El retrato de Dorian Gray, Oscar Wilde

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belzebuth666
view post Posted on 20/10/2010, 19:42




¡Qué versos exquisitos! Al leerlos se tenía la impresión de estar flotando por los verdes canales de la
ciudad de color rosa y gris perla, sentado en una góndola negra con la proa de plata y unos cendales
arrastrados por la brisa. Los versos mismos le parecían las rectas estelas azul turquesa que siguen al
visitante cuando navega hacia el Lido. Los repentinos estallidos de color le recordaban los destellos de
las palomas -la garganta de color ópalo e iris - que revolotean en torno al esbelto campanile acolmenado,
o que pasean, con tranquila elegancia, entre los polvorientos arcos en penumbra. Recostándose, con los
ojos semicerrados, Dorian repitió una y otra vez los versos:

«Devant une fa~ade rose,
Sur le marbre d'un escalier».


Toda Venecia estaba contenida allí. Recordó el otoño que había pasado en la ciudad, y el maravilloso
amor que le empujó a desenfrenadas y deliciosas locuras. Había poesía por doquier. Porque Venecia,
como Oxford, conservaba el adecuado ambiente poético y, para el verdadero romántico, el ambiente lo
era todo, o casi todo. Basil pasó con él algún tiempo durante aquella estancia, y se había entusiasmado
con Tintoreto. ¡Pobre Basil! ¡Qué muerte tan horrible la suya!
Dorian Gray suspiró, abrió de nuevo el libro de Gautier, y se esforzó por olvidar. Leyó los versos
dedicados al pequeño café de Esmirna donde los hayis pasan sus cuentas de ámbar, y los mercaderes
enturbantados fuman sus largas pipas adornadas con borlas, al tiempo que conversan sobre temas
profundos mientras las golondrinas entran y salen haciendo rápidos quiebros; leyó sobre el obelisco de la
Place de la Concorde que llora lágrimas de granito en su solitario exilio sin sol y anhela volver al
ardiente Nilo cubierto de flores de loto, donde hay esfinges e ibis rosados y buitres blancos de garras
doradas y cocodrilos con ojillos de berilo que se arrastran por el humeante cieno verde; y empezó a soñar
con las estrofas que, extrayendo música del mármol manchado de besos, hablan de la curiosa estatua que
Gautier compara con una voz de contralto, el «monstre charmant» tumbado en el Louvre en la sala de los
pórfidos. Pero al cabo de algún tiempo el libro se le cayó de las manos. Le fue dominando el
nerviosismo, que culminó con un tremendo ataque de terror. ¿Qué sucedería si Alan Campbell no estaba
en Inglaterra? Tendrían que pasar días y días antes de que regresara. Quizás se negara a volver. ¿Qué
hacer entonces? Cada minuto contaba; era de importancia vital. Habían sido grandes amigos en otro
tiempo, cinco años atrás; casi inseparables, a decir verdad. Luego su intimidad terminó bruscamente.
Cuando se encontraban en público, era Dorian Gray quien sonreía, nunca Alan Campbell.
Se trataba de un joven extraordinariamente inteligente, aunque sin verdadero aprecio por las artes
plásticas y que, si en algo había llegado a captar la belleza de la poesía, se lo debía por completo a
Dorian. Su pasión intelectual dominante era la ciencia. En Cambridge pasaba gran parte del tiempo
trabajando en el laboratorio, y había obtenido una buena calificación en el examen final de ciencias
naturales. De hecho, aún seguía dedicado al estudio de la química, y tenía laboratorio propio, donde solía
encerrarse el día entero, lo que irritaba mucho a su madre, que tendía a confundir a los químicos con los
boticarios, y a quien ilusionaba sobre todo que consiguiese un escaño en el Parlamento. Campbell era,
por otra parte, un músico excelente, y tocaba el violín y el piano mejor que la mayoría de los aficionados.
La música había sido, de hecho, el lazo de unión entre Dorian Gray y él: la música y la indefinible
capacidad de atracción que Dorian podía utilizar a voluntad y que de hecho utilizaba con frecuencia sin.
ser consciente de ello. Se habían conocido en casa de lady Berkshire la noche en que tocó allí
Rubinstein 1, y después se los veía con frecuencia juntos en la ópera y dondequiera que se interpretara
buena música. Su intimidad había durado dieciocho meses. Campbell estaba siempre en Selby Royal o en
Grosvenor Square. Para él, como para muchos otros, Dorian Gray representaba el modelo de todo lo que
la vida tiene de maravilloso y fascinante.
1. Anton Grigórievitch Rubinstein, compositor y pianista ruso (18291894).
Nadie sabía si habían llegado a pelearse. Pero, de repente, otras personas se dieron cuenta de que
apenas hablaban cuando se veían, y de que Campbell se marchaba pronto de las fiestas a las que asistía
Dorian Gray. Había cambiado, por otra parte: se mostraba extrañamente melancólico a veces, casi
parecía que la música le desagradase, y no tocaba nunca, dando como excusa, cuando se le pedía que
interpretase algo, estar tan absorto en la ciencia que le faltaba tiempo para practicar. Y era sin duda
cierto. Cada día que pasaba daba la impresión de estar más interesado por la biología, y su nombre había
aparecido una o dos veces en algunas dulas revistas científicas, en relación con ciertos curiosos
experimentos.
Tal era el hombre que Dorian Gray esperaba. Su mirada se volvía hacia el reloj a cada momento. A
medida que pasaban los minutos aumentaba su agitación. Finalmente se levantó y empezó a pasear por la
estancia, con el aspecto de un bello animal enjaulado. Caminaba a grandes zancadas que tenían algo de
furtivo. Y las manos se le habían quedado extrañamente frías.
La incertidumbre se hizo insoportable. Tuvo la impresión de que el tiempo se arrastraba con pies de
plomo, mientras él, empujado por monstruosos huracanes, avanzaba hacia el borde dentado de un negro
precipicio. Dorian sabía lo que le esperaba allí abajo; lo veía, incluso, y, estremecido, se aplastó con
manos húmedas los párpados ardientes como si quisiera robarle la vista al cerebro mismo, empujando los
globos de los ojos hasta el fondo de las órbitas. Pero era inútil. El cerebro disponía de su propio alimento,
en el que se cebaba, y la imaginación, lanzada a grotescos excesos por el terror, se retorcía y deformaba
como un ser vivo a causa del dolor, bailaba como una horrible marioneta sobre un escenario, y hacía
muecas detrás de máscaras animadas. Luego, de repente, el Tiempo se detuvo para él. Sí; aquella
dimensión ciega, de lentísima respiración, dejó de arrastrarse, y horribles pensamientos, puesto que el
Tiempo había muerto, emprendieron una veloz carrera y desenterraron el espantoso futuro de su tumba
para mostrárselo. Dorian lo contempló fijamente. Y el horror que sintió lo dejó petrificado.
Finalmente la puerta se abrió, dando paso al ayuda de cámara. Dorian Gray lo miró con ojos vidriosos.
-El señor Campbell -anunció.
Un suspiro de alivio escapó entonces de los labios resecos de Dorian Gray el color regresó a sus
mejillas.
-Hágalo pasar ahora mismo, Francis -sintió que volvía a ser el de siempre. Había superado el momento
de cobardía.
El criado hizo una inclinación de cabeza y se retiró. Instantes después entró Alan Campbell, con
aspecto severo y bastante pálido, la palidez intensificada por los cabellos y las cejas de color negro
azabache.
-¡Atan! ¡Cuánta amabilidad por tu parte! Te agradezco mucho que hayas venido.
-Me había propuesto no volver a pisar tu casa, Gray. Pero se me ha dicho que era una cuestión de vida
o muerte -su voz era dura y fría y hablaba con estudiada lentitud. Había una expresión de desprecio en la
mirada insistente con que procedió a estudiar el rostro de Dorian. Mantenía las manos en los bolsillos de
su abrigo de astracán y dio la impresión de no haberse percatado del gesto con el que había sido recibido.
-Sí; se trata de una cuestión de vida o muerte, Alan, y para más de una persona. Haz el favor de
sentarte.
Campbell ocupó una silla junto a la mesa, y Dorian se sentó frente a él. Los dos hombres se miraron a
los ojos. En los de Dorian había una infinita compasión. Sabía que lo que se disponía a hacer era
espantoso.
Después de un tenso momento de silencio, se inclinó hacia adelante y dijo, con mucha calma, pero
atento al efecto de cada palabra sobre el rostro de su visitante:
-Alan, en una habitación cerrada con llave en el ático de esta casa, en una habitación a la que nadie,
excepto yo mismo, tiene acceso, hay un muerto sentado ante una mesa. Hace ya diez horas que falleció.
No te muevas, ni me mires de esa manera. Quién es esa persona, por qué ha muerto, cómo ha muerto, son
cuestiones que no te conciernen. Lo que tienes que hacer es esto...
-Basta, Gray. No quiero saber nada más. Ignoro si lo que me acabas de contar es mentira o verdad. No
me importa. Me niego por completo a verme mezclado en tu vida. Guarda para ti solo tus horribles
secretos. Han dejado de interesarme.
-Tienen que interesarte, Alan. Éste, en concreto, va a tener que interesarte. Lo siento muchísimo por ti,
pero no puedo evitarlo. Eres la única persona que me puede salvar. Estoy obligado a forzar tu
intervención. No tengo alternativa. Eres un hombre de ciencia, Alan. Sabes química y otras cosas
relacionadas con ella. Has hecho experimentos. Se trata de que destruyas el cuerpo sin vida que está ahí
arriba; de destruirlo de manera que no quede el menor rastro. Nadie vio entrar a esa persona en esta casa.
Se piensa, de hecho, que se encuentra actualmente en París. Pasarán meses antes de que se le eche de
menos. Cuando eso suceda, es preciso que no quede aquí traza alguna suya. Tú, Alan, debes encargarte
de convertirlos, a él y a todas sus pertenencias, en un puñado de cenizas que puedan esparcirse al viento.
 
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astaroth1
view post Posted on 20/10/2010, 19:50




-Estás loco, Dorian.
-¡Ah! Esperaba anhelante a que me llamaras Dorian. -Estás loco, te lo repito... Loco por imaginar que
vaya a alzar un dedo por ayudarte, loco por hacer esa confesión monstruosa. No quiero tener nada que
ver con ese asunto, se trate de lo que se trate. ¿Me crees dispuesto a poner en peligro mi reputación por
ti? ¿Qué me importa en qué tarea diabólica te hayas metido?
-Se trata de un suicidio, Alan.
-Me alegro de saberlo. Pero, ¿quién lo ha empujado al suicidio? Estoy seguro de que has sido tú.
-¿Sigues negándote a hacer lo que te pido?
-Claro que me niego. No quiero tener nada que ver con ello. No me importa lo que te acarree. Mereces
todo lo que te suceda. No me entristecerá verte deshonrado, públicamente deshonrado. ¿Cómo te atreves
a pedirme, a mí especialmente, que tome parte en ese horror? Hubiera creído que entendías mejor la
manera de ser de las personas. Quizá tu amigo lord Henry Wotton no te ha enseñado tanto sobre
psicología, aunque te haya enseñado mucho sobre otras cosas. Nada me llevará a dar un paso por
ayudarte. Te has equivocado de persona. Acude a alguno de tus amigos. No a mí.
-Ha sido un asesinato, Alan. Lo he matado. No sabes lo que me ha hecho sufrir. Se piense lo que se
quiera de mi vida, él ha contribuido más a destrozarla que el pobre Harry. Quizá no fuera su intención,
pero el resultado ha sido el mismo.
-¡Asesinato! ¡Cielo santo, Dorian! ¿A eso has llegado finalmente? No te denunciaré. No es asunto mío.
Además, sin necesidad de que yo mueva un dedo acabarán por detenerte. Nadie comete nunca un delito
sin hacer algo estúpido. Pero me niego a intervenir.
-Tendrás que hacerlo. Espera, espera un momento; escúchame. Sólo tienes que oírme. Todo lo que te
pido es que lleves a cabo un determinado experimento científico. Vas a los hospitales y a los depósit os de
cadáveres y los horrores que ves allí no te afectan. Si en una espantosa sala de disección o en un
laboratorio maloliente encontraras a un ser humano sobre una mesa de plomo al que se han hecho unas
incisiones rojas para permitir que salga la sangre, lo mirarías como una cosa admirable. No te inmutarías.
No pensarías que estabas haciendo nada reprobable. Considerarías, por el contrario, que trabajabas en
beneficio de la raza humana, o que aumentabas su caudal de conocimientos, o satisfacías su curiosidad
intelectual, o algo por el estilo. Lo que quiero que hagas es, sencillamente, algo que ya has hecho muchas
veces. A decir verdad, destruir un cadáver debe de ser mucho menos horrible que lo que estás
acostumbrado a hacer. Y recuerda que es la única prueba contra mí. Si se descubre, estoy perdido; y se
sabrá sin duda, a menos que tú me ayudes.
-No tengo el menor deseo de ayudarte. Eso es algo que olvidas. Lo único que me inspira todo este
asunto es indiferencia. No tiene nada que ver conmigo.
-Alan, te lo suplico. Piensa en qué situación me encuentro. Unos instantes antes de que llegaras el
terror casi ha hecho que me desmayara. Quizá tú también conozcas el terror algún día. ¡No! No pienses
en eso. Míralo desde una perspectiva estrictamente científica. Tú no preguntas de dónde proceden los
cadáveres con los que experimentas. Tampoco es necesario que lo investigues ahora. Ya te he contado
demasiado. Pero te suplico que lo hagas. Fuimos amigos en otro tiempo, Alan.
-No hables de eso. Aquellos días están muertos.
-A veces lo que está muerto perdura. El individuo del ático no desaparecerá. Está sentado en la mesa
con la cabeza caída y los brazos colgando. ¡Alan, por favor! Si no vienes en mi ayuda, estoy perdido.
¡Me ahorcarán! ¿Es que no lo entiendes? Me ahorcarán por lo que he hecho. -No sirve de nada que
prolongues esta escena. Me niego categóricamente a intervenir en este asunto. Tienes que estar loco para
pedirme una cosa así.
-¿Te niegas?
-Sí.
-Te lo suplico, Alan.
-Es inútil.
La misma expresión compasiva apareció de nuevo en los ojos de Dorian Gray. Luego extendió el
brazo, tomó un trozo de papel y escribió algo en él. Lo releyó dos veces, lo dobló cuidadosamente y lo
empujó hasta el otro lado de la mesa. Después se levantó, acercándose a la ventana.
Campbell le miró sorprendido, y luego recogió el papel y lo abrió. Mientras lo leía su rostro adquirió
una palidez cenicienta y tuvo que recostarse en el respaldo de la silla. Le invadió una sensación de
náusea infinita. Sintió que el corazón le latía en una vacía premonición de muerte.
Al cabo de dos o tres minutos de terrible silencio, Dorian, abandonando la ventana, se situó tras él y le
puso una mano en el hombro.
-Lo siento por ti, Alan -murmuró-, pero no me has dado otra opción. La carta está escrita. La tengo
aquí. Ya ves a quién va dirigida. Si no me ayudas, la enviaré. Sabes cuáles serán las consecuencias. Pero
me vas a ayudar. Es imposible que te niegues. He tratado de evitártelo. Has de reconocerlo. Te has
mostrado inflexible, duro, ofensivo. Me has tratado como nadie se ha atrevido a tratarme nunca; nadie
que esté vivo, al menos. Lo he soportado todo. Pero ahora soy yo quien impone las condiciones.
Campbell ocultó el rostro entre las manos, recorrido el cuerpo por un estremecimiento.
-Sí; soy yo quien pone las condiciones, Alan. Ya sabes cuáles son. Se trata de hacer algo muy sencillo.
Vamos, no te desesperes. Es inevitable. Acéptalo, y haz lo que tienes que hacer.
A Campbell se le escapó un gemido, y empezó a temblar de pies a cabeza. Le pareció que el tictac del
reloj situado en la repisa de la chimenea dividía el tiempo en átomos de dolor, cada uno de ellos
demasiado terrible para soportarlo. Sentía como si un anillo de hierro, lentamente, se estrechara en torno
a su frente, como si el deshonor con que se le amenazaba hubiera descendido ya sobre él. La mano
posada sobre su hombro parecía hecha de plomo.
 
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belzebuth666
view post Posted on 20/10/2010, 19:51




-Vamos, Alan; tienes que decidirte ya.
-No lo puedo hacer -dijo maquinalmente, como si las palabras pudieran alterar la realidad.
-Has de hacerlo. No tienes elección. No te empeñes en retrasarlo.
Campbell vaciló un momento.
-¿Hay un fuego en la habitación del ático? -Sí; una toma de gas con placas de amianto.
-Tendré que ir a mi casa y recoger algunas cosas del laboratorio.
-No, Alan; no puedes salir de esta casa. Escribe en un papel lo que quieres y mi criado irá en un coche
a buscarlo. Campbell garrapateó unas líneas, secó la tinta, y escribió en un sobre el nombre de su
ayudante. Dorian tomó la nota y la leyó cuidadosamente. Luego tocó la campanilla y entregó la carta a su
ayuda de cámara, ordenándole que volviera cuanto antes con las cosas solicitadas.
Al cerrarse la puerta principal, Campbell tuvo un sobresalto y, levantándose de la silla, se acercó a la
chimenea. Temblaba como atacado por la fiebre. Durante cerca de veinte minutos nadie habló. Una
mosca zumbó ruidosamente por el cuarto y el tictac del reloj era como el golpear de un martillo.
Cuando el carillón dio la una, Campbell se volvió y, al mirar a Dorian Gray, vio que tenía los ojos
llenos de lágrimas. Había algo en la pureza y el refinamiento de aquel rostro lleno de tristeza que pareció
enfurecerlo.
-¡Eres un infame! ¡Un ser absolutamente repugnante! -murmuró.
-Calla, Alan: me has salvado la vida -dijo Dorian Gray. -¿La vida? ¡Cielo santo! ¿Qué vida es ésa? Has
ido de corrupción en corrupción y ahora has coronado tus hazañas con un asesinato. Al hacer lo que voy
a hacer, lo que me obligas a hacer, no es en tu vida en lo que estoy pensando.
-Atan, Alan -murmuró Dorian Gray con un suspiro-, quisiera que sintieras por mí una milésima parte
de la compasión que me inspiras -se volvió mientras hablaba y se quedó mirando el jardín.
Campbell no respondió.
Al cabo de unos diez minutos se oyó llamar a la puerta, y entró el criado con una gran caja de caoba
llena de productos químicos, junto con un rollo de hilo de acero y platino, así como dos pinzas de hierro
de forma bastante extraña.
-¿He de dejar aquí estas cosas? -le preguntó a Campbell.
-Sí -respondió Dorian-. Y mucho me temo, Francis, que aún tengo otro encargo para usted. ¿Cómo se
llama esa persona de Richmond que lleva orquídeas a Selby? -Harden, señor.
-Eso es, Harden. Tiene usted que ir a Richmond de inmediato, ver a Harden en persona y decirle que
mande el doble de orquídeas de las que había encargado, y que de las blancas ponga el menor número
posible. De hecho, dígale que no quiero ninguna blanca. Hace muy buen día, Francis, y Richmond es un
sitio muy bonito, de lo contrario no le diría que fuese.
-No es ninguna molestia, señor. ¿A qué hora debo estar de vuelta?
Dorian miró a Campbell.
-¿Cuánto durará tu experimento, Alan? -preguntó con voz tranquila, indiferente. La presencia de una
tercera persona en la habitación parecía darle un valor extraordinario.
Campbell frunció el entrecejo y se mordió los labios. -Unas cinco horas -respondió.
-Bastará, entonces, con que esté de vuelta para las siete y media. Mejor, quédese allí: deje las cosas
preparadas para que pueda vestirme. Tómese la tarde libre. No cenaré en casa, de manera que no voy a
necesitarlo.
-Muchas gracias, señor -dijo el ayuda de cámara, abandonando la habitación.
-Bien, Alan, no hay un momento que perder. ¡Cuánto pesa esta caja! Yo te la llevaré. Encárgate tú de
lo demás -hablaba rápidamente y con acento autoritario. Campbell se sintió dominado por él. Juntos
salieron de la habitación.
Cuando llegaron al descansillo del ático, Dorian sacó la llave y la hizo girar en la cerradura. Luego se
detuvo, una mirada de incertidumbre en los ojos. Se estremeció.
-Me parece que no soy capaz de entrar -murmuró.
-No importa. No te necesito para nada -respondió Campbell con frialdad.
Dorian Gray abrió a medias la puerta. Al hacerlo, vio el rostro del retrato, mirándolo, socarrón,
iluminado por la luz del sol. En el suelo, delante, se hallaba la cortina rasgada. Recordó que la noche
anterior había olvidado, por primera vez en su vida, esconder el lienzo maldito, y se disponía a
abalanzarse, cuando retrocedió, estremecido.
¿Qué era aquel repugnante rocío rojo que brillaba, reluciente y húmedo, sobre una de sus manos, como
si el lienzo hubiera sudado sangre? ¡Qué cosa tan espantosa! Por un momento le pareció más espantosa
aún que la presencia silenciosa derrumbada sobre la mesa, la presencia cuya grotesca sombra en la
alfombra manchada de sangre le indicaba que seguía sin moverse, que seguía allí, en el mismo sitio
donde él la había dejado.
Respiró hondo, abrió un poco más la puerta y, con los ojos medio cerrados y la cabeza vuelta, entró
rápidamente, decidido a no mirar ni siquiera una vez al muerto. Luego, agachándose, recogió la tela
morada y oro y la arrojó directamente sobre el cuadro.
A continuación se inmovilizó, temiendo volverse, y sus ojos se concentraron en las complejidades del
motivo decorativo que tenía delante. Oyó cómo Campbell entraba en el cuarto con la pesada caja de
caoba, así como con los hierros y las otras cosas que había pedido para su espantoso trabajo. Empezó a
preguntarse si Basil Hallward y Alan se habrían visto alguna vez y, en ese caso, qué habrían pensado el
uno del otro.
-Ahora déjame -dijo tras él una voz severa.
Dorian Gray dio media vuelta y salió precipitadamente, no sin advertir que el muerto había vuelto a
apoyar la espalda contra la silla y que Campbell contemplaba un rostro amarillento que brillaba. Mientras
descendía las escaleras oyó cómo la llave giraba por dentro en la cerradura.
Hacía tiempo que habían dado las siete cuando Campbell se presentó de nuevo en la biblioteca. Estaba
pálido, pero muy tranquilo.
-He hecho lo que me habías pedido que hiciera -murmuró-. Y ahora, adiós. Espero que no volvamos a
vernos nunca.
-Me has salvado del desastre, Alan. Eso no lo puedo olvidar-dijo Dorian Gray con sencillez.
Tan pronto como Campbell salió de la casa, subió al ático. En la habitación había un horrible olor a
ácido nítri co. Pero la cosa sentada ante la mesa había desaparecido.
 
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astaroth1
view post Posted on 20/10/2010, 19:57




Capítulo 15

Alas ocho y media, unos criados que prodigaban reverencias hicieron entrar en el salón de lady
Narborough a Dorian Gray, vestido de punta en blanco y con un ramillete de violetas de Parma en el ojal
de la chaqueta. Le latían las sienes con violencia, y se sentía presa de una extraordinaria agitación
nerviosa, pero sus modales, cuando se inclinó sobre la mano de su anfitriona, tenían la misma elegancia y
naturalidad de siempre. Quizá uno nunca se muestra tan natural como cuando representa un papel. Desde
luego, nadie que observara aquella noche a Dorian Gray podría haber creído que acababa de vivir una
tragedia comparable a las más horribles de nuestra época. Imposible que aquellos dedos tan
delicadamente cincelados hubieran empuñado un cuchillo con intención pecaminosa o que aquellos
labios sonrientes hubieran podido blasfemar y burlarse de la bondad. Él mismo no podía por menos de
asombrarse ante su propia calma y, por unos momentos, sintió intensamente el terrible júbilo de quien
lleva con éxito una doble vida.
Se trataba de una cena con pocos invitados, reunidos de manera más bien precipitada por lady
Narborough, mujer muy inteligente, poseedora de lo que lord Henry solía describir como restos de una
fealdad realmente notable, que había resultado ser una excelente esposa para uno de los más tediosos
embajadores de la corona británica, y que, después de enterrar a su marido con todos los honores en un
mausoleo de mármol, diseñado por ella misma, y de casar a sus hijas con hombres ricos y de edad más
bien avanzada, se había dedicado a los placeres de la narrativa francesa, de la cocina francesa e incluso
del esprit francés cuando se ponía a su alcance.
Dorian era uno de sus invitados preferidos, y siempre le decía que se alegraba muchísimo de no
haberlo conocido de joven. «Sé, querido mío, que me hubiera enamorado perdidamente de usted», solía
decir, «y que me habría liado la manta a la cabeza por su causa. Es una suerte que nadie hubiera pensado
en usted por entonces. Cabe, de todos modos, que la idea de la manta no me atrajera demasiado, porque
nunca llegué a coquetear con nadie. Aunque creo que la culpa fue más bien de Narborough. Era
terriblemente miope, y se obtiene muy poco placer engañando a un marido que no ve absolutamente
nada».
Sus invitados de aquella noche eran personas más bien aburridas. La verdad, le explicó la anfitriona a
Dorian Gray desde detrás de un abanico bastante venido a menos, era que una de sus hijas casadas se
había presentado de repente para pasar una temporada con ella y, para empeorar las cosas, lo había hecho
acompañada por su marido.
-Creo que ha sido una crueldad por su parte, querido mío -le susurró-. Es cierto que yo los visito todos
los veranos al regresar de Homburg, pero una anciana como yo necesita aire fresco a veces y, además,
consigo despertarlos. No se puede imaginar la existencia que llevan. Vida rural en estado puro. Se
levantan pronto porque tienen mucho que hacer, y también se acuestan pronto porque apenas tienen nada
en qué pensar. No ha habido un escándalo por los alrededores desde los tiempos de la reina Isabel, y en
consecuencia todos se quedan dormidos después de cenar. Haga el favor de no sentarse junto a ninguno
de los dos. Siéntese a mi lado.
Dorian murmuró el adecuado cumplido y recorrió el salón con la vista. Sí; no era mucho lo que cabía
esperar de aquellos comensales. A dos de los invitados no los había visto nunca, y los restantes eran:
Ernest Harrowden, una de las mediocridades de mediana edad que tanto abundan en los clubs
londinenses y que carecen de enemigos pero a quienes sus amigos aborrecen cordialmente; lady Ruxton,
una mujer de cuarenta y siete años y de nariz ganchuda, que se vestía con exageración y trataba siempre
de colocarse en situaciones comprometidas, si bien, para gran desencanto suyo, nadie estaba nunca
dispuesto a creer nada en contra suya, dada su extrema fealdad; la señora Erlynne, una arrivista que no
era nadie, con un ceceo delicioso y cabellos de color rojo veneciano; lady Alice Chapman, la hija de la
anfitriona, una aburrida joven sin la menor elegancia, con uno de esos característicos rostros británicos
que, una vez vistos, jamás se recuerdan; y su marido, criatura de mejillas rubicundas y patillas canas que,
como tantos de su clase, vivía convencido de que una desmedida jovialidad es disculpa suficiente para la
absoluta falta de ideas.
Estaba ya bastante arrepentido de haber aceptado la invitación cuando lady Narborough, mirando al
gran reloj dorado que dilataba sus llamativas curvas sobre la repisa de la chimenea, cubierta de tela
malva, exclamó
-¡Qué mal me parece que Henry Wottom llegue tan tarde! Esta mañana, al azar, he mandado a un
propio a su casa, y ha prometido con gran seriedad no defraudarme.
Era un consuelo contar con la compañía de Harry, y cuando se abrió la puerta y Dorian oyó su voz,
lenta y melodiosa, que prestaba encanto a una disculpa poco sincera por su retraso, le abandonó el
aburrimiento.
Durante la cena, sin embargo, fue incapaz de comer. Los criados le fueron retirando plato tras plato sin
que probase nada. Lady Narborough no cesó de reprenderlo por lo que ella calificaba de «insulto al pobre
Adolphe, que ha inventado el menú especialmente para usted», y alguna vez lord Henry lo miró desde el
otro lado de la mesa, sorprendido de su silencio y su aire distante. De cuando en cuando el mayordomo le
llenaba la copa de champán. Dorian Gray bebía con avidez, pero su sed iba en aumento.
-Dorian -dijo finalmente lord Henry, mientras se servía el chaud froíd -, ¿qué te pasa esta noche?
Pareces abatido.
-Creo que está enamorado -exclamó lady Narborough-, y no se atreve a decírmelo por temor a que
sienta celos. Y tiene toda la razón, porque los sentiría.
-Mi querida lady Narborough -murmuró Dorian Gray sonriendo-. Llevo sin enamorarme toda una
semana; exactamente desde que madame de Ferroll abandonó Londres.
-¡Cómo es posible que los hombres se enamoren de esa mujer! -exclamó la anciana señora-. Es algo
que no consigo entender.
-Se debe sencillamente a que madame de Ferroll se acuerda de la época en que usted no era más que
una niña, lady Narborough -dijo lord Henry-. Es el único eslabón entre nosotros y los trajes cortos de
usted.
-No se acuerda en absoluto de mis trajes cortos, lord Henry. Pero yo la recuerdo perfectamente en
Viena hace treinta años, así como los escotes que llevaba por entonces.
-Sigue siendo partidaria de los escotes -respondió lord Henry, cogiendo una aceituna con los dedos-, y
cuando lleva un vestido muy elegante parece una édítion de luxe de una mala novela francesa. Es
realmente maravillosa y siempre depara sorpresas. Su capacidad para el afecto familiar es extraordinaria.
 
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belzebuth666
view post Posted on 20/10/2010, 20:00




Al morir su tercer esposo, el cabello se le puso completamente dorado de la pena.
-¡Harry, cómo te atreves! -protestó Dorian.
-Es una explicación sumamente romántica -rió la anfitriona-. Pero, ¡su tercer marido, lord Henry! ¿No
querrá usted decir que Ferroll es el cuarto?
-Efectivamente, lady Narborough.
-No creo una sola palabra.
-Bien, pregunte al señor Gray. Es uno de sus amigos más íntimos.
-¿Es cierto, señor Gray?
-Eso es lo que ella me ha asegurado, lady Narborough -respondió Dorian-. Le pregunté si, al igual que
Margarita de Navarra, había embalsamado los corazones de los difuntos para colgárselos de la cintura.
Me dijo que no, porque ninguno de ellos tenía corazón.
-¡Cuatro maridos! A fe mía que eso es trop de zéle. -Trop d'audace, le dije yo -comentó Dorian Gray.
-No es audacia lo que le falta, querido mío. Y, ¿cómo es Ferroll? No lo conozco.
-Los maridos de mu jeres muy hermosas pertenecen a la clase delictiva -dijo lord Henry, saboreando el
vino. Lady Narborough le golpeó con su abanico.
-Lord Henry, no me sorprende en absoluto que el mundo diga de usted que es extraordinariamente
malvado. -Pero, ¿qué mundo dice eso? -preguntó lord Henry, alzando las cejas -. Sólo puede ser el mundo
venidero. Este mundo y yo mantenemos excelentes relaciones.
-Todas las personas que conozco dicen que es usted de lo más perverso -exclamó la anciana señora,
moviendo la cabeza.
Lord Henry adoptó por unos instantes un aire serio. -Es perfectamente intolerable -dijo, finalmente- la
manera en que la gente va por ahí diciendo, a espaldas de uno, cosas que son absoluta y completamente
ciertas. -¿Verdad que es incorregible? -exclamó Dorian, inclinándose hacia adelante en el asiento.
-Eso espero -dijo, riendo, la anfitriona-. Pero si todos ustedes adoran a madame de Ferroll de esa
manera tan ridícula, tendré que volver a casarme para estar a la moda.
-Nunca volverá usted a casarse, lady Narborough -intervino lord Henry -. Era usted demasiado feliz.
Cuando una mujer vuelve a casarse es porque detestaba a su primer marido. Cuando un hombre vuelve a
casarse es porque adoraba a su primera mujer. Las mujeres prueban suerte. Los hombres arriesgan la
suya.
-Narborough no era perfecto -exclamó la anciana señora.
-Si lo hubiera sido, no lo hubiera usted amado, mi querida señora -fue la respuesta de lord Henry -. Las
mujeres nos aman por nuestros defectos. Si tenemos los suficientes nos lo perdonan todo, incluida la
inteligencia. Mucho me temo que después de esto nunca volverá usted a invitarme a cenar, lady
Narborough, pero es completamente cierto.
-Claro que es cierto, lord Henry. Si las mujeres no amaran a los hombres por sus defectos, ¿dónde
estarían todos ustedes? Ninguno se habría casado. Serían una colección de solteros infelices. Aunque
tampoco eso los habría cambiado mucho. En los días que corren todos los hombres casados viven como
solteros, y todos los solteros como casados.
-Fin de siécle -murmuró lord Henry. -Fin de globe -respondió su anfitriona.
-Sí que me gustaría que fuese fin de globe -dijo Dorian con un suspiro-. La vida es una gran desilusión.
-Ah, querido mío -exclamó lady Narborough calzándose los guantes-, no me diga que ya ha agotado la
vida. Cuando un hombre dice eso, ya se sabe que es la vida la que lo ha agotado a él. Lord Henry es muy
perverso, y a mí a veces me gustaría haberlo sido; pero usted está hecho para ser bueno: parece tan bueno
que he de encontrarle una esposa encantadora. ¿No le parece, lord Henry, que el señor Gray debería
casarse?
-Es lo que yo le digo siempre, lady Narborough -respondió lord Henry con una inclinación de cabeza.
-De acuerdo; en ese caso debemos buscarle un buen partido. Esta noche examinaré cuidadosamente el
Debrett y prepararé una lista con las jóvenes más adecuadas.
-¿Sin olvidar la edad de las candidatas, lady Narborough? -preguntó Dorian.
-Sin olvidar la edad, por supuesto, aunque ligeramente revisada. Pero no debe hacerse nada con prisas.
Quiero que sea lo que The Morning Post llama un enlace conveniente, y que los dos sean felices.
-¡Qué cosas tan absurdas dice la gente sobre los matrimonios felices! -exclamó lord Henry -. Un
hombre puede ser feliz con una mujer siempre que no la quiera.
-¡Ah! ¡Qué cinismo el suyo! -dijo la anciana señora, empujando la silla hacia atrás y haciendo un gesto
con la cabeza a lady Ruxton-. Tiene que volver muy pronto a cenar conmigo. Es usted realmente un
tónico admirable, mucho mejor que lo que sir Andrew me receta. Ha de decirme con qué personas le
gustaría encontrarse. Deseo que sea una velada absolutamente deliciosa.
-Me gustan los hombres con futuro y las mujeres con pasado -respondió lord Henry -. ¿O cree que sería
demasiado grande el desequilibrio?
-Mucho me temo -dijo ella riendo, mientras se ponía en pie -. Mil perdones, mi querida lady Ruxton -
añadió al instante-. Veo que no ha terminado usted su cigarrillo.
-No se preocupe, lady Narborough. Fumo demasiado. Tengo intención de hacerlo menos en el futuro.
-No lo haga, se lo ruego, lady Ruxton -intervino lord Henry-. La moderación es una virtud muy
perniciosa. Bastante es tan malo como una comida. Demasiado, tan bueno como un festín.
Lady Ruxton lo miró con curiosidad.
-Tendrá usted que venir y explicármelo alguna tarde, lord Henry. Parece una teoría fascinante -
murmuró mientras abandonaba la habitación.
-Por favor, caballeros, no se queden ustedes demasiado tiempo hablando de política y de escándalos -
exclamó lady Narborough desde la puerta-. Si lo hacen, acabaremos peleándonos en el piso de arriba.
Los varones rieron, y el señor Chapman se levantó solemnemente del fondo de la mesa y pasó a ocupar
la cabecera. Dorian Gray también cambió de sitio y fue a colocarse junto a lord Henry. El señor
Chapman empezó a hablar, alzando mucho la voz, sobre la situación en la Cámara de los Comunes,
riéndose de sus adversarios. La palabra doctrinaire (un vocablo que inspira terror a las mentes británicas)
reaparecía de cuando en cuando entre sus explosiones de carcajadas. Un prefijo aliterativo servía como
ornamento a su elocuencia, mientras alzaba la bandera del Imperio sobre los pináculos del Pensamiento.
La estupidez innata de la raza (él lo llamaba jovialmente el buen sentido común inglés) se ofreció a los
presentes como el baluarte que la Sociedad necesitaba.
Una sonrisa curvó los labios de lord Henry, quien, volviéndose, miró a Dorian.
-¿Te encuentras mejor? -preguntó-. Parecías un poco perdido durante la cena.
-Estoy perfectamente, Harry. Un poco cansado. Eso es todo.
-Anoche te superaste a ti mismo. La duquesita sólo ve por tus ojos. Me ha dicho que irá a Selby.
-Ha prometido estar allí para el día veinte. -¿También irá Monmouth?
-Sí, Harry.
-Me aburre terriblemente, casi tanto como la aburre a ella. Mi prima es muy inteligente, demasiado
inteligente para una mujer. Le falta el encanto indefinible de la debilidad. Los pies de barro dan todo su
valor a la imagen de oro. Tiene unos pies preciosos, pero no son de barro. Blancos pies de porcelana, si
quieres. Han pasado por el fuego, y lo que el fuego no destruye, lo endurece. Ha tenido experiencias.
-¿Cuánto tiempo lleva casada? -preguntó Dorian. -Una eternidad, me dice. Según el libro nobiliario,
creo que diez años, pero diez años con Monmouth pueden ser una eternidad e incluso un poco más.
¿Quiénes son los otros invitados?
-Los Willoughby, lord Rugby y su esposa, nuestra anfitriona, Geoffrey Clouston, los habituales. Le he
pedido a lord Grotrian que vaya.
-Me gusta -dijo lord Henry-. Hay mucha gente que no está de acuerdo, pero yo lo encuentro
encantador. Compensa sus ocasionales excesos en el vestir con una educación siempre ultrarrefinada. Es
una persona muy moderna.
-No sé si podrá formar parte del grupo, Harry. Quizá tenga que ir a Montecarlo con su padre.
-¡Ah! ¡Qué molestas son las familias! Procura que vaya. Por cierto, Dorian, anoche desapareciste muy
pronto. ¿Qué hiciste después? ¿Volver directamente a casa?
Dorian lo miró un momento y frunció el entrecejo. -No, Harry -dijo finalmente-. No volví a casa hasta
cerca de las tres.
-¿Fuiste al club?
-Sí -respondió. Luego se mordió los labios-. No; no era eso lo que quería decir. No fui al club. Estuve
paseando. No recuerdo lo que hice... ¡Qué inquisitivo eres, Harry! Siempre quieres saber lo que uno hace.
Yo siempre quiero olvidarlo. Regresé a casa a las dos y media, si quieres saber la hora exacta. Me había
dejado la llave, y Francis tuvo que abrirme la puerta. Si necesitas confirmación sobre ese punto, puedes
preguntárselo.
Lord Henry se encogió de hombros.
-¡Mi querido amigo, como si a mí me importara! Subamos al salón. No, muchas gracias, señor
Chapman, no quiero jerez. A ti te ha sucedido algo, Dorian. Dime qué ha sido. Te encuentro distinto esta
noche.
-No lo tomes a mal, Harry. Estoy nervioso y de mal humor. Iré mañana o pasado mañana a verte.
Presenta mis excusas a lady Narborough. No voy a subir a reunirme con las señoras. Tengo que ir a casa.
Debo ir a casa.
-Muy bien. Espero verte mañana a la hora del té. Vendrá la duquesa.
-Procuraré estar allí -dijo Dorian Gray, abandonando la habitación. Mientras regresaba a su casa se dio
cuenta de que el sentimiento de terror que creía haber sofocado volvía a hacer acto de presencia. Las
preguntas intrascendentes de lord Henry le habían hecho perder la calma unos instantes, y debía
conservarla a toda costa. Había que destruir objetos peligrosos. Su rostro se crispó. Aborrecía hasta la
idea de tocarlos.
Pero había que hacerlo. Lo comprendía perfectamente y, después de cerrar con llave la puerta de la
biblioteca, abrió el armario secreto en cuyo interior arrojara el abrigo y el maletín de Basil. En la
chimenea ardía un fuego muy vivo. Añadió un tronco más. El olor de la ropa y del cuero al quemarse era
horrible. Fueron necesarios tres cuartos de hora para que todo se consumiera. Al acabar se sentía débil y
mareado y, después de quemar algunas pastillas argelinas en un pebetero de cobre, se mojó las manos y
la frente con vinagre aromatizado al almizcle.
De repente tuvo un sobresalto. Sus ojos se iluminaron extrañamente y empezó a mordisquearse el labio
inferior. Entre dos de las ventanas de la biblioteca había un voluminoso bargueño florentino de caoba,
con incrustaciones de marfil y lapislázuli. Lo contempló como si fuera algo terrible y fascinante al
mismo tiempo, como si contuviera algo que anhelaba y que, sin embargo, casi aborrecía. Su respiración
se aceleró. Un deseo furioso se apoderó de él. Encendió un cigarrillo que tiró instantes después. Dejó
caer los párpados hasta que las largas pestañas casi le tocaban la mejilla. Pero seguía mirando al
bargueño. Finalmente se levantó del sofá donde había estado tumbado, se acercó a él y, después de
descorrer el pestillo, tocó un resorte escondido. Lentamente apareció un cajón triangular. Sus dedos se
movieron instintivamente hacia su interior y se apoderaron de algo. Era una cajita china de laca negra
recubierta de polvo de oro, delicadamente trabajada; sus paredes estaban decoradas con sinuosas
ondulaciones, y de los cordoncillos de seda colgaban cristales redondos y borlas tejidas con hilos
metálicos. Dorian Gray la abrió. Dentro había una pasta verde que tenía el brillo de la cera y que
desprendía un olor peculiar, denso y persistente.
Vaciló unos momentos, con una extraña sonrisa inmóvil en el rostro. Luego, tiritando, aunque en la
biblioteca hacía muchísimo calor, se irguió y miró el reloj. Faltaban veinte minutos para las doce.
Devolvió la cajita china al bargueño, cerró la puerta y pasó a su dormitorio.
Cuando la medianoche desgranaba doce golpes de bronce en la oscuridad, Dorian Gray, vestido con
ropa nada llamativa y una bufanda enrollada al cuello, salió sigilosamente de su casa. En Bond Street
encontró un coche de punto con un buen caballo. Lo llamó, pero al dar en voz baja una dirección, el
cochero movió la cabeza.
-Es demasiado lejos para mí -murmuró.
-Aquí tiene un soberano -le dijo Dorian Gray-. Le daré otro si va deprisa.
-De acuerdo, señor -respondió el cochero-; estaremos allí dentro de una hora -y después de que su
pasajero subiera al vehículo, hizo dar la vuelta al caballo y se dirigió rápidamente hacia el río.
 
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astaroth1
view post Posted on 20/10/2010, 20:03




Capítulo 16

Empezó a caer una lluvia fría, y los faroles desdibujados no lanzaban ya, entre la niebla, más que un
resplandor descolorido. Era el momento en que cerraban los establecimientos públicos, y hombres y
mujeres todavía reunidos delante de sus puertas empezaban a desperdigarse. Del interior de algunas de
las tabernas brotaban aún horribles carcajadas. En otras, los borrachos discutían y gritaban.
Casi tumbado en el coche de punto, el sombrero calado sobre la frente, Dorian Gray contemplaba con
indiferencia la sórdida abyección de la gran ciudad, y de cuando en cuando se repetía las palabras que
lord Henry le había dicho el día que se conocieron: «Curar el alma por medio de los sentidos, y los
sentidos por medio del alma». Sí, ése era el secreto. Dorian Gray lo había probado con frecuencia y se
disponía a volver a hacerlo. Había fumaderos de opio donde se podía comprar el olvido, antros
espantables donde se podía destruir el recuerdo de los antiguos pecados con el frenesí de los recién
cometidos.
La luna, cerca del horizonte, parecía un cráneo amarillo. De cuando en cuando una enorme nube
deforme extendía un largo brazo y la ocultaba por completo. Los faroles de gas se fueron distanciando, y
las calles se hicieron más estrechas y sombrías. En una ocasión el cochero se equivocó de camino, y tuvo
que volver sobre sus pasos casi un kilómetro. El caballo quedaba envuelto en nubes de vapor cuando
pisoteaba los charcos. Las ventanas del coche de punto se fueron cubriendo de una película de cieno
semejante a franela gris.
«¡Curar el alma por medio de los sentidos y los sentidos por medio del alma!» ¡Cómo resonaban
aquellas palabras en sus oídos! Su alma, desde luego, tenía una enfermedad mortal. ¿Sería verdad que los
sentidos podían curarla? Se había derramado sangre inocente. ¿Cómo expiarlo? No; no había expiación
posible; pero aunque el perdón fuera imposible, el olvido no lo era, y Dorian Gray estaba decidido a
olvidar, a pisotear aquel recuerdo, a aplastarlo como aplastamos a la víbora que nos ha inyectado su
ponzoña. Después de todo, ¿qué derecho tenía Basil a hablarle como lo había hecho? ¿Quién le había
otorgado la potestad de juzgar a otros? Había dicho cosas espantosas, horribles, insoportables.
El coche de punto avanzaba laboriosamente, disminuyendo la velocidad, le parecía a Dorian Gray, con
cada paso. Abrió con violencia la trampilla del techo y ordenó al cochero que acelerase la marcha. La
terrible ansia del opio empezaba a devorarlo. Le ardía la garganta y sus delicadas manos se habían
contagiado de un temblor nervioso. Sacando un brazo por la ventanilla golpeó ferozmente al caballo con
su bastón. El cochero se echó a reír y también él utilizó su látigo. Dorian Gray respondió riendo a su vez
y el otro guardó silencio.
El trayecto parecía interminable, y las calles se asemejaban a los negros hilos de una inmensa telaraña.
La monotonía se hizo insoportable y, al espesarse la niebla, Dorian Gray sintió miedo.
Luego pasaron junto a las solitarias fábricas de ladrillos. La niebla era allí menos densa, y pudo ver los
extraños hornos con forma de botella y sus lenguas de fuego anaranjado que se extendían como abanicos.
Un perro ladró cuando pasaban y a lo lejos, en la oscuridad, chilló una gaviota vagabunda. El caballo
tropezó en un bache del camino, dio un bandazo y empezó a galopar.
Después de algún tiempo dejaron el camino de tierra y volvieron a traquetear por calles mal
pavimentadas. La mayoría de las ventanas estaba a oscuras pero, a veces, sombras fantásticas se
dibujaban sobre los estores iluminados por alguna lámpara. Dorian Gray las contemplaba con curiosidad.
Se movían como marionetas monstruosas y hacían gestos de criaturas vivas. Sintió que las aborrecía.
Tenía el corazón dominado por una rabia sorda. Al torcer una esquina, una mujer les gritó algo desde una
puerta abierta, y dos hombres corrieron tras el coche de punto por espacio de unos cien metros. El
cochero los golpeó con el látigo.
Se dice que la pasión hace que se piense en círculos. Y, ciertamente, los labios que Dorian Gray no
cesaba de morderse formaban y volvían a formar, en espantosa repetición, las sutiles palabras que se
ocupaban del alma y de los sentidos, hasta encontrar en ellas la plena expresión, por así decirlo, de su
estado de ánimo, y justificar así, aprobándolas intelectualmente, pasiones que sin esa justificación
habrían dominado su voluntad. De célula en célula aquella idea única se apoderaba de su cerebro; y el
arrebatado deseo de vivir, el más terrible de los apetitos humanos, redoblaba el vigor de cada nervio y
músculo temblorosos. La fealdad que en otro tiempo le había parecido odiosa porque hacía las cosas
reales, le resultaba ahora amable por esa misma razón. La fealdad era la única realidad. La trifulca
vulgar, el antro repugnante, la violencia brutal de una vida desordenada, la vileza misma del ladrón y del
fuera de la ley, tenían más vida, creaban una impresión de realidad más intensa que todas las elegantes
formas del Arte, que las sombras soñadoras de la Canción. Eran lo que necesitaba para alcanzar el olvido.
En el espacio de tres días quedaría libre.
De repente, el cochero se detuvo con un movimiento brusco al comienzo de una callejuela en sombras.
Sobre los bajos tejados, erizados de chimeneas, se alzaban las negras arboladuras de los barcos. Espirales
de niebla blanca se aferraban a las vergas como velas fantasmales.
-Está en algún sitio por estos alrededores, ¿no es cierto, señor? -preguntó el cochero con voz ronca a
través de la trampilla.
Dorian, sobresaltado, miró a su alrededor.
-Déjeme aquí -respondió y, después de apearse precipitadamente y de entregar el dinero prometido, se
alejó a toda prisa en dirección al muelle. Aquí y allá una linterna brillaba en la proa de algún gigantesco
barco mercante. La luz temblaba y se descomponía en los charcos. De un vapor a punto de partir que
avivaba el fuego para aumentar la presión de la caldera salía un resplandor rojo. El suelo resbaladizo
parecía un impermeable húmedo.
Dorian Gray apresuró el paso hacia la izquierda, volviendo la cabeza de cuando en cuando para
comprobar si alguien lo seguía. Siete u ocho minutos después llegó a una casita destartalada, encajonada
entre dos lúgubres fábricas. En una de las ventanas del piso superior brillaba una luz. Se detuvo ante la
puerta y llamó de una manera peculiar.
Al cabo de algún tiempo oyó pasos en el corredor y luego el deslizarse de un cerrojo. La puerta se
abrió sin ruido y Dorian Gray entró sin decir una sola palabra a la deforme criatura rechoncha que se
aplastó contra la pared en sombra para darle paso. Al final del vestíbulo colgaba una andrajosa cortina
verde, agitada y estremecida por el golpe de viento que siguió a Dorian Gray desde la calle. Apartándola,
penetró en una habitación alargada y de techo bajo que daba la impresión de haber sido en otro tiempo
una sala de baile de tercera categoría. Sobre las paredes ardían, sibilantes, mecheros de gas, cuya imagen,
apagada y deforme, reproducían otros tantos espejos, negros de manchas de moscas. Los reflectores
grasientos de estaño ondulado, colocados detrás, los convertían en temblorosos discos de luz. El suelo
estaba cubierto de serrín ocre, que, a fuerza de pisarlo, se había transformado en barro, manchado,
además, por oscuros redondeles de bebidas derramadas. Algunos malayos, acurrucados junto a una
pequeña estufa de carbón de leña, jugaban con fichas de hueso y enseñaban unos dientes muy blancos al
hablar. En un rincón, la cabeza escondida entre los brazos, un marinero se había derrumbado sobre una
mesa, y junto al bar chillonamente pintado, que ocupaba uno de los laterales de la habitación, dos
mujeres ojerosas se burlaban de un anciano que se sacudía las mangas de la chaqueta con expresión de
repugnancia.
-Cree que le atacan hormigas rojas -rió una de ellas cuando Dorian Gray pasó a su lado.
El anciano la miró aterrorizado y empezó a gemir.
Al fondo de la habitación, una escalerita conducía a una habitación oscura. Mientras Dorian se
apresuraba a ascender los tres desvencijados escalones, el denso olor del opio le asaltó. Respiró hondo y
las aletas de la nariz se le estremecieron de placer. Al entrar, un joven de lisos cabellos rubios que,
inclinado sobre una lámpara, encendía una larga pipa muy fina, miró en su dirección y le saludó,
titubeante, con una inclinación de cabeza.
-¿Tú aquí, Adrian? -murmuró Dorian.
-¿Dónde quieres que esté? -respondió el otro apáticamente-. Todos mis amigos me han retirado el
saludo. -Creía que habías dejado Inglaterra.
-Darlington no hará nada contra mí. Mi hermano acabó por pagar la deuda. George tampoco me dirige
la palabra... Me tiene sin cuidado -añadió con un suspiro-. Mientras esto no falte no se necesitan amigos.
Creo que tenía demasiados.
El rostro de Dorian Gray se crispó un instante; luego contempló las grotescas figuras que yacían sobre
los mugrientos colchones en extrañas posturas. Los miembros contorsionados, las bocas abiertas, las
miradas perdidas y los ojos vidriosos le fascinaban. Sabía en qué extraños paraísos se dedicaban al
sufrimiento y qué tristes infiernos les enseñaban el secreto de alguna nueva alegría. Eran más afortunados
que él, prisionero de sus pensamientos. La memoria, como una horrible enfermedad, le devoraba el alma.
De cuando en cuando le parecía ver los ojos de Basil Hallward que lo miraban. Comprendió, sin
embargo, que no podía quedarse allí. La presencia de Adrian Singleton le perturbaba. Quería estar en un
lugar donde nadie supiera quién era. Quería huir de sí mismo.
-Me voy al otro sitio -dijo, después de una pausa.
-¿En el muelle?
-Sí.
-Esa gata loca estará allí con toda seguridad. Aquí ya no la admiten.
Dorian se encogió de hombros.
-Estoy harto de mujeres que me quieren. Las mujeres que odian son mucho más interesantes. Además,
la mercancía es allí mejor.
-Más o menos la misma cosa.
-Yo la prefiero. Ven a beber algo. Necesito una copa.
-No quiero nada -murmuró el joven.
-Da lo mismo.
Adrian Singleton se levantó con aire cansado y siguió a Dorian Gray hasta el bar. Un mulato, con un
turbante hecho jirones y un largo abrigo mugriento, les obsequió con una mueca espantosa a manera de
saludo mientras colocaba ante ellos una botella de brandy y dos vasos. Las mujeres se acercaron y
empezaron a parlotear. Dorian les volvió la espalda y dijo algo en voz baja a su acompañante.
Una sonrisa tan retorcida como un cris malayo se paseó por el rostro de una de las mujeres.
-¡Qué orgullosos estamos esta noche! -fueron sus burlonas palabras.
-Por el amor de Dios, no me dirijas la palabra -exclamó Dorian, golpeando el suelo con el pie-. ¿Qué
es lo que quieres? ¿Dinero? Aquí lo tienes. Pero no vuelvas a dirigirme la palabra.
 
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belzebuth666
view post Posted on 20/10/2010, 20:11




En los ojos de la mujer, embrutecidos por el alcohol, aparecieron por un momento dos destellos rojos,
pero volvieron a apagarse enseguida, dejándolos otra vez muertos y vidriosos. Luego sacudió la cabeza y
con dedos avarientos recogió las monedas del mostrador. Su compañera la contempló con envidia.
-Es inútil -suspiró Adrian Singleton-. No tengo ganas de volver. ¿Qué más da? Estoy muy bien aquí.
-Me escribirás si necesitas algo, ¿de acuerdo? -dijo Dorian después de una pausa.
-Quizá.
-Buenas noches, entonces.
-Buenas noches -respondió el joven, volviendo a subir los escalones mientras se limpiaba la boca
reseca con un pañuelo.
Dorian se dirigió hacia la puerta con una expresión dolorida en el rostro. Cuando apartaba la cortina
verde, una risa espantosa salió de los labios pintados de la mujer que había recogido las monedas.
-¡Ahí va el protegido del diablo! -exclamó con voz ronca entre dos ataques de hipo.
-¡Maldita seas! -respondió Dorian-, ¡no me llames eso!
La mujer chasqueó los dedos.
-Príncipe azul es lo que te gusta que te llamen, ¿no es eso? -le gritó mientras salía.
El marinero adormilado se levantó de un salto al oír a la mujer, y miró con ojos enloquecidos a su
alrededor. El sonido de la puerta al cerrarse llegó hasta sus oídos, y salió precipitadamente, como en
persecución de alguien.
Dorian Gray avanzaba a buen paso por el muelle sin importarle la lluvia. Su encuentro con Adrian
Singleton le había emocionado extrañamente, y se preguntaba si aquel desastre era responsabilidad suya,
tal como Basil Hallward le había dicho de manera tan insultante. Se mordió los labios y por unos
instantes sus ojos se llenaron de tristeza. Aunque, después de todo, ¿a él qué más le daba? La vida es
demasiado corta para cargar con el peso de los errores ajenos. Cada persona gastaba su propia vida y
pagaba su precio por vivirla. Lo único lamentable era que por una sola falta hubiera que pagar tantas
veces. Que hubiera, efectivamente, que pagar y volver a pagar y seguir pagando. En sus tratos con los
seres humanos, el Destino nunca cerraba las cuentas.
Hay momentos, nos dicen los psicólogos, en los que la pasión por el pecado, o por lo que el mundo
llama pecado, domina hasta tal punto nuestro ser, que todas las fibras del cuerpo, al igual que las células
del cerebro, no son más que instinto con espantosos impulsos. En tales momentos hombres y mujeres
dejan de ser libres. Se dirigen hacia su terrible objetivo como autómatas. Pierden la capacidad de
elección, y la conciencia queda aplastada o, si vive, lo hace para llenar de fascinación la rebeldía y dar
encanto a la desobediencia. Cuando aquel espíritu poderoso, aquella perversa estrella de la mañana cayó
del cielo, lo hizo como rebelde.
Insensible, sin otra meta que el mal, contaminado el espíritu y el alma hambrienta de rebeldía, Dorian
Gray se apresuró, acelerando el paso a medida que avanzaba. Pero en el momento en que se desviaba con
el fin de penetrar por un pasaje oscuro que con frecuencia le había servido de atajo para llegar al lugar
adonde se dirigía, sintió que lo sujetaban por detrás y, antes de que tuviera tiempo para defenderse, se vio
arrojado contra el muro, con una mano brutal apretándole la garganta.
Luchó desesperadamente y, con un terrible esfuerzo, logró librarse de la creciente presión de los dedos.
Pero un segundo después oyó el chasquido de un revólver y vio el brillo de un cañón que le apuntaba
directamente a la cabeza, así como la silueta imprecisa del individuo bajo y robusto que le hacía frente.
-¿Qué quiere? -jadeó.
-Estese quieto -dijo el otro -. Si se mueve, disparo. -Ha perdido el juicio. ¿Qué tiene contra mí?
-Usted destrozó la vida de Sibyl Vane -fue la respuesta-. Y Sibyl Vane era mi hermana. Se suicidó. Lo
sé. Usted es el responsable. Juré matarlo. Llevo años buscándolo. No tenía ninguna pista ni el menor
rastro. Las dos personas que podían darme una descripción suya han muerto. Sólo sabía el nombre
cariñoso que Sibyl utilizaba. Hace un momento lo he oído por casualidad. Póngase a bien con Dios,
porque va a morir esta noche.
Dorian Gray se sintió enfermar de miedo.
-No sé de qué me habla -tartamudeó-. Nunca he oído ese nombre. Está usted loco.
-Más le vale confesar su pecado, porque va a morir, tan cierto como que me llamo James Vane.
Durante un terrible momento, Dorian no supo qué hacer ni qué decir.
-¡De rodillas! -gruñó su agresor-. Le doy un minuto para que se arrepienta, nada más. Me embarco
para la India, pero antes he de cumplir mi promesa. Un minuto. Eso es todo.
Dorian dejó caer los brazos. Paralizado por el terror, no sabía qué hacer. De repente sé le pasó por la
cabeza una loca esperanza.
-Espere -exclamó-. ¿Cuánto hace que murió su hermana? ¡Deprisa, dígamelo!
-Dieciocho años -respondió el marinero-. ¿Por qué me lo pregunta? ¿Qué importancia tiene?
-Dieciocho años -rió Dorian Gray, con acento triunfal en la voz-. ¡Dieciocho años! ¡Lléveme bajo la
luz y míreme la cara!
James Vane vaciló un momento, sin entender de qué se trataba. Luego sujetó a Dorian Gray para
sacarlo de los soportales.
Si bien la luz, por la violencia del viento, era débil y temblorosa, le permitió de todos modos
comprobar el espantoso error que, al parecer, había cometido, porque el rostro de su víctima poseía todo
el frescor de la adolescencia, la pureza sin mancha de la juventud. Apenas parecía superar las veinte
primaveras; la edad que tenía su hermana, si es que llegaba, cuando él se embarcó por vez primera, hacía
ya tantos años. Sin duda no era aquél el hombre que había destrozado la vida de Sibyl.
James Vane aflojó la presión de la mano y dio un paso atrás.
-¡Dios mío! -exclamó-. ¡Y me disponía a matarlo! Dorian Gray respiró hondamente.
-Ha estado usted a punto de cometer una terrible equivocación -dijo, mirándolo con severidad-. Que le
sirva de escarmiento para no tomarse la justicia por s u mano.
-Perdóneme -murmuró el otro -. Estaba equivocado. Una palabra oída en ese maldito antro ha hecho
que me confundiera.
-Será mejor que vuelva a casa y abandone esa arma. De lo contrario, tendrá problemas -dijo Dorian
Gray, dándose la vuelta y alejándo se lentamente calle abajo.
James Vane, horrorizado, inmóvil en mitad de la calzada, empezó a temblar de pies a cabeza. Poco
después, una sombra oscura que se había ido acercando sigilosamente pegada a la pared, salió a la luz y
se le acercó con pasos furtivos. El marinero sintió una mano en el brazo y se volvió a mirar sobresaltado.
Era una de las mujeres que bebían en el bar.
-¿Por qué no lo has matado? -le susurró, acercando mucho el rostro ojeroso al de James-. Me di cuenta
de que lo seguías cuando salis te corriendo de casa de Daly. ¡Pobre imbécil! Tendrías que haberlo matado.
Tiene mucho dinero y es lo peor de lo peor.
-No es el hombre que busco -respondió James Vane-, y no me interesa el dinero de nadie. Quiero una
vida. Quien yo busco anda cerca de los cuarenta. Ese que he dejado ir es poco más que un niño. Gracias a
Dios no me he manchado las manos con su sangre.
La mujer dejó escapar una risa amarga.
-¡Poco más que un niño! -repitió con voz burlona-. Pobrecito mío, hace casi dieciocho años que el
Príncipe Azul hizo de mí lo que soy.
-¡Mientes! -exclamó el marinero.
La mujer levantó los brazos al cielo.
-¡Juro ante Dios que te digo la verdad! -exclamó.
-¿Ante Dios?
-Que me quede muda si no es cierto. Es el peor de toda la canalla que viene por aquí. Dicen que vendió
el alma al diablo por una cara bonita. Hace casi dieciocho años que lo conozco. No ha cambiado mucho
desde entonces. Yo, en cambio, sí -añadió con una horrible mueca.
-¿Me juras que es cierto?
-Lo juro -las dos palabras salieron como un eco ronco de su boca hundida-. Pero no le digas que lo he
denunciado -gimió-. Le tengo miedo. Dame algo para pagarme una cama esta noche.
James Vane se apartó de ella con una imprecación y corrió hasta la esquina de la calle, pero Dorian
Gray había desaparec ido. Cuando volvió la vista, tampoco encontró a la mujer.
 
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astaroth1
view post Posted on 20/10/2010, 20:26




Capítulo 17

Una semana después, Dorian Gray, en el invernadero de Selby Royal, hablaba con la duquesa de
Monmouth, una mujer muy hermosa que, junto con su marido, sexagenario de aspecto fatigado, figuraba
entre sus invitados. Era la hora del té y, sobre la mesa, la suave luz de la gran lámpara cubierta de encaje
iluminaba la delicada porcelana y la plata repujada del servicio. La duquesa hacía los honores: sus manos
blancas se movían armoniosamente entre las tazas, y sus encendidos labios sensuales sonreían
escuchando las palabras que Dorian le susurraba al oído. Lord Henry, recostado en un sillón de mimbre
cubierto con un paño de seda, los contemplaba. Sentada en un diván color melocotón, lady Narborough
fingía escuchar la descripción que le hacía el duque del último escarabajo brasileño que acababa de
añadir a su colección. Tres jóvenes elegantemente vestidos de esmoquin ofrecían pastas para el té a
algunas de las señoras. Los invitados formaban un grupo de doce personas, y se esperaba que llegaran
algunos más al día siguiente.
-¿De qué estáis hablando? -preguntó lord Henry, acercándose a la mesa y dejando la taza -. Confío en
que Dorian te haya hablado de mi plan para rebautizarlo todo, Gladys. Es una idea deliciosa.
-Pero yo no quiero cambiar de nombre, Harry -replicó la duquesa, obsequiándole con una maravillosa
mirada de reproche-. Me gusta mucho el que tengo, y estoy seguro de que al señor Gray también le
satisface el suyo.
-Mi querida Gladys, no os cambiaría el nombre por nada del mundo a ninguno de los dos. Ambos son
perfectos. Pensaba sobre todo en las flores. Ayer corté una orquídea para ponérmela en el ojal. Era una
pequeña maravilla jaspeada, tan eficaz como los siete pecados capitales. En un momento de
inconsciencia le pregunté a uno de los jardineros cómo se llamaba. Me dijo que era un hermoso ejemplar
de Robinsoniana o algún otro espanto parecido. Es una triste verdad, pero hemos perdido la capacidad de
poner nombres agradables a las cosas. Los nombres lo son todo. Nunca me quejo de las acciones, sólo de
las palabras. Ése es el motivo de que aborrezca el realismo vulgar en literatura. A la persona capaz de
llamar pala a una pala se la debería forzar a usarla. Es la única cosa para la que sirve.
-Y a ti, Harry, ¿cómo deberíamos llamarte? -preguntó la duquesa.
-Se llama Príncipe Paradoja -dijo Dorian.
-¡No cabe duda de que es él! -exclamó la duquesa.
-De ninguna de las maneras -rió lord Henry, dejándose caer en una silla-. ¡No hay forma de escapar a
una etiqueta! Rechazo ese título.
-La realeza no debe abdicar -fue la advertencia que lanzaron unos hermosos labios.
-¿Deseas, entonces, que defienda mi trono?
-Sí.
-Ofrezco las verdades de mañana.
-Prefiero las equivocaciones de hoy -respondió ella. -Me desarmas, Gladys -exclamó lord Henry,
advirtiendo lo obstinado de su actitud.
-De tu escudo, pero no de tu lanza.
-Nunca arremeto contra la belleza -dijo él, haciendo un gesto de sumisión con la mano.
-Ése es tu error, Harry, créeme. Valoras demasiado la belleza.
-¿Cómo puedes decir eso? Reconozco que, en mi opinión, es mejor ser hermoso que bueno. Pero, por
otra parte, nadie está más dispuesto que yo a admitir que es mejor ser bueno que feo.
-En ese caso, ¿la fealdad es uno de los siete pecados capitales? -exclamó la duquesa-. ¿Y qué sucede
con tu metáfora sobre la orquídea?
-La fealdad es una de las siete virtudes capitales, Gladys. Tú, como buena tory, no debes subestimarlas.
La cerveza, la Biblia y las siete virtudes capitales han hecho de nuestra Inglaterra lo que es.
-¿Quiere eso decir que no te gusta tu país? -preguntó la duquesa.
-Vivo en él.
-Para poder censurarlo mejor.
-¿Prefieres que acepte el veredicto de Europa? -quiso saber lord Henry.
-¿Qué dicen de nosotros?
-Que Tartufo ha emigrado a Inglaterra y ha abierto una tienda.
-¿Es eso de tu cosecha, Harry?
-Te lo regalo.
-No podría utilizarlo. Es demasiado cierto.
-No tienes por qué asustarte. Nuestros compatriotas nunca reconocen una descripción.
-Son gente práctica.
-Son más astutos que prácticos. A la hora de la contabilidad, compensan estupidez con riqueza y vicio
con hipocresía.
-Hemos hecho grandes cosas, de todos modos.
-Grandes cosas se nos han venido encima, Gladys.
-Hemos cargado con su peso.
-Sólo hasta el edificio de la Bolsa.
La duquesa movió la cabeza.
-Creo en la raza -exclamó.
-La raza representa el triunfo de los arribistas.
-Eso significa progreso.
-La decadencia me fascina más.
-¿Y dónde dejas el arte? -preguntó ella.
-Es una enfermedad.
-¿El amor?
-Una ilusión.
-¿La religión?
-El sucedáneo elegante de la fe.
-Eres un escéptico.
-¡Jamás! El escepticismo es el comienzo de la fe.
-¿Qué eres entonces?
-Definir es limitar.
-Dame una pista.
-Los hilos se rompen. Te perderías en el laberinto.
-Me desconciertas. Hablemos de otras personas.
-Nuestro anfitrión es un tema inmejorable. Hace años le pusieron el nombre de Príncipe Azul.
-¡Ah! No me lo recuerdes -exclamó Dorian Gray.
-Nuestro anfitrión no está hoy demasiado amable -respondió la duquesa, ruborizándose-. En mi
opinión, cree que Monmouth se casó conmigo por razones puramente científicas, por ser el mejor
ejemplar disponible de la mariposa moderna.
-Espero que no la retenga clavándole alfileres, duquesa -rió Dorian.
-Eso ya lo hace mi doncella, señor Gray, cuando está enfadada conmigo.
-Y, ¿qué motivos tiene para enfadarse con usted, duquesa?
-Las cosas más triviales, señor Gray, se lo aseguro. De ordinario me presento a las nueve menos diez y
le digo que debo estar vestida para las ocho y media.
-¡Qué poco razonable por su parte! Debería usted despedirla.
-No me atrevo, señor Gray. Inventa sombreros para mí, sin ir más lejos. ¿Recuerda el que me puse para
la fiesta al aire libre de lady Hilstone? Claro que no, pero es usted muy amable fingiendo lo contrario.
Bien: me lo hizo ella de nada. Todos los buenos sombreros están hechos de nada.
-Como todas las buenas reputaciones, Gladys -le interrumpió lord Henry-. Cada efecto que uno
produce le crea un enemigo. Para conseguir la popularidad hay que ser mediocre.
-No en el caso de las mujeres -dijo la duquesa agitando la cabeza -; y las mujeres gobiernan el mundo.
Te aseguro que no soportan a los mediocres. Nosotras las mujeres, como dice alguien, amamos con los
oídos, igual que vosotros, los hombres, amáis con los ojos, si es que amáis alguna vez.
-Yo diría que apenas hacemos otra cosa -murmuró Dorian.
-En ese caso, señor Gray, usted nunca ama de verdad -dijo la duquesa con fingida tristeza.
-¡Mi querida Gladys! -exclamó lord Henry -. ¿Cómo puedes decir eso? El sentimiento romántico se
alimenta de la repetición, y la repetición convierte un apetito en arte. Además, cada vez que se ama es la
única vez que se ha amado nunca. La diversidad del objeto no altera la unicidad de la pasión. Tan sólo la
intensifica. En el mejor de los casos, sólo podemos tener una experiencia en la vida, y el secreto es
reproducirla con la mayor frecuencia posible.
-¿Incluso cuando se ha quedado herido por ella, Harry? -preguntó la duquesa después de una pausa. -
Sobre todo cuando uno ha quedado herido -respondió lord Henry.
La duquesa se volvió a mirar a Dorian Gray con una curiosa expresión en los ojos.
-¿Qué dice usted a eso, señor Gray? -quiso saber. Dorian vaciló un momento. Luego echó la cabeza
hacia atrás y rió.
-Siempre estoy de acuerdo con Harry, duquesa. -¿Incluso cuando se equivoca?
-Harry nunca se equivoca, duquesa.
-Y, ¿le hace feliz su filosofía?
-La felicidad no ha sido nunca mi objetivo. ¿Quién quiere felicidad? Siempre he buscado el placer.
-¿Y lo ha encontrado, señor Gray?
-Con frecuencia. Con demasiada frecuencia.
La duquesa suspiró.
-Mi objetivo es la paz -dijo-. Y si no me marcho y me visto no tendré ninguna esta noche.
-Permítame traerle unas orquídeas, duquesa -exclamó Dorian, poniéndose en pie y alejándose hacia el
fondo del invernadero.
-Coqueteas desaforadamente con él -le dijo lord Henry a su prima -. Te aconsejo prudencia. Es una
criatura fascinante.
-Si no lo fuera, no habría lucha.
-¿Se trata entonces de un griego contra otro?
-Yo estoy de parte de los troyanos. Lucharon por una mujer.
-Fueron derrotados.
-Hay cosas peores que ser capturado -respondió ella.
-Te lanzas al galope y sueltas las riendas.
-La velocidad es vida -fue su respuesta.
-Lo anotaré esta noche en mi diario.
-¿Qué anotarás?
-Que a un niño con quemaduras le gusta el fuego.
-Ni siquiera me he chamuscado. Tengo las alas intactas.
-Las usas para todo menos para volar.
-El valor ha pasado de los hombres a las mujeres. Es una nueva experiencia para nosotras.
-Tienes una rival. -¿Quién?
Su primo se echó a reír.
-Lady Narborough-susurró-. Lo adora.
-Me llenas de aprensión. Las románticas no podemos competir con el atractivo de la Antigüedad.
-¡Románticas! Empleáis todos los métodos de la ciencia.
-Los hombres nos han educado.
-Pero no os han explicado.
-Describe alas mujeres -fue su desafío.
-Esfinges sin secretos.
Lo miró, sonriendo.
-¡Cuánto tarda el señor Gray! -dijo-. Vayamos a ayudarle. No le he dicho el color de mi vestido.
-¡Ah! tendrás que elegir el vestido de acuerdo con sus flores, Gladys.
-Eso sería una rendición prematura.
-El arte romántico empieza en el momento culminante.
-He de reservarme una posibilidad de retirada.
-¿A la manera de los partos?
-Encontraron la salvación en el desierto. Eso no está a mi alcance.
-A las mujeres no siempre se les permite escoger -respondió lord Henry.
Pero apenas terminada la frase, del extremo más alejado del invernadero llegó un gemido ahogado,
seguido del ruido sordo de una caída. Todo el mundo se sobresaltó. La duquesa permaneció inmóvil,
horrorizada. Y lord Henry, el miedo en los ojos, corrió entre palmeras agitadas hasta encontrar a Dorian
Gray tumbado boca abajo sobre el suelo enlosado, víctima de un desvanecimiento semejante a la muerte.
Se le transportó al instante al salón azul, colocándolo sobre uno de los sofás. Poco después recobró el
conocimiento y miró a su alrededor con aire desconcertado.
-¿Qué ha sucedido? -preguntó-. ¡Ah! Ya recuerdo. ¿Estoy a salvo aquí, Harry? -y empezó a temblar.
-Mi querido Dorian -respondió lord Henry-, no has hecho más que des mayarte. Eso ha sido todo.
Debes de haberte fatigado más de la cuenta. Será mejor que no bajes a cenar. Yo haré tus veces.
-No; bajaré -dijo, poniéndose en pie con algún esfuerzo-. Prefiero hacerlo. No debo quedarme solo.
Fue a su habitación para vestirse. Cuando se sentó a la mesa, había en su actitud una extraña alegría
temeraria, aunque, de cuando en cuando, le recorría un estremecimiento al recordar que, aplastado, como
un pañuelo blanco, contra el cristal del invernadero, había visto el rostro de James Vane que lo vigilaba.
 
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astaroth1
view post Posted on 21/10/2010, 08:33




Capítulo 18

Al día siguiente Dorian Gray no salió de la casa y, de hecho, pasó la mayor parte del tiempo en su
habitación, presa de un loco miedo a morir y, sin embargo, indiferente a la vida. El convencimiento de
ser perseguido, de que se le tendían trampas, de estar acorralado, empezaba a dominarlo. Si el viento
agitaba ligeramente los tapices, se echaba a temblar. Las hojas secas arrojadas contra las vidrieras le
parecían la imagen de sus resoluciones abandonadas y de sus vanos remordimientos. Cuando cerraba los
ojos, veía de nuevo el rostro del marinero mirando a través del cristal empañado por la niebla, y creía
sentir una vez más cómo el horror le oprimía el corazón.
Aunque quizás sólo su imaginación hubiera hecho surgir la venganza de la noche, colocando ante sus
ojos las formas horribles del castigo. La vida real era caótica, pero la imaginación seguía una lógica
terrible. La imaginación enviaba al remordimiento tras las huellas del pecado. La imaginación hacía que
cada delito concibiera su monstruosa progenie. En el universo ordinario de los hechos no se castigaba a
los malvados ni se recompensaba a los buenos. El éxito correspondía a los fuertes y el fracaso recaía
sobre los débiles. Eso era todo. Además, si algún desconocido hubiera merodeado por los alrededores de
la casa, los criados o los guardas lo hubieran visto. Si se hubieran encontrado huellas en los arriates, los
jardineros habrían informado de ello. Sin duda se trataba sólo de su imaginación. El hermano de Sibyl
Vane no había venido hasta Selby Royal para matarlo. Se había hecho a la mar en su barco para irse
finalmente a pique en algún mar invernal. De él, al menos, nada tenía que temer. Aquel pobre
desgraciado ni siquiera sabía quién era, no podía saber quién era. La máscara de la juventud lo había
salvado.
Pero si sólo había sido una ilusión, ¡qué terrible pensar que la conciencia pudiera engendrar fantasmas
tan temerosos, dándoles forma visible, haciendo que se movieran como seres reales! ¿Qué clase de vida
sería la suya si, de día y de noche, sombras de su crimen le observaban desde rincones silenciosos, se
burlaban de él desde lugares secretos, le susurraban al oído en medio de un banquete, lo despertaban con
dedos helados mientras dormía? Al presentársele aquella idea en el cerebro, palideció de terror y tuvo la
impresión de que el aire se había enfriado de repente. ¡En qué espantosa hora de locura había asesinado a
su amigo! ¡Qué atroz el simple recuerdo de la escena! Volvía a verlo todo. Cada odioso detalle se le
aparecía con renovado horror. De la negra caverna del tiempo, terrible y envuelva en escarlata, se alzaba
la imagen de su pecado. Cuando lord Henry se presentó a las seis en punto, lo encontró llorando como
alguien a quien está a punto de rompérsele el corazón.
Tan sólo al tercer día se aventuró a salir. Había algo en el aire límpido de aquella mañana de invierno,
en la que flotaba el aroma de los pinos, que pareció devolverle la alegría y el ansia de vivir. Pero no sólo
las condiciones exteriores habían provocado el cambio. Su propia naturaleza se rebelaba contra el exceso
de angustia que había tratado de alterar, de mutilar, su serenidad perfecta. Siempre es así con
temperamentos sutiles y delicados. Sus pasiones ardientes hieren o ceden. Matan o mueren. Los
sufrimientos y los amores superficiales viven largamente. A los grandes amores y sufrimientos los
destruye su propia plenitud. Dorian Gray estaba convencido además de haber sido víctima de una
imaginación aterrorizada, y veía ya los temores de ayer con un poco de compasión y una buena dosis de
desprecio.
Después del desayuno paseó con la duquesa por el jardín durante una hora, y luego atravesó el parque
en coche para reunirse con la partida de caza. La escarcha matinal recubría la hierba como un manto de
sal. El cielo era una copa invertida de metal azul. Una delgada capa de hielo bordeaba el lago inmóvil
donde crecían los juncos.
En el límite del pinar reconoció a sir Geoffrey Clouston, el hermano de la duquesa, que expulsaba dos
cartuchos vacíos de su escopeta de caza. Apeándose del vehículo, después de decirle al palafrenero que
regresara con la yegua, se abrió camino hacia su invitado entre los helechos secos y la espesa maleza.
-¿Buena caza, Geoffrey? -preguntó.
-No demasiado buena, Dorian. Me pare ce que la mayoría de las aves han salido ya a cielo abierto.
Espero que tengamos más suerte después del almuerzo, cuando iniciemos otra batida.
Dorian caminó a su lado. El aire intensamente aromático, los resplandores marrones y rojos que
aparecían momentáneamente en el pinar, los gritos roncos de los ojeadores que resonaban de cuando en
cuando y el ruido seco de las detonaciones que los seguían eran para él motivo de fascinación, y lo
llenaban de un delicioso sentimiento de libertad. Le dominaba la despreocupación de la felicidad, la
suprema indiferencia de la alegría.
De repente, de una espesa mata de hierbas amarillentas, a unos veinte metros de donde ellos se
encontraban, erguidas las orejas de puntas negras, avanzando a saltos sobre sus largas patas traseras, salió
una liebre, que se dirigió de inmediato hacia un grupo de alisos. Sir Geoffrey se llevó la escopeta al
hombro, pero algo en los ágiles movimientos del animal cautivó extrañamente a Dorian Gray, quien gritó
de inmediato:
-¡No dispares, Geoffrey! Déjala vivir.
-¡Qué absurdo, Dorian! -rió Clouston, disparando cuando la liebre entraba de un salto en la espesura.
Se, oyeron dos gritos: el de la liebre herida de muerte, que es terrible, y el de un ser humano agonizante,
que es todavía peor.
-¡Cielo santo! ¡He alcanzado a un ojeador! -exclamó sir Geoffrey-. ¡Qué estupidez ponerse delante de
las escopetas! ¡Dejen de disparar! -gritó con todas sus fuerzas-. Hay un herido.
El guarda mayor llegó corriendo con un bastón en la mano.
-¿Dónde, señor? ¿Dónde está? -gritó. Al mismo tiempo cesó el fuego en toda la línea.
-Ahí -respondió muy irritado sir Geoffrey, acercándose al bosquecillo-. ¿Por qué demonios no controla
a sus hombres? Me han echado a perder toda una jornada de caza.
Dorian los contempló mientras penetraban en el alisal, apartando las delgadas ramas flexibles. Al
verlos reaparecer a los pocos momentos, arrastrando un cuerpo sin vida que llevaron hasta el sol, se dio
la vuelta horrorizado. Le pareció que las desgracias lo seguían dondequiera que iba. Oyó preguntar a sir
Geoffrey si aquel hombre estaba realmente muerto, y la respuesta afirmativa del guarda mayor. Tuvo de
pronto la impresión de que el bosque se había llenado de rostros. Oía los pasos de miles de pies y un
murmullo confuso de voces. Un gran faisán de pecho cobrizo pasó aleteando entre las ramas más altas.
Después de unos momentos que fueron para él, dada la agitación de su espíritu, como interminables
horas de dolor, sintió que una mano se posaba en su hombro. Sobresaltado, volvió la vis ta.
-Dorian -dijo lord Henry -. Será mejor decirles que por hoy se ha terminado la caza. No parecería bien
seguir adelante.
-Me gustaría detenerla para siempre, Harry -respondió amargamente-. Todo es horrible y cruel.
¿Está...?
No pudo terminar la frase.
-Mucho me temo -replicó lord Henry -. La descarga le alcanzó de lleno en el pecho. Debe de haber
muerto de manera casi instantánea. Ven; volvamos a casa.
Echaron a andar, uno al lado del otro, en dirección al paseo, y recorrieron casi cincuenta metros sin
hablar. Luego Dorian miró a lord Henry y dijo, con un hondo suspiro:
-Es un mal presagio, Harry; un pésimo presagio.
-¿A qué te refieres? -preguntó lord Henry-. Ah, hablas del accidente, imagino. Pero, ¿quién podía
preverlo? La culpa ha sido suya. ¿Qué hacía por delante de la línea de fuego? En cualquier caso no es
asunto nuestro. Molesto para Geoffrey, sin duda. No está bien visto agujerear ojeadores. Hace pensar a la
gente que uno no sabe dónde tira. Y Geoffrey lo sabe perfectamente; donde pone el ojo pone la bala.
Pero no sirve de nada hablar de este asunto.
Dorian hizo un gesto negativo con la cabeza.
-Es un mal presagio, Harry. Siento como si algo horrible nos fuese a suceder a alguno de nosotros. A
mí, tal vez -añadió, pasándose las manos por los ojos, con un gesto de dolor.
Su amigo de más edad se echó a reír.
-Lo único horrible en el mundo es el ennui, Dorian. Ése es el único pecado que no tiene perdón. Pero
no es probable que lo padezcamos, a no ser que nuestros amigos sigan hablando durante la cena de lo
sucedido. He de decirles que es un tema tabú. En cuanto a presagios, no existe nada semejante. El destino
no nos envía heraldos. Es demasiado prudente o demasiado cruel para eso. Además, ¿qué demonios
podría sucederte? Tienes todo lo que un hombre puede desear. Cualquiera se cambiaría por ti.
-No hay nadie con quien yo no estaría dispuesto a cambiarme, Harry. No te rías así. Te estoy diciendo
la verdad. Ese pobre campesino que acaba de morir es más afortunado que yo. No le tengo miedo a la
muerte. Es su forma de llegar lo que me aterroriza. Sus alas monstruosas parecen girar en el aire plomizo
a mi alrededor. ¡Dios del cielo! ¿No has visto a un hombre moviéndose detrás de aquellos árboles, un
individuo que me vigila, que me está esperando?
Lord Henry miró en la dirección que señalaba la temblorosa mano enguantada.
-Sí -dijo sonriendo-; veo un jardinero que te espera. Imagino que desea preguntarte qué flores quieres
esta noche en la mesa. ¡Qué increíblemente nervioso estás, mi querido amigo! Has de ir a ver a mi
médico cuando vuelvas a Londres.
 
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belzebuth666
view post Posted on 21/10/2010, 08:43




Dorian dejó escapar un suspiro de alivio al ver acercarse al jardinero, quien, llevándose la mano al
sombrero, miró un momento a lord Henry, como dubitativo, y luego sacó una carta, que entregó a su
amo.
-Su gracia me ha dicho que esperase la respuesta -murmuró.
Dorian se guardó la carta en el bolsillo.
-Dígale a su gracia que llegaré enseguida -respondió con frialdad. El mensajero se dio la vuelta,
regresando rápidamente hacia la casa.
-¡Cuánto les gusta a las mujeres hacer cosas peligrosas! -rió lord Henry -. Es una de las cualidades que
más admiro en ellas. Una mujer puede coquetear con cualquiera con tal de que haya otras personas
mirando.
-¡Cuánto te gusta decir cosas peligrosas, Harry! En este caso te equivocas por completo. Me gusta
mucho la duquesa, pero no estoy enamorado de ella.
-Y la duquesa te quiere más de lo que le gustas, de manera que estáis perfectamente emparejados.
-¡Eso es difamación, Harry, y nunca hay motivo alguno para la difamación!
-El fundamento de toda difamación es una certeza inmoral -dijo lord Henry encendiendo un cigarrillo.
-Sacrificarías a cualquiera por un epigrama.
-El mundo camina hacia el ara por decisión propia -fue la respuesta.
-Me gustaría ser capaz de amar -exclamó Dorian Gray con una nota de profundo patetismo en la voz-.
Pero se diría que he perdido la pasión y olvidado el deseo. Estoy demasiado centrado en mí mismo. Mi
personalidad se ha convertido en una carga. Quiero escapar, alejarme, olvidar. Ha sido una tontería
volver aquí. Creo que voy a telegrafiar a Harvey para que prepare el yate. En el yate estaré a salvo.
-¿A salvo de qué, Dorian? Tienes algún problema. ¿Por qué no me dices de qué se trata? Sabes que te
ayudaría. -No te lo puedo decir, Harry-respondió con tristeza-. Y supongo que sólo se trata de mi
imaginación. Ese desgraciado accidente me ha trastornado. Tengo un horrible presentimiento de que algo
parecido puede sucederme a mí.
-¡Qué absurdo!
-Espero que tengas razón, pero así es como lo siento. ¡Ah! Ahí está la duquesa, que parece Artemisa en
traje sastre. Ya ve que estamos de regreso, duquesa.
-Me han informado de todo, señor Gray -respondió ella-. El pobre Geoffrey está terriblemente
afectado. Y al parecer usted le había pedido que no disparase contra la liebre. ¡Qué curioso!
-Sí; muy curioso. No sé qué fue lo que me empujó a decirlo. Un impulso repentino, supongo. Me
pareció una bestiecilla encantadora. Siento que le hayan hablado del ojeador. Es una cosa lamentable.
-Es un tema molesto -intervino lord Henry -. Carece de valor psicológico. En cambio, si Geoffrey lo
hubiera hecho aposta, ¡qué interesante sería! Me gustaría conocer a un verdadero asesino.
-¡Qué desagradable eres, Harry! -exclamó la duquesa-. ¿No le parece, señor Gray? Harry, el señor
Gray vuelve a no encontrarse bien. Me parece que se va a desmayar. Dorian hizo un esfuerzo para
reponerse y sonrió.
-No es nada, duquesa -murmuró-; tan sólo que estoy muy nervioso. Nada más que eso. Me temo que he
caminado demasiado esta mañana. No he oído lo que ha dicho Harry. ¿Algo muy inconveniente? Me lo
tendrá que contar en otra ocasión. Creo que voy a ir a tumbarme un rato. Me disculpará usted, ¿no es
cierto?
Habían llegado ya a la gran escalera que llevaba desde el invernadero hasta la terraza. Mientras la
puerta de cristal se cerraba detrás de Dorian, lord Henry se volvió y miró a su prima con ojos lánguidos.
-¿Estás muy enamorada de él? -preguntó.
La duquesa tardó algún tiempo en contestar, contemplando, inmóvil, el paisaje.
-Me gustaría saberlo -dijo, finalmente.
Lord Henry movió la cabeza.
-Saberlo sería fatal. Es la incertidumbre lo que nos atrae. Un poco de niebla mejora mucho las cosas.
-Se puede perder el camino.
-Todos los caminos llevan al mismo sitio, mi querida Gladys.
-¿Que es...?
-La desilusión.
-Fue mi debut en la vida -suspiró la duquesa.
-Pero llegó con la corona ducal.
-Estoy harta de hojas de fresa.
-Te sientan bien.
-Sólo en público.
-Las echarías de menos -dijo lord Henry.
-No renunciaría ni a un pétalo.
-Monmouth tiene oídos.
-Los ancianos son duros de oído.
-¿No ha tenido nunca celos?
-Ojalá los hubiera tenido.
Lord Henry miró a su alrededor como si buscara algo.
-¿Qué estás buscando? -preguntó ella.
-El botón de tu florete -respondió él-. Se te acaba de caer.
La duquesa se echó a reír.
-Todavía me queda la máscara.
-Hace que tus ojos parezcan todavía más hermosos -fue su respuesta.
Su prima volvió a reír. Sus dientes brillaron como simientes blancas en un fruto escarlata.
En el piso alto, Dorian Gray estaba tumbado en un sofá de su cuarto, sintiendo vibrar de terror todas
las fibras de su cuerpo. De repente la vida se había convertido en un peso insoportable. La horrible
muerte del desdichado ojeador, derribado entre la maleza como un animal salvaje, le había parecido una
prefiguración de su propia muerte. Casi se había desmayado al oír la broma cínica que lord Henry había
lanzado al azar.
A las cinco llamó a su criado y le ordenó que le preparase una maleta para regresar a Londres en el
expreso de la noche, y que la berlina estuviera delante de la puerta a las ocho y media. Había decidido no
dormir una noche más en Selby Royal. Era un lugar de malos augurios. La muerte se paseaba por allí a la
luz del día. La hierba del bosque se había manchado de sangre.
Luego escribió una nota para lord Henry, diciéndole que regresaba a Londres para consultar a su
médico, y pidiéndole que distrajera a sus huéspedes durante su ausencia. Cuando la estaba metiendo en el
sobre, oyó llamar a la puerta, y su ayuda de cámara le informó de que el guarda mayor quería verlo.
Dorian Gray frunció el ceño y se mordió los labios. -Dígale que pase -murmuró, después de una breve
vacilación.
Tan pronto como entró su visitante, Dorian sacó de un cajón el talonario de cheques y lo abrió.
-Imagino, Thornton, que viene para hablarme del desafortunado accidente de esta mañana -dijo,
empuñando la pluma.
-Así es, señor -respondió el guardabosque.
-¿Estaba casado ese pobre infeliz? ¿Tenía personas a su cargo? -preguntó Dorian, con aire aburrido-. Si
es así, no quisiera que pasaran necesidades, y estoy dispuesto a enviarles la cantidad que usted considere
necesaria.
-No sabemos quién es, señor. Eso es lo que me he tomado la libertad de venir a decirle.
-¿No saben quién es? -preguntó Dorian distraídamente-. ¿Qué quiere decir? ¿No era uno de sus
hombres?
-No, señor. No lo había visto nunca. Parece un marinero, señor.
A Dorian Gray se le cayó la pluma de la mano, y tuvo la sensación de que el corazón dejaba de latirle.
-¿Un marinero? -exclamó-. ¿Ha dicho un marinero? -Sí, señor. Parece como si hubiera sido marinero o
algo parecido; tatuajes en los dos brazos y otras cosas por el estilo.
-¿Llevaba algo encima? -preguntó Dorian, inclinándose hacia adelante y mirando al guardabosque con
ojos llenos de sobresalto-. ¿Algo que nos permita saber su nombre?
-Algo de dinero, señor, no mucho, y un revólver de seis tiros. Nada que lo identifique. Aspecto de
persona decente, sin ser un caballero. Algo así como un marinero, creemos nosotros.
Dorian se puso en pie. Una imposible esperanza le rozó con su ala y se agarró a ella con frenesí.
-¿Dónde está el cadáver? -exclamó-. ¡Deprisa! He de verlo cuanto antes.
-En un establo vacío de la granja, señor. Nadie quiere tener una cosa así en su casa. Dicen que un
cadáver trae mala suerte.
-¡La granja! Vaya inmediatamente allí y espéreme. Diga a uno de los mozos de cuadra que me traiga el
caballo. No. No se preocupe. Iré yo al establo. Ahorraremos tiempo.
En menos de un cuarto de hora Dorian Gray galopaba por la gran avenida. Los árboles parecían
desfilar a ambos lados como un cortejo de fantasmas, y sombras extrañas se arrojaban furiosamente en su
camino. En una ocasión la yegua hizo un extraño ante un poste blanco y estuvo a punto de derribarlo.
Dorian le golpeó el cuello con la fusta. El animal se adentró en la oscuridad como una flecha. Sus cascos
hacían volar los guijarros.
Finalmente llegó a la granja y encontró a dos hombres ociosos en el patio. Dorian saltó de la silla y le
arrojó a uno de ellos las riendas. En el establo más distante parpadeaba una luz. Algo le dijo que allí se
hallaba el cadáver. Corrió hacia la puerta y puso la mano en el picaporte.
Luego se detuvo un momento, sintiendo que estaba a punto de hacer un descubrimiento que haría
renacer su vida o la destruiría. A continuación abrió la puerta de golpe y entró.
Sobre un montón de sacos vacíos, y en el rincón más alejado de la puerta, yacía el cadáver de un
hombre vestido con una camisa de tela basta y unos pantalones azules. Sobre el rostro le habían colocado
un pañuelo de lunares. Una vela de mala calidad, hundida en el cuello de una botella, chisporroteaba a su
lado.
Dorian Gray se estremeció. Sintió que no podía ser su mano la que retirase el pañuelo, y pidió a uno de
los gañanes que se acercara.
-Quítenle eso que tiene sobre la cara. Quiero verlo -dijo, agarrándose a la jamba de la puerta para no
caer.
Cuando el gañán hizo lo que le pedían, Dorian Gray se adelantó. De sus labios escapó un grito de
alegría. El hombre muerto entre la maleza era James Vane.
Permaneció allí unos minutos contemplando el cadáver. Luego regresó a la casa principal con los ojos
llenos de lágrimas, sabiendo que estaba, a salvo.
 
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astaroth1
view post Posted on 21/10/2010, 08:51




Capítulo 19

-No me digas que vas a ser bueno -exclamó lord Henry, sumergiendo los dedos en un cuenco de cobre
rojo lleno de agua de rosas-. Eres absolutamente perfecto. Haz el favor de no cambiar.
Dorian Gray movió la cabeza.
-No, Harry, no. He hecho demasiadas cosas horribles en mi vida. No voy a hacer ninguna más. Ayer
empecé con las buenas acciones.
-¿Dónde estuviste ayer?
-En el campo, Harry. Solo, en una humilde posada. -Mi querido muchacho -dijo lord Henry sonriendo-
, cualquiera puede ser bueno en el campo, donde no existen tentaciones. Ése es el motivo de que las
personas que no habitan en ciudades vivan todavía en estado de barbarie. La civilización no es algo que
se consiga fácilmente. Sólo hay dos maneras. O se es culto o se está corrompido. La gente del campo
carece de ocasiones para ambas cosas, de manera que sólo conocen el estancamiento. -Cultura y
corrupción -repitió Dorian-. Sé algo acerca de esas dos cosas. Ahora me parece terrible que vayan alguna
vez unidas. Porque tengo un nuevo ideal, Harry. Voy a cambiar. Creo que ya he cambiado.
-No me has contado cuál ha sido tu buena acción de ayer. ¿O fue más de una? -preguntó su
interlocutor, mientras vertía sobre su plato una pequeña pirámide carmesí de fresas maduras,
blanqueándolas luego con azúcar mediante una cuchara perforada en forma de concha.
-Te lo puedo contar a ti, Harry, aunque a nadie más. Renuncié a perjudicar a una persona. Parece
pretencioso, pero ya entiendes lo que quiero decir. Era muy hermosa, y extraordinariamente parecida a
Sibyl Vane. Creo que fue eso lo primero que me atrajo de ella. Te acuerdas de Sibyl, ¿no es cierto?
¡Cuánto tiempo parece que ha pasado! Hetty, por supuesto, no es una persona de nuestra posición, tan
sólo una chica de pueblo. Pero me había enamorado. Estoy completamente seguro de que la quería.
Durante todo este mes de mayo tan maravilloso que hemos disfrutado iba a verla dos o tres veces por
semana. Ayer se reunió conmigo en un huerto. Las flores de los manzanos le caían sobre el pelo y se reía
mucho. Íbamos a escaparnos juntos hoy por la mañana al amanecer. De repente decidí que no cambiara
por mi culpa.
-Imagino que la novedad de ese sentimiento te habrá proporcionado un estremecimiento de auténtico
placer -le interrumpió lord Henry -. Pero estoy en condiciones de contarte el final de tu idilio. Le diste
buenos consejos y le rompiste el corazón. Ése ha sido el comienzo de tu enmienda.
-¡Qué desagradable eres, Harry! No debes decir cosas tan espantosas. A Hetty no se le ha roto el
corazón. Lloró, por supuesto, y todo lo demás. Pero no ha perdido la honra. Puede vivir, como Perdita1,
en su jardín de menta y caléndulas.
1. La protagonista, junto con el príncipe Florisel, de El cuento de invierno, de Shakespeare.
-Y llorar por la infidelidad de Florisel -dijo lord Henry, riendo, mientras se inclinaba hacia atrás en la
silla-. Mi querido Dorian, tienes curiosas ideas de adolescente. ¿De verdad crees que esa muchacha se
contentará ahora con alguien de su posición? Imagino que algún día la casarán con un carretero mal
hablado o con un labrador chistoso. Y el hecho de haberte conocido, y de haberte amado, le permitirá
despreciar a su marido, lo que la hará perfectamente desgraciada. Desde el punto de vista de la moral, no
puedo decir que tu gran renuncia me impresione demasiado. Incluso como modesto principio es muy
poquita cosa. Además, ¿quién te dice que en este momento Hetty no flota en algún estanque iluminado
por las estrellas y rodeada de lirios, como Ofelia?
-¡Eres insoportable, Harry! Te burlas de todo y acto seguido imaginas las tragedias más espantosas.
Siento habértelo contado. Me tiene sin cuidado lo que digas. Sé que he actuado bien. ¡Pobre Hetty!
Cuando pasé a caballo esta mañana por delante de su granja, vi su rostro en la ventana, como un ramillete
de jazmines. Vamos a no hablar más de ello, y no trates de convencerme de que mi primera buena acción
en muchos años, el primer intento de autosacrificio de toda mi vida es en realidad otro pecado más.
Quiero ser mejor. Voy a ser mejor. Cuéntame algo sobre ti. ¿Qué está pasando en Londres? Hace días
que no voy por el club.
-La gente sigue hablando de la desaparición del pobre Basil.
-Yo pensaba que ya se habrían cansado después de tanto tiempo -exclamó Dorian, sirviéndose un poco
más de vino y frunciendo ligeramente el ceño.
-Mi querido muchacho, sólo llevan seis semanas hablando de ello, y el público británico necesita tres
meses para soportar la tensión mental que requiere un cambio de tema. De todos modos, ha tenido
bastante suerte en estos últimos tiempos. Primero fue el caso de mi divorcio y el suicidio de Alan
Campbell. Ahora se les ofrece la misteriosa desaparición de un artista. Scotland Yard sigue insistiendo en
que la persona con un abrigo gris que el nueve de noviembre tomó el tren de medianoche camino de
Francia era el pobre Basil, y la policía gala afirma que Hallward nunca llegó a París. Supongo que dentro
de un par de semanas se nos dirá que lo han visto en San Francisco. Es una cosa extraña, pero de todas
las personas que desaparecen acaba diciéndose que las han visto en San Francisco. Debe de ser una
ciudad encantadora, y posee todos los atractivos del mundo venidero.
-¿Qué crees tú que le ha sucedido a Basil? -preguntó Dorian, colocando la copa de borgoña a
contraluz, y preguntándose cómo era posible que hablara de aquel asunto con tanta calma.
-No tengo ni la más remota idea. Si Basil decide esconderse no es asunto mío. Si ha muerto, no quiero
pensar en él. La muerte es la única cosa que de verdad me aterra. La aborrezco.
-¿Por qué? -preguntó el más joven con tono cansado.
-Porque -respondió lord Henry, llevándose a la nariz una vinagrera dorada y aspirando el olor- en la
actualidad se puede sobrevivir a todo, pero no a eso. La muerte y la vulgaridad son los dos hechos del
siglo XIX que carecen de explicación. El café lo tomaremos en la sala de música, Dorian. Has de tocar a
Chopin en mi honor. El individuo con quien se escapó mi mujer tocaba Chopin de manera
verdaderamente exquisita. ¡Pobre Victoria! Le tenía mucho cariño. La casa se ha quedado muy sola sin
ella. Por supuesto la vida matrimonial no es más que una costumbre, una mala costumbre. Pero la verdad
es que lamentamos la pérdida incluso de nuestras peores costumbres. Quizá sean las que más
lamentamos. Son una parte demasiado esencial de nuestra personalidad.
Dorian no dijo nada, pero se levantó de la mesa y, pasando a la habitación vecina, se sentó ante el
piano y dejó que sus dedos se perdieran sobre el marfil blanco y negro de las teclas. Cuando trajeron el
café dejó de tocar y, volviéndose hacia lord Henry, dijo:
-Harry, ¿se te ha ocurrido pensar alguna vez que quizá Basil Hallward haya muerto asesinado?
Lord Henry bostezó.
-Basil era muy popular, y siempre llevaba un reloj Waterbury 1. ¿Por qué tendrían que haberlo
asesinado? No era lo bastante inteligente como para hacerse enemigos. Es cierto que poseía un gran
talento para la pintura. Pero una persona puede pintar como Velázquez y ser perfectamente aburrido.
Basil lo era. Sólo me interesó una vez, y fue cuando me dijo, hace años, que te adoraba locamente, y que
eras el motivo dominante de su arte.
1. Waterbury es una ciudad de Connecticut, famosa por entonces debido a los relojes baratos que
fabricaba.
 
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astaroth1
view post Posted on 21/10/2010, 09:13




-Yo le tenía mucho cariño -dijo Dorian con una nota de tristeza en la voz-. Pero, ¿no dice la gente que
lo han asesinado?
-Lo dicen algunos periódicos, pero a mí no me parece nada probable. Sé que hay lugares terribles en
Parí s, pero Basil no era el tipo de persona que va a esos sitios. No tenía curiosidad. Era su principal
defecto.
-¿Qué dirías, Harry, si te confesara que había asesinado a Basil? -dijo el más joven. Luego se lo quedó
mirando fijamente.
-Diría, mi querido amigo, que tratas de representar un papel que no te va en absoluto. Todo delito es
vulgar, de la misma manera que todo lo vulgar es delito. No está en tu naturaleza, Dorian, cometer un
asesinato. Siento herir tu vanidad diciéndolo, pero te aseguro que es verdad. El crimen pertenece en
exclusiva a las clases bajas. No se lo censuro ni por lo más remoto. Imagino que para ellos es como el
arte para nosotros, una manera de procurarse sensaciones extraordinarias.
-¿Una manera de procurarse sensaciones? ¿Crees, entonces, que una persona que una vez ha cometido
un asesinato podría reincidir en el mismo delito? No me digas que eso es cierto.
-Cualquier cosa se convierte en placer si se hace con suficiente frecuencia -exclamó lord Henry,
riendo-. Ése es uno de los secretos más importantes de la vida. Pero me parece, de todos modos, que el
asesinato es siempre una equivocación. Nunca se debe hacer nada de lo que no se pueda hablar después
de cenar. Pero vamos a olvidarnos del pobre Basil. Me gustaría poder creer que ha terminado de una
manera tan romántica como tú sugieres, pero no puedo. Mi opinión, más bien, es que se cayó en el Sena
desde la victoria de un autobús, y que el conductor echó tierra sobre el asunto para evitar el escándalo.
Sí; imagino que fue así como acabó. Lo veo tumbado de espaldas bajo esas aguas de color verde mate
con las pesadas barcazas pasándole por encima y con las algas enganchadas en el pelo. ¿Sabes? No creo
que hubiera hecho en el futuro nada que mereciera la pena. Durante los últimos diez años su pintura
había caído mucho.
Dorian dejó escapar un suspiro, y lord Henry cruzó la habitación y empezó a acariciar la cabeza de un
curioso loro de Java, un ave de gran tamaño y plumaje gris, cresta y cola rojas, que se mantenía en
equilibrio sobre una percha de bambú. Al tocarle aquellos dedos afilados, dejó caer la blanca espuma de
sus párpados arrugados sobre ojos semejantes a cristales negros, y empezó a mecerse.
-Sí -continuó lord Henry, volviéndose y sacando un pañuelo del bolsillo-, pintaba cada vez peor. Era
como si hubiera perdido algo. Probablemente un ideal. Cuando dejasteis de ser grandes amigos, Basil
dejó de ser un gran artista. ¿Qué fue lo que os separó? Imagino que te aburría soberanamente. Si es así,
nunca te lo perdonó. Es una costumbre que tienen las personas aburridas. Por cierto, ¿qué ha sido de
aquel maravilloso retrato que te hizo? No creo haber vuelto a verlo desde que lo terminó. ¡Sí, claro! Hace
años me dijiste, ahora lo recuerdo, que lo habías enviado a Selby y que se perdió o lo robaron por el
camino. ¿Nunca lo recuperaste? ¡Qué lástima! Era realmente una obra maestra. Recuerdo que quise
comprarlo. Ojalá lo hubiera hecho. Pertenecía al mejor periodo de Basil. Desde entonces, su obra ha
tenido esa mezcla curiosa de mala pintura y buenas intenciones que siempre da derecho a decir de
alguien que es un artista británico representativo. ¿No publicaste anuncios para intentar recuperarlo?
Deberías haberlo hecho.
-No lo recuerdo -dijo Dorian-. Supongo que lo hice. Pero lo cierto es que nunca me gustó de verdad.
Siento haber posado para él. Su recuerdo me resulta odioso. ¿Por qué hablas de aquel retrato? Siempre
me recordaba esos curiosos versos de alguna obra, creo que Hamlet... ¿cómo son, exactamente?

¿O eres como imagen de dolor,
como un rostro sin alma?


Sí: eso es lo que era.
Lord Henry se echó a reír.
-Si una persona trata la vida artísticamente, su cerebro es su alma -respondió, hundiéndose en un sillón.
Dorian Gray movió la cabeza y extrajo del piano algunos acordes melancólicos.
-«Imagen de dolor» -repitió-, «rostro sin alma».
Su amigo de más edad se recostó en el sillón y lo contempló con los ojos medio cerrados.
-Por cierto, Dorian -dijo, después de una pausa-, «¿y qué aprovecha al hombre»..., ¿cómo acaba
exactamente la cita?, «ganar todo el mundo y perder su alma?»2
2. San Marcos 16, 34. Traducción de Nácar y Colunga.
El piano dejó escapar una nota desafinada y Dorian Gray, sobresaltado, se volvió a mirar a lord Henry.
-¿Por qué me preguntas eso, Harry?
-Mi querido amigo -dijo lord Henry, alzando las cejas en un gesto de sorpresa-, te lo preguntaba
porque te creía capaz de darme una respuesta. Eso es todo. Cuando iba por el Parque este último
domingo, me encontré, cerca de Marble Arch, un grupito de gente mal vestida escuchando a un vulgar
predicador callejero. Cuando pasaba por delante, oí cómo aquel hombre le gritaba esa pregunta a su
público. Todo ello me pareció bastante dramático. En Londres abundan los efectos curiosos como ése.
Un domingo lluvioso, un vulgar cristiano con un impermeable, un círculo de blancos rostros enfermizos
bajo un techo desigual de paraguas goteantes, y una frase maravillosa lanzada al aire por unos labios
histéricos y una voz chillona..., estuvo bastante bien, a su manera: toda una sugerencia. Se me ocurrió
decirle al profeta que el Arte sí tiene un alma, pero no el ser humano. Mucho me temo, de todos modos,
que no me hubiera entendido.
-No digas eso, Harry. El alma es una terrible realidad. Se puede comprar y vender, y hasta hacer
trueques con ella. Se la puede envenenar o alcanzar la perfección. Todos y cada uno de nosotros tenemos
un alma. Lo sé muy bien.
-¿Estás seguro, Dorian?
-Completamente seguro.
-¡Ah! entonces tiene que ser una ilusión. Las cosas de las que uno está completamente seguro nunca
son verdad. Ésa es la fatalidad de la fe y la lección del romanticismo. ¡Qué aire más solemne! No te
pongas tan serio. ¿Qué tenemos tú y yo que ver con las supersticiones de nuestra época? No; nosotros
hemos renunciado a creer en el alma. Toca un nocturno para mí, Dorian, y, mientras tocas, dime, en voz
baja, cómo has hecho para conservar la juventud. Has de tener algún secreto. Sólo te llevo diez años,
pero tengo arrugas y estoy gastado y amarillo. Tú eres realmente admirable, Dorian. Nunca me has
parecido tan encantador como esta noche. Haces que recuerde el día en que te conocí. Eras bastante
impertinente, muy tímido y absolutamente extraordinario. Has cambiado, por supuesto, pero tu aspecto
no. Me gustaría que me dijeras tu secreto. Haría cualquier cosa para recuperar la juventud, excepto
ejercicio, levantarme pronto o ser respetable... ¡Juventud! No hay nada como la juventud. Es absurdo
hablar de la ignorancia de la juventud. Las únicas personas cuyas opiniones escucho con respeto son las
de personas mucho más jóvenes que yo. Parecen ir por delante de mí. La vida les ha revelado sus
maravillas más recientes. En cuanto a las personas de edad, siempre les llevo la contraria. Lo hago por
principio. Si les pides su opinión sobre algo que sucedió ayer, te dan con toda solemnidad las opiniones
que corrían en 1820, cuando la gente llevaba medias altas, creía en todo y no sabían absolutamente nada.
¡Qué hermoso es eso que estás tocando! Me pregunto si Chopin lo escribió en Mallorca, con el mar
llorando alrededor de la villa donde vivía, y con gotas de agua salada golpeando los cristales.
¡Maravillosamente romántico! ¡Es una bendición que todavía nos quede un arte no imitativo! No te
detengas. Esta noche necesito música. Me pareces el joven Apolo, y yo soy Marsias, escuchándote.
Tengo mis propios sufrimientos, Dorian, de los que ni siquiera tú estás enterado. La tragedia de la
ancianidad no es ser viejo, sino joven. A veces me sorprende mi propia sinceridad. ¡Ah, Dorian, qué feliz
eres! ¡Qué vida tan exquisita la tuya! Has bebido hasta saciarte de todos los placeres. Has saboreado las
uvas más maduras. Nada se te ha ocultado. Y todo ello no ha sido para ti más que unos compases
musicales. Nada te ha echado a perder. Sigues siendo el mismo.
-No soy el mismo, Harry.
-Sí que lo eres. Me pregunto cómo será el resto de tu vida. No la estropees con renunciaciones. En el
momento presente eres la perfección misma. No te hagas voluntariamente incompleto. No te falta nada.
No muevas la cabeza: sabes que es así. Además, Dorian, no te engañes. La vida no se gobierna ni con la
voluntad ni con la intención. La vida es una cuestión de nervios, de fibras, y de células lentamente
elaboradas en las que el pensamiento se esconde y la pasión tiene sus sueños. Quizá te imaginas que estás
a salvo y crees que eres fuerte. Pero un cambio casual de color en una habitación o en el color del cielo
matutino, un determinado perfume que te gustó en una ocasión y que te trae recuerdos sutiles, un verso
de un poema olvidado con el que te tropiezas de nuevo, una cadencia de una composición musical que
has dejado de tocar... Te aseguro, Dorian, que la vida depende de cosas como ésas. Browning escribe
acerca de ello en algún sitio, pero nuestros propios sentidos lo inventan para nosotros. Hay momentos en
los que el olor a lilas blancas me domina de repente, y tengo que vivir de nuevo el mes más extraño de
mi vida. Bien quisiera cambiarme contigo, Dorian. El mundo no se cansa de denunciarnos a los dos, pero
a ti siempre te ha rendido culto. Y siempre lo hará. Eres el prototipo de lo que busca esta época nuestra y
tiene miedo de haber encontrado. ¡Me alegro muchísimo de que nunca hayas hecho nada, de que nunca
hayas tallado una estatua, ni pintado un cuadro, ni producido nada distinto de tu persona! La vida ha sido
tu arte. Has hecho música de ti mismo. Tus días son tus sonetos.
Dorian se levantó del piano y se pasó la mano por el cabello.
-Sí; la vida me ha dado placeres exquisitos -murmuró-, pero voy a cambiar, Harry. Y no debes
hacerme esos elogios tan excesivos. No lo sabes todo. Creo que si lo supieras, también tú te alejarías de
mí. Ríes. No debieras hacerlo.
-¿Por qué has dejado de tocar, Dorian? Vuelve al piano y obséquiame otra vez con ese nocturno.
Contempla la enorme luna color de miel que cuelga en la oscuridad. Está esperando a que la encandiles,
y si tocas se acercará más a la tierra. ¿No quieres? Vayámonos entonces al club. Ha sido una velada
deliciosa y debemos acabarla de la misma manera. Hay alguien en el White que tiene un deseo inmenso
de conocerte: se trata del joven lord Poole, el hijo mayor de Bournemouth. Ya te ha copiado las corbatas,
y ahora me suplica que te lo presente. Es un muchacho encantador y me recuerda mucho a ti.
-Espero que no -dijo Dorian, con una expresión triste en los ojos-. Lo cierto es que esta noche estoy
cansado, Harry. No voy a ir al club. Son casi las once y quiero acostarme pronto.
-Quédate, por favor. Nunca habías tocado tan bien como esta noche. Había algo maravilloso en tu
estilo. Resultaba más expresivo que nunca.
-Eso se debe a que voy a ser bueno -respondió él, sonriendo-. Ya he cambiado un poco.
-Para mí no puedes cambiar -dijo lord Henry -. Tú y yo siempre seremos amigos.
-En una ocasión, sin embargo, me envenenaste con un libro. Eso no lo olvidaré. Harry, prométeme que
nunca le prestarás ese libro a nadie. Hace daño.
-Mi querido muchacho, es cierto que estás empezando a moralizar. Muy pronto saldrás por ahí como
los conversos y los evangelistas, poniendo a la gente en guardia contra todos los pecados de los que ya te
has cansado. Eres demasiado encantador para hacer una cosa así. Además, no sirve de nada. Tú y yo
somos lo que somos, y seremos lo que seremos. En cuanto a ser envenenado por un libro, no existe
semejante cosa. El arte no tiene influencia sobre la acción. Aniquila el deseo de actuar. Es
magníficamente estéril. Los libros que el mundo llama inmorales son libros que muestran al mundo su
propia vergüenza. Eso es todo. Pero no vamos a discutir sobre literatura. Ven a verme mañana. Iré a
montar a caballo a las once. Podemos hacerlo juntos y luego te llevaré a almorzar con lady Branksome.
Es una mujer encantadora, y quiere hacerte una consulta sobre ciertos tapices que piensa comprar. No te
olvides de venir. ¿O te parece mejor que almorcemos con nuestra duquesita? Dice que ahora no te ve
nunca. ¿Acaso te has cansado de Gladys? Ya pensaba yo que terminaría por sucederte. Esa lengua suya
tan inteligente acaba por exasperar a cualquiera. De todos modos, no dejes de estar aquí a las once.
-¿Es necesario que venga, Harry?
-Por supuesto. Ahora el Parque está maravilloso. Creo que no ha habido nunca unas lilas tan hermosas
desde el año en que te conocí.
-Muy bien. Estaré aquí a las once -dijo Dorian-. Buenas noches, Harry.
Al llegar a la puerta, vaciló un momento, como si tuviera algo más que decir. Luego dejó escapar un
suspiro y abandonó la habitación.
 
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satanas1
view post Posted on 24/12/2015, 02:52




Capítulo 20

El aire de la noche era una delicia, tan tibio que Dorian Gray se colocó el abrigo sobre el brazo y ni
siquiera se anudó en torno a la garganta la bufanda de seda. Mientras se dirigía hacia su casa, fumando
un cigarrillo, dos jóvenes vestidos de etiqueta se cruzaron con él, y oyó cómo uno le susurraba al otro:
«Ése es Dorian Gray». Recordó cuánto solía agradarle que alguien lo señalara con el dedo o se le quedara
mirando y hablara de él. Ahora le cansaba oír su nombre. Buena parte del encanto del pueblecito adonde
había ido con tanta frecuencia últimamente era que nadie lo conocía. A la muchacha a la que cortejó
hasta enamorarla le había dicho que era pobre, y Hetty le había creído. En otra ocasión le dijo que era
una persona malvada, y ella se echó a reír, respondiéndole que los malvados eran siempre muy viejos y
muy feos. ¡Ah, su manera de reírse! Era como el canto de la alondra. Y ¡qué bonita estaba con sus
vestidos de algodón y sus sombreros de ala ancha! Hetty no sabía nada de nada, pero poseía todo lo que
él había perdido.
Al llegar a su casa, encontró al ayuda de cámara esperándolo. Le dijo que se acostara, se dejó caer en
un sofá de la biblioteca y empezó a pensar en las cosas que lord Henry le había dicho.
¿Era realmente cierto que no se cambia? Sentía un deseo loco de recobrar la pureza sin mancha de su
adolescencia; su adolescencia rosa y blanca, como lord Henry la había llamado en una ocasión. Sabía que
estaba manchado, que había llenado su espíritu de corrupción y alimentado de horrores su imaginación;
que había ejercido una influencia nefasta sobre otros, y que había experimentado, al hacerlo, un júbilo
incalificable; y que, de todas las vidas que se habían cruzado con la suya, había hundido en el deshonor
precisamente las más bellas, las más prometedoras. Pero, ¿era todo ello irremediable? ¿No le quedaba
ninguna esperanza?
¡Ah, en qué monstruoso momento de orgullo y de ceguera había rezado para que el retrato cargara con
la pesadumbre de sus días y él conservara el esplendor, eternamente intacto, de la juventud! Su fracaso
procedía de ahí. Hubiera sido mucho mejor para él que a cada pecado cometido le hubiera acompañado
su inevitable e inmediato castigo. En lugar de «perdónanos nuestros pecados», la plegaria de los hombres
a un Dios de justicia debería ser «castíganos por nuestras iniquidades».
El curioso espejo tallado que lord Henry le regalara hacía ya tantos años se hallaba sobre la mesa, y los
cupidos de marfileñas extremidades seguían, como antaño, rodeándolo con sus risas. Lo cogió, como
había hecho en aquella noche de horror, cuando por primera vez advirtiera un cambio en el retrato fatal, y
con ojos desencajados, enturbiados por las lágrimas, contempló su superficie pulimentada. En una
ocasión, alguien que le había amado apasionadamente le escribió una carta que concluía con esta
manifestación de idolatría: «El mundo ha cambiado porq ue tú estás hecho de marfil y oro. La curva de
tus labios vuelve a escribir la historia». Aquellas frases le volvieron a la memoria, y las repitió una y otra
vez. Luego su belleza le inspiró una infinita repugnancia y, arrojando el espejo al suelo, lo aplastó con el
talón hasta reducirlo a astillas de plata. Su belleza le había perdido, su belleza y la juventud por la que
había rezado. Sin la una y sin la otra, quizá su vida hubiera quedado libre de mancha. La belleza sólo
había sido una máscara, y su juventud, una burla. ¿Qué era la juventud en el mejor de los casos? Una
época de inexperiencia, de inmadurez, un tiempo de estados de ánimo pasajeros y de pensamientos
morbosos. ¿Por qué se había empeñado en vestir su uniforme? La juventud lo había echado a perder.
Era mejor no pensar en el pasado. Nada podía cambiarlo. Tenía que pensar en sí mismo, en su futuro.
A James Vane lo habían enterrado en una tumba anónima en el cementerio de Selby. Alan Campbell se
había suicidado una noche en su laboratorio, pero sin revelar el secreto que le había sido impuesto. La
emoción, o la curiosidad, suscitada por la desaparición de Basil Hallward pronto se desvanecería. Ya
empezaba a pasar. Por ese lado no tenía nada que temer. Y, de hecho, no era la muerte de Basil Hallward
lo que más le abrumaba. Le obsesionaba la muerte en vida de su propia alma. Basil había pintado el
retrato que echó a perder su vida. Eso no se lo podía perdonar. El retrato tenía la culpa de todo. Basil le
dijo cosas intolerables que él, sin embargo, soportó con paciencia. El asesinato fue obra, sencillamente,
de una locura momentánea. En cuanto a Alan Campbell, el suicidio había sido su decisión personal.
Había elegido actuar así. Nada tenía que ver con él.
¡Una vida nueva! Eso era lo que necesitaba. Eso era lo que estaba esperando. Sin duda la había
empezado ya. Había evitado, al menos, la perdición de una criatura inocente. Nunca volvería a poner la
tentación en el camino de la inocencia. Sería bueno.
Al pensar en Hetty Merton, empezó a preguntarse si el retrato habría cambiado. Sin duda no sería ya
tan horrible como antes. Quizá, si su vida recobraba la pureza, expulsaría de su rostro hasta el último
resto de las malas pasiones. Quizás, incluso, habían desaparecido ya. Iría a verlo.
Tomó la lámpara y subió sigilosamente las escaleras. Al descorrer el cerrojo, una sonrisa de alegría
iluminó por un instante el rostro extrañamente joven y se prolongó unos momentos más en torno a los
labios. Sí, practicaría el bien, y aquel retrato espantoso que llevaba tanto tiempo escondido dejaría de
aterrorizarlo. Sintió que ya se le había quitado un peso de encima.
Entró sin hacer el menor ruido, volviendo a cerrar la puerta con llave, como tenía por costumbre, y
retiró la tela morada que cubría el cuadro. Un grito de dolor e indignación se le escapó de los labios. No
se notaba cambio alguno, con la excepción de un brillo de astucia en la mirada y en la boca las arrugas
sinuosas de la hipocresía. El lienzo seguía siendo tan odioso como siempre, más, si es que eso era
posible; y el rocío escarlata que le manchaba la mano parecía más brillante, con más aspecto de sangre
recién derramada. Dorian Gray empezó entonces a temblar. ¿Le había empujado únicamente la vanidad a
llevar a cabo su única obra buena? ¿O había sido el deseo de una nueva sensación, como apuntara lord
Henry, con su risa burlona? ¿O tal vez el deseo apasionado de representar un papel que nos empuja a
hacer cosas mejores de lo que nos corresponde por naturaleza? ¿O, quizá, todo aquello al mismo tiempo?
Pero, ¿por qué era más grande la mancha roja? Parecía haberse extendido como una horrible enfermedad
sobre los dedos cubiertos de arrugas. Había sangre en los pies pintados, como si aquella cosa hubiera
goteado..., sangre incluso en la mano que no había empuñado el cuchillo. ¿Una confesión? ¿Quería
aquello decir que iba a confesar su crimen? ¿Que iba a entregarse para que lo ejecutaran? Se echó a reír.
La idea le pareció monstruosa. Además, aunque confesara, ¿quién iba a creerlo? No había en ninguna
parte resto alguno del pintor asesinado. Todas sus pertenencias habían sido destruidas. Él mismo había
quemado maletín y abrigo. El mundo diría simplemente que estaba loco. Lo encerrarían en un
manicomio si se empeñaba en repetir la misma historia... Sin embargo, era obligación suya confesar,
soportar públicamente la vergüenza y expiar la culpa de manera igualmente pública. Había un Dios que
exigía a los seres humanos confesar sus pecados en la tierra así como en el cielo. Nada de lo que hiciera
le purificaría si no confesaba su pecado. ¿Su pecado? Se encogió de hombros. La muerte de Basil
Hallward le parecía muy poca cosa. Pensaba en Hetty Merton. Porque aquel espejo de su alma que estaba
contemplando era un espejo injusto. ¿Vanidad? ¿Curiosidad? ¿Hipocresía? ¿No había habido más que
eso en su renuncia? Había habido algo más. Al menos así lo creía él. Pero, ¿cómo saberlo...? No. No
hubo nada más. Sólo renunció a la muchacha por vanidad. La hipocresía le había llevado a colocarse la
máscara de la bondad. Había ensayado la abnegación por curiosidad. Ahora lo reconocía.
Pero aquel asesinato..., ¿iba a perseguirlo toda su vida? ¿Siempre tendría que soportar el peso de su
pasado?
¿Tendría que confesar? Nunca. No había más que una prueba en contra suya. El cuadro mismo: ésa era
la prueba. Lo destruiría. ¿Por qué lo había conservado tanto tiempo? Años atrás le proporcionaba el
placer de contemplar cómo cambiaba y se hacía viejo. En los últimos tiempos ese placer había
desaparecido. El cuadro le impedía dormir. Cuando salía de viaje, le horrorizaba la posibilidad de que lo
contemplasen otros ojos. Teñía de melancolía sus pasiones. Su simple recuerdo echaba a perder muchos
momentos de alegría. Había sido para él algo así como su conciencia. Sí. Había sido su conciencia. Lo
destruiría.
Miró a su alrededor, y vio el cuchillo con el que apuñaló a Basil Hallward. Lo había limpiado muchas
veces, hasta que desaparecieron todas las manchas. Brillaba, lanzaba destellos. De la misma manera que
había matado al pintor, mataría su obra y todo lo que significaba. Mataría el pasado y, cuando estuviera
muerto, él recobraría la libertad. Acabaría con aquella monstruosa vida del alma y, sin sus odiosas
advertencias, recobraría la paz. Empuñó el arma y con ella apuñaló el retrato.
Se oyó un grito y el golpe de una caída. El grito puso de manifiesto un sufrimiento tan espantoso que
los criados despertaron asustados y salieron en silencio de sus habitaciones. Dos caballeros que pasaban
por la plaza se detuvieron y alzaron los ojos hacia la gran casa. Luego siguieron caminando hasta
encontrar a un policía y regresar con él. Llamaron varias veces al timbre, pero sin recibir respuesta. Con
la excepción de una luz en uno de los balcones del piso alto, todo estaba a oscuras. Al cabo de un rato, el
policía se trasladó hasta un portal vecino para contemplar desde allí el edificio.
-¿Quién vive en esa casa? -le preguntó el caballero de más edad.
-El señor Dorian Gray-respondió el policía.
Las dos personas que le escuchaban intercambiaron una mirada de inteligencia y, mientras se alejaban,
había en su rostro una mueca de desprecio. Uno de ellos era tío de sir Henry Ashton.
Dentro de la casa, en la zona donde vivía la servidumbre, los criados a medio vestir hablaban en voz
baja. La anciana señora Leaf lloraba y se retorcía las manos. Francis estaba tan pálido como un muerto.
Transcurrido un cuarto de hora aproximadamente, el ayuda de cámara tomó consigo al cochero y a uno
de los lacayos y subió en silencio las escaleras. Los golpes en la puerta no obtuvieron contestación. Y
todo siguió en silencio cuando llamaron a su amo de viva voz. Finalmente, después de tratar en vano de
forzar la puerta, salieron al tejado y descendieron hasta el balcón. Una vez allí entraron sin dificultad: los
pestillos eran muy antiguos.
En el interior encontraron, colgado de la pared, un espléndido retrato de su señor tal como lo habían
visto por última vez, en todo el esplendor de su juventud y singular belleza. En el suelo, vestido de
etiqueta, y con un cuchillo clavado en el corazón, hallaron el cadáver de un hombre mayor, muy
consumido, lleno de arrugas y con un rostro repugnante. Sólo lo reconocieron cuando examinaron las
sortijas que llevaba en los dedos.
 
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42 replies since 1/9/2010, 08:41   1258 views
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