, con
representaciones de la Pasión y la Crucifixión de Cristo, y bordadas con leones y pavos reales y otros
emblemas; dalmáticas de satén blanco y de damasco de seda rosa, decoradas con tulipanes y delfines y
flores de lis; frontales de altar de terciopelo carmesí y lino azul; y muchos corporales, velos de cáliz y
sudarios. En la utilización mística asignada a aquellos objetos había algo que estimulaba su imaginación.
Porque aquellos tesoros y todo lo que coleccionaba en su hermosa mansión estaba destinado a servirle
de medio para el olvido, eran una manera de escapar, durante una temporada, al miedo que a veces le
parecía casi demasiado intenso para poder soportarlo. En una pared de la solitaria habitación, siempre
cerrada con llave, donde transcurriera una parte tan considerable de su infancia y adolescencia, había
colgado con sus propias manos el terrible retrato cuyos rasgos cambiantes le mostraban la verdadera
degradación de su vida, y delante, a modo de cortina, había colocado el paño mortuorio de color morado
y oro. Pasaba semanas sin subir, olvidándose de aquella espantosa pintura, recuperando la ligereza de
espíritu, la maravillosa alegría de vivir, dejándose absorber apasionadamente por la existencia misma.
Luego, de repente, una noche cualquiera, salía furtivamente de su casa, bajaba hasta alguno de los
terribles lugares próximos a Blue Gate Fields, y allí se quedaba, por espacio de varios días, hasta que lo
echaban. Al regresar a su casa, se sentaba delante del retrato, a veces aborreciéndolo y aborreciéndose,
pero dejándose dominar, en otras ocasiones, por ese orgulloso individualismo que supone buena parte de
la fascinación del pecado, y sonreía, secretamente complacido, a la imagen deforme, condenada a
soportar el peso que debiera haber caído sobre sus espaldas.
Al cabo de algunos años empezó a resultarle imposible pasar mucho tiempo fuera de Inglaterra, y
renunció a la villa que había compartido en Trouville con lord Henry, así como a la blanca casita de
Argel, aislada por un alto muro, donde ambos habían pasado más de una vez el invierno. No podía vivir
lejos del retrato que era un elemento tan imprescindible de su vida, y temía, además, que, durante su
ausencia, alguien entrara en la habitación, a pesar de los complicados cerrojos que había hecho instalar.
Se daba cuenta, por otra parte, con toda claridad, de que el retrato nada revelaría. Era cierto que
todavía conservaba, bajo la vileza y fealdad del rostro, un considerable parecido con el original; pero,
¿qué consecuencias se podían extraer de ello? Dorian Gray se reiría de cualquiera que intentase utilizarlo
en su contra. No lo había pintado él. ¿Qué le importaba lo vil y abyecto de su apariencia? Aunque
revelase la verdad, ¿quién la creería?
Pero eso no impedía que sintiera miedo. A veces, cuando se hallaba en la gran mansión familiar de
Nottinghamshire, donde recibía a los jóvenes elegantes de su misma posición social que eran sus
compañeros habituales, y donde asombraba a todo el condado por el lujo gratuito y la suntuosidad
desmedida de su manera de vivir, abandonaba de repente a sus invitados para regresar precipitadamente a
la capital y comprobar que nadie había forzado la puerta y que el retrato seguía en su sitio. ¿Qué
sucedería si alguien lo robara? La mera posibilidad le helaba de horror. Sin duda el mundo llegaría
entonces a conocer su secreto. Quizá el mundo lo sospechaba ya.
Porque, si bien era cierto que fascinaba a muchos, había ya bastantes personas que desconfiaban de él.
Casi estuvieron a punto de negarle la admisión en un club del West End, pese a que su cuna y su posición
social justificaban plenamente que se le diera una respuesta afirmativa; también se contaba que, en una
ocasión, al llevarle uno de sus amigos al salón para fumadores del Churchill, el duque de Berwick y otro
caballero se pusieron en pie de manera muy ostensible y se retiraron. Curiosas historias acerca de su
persona empezaron a hacerse frecuentes una vez que cumplió los veinticinco años. Se rumoreaba que se
le había visto peleándose con marineros extranjeros en un local de pésima reputación en las
profundidades de Whitechapel, e igualmente que se relacionaba con ladrones y monederos falsos y que
conocía todos los misterios de sus oficios. Sus sorprendentes ausencias se hicieron famosas, y cuando
reaparecía entre la buena sociedad, la gente cuchicheaba en los rincones, o dejaba escapar una risa
burlona al pasar a su lado, o lo miraba con fríos ojos interrogadores, como si estuvieran decididos a
descubrir su secreto.
Dorian Gray, por supuesto, no prestaba la menor atención a tales insolencias y desprecios deliberados
y, en opinión de la mayoría, su naturalidad y su aire jovial, su encantadora sonrisa adolescent e y la gracia
infinita de la maravillosa juventud que parecía no abandonarle nunca, eran por sí solas respuesta
suficiente a las calumnias, porque así las calificaba la mayoría, que circulaban acerca de él. Se señalaba,
de todos modos, que algunas de las personas con las que había tenido un trato más íntimo parecían, al
cabo de algún tiempo, evitarlo. Mujeres que manifestaron hacia él una adoración sin limites, que
desafiaron por él la censuró de la sociedad y que prescindieron de todas las convenciones, palidecían de
vergüenza y horror si Dorian Gray entraba en el salón donde se encontraban.
Aquellos escándalos susurrados sólo servían, sin embargo, a ojos de muchos, para acrecentar su
extraño y peligroso encanto. Su gran fortuna era, indudablemente, un elemento de seguridad. La
sociedad, la sociedad civilizada al menos, nunca está muy dispuesta a creer nada en detrimento de
quienes son, al mismo tiempo, ricos y fascinantes. Siente, de manera instintiva, que los modales tienen
más importancia que la moral y, en su opinión, la respetabilidad más acrisolada vale muchísimo menos
que la posesión de un buen chef. Y, a decir verdad, consuela muy poco saber que la persona que te invita
a una cena execrable o que te sirve un vino de mala calidad es irreprochable en su vida privada. Ni
siquiera las virtudes cardinales justifican unas entrées semifrías, como señaló
en una ocasión lord Henry en un debate sobre aquel tema; y existen sin duda excelentes razones para
sostener ese punto de vista. Porque los cánones de la buena sociedad son, o deberían ser, los mismos que
los cánones del arte. La forma es absolutamente esencial. La vida social debe tener la dignidad de una
ceremonia, y también su irrealidad, y combinar la insinceridad de una comedia romántica con el ingenio
y la belleza que la dotan de encanto para nosotros. ¿Acaso la insinceridad es una cosa tan terrible? No lo
creo. Es, sencillamente, un método que nos permite multiplicar nuestras personalidades.
Tal era, al menos, la opinión de Dorian Gray, que se asombraba de la superficialidad de esos
psicólogos para quienes el Yo es algo sencillo, permanente, fiable y único. Para él, el hombre era un ser
dotado de innumerables vidas y sensaciones, una criatura compleja y multiforme que albergaba curiosas
herencias de pensamientos y pasiones, y cuya carne misma estaba infectada por las monstruosas
dolencias de los muertos. Disfrutaba paseando por el frío corredor de su casa solariega donde se
almacenaban los cuadros familiares, para contemplar los diferentes retratos de aquellos cuya sangre
corría por sus venas. Allí estaba Philip Herbert, de quien Francis Osborne, en su Memoires on the Reigns
of Queen Elizabeth and King James, nos dice que era «mimado por la corte debido a su apostura, aunque
su bello rostro no lo acompañó durante mucho tiempo». ¿Acaso la vida que él llevaba era semejante a la
del joven Herbert? ¿Acaso algún extraño germen venenoso había ido pasando de organismo en
organismo hasta alcanzar finalmente el suyo? ¿Era el sentimiento confuso de aquella gracia perdida lo
que le había lanzado, tan de repente y casi sin motivo, a pronunciar, en el estudio de Basil Hallward, la
plegaria insensata que había cambiado su vida? Y allí, con su jubón rojo bordado en oro, gabán enjoyado,
gorguera y puños con bordes dorados, se hallaba sir Anthony Sherard, con la armadura negra y plata a los
pies. ¿Qué había heredado Dorian de aquel hombre? El amante de Giovanna de Nápoles, ¿le había legado
algún pecado, alguna infamia? ¿No eran sus acciones otra cosa que los sueños que los muertos no se
habían atrevido a poner por obra? Allí, desde el lienzo de colores apagados, sonreía lady Elizabeth
Devereux, con su capucha de gasa, peto de perlas y mangas rosas acuchilladas. Una flor en la mano
derecha, y en la izquierda un collar esmaltado de rosas blancas y damasquinadas. Sobre una mesa, a su
lado, descansaban una mandolina y una manzana. Y grandes rosetas sobre sus puntiagudos zapatitos.
Dorian sabía de su vida, y las extrañas historias que se contaban sobre sus amantes. ¿Había en él algo de
su temperamento? Sus ojos almendrados de pesados párpados parecían mirarlo con curiosidad. ¿Y qué
decir de George Willoughby, con su peluca empolvada y sus lunares extravagantes? ¡Qué perverso
parecía! El rostro taciturno y moreno, y los labios sensuales en los que se dibujaba una mueca de desdén.
Delicados puños de encaje caían sobre las largas manos amarillentas demasiado cargadas de sortijas.
Había sido un pisaverde del siglo XVIII, y amigo, en su juventud, de lord Ferrars. ¿Y del segundo lord
Beckenham, compañero del Príncipe Regente en sus años más locos, y uno de los testigos de su
matrimonio secreto con la señora Fitzherbert? ¡Qué orgulloso y apuesto, con sus bucles de color castaño
y su pose de perdonavidas! ¿Qué pasiones le había legado? El mundo le atribuyó todas las infamias.
Había dirigido sin duda las orgías de Carlton House. Pero sobre su pecho brillaba la estrella de la
jarretera. Junto al suyo podía verse el retrato de su esposa, una pálida mujer vestida de negro, de labios
muy finos. También aquella sangre corría por las venas de Dorian. ¡Qué curioso parecía todo! Y su
madre, con el rostro a lo lady Hamilton y los labios frescos, humedecidos por el vino: Dorian sabía lo
que había recibido de ella. Le había transmitido su belleza, y la pasión por la belleza de otros. Se reía de
él con su holgado vestido de bacante. Había hojas de viña en sus cabellos. La copa que sostenía
derramaba púrpura. Los claveles del cuadro se habían marchitado, pero los ojos seguían siendo
maravillosos por su profundidad y la magia de su color. Y parecían seguirlo dondequiera que fuese.
Pero también se tienen antepasados literarios, además de los de la propia estirpe, muchos de ellos quizá
más próximos por la constitución y el temperamento, y con una influencia de la que se era consciente con
mucha mayor claridad. Había ocasiones en que a Dorian Gray le parecía que la totalidad de la historia no
era más que el relato de su propia vida, no como la había vivido en sus acciones y detalles, sino como su
imaginación la había creado para él, como había existido en su cerebro y en sus pasiones. Tenía la
sensación de haberlas conocido a todas, a aquellas extrañas y terribles figuras que habían atravesado el
gran teatro del mundo, haciendo del pecado algo tan maravilloso y del mal algo tan sutil. Le parecía que,
de algún modo misterioso, sus vidas habían sido también la suya.
El protagonista mismo de la maravillosa novela que tanto había influido en su vida tuvo aquella
curiosa impresión. En el capítulo séptimo cuenta cómo, coronado de laurel para evitar ser herido por el
rayo, había sido Tiberio, que leía, en un jardín de Capri, las obras escandalosas de la autora griega
Elefantis, mientras enanos y pavos reales se paseaban a su alrededor, y el flautista imitaba el ir y venir
del incensario; había sido Calígula, de francachela en los establos con palafreneros de casaca verde antes
de cenar en un pesebre de marfil junto a un caballo con la frente cubierta de joyas; y Domiciano,
vagabundo por un corredor con espejos de mármol, buscando por todas partes, con ojos enfebrecidos, el
reflejo de una daga destinada a poner fin a sus días, y enfermo de ese ennui, de ese terrible taedium vitae,
destino común de todos aquellos a quienes la vida no ha negado nada; más adelante, también había
pres enciado, a través de una transparente esmeralda, las sangrientas carnicerías del Circo para luego, en
una litera de perlas y púrpura, tirada por mulas con herraduras de plata, regresar, por la calle de las
Granadas, a la Casa Dorada, mientras que, a su paso, los habitantes de Roma aclamaban al César Nerón;
había sido Heliogábalo, el rostro pintado de colores, que trabajaba en la rueca entre las mujeres, y que
trajo de Cartago a la Luna, para dársela al Sol en matrimonio místico.
Dorian leía una y otra vez tan fantástico capítulo, y los dos siguientes, que presentaban, como lo hacen
ciertos tapices singulares o ciertos esmaltes extraños hábilmente trabajados, las formas estremecedoras y
espléndidas de aquellos a quienes el Vicio y la Sangre y el Tedio convirtieron en monstruos o en locos:
Filippo, duque de Milán, que asesinó a su esposa y le pintó los labios con un veneno escarlata para que su
amante sorbiera la destrucción de la criatura muerta que acariciaba; Pietro Barbi, el veneciano, conocido
con el nombre de Paulo II 1, quien, en su vanidad, quiso reclamar el título de Fermosus, y cuya y
1. Papa de 1464 a 1471. Nacido en 1417, sobrino de Eugenio IV, fue obispo de Cervia y se le
nombró cardenal en 1440, a los 23 años.
tiara, valorada en doscientos mil florines, se compró al precio de un pecado abominable; Gian Maria
Visconti, que utilizaba sabuesos para cazar hombres, y cuyo cuerpo, al morir asesinado, cubrió de rosas
una hetaira que lo había amado; el Borgia sobre su corcel blanco, y el Fratricida cabalgando a su lado,
con el manto manchado por la sangre de Perotto; Pietro Riario, el joven cardenal arzobispo de Florencia,
hijo y favorito de Sixto IV, de belleza sólo igualada por su libertinaje, que recibió a Leonor de Aragón en
un pabellón de seda blanca y carmesí, lleno de ninfas y de centauros, y que recubrió a un jovencito de
panes de oro para que hiciera las veces, con motivo de la fiesta, de Ganímedes o de Hilas; Ezzelino1,
cuya melancolía sólo se curaba con el espectáculo de la muerte y que sentía pasión por la sangre, como
otros hombres la tienen por el vino tinto; hijo del Maligno, se decía, que había hecho trampas a su
infernal padre cuando se jugaba el alma a los dados; Giambattista Cibo, que, por burla, tomó el nombre
de Inocente2, y en cuyas venas aletargadas un doctor judío inyectó la sangre de tres jóvenes; Segismundo
Malatesta, el amante de Isotta y señor de Rímini, cuya efigie fue quemada en Roma como enemigo de
Dios y de los hombres, que estranguló a Polyssena con una servilleta, dio a Ginebra de este veneno en
una copa de esmeralda y, queriendo honrar una pasión vergonzosa, construyó una iglesia pagana para el
culto cristiano; Carlos VI, tan terriblemente enamorado de la esposa de su hermano que un leproso le
advirtió de la locura que se le avecinaba y que, cuando su cerebro enfermó y empezó a desvariar, sólo era
posible calmarlo con naipes sarracenos, ilustrados con imágenes del Amor, de la Muerte y de la Locura;
y, con su elegante jubón, gorro enjoyado y rizos como hojas de acanto, Grifonetto Baglioni, que dio
muerte a Astorre junto con su prometida, y Simonetto con su paje, cuyo atractivo era tal que, mientras
agonizaba, tendido en la plaza amarilla de Perusa, quienes lo habían odiado se sintieron conmovidos
hasta las lágrimas, y a quien Atalanta, que lo había maldecido, lo bendijo.
1. Ezzelino III da Romano (1194-1259), podestá de Verona, de Vicenza y de Padua.
2. Es decir, Inocente VIII, papa de 1484 a 1492.
Todos despertaban en Dorian una horrible fascinación. Los veía de noche y le perturbaban durante el
día. El Renacimiento conoció extrañas maneras de envenenar: por medio de un casco y una antorcha
encendida; de un guante bordado y un abanico enjoyado; de una almohadilla perfumada y un collar de
ámbar. A Dorian Gray lo había envenenado un libro. En determinados momentos veía el mal únicamente
como un medio que le permitía poner por obra su concepción de lo bello.
 
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astaroth1
view post Posted on 11/10/2010, 11:26




Capítulo 12

Fue el nueve de noviembre, la víspera de su trigésimo octavo cumpleaños, como Dorian recordaría
después con frecuencia.
Regresaba de casa de lord Henry, donde había cenado, a eso de las once, bien envuelto en un abrigo de
piel, porque la noche era fría y neblinosa. En la esquina de Grosvenor Square y South Audley Street, un
individuo que caminaba muy deprisa, alzado el cuello del abrigo, se cruzó con él entre la niebla. En la
mano llevaba un maletín. Dorian lo reconoció. Era Basil Hallward. Una extraña sensación de miedo,
inexplicable, lo dominó. No hizo gesto alguno de reconocimiento y siguió caminando a buen paso en
dirección a su casa.
Pero Hallward lo había visto. Dorian le oyó primero detenerse y luego apresurar el paso tras él. Al
cabo de unos instantes sintió su mano en el brazo.
-¡Dorian! ¡Qué suerte la mía! Llevo desde las nueve esperándote en la biblioteca de tu casa.
Finalmente me he compadecido de tu criado, que parecía muy cansado, y, mientras me acompañaba hasta
la puerta, le he dicho que se fuera a la cama. Salgo para París en el tren de medianoche, y tenía mucho
interés en verte antes. Me ha parecido que eras tú o, más bien, tu abrigo de pieles, cuando te has cruzado
conmigo. Pero no estaba seguro. ¿No me has reconocido?
-¿Con esta niebla, mi querido Basil? ¡Soy incapaz de reconocer Grosvenor Square! Creo que mi casa
está por aquí cerca, pero tampoco estoy demasiado seguro. Siento que te vayas, porque llevo siglos sin
verte. Pero supongo que volverás pronto.
-No; voy a estar ausente seis meses. Me propongo alquilar un estudio en París, y encerrarme hasta que
acabe un cuadro muy importante que tengo en la cabeza. Pero no quiero hablarte de mí. Ya estamos
delante de tu casa. Permíteme entrar un momento. Tengo algo que decirte.
-Encantado. Pero, ¿no perderás el tren? -preguntó Dorian Gray lánguidamente, mientras subía los
escalones de la entrada y abría la puerta con su llave.
La luz del farol más cercano se esforzaba por atravesar la niebla, y Hallward consultó su reloj.
-Tengo tiempo de sobra -respondió-. El tren no sale hasta las doce y cuarto y sólo son las once. De
hecho me dirigía al club, para ver si te encontraba allí, cuando nos hemos cruzado. No tendré que esperar
por el equipaje, porque ya he facturado los baúles. Todo lo que llevo conmigo es este maletín, y no
tardaré más de veinte minutos en llegar a Victoria.
Dorian sonrió, mirándolo.
-¡Qué manera de viajar para un pintor célebre! ¡Un maletín y un abrigo cualquiera! Entra, o la niebla se
nos meterá en casa. Y hazme el favor de no hablar sobre nada serio. Nada es serio en los tiempos que
corren. Por lo menos, no debería serlo.
Hallward movió la cabeza mientras entraba, y siguió a Dorian hasta la biblioteca. En la gran chimenea
ardía un alegre fuego de leña. Las lámparas estaban encendidas y, encima de una mesita de marquetería,
descansaba, abierto, un armarito holandés de plata para licores, con algunos sifones y altos vasos de
cristal tallado.
-Como ves, tu criado no ha podido tratarme mejor. Me ha dado todo lo que quería, incluidos tus
mejores cigarrillos de boquilla dorada. Es una persona muy hospitalaria. Me gusta mucho más que aquel
francés que tenías antes. Por cierto, ¿qué se ha hecho de él?
Dorian se encogió de hombros.
-Creo que se casó con la doncella de lady Radley, y la ha instalado en París como modista inglesa. La
anglomanie está ahora muy de moda allí, según me dicen. Parece un poco tonto por parte de los
franceses, ¿no crees? En realidad no era en absoluto un mal criado. Nunca me gustó, pero no tengo
motivos de queja. A veces uno se imagina cosas muy absurdas. Me tenía cariño y, según tengo
entendido, sintió mucho marcharse. ¿Quieres otro coñac? ¿O prefieres vino del Rin con agua de Seltz?
Eso es lo que yo tomo siempre. Seguramente habrá una botella en la habitación de al lado.
-Gracias, no quiero nada más -dijo el pintor, quitándose la gorra y el abrigo, y arrojándolos sobre el
maletín que había dejado en un rincón-. Y ahora, mi querido Dorian, tenemos que hablar seriamente. No
frunzas el ceño. Me lo pones mucho más difícil.
-¿De qué se trata? -exclamó Dorian, sin esconder su irritación, dejándose caer en el sofá-. Espero que
no tenga nada que ver conmigo. Esta noche estoy cansado de mí mismo. Me gustaría ser otra persona.
-Se trata de ti -respondió Hallward con voz seria y resonante-, y no tengo más remedio que decírtelo.
Sólo necesito media hora.
Dorian suspiró y encendió un cigarrillo. -¡Media hora! -murmuró.
-No es demasiado lo que te pido, y hablo únicamente en interés tuyo. Creo que es justo que sepas que
en Londres se dicen de ti las cosas más espantosas.
-No quiero saber nada de eso. Me encantan los escándalos acerca de otras personas, pero las
habladurías que me conciernen no me interesan. Carecen del encanto de la novedad.
-Deben interesarte, Dorian. Todo caballero está interesado en su buen nombre. No puedes querer que
la gente hable de ti como de alguien vil y depravado. Disfrutas, por supuesto, de tu posición, y de tu
fortuna, y todo lo que llevan consigo. Pero posición y fortuna no lo son todo. Yo no doy ningún crédito a
esos rumores. Al menos, no los creo cuando te veo. El pecado es algo que los hombres llevan escrito en
la cara. No se puede ocultar. La gente habla a veces de vicios secretos. No existe tal cosa. Si un pobre
desgraciado tiene un vicio, lo denuncian las arrugas de la boca, la caída de los párpados, incluso la forma
de las manos. Alguien, no voy a decir su nomb re, pero a quien tú conoces, vino a mí el año pasado para
que pintara su retrato. Nunca lo había visto antes, ni tampoco había oído nada acerca de él por aquel
entonces, aunque después sí he sabido muchas cosas. Me ofreció una cantidad exorbitante. Me negué a
retratarlo. Había algo en la forma de sus dedos que me pareció detestable. Ahora sé que la impresión que
me produjo no era equivocada. Su vida es un horror. Pero tú, Dorian, con ese rostro tuyo, inocente,
luminoso, con esa maravillosa juventud tuya que permanece siempre igual, ¿cómo voy a creer nada malo
de ti? Y sin embargo te veo muy pocas veces, nunca vienes al estudio, y cuando estoy lejos de ti y oigo
todas esas cosas odiosas que la gente susurra, no sé qué decir. ¿Por qué, Dorian, una persona como el
duque de Berwick abandona el salón de un club cuando tú entras en él? ¿Por qué hay en Londres tantos
caballeros que no van a tu casa ni te invitan a la suya? Eras muy amigo de lord Staveley. Coincidí con él
en una cena la semana pasada. Tu nombre salió en la conversación, con motivo de las miniaturas que has
prestado para la exposición en la galería Dudley. Staveley hizo un gesto de desagrado, y dijo que quizá
tuvieras unos gustos muy artísticos, pero que no debía permitirse que conocieras a ninguna joven pura; y
que ninguna mujer casta debía sentarse contigo en la misma habitación. Le recordé que yo era amigo
tuyo y le pedí que explicara lo que quería decir. Lo hizo. Lo hizo delante de todo el mundo. ¡Fue
horrible! ¿Por qué tu amistad es tan desastrosa para los jóvenes? Está el caso de ese desgraciado
muchacho de la Guardia que se suicidó. Eras su amigo íntimo. Pienso en sir Henry Ashton, que tuvo que
abandonar Inglaterra, su reputación manchada para siempre. Erais inseparables. ¿Y qué decir de Adrian
Singleton, que terminó de una manera tan terrible? ¿Y el hijo único de lord Kent y su carrera? Ayer me
tropecé con su padre en St. James Street. Parecía deshecho por la vergüenza y la pena. ¿Y el joven duque
de Perth? ¿Qué vida lleva en la actualidad? ¿Qué caballero querrá que se le vea con él?
-Ya basta, Basil. Estás hablando de cosas de las que nada sabes -dijo Dorian Gray mordiéndose los
labios y con un tono de infinito desprecio en la voz-. Me preguntas porqué Berwick se marcha de una
habitación cuando yo entro. Se debe a todo lo que yo sé acerca de su vida, no a lo que él sabe acerca de la
mía. Con la sangre que lleva en las venas, ¿cómo podría ser una persona sin mancha? Me preguntas por
Henry Ashton y el joven Perth. ¿Acaso soy yo quien les ha enseñado sus vicios a uno y al otro su
libertinaje? Si el tonto del hijo de Kent va a buscar a su mujer en el arroyo, ¿qué tiene eso que ver
conmigo? Si Adrian Singleton reconoce una deuda firmando el pagaré con el nombre de uno de sus
amigos, ¿acaso soy yo su guardián? Sé muy bien hasta qué punto les gusta hablar a los ingleses. Las
clases medias airean sus prejuicios morales en sus vulgares comedores, y murmuran sobre lo que ellos
llaman la depravación de las clases superiores con el objeto de hacer creer que pertenecen a la buena
sociedad y son íntimos de las personas a las que calumnian. En este país basta que un hombre sea
distinguido e inteligente para que todas las lenguas vulgares se desaten contra él. Dime tú, ¿qué vida
llevan todas esas personas que presumen de ser los guardianes de la moralidad? Mi querido amigo,
olvidas que vivimos en el país de la hipocresía.
-Dorian -exclamó Hallward-, no es ése el problema. Inglaterra no está libre de pecado, lo sé, y la
sociedad inglesa tiene mucho de qué arrepentirse. Ésa es precisamente la razón de que a ti te quiera yo
intachable. Pero no lo has sido. Se puede juzgar a una persona por el efecto que tiene sobre sus amigos.
Los tuyos parecen perder por completo el sentimiento del honor, de la bondad, de la pureza. Lo único
que les transmites es una sed desenfrenada de placer, y no, se detienen hasta llegar al fondo del abismo.
Pero eres tú quien los ha llevado hasta allí. Sí, has sido tú, y sin embargo aún eres capaz de sonreír, como
lo estás haciendo ahora. Pero todavía hay más. Sé que Harry y tú sois inseparables. Por esa misma razón,
si no por otra, no deberías haber permitido que su hermana se convirtiera en la comidilla de toda la
ciudad.
-Cuidado, Basil. Estás yendo demasiado lejos.
-He de hablar y tú tienes que escucharme. Cuando conociste a lady Gwendolen no la había rozado aún
ni la más leve sombra de escándalo. ¿Pero hay una sola mujer decente en Londres que esté ahora
dispuesta a pasear en coche con ella por el parque? ¡Ni siquiera a sus hijos se les permite vivir con ella!
Y luego hay otros rumores..., rumores según los cuales se te ha visto salir sigilosamente al amanecer de
casas espantosas e introducirte disfrazado en las madrigueras más infames de Londres. ¿Son ciertos esos
rumores? ¿Pueden ser verdad? Cuando los oí por vez primera me eché a reír. Ahora, cuando los oigo,
hacen que me estremezca. ¿Qué decir de tu casa en el campo y de la vida que allí se hace? No sabes lo
que se cuenta de ti, Dorian. No te voy a decir que no quiero sermonearte. Recuerdo cómo Harry afirmó
en una ocasión que todo hombre que, en un momento determinado, decide desempeñar el papel de
sacerdote, empieza diciendo eso, y acto seguido procede a faltar a su palabra. Quiero sermonearte. Deseo
que tu vida haga que el mundo te respete. Que tengas un nombre sin tacha y una reputación por encima
de toda sospecha. Que te libres de esas terribles personas con las que te tratas. No te encojas de hombros
una vez más. No te muestres tan indiferente. Es mucha la influencia que tienes. Que sea para el bien, no
para el mal. Dicen que corrompes a todas las personas con las que intimas, y que cuando entras en una
casa, llega, pisándote los talones, la vergüenza de una u otra especie. No sé si es cierto o no. ¿Cómo
podría saberlo? Pero eso es lo que dicen de ti. Me han contado cosas que parece imposible poner en
duda. Lord Gloucester era uno de mis mejores amigos en Oxford. Me mostró una carta que le escribió su
esposa cuando moría, sola, en su villa de Mentone. Tu nombre aparecía en ella, mezclado con la más
terrible confesión que he leído nunca. A él le dije que era absurdo; que te conocía perfectamente, y que
eras incapaz de nada parecido. ¿Te conozco? Me pregunto si es verdad que te conozco. Antes de
contestar tendría que ver tu alma.
-¡Ver mi alma! -murmuró Dorian Gray, alzándose del sofá y palideciendo de miedo.
-Sí -respondió Hallward con mucha seriedad y un tono profundamente pesaroso-; ver tu alma. Pero eso
sólo lo puede hacer Dios.
Una amarga risotada de burla salió de los labios de su interlocutor.
-¡Vas a tener ocasión de verla esta misma noche! -exclamó, tomando una lámpara de la mesa-. Ven: es
obra tuya. ¿Por qué tendría que ocultártela? Después se lo podrás contar al mundo, si así lo decides.
Nadie te creerá. Si de verdad te creyeran, aún me tendrían en mayor aprecio. Conozco la época en que
vivimos mejor que tú, aunque perores sobre ella tan tediosamente como lo haces. Ven, te digo. Ya has
hablado bastante de corrupción. Ahora vas a tener ocasión de verla cara a cara.
La locura del orgullo estaba presente en cada palabra. Dorian Gray golpeó el suelo con el pie con
insolencia de niño. La idea de que alguien compartiera su secreto le producía una espantosa alegría, y
más aún que el hombre que había pintado el retrato que era el origen de toda su vergüenza cargara para el
resto de su vida con el horrible recuerdo de lo que había hecho.
-Sí -continuó, acercándosele más, y mirando sin pestañear los ojos severos de su amigo-. Voy a
mostrarte mi alma. Voy a mostrarte esa cosa que, según imaginas, sólo Dios puede ver.
Hallward retrocedió instintivamente.
-¡Eso es una blasfemia, Dorian! -exclamó-. No debes decir esas cosas. Son horribles, y no significan
nada. -¿Es eso lo que crees? -le replicó Dorian Gray, riendo de nuevo.
-Lo sé. En cuanto a lo que te he dicho esta noche, lo he hecho por tu bien. Sabes que he sido siempre
un amigo fiel.
-No me toques. Termina lo que tengas que decir.
El dolor crispó por un instante las facciones del pintor. Quedó mudo, invadido por un sentimiento de
compasión infinita. Después de todo, ¿qué derecho tenía él a inmiscuirse en la vida de Dorian? Aunque
no hubiera hecho más que una décima parte de lo que de él se contaba, ¡cuánto tenía que haber sufrido!
Pero enseguida se irguió, dirigiéndose hacia la chimenea, y allí se quedó, contemplando los leños, que
ardían con cenizas semejantes a la escarcha y corazones palpitantes hechos de llamas.
-Estoy esperando, Basil -dijo el joven, con voz clara y dura.
El pintor se volvió.
-Lo que tengo que decir es esto -exclamó-. Has de darme alguna respuesta a las terribles acusaciones
que se hacen contra ti. Si me dices que son absolutamente falsas de principio a fin, te creeré. ¡Niégalas,
Dorian, hazme el favor de negarlas! ¿No ves lo mucho que estoy sufriendo? ¡Dios del cielo! No me digas
que eres un malvado, un corrupto, un infame.
Dorian Gray sonrió. Un gesto de desprecio le curvó los labios.
-Sube conmigo, Basil -dijo con calma-. Llevo un diario de mi vida que no sale nunca de la habitación
donde se escribe. Te lo enseñaré si me acompañas.
-Subiré contigo, Dorian, si así lo deseas. Veo que ya he perdido el tren. Da lo mismo. Saldré mañana.
Pero no me pidas que lea nada esta noche. Todo lo que quiero es una respuesta directa a mi pregunta.
-Te será dada en el último piso. No te la puedo dar aquí. No será necesario que leas mucho rato.
 
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astaroth1
view post Posted on 11/10/2010, 11:56




Capítulo 13

Dorian salió de la habitación y empezó a subir, seguido muy de cerca por Basil Hallward. Caminaban
sin hacer ruido, como se hace instintivamente de noche. La lámpara arrojaba sombras fantásticas sobre la
pared y la escalera. El viento, que empezaba a levantarse, hacía tabletear algunas ventanas.
Cuando alcanzaron el descansillo del ático, Dorian dejó la lámpara en el suelo y, sacando la llave, la
introdujo en la cerradura.
-¿De verdad quieres saberlo, Basil? -le preguntó en voz baja.
-Sí.
-No te imaginas cuánto me alegro -respondió, sonriendo. Luego añadió, con cierta violencia-: eres la
única persona en el mundo que tiene derecho a saberlo todo de mí. Estás más estrechamente ligado a mi
vida de lo que crees -luego, recogiendo la lámpara, abrió la puerta y entró en la antigua sala de juegos.
Una corriente de aire frío los asaltó, y la lámpara emitió por unos instantes una llama de turbio color
naranja. Dorian Gray se estremeció-. Cierra la puerta -le susurró a Basil, mientras colocaba la lámpara
sobre la mesa.
Hallward miró a su alrededor, desconcertado. Se diría que aquella habitación llevaba años sin usarse.
Un descolorido tapiz flamenco, un cuadro detrás de una cortina, un antiguo cassone italiano, y una
librería casi vacía era todo lo que parecía encerrar, además de una silla y una mesa. Mientras Dorian
Gray encendía una vela medio consumida que descansaba sobre la repisa de la chimenea, Basil advirtió
que todo estaba cubierto de polvo y que la alf ombra tenía muchos agujeros. Un ratón corrió a esconderse
tras el revestimiento de madera. La habitación entera olía a moho y a humedad.
-De manera que, según tú, sólo Dios ve el alma, ¿no es eso? Descorre la cortina y verás la mía.
La voz que hablaba era fría y cruel.
-Estás loco, Dorian, o representas un papel -murmuró Hallward, frunciendo el ceño.
-¿No te atreves? En ese caso lo haré yo -dijo el joven, arrancando la cortina de la barra que la sostenía
y arrojándola al suelo.
De los labios del pintor escapó una exclamación de horror al ver, en la penumbra, el espantoso rostro
que le sonreía desde el lienzo. Había algo en su expresión que le produjo de inmediato repugnancia y
aborrecimiento. ¡Dios del cielo! ¡Era el rostro de Dorian Gray lo que estaba viendo! La misteriosa
abominación aún no había destruido por completo su extraordinaria belleza. Quedaban restos de oro en
los cabellos que clareaban y una sombra de color en la boca sensual. Los ojos hinchados conservaban
algo de la pureza de su azul, las nobles curvas no habían desaparecido por completo de la cincelada nariz
ni del cuello bien modelado. Sí, se trataba de Dorian. Pero, ¿quién lo había hecho? Le pareció reconocer
sus propias pinceladas y, en cuanto al marco, también el diseño era suyo. La idea era monstruosa, pero,
de todos modos, sintió miedo. Apoderándose de la vela encendida, se acercó al cuadro. Abajo, a la
izquierda, halló su nombre, trazado con largas letras de brillante bermellón.
Se trataba de una parodia repugnante, de una infame e innoble caricatura. Aquel lienzo no era obra
suya. Y, sin embargo, era su retrato. No cabía la menor duda, y sintió como si, en un momento, la sangre
que le corría por las venas hubiera pasado del fuego al hielo inerte. ¡Su cuadro! ¿Qué significaba
aquello? ¿Por qué había cambiado? Volviéndose, miró a Dorian Gray con ojos de enfermo. La boca se le
contrajo y la lengua, completamente seca, fue incapaz de articular el menor sonido. Se pasó la mano por
la frente, recogiendo un sudor pegajoso.
Su joven amigo, apoyado contra la repisa de la chimenea, lo contemplaba con la extraña expresión que
se descubre en quienes contemplan absortos una representación teatral cuando actúa algún gran
intérprete. No era ni de verdadero dolor ni de verdadera alegría. Se trataba simplemente de la pasión del
espectador, quizá con un pasajero resplandor de triunfo en los ojos. Dorian Gray se había quitado la flor
que llevaba en el ojal, y la estaba oliendo o fingía olerla.
-¿Qué significa esto? -exclamó Hallward, finalmente. Su propia voz le resultó discordante y extraña.
-Hace años, cuando no era más que un adolescente -dijo Dorian Gray, aplastando la flor con la mano-,
me conociste, me halagaste la vanidad y me enseñaste a sentirme orgulloso de mi belleza. Un día me
presentaste a uno de tus amigos, que me explicó la maravilla de la juventud, mientras tú terminabas el
retrato que me reveló el milagro de la belleza. En un momento de locura del que, incluso ahora, ignoro
aún si lamento o no, formulé un deseo, aunque quizá tú lo llamaras una plegaria...
-¡Lo recuerdo! ¡Sí, lo recuerdo perfectamente! ¡No! Eso es imposible. Esta habitación está llena de
humedad. El moho ha atacado el lienzo. Los colores que utilicé contenían algún desafortunado veneno
mineral. Te aseguro que es imposible.
-¿Qué es imposible? -murmuró Dorian, acercándose al balcón y apoyando la frente contra el frío cristal
empañado por la niebla.
-Me dijiste que lo habías destruido.
-Estaba equivocado. El retrato me ha destruido a mí.
-No creo que sea mi cuadro.
-¿No descubres en él a tu ideal? -preguntó Dorian con amargura.
-Mi ideal, como tú lo llamas...
-Como tú lo llamaste.
-No había maldad en él, no tenía nada de qué avergonzarse. Fuiste para mí el ideal que nunca volveré a
encontrar. Y ése es el rostro de un sátiro.
-Es el rostro de mi alma.
-¡Cielo santo! ¡Qué criatura elegí para adorar! Tiene los ojos de un demonio.
-Todos llevamos dentro el cielo y el infierno, Basil -exclamó Dorian con un desmedido gesto de
desesperación. Hallward se volvió de nuevo hacia el retrato y lo contempló fijamente.
-¡Dios mío! Si es cierto -exclamó-, y esto es lo que has hecho con tu vida, ¡eres todavía peor de lo que
imaginan quienes te atacan! -acercó de nuevo la vela al lienzo para examinarlo. La superficie parecía
seguir exactamente como él la dejara. La corrupción y el horror surgían, al parecer, de las entrañas del
cuadro. La vida interior del retratado se manifestaba misteriosamente, y la lepra del pecado devoraba
lentamente el cuadro. La descomposición de un cadáver en un sepulcro lleno de humedades no sería un
espectáculo tan espantoso.
Le tembló la mano; la vela cayó de la palmatoria al suelo y empezó a chisporrotear. Hallward la apagó
con el pie. Luego se dejó caer en la desvencijada silla cercana a la mesa y escondió el rostro entre las
manos.
-¡Cielo santo, Dorian, qué lección! ¡Qué terrible lección! -no recibió respuesta, pero oía sollozara su
amigo junto a la ventana-. Reza, Dorian, reza -murmuró-. ¿Qué era lo que nos enseñaban a decir cuando
éramos niños? «No nos dejes caer en la tentación. Perdona nuestros pecados. Borra nuestras
iniquidades.» Vamos a repetirlo juntos. La plegaria de tu orgullo encontró respuesta. La plegaria de tu
arrepentimiento también será escuchada. Te admiré en exceso. Ambos hemos sido castigados.
Dorian Gray se volvió lentamente, mirándolo con ojos enturbiados por las lágrimas.
-Es demasiado tarde -balbució.
-Nunca es demasiado tarde. Arrodillémonos y tratemos juntos de recordar una oración. ¿No hay un
versículo que dice: «Aunque vuestros pecados fuesen como la grana, quedarían blancos como la nieve»1?
-Esas palabras ya nada significan para mí.
-¡Calla! No digas eso. Ya has hecho suficientes maldades en tu vida. ¡Dios bendito! ¿No ves cómo esa
odiosa criatura se ríe de nosotros?
1. Isaías 1,18. Traducción de Nácar y Colunga.
Dorian Gray lanzó una ojeada al cuadro y, de repente, un odio incontrolable hacia Basil Hallward se
apoderó de él, como si se lo hubiera sugerido la imagen del lienzo, como si se lo hubieran susurrado al
oído aquellos labios burlones. Las pasiones salvajes de un animal acorralado se encendieron en su
interior, y odió al hombre que estaba sentado a la mesa más de lo que había odiado a nada ni a nadie en
toda su vida. Lanzó a su alrededor miradas extraviadas. Algo brillaba en lo alto de la cómoda pintada que
tenía enfrente. Sus ojos se detuvieron sobre aquel objeto. Sabía de qué se trataba. Era un cuchillo que
había traído unos días antes para cortar un trozo de cuerda y luego había olvidado llevarse. Se movió
lentamente en su dirección, pasando junto a Hallward. Cuando estuvo tras él, lo empuñó y se dio la
vuelta. Hallward se movió en la silla, como disponiéndose a levantarse. Arrojándose sobre él, le hundió
el cuchillo en la gran vena que se halla detrás del oído, golpeándole la cabeza contra la mesa, y
apuñalándolo después repetidas veces.
Sólo se oyó un gemido sofocado, y el horrible ruido de alguien a quien ahoga su propia sangre. Tres
veces los brazos extendidos se alzaron, convulsos, agitando en el aire grotescas manos de dedos rígidos.
Dorian Gray aún clavó el cuchillo dos veces más, pero Basil no se movió. Algo empezó a gotear sobre el
suelo. Dorian Gray esperó un momento, apretando todavía la cabeza contra la mesa. Luego soltó el arma
y escuchó.
Sólo se oía el golpear de las gotas de sangre que caían sobre la raída alfombra. Abrió la puerta y salió
al descansillo. La casa estaba en absoluto silencio. Nadie se había levantado. Durante unos segundos
permaneció inclinado sobre la barandilla, intentando penetrar con la mirada el negro pozo de
atormentada oscuridad. Luego se sacó la llave del bolsillo y regresó a la habitación del retrato,
encerrándose dentro.
El cuerpo seguía sentado en la silla, tumbado en parte sobre la mesa, la cabeza inclinada, la espalda
doblada y los brazo caídos, extrañamente largos. De no ser por el irregular desgarrón rojo en el cuello, y
el charco oscuro casi coagulado que se ensanchaba lentamente sobre la mesa, se podría haber pensado
que la figura recostada no hacía otra cosa que dormir.
¡Qué deprisa había sucedido todo! Sintió una extraña tranquilidad y, acercándose al balcón, lo abrió
para salir al exterior. El viento se había llevado la niebla, y el cielo era como la rueda de un monstruoso
pavo real, tachonado de innumerables ojos dorados. Al mirar hacia la calle vio al policía del barrio
haciendo su ronda y dirigiendo el largo rayo de su linterna sorda hacia puertas de casas silenciosas. La
mancha carmesí de un coche de punto brilló en la esquina para desaparecer un instante después. Una
mujer con un chal agitado por el viento avanzaba despacio, con paso inseguro, apoyándose en las rejas de
los jardines. De cuando en cuando se detenía y volvía la vista atrás. En una ocasión empezó a cantar con
voz ronca. El policía se le acercó y le dijo algo. La mujer se alejó a trompicones, riendo. Una ráfaga de
viento muy frío azotó la plaza. Las luces de gas parpadearon, azuleando, y los árboles desnudos agitaron
sus negras ramas de hierro. Dorian Gray se estremeció y regresó a la habitación, cerrando el balcón.
Al llegar a la puerta hizo girar la llave y la abrió. Ni siquiera se volvió para lanzar una ojeada al
cadáver. Comprendía que el secreto del éxito consistía en no darse cuenta de lo sucedido. El amigo que
había pintado el retrato fatal, causante de todos sus sufrimientos, había desaparecido de su vida. Eso era
suficiente.
Fue entonces cuando se acordó de la lámpara. Era un ejemplo más bien curioso de artesanía
musulmana, labrada en plata mate con incrustaciones de arabescos de acero bruñido, tachonada de
turquesas sin pulimentar. Quizás su criado la echara de menos e hiciera preguntas. Vaciló un momento,
pero acabó entrando de nuevo y recuperándola. Esta vez no pudo por menos que ver el cadáver. ¡Qué
inmóvil estaba! ¡Qué horriblemente blancas y largas parecían las manos! Er a como una espantosa figura
de cera.
Después de cerrar nuevamente la puerta con llave, Dorian Gray bajó en silencio la escalera. Los
crujidos de algunos escalones le parecieron ayes de dolor. Se detuvo varias veces y esperó. No: todo
estaba en silencio. Era tan sólo el ruido de sus pasos.
Al llegar a la biblioteca, vio en un rincón el abrigo, la gorra y el maletín. Había que esconderlos en
algún sitio. Abrió un ropero secreto, oculto en el revestimiento de madera, donde ocultaba sus curiosos
disfraces, y los dejó allí. Podría quemarlos sin problemas más adelante. Luego sacó el reloj. Eran las dos
menos veinte.
Se sentó y empezó a pensar. Todos los años -todos los meses casi- se ahorcaba a alguien en Inglaterra
por un crimen similar al que acababa de cometer. Se diría que había surgido en el aire una locura asesina.
Alguna roja estrella se había acercado demasiado a la Tierra... Si bien, ¿qué pruebas había en contra
suya? Basil Hallward abandonó la casa a las once. Nadie lo había visto entrar de nuevo. La mayoría de
los criados estaban en Selby Royal. Su ayuda de cámara se había acostado... ¡París! Sí. Basil se había
marchado a París en el tren de medianoche, tal como se proponía hacer. Habida cuenta de la curiosa
reserva que lo caracterizaba, pasarían meses antes de que surgieran las primeras sospechas. ¡Meses! Todo
podía estar destruido mucho antes.
Una idea se le pasó de repente por la cabeza. Se puso el abrigo de piel y el sombrero y salió al
vestíbulo. Luego se detuvo, al oír en la acera los pasos lentos y pesados del policía y ver en la ventana el
reflejo de la linterna sorda. Esperó, conteniendo la respiración.
Al cabo de unos momentos descorrió el cerrojo y salió sigilosamente, cerrando después la puerta con
gran suavidad. Luego empezó a tocar la campanilla de la entrada. Unos cinco minutos después apareció
su ayuda de cámara, vestido a medias y con aire somnoliento.
-Siento haber tenido que despertarle, Francis -dijo Dorian Gray, entrando en la casa-, pero me olvidé
de las llaves. ¿Qué hora es?
-Las dos y diez -respondió el criado, mirando el reloj y parpadeando.
-¿Las dos y diez? ¡Horriblemente tarde! Despiérteme mañana a las nueve. Tengo que hacer un trabajo
urgente.
-Sí, señor.
-¿Ha venido alguna visita esta tarde?
-El señor Hallward. Estuvo aquí hasta las once, y luego se marchó para tomar el tren.
-¡Ah! Siento no haberlo visto. ¿Dejó algún mensaje? -No, señor, excepto que le escribiría desde París,
si no lo encontraba en el club.
-Nada más, Francis. No se olvide de llamarme mañana a las nueve.
-Sí, señor.
El criado se alejó por el corredor, arrastrando ligeramente las zapatillas.
Dorian Gray arrojó sombrero y abrigo sobre la mesa y entró en la biblioteca. Durante un cuarto de hora
estuvo paseando, mordiéndose los labios y pensando. Luego tomó un anuario de una de las estanterías y
empezó a pasar páginas. «Alan Campbell, 152 Hertford Street, Mayfair». Sí; era el hombre que
necesitaba.
 
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astaroth1
view post Posted on 20/10/2010, 19:35




Capítulo 14

Alas nueve de la mañana del día siguiente, el criado entró con una taza de chocolate en una bandeja y
abrió las contraventanas. Dorian dormía apaciblemente, tumbado sobre el lado derecho, con una mano
bajo la mejilla. Parecía un adolescente agotado por el juego o el estudio.
El ayuda de cámara tuvo que tocarle dos veces en el hombro para despertarlo, y mientras abría los ojos
la sombra de una sonrisa cruzó por sus labios, como si hubiera estado perdido en algún sueño placentero.
En realidad no había soñado en absoluto. Ninguna imagen, ni agradable ni dolorosa, había turbado su
descanso. Pero la juventud sonríe sin motivo. Es uno de sus mayores encantos.
Volviéndose, Dorian Gray empezó a tomar a sorbos el chocolate, apoyándose en el codo. El dulce sol
de noviembre entraba a raudales en el cuarto. El cielo resplandecía y había en el aire una tibieza
reconfortante. Era casi como una mañana de mayo.
Poco a poco, los acontecimientos de la noche anterior penetraron en su cerebro, avanzando a pasos
furtivos con los pies manchados de sangre, hasta recobrar su forma con terrible claridad. En su rostro
apareció una mueca de dolor al recordar todo lo que había sufrido y, por un momento, volvió a
apoderarse de él, llenándolo de una cólera glacial, el extraño sentimiento de odio que le había obligado a
matar a Basil Hallward. El muerto seguía sin duda sentado en la silla, iluminado ahora por el sol. ¡Qué
horrible imagen! Cosas tan espantosas como aquélla eran para la oscuridad de la noche, no para la luz del
día.
Sintió que si meditaba sobre lo que le había sucedido se exponía a enfermar o a volverse loco. Había
pecados cuya fascinación residía más en la memoria que en su misma realización; extraños triunfos más
gratificantes para el orgullo que para las pasiones, y que daban a la inteligencia un sentimiento de alegría
más vivo, superior al gozo que procuran o podrían jamás procurar a los sentidos. Pero este último no
pertenecía a esa categoría. Se trataba de algo que era necesario expulsar de la mente, adormecerlo con
opio, estrangularlo antes de que pudiera estrangularlo a uno.
Cuando el reloj dio la media, Dorian Gray se pasó la mano por la frente, se levantó con decisión, y se
vistió con más cuidado incluso del habitual, prestando gran atención a la elección de la corbata y del
alfiler, y cambiando más de una vez de sortijas. También dedicó mucho tiempo al desayuno, probando
los diferentes platos, hablando con su ayuda de cámara sobre las nuevas libreas que estaba pensando
encargar para los criados de Selby, y revisando la correspondencia. Algunas de las cartas le hicieron
sonreír. Tres le aburrieron. Una la leyó varias veces y luego la rasgó con un ligero gesto de irritación en
el rostro. «¡Qué calamidad, los recuerdos de una mujer!», como lord Henry había dicho en una ocasión.
Después de beber la taza de café solo, se limpió lentamente los labios con la servilleta, hizo un gesto a
su cría-do para que esperase y, dirigiéndose hacia su escritorio, se sentó y redactó dos cartas. Guardó una
en el bolsillo y tendió la otra al criado.
-Llévela al 152 de Hertford Street, Francis, y si el señor Campbell ha salido de Londres, pida que le
den su dirección.
Cuando se quedó solo encendió un cigarrillo y empezó a hacer dibujos en un trozo de papel: primero
flores, luego detalles arquitectónicos y, finalmente, rostros. De repente advirtió que todas las caras que
dibujaba parecían tener un extraño parecido con Basil Hallward. Frunció el ceño y, poniéndose en pie, se
acercó a una estantería y tomó un volumen al azar. Estaba decidido a no pensar en lo que había sucedido
hasta que fuese absolutamente necesario hacerlo.
Después de tumbarse en el sofá miró el título del libro. Se trataba de Émaux et Camées1, la edición de
Charpentier en papel japón, con un grabado de Jacquemart2. La encuadernación era de cuero verde
limón, con un enrejado en oro, salpicado de granadas. Se lo había regalado Adrian Singleton. Al pasar las
páginas, sus ojos se detuvieron en un poema sobre la mano de Lacenaire 3, la helada mano amarillenta
«du supplice encore mal lavée», con su vello rojo y sus «doigts de faune». Dorian Gray se miró los
dedos, blancos como la cera, tuvo un estremecimiento a su pesar, y siguió adelante, hasta que llegó a las
espléndidas estrofas dedicadas a Venecia:
1. Esmaltes y camafeos.
2. El libro se publicó por primera vez en 1852. La edición de Charpentier de 1881 contiene un grabado
de Jacquemart de Hesdin, miniaturista francés del siglo XIV.
3. Pierre-Fran~ois Lacenaire, nacido en 1800, célebre criminal y también periodista y poeta,
guillotinado en 1836.

Sur une gamme chromatique,
Le sein de perles ruisselant,
La Vénus de l'Adriatique
Sort de feau son corps rose et blanc.
Les dómes, sur I'azur des ondes
Suivant la phrase au pur contour,
S'enflentcomme des gorges rondes
Que souléve un soupir d'amour.
L'esquif aborde et me dépose
Jetantson amarre au pilfer,
Devant une fa~ade rose,
Sur le marbre d'un escalier.
 
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42 replies since 1/9/2010, 08:41   1258 views
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