LOS MITOS DE CTHULHU, LOVECRAFT Y OTROS

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satanas1
view post Posted on 18/12/2015, 02:13




-Si se refiere usted a la que está
cerca de la plaza... sí, la he visto.
-Ahora no se usa... como iglesia -continuó Cl
othier-. Allí se cele
braban determinados
ritos, hace tiempo. Estos ritos dejaron sus huellas. ¿Le ha contado Young, por
casualidad, algo sobre un templo que había
en el mismo lugar que ahora ocupa la
iglesia, pero en otra dimensión? Sí, por
la cara que pone, ya ve
o que sí. Pero, ¿sabe
usted que se celebran todavía ri
tos, en épocas propicias pa
ra abrir las puertas y dejar
paso a los del otro lado? Pues es cierto. Yo
he estado en esa iglesia y he contemplado
esas puertas abiertas en medio del aire, a tr
avés de las cuales he presenciado cosas que
me han hecho gritar de horror. He tomado pa
rte en ceremonias y rituales que harían
enloquecer a los no inic
iados. Y mire usted, míster Dodd,
la verdad es que en ciertas
noches señaladas, aún acude a esa iglesia
la mayor parte de la gente de Temphill.
Casi convencido de que el señor Clothier
no andaba bien de la
cabeza, le pregunté
impaciente:
-¿Y qué relación tiene todo esto
con el paradero de Young?
-Mucha -continuó Clothier-. Le advertí que no
fuese a la iglesia, pero no hizo caso. Fue
a visitarla una noche, en el mismo año en
que habían consumado los ritos del Invierno.
Sin duda estaban acechando Ellos cuando mi
amigo entró. A partir de entonces, le
retuvieron en Temphill. Tienen el poder de curvar el espacio, de manera que todas las
líneas vayan a converger a un mismo punto... No
sé explicarlo. El caso es que no pudo
marcharse, Esperó en su casa varios días,
hasta que finalmente E
llos vinieron por él. Le
oí gritar... y vi el color que tomó el cielo
sobre su tejado. Se lo
llevaron, en una palabra.
Por eso no lo encontrará usted. Y por eso se
rá mejor que se marche del pueblo, ahora
que aún está a tiempo.
-¿Ha registrado usted su casa? -pregunté escéptico.
-Yo no entraría en esa casa
por nada del mundo -confesó Clot
hier-. Ni yo ni nadie. La
casa ahora es de Ellos. Se lo han llev
ado a otro mundo y... ¿quién sabe las cosas
horrendas que habrá
aún ahí dentro?
Se levantó, dando a entender que no tenía nada
más que añadir. Yo también me levanté,
contento de abandonar aquella lúgubre ha
bitación y la misma casa... Clothier me
acompañó hasta la puerta, y permaneció un inst
ante en el umbral, mirando con recelo a
uno y otro lado de la calle, como si temies
e que le vieran conmigo. Luego desapareció
en el interior de su vivienda sin es
perar a ver dónde encaminaba yo mis pasos.
Crucé al número 11. Al entrar
en el recibimiento, recordé lo que mi amigo me había
contado de la vida que llevaba. La
habitación donde Young acostumbraba examinar
ciertos libros antiguos
y terribles, anotar sus descubrim
ientos y proseguir otras diversas
investigaciones, estaba situada en la pl
anta baja. No me costó el menor esfuerzo
encontrarla. En ella reinaba un orden perf
ecto: la mesa cubierta de papeles con
anotaciones, las estanterías repletas de pe
rgaminos y libros encu
adernados en piel, la
incongruente lámpara de escritorio, todo
indicaba que el propietario era persona
entregada al estudio.
Quité la espesa capa de polvo que
cubría la mesa y la silla,
y encendí la lámpara. La luz
confirió a la estancia un ambiente más tr
anquilizador. Me senté
y alargué una mano a
los papeles de mi amigo. El pr
imer montón de cuartillas llev
aba el título de Pruebas y
Corroboraciones, y no tardé en darme cuen
ta de que ya su primera página era
característica. Consistía en una serie de anot
aciones breves e inconexas, referentes a la
civilización maya de Centroamérica. Las no
tas, por desgracia, estaban tomadas sin
orden ni sentido: «Dioses de la Lluvia
(¿elementales del agua?). Probóscide (ref.
Primigenios), Kukulkan (¿Cthulhu?)»... Tal era
la tónica general de dichas anotaciones.
Seguí repasándolas, no obstante,
y no tardé en darme cuenta de que no estaban tomadas
al azar, sino que todas el
las tenían algo en común.
Al parecer, Young había intentado poner en
relación determinadas creencias y leyendas
del mundo con un gran ciclo mitológico que les
sirviera de eje. Este gran ciclo, a juzgar
por las frecuentes alusi
ones de Young, sería más antiguo que el género humano. No
quise pararme a pensar si mi amigo había
llegado personalmente a esta conclusión o la
había tomado de los viejísimos libros que ta
pizaban las paredes de su cuarto. Me pasé
horas enteras estudiando los resúmenes de
Young sobre el citado ciclo mitológico. Allí
leí cómo Cthulhu había venido de un espacio
inconcebible, situado más allá de los
lejanos confines de este un
iverso, y supe de civilizaciones polares y de abominables
razas infrahumanas que procedían del negro
Yuggoth, que tiene su órbita en el límite de
nuestra dimensión; también tuve conocim
iento de la espantosa Leng, de su sumo
sacerdote que, encerrado en un monasterio, tie
ne que llevar cubierta la parte de su
cuerpo que correspondería a su ro
stro, y de otra infinidad de blasfemias que apenas se
sospechan en el mundo, salvo en determinadas
regiones, donde se sabe que son verdad.
Me enteré de cómo había sido Azathoth,
antes de que dicho caos nuclear fuese
despojado de voluntad e inteligencia. Y leí lo que contaban del multiforme
Nyarlathotep, de los aspectos que puede asum
ir el Caos Rampante -aspectos que jamás
hombre alguno se atrevió a describir-, y de
cómo se puede vislumbrar un Dhole y del
aspecto que presenta si se sigue la técnica adecuada.
Me horrorizó la idea de que leyendas tan
espantosas pudieran aceptarse como verdad en
algún rincón de un mundo supuestamente equi
librado. Con todo, la forma de manejar
Young este material indicaba que tampoco
él permanecía escéptico a este respecto.
Aparté a un lado el montón de
cuartillas y, al hacerlo, moví
la carpeta de escritorio.
Bajo ella apareció un manuscrito de pocas
páginas con el título siguiente: Sobre la
iglesia de High Street. Recordando las advert
encias de Clothier,
lo tomé en mis manos
para hojearlo.
Había dos fotografías prendidas en la primer
a página. El pie de una de ellas rezaba así:
Fragmento de mosaico romano, Goatswood: el
de la otra decí
a: Reproducción del
grabado de la p. 594 del «Necronomicon». La
primera representaba un grupo como de
acólitos o sacerdotes encapuchados de
positando un cadáver ante un monstruo
acurrucado. La segunda era una reproducción algo
más detallada de esa misma criatura.
El monstruo en sí era tan absolutamente aj
eno a cualquier ser de nuestro planeta, que
me es imposible describirlo. Era de forma
ovalada, pálido y reluciente, sin más rasgos
faciales que una hendidura vertical, acas
o la boca, rodeada
de arrugas córneas.
Igualmente carecía de miembros; en cambio
había algo en él que sugería una capacidad
plástica de formar órganos o miembros a
voluntad. Indudablemente se trataba de una
fantasía morbosa nacida de algún cerebro
enfermo. Aun así, ambas ilustraciones
resultaban tremendamente impresionantes.
En la segunda página, escrita con esa letra
de Young que me es tan familiar, figuraba
una leyenda local en la que se venía a d
ecir que los mismos romanos que diseñaron el
mosaico de Goatswood habían practicado cier
tos ricos decadentes, sospechándose que
algunos ritos de estos habían pasado después
a formar parte de las costumbres de la
región, perdurando hasta la actualidad. Segu
ía un párrafo transcrito del Necronomicon:
«La Horda del sepulcro no otorga privilegi
os a sus adoradores. Son escasos en poder,
pues sólo alcanzan a alterar dimensiones es
paciales de pequeña magnitud y a hacer
tangible únicamente aquello que en otras
dimensiones nace de los muertos. Tendrán
dominio y potestad dondequiera
que fueren entonados los cá
nticos en loor de Yog-
Sothoth, si es la época propicia, mas pueden
atraer a quienes abra
n las puertas que son
suyas, en las moradas sepulcrales. No
poseen consistencia en nuestra humana
dimensión, mas penetran en la mortal envo
ltura de los seres te
rrestres y en ellos se
cobijan y nutren mientras aguardan a que se
cumpla el tiempo de las estrellas fijas y se
abra la puerta de infinitos accesos liberando
a Aquel que, tras ella
, intenta destrozarla
para abrirse camino.»
A estas frases sibilinas ha
bía añadido Young algunas notas
escuetas de cosecha propia:
«Cf. leyendas de Hungría y de aborígenes au
stralianos. Clothier en
iglesia High Street,
17-dicbre.» Esta fecha me incitó a examinar
el diario de Young,
cuya lectura había
aplazado por el vivo deseo que sentía
de curiosear en sus trabajos.
Pasé rápidamente sus páginas, saltándome t
odas las anotaciones que parecían no tener
relación con el tema que buscaba. Por fi
n llegué a la que correspondía al 17 de
diciembre. Decía así: «Más sobre la leyenda de
la iglesia de High Street. Me ha contado
Clothier que en otros tiempos era lugar de
reunión para adoradores de dioses impuros y
extraños. Túneles subterráneos que conducía
n a templos de ónice, etc. Rumores de que
ninguno de los que se arrastran por tales gale
rías hacia el lugar de culto es un humano.
Alusiones a una comunicación con otras esfera
s...» Y seguía en estos mismos términos.
Esto arrojaba poca luz.
Continué pasando hojas.
Con fecha del 23 de diciembre, encontré
una nueva referencia al tema que me
interesaba: «La Navidad ha hecho recordar
más leyendas a Clothier. Me ha hablado de
un curioso rito de fin de año
que se practicaba en la iglesi
a de High Street. Al parecer,
estaba relacionado con ciertos
seres de la necrópolis enterrad
a bajo la iglesia. Dice que
todavía se celebra en Nochebuena, pero que,
realmente, él no lo ha presenciado nunca.»
A la noche siguiente, según el
diario, mi amigo había ido en
persona a la iglesia: «En la
escalinata del atrio se había congregado un
a multitud. No llevaba luces, pero la escena
estaba iluminada por unas formas gl
obulares que despre
ndían una extraña
fosforescencia y flotaban en el aire, al
ejándose cuando me acercaba yo, por lo que no
pude identificarlas. Luego, la multitud, dándos
e cuenta de que yo no era de los suyos,
me amenazó y vino por mí. Eché a correr. Me
persiguieron, pero no sé a ciencia cierta
qué era lo que me perseguía.»
Después venían unas páginas en las que no
había ninguna alusión a
este tema. El 13 de
enero, Young había escrito esto:
«Clothier me ha confesado
por fin que él fue obligado
una vez a tomar parte en ciertos ritos.
Me ha aconsejado que abandone Temphill y me
ha dicho que no debo visitar la
iglesia después de oscurecer
porque puedo despertarlos,
y acaso me visitaran después... ¡y desde lue
go, no se trata de seres humanos! Me parece
que se está volviendo loco.»
A partir de aquí, se pasó nueve meses
sin volverse a ocupar
del asunto. El 30 de
septiembre escribió que tenía intención de
visitar la iglesia de High Street esa misma
noche. A continuación, con fecha del 1 de
octubre, había varias frases escritas
evidentemente con precipitación: «¡Qué de
formidades, qué perversiones cósmicas!
¡Casi demasiado monstruosas para la raz
ón humana! Todavía no puedo dar crédito a lo
que vi al bajar por aquella escalinata de
ónice que conduce a las cr
iptas. ¡Qué manada
de horrores!... He intentado marcharme de
Temphill, pero todas las calles van a
 
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belzebuth666
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desembocar a la iglesia. Creo que me es
toy volviendo loco.» Lue
go, al día siguiente, mi
amigo había garabateado estas palabras
desesperadas: «No puedo salir de Temphill.
Ahora todas las calles desembocan en mi casa.
Este es el poder de los que están al otro
lado. Quizá Dodd pueda ayudarme.» Y luego,
finalmente, el borrador inacabado de un
telegrama dirigido a mi nombre, que no llegó a enviar:
«Ven a Temphill inmediatamente. Necesito
tu ayuda...» Aquí terminaba el diario, en
una línea de tinta que ondulaba hasta el bord
e de la página, como
si hubiera dejado de
serpear la pluma hasta fuera del papel.
Y eso era todo, excepto que Young había de
saparecido. Se había esfumado. Y el único
indicio de su paradero era el
que estas notas apuntaban: la
iglesia de Hig Street. ¿Pudo
haber ido allí, y, al meterse en algún recint
o sin salida, quedarse aprisionado? En tal
caso, quizá podía llegar a tiempo de salvarle.
Salí precipitadamente de
la casa, subí al
coche y arranqué.
Torcí a la derecha y enfilé por South Stre
et arriba, hacia Wool Place. No había ningún
otro coche en las calles; tampoco vi ninguno
de esos grupos de ociosos que suele haber
en los pueblos al terminar la jornada. Resultaba curioso, además, el que las casas no
tuvieran luz. El parterre central de la
plaza, totalmente descuidado, protegido por una
barandilla herrumbrosa, tenía un
aspecto inquietante y desola
do a la luz de la luna que
ya empezaba a asomar por encima de las buhard
illas. El ruinoso barrio de Cloth Street
era menos acogedor aún. Una o dos veces, me
pareció ver unas siluetas que salían
sigilosas de las puertas; pero tan fugaz er
a aquella impresión, que más me parecieron
engaño de los sentidos que seres reales. S
obre el pueblo entero flotaba una intensa
atmósfera de desolación, particularmente en
los oscuros callejones
flanqueados de casas
estrechas y sin luz. Finalmente, entré en
High Street. La luna parecía una diadema
suspendida sobre el campanario de la igle
sia, y al detener el coche al pie de la
escalinata, el satélite se hundió tras el ne
gro campanario como si la iglesia lo hubiera
arrancado del firmamento.
Al subir por la escalinata, me di cuenta de
que los muros que me
rodeaban eran de roca
viva y estaban llenos de gr
ietas y oquedades en donde brilla
ban perladas te
las de araña.
Los escalones estaban cubiertos de un mus
go resbaladizo que hacía muy desagradable
mi subida. Por encima de la escalinata colg
aban las ramas de unos árboles pelados. Una
luna gibosa que oscilaba en los abismos del
espacio iluminaba la iglesia. Las ruinosas
lápidas, invadidas por una vegetación mori
bunda, arrojaban extrañ
as sombras sobre la
yerba plagada de hongos. Era raro: a pesar de
que la iglesia mostraba su evidente
abandono, flotaba en ella algo así como una pr
esencia. Y era tan intensa esta sensación,
que casi esperaba encontrarme con alguien, al
entrar. ¡Qué se yo!
... Con algún guardián
o con algún devoto...
Había traído conmigo una linterna para alumbrar
me en el interior de la iglesia, que yo,
suponía en completa tiniebla, pero me enc
ontré con que reinaba
allí cierto resplandor
iridiscente, debido quizá a la l
una que se filtraba por las
ventanas ojivales. Recorrí la
nave central y enfoqué la linterna sobre las
filas de bancos. En el polvo no había señales
de que nadie hubiera estado allí últimamente. Unos volúmenes amarillentos que
contenían himnos se apilaban contra una
columna, adoptando formas grotescas y
confusas de seres acurrucados, abandonados
allí desde tiempo inmemorial. Por todas
partes se veían bancos deterior
ados por los años; en el aire
cerrado flotaba cierto olor a
corrupción.
Seguí avanzando hacia el altar. El primer ba
nco de la izquierda es
taba levantado por un
extremo. Ya había observado anteriorment
e que algunos bancos se inclinaban en
ángulos insólitos, pero ahora vi que, bajo
el primer banco, el mismo suelo estaba
levantado, mostrando una estrecha franja de
negrura. Comprobé que podía mover el
banco, y lo empujé hacia atrás, aprovecha
ndo la circunstancia de
que el segundo estaba
bastante alejado del primero. Así quedó al
descubierto una trampilla rectangular que,
una vez abierta del todo, reveló un vacío negr
o como boca de lobo. A la luz amarillenta
de mi linterna, distinguí un tramo de
escalera hincado entre unas paredes que
rezumaban humedad.
Vacilé ante el borde del ab
ismo, mirando inquieto a mi alre
dedor. Me decidí, por fin, y
comencé a descender con la máxima cautela.
No se oía más que un constante gotear en
aquel túnel que se hundía en la tierra. Las pa
redes, ceñidas a la escalera de caracol,
relucían perladas de gotitas.
Unas sabandijas reptantes y
negras, aterradas por la luz,
escaparon veloces buscando refugio en las gr
ietas. Al cabo de un tiempo, observé que
los peldaños no eran ya de piedra, sino que es
taban labrados en la tierra misma, y sobre
ellos crecían unos hongos carnosos, hincha
dos y enfermos. El techo de aquel
subterráneo, sostenido por arcos rudime
ntarios y endebles, me llenaba de un
desasosiego invencible.
No podría decir cuánto tiempo duró mi de
scenso bajo aquellos arcos inseguros.
Finalmente, uno de ellos se prolongó en un túne
l gris. A partir de aquí, los peldaños,
respetados por el tiempo, mostraban aún el
agudo filo de sus bordes... porque estaban
tallados en la misma roca, en una roca de
extraño color, que resaltaba a pesar del barro
con que la habían manchado los pies que des
cendieran por allí. Con la linterna en alto,
observé que la pendiente se hacía menos
pronunciada, como si estuviese llegando al
final de la escalera. Al darme cuenta
, me embargó una sensación intensa de
incertidumbre e inquietud. Una vez más, me detuve a escuchar.
No se oía nada, ni abajo ni
arriba. Reprimiendo mis temores, me lancé adelante, resbalé
en un peldaño y bajé rodando lo poco que fa
ltaba hasta el pie de la escalera. Al
levantarme, me encontré con que había i
do a parar junto a una estatua grotesca de
tamaño natural que parecía mirarme como deslum
brada por el fulgor de la interna. Con
ella había otras cinco formando fila, y de car
a a éstas, había otras seis más, idénticas,
igualmente repulsivas, esculpidas con tal
arte, que daban una impresionante sensación
de realidad. Aparté la mirada, me levanté
del suelo, y enfoqué la linterna hacia las
tinieblas que se abrían ante mí.
¡Ojalá pudiera borrar de mi memoria lo que
vi! Hasta el fondo, pobl
ado de sombras, de
aquellas bóvedas inmensas y bajas, se extendí
an interminables hilera
s de lápidas grises,
y en cada una de ellas, con la
cara hacia el techo, yacía
un cadáver amortajado. Y en los
muros de la cripta se abrían nuevos arcos
de los cuales arrancaban otras escaleras de
caracol que llevaban más abajo aún, hacia
inconcebibles profundidades subterráneas.
Esas escaleras me helaron la sangre, más a
ún que el macabro espectáculo que tenía ante
mí. Me estremecí ante la idea de buscar
los restos de Young en
tre los cadáveres que
yacían en las losas; pues, sin saber por qué
, me sentía convencido en el fondo de que el
cuerpo de mi amigo descansaba, con ojos ab
iertos y sin vida, sobre alguna de aquellas
lápidas grises. Procuré dominar mis ne
rvios y empecé a buscar. Ya me había
aventurado a caminar entre las filas de se
pulcros, cuando un sonido repentino me dejó
paralizado.
Fue un silbido que se elevó lentamente en la
oscuridad, allá en el
fondo, delante de mí.
Luego sonaron unos ruidos más roncos y
violentos, y fueron aumentando todos a la
vez, como si se fuese acercando la causa qu
e los provocaba. Clavé la mirada, aterrado,
en el punto de donde parecían provenir aque
llos ruidos extraños. Sonó entonces como
una explosión prolongada y apareció en la
s tinieblas, flotando, un círculo de luz
verdosa, pálida y difusa, de diámetro
escasamente mayor que el de una mano.
Esforzaba yo mi vista por distinguirlo, cuando
el círculo de luz de
sapareció. Pero a los
pocos segundos, volvió a aparecer, tres veces mayor que antes... ¡y durante unos
momentos de pesadilla vislumbré, a través
de él, un paisaje infernal y remoto, como si
me hubiera asomado a una dimensión absolu
tamente extraña por una ventana abierta!
Retrocedí espantado, y la luz se eclipsó; pero
al instante volvió
a aparecer con brillo
renovado. Y entonces, en contra de mi volunt
ad, contemplé una escena que se grabó de
manera imborrable en mi memoria.
Era un extraño paisaje dominado por una estrel
la temblorosa. Por el cielo, a la deriva,
navegaban unas nubes de forma elíptica. La es
trella, de la cual procedía el resplandor
verdoso, derramaba su luz glauca sobre
un paisaje de rocas negras, enormes,
triangulares, dispersas entre inmensos edif
icios metálicos en forma de globos. Casi
todos estos edificios parecían
en ruinas. De su parte in
ferior habían sido arrancadas
planchas enteras, dejando al aire las viga
s mondas y retorcidas, fundidas parcialmente
por alguna energía inimaginable. El hielo relu
cía con verdes reflej
os en las grietas de
las vigas. Y de las profundidades de aque
l cielo tenebroso, ca
ían grandes copos de
nieve teñida de rojo, que iban a posarse en
el suelo o entraban se
sgados por las grandes
hendiduras de las paredes.
La escena se mantuvo durante unos instante
s. De improviso, surgieron del fondo unas
formas vivas, horriblemente blancas, gela
tinosas, que avanzaron, a saltos grandes y
torpes, hacia el primer plano de la escena.
Serían unas trece, y vi -helado de terror-
cómo se acercaban al borde del círcul
o de la luz y cómo, atravesándolo, ¡se
precipitaban en la cripta donde me encontraba yo!
Eché a correr hacia las escaleras y, como
en un sueño, vi saltar aquellas formas
horrendas por entre las estatuas
, y vi cómo se diluían los
contornos de aquellas estatuas
y cómo empezaban a moverse. Entonces,
rápidamente, una de aquellas horribles
criaturas se abalanzó sobre mí, y sentí qu
e algo frío como el hielo me tocaba en una
pierna. Grité... y por fortuna, me hundí en
la negra noche de la inconsciencia.
Cuando desperté por fin, me hallaba en el suel
o, entre dos lápidas, a
cierta distancia del
lugar donde había caído. Tenía un sabor de
boca horriblemente amargo. La cara me
ardía de fiebre. Ignoraba dur
ante cuánto tiempo había permanecido en el suelo, sin
conocimiento. Mi linterna estaba aún ence
ndida donde había caído, lo que me permitió
distinguir a duras penas mi alrededor. El
círculo de resplandor
verdoso, ventana de
pesadillas, había desaparecido. ¿Acaso mi
desvanecimiento obedecía tan sólo a los
olores nauseabundos o al macabro espectáculo
de este pudridero s
ubterráneo? Entonces
me di cuenta de la presencia de un
hongo repugnante y extraño
que, desparramado por
el suelo, me había subido por
la ropa formando colonias... Lo cierto es que no lo había
visto antes, y no sabía cómo pudo brotar así,
aunque prefería no pensar en ello. Sentí
tanto miedo al verlo, que me puse en pie de
un brinco, agarré la linterna y me lancé a
subir atropelladamente las tenebrosas escale
ras por las que había
bajado a ese pozo de
horror.
Trepé febrilmente, chocando contra las parede
s, tropezando en los peldaños y en los mil
obstáculos en que parecían materializarse
las sombras. Por último llegué a la iglesia.
Huí por la nave central, abrí de un empujón
la puerta chirriante y bajé sin aliento la
escalinata poblada de sombras, hasta el
coche. Intenté fren
éticamente abrir la
portezuela, pero el coche estaba cerrado. Lo
había cerrado yo. Me ra
sgué los bolsillos
registrándome... ¡en vano! No tenía las llav
es. Las había perdido en aquella cripta
infernal de la que tan milagrosamente acab
aba de escapar. Sin las llaves, el coche
quedaba inútil... y por nada del mundo volverí
a a entrar a buscarlas en la embrujada
iglesia de High Street.
Dejé el coche. Corría por la calle, dis
puesto a tomar Wood Street y salir al campo
abierto, al azar, pues prefer
ía ir a cualquier parte an
tes que el maldito pueblo de
Temphill. Eché por High Street abajo, hacia
la Plaza del Mercado. La luz pálida de la
luna se fundía con la de una farola alta
y mortecina. Atravesé la plaza y me metí por
Manor Street. A lo lejos divisé los bos
ques en donde desembocaba Wood Street. La
calle trazaba una amplia curva, después de la cual dejaría atrás Temphill. Me lancé a la
carrera por las calles angostas
, sin preocuparme por la nieb
la que comenzaba a espesar,
ocultando las laderas boscosas que constituía
n mi objetivo y desd
ibujando el paisaje
que asomaba por encima de las casas.
Corría ciego, desatado, pero no conseguía acortar
la distancia que me separaba de las
colinas. Y de pronto, vi horrorizado las siluetas
destartaladas de las buhardillas de Cloth
Street, que debía haber dejado atrás hacía
rato, al otro lado
del río. Un momento
después, me hallaba de nuevo en High Street,
ante los gastados peldaños de la iglesia
maldita, junto al coche aparcado en la ro
tonda. Estaba temblando con todo mi ser. La
cabeza me daba vueltas. Me apoyé en un ár
bol, tomé aliento y, sollozando de horror,
con el corazón saltándome del pecho, me lancé otra vez hacia la Plaza del Mercado y
crucé el río nuevamente. Oía tras de mí
una vibración espantosa, un silbido apagado
que inmediatamente reconocí con indecible
horror. Comprendí que estaba siendo objeto
de una terrible persecución...
No vi el automóvil que se acercaba. Sólo t
uve tiempo de saltar hacia atrás. El coche me
arrolló, sin embargo, y perdí el conocimiento.
Me desperté en el hospital de Camside.
El coche que me había atropellado iba
conducido por un médico que regresaba a Camside por Temphill. El fue quien me sacó,
con un brazo roto e inconsciente aún, de
ese pueblo maldito. Escuchó mi relato -al
menos, lo que me atreví a contarle- y fue
a Temphill a recoger mi coche, pero no lo
encontró. Tampoco encontró a nadie que me
hubiera visto a mí o a mi coche, ni halló
los libros, los papeles y el diario que yo
leí en el número 11 de South Street, último
domicilio de Albert Young. De
Clothier, no halló ni rastro.
El vecino de al lado le dijo
que se había ido de viaje y que segura
mente tardaría mucho tiempo en volver.
Quizá tengan razón cuando dicen que he su
frido una alucinación progresiva. Quizá,
también, haya estado delirando cuando, al recobr
arme de la anestesia, sorprendí a los
médicos cuchicheando sobre la forma en que
aparecí en el camino para meterme bajo
las ruedas del coche... ¡y
hablando de esos hongos extraños que tenía pegados en la
ropa, que me habían invadido la
cara y se me adherían a los
labios como si brotaran de
ahí!
Puede ser. Pero ahora que ya han pasado me
ses y el solo recuerdo de Temphill me llena
de aversión y de horror, ¿pueden explicarme
por qué me siento irresistiblemente atraído
por esa población, como si fuese la meca haci
a la cual debo orientar mi camino? Les he
suplicado que me encierren, que me encarce
len, que hagan algo; y ellos se limitan a
sonreír, a tratar de calmarme, a asegur
arme que todo «se resolverá por sí mismo»...
¡Argumentos necios, palabras tranquilizadoras
que no me engañarán, palabras inútiles y
vanas frente a la atracción de Temphill y lo
s fantasmales ecos de los silbidos que me
invaden en sueños y aun despierto!
Haré lo que debo hacer. Prefiero morir,
a seguir soportando este
horror inenarrable...
(Documento adjunto al informe redactado por
P. C. Villars sobr
e la desaparición de
Richard Dodd, Gayton Terrace 9, W. I. El
manuscrito, de puño y letra de Dodd, fue
hallado en su dormitorio después de su desaparición.)
 
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satanas1
view post Posted on 18/12/2015, 02:19




Con la técnica de Lovecraft

Joan Perucho


A la memoria de Lovecraft, escritor de "science fiction”, que murió perseguido por los seres invisibles.

El resorte se disparó, hizo un ruido leve
y, lentamente, bajó el disco. Hubo una pausa.
Algo, como una corriente de aire casi impe
rceptible, fue aumentando en intensidad.
Entreabrió una puerta y descen
dió por unos escalones que
daban a un patio interior.
Tropezó con algo sólido y opaco y blasfemó
en voz baja. Luego se dirigió a un breve
pasadizo, al otro lado del patio, y se arremo
linó. Ahora se oía la
música alejada, sorda,
filtrada. Era una noche silenciosa y tranqu
ila, de gran suavidad, con el aroma de la
primavera cayendo desde los árboles.
Desapareció la magia de la boca con las pequeñ
as placas de la sífilis en labios y paladar.
Había unas bombillas rojas y verdes en c
uyo interior se podía ver perfectamente la
imagen de su rostro con un rictJs de ironía
amarga y desilusionada. Ironía nacida de la
desesperación y de la muerte, más allá de
las cuales sólo débiles ráfagas de aire
descansan en el interior de los sepulcr
os abandonados, llenos
de ceniza o de agua
pútrida, o en la caja de resonancia de lo
s pianos Chassaigne, modelo 1906, esperando la
aparición del conducto sutilísimo que los
ha de unir, con unas cuantas palabras no
pronunciadas, a la oreja del caballero momi
ficado o de la dama solitaria. Gastadas
formas de vida o de muerte, de nacimien
to mecánico o un dolor visceral, de v6mitos
que se suceden, implacables (o que, por lo
menos, atormentan con la agonía del
espasmo que ha de venir y que siempre, siem
pre desemboca en una especie de abismo y
en sudor y en cabellos pegajosos), y de
grititos histéricos
y de dientes que se
desmoronan y que la lengua palpa voluminosos y febricitantes.
No era eso. Sólo la gélida quemadura de un
thoulú, de uno de aquellos seres amorfos y
terribles que ya había descrito minuciosament
e, en el siglo XII, el árabe Al-Buruyu en
su tratado Los que vigilan. La evidencia de
las cosas surgía de improviso con mil y un
significados aterradores y alus
ivos. No había forma humana
para conjurar lo inevitable,
para alejar el dogal que ceniría al eleg
ido, quien, por un impulso
misterioso, sería
arrastrado al sacrificio, a la aniquilación de
la propia personalida
d, y se convertiría en
una cosa horrible y sin nombre, abominable
concepción esta, fruto de una boda del cielo
y el infierno. No podían tene
r otro sentido la aparici
ón de signos en todas las
habitaciones de la casa y aque
llos restos de organismos extraños hallados una mañana
en el patio, que se habían volatilizado
misteriosamente al cabo de una hora. El
magisterio de Al-Buruyu se presentaba como
una fuerza maléfica que se anticipaba a
los siglos como un ojo impasible y escr
utador, dotada de una voz caligráfica y
cabalística que iba avanzando como una carcaja
da por la noche, sobre la nieve surcada
de huellas deformes y de misteriosas desapari
ciones, de alaridos al
ucinantes junto a las
rejas de los manicomios.
Se oyó el claxon de un coche.
La presencia se inquietó y hubo como una distensión.
Murmuró unos sonidos ininteligibles y apenas
una leve fosforescen
cia se insinuó en el-
fondo del pasadizo, entre inmundicias y botell
as de licor vacías. Se encendió la luz en
una ventana próxima y poco después se
apagó. Fuera, respiraba la primavera.
El tiempo se acumulaba en el cerebro y
en la sangre, en pl
iegues suavísimos y
turbadores en los que aparecía
la claridad solar. Había costras y una materia rugosa,
surcada por grietas de dir
ección dubitativa, que parecí
a calcinada por un contacto
satánico o sordamente enfurecido. O bien
una superficie enharinada con polvos de
arroz, bajo la cual palpitaban, vívidas y
sensibles, amplias llagas purulentas, como
bocas martirizadas y ocultas, como flores
monstruosas y sonámbulas que, de pronto, se
hinchasen y creciesen, estirando su íntima estr
uctura hacia formas propias de un delirio
febril. Era demasiado tarde para el antídoto,
la svástica invertida de
plata que habría de
poner ecos de cantos litúrgicos en
la huida de la estepa y
en la llegada de la savia
vivificante. El vuelo de las
hojas era un vuelo de bronces,
enlutado y solemne, sobre la
tierra árida y espectral. Apenas podían entr
everse, con un esfuerzo
supremo, la risa de
un niño vestido de marinero, casi velada por
el dolor, o la triste tenacidad del hombre
que medita hasta altas horas
de la noche, contemplada ahora bajo el peso de una
lágrima, o la inútil trenza perfumada que er
a como aire para una mirada que alimentaba
al deseo. La carne había empezado a corromp
erse, aún en presencia de la vida, y
exhalaba una pestilencia indefinible que lo
impregnaba todo. Lentamente se inició el
éxodo, e incluso la araña, con su perezosa
pero terrible seguridad, abanoonó el nido de
su vida feliz. Entreveía lecturas de íncubos,
fórmulas mágicas de la muerte y el diablo,
rebasado ya todo vestigio de
razón, y se veía hojear la
Dissertation sur les apparitions
des anges, des démons et des esprits et sur
les revenants et vampires, del monje Calmet,
que corroboraba la fría certeza de Al-B
uruyu. Ya Angela Foligno había revelado al
comentarista que, al principio, non est in
me membrum quod non sit percussum, tortum
et poenatum a daemonibus, et semper sum in
firma, et semper stupefacta, et plena
doloribus in ómnibus membris vivis
. También había un flotar sobre la realidad, un ir a
la deriva en paisajes inexistentes de
algas mortecinas que se crispaban, airadas y
amenazadoras, al más leve contacto; y
el manubrio de los organillos giraba
vertiginosamente en el interior del cráne
o, con un insufrible alboroto de timbres y
altavoces enloquecidos que callaban des
pués en un angustioso silencio de tumba.
Se alisó el cabello con la mano, morosa
y maquinalmente. Bebía con delectación, y en
breves sorbos, una copa de auténtico scotch
Forrester y se encontraba, seguramente, a
diez millas de la costa y en una tormenta de
todos los demonios. Rióse una rubia con la
risa provocativa de Jane Russe
ll y se le acercó desde la ba
rra. Llevaba la boca pintada
de rojo intenso, de color sa
ngre toro, y un jersey ceñido
que destacaba su busto con
violencia. Le acarició la
mejilla y le murmuró unas palabras cariñosas, acercando su
cara hasta casi rozarle. La
atmósfera era densa y turbia
por el humo del tabaco y algunos
invitados se habían quitado la americana.
Otra muchacha, que movía las ancas como
una estrella de Holly vood, cantaba como en
éxtasis, con una lánguida sensualidad que
se pegaba a la epidermis.
Pensaba que no le volvería a ver.
De prontco, se le ocurrió reír ante aquel niño vestido
de marinero, pasado de moda y ridículo. Lo
asoció a muchas otras cosas, como a un
banderín de hockey clavado bien tenso en al
guna pared, o una fotogr
afía desteñida que
perpetuaba unas caras ausentes en una nebul
osa excursión a Bañolas, un día de mucho
frío, o a un pequeño bar del Paseo de Gracia,
mucho después, cuando ya ella preparaba
el trousseau de novia y le regalaba
corbatas el día de su santo.
La cantante agradeció los aplausos con una
sonrisa. La gente intentaba ahora bailar,
excepto un grupito que bebí
a y conversaba con el barman y con la muchacha que
acababa de terminar su número. Reinaba una media luz sucia y gastada.
Penetrado por la sombras, detrás del gr
an monumento a Napoleón, detrás de las
campanas de los tranvías, bajo los burdele
s de todas las ciudades del mundo, necesitaba
ahora, en su último momento de lucidez,
buscar la luz, engañar a aquella presencia,
acercarla fuese como fuese, si era menester, a la luz clara y purificadora, a esa luz que a
veces rasgaba las tinieblas. Tenía que habe
r luz en algún lado. A él le parecía que así
tenía que ser forzosamente.
Muy lejos, seguramente a diez millas de
distancia, alguien o algo reptaba por la
alfombra. Dejó atrás las dos butacas y se
incorporó poco a poco. Era como un babeo o
como un borborigmo inconfesable. De él
emanaba un resplandor lívido. Como una
alucinación de Lovecraft.
 
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