| desembocar a la iglesia. Creo que me es toy volviendo loco.» Lue go, al día siguiente, mi amigo había garabateado estas palabras desesperadas: «No puedo salir de Temphill. Ahora todas las calles desembocan en mi casa. Este es el poder de los que están al otro lado. Quizá Dodd pueda ayudarme.» Y luego, finalmente, el borrador inacabado de un telegrama dirigido a mi nombre, que no llegó a enviar: «Ven a Temphill inmediatamente. Necesito tu ayuda...» Aquí terminaba el diario, en una línea de tinta que ondulaba hasta el bord e de la página, como si hubiera dejado de serpear la pluma hasta fuera del papel. Y eso era todo, excepto que Young había de saparecido. Se había esfumado. Y el único indicio de su paradero era el que estas notas apuntaban: la iglesia de Hig Street. ¿Pudo haber ido allí, y, al meterse en algún recint o sin salida, quedarse aprisionado? En tal caso, quizá podía llegar a tiempo de salvarle. Salí precipitadamente de la casa, subí al coche y arranqué. Torcí a la derecha y enfilé por South Stre et arriba, hacia Wool Place. No había ningún otro coche en las calles; tampoco vi ninguno de esos grupos de ociosos que suele haber en los pueblos al terminar la jornada. Resultaba curioso, además, el que las casas no tuvieran luz. El parterre central de la plaza, totalmente descuidado, protegido por una barandilla herrumbrosa, tenía un aspecto inquietante y desola do a la luz de la luna que ya empezaba a asomar por encima de las buhard illas. El ruinoso barrio de Cloth Street era menos acogedor aún. Una o dos veces, me pareció ver unas siluetas que salían sigilosas de las puertas; pero tan fugaz er a aquella impresión, que más me parecieron engaño de los sentidos que seres reales. S obre el pueblo entero flotaba una intensa atmósfera de desolación, particularmente en los oscuros callejones flanqueados de casas estrechas y sin luz. Finalmente, entré en High Street. La luna parecía una diadema suspendida sobre el campanario de la igle sia, y al detener el coche al pie de la escalinata, el satélite se hundió tras el ne gro campanario como si la iglesia lo hubiera arrancado del firmamento. Al subir por la escalinata, me di cuenta de que los muros que me rodeaban eran de roca viva y estaban llenos de gr ietas y oquedades en donde brilla ban perladas te las de araña. Los escalones estaban cubiertos de un mus go resbaladizo que hacía muy desagradable mi subida. Por encima de la escalinata colg aban las ramas de unos árboles pelados. Una luna gibosa que oscilaba en los abismos del espacio iluminaba la iglesia. Las ruinosas lápidas, invadidas por una vegetación mori bunda, arrojaban extrañ as sombras sobre la yerba plagada de hongos. Era raro: a pesar de que la iglesia mostraba su evidente abandono, flotaba en ella algo así como una pr esencia. Y era tan intensa esta sensación, que casi esperaba encontrarme con alguien, al entrar. ¡Qué se yo! ... Con algún guardián o con algún devoto... Había traído conmigo una linterna para alumbrar me en el interior de la iglesia, que yo, suponía en completa tiniebla, pero me enc ontré con que reinaba allí cierto resplandor iridiscente, debido quizá a la l una que se filtraba por las ventanas ojivales. Recorrí la nave central y enfoqué la linterna sobre las filas de bancos. En el polvo no había señales de que nadie hubiera estado allí últimamente. Unos volúmenes amarillentos que contenían himnos se apilaban contra una columna, adoptando formas grotescas y confusas de seres acurrucados, abandonados allí desde tiempo inmemorial. Por todas partes se veían bancos deterior ados por los años; en el aire cerrado flotaba cierto olor a corrupción. Seguí avanzando hacia el altar. El primer ba nco de la izquierda es taba levantado por un extremo. Ya había observado anteriorment e que algunos bancos se inclinaban en ángulos insólitos, pero ahora vi que, bajo el primer banco, el mismo suelo estaba levantado, mostrando una estrecha franja de negrura. Comprobé que podía mover el banco, y lo empujé hacia atrás, aprovecha ndo la circunstancia de que el segundo estaba bastante alejado del primero. Así quedó al descubierto una trampilla rectangular que, una vez abierta del todo, reveló un vacío negr o como boca de lobo. A la luz amarillenta de mi linterna, distinguí un tramo de escalera hincado entre unas paredes que rezumaban humedad. Vacilé ante el borde del ab ismo, mirando inquieto a mi alre dedor. Me decidí, por fin, y comencé a descender con la máxima cautela. No se oía más que un constante gotear en aquel túnel que se hundía en la tierra. Las pa redes, ceñidas a la escalera de caracol, relucían perladas de gotitas. Unas sabandijas reptantes y negras, aterradas por la luz, escaparon veloces buscando refugio en las gr ietas. Al cabo de un tiempo, observé que los peldaños no eran ya de piedra, sino que es taban labrados en la tierra misma, y sobre ellos crecían unos hongos carnosos, hincha dos y enfermos. El techo de aquel subterráneo, sostenido por arcos rudime ntarios y endebles, me llenaba de un desasosiego invencible. No podría decir cuánto tiempo duró mi de scenso bajo aquellos arcos inseguros. Finalmente, uno de ellos se prolongó en un túne l gris. A partir de aquí, los peldaños, respetados por el tiempo, mostraban aún el agudo filo de sus bordes... porque estaban tallados en la misma roca, en una roca de extraño color, que resaltaba a pesar del barro con que la habían manchado los pies que des cendieran por allí. Con la linterna en alto, observé que la pendiente se hacía menos pronunciada, como si estuviese llegando al final de la escalera. Al darme cuenta , me embargó una sensación intensa de incertidumbre e inquietud. Una vez más, me detuve a escuchar. No se oía nada, ni abajo ni arriba. Reprimiendo mis temores, me lancé adelante, resbalé en un peldaño y bajé rodando lo poco que fa ltaba hasta el pie de la escalera. Al levantarme, me encontré con que había i do a parar junto a una estatua grotesca de tamaño natural que parecía mirarme como deslum brada por el fulgor de la interna. Con ella había otras cinco formando fila, y de car a a éstas, había otras seis más, idénticas, igualmente repulsivas, esculpidas con tal arte, que daban una impresionante sensación de realidad. Aparté la mirada, me levanté del suelo, y enfoqué la linterna hacia las tinieblas que se abrían ante mí. ¡Ojalá pudiera borrar de mi memoria lo que vi! Hasta el fondo, pobl ado de sombras, de aquellas bóvedas inmensas y bajas, se extendí an interminables hilera s de lápidas grises, y en cada una de ellas, con la cara hacia el techo, yacía un cadáver amortajado. Y en los muros de la cripta se abrían nuevos arcos de los cuales arrancaban otras escaleras de caracol que llevaban más abajo aún, hacia inconcebibles profundidades subterráneas. Esas escaleras me helaron la sangre, más a ún que el macabro espectáculo que tenía ante mí. Me estremecí ante la idea de buscar los restos de Young en tre los cadáveres que yacían en las losas; pues, sin saber por qué , me sentía convencido en el fondo de que el cuerpo de mi amigo descansaba, con ojos ab iertos y sin vida, sobre alguna de aquellas lápidas grises. Procuré dominar mis ne rvios y empecé a buscar. Ya me había aventurado a caminar entre las filas de se pulcros, cuando un sonido repentino me dejó paralizado. Fue un silbido que se elevó lentamente en la oscuridad, allá en el fondo, delante de mí. Luego sonaron unos ruidos más roncos y violentos, y fueron aumentando todos a la vez, como si se fuese acercando la causa qu e los provocaba. Clavé la mirada, aterrado, en el punto de donde parecían provenir aque llos ruidos extraños. Sonó entonces como una explosión prolongada y apareció en la s tinieblas, flotando, un círculo de luz verdosa, pálida y difusa, de diámetro escasamente mayor que el de una mano. Esforzaba yo mi vista por distinguirlo, cuando el círculo de luz de sapareció. Pero a los pocos segundos, volvió a aparecer, tres veces mayor que antes... ¡y durante unos momentos de pesadilla vislumbré, a través de él, un paisaje infernal y remoto, como si me hubiera asomado a una dimensión absolu tamente extraña por una ventana abierta! Retrocedí espantado, y la luz se eclipsó; pero al instante volvió a aparecer con brillo renovado. Y entonces, en contra de mi volunt ad, contemplé una escena que se grabó de manera imborrable en mi memoria. Era un extraño paisaje dominado por una estrel la temblorosa. Por el cielo, a la deriva, navegaban unas nubes de forma elíptica. La es trella, de la cual procedía el resplandor verdoso, derramaba su luz glauca sobre un paisaje de rocas negras, enormes, triangulares, dispersas entre inmensos edif icios metálicos en forma de globos. Casi todos estos edificios parecían en ruinas. De su parte in ferior habían sido arrancadas planchas enteras, dejando al aire las viga s mondas y retorcidas, fundidas parcialmente por alguna energía inimaginable. El hielo relu cía con verdes reflej os en las grietas de las vigas. Y de las profundidades de aque l cielo tenebroso, ca ían grandes copos de nieve teñida de rojo, que iban a posarse en el suelo o entraban se sgados por las grandes hendiduras de las paredes. La escena se mantuvo durante unos instante s. De improviso, surgieron del fondo unas formas vivas, horriblemente blancas, gela tinosas, que avanzaron, a saltos grandes y torpes, hacia el primer plano de la escena. Serían unas trece, y vi -helado de terror- cómo se acercaban al borde del círcul o de la luz y cómo, atravesándolo, ¡se precipitaban en la cripta donde me encontraba yo! Eché a correr hacia las escaleras y, como en un sueño, vi saltar aquellas formas horrendas por entre las estatuas , y vi cómo se diluían los contornos de aquellas estatuas y cómo empezaban a moverse. Entonces, rápidamente, una de aquellas horribles criaturas se abalanzó sobre mí, y sentí qu e algo frío como el hielo me tocaba en una pierna. Grité... y por fortuna, me hundí en la negra noche de la inconsciencia. Cuando desperté por fin, me hallaba en el suel o, entre dos lápidas, a cierta distancia del lugar donde había caído. Tenía un sabor de boca horriblemente amargo. La cara me ardía de fiebre. Ignoraba dur ante cuánto tiempo había permanecido en el suelo, sin conocimiento. Mi linterna estaba aún ence ndida donde había caído, lo que me permitió distinguir a duras penas mi alrededor. El círculo de resplandor verdoso, ventana de pesadillas, había desaparecido. ¿Acaso mi desvanecimiento obedecía tan sólo a los olores nauseabundos o al macabro espectáculo de este pudridero s ubterráneo? Entonces me di cuenta de la presencia de un hongo repugnante y extraño que, desparramado por el suelo, me había subido por la ropa formando colonias... Lo cierto es que no lo había visto antes, y no sabía cómo pudo brotar así, aunque prefería no pensar en ello. Sentí tanto miedo al verlo, que me puse en pie de un brinco, agarré la linterna y me lancé a subir atropelladamente las tenebrosas escale ras por las que había bajado a ese pozo de horror. Trepé febrilmente, chocando contra las parede s, tropezando en los peldaños y en los mil obstáculos en que parecían materializarse las sombras. Por último llegué a la iglesia. Huí por la nave central, abrí de un empujón la puerta chirriante y bajé sin aliento la escalinata poblada de sombras, hasta el coche. Intenté fren éticamente abrir la portezuela, pero el coche estaba cerrado. Lo había cerrado yo. Me ra sgué los bolsillos registrándome... ¡en vano! No tenía las llav es. Las había perdido en aquella cripta infernal de la que tan milagrosamente acab aba de escapar. Sin las llaves, el coche quedaba inútil... y por nada del mundo volverí a a entrar a buscarlas en la embrujada iglesia de High Street. Dejé el coche. Corría por la calle, dis puesto a tomar Wood Street y salir al campo abierto, al azar, pues prefer ía ir a cualquier parte an tes que el maldito pueblo de Temphill. Eché por High Street abajo, hacia la Plaza del Mercado. La luz pálida de la luna se fundía con la de una farola alta y mortecina. Atravesé la plaza y me metí por Manor Street. A lo lejos divisé los bos ques en donde desembocaba Wood Street. La calle trazaba una amplia curva, después de la cual dejaría atrás Temphill. Me lancé a la carrera por las calles angostas , sin preocuparme por la nieb la que comenzaba a espesar, ocultando las laderas boscosas que constituía n mi objetivo y desd ibujando el paisaje que asomaba por encima de las casas. Corría ciego, desatado, pero no conseguía acortar la distancia que me separaba de las colinas. Y de pronto, vi horrorizado las siluetas destartaladas de las buhardillas de Cloth Street, que debía haber dejado atrás hacía rato, al otro lado del río. Un momento después, me hallaba de nuevo en High Street, ante los gastados peldaños de la iglesia maldita, junto al coche aparcado en la ro tonda. Estaba temblando con todo mi ser. La cabeza me daba vueltas. Me apoyé en un ár bol, tomé aliento y, sollozando de horror, con el corazón saltándome del pecho, me lancé otra vez hacia la Plaza del Mercado y crucé el río nuevamente. Oía tras de mí una vibración espantosa, un silbido apagado que inmediatamente reconocí con indecible horror. Comprendí que estaba siendo objeto de una terrible persecución... No vi el automóvil que se acercaba. Sólo t uve tiempo de saltar hacia atrás. El coche me arrolló, sin embargo, y perdí el conocimiento. Me desperté en el hospital de Camside. El coche que me había atropellado iba conducido por un médico que regresaba a Camside por Temphill. El fue quien me sacó, con un brazo roto e inconsciente aún, de ese pueblo maldito. Escuchó mi relato -al menos, lo que me atreví a contarle- y fue a Temphill a recoger mi coche, pero no lo encontró. Tampoco encontró a nadie que me hubiera visto a mí o a mi coche, ni halló los libros, los papeles y el diario que yo leí en el número 11 de South Street, último domicilio de Albert Young. De Clothier, no halló ni rastro. El vecino de al lado le dijo que se había ido de viaje y que segura mente tardaría mucho tiempo en volver. Quizá tengan razón cuando dicen que he su frido una alucinación progresiva. Quizá, también, haya estado delirando cuando, al recobr arme de la anestesia, sorprendí a los médicos cuchicheando sobre la forma en que aparecí en el camino para meterme bajo las ruedas del coche... ¡y hablando de esos hongos extraños que tenía pegados en la ropa, que me habían invadido la cara y se me adherían a los labios como si brotaran de ahí! Puede ser. Pero ahora que ya han pasado me ses y el solo recuerdo de Temphill me llena de aversión y de horror, ¿pueden explicarme por qué me siento irresistiblemente atraído por esa población, como si fuese la meca haci a la cual debo orientar mi camino? Les he suplicado que me encierren, que me encarce len, que hagan algo; y ellos se limitan a sonreír, a tratar de calmarme, a asegur arme que todo «se resolverá por sí mismo»... ¡Argumentos necios, palabras tranquilizadoras que no me engañarán, palabras inútiles y vanas frente a la atracción de Temphill y lo s fantasmales ecos de los silbidos que me invaden en sueños y aun despierto! Haré lo que debo hacer. Prefiero morir, a seguir soportando este horror inenarrable... (Documento adjunto al informe redactado por P. C. Villars sobr e la desaparición de Richard Dodd, Gayton Terrace 9, W. I. El manuscrito, de puño y letra de Dodd, fue hallado en su dormitorio después de su desaparición.)
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