LOS MITOS DE CTHULHU, LOVECRAFT Y OTROS

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astaroth1
view post Posted on 23/5/2012, 13:02




II

Por la mañana, antes de que saliera el sol, el campamento estaba ya en plena actividad.
Había caído una ligera capa de nieve durante la noche, y el aire era frío y penetrante.
Punk había cumplido con sus deberes matinales, ya que el olor del café y del tocino frito
llegaba hasta las tiendas. Todo el mundo estaba de buen humor.
-¡El viento ha cambiado! -gritó Hank a Simpson y a su guía, que se hallaba a bordo de
la pequeña canoa-. ¡Hay que cruzar el lago en línea recta! ¡Estupendos rastros nos va a
dejar la nieve! Si hay algún alce olisqueando por allí, tal como viene el viento, no os va
a ver hasta teneros encima. ¡Buena suerte, Monsieur Défago! -añadió alegremente,
dándole por una vez la pronunciación francesa al nombre- ¡Bonne chance!
Défago le deseó lo mismo, de buen humor al parecer, sin acordarse para nada de su
silencioso enfado de la noche anterior. Antes de las ocho, el viejo Punk se encontraba
solo ya en el campamento. Cathcart y Hank, muy lejos de allí, seguían un rastro que se
dirigía hacia occidente, en tanto que la canoa que llevaba a Défago y a Simpson, con
una tienda de seda y provisiones para dos días, era sólo un punto confuso balanceándose
en la lejanía, rumbo al este.
La crudeza invernal del aire se atemperaba con el sol que coronaba las lomas cubiertas
del bosque y resplandecía con voluptuoso calor sobre los árboles y el lago. Los
somormujos volaban rasantes a través del centelleo del rocío que el viento
espolvoreaba; algunos sacudían sus mojadas cabezas al sol, y luego las sumergían de
nuevo con vivacidad. Y hasta donde alcanzaba la vista, se elevaban las masas
interminables y apretadas de los arbustos desolados que cubrían toda aquella región,
jamás hollada por el hombre, que se extendía como un poderoso e ininterrumpido tapiz
vegetal hasta las costas heladas de la Bahía de Hudson.
Simpson, que contemplaba todo esto por primera vez a la par que remaba
vigorosamente, se sentía embelesado por la austera belleza. Su corazón se embriagaba
con el sentimiento de libertad de los grandes espacios, y sus pulmones con el aire frío y
perfumado. Detrás de él, sentado a popa, Défago gobernaba con soltura aquella
embarcación de corteza de abedul y contestaba alegremente a todas las preguntas de su
compañero. Los dos se sentían contentos y gozosos. En tales ocasiones, los hombres
pierden las superficiales diferencias que el mundo establece; se convierten en seres
humanos que trabajan juntos por un fin común. Simpson, el patrón, y Défago, el
servidor, entre aquellas fuerzas primitivas, eran simplemente eso: dos hombres, el
«guía» y el «guiado». La superior destreza asumía naturalmente el mando, y el
«señorito» había pasado sin preámbulos a una situación de cuasi-subordinado. No se le
ocurrió, ni mucho menos, poner objeción alguna cuando Défago suprimió el «señor» y
se dirigió a él con un «oiga, Simpson», o bien «oiga, jefe», como se dio el caso
invariablemente hasta que llegaron a la lejana orilla, después de remar de firme durante
doce millas con viento de proa. El solamente se reía, le gustaba; después, dejó de
notarlo por completo.
Este «estudiante de teología» era, pues, un joven de buen natural y mejor carácter,
aunque sin mundo, como era de comprender. Y en este viaje -la primera vez que salía de
su pequeña Escocia natal-, la gigantesca proporción de las cosas le producía cierto
aturdimiento. Ahora comprendía que una cosa era oír hablar de los bosques
primordiales, y otra muy distinta verlos. Y vivir en ellos y tratar de familiarizarse con su
vida salvaje era, además, una iniciación que ningún hombre inteligente podía sufrir sin
verse obligado a alterar una escala de valores considerada hasta entonces como
inmutable y sagrada.
Simpson sintió las primeras manifestaciones de esta emoción cuando cogió en sus
manos el nuevo rifle 303 y contempló sus perfectos y relucientes cañones. Los tres días
de viaje hasta el campamento general, a través del lago, y por tierra, después, habían
constituido una nueva fase de este proceso. Y ahora que estaba tan lejos, más allá
incluso de la orla de espesura donde habían acampado, en el corazón de unas regiones
deshabitadas tan extensas como Europa, la verdadera realidad de su situación le
producía un efecto de placer y pavor que su imaginación sabía apreciar perfectamente.
Eran Défago y él, contra una muchedumbre... o, al menos, ¡contra un Titán!
La fría magnificencia de estos bosques solitarios y remotos le abrumaba y le hacían
sentir su propia pequeñez. De la infinidad de copas azulencas que se balanceaban en el
horizonte, se desprendía y revelaba por sí misma esa severidad que emana de las
vegetaciones enmarañadas y que sólo puede calificarse como despiadada y terrible.
Comprendía la muda advertencia. Se daba cuenta de su total desamparo. Sólo Défago,
como símbolo de una civilización distante en la que era el hombre el que dominaba, se
levantaba entre él y una muerte implacable por hambre y agotamiento.
Por esta razón, le resultaba emocionante ver a Défago dirigir la canoa a la orilla, guardar
las palas cuidadosamente en su interior y hacer marcas, luego, en las ramas de los
abetos situados a uno y otro lado de un rastro casi invisible, al tiempo que le explicaba
con entera despreocupación:
-Oiga, Simpson; si me llegara a pasar algo, encontrará la canoa siguiendo exactamente
estas señales. Después cruza él lago todo recto hacia el sol, hasta dar con el
campamento. ¿Ha comprendido?
Era la cosa más natural del mundo, y lo dijo sin un solo cambio de voz. No obstante,
con ese lenguaje, que reflejaba perfectamente la situación y el desamparo de ambos,
acertó a expresar las emociones del joven en aquel momento. Se encontraba, con
Défago, en un mundo primitivo: eso era todo. La canoa -otro símbolo del poder del
hombre- debía dejarse atrás. Aquellas muescas amarillentas cortadas a golpes de hacha
sobre los árboles, eran las únicas señales de su escondite.
Entre tanto, con los bártulos y el rifle al hombro, los dos hombres comenzaron a seguir
un rastro casi imperceptible por entre rocas, troncos caídos y charcas medio heladas,
sorteando los numerosos lagos que festoneaban el bosque, y bordeando sus orillas
cubiertas de niebla desflecada. Hacia las cinco, se encontraron de improviso con que
estaban en el límite del bosque. Ante ellos se abría una vasta extensión de agua,
moteada de innumerables islas cubiertas de pinos.
-El Lago de las Cincuenta Islas -anunció Défago con voz cansada-, ¡y el sol está
metiendo en él su vieja cabeza pelada! -añadió poéticamente, sin darse cuenta.
Inmediatamente, comenzaron a plantar la tienda. En cinco minutos escasos, gracias a
aquellas manos que nunca hacían un movimiento de más ni de menos, quedó armada la
tienda, fueron preparados los techos con ramas de bálsamo y se encendió un buen fuego
para guisar con el mínimo de humo. Mientras el joven escocés limpiaba el pescado que
cogieron al curricán durante la travesía, Défago dijo que «pensaba» dar una vuelta
«nada más» por los alrededores, en busca de señales de alce.
-Pudiera tropezarme con algún tronco donde hubiesen estado restregando los cuernos -
dijo mientras se iba-, o acaso hayan mordisqueado las hojas de algún arce.
Su pequeña figura se fundió como una sombra en el crepúsculo. Simpson se quedó
observando, con admiración, cuán fácilmente lo absorbía la floresta. Sólo unos pasos, y
ya había desaparecido.
No obstante, había poca maleza por los alrededores. Los árboles se elevaban algo más
allá, muy espaciados, y en los claros crecían el abedul y el arce, delgados y esbeltos,
junto a los troncos inmensos de los abetos. De no haber sido por algunos troncos
derribados, de monstruosas proporciones, y por los fragmentos de roca gris que se
hincaban en el lomo de la tierra, el paraje podía haber sido el rincón de un viejo parque.
Casi se podía ver en él la mano del hombre. Un poco más a la derecha, no obstante,
comenzaba aquella extensa comarca que llamaban el Brûlé, completamente arrasada por
el incendio del año anterior. La zona entera estuvo ardiendo con furia durante semanas y
semanas. Ahora se alzaban, descarnados y feos, unos tocones ennegrecidos en forma de
cerillas gigantescas. Reinaba una desolación indescriptible. El olor a carbón y a ceniza
empapada de lluvia aún persistía débilmente en el aire.
El crepúsculo se iba haciendo más denso cada vez. Las marismas se cubrían de sombras.
El crepitar de la leña en el fuego y el romper de las olas a lo largo de la costa rocosa del
lago eran los únicos ruidos audibles. El viento se había calmado al ponerse el sol, y
nada se agitaba en aquel vasto mundo de ramas. En cualquier momento, los dioses de
los bosques podían esbozar sus tremendos y poderosos perfiles entre los árboles.
Delante, a través de los pórticos sostenidos por los enormes troncos erguidos, se
extendía el escenario del Lago de Fifty Islands, de las Cincuenta Islas, que era como una
media luna de veinticinco kilómetros, más o menos, de punta a punta, y de unos nueve
de anchura, desde donde estaban ellos acampados. Un cielo rosa y azafrán, más claro
que cualquiera de los que había visto Simpson en su vida, derramaba aún sus raudales
de fuego sobre las olas, y las islas -seguramente más cerca de las cien que de las
cincuenta- flotaban como mágicas embarcaciones de una escuadra encantada. Cubiertas
de pinos, con las crestas apuntando al cielo, casi parecían moverse en la borrosa luz del
anochecer… a punto de recoger el ancla y navegar por las rutas de los cielos, y no por
las del lago arcaico y solitario.
Y los encendidos jirones de nubes, como pendones ostentosos, eran la señal de que
zarpaban rumbo a las estrellas...
El espectáculo era de una belleza arrobadora. Simpson ahumaba el pescado, y se había
quemado los dedos al intentar probarlo; al mismo tiempo, cuidaba de la sartén y a
fuego. Pero, por debajo de sus pensamientos, percibía otro aspecto de la naturaleza
salvaje: la indiferencia hacia la vida humana, el espíritu despiadado de la desolación,
que no tiene en cuenta al hombre. El sentimiento de su completa soledad, ahora que
incluso Défago se había ido, se le hizo más palpable al mirar en torno suyo y aguzar el
oído en espera de adivinar las pisadas de su compañero que regresaba.
Esta sensación tenía algo de placentera; y de alarmante, también. E irremediablemente,
se le ocurrió una idea que le hizo temblar: «¿Qué podría... qué podría hacer yo si... si
sucediera algo y no regresara?»...
Disfrutaron de una cena bien merecida, comieron pescado a placer, y tomaron un té
fuerte, capaz de matar a un hombre que no hubiera hecho treinta millas a «marcha
forzada». Y al terminar, estuvieron un rato fumando, charlando y riendo junto al fuego.
Después, estiraron las piernas cansadas y discutieron el programa del día siguiente.
Défago se encontraba de un humor excelente, aunque decepcionado por no haber
encontrado ningún rastro todavía. Pero estaba oscureciendo y no había podido alejarse
demasiado. El Brûlé era mal sitio también. Las ropas y las manos le olían a carbón.
Simpson, al mirarle, volvió a sentir con renovada intensidad que la situación seguía
siendo la misma: los dos juntos en la soledad agreste.
-Défago -dijo-, estos bosques son... cómo decirlo, un poco demasiado grandes para
sentirse uno a gusto... tranquilo, quiero decir... ¿no?
Con estas palabras tan sólo daba expresión a su sentir del momento. Apenas si estaba
preparado para la seriedad, para la solemnidad, incluso, con que el guía acogió sus
palabras.
-Está usted en lo cierto, jefe -exclamó, clavándole en el rostro sus ojos escrutadores-, Es
la pura verdad. No tienen límite… ninguna clase de límite.
Luego añadió, bajando la voz como si hablara consigo mismo:
-Son muchos los que han descubierto eso, y han sucumbido.
Pero la gravedad que había en su actitud no agradó en absoluto a Simpson. Sus palabras
y su expresión resultaban demasiado sugerentes en un escenario y un crepúsculo como
aquellos. Lamentó haber tocado ese tema. De pronto le vino a la memoria lo que había
contado su tío sobre una fiebre extraña que afectaba a los hombres en la soledad de la
selva. Se sentían irresistiblemente atraídos por las regiones despobladas, y caminaban,
fascinados, hacia su muerte. Y se le ocurrió que su compañero tenía ciertos síntomas
afines a ese extraño tipo de afección. Desvió la conversación hacia otros derroteros.
Habló de Hank y del doctor, así como de la natural rivalidad entre los dos grupos por
ser los primeros en avistar un alce.
-Si ellos fuesen en dirección oeste -observó Défago con desgana-, ahora estarían a cien
kilómetros de nosotros; y en mitad de camino, quedaría el viejo Punk, hinchándose de
pescado y café.
Se rieron de imaginárselo. Pero al mencionar de pasada, por segunda vez, aquellos cien
kilómetros, Simpson se percató de las inmensas proporciones del territorio donde
estaban cazando. Cien kilómetros eran solamente un paseo; y doscientos, tal vez poco
más. A su memoria acudían continuamente relatos sobre cazadores que se habían
extraviado. La pasión y el misterio de unos hombres perdidos y errabundos, seducidos
por la belleza de las grandes selvas, cruzaban por su mente de una forma demasiado
vívida para resultar completamente placentera. Se preguntaba si sería el talante de su
compañero lo que provocaba con tanta persistencia estas ideas inquietantes.
 
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astaroth1
view post Posted on 23/5/2012, 13:41




-Cantemos una canción, Défago, si no está usted demasiado cansado- rogó-. una de esas
viejas canciones de viajeros que cantaba la otra noche.
Le alargó le petaca al guía. Después, se puso a llenar su pipa mientras el canadiense, de
buena gana, elevaba su templada voz por el lago en uno de aquellos cantos dolorosos,
ante los cuales los madereros y los tramperos detenían sus tareas. Tenía un acento
suplicante, algo que evocaba el ambiente de los viejos tiempos de los colonizadores,
cuando los indios y la rigurosa naturaleza estaban aliados, cuando las luchas eran
frecuentes, y el Viejo Mundo estaba más lejano que hoy. Su voz sonora se extendió
placentera por el agua; pero el bosque que había a sus espaldas parecía tragársela, de
forma que no producía ecos ni resonancias.
Cuando estaba a mitad de la tercera estrofa, Simpson notó algo raro, algo que removió
en su pensamiento un torrente de reminiscencias lejanas. Se había producido un cambio
en la voz de Défago. Antes incluso de saber lo que era, se sintió intranquilo, y al
levantar los ojos, vio que, aunque seguía cantando, miraba nervioso a su alrededor como
si oyera o viera algo. Su voz se debilitó, se hizo inaudible, y luego calló del todo. En ese
mismo instante, con un movimiento asombrosamente alerta, dio un salto y se puso de
pie... olfateando el aire. Como un perro «toma» un rastro con el olfato, así sorbió él el
aire por las ventanas nasales, en cortas y profundas aspiraciones, volviéndose
rápidamente en todos los sentidos, hasta que «apuntó» la nariz a la orilla del lago, hacia
el este, y se quedó parado. Fue algo inquietante, y al mismo tiempo singularmente
dramático. El corazón de Simpson latía con angustia viéndole actuar.
-¡Hombre, por Dios! ¡El salto que me ha hecho dar! -exclamó, levantándose y
poniéndose a su lado para escudriñar aquel océano de oscuridad-. ¿Qué es? ¿Acaso tiene
miedo?…
Antes de terminar la pregunta se dio cuenta de que era ociosa. Cualquier persona con un
par de ojos en la cara habría visto al canadiense ponerse pálido de terror. Ni siquiera el
color moreno de su piel y el resplandor de las llamas lo pudieron ocultar.
El estudiante temblaba, le flaqueaban las rodillas.
-¿Qué es? -repitió alarmado- ¿Siente el olor de algún alce? ¿O... o pasa algo? -acabó,
bajando la voz instintivamente.
La selva se estrechaba en torno a ellos como una muralla circular. Los troncos de los
árboles más cercanos brillaban como bronce a la luz de la hoguera. Más allá, las
tinieblas. Y en la lejanía, un silencio de muerte. Justo detrás de ellos, una ráfaga de
viento levantó una solitaria hoja de árbol y luego la dejó caer sin mover las demás.
Parecía como si se hubieran combinado un millón de causas invisibles para producir
este efecto tan simple. Junto a ellos había palpitado otra vida... y había desaparecido.
Défago se volvió bruscamente. El color lívido de su rostro se había convertido en un
gris repugnante.
-Yo no he dicho que he oído... o he olido nada -dijo despacioso y enfático, con voz
singularmente alterada-. Sólo quería echar una mirada alrededor... por así decir. Se
precipita usted preguntando; por eso se equivoca.
Y añadió, de pronto, en un claro esfuerzo por dar a su voz un tono natural:
-¿Tiene cerillas, jefe?
Y procedió a encender la pipa que había llenado a medias, antes de empezar a cantar.
Sin más hablar, se sentaron otra vez junto al fuego. Défago cambió de sitio, de forma
que ahora estaba de cara a la dirección del viento. La maniobra era elocuente por sí
misma: Défago había cambiado de posición con el fin de oír y oler todo lo que hubiera
que oír y oler. Y, puesto que se había colocado de espaldas a los árboles, era evidente
que no provenía del bosque lo que había alarmado repentinamente su fina sensibilidad.
-Se me han quitado las ganas de cantar -.explicó espontáneamente-. Esa clase de
canciones me traen recuerdos penosos. No debía haber empezado. Me hace pensar,
¿sabe?
Se notaba que el hombre luchaba todavía con alguna emoción que le agitaba
profundamente. Quería justificarse ante los ojos del otro. Pero el pretexto, que por otra
parte tenía algo de verdad, era falso; y él sabía perfectamente que Simpson no se había
quedado convencido. Nada podría explicar el terror lívido que había reflejado su
semblante mientras estuvo olfateando el aire, y nada -ni el fuego, ni ninguna charla
sobre cualquier tema corriente- podría devolverles la naturalidad anterior. La sombra de
desconocido horror que cruzó, fugaz, por el semblante del guía, se había comunicado de
manera indefinible a su compañero. Los visibles esfuerzos del guía por disimular la
verdad no hicieron sino empeorar las cosas. Además, para mayor intranquilidad del
joven, se sentía incapaz de hacer preguntas y en completa ignorancia de lo que pasaba.
Los indios, los animales salvajes, el incendio... todas estas cosas no tenían nada que ver,
lo sabía. Su imaginación se debatía febrilmente, pero en vano…
Sin embargo, no se sabe cómo, cuando ya llevaba largo rato fumando y charlando ante
el fuego reavivado, la sombra que tan repentinamente invadiera el pacífico campamento
comenzó a disiparse, quizá por los esfuerzos de Défago o por haber retornado a su
actitud normal y sosegada; puede también que el mismo Simpson hubiera exagerado la
realidad, o tal vez la densa atmósfera de la naturaleza salvaje había conseguido
purificarles. Fuera cual fuese la causa, la sensación de horror inmediato pareció
desvanecerse tan misteriosamente como había venido, ya que nada ocurrió. Simpson
comenzó a pensar que se había dejado llevar por un terror irracional propio de un
chiquillo. En parte, lo atribuyó a la exaltación que este escenario inmenso y salvaje
comunicaba a su sangre; en parte, al encanto de la soledad, y en parte, también, al
tremendo cansancio. En cuanto a la palidez del rostro del guía, era, naturalmente,
muchísimo más difícil de explicar, aunque podía deberse, en cierto modo, a un efecto
del resplandor del fuego, o a su propia imaginación... Consideró que era mejor ponerlo
en duda. Simpson era escocés.
Cuando desaparece una emoción fuera de lo común, la razón encuentra siempre una
docena de argumentos para explicarla a posteriori. Encendió una última pipa, y trató de
reír. Sería un buen relato para cuando estuviese en Escocia, de regreso. No se daba
cuenta de que aquella risa era señal de que el terror acechaba aún en lo más recóndito de
su alma; de que, en realidad, era uno de los síntomas más característicos con que un
hombre seriamente alarmado trata de persuadirse de que no lo está.
En cambio, Défago oyó aquella risa y lo miró con sorpresa. Los dos hombres
permanecieron un rato, el uno junto al otro, dándole con el pie a los rescoldos, antes de
marcharse a dormir. Eran las diez, hora bastante avanzada para que los cazadores estén
despiertos aún.
-¿En qué piensa usted? -preguntó Défago en tono corriente, aunque con gravedad.
-En este momento estaba pensando en... en los bosques de juguete que tenemos allí -
balbuceó Simpson, sobresaltado por la pregunta, pero expresando lo que realmente
dominaba su pensamiento- y los comparaba con todo esto -añadió, haciendo un gesto
amplio con la mano para indicar la vasta espesura.
Hubo una pausa. Ninguno de los dos parecía querer decir nada.
-De todos modos, yo que usted no me reiría -exclamó Défago, mirando las sombras por
encima del hombro de Simpson-. Hay lugares ahí dentro que nadie ha visto jamás...
Nadie sabe lo que se oculta ahí.
El tono del guía sugería algo inmenso y terrible
-¿Tan grande es?
Défago asintió. La expresión de su rostro era sombría. También él se sentía intranquilo.
El joven comprendió que en un territorio de aquellas dimensiones muy bien podía haber
profundidades de bosque jamás conocidas ni holladas en toda la historia de la tierra. El
pensamiento no era precisamente tranquilizador. En voz alta, y tratando de manifestar
alegría, dijo que ya era hora de irse a dormir. Pero el guía remoloneaba, trasteaba en el
fuego, ordenaba las piedras innecesariamente, y seguía haciendo una porción de cosas
que, en realidad, no hacían falta alguna. Evidentemente, había algo que tenía ganas de
decir, aunque le resultaba muy difícil «empezar».
-Oiga, Simpson -exclamó de pronto, cuando las últimas chispas se perdieron, por fin, en
el aire-, ¿no nota usted... no nota nada en el olor... nada de particular, quiero decir?
Simpson se dio cuenta de que la pregunta, normal y corriente en apariencia, encerraba
una sombra de amenaza. Sintió un escalofrío.
-Nada, aparte el olor a leña quemada -contestó con firmeza, dándole con el pie a los
rescoldos. Incluso el ruido de su propio pie le asustó.
-Y en toda la tarde, ¿no ha notado ningún... ningún olor? -insistió el guía, mirándole por
encima del resplandor-. ¿Nada extraordinario y distinto de cualquier otro olor que haya
olido antes?
-No; desde luego que no -replicó agresivamente, casi con mal humor.
El rostro de Défago se aclaró.
-¡Eso está bien! -exclamó con evidente alivio-. Me gusta oír eso.
-¿Y usted? -preguntó Simpson con viveza, y en el mismo instante, se arrepintió de
haberlo hecho.
El canadiense se le acercó en la oscuridad. Sacudió la cabeza.
-Creo que no -dijo, sin demasiada convicción-. Debe de haber sido la canción esa.
Suelen cantarla en los campamentos de madereros y en sitios abandonados de la mano
de Dios, como éste, cuando están asustados porque oyen al Wendigo andar por ahí
cerca.
-¿Y qué es el Wendigo, si se puede saber? -preguntó Simpson, contrariado por la
imposibilidad de reprimir otro escalofrío. Sabía que se encontraba muy cerca del terror
de aquel hombre, y de su causa. No obstante, una imperiosa curiosidad venció su buen
sentido y su temor.
Défago se volvió rápidamente y le miró como si estuviera a punto de gritar. Sus ojos
refulgían, tenía la boca completamente abierta. No obstante, lo único que dijo -o más
bien que susurró, porque su voz sonó muy baja-, fue:
-No es nada... nada. Algo que dicen esos tipos piojosos cuando se han soplado una
botella de más... Una especie de animal que vive por allá -sacudió la cabeza hacia el
norte-, veloz como un relámpago, y no muy agradable de ver, según se cree... ¡Eso es
todo!
-Una superstición de los bosques -comenzó Simpson, mientras se dirigía a la tienda
apresuradamente con el fin de sacudirse la mano del guía, que se le aferraba al brazo-
¡Vamos, vamos de prisa, por Dios, y tráigame esa lámpara! ¡Deberíamos estar
durmiendo ya, si tenemos que levantarnos mañana al amanecer!
.
El guía iba pisándole los talones.
-Ya voy, ya voy -dijo.
Después de una pequeña dilación, apareció con la lámpara y la colgó en una clavo del
palo plantado delante de la tienda. Las sombras de un centenar de árboles se movieron
inquietas y rápidas al cambiar la luz de posición. Tropezó con la cuerda al entrar, y la
tienda entera tembló como agitada por una súbita ráfaga de viento.
Los dos hombres se echaron, sin desvestirse, en sus techos de ramas de bálsamo. En el
interior se estaba caliente y cómodo. Afuera, en cambio, un mundo formado por
múltiples árboles se espesaba a su alrededor, fundiendo sus sombras milenarias y
ahogando la pequeña tienda que se alzaba como una concha blanca y diminuta frente al
océano tremendo de la selva.
Entre las dos figuras solitarias de su interior se condensaba también, otra sombra que no
era de la noche. Era la Sombra que proyectaba el extraño Temor, aún no conjurado del
todo, que se había introducido en el espíritu de Défago a mitad de su canción. Y
Simpson, que vigilaba la oscuridad a través de la pequeña abertura de la tienda,
dispuesto ya a sumergirse en el fragante abismo del sueño, sintió aquella quietud
profunda y única del bosque primitivo, en la que nada se movía... y en la cual la noche
adquiría una corporeidad y un espesor que se filtraba en el espíritu y lo invadía de
tinieblas... Después, el sueño se apoderó de él.
 
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astaroth1
view post Posted on 23/5/2012, 14:34




III

Así le pareció a él al menos. Sin embargo, lo cierto era que el pulso del agua, junto a la
tienda, seguía marcando sin cesar el paso del tiempo, cuando se dio cuenta de que
estaba con los ojos abiertos y de que otro sonido acababa de irrumpir, con solapado
disimulo, en el rítmico murmullo de las olas.
Y mucho antes de comprender de qué se trataba, se agitaron en su interior vagos
sentimientos de dolor y de alarma. Escuchó atento, aunque en vano al principio, porque
los latidos de su pulso golpeaban como sonoros tambores en sus sienes. ¿De dónde
provenía? ¿Del lago, del bosque?…
Luego, de repente, con el corazón en un puño, se dio cuenta de que sonaba muy cerca de
él, dentro de la tienda; y cuando se volvió para oír mejor, lo localizó de manera
inequívoca a medio metro de donde él estaba. Era un sonido quejumbroso: Défago, en
su lecho de ramas, sollozaba en la oscuridad como si fuera a partírsele el corazón y se
taponaba la boca con la manta para sofocar el llanto.
Su primer sentimiento, antes de pararse a pensar, fue una punzante y dolorosa ternura.
Aquel sonido íntimo, humano, oído en medio de aquella desolación, le movía a piedad.
Era tan incongruente, tan enternecedoramente incongruente... ¡y tan inútil! ¿De qué
servían las lágrimas en aquella inmensidad cruel y salvaje? Imaginó a una criatura
llorando en medio del Atlántico... Después, naturalmente, al recobrar mayor conciencia
y recordar lo que había sucedido antes de acostarse, sintió que el terror comenzaba a
dominarle y que se le helaba la sangre.
-Défago -susurró con nerviosismo, haciendo esfuerzos por hablar bajo-, ¿qué sucede?
¿Se siente usted mal?
No obtuvo respuesta, pero cesaron inmediatamente los sollozos. Alargó la mano y lo
tocó. Su cuerpo no se movía.
-¿Está despierto? -se le había ocurrido que podía estar llorando en sueños-. ¿Tiene usted
frío?
Había observado que tenía los pies destapados y que le salían hacia afuera de la tienda.
Extendió el doblez de su manta y se los tapó. El guía se había escurrido de su lecho, y
parecía haber arrastrado las ramas con él. Le daba apuro tirar de su cuerpo hacia
adentro, otra vez, por miedo a despertarle.
Hizo una o dos preguntas más en voz baja, pero, aunque esperó varios minutos, no
obtuvo contestación alguna ni apreció ningún movimiento. Después, oyó su respiración
regular y sosegada. Le puso la mano en el pecho y lo sintió subir y bajar pausadamente.
-Dígame si le ocurre algo -murmuró- o si puedo hacer alguna cosa por usted.
Despiérteme inmediatamente si llegara a sentirse... mal.
No sabía qué decir. Se dejó caer, sin dejar de pensar ni de preguntarse qué significaría
todo aquello. Défago había estado llorando entre sueños, por supuesto. Algo le afligía.
Fuera como fuese, jamás en la vida se le olvidarían aquellos sollozos lastimeros, ni la
sensación de que toda la impresionante soledad de los bosques los escuchaba.
Estuvo meditando durante mucho tiempo sobre los últimos sucesos, entre los cuales, era
éste, en verdad, el más misterioso; y aunque su razón encontraba argumentos
satisfactorios con que desechar cualquier eventualidad desagradable, le quedó, no
obstante, una sensación muy arraigada...extraña a más no poder.
 
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astaroth1
view post Posted on 23/5/2012, 15:18




IV

Pero el sueño, a la larga, siempre acaba por imponerse a cualquier emoción. Pronto se
desvanecieron sus pensamientos. Se encontraba arropado, cómodo, y demasiado
fatigado. La noche era agradable y reparadora, y en ella se diluía toda sombra de
recuerdo y alarma. Media hora más tarde, había perdido conciencia de todo cuanto le
rodeaba.
Y sin embargo, esta vez fue el sueño su gran enemigo, al embotarle la sensación de
inminencia y anular el estado de alarma de sus nervios.
Así como en algunas de esas pesadillas que se presentan con terrible apariencia de
realidad, basta a veces la inconsistencia de un simple detalle para poner de manifiesto la
incoherencia y falsedad del todo, del mismo modo los acontecimientos que ahora se
desarrollan, aun sucediendo en realidad, sugerían la existencia de un detalle que podía
ser la clave de la explicación y que había sido pasado por alto en la confusión del
momento. Todo aquello sólo debía ser cierto en parte; y lo demás, pura fantasía. En las
profundidades de una mente dormida, algo permanece despierto, preparado para emitir
el juicio: «Todo esto no es completamente real; cuando despiertes lo comprenderás.»
Y así, en cierto modo, le sucedía a Simpson. Los acontecimientos no eran totalmente
inexplicables o increíbles por sí mismos, aunque formaban, para el hombre que los veía
y oía, una sucesión de hechos horribles, pero independientes, porque el detalle mínimo
que podía haber esclarecido el enigma permanecía oculto o desfigurado.
Por lo que Simpson puede recordar, fue un movimiento violento, como de algo que se
arrastraba en el interior de la tienda, lo que le despertó y le hizo darse cuenta de que su
compañero estaba sentado, muy tieso, junto a él. Estaba temblando. Debían de haber
pasado varias horas, porque el pálido resplandor del alba recortaba su silueta contra la
tela de la tienda. Esta vez no lloraba; temblaba como una hoja, y su temblor lo sentía él
a través de la manta. Défago se había arrebujado contra él, en busca de protección,
huyendo de algo que aparentemente se escondía junto a la entrada de la tienda.
Por esta razón, Simpson le preguntó en voz alta -con el aturdimiento del despertar, no
recuerda exactamente qué-, y el guía no contestó. Una atmósfera de auténtica pesadilla
le envolvía, le embarazaba hasta impedirle moverse. Durante unos instantes, como es
natural, no supo dónde se encontraba, si en uno de los anteriores campamentos o en su
cama de Aberdeen. Estaba confuso y aturdido.
Después -casi inmediatamente-, en el profundo silencio del amanecer, oyó un ruido de
lo más extraño. Fue repentino, sin previo aviso, inesperado e indeciblemente espantoso.
Simpson afirma que se trataba de una voz, acaso humana, ronca, aunque lastimera. Una
voz suave y retumbante a la vez, que parecía provenir de las alturas y que, al mismo
tiempo, sonaba muy cerca de la tienda. Era un bramido pavoroso y profundo que, sin
embargo, poseía cierta calidad dulce y seductora. Distinguió en él como tres notas,
como tres gritos separados que recordaban vagamente, apenas reconocibles, las sílabas
que componían el nombre del guía: «¡Dé-fa-go!»
El estudiante admite que es incapaz de describir cabalmente este sonido, ya que jamás
había oído nada semejante en su vida y en él se combinaban cualidades contradictorias.
El lo describe como «una especie de voz lastimera y ululante como el viento, que
sugería la presencia de un ser solitario e indómito, tosco y a la vez increíblemente
poderoso»...
Y aun antes de que cesara la voz y se hundiera de nuevo en los inmensos abismos del
silencio, el guía se puso en pie de un salto y gritó una respuesta ininteligible. Al
incorporarse, chocó violentamente contra el palo de la tienda; sacudió toda la armazón
al extender los brazos frenéticamente para abrirse camino, y pateó con furia para
desembarazarse de las mantas. Durante un segundo, o quizá dos, permaneció rígido ante
la puerta; su oscuro perfil se recortó contra la palidez del alba. Luego, con desenfrenada
rapidez, y antes de que su compañero pudiera mover un dedo para detenerle, se arrojó
por la entrada de la tienda... y se marchó. Y al marcharse -con tan asombrosa rapidez,
que pudo oírse cómo su voz se perdía a lo lejos- gritaba con un acento de angustia y
terror, pero que al mismo tiempo parecía expresar un tremendo éxtasis de gozo...
-¡Ah! ¡Mis pies de fuego! ¡Mis ardientes pies de fuego! ¡Ah! ¡Qué altura, qué carrera
abrasadora!
Pronto la distancia acalló sus gritos, y el silencio del amanecer descendió de nuevo
sobre la floresta.
Sucedió todo con tal rapidez que, a no ser por el lecho vacío que tenía junto a él,
Simpson casi hubiera podido creer que acababa de sufrir una pesadilla. Pero a su lado
sentía aún la cálida presión del cuerpo desaparecido. Las mantas estaban todavía en un
montón, en el suelo. La misma tienda temblaba aún por la vehemencia de su salida
impetuosa. Las extrañas palabras, propias de un cerebro repentinamente trastornado,
resonaban en sus oídos como si las oyera todavía a lo lejos... No eran únicamente los
sentidos de la vista y el oído los que denunciaban cosas extrañas a la razón, ya que
mientras el guía gritaba y corría, pudo captar él un olor extraño y acre que había
invadido el interior de la tienda. Y parece que fue en ese preciso momento, despabilado
por el olor atosigante, cuando recobró el ánimo, se puso en pie de un salto y salió de la
tienda.
La luz grisácea del amanecer se derramaba indecisa y fría por entre los árboles,
permitiendo que se distinguieran las cosas, Simpson se quedó de pie, de espaldas a la
tienda empapada de rocío. Aún quedaba alguna brasa entre las cenizas de la hoguera.
Contempló el lago pálido bajo la capa de bruma, las islas que emergían misteriosamente
como envueltas en algodón, y los rodales de nieve, al otro lado, en los espacios
despejados del bosque de arbustos. Todo estaba frío, silencioso, inmóvil, esperando la
salida del sol. Pero en ninguna parte había señal del guía desaparecido. Sin duda corría
aún, frenéticamente, por los bosques helados. Ni siquiera se oían sus pasos, ni los ecos
evanescentes de su voz. Se había ido... definitivamente.
No había nada; nada, excepto el recuerdo de su presencia reciente, que persistía
vivamente en el campamento, y ese penetrante olor que lo invadía todo.
Y aun el olor estaba desapareciendo con rapidez. A pesar de la enorme turbación que
experimentaba, Simpson se esforzó por descubrir su naturaleza. Pero averiguar la
calidad de un olor fugaz, que no se ha reconocido inconscientemente al instante, es una
operación muy ardua; y fracasó. Antes de que pudiera captarlo del todo, o reconocerlo,
había desaparecido. Incluso ahora le cuesta hacer una descripción aproximada, ya que
era distinto de todo otro olor. Era acre, no muy diferente del que exhalan los leones,
aunque más suave, y no completamente desagradable. Tenía algo de dulzarrón que le
recordaba el aroma de las hojas otoñales de un jardín, la fragancia de la tierra, y los mil
perfumes que se elevan de una selva inmensa. Sin embargo, la expresión «olor a leones»
es la que, a mi juicio, resume mejor todo esto.
Finalmente, el olor se desvaneció por completo y Simpson se dio cuenta de que se
encontraba de pie, junto a las cenizas del fuego, en un estado de asombro y estúpido
terror que le incapacitaba para hacer frente a la menor eventualidad. Si una rata
almizclera hubiese asomado entonces su hocico puntiagudo por encima de una roca, o
hubiese visto escabullirse una ardilla, lo más probable es que se hubiera desmayado sin
más. Su instinto acababa de percibir el hálito de un gran Horror Exterior... y todavía no
había tenido tiempo de rehacerse y adoptar una actitud firme y alerta.
Sin embargo, nada sucedió. Un soplo de aire suave acarició la floresta que despertaba, y
unas pocas hojas de arce se desprendieron temblorosas y cayeron a tierra. El cielo se
hizo repentinamente más claro. Simpson sintió el aire frío en sus mejillas y en su cabeza
descubierta. Tembló, aterido, y con gran esfuerzo se hizo cargo de que estaba solo entre
los arbustos... y de que lo más prudente era ponerse en marcha, en busca de su
compañero desaparecido, con el fin de socorrerle.
Y así lo hizo, en efecto, pero sin resultado. Con aquella maraña de árboles en torno
suyo, el lago cortándole el camino por detrás, y el horror de aquellos gritos salvajes
latiendo aún en su sangre, hizo lo que cualquier otro inexperto habría hecho en
semejante situación: correr, correr sin sentido alguno, como un niño enloquecido, y
gritar continuamente el nombre de su guía: ¡Défago! ¡Défago! ¡Défago! -vociferaba, y
los árboles le devolvían el nombre, en un eco apagado, tantas veces cuantas lo gritaba
él:
-¡Défago! ¡Défago! ¡Défago!
Siguió el rastro impreso en la nieve hasta donde los árboles, demasiado espesos, habían
impedido que la nieve llegara al suelo. Gritó hasta quedarse ronco, y hasta que el sonido
de su propia voz comenzó a asustarle en aquel paraje desierto y silencioso. Su confusión
aumentaba con la violencia de sus esfuerzos. La angustia se le hizo dolorosamente
aguda. Por último, fracasados sus intentos, dio la vuelta y se dirigió al campamento,
completamente agotado. Fue un milagro que encontrara el camino. El caso es que,
después de seguir un sinfín de direcciones falsas, encontró la blanca tienda de campaña
entre los árboles, y se sintió a salvo.
El cansancio, entonces, administró su propio remedio. Encendió fuego y se preparó el
desayuno. El café caliente y el tocino le devolvieron un poco de sentido común y de
juicio, y comprendió que se había portado como un chiquillo. Debía medir los esfuerzos
para hacer frente a la situación de una manera más sensata. Una vez recobrado el ánimo,
debía hacer en primer lugar una exploración lo más completa posible y, si no daba
resultado, debía buscar el camino de regreso cuanto antes y traer ayuda.
Y eso fue lo que hizo. Cogió provisiones, cerillas, el rifle y un hacha pequeña para
marcar los árboles, y se puso en camino. Eran las ocho cuando salió, y el sol brillaba
por encima de los árboles en un cielo despejado. Plantó una estaca junto al fuego y dejó
una nota, para el caso de que Défago volviera mientras él estaba ausente.
Esta vez, de acuerdo con un plan cuidadoso, tomó una nueva dirección. Cubriendo un
área más amplia, podría tropezarse con señales del rastro del guía. Y en efecto, antes de
haber recorrido medio kilómetro, encontró las huellas de un animal grande y, al lado, las
huellas, menores y más ligeras, de unos pies indudablemente humanos: los de Défago.
El alivio que experimentó inmediatamente fue natural, aunque breve. Al primer golpe
de vista vio que esas huellas explicaban clara y simplemente lo sucedido: las señales
más grandes pertenecían, sin duda alguna, a un alce que, con el viento en contra, se
había acercado equivocadamente al campamento, lanzando un grito de alarma en el
momento en que comprendió su error. Défago, que tenía el instinto de la caza
desarrollado hasta un grado de increíble perfección, había notado su presencia horas
antes, por el olor del viento. Su excitación y su desaparición se debían, naturalmente,
a... este...
Entonces, la explicación imposible a la cual quería aferrarse, se le reveló
implacablemente falsa. Ningún guía, y mucho menos de la categoría de Défago, habría
reaccionado de forma tan insensata, echando a correr incluso sin rifle... Todo el episodio
exigía una explicación mucho más compleja. Recordó los detalles de todo lo que había
sucedido: el grito de terror, las enigmáticas palabras, el semblante asustado, el extraño
olor que había notado, aquellos sollozos contenidos en la oscuridad, y -también esto le
vino oscuramente a la memoria- la inicial aversión del guía a estos parajes.
Además, ahora que las examinaba de cerca, ¡aquellas huellas no eran de alce, ni mucho
menos! Hank le había explicado el perfil que deja la pezuña de un alce macho, de una
hembra o de una cría. Se las había dibujado claramente sobre una tira de abedul. Estas
eran totalmente distintas. Eran grandes, redondas, amplias, no tenían la forma
puntiaguda de la pezuña afilada. Por un momento, se preguntó si serían de oso. No se le
ocurrió pensar en ningún otro animal, porque el reno no bajaba tan al sur en esa época
del año y, aun cuando fuese así, sus huellas dibujarían la forma de una pezuña.
Eran siniestros aquellos trazos dejados en la nieve por una misteriosa criatura que había
atraído a un ser humano lejos de su refugio. Y, al querer relacionarlos, en su
imaginación, con aquel susurro obsesionante que interrumpió la paz del amanecer, le
invadió un vértigo momentáneo, una angustia inconcebible. Sintió una sombra de
amenaza por todo su alrededor. Y al examinar con más detalle una de las huellas, notó
una débil vaharada de aquel olor dulzarrón y penetrante, que le hizo dar un respingo y le
produjo náuseas.
Entonces su memoria le jugó otra mala pasada. Recordó, de pronto, aquellos pies
destapados que se salían de la tienda, y cómo el cuerpo del guía parecía haber sido
arrastrado hacia la entrada. Recordó también cómo Défago había retrocedido, aterrado,
ante algo que había percibido junto a la tienda, cuando él se despertó. Los detalles
acudían a su mente con violencia, asediándola de forma obsesiva; parecían agolparse en
aquellos espacios profundos de la selva silenciosa que le rodeaba, donde él, en medio de
los árboles, permanecía de pie, a la escucha, esperando, tratando de actuar del modo
más aconsejable. El bosque le cercaba.
Con la firmeza de una suprema resolución, Simpson inició la marcha, siguiendo las
huellas lo mejor que podía, y tratando de reprimir las emociones desagradables que
trataban de debilitar su voluntad. Marcó una infinidad de árboles a medida que
caminaba, con el temor siempre de no poder encontrar el camino de regreso, gritando de
cuando en cuando el nombre del guía. El seco golpear del hacha sobre lo troncos
macizos, y el acento extraño de su propia voz se convirtieron finalmente en unos
sonidos que a él mismo le daba miedo producir. Incluso le daba miedo oírlos. Atraían la
atención y delataban su situación exacta, y si se diera realmente el caso de que le
estuvieran siguiendo, lo mismo que seguía él a otro...
Con un esfuerzo supremo, rechazó tal idea en el mismo instante en que se le ocurrió.
Comprendía que era el principio de un aturdimiento diabólico que podía conducirle
vertiginosamente a su propia perdición.
Aunque la nieve no formaba una alfombra continua, sino sólo ligeras capas en los
espacios más despejados, no le fue difícil seguir el rastro durante varios kilómetros.
Caminaba en línea recta, en la medida en que se lo permitían los árboles. Las pisadas
impresas en la nieve comenzaron pronto a distanciarse, hasta que, finalmente, su
separación fue tal que parecía absolutamente imposible que ningún animal diera
zancadas tan enormes. Eran como saltos enormes. Midió una de aquellas zancadas y,
aunque sabía que la «distancia» de seis metros no debía de ser muy exacta, se quedó
perplejo; no comprendía cómo no encontraba en la nieve ninguna pisada intermedia
entre las huellas extremas. Pero lo que más confundido le tenía, lo que le hacía mirar
con recelo, era que las zancadas de Défago crecían también en longitud, poco a poco,
hasta cubrir exactamente las mismas distancias. Parecía como si la enorme bestia lo
hubiera arrastrado con ella en esos saltos asombrosos. Simpson, que tenía las piernas
mucho más largas, comprobó que no podía cubrir la mitad del trecho, ni aun tomando
impulso.
Y la visión de aquellas huellas que corrían unas junto a otras, mudo testimonio de una
carrera espantosa en la que el terror o la locura habían provocado unas consecuencias
imposibles, le impresionó profundamente y le conmovió en lo más hondo de su alma.
Era lo más espantoso que habían visto sus ojos. Comenzó a seguirlas maquinalmente,
casi enajenado, mirando de soslayo, furtivamente, por si algún ser, con zancadas
gigantescas, le seguía los pasos a él también... Y sucedió que, al poco tiempo, no supo
ya lo que significaban aquellas pisadas en la nieve, acompañadas por las huellas del
pequeño franco-canadiense, su guía, su camarada, el hombre que había compartido su
tienda unas horas antes, charlando, riendo, incluso cantando con él.
 
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astaroth1
view post Posted on 23/5/2012, 16:01




V

Sólo un valiente escocés, basado en el sentido común y amparado por la lógica, podía
conservar el sentido de la realidad como lo conservó este joven, mal que bien, para salir
de aquella aventura. De no haber sido así, los descubrimientos que hizo mientras
avanzaba valerosamente le habrían hecho retroceder hasta el refugio relativamente
seguro de su tienda, en vez de apretar el rifle en sus manos y encomendarse a Dios con
el pensamiento. Lo primero que observó fue que los dos rastros hablan sufrido una
transformación; y esta transformación, por lo que se refería a las huellas del hombre, era
ciertamente aterradora.
Al principio, lo notó en las huellas más grandes, y se quedó un buen rato sin poder creer
lo que veían sus ojos. ¿Eran las hojas caídas que producían extraños efectos de sombra,
o tal vez la nieve, seca y espolvoreada como harina de arroz por los bordes, era
responsable del efecto aquel? ¿O se trataba efectivamente de que las huellas hablan
adquirido un ligero matiz coloreado? Lo innegable era que las pisadas del animal tenían
un tinte rojizo y misterioso, que más parecía debido a un efecto de luz que a una
sustancia que impregnara la nieve. Y a medida que avanzaba se hacía más intenso aquel
matiz encendido que venta a añadir un toque nuevo y horrible a la situación.
Pero cuando, completamente perplejo, se fijó en las huellas del hombre por ver si
presentaban la misma coloración, observó que, entretanto, éstas hablan experimentado
un cambio infinitamente peor. Durante el último centenar de metros más o menos,
habían comenzado a parecerse a las huellas del animal. El cambio era imperceptible,
pero inequívoco. No se podía apreciar dónde comenzaba. El resultado, de todos modos,
estaba fuera de duda: más pequeñas, más recortadas, modeladas con mayor nitidez, las
huellas del hombre constituían ahora, sin embargo, un duplicado casi exacto de las
otras. Así, pues, los pies que las habían grabado se habían transformado también. Al
darse cuenta de lo que esto significaba, sintió una sensación de repugnancia y terror.
Por primera vez, Simpson dudó. Después, avergonzado de su indecisión, corrió unos
cuantos pasos más; un poco más allá, se detuvo en seco. Allí mismo terminaban todas
las señales. Los dos rastros acababan de repente. Buscó inútilmente en un radio de cien
metros o más, pero no encontró el menor indicio de huellas. No había nada.
Precisamente allí los árboles se espesaban bastante. Se trataba de enormes cedros y
abetos. No había monte bajo. Permaneció un rato mirando alrededor, completamente
turbado, sin saber qué pensar. Luego se puso a buscar con empeñada insistencia, pero
siempre llegaba al mismo resultado: nada. ¡Los pies que se habían marcado en la
superficie de la nieve hasta allí, parecían ahora haber dejado de tocar el suelo!
En ese instante de angustia y confusión, sintió cómo el terror se le enroscaba en el
corazón, dejándole totalmente paralizado. Todo el tiempo había estado temiendo que
sucediera... y sucedió.
Allá arriba, muy lejos, debilitada por la altura y la distancia, singularmente quejumbrosa
y apagada, oyó la plañidera voz de Défago, su guía.
Cayó sobre él un cielo invernal y tranquilo, y despertó en él un terror jamás rebasado. El
rifle le resbaló de las manos. Durante un segundo, permaneció inmóvil donde estaba,
escuchando con todo su ser. Después se retiró tambaleante hasta el árbol más cercano y
se apoyó en él, deshecho e incapaz de razonar. En aquel momento aquélla le parecía la
experiencia más aniquiladora del mundo. Se le había quedado el corazón vacío de todo
sentimiento, tal como si se le hubiera secado.
-¡Ah! ¡Qué altura abrasadora! ¡Ah, mis pies de fuego! ¡Mis pies candentes! -oyó que
imploraba la angustiada voz del guía, con un acento de súplica indescriptible. Después,
el silencio volvió a reinar entre los árboles.
Y Simpson, una vez recobrada la conciencia de sí, se dio cuenta de que estaba corriendo
de un lado para otro, gritando, tropezando con las raíces y las piedras, buscando
desenfrenadamente al que llamaba. Rasgóse el velo de recuerdos y emociones con que
la experiencia vela habitualmente los acontecimientos; y medio enloquecido, forjó
visiones que llenaron de terror sus ojos, su corazón y su alma. Porque, con aquella voz
lejana, le había llamado el pánico de la Selva, el Poder de la Indómita Lejanía, el
Hechizo de la Desolación que aniquila... En aquel momento, se le revelaron todos los
suplicios de un ser irremisiblemente perdido que sufría la fatiga y el placer del alma que
ha llegado a la Soledad final. Por las oscuras nieblas de sus pensamientos, como una
llama, pasó fugaz la visión de Défago, eternamente perseguido, acosado por toda la
inmensidad celeste de aquellos bosques antiquísimos.
Le pareció que transcurría una eternidad y, en el caos de sus desorganizadas
sensaciones, no consiguió encontrar nada a que aferrarse por un momento y pensar...
El grito no se repitió; sus propias llamadas no tuvieron respuesta. Las fuerzas
inescrutables de la Naturaleza Salvaje habían llamado a su víctima con voz inapelable y
la habían atenazado.
Sin embargo, aún continuó buscando y llamando durante unas cuatro horas, por lo
menos, puesto que ya era casi de noche cuando decidió, por fin, abandonar tan inútil
persecución y regresar al campamento, a orillas del Lago de las Cincuenta Islas. De
todos modos, se marchaba de mala gana. Aquella voz implorante resonaba aún en sus
oídos. Le costó trabajo encontrar el rifle y la pista de regreso. La necesidad de
concentrarse en la tarea de seguir los árboles mal marcados, y un hambre voraz que le
roía las tripas, le ayudaron a apartar de su mente lo ocurrido. De no haber sido así, él
mismo admite que su extravío le habría acarreado peores consecuencias. Gradualmente,
las dificultades concretas del momento le devolvieron a su ser, y no tardó en recuperar
el equilibrio de sus nervios.
No obstante, durante toda la marcha, a través de las sombras crecientes, se sintió
miserablemente perseguido. Oía innumerables ruidos de pasos que le seguían, voces que
reían y hablaban por lo bajo; y veía figuras agazapadas tras los árboles y las rocas,
haciéndose señas unas a otras como para atacarle a un tiempo, en el instante en que
pasara. El rumor del viento le hizo dar un respingo y detenerse a escuchar. Caminó
furtivamente, tratando de ocultar su presencia, haciendo el menor ruido posible. Las
sombras de los árboles, que hasta entonces le protegían o le cubrían, se volvían ahora
amenazadoras, inquietantes; y la confusión de su mente asustada le hacía sentir una
multitud de posibilidades, tanto más siniestras cuanto más oscuras. El presentimiento de
un destino fatal acechaba detrás de cada uno de los acontecimientos que acababan de
suceder.
Fue realmente admirable el modo como salió airoso al final. Acaso hombres de madura
experiencia hubieran fracasado en esta prueba. Consiguió dominarse bastante bien y
pensó en todo, como demuestra su plan de acción. Puesto que no tenía sueño en
absoluto, y caminaba siguiendo un rastro invisible en la total oscuridad, se sentó a pasar
la noche, rifle en mano, delante de una hoguera que ni por un momento dejó de
alimentar. El rigor de aquella vigilancia dejó marcado su espíritu para siempre; pero la
llevó a cabo con éxito, y a las primeras claridades del día emprendió el viaje de regreso,
en busca de ayuda. Como la vez anterior, dejó una nota escrita en la que explicaba su
ausencia e indicaba también dónde dejaba un depósito de abundantes provisiones y
cerillas... ¡aunque no esperaba que lo encontrasen manos humanas!
Sería por sí misma una historia digna de contarse la manera como Simpson encontró el
camino, solo, a través del lago y del bosque. Oírsela a él es conocer la apasionada
soledad de espíritu que puede sentir un hombre cuando la Naturaleza Salvaje lo tiene en
el hueco de su mano ilimitada... y se ríe de él. Es, también, admirar su voluntad
inquebrantable.
No reclama para sí ningún mérito. Confiesa que seguía maquinalmente, y sin pensar, el
rastro casi invisible. Y esto, indudablemente, es verdad. Confiaba en la guía
inconsciente de la razón, que es el instinto. Tal vez le ayudara también cierto sentido de
orientación, tan desarrollado en los animales y en el hombre primitivo. El caso es que, a
través de toda aquella enmarañada región, consiguió llegar al sitio donde Défago, casi
tres días antes, había escondido la canoa con estas palabras:
-Cruzar el lago todo recto, hacia el sol, hasta dar con el campamento.
No había sol de ninguna clase, pero se ayudó con la brújula como Dios le dio a
entender, y cubrió los últimos veinte kilómetros de su viaje a bordo de la frágil piragua,
con una inmensa sensación de alivio al dejar atrás, por fin, el bosque interminable. Por
fortuna, el agua estaba tranquila. Enfiló proa al centro del lago, en vez de costear, Y
tuvo la suerte, además, de que los otros estuvieran ya de regreso. La luz de la hoguera le
proporcionó un punto de referencia, sin el cual habría perdido toda la noche para
encontrar el campamento.
De todos modos, era cerca de media noche cuando su canoa rozó la arena de la
ensenada. Hank, Punk y su tío, despertados por sus gritos, echaron a correr. Y viéndole
cansado y deshecho, le ayudaron a abrirse camino por las rocas hasta el fuego casi
apagado.
 
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astaroth1
view post Posted on 23/5/2012, 17:40




VI

La repentina irrupción de su prosaico tío en este mundo de pesadilla en que vivía desde
hacía dos días y dos noches, tuvo el efecto inmediato de dar al asunto un cariz
enteramente nuevo. Bastó con oír su cordial «¡Hola, hijo mío! ¿Qué te pasa?» y sentirse
agarrado por aquella mano seca y vigorosa, para que su manera de enfocar los hechos
sufriera un giro radical. Estalló en su interior como una violenta reacción purificadora y
comprendió que su comportamiento no había sido normal. Incluso se sintió algo
avergonzado de sí mismo. La original terquedad de su raza le dominaba por completo.
Y esto último explica, indudablemente, por qué le resultó tan difícil contar su extraña
aventura ante el grupo reunido junto al fuego. Dijo lo necesario, no obstante, para que se
tomase la inmediata decisión de ir a rescatar al guía. Pero antes, Simpson debía comer y,
sobre todo, dormir para estar en condiciones de llevarles hasta allá. El doctor Cathcart,
que se daba más cuenta del estado del muchacho que lo que éste se creía, le inyectó una
dosis muy ligera de morfina que le permitió dormir como un tronco durante seis horas.
De la descripción que más adelante redactó con todo detalle este estudiante de teología,
se desprende que en lo que contó al principio había omitido diversos detalles de suma
importancia. Confiesa que, ante la presencia sólida y real de su tío, cara a cara, no tuvo
el valor de mencionarlos. De este modo, los componentes de la expedición entendieron,
al parecer, que Défago había sufrido un ataque de locura agudo e inexplicable durante la
noche, en el cual se creyó «llamado» por alguien o por algo, y que se había internado
por la espesura sin provisiones ni rifle, exponiéndose a una muerte horrible por frío y
hambre si ellos no llegaban a tiempo. Por lo demás, «a tiempo» quería decir
«inmediatamente».
En el curso del día siguiente -salieron a las siete, dejando a Punk en el campamento con
el encargo de que tuviera comida y lumbre siempre preparadas-, Simpson contó
bastantes cosas más sin sospechar que, en realidad, era su tío quien se las estaba
sonsacando. Para cuando llegaron al lugar donde comenzaba el rastro, junto al
escondrijo de la canoa, Simpson había contado ya que Défago habló de «algo que él
llamaba Wendigo» que había llorado durante el sueño, y que él mismo había creído
notar un olor raro en el campamento, y que había experimentado ciertos síntomas de
excitación mental. Asimismo, admitió haber experimentado el efecto turbador de «aquel
olor extraordinario, acre y penetrante como el de los leones». Y cuando se encontraban
a menos de una hora del Lago de las Cincuenta Islas, dejó caer otro detalle, que más
adelante calificó de estúpida confesión debida a su estado de histerismo. Dijo que había
oído al guía desaparecido «pidiendo ayuda». Omitió las extrañas palabras que éste había
proferido, sencillamente por no repetir aquel absurdo lenguaje. Además, al describir
cómo las pisadas del hombre, en la nieve, se iban convirtiendo gradualmente en una
réplica en miniatura de las huellas profundas del animal, se calló intencionadamente que
tanto las zancadas del uno como las del otro eran de dimensiones completamente
increíbles. Le pareció oportuno llegar a un término medio entre su orgullo personal y la
absoluta sinceridad, y decidir en cada caso lo que debía y lo que no debía contar. Sí
mencionó, pues, el tinte encendido de la nieve, por ejemplo, y no se atrevió a contar, en
cambio, que tanto el cuerpo como el lecho del guía habían sido arrastrados hacia afuera
de la tienda.
El resultado fue que el doctor Cathcart, que se consideraba a sí mismo como un hábil
psicólogo, le explicó con claridad y exactitud que su mente, influida por la soledad, el
aturdimiento y el terror, habían sucumbido frente a una tensión excesiva, provocando
esas alucinaciones. No por elogiar su conducta dejó de señalar, dónde, cuándo y cómo
se había extraviado su mente. El resultado fue que su sobrino, hábilmente halagado, se
creyó, por una parte, más perspicaz de lo que era en realidad, y más tonto por otra, al
ver cómo quitaban importancia a sus declaraciones. Como tantos otros materialistas, su
tío había sabido utilizar con sagacidad el argumento de la insuficiencia de datos para
enmascarar el hecho de que los datos aducidos le resultaban a él totalmente
inadmisibles.
-El hechizo de estas inmensas soledades -decía- es muy nocivo para la mente; es decir,
siempre que ésta posea una elevada capacidad de imaginación. Y lo ha sido para ti
exactamente igual que lo fue para mí cuando tenia tu edad. El animal que merodeaba
por vuestro pequeño campamento era indudablemente un alce, ya que el bramido de un
alce puede tener a veces una calidad muy peculiar. El color que creíste ver en las huellas
fue, evidentemente, una ilusión óptica provocada por tu estado de excitación. Las
dimensiones de las huellas, ya tendremos ocasión de comprobarlas cuando lleguemos.
En cuanto a las voces que te pareció oír, naturalmente, fueron alucinaciones muy
corrientes que se suelen producir por la misma excitación mental... excitación que
resulta perfectamente excusable y que ha sido, si me lo permites, maravillosamente
dominada por ti en esas circunstancias. En cuanto a lo demás, tengo que decir que has
obrado con gran valor, porque el terror de sentirse uno perdido en esta espesura no es
ninguna bagatela; de haber estado yo en tu lugar, creo que no me habría portado ni con
la mitad de juicio y decisión que tú. Lo único que encuentro particularmente difícil de
explicar es... es ese… ese condenado olor.
-Me puso enfermo, te lo aseguro -declaró su sobrino-; estuve a punto de marearme.
La imperturbable serenidad de su tío, debida tan sólo a su habilidad psicológica, le
impulsaba a adoptar una actitud ligeramente retadora. ¡Era tan fácil explicar con
términos eruditos unos hechos de los que uno no había sido testigo presencial!
-Era un olor salvaje y terrible. Así es únicamente como podría describirlo -concluyó,
sosteniendo la mirada reposada y fría de su tío.
-Lo que me maravilla -comentó éste-, es que, en semejantes circunstancias, no hayas
experimentado nada peor.
Simpson comprendió que estas palabras quedaban a mitad de camino entre la verdad y
la interpretación que de ella hacía su tío.
Y así, por último, llegaron al pequeño campamento y encontraron la tienda plantada
aún. Tanto la tienda como los restos del fuego y el papel clavado en la estaca, estaban
intactos. El escondrijo, en cambio, improvisado de mala manera por manos inexpertas,
había sido descubierto y saqueado por las ratas almizcleras, los visones y las ardillas.
Los fósforos estaban esparcidos por el agujero; en cuanto a las provisiones, habían
desaparecido hasta la última miga.
-Bueno, señores, aquí no hay nadie -exclamó sonoramente Hank, según era costumbre
suya-; ¡tan cierto como el sol que nos alumbra! Pero saber dónde se ha metido, que el
diablo me lleve si lo sé.
La presencia del estudiante de teología no fue entonces obstáculo para su lengua,
aunque por respeto al lector se hayan de moderar las expresiones que utilizó.
Propongo -añadió- que empecemos ahora mismo a buscarle y que registremos hasta el
infierno, si es necesario.
El destino de Défago, probablemente fatal, abrumaba a los tres expedicionarios y les
llenaba de una espantosa aprensión, sobre todo después de haber visto los vestigios de
su estancia allí. La tienda, sobre todo, con el lecho de ramas de bálsamo aplastado aún
por el peso de su cuerpo, parecía sugerirles vivamente su presencia. Simpson, como si
notara vagamente que sus palabras podían ponerse en tela de juicio, intentó explicar
algunos detalles. Ahora estaba mucho más tranquilo, aunque fatigado por el esfuerzo de
tantas caminatas. El método de su tío para explicar -para «desechar» más bien- sus
terroríficos recuerdos, contribuyó también a tranquilizarle.
-Y esa es la dirección que tomó al echar a correr -dijo Simpson a sus dos compañeros,
apuntando por donde había desaparecido el guía aquella madrugada de claridades
grises-. Por allá, en línea recta. Corría como un ciervo, por entre los abedules y los
cedros...
Hank y el doctor Cathcart se miraron.
-Y seguí el rastro unas dos millas en la misma dirección -prosiguió, con algo de su
antiguo terror en la voz-; después, a eso de unas dos millas o así, las huellas se
detienen... ¡se terminan!
-Que fue donde usted oyó que le llamaba y notó el mal olor y todo lo demás -exclamó
Hank con una volubilidad que traicionaba su profundo pesar.
-Y donde tu excitación te dominó hasta el extremo de provocar toda clase de ilusiones -
añadió el doctor Cathcart en voz baja, aunque no tanto que su sobrino no lo oyera.
La tarde no había hecho más que empezar. Habían caminado de prisa, y todavía les
quedaban más de dos horas de luz. El doctor Cathcart y Hank comenzaron
inmediatamente la búsqueda. Simpson estaba demasiado cansado para acompañarles. Le
dijeron que ellos seguirían las marcas de los árboles y, en cuanto les fuera posible, las
pisadas también. Entre tanto, lo mejor que podía hacer él era cuidar del fuego y
descansar.
Al cabo de unas tres horas de exploración, ya oscurecido, los dos hombres regresaron al
campamento sin novedad. La nieve reciente había borrado todas las huellas, y aunque
habían seguido los árboles marcados hasta donde Simpson emprendió el camino de
regreso, no descubrieron el menor indicio de ser humano... ni de animal alguno. No
había huellas de ninguna clase: la nieve estaba impoluta.
Era difícil decidir qué convenía hacer, aunque la realidad era que no se podía hacer nada
más. Podían quedarse y continuar buscando durante semanas y semanas sin demasiadas
probabilidades de éxito. La nieve de la noche anterior había destruido su única
esperanza. Se sentaron alrededor del fuego para cenar. Formaban un grupo sombrío y
desalentado. Los hechos, efectivamente, eran bastante tristes, ya que Défago tenía
esposa en Rat Portage y lo que él ganaba era el único medio de subsistencia para el
matrimonio.
Ahora que se sabía la verdad en toda su descarnada crudeza, parecía inútil tratar de
seguir disimulándola. A partir de ese momento, hablaron con franqueza de lo que había
sucedido y de las posibilidades existentes. No era la primera vez, incluso para el doctor
Cathcart, que un hombre sucumbía a la seducción singular de las Soledades y perdía el
juicio. Défago, por otra parte, estaba bastante predispuesto a una eventualidad de ese
tipo, ya que a su natural melancolía se sumaban sus frecuentes borracheras que a
menudo le duraban varias semanas. Algo debió de ocurrir en la excursión -no se sabía
qué-, que bastó para desencadenar su crisis. Eso era todo. Y había huido. Había huido a
la salvaje espesura de los árboles y los lagos, para morir de hambre y de cansancio. Las
posibilidades de que no consiguiera volver a encontrar el campamento eran
abrumadoras. El delirio que le dominaba aumentaría sin duda, y era completamente
seguro que había atentado contra sí mismo, apresurando de esta forma su destino
implacable. Podía incluso que a estas horas hubiera sobrevenido ya el desenlace final.
Por iniciativa de Hank, su viejo camarada, esperarían algo más y dedicarían todo el día
siguiente, desde el amanecer hasta que oscureciese a una búsqueda sistemática. Se
repartirían el terreno a explorar. Discutieron el proyecto con todos los pormenores.
Harían lo humanamente posible por encontrarlo.
Y a continuación se pusieron a hablar de la curiosa forma en que el pánico de la Selva
había atacado al infortunado guía. A Hank, a pesar de estar familiarizado con esta clase
de relatos, no le agradó el giro que había tomado la conversación. Intervino poco, pero
ese poco fue revelador. Admitió que se contaba, por aquella región, la historia de unos
indios que «habían visto al Wendigo» merodeando por las costas del Lago de las
Cincuenta Islas en el otoño del año anterior, y que éste era el verdadero motivo de la
aversión de Défago a cazar por allí. Hank, indudablemente, estaba convencido de que,
en cierto modo, había contribuido a la muerte de su compañero, ya que era él quien le
había persuadido para que fuese allí.
-Cuando un indio se vuelve loco -explicó, como hablando consigo mismo-, se dice que
ha visto al Wendigo. ¡Y el pobre Défago era supersticioso hasta los tuétanos!...
Y entonces Simpson, sintiendo un ambiente más propicio, contó todos los hechos de su
asombrado relato. Esta vez no omitió ningún detalle; refirió sus propias sensaciones y el
miedo sobrecogedor que había pasado. Unicamente se calló el extraño lenguaje que
había empleado el guía.
-Pero, sin duda, Défago te había contado ya todos esos pormenores acerca de la leyenda
del Wendigo -insistió el doctor-. Quiero decir que él habría hablado ya sobre todo esto,
y de esta suerte imbuyó en tu mente la idea que tu propia excitación desarrolló más
adelante.
Entonces Simpson repitió nuevamente los hechos. Declaró que Défago se había
limitado a mencionar el nombre de la bestia. Él, Simpson, no sabía nada de aquella
leyenda y, que él recordara, no había leído jamás nada que se refiriese a ella. Incluso le
resultaba extraño el nombre aquel.
Naturalmente, estaba diciendo la verdad, y el doctor Cathcart se vio obligado a admitir,
de mala gana, el carácter singular de todo el caso. Sin embargo, no lo manifestó tanto
con palabras como con su actitud: a partir de entonces mantuvo la espalda protegida
contra un árbol corpulento, reavivaba el fuego cuando le parecía que empezaba a
apagarse, era siempre el primero en captar el menor ruido que sonara en la oscuridad
circundante -acaso un pez que saltaba en el lago, el crujir de alguna rama, la caída
ocasional de un poco de nieve desde las ramas altas donde el calor del fuego comenzaba
a derretirla- e incluso se alteró un tanto la calidad de su voz, que se hizo algo menos
segura y más baja. El miedo, por decirlo lisa y llanamente, se cernía sobre el pequeño
campamento y, a pesar de que los tres preferían hablar de otras cosas, parecía que lo
único de que podían discutir era de eso: del motivo de su miedo. En vano intentaron
variar de conversación; no encontraban nada que decir. Hank era el más honrado del
grupo: no decía nada. Con todo, tampoco dio la espalda a la oscuridad ni una sola vez.
Permaneció de cara a la espesura y, cuando necesitaron más leña, no dio un paso más
allá de, los necesarios para obtenerla.
 
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astaroth1
view post Posted on 23/5/2012, 18:21




VII

Una muralla de silencio los envolvía, toda vez que la nieve, aunque no abundante, sí era
lo suficiente para apagar cualquier clase de ruido. Además, todo estaba rígido por la
helada. No se oía más que sus voces y el suave crepitar de las llamas. Tan sólo, de
cuando en cuando, sonaba algo muy quedo, como el aleteo de una mariposa. Ninguno
parecía tener ganas de irse a dormir. Las horas se deslizaban en busca de la medianoche.
-Es bastante curiosa la leyenda esa -observó el doctor, después de una pausa
excepcionalmente larga y con la intención de interrumpirla, más que por ganas de
hablar-. El Wendigo es simplemente la personificación de la Llamada de la Selva, que
algunos individuos escuchan para precipitarse hacia su propia destrucción.
-Eso es -dijo Hank-. Y cuando lo oyes, no hay posibilidad de que te equivoques. Te
llama por tu propio nombre.
Siguió otra pausa. Después, el doctor Cathcart volvió tan súbitamente al tema prohibido,
que pilló a los otros dos desprevenidos.
-La alegoría es significativa -dijo, tratando de escrutar la oscuridad que le rodeaba-,
porque la Voz, según dicen, recuerda los ruidos menudos del bosque: el viento, un salto
de agua, los gritos de los animales, y cosas así. Y una vez que la víctima oye eso… ¡se
acabó! Dicen que sus puntos más vulnerables son los pies y los ojos; los pies, por el
placer de caminar, y los ojos, porque gozan de la belleza. El infeliz vagabundo viaja a
una velocidad tan espantosa, que los ojos le sangran y le arden los pies.
El doctor Cathcart, mientras hablaba, seguía mirando inquieto hacia las tinieblas. Su voz
se convirtió en un susurro.
-Se dice también -añadió- que el Wendigo quema los pies de sus víctimas, debido a la
fricción que provoca su tremenda velocidad, hasta que se destruyen esos pies; y que los
nuevos que entonces se les forman son exactamente como los de él.
Simpson escuchaba mudo de espanto. Pero lo que más fascinado le tenía era la palidez
del semblante de Hank. De buena gana se habría tapado los oídos y habría cerrado los
ojos, si hubiera tenido valor.
-No siempre anda por el suelo -comentó Hank arrastrando las palabras-, pues sube tan
alto, que la víctima piensa que son las estrellas las que le han pegado fuego. Otras veces
da unos saltos enormes y corre por encima de las copas de los árboles, arrastrando a su
víctima con él, para dejarla caer como hace el albatros con las suyas, que las mata así,
antes de devorarlas. Pero de todas las cosas que hay en el bosque, lo único que come
es… ¡musgo! -y se rió con una risa nerviosa.
-Sí, el Wendigo come musgo -añadió, mirando con excitación el rostro de sus
compañeros-. Es un comedor de musgo -repitió, con una sarta de juramentos de lo más
extraño que uno puede imaginar.
Pero Simpson comprendía ahora el verdadero propósito de su conversación. Lo que
aquellos dos hombres fuertes y «experimentados» temían, cada uno a su manera, era
ante todo el silencio. Hablaban para ganar tiempo. Hablaban, también, para combatir la
oscuridad, para evitar el pánico que les invadía, para no admitir que se hallaban en un
terreno hostil, decididos, ante todo, a no permitir que sus pensamientos más profundos
llegaran a dominarles. Pero Simpson, que ya había sido iniciado en esa espantosa vigilia
de terror, se encontraba más avanzado, a este respecto, que sus dos compañeros. El
había alcanzado ya un estadio en el que se sentía inmune. En cambio, los otros dos, el
médico burlón y analítico y el honrado y tozudo hombre de los bosques, temblaban en
lo más íntimo.
De esta forma pasó una hora tras otra, y de esta forma el pequeño grupo permaneció
sentado, determinado a resistir espiritualmente, ante las fauces de la espesura salvaje,
hablando ociosamente y en voz baja de la terrible y obsesionante leyenda.
Considerándolo bien, era una lucha desigual, porque el espíritu indomable de los
bosques tenía la doble ventaja de haber atacado primero y de contar ya con un rehén. El
destino del compañero se cernía sobre ellos y les causaba una creciente opresión, que a
lo último se les haría insoportable.
Fue Hank, después de una pausa larga y enervante, el que liberó de modo totalmente
inesperado toda esa emoción contenida. De pronto, se puso en pie de un salto y lanzó a
las tinieblas el aullido más terrible que se pueda imaginar. Seguramente no podía
dominarse por más tiempo. Para darle mayor sonoridad, se dio palmadas en la boca,
provocando de este modo numerosas y breves intermitencias.
-Eso para Défago -dijo, mirando a sus compañeros con una sonrisa extraña y retadora-,
porque estoy convencido (aquí se omiten varios exabruptos) de que mi compadre no
está demasiado lejos de nosotros en este preciso momento.
Había tal vehemencia y tal seguridad en su afirmación, que Simpson dio un salto
también y se puso en pie. Al doctor se le fue la pipa de la boca. El rostro de Hank estaba
lívido y el de Cathcart daba muestras de un súbito desfallecimiento, casi de una pérdida
de todas las facultades. Luego brilló una furia momentánea en sus ojos, se puso de pie
con una calma que era fruto de su habitual autodominio y se encaró con el excitado
guía. Porque esto era inadmisible, estúpido, peligroso, y había que cortarlo de raíz.
Puede uno imaginarse lo que pasaría a continuación, aunque no puede saberse con
certeza, porque en aquel momento de silencio profundo que siguió al alarido de Hank, y
como contestándolo, algo cruzó la oscuridad del cielo por encima de ellos a una
velocidad prodigiosa, algo necesariamente muy grande, porque produjo un gran
ramalazo de viento, y, al mismo tiempo, descendió a través de los árboles un débil grito
humano que, en un tono de angustia indescriptible, clamaba:
-¡Ah! ¡Qué altura abrasadora! ¡Ah! ¡Mis pies de fuego! ¡Mis candentes pies de fuego!
Blanco como el papel, Hank miró estúpidamente en torno suyo, como un niño. El doctor
Cathcart profirió una especie de exclamación incomprensible y echó a correr, en un
movimiento instintivo de terror ciego, en busca de la protección de la tienda, y a los
pocos pasos se paró en seco. Simpson fue el único de los tres que conservó la presencia
de ánimo. Su horror era demasiado hondo para manifestarse en reacciones inmediatas.
Ya había oído aquel grito anteriormente.
Volviéndose hacia sus impresionados compañeros, dijo, casi con toda naturalidad:
-Ese es exactamente el grito que oí... ¡y las mismas palabras que dijo!
Luego, alzando su rostro hacia el cielo, gritó muy alto:
-¡Défago! ¡Défago! ¡Baja aquí, con nosotros! ¡Baja!...
Y antes de que ninguno tuviera tiempo de tomar una decisión cualquiera, se oyó un
ruido de algo que caía entre los árboles, rompiendo las ramas, y aterrizaba con un
tremendo golpe sobre la tierra helada. El impacto fue verdaderamente terrible y
atronador.
-¡Es él, que el buen Dios nos asista! -se oyó exclamar a Hank, en un grito sofocado, a la
vez que maquinalmente echaba mano al cuchillo.
-¡Y viene! ¡Y viene! -añadió, soltando unas irracionales carcajadas de terror, al oír sobre
la nieve helada el ruido de unos pasos que se acercaban a la luz.
Y, mientras avanzaban aquellas pisadas, los tres hombres permanecieron de pie,
inmóviles, junto a la hoguera. El doctor Cathcart se había quedado como muerto; ni
siquiera parpadeaba. Hank sufría espantosamente y, aunque no se movía tampoco, daba
la impresión de que estaba a punto de abalanzarse no se sabe hacia dónde. En cuanto a
Simpson, parecía petrificado. Estaban atónitos, asustados como niños. El cuadro era
espantoso. Y entre tanto, aunque todavía invisible, los pasos se acercaban, haciendo
crujir la nieve. Parecía que no iban a llegar jamás. Eran unos pasos lentos, pesados,
interminables como una pesadilla.
 
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astaroth1
view post Posted on 23/5/2012, 19:04




VIII

Por último, una figura brotó de las tinieblas. Avanzó hacia la zona de dudoso
resplandor, donde la luz del fuego se mezclaba con las sombras, a unos diez pasos de la
hoguera. Luego, se detuvo y les miró fijamente. Siguió adelante con movimientos
espasmódicos, como una marioneta, y recibió la luz de lleno. Entonces se dieron cuenta
los presentes de que se trataba de un hombre. Y al parecer aquel hombre era… Défago.
Algo así como la máscara del horror cubrió en aquel momento el semblante de los tres
hombres; y sus tres pares de ojos brillaron a través de ella, como si sus miradas cruzaran
las fronteras de la visión normal y percibiesen lo Desconocido.
Défago avanzó. Sus pasos eran vacilantes, inseguros. Primero se aproximó al grupo,
después se volvió bruscamente y clavó los ojos en el rostro de Simpson. El sonido de su
voz brotó de sus labios:
-Aquí estoy, jefe. Alguien me ha llamado -era una voz seca, débil, jadeante-. Estoy de
viaje. He atravesado el fuego del Infierno... No ha estado mal...
Y se rió, avanzando la cabeza hacia el rostro del otro. Pero aquella risa puso en marcha
el mecanismo del grupo de figuras de cera mortalmente pálidas que formaban los otros
tres. Hank saltó inmediatamente sobre él, lanzando una sarta de juramentos tan
rebuscados y sonoros que a Simpson ni siquiera le sonaron a inglés sino más bien a
algún lenguaje indio o cosa así. Lo único que comprendía era que el hecho de que Hank
se hubiese interpuesto entre los dos, le resultaba grato… extraordinariamente grato. El
doctor Cathcart, aunque más reposadamente, avanzó tras él a trompicones.
Simpson no recuerda bien lo que pasó en aquellos pocos segundos, porque los ojos de
aquel rostro apergaminado y maldito que le escudriñaba de cerca, le aturdieron
totalmente. Se quedó alelado, ni abrió la boca siquiera, No poseía la disciplinada
voluntad de los otros dos, que les permitía actuar desafiando toda tensión emocional.
Los vio moverse como si se encontrara detrás de un cristal, como si la escena fuese una
pura fantasía evanescente. Sin embargo, en medio del torrente de frases sin sentido de
Hank, recuerda haber oído el tono autoritario de su tío -duro y forzado-- que decía algo
sobre alimento, calor, mantas, whisky, y demás… Y durante la escena que siguió, no
dejó de percibir las vaharadas de aquel olor penetrante, insólito, maligno pero
embriagador a la vez.
Sin embargo, fue él -con menos experiencia y habilidad que los otros dos- quien profirió
la frase que vino a aliviar la horrible situación, expresando así la duda y el pensamiento
que encogía el corazón de los tres.
-¿Eres… eres TÚ, Défago? -preguntó, quebrando un horror de silencio con su voz.
E inmediatamente, Cathcart irrumpió con una sonora respuesta, antes que el otro
hubiera tenido tiempo de mover los labios:
-¡Claro que sí! ¡Claro que sí! Lo que ocurre… ¿no lo ves?... es que está exhausto de
hambre y de cansancio. ¿No es eso suficiente para cambiar a un hombre hasta el punto
de hacerlo irreconocible?
Lo decía más para convencerse a sí mismo que a los demás. El énfasis de su tono lo
dejaba bien claro. Y mientras hablaba y se movía, se llevaba continuamente el pañuelo a
la nariz. Aquel olor había penetrado en todo el campamento.
Porque el «Défago» que se arrebujó en las mantas junto al fuego, bebiendo whisky
caliente y comiendo con las manos, apenas si se parecía más al guía que ellos habían
conocido que un hombre de sesenta años a un retrato de su propia juventud. No es
posible describir honradamente aquella caricatura fantasmal, aquella parodia de la
imagen de Défago. Conservaba algún vestigio espantoso y remoto de su aspecto
anterior. Simpson afirma que el rostro era más animal que humano, que los rasgos se le
habían contraído en proporciones dislocadas. La piel, fláccida y colgante, como si
hubiera sido sometido a presiones y tensiones físicas, le recordaba vagamente una de
esas vejigas con una cara pintada que cambia de expresión a medida que la van inflando
y que, al desinflarse, emiten un sonido quejumbroso y débil como un sollozo. Tanto la
voz como la cara de Défago tenían una abominable semejanza con esas vejigas. Pero
Cathcart, mucho después, al tratar de describir lo indescriptible, afirma que aquel podía
ser el aspecto de un rostro y de un cuerpo que, habiéndose hallado en una capa de aire
rarificada, estuviera a punto de disgregarse hasta... hasta perder toda consistencia.
Hank, aunque totalmente confundido y agitado por una emoción sin límites que no
podía reprimir ni comprender, fue quien, sin más dilaciones, puso fin a la cuestión. Se
apartó unos pasos de la hoguera, de forma que el resplandor no le deslumbrara
demasiado y, haciéndose sombra con las dos manos en los ojos, exclamó con voz
potente, mezcla de furia y excitación:
-¡Tú no eres Défago! ¡Ni hablar! ¡A mí me importa un condenado pimiento lo que tú...
pero aquí no vengas diciendo que eres mi compadre de hace veinte años! -los ojos le
fulguraban como si quisiera destruir aquella figura acurrucada con su mirada furibunda-.
Y si es verdad, que me caiga un rayo de punta y me mande al infierno de cabeza. ¡Dios
nos asista! -añadió, sacudido por un violento escalofrío de repugnancia y horror.
Fue imposible hacerlo callar. Allí estuvo gritando como un poseso, y tan terrible era
verle como oír lo que decía… porque era verdad. No hizo más que repetir lo mismo
cincuenta veces, y cada vez, en una lengua más enrevesada que la anterior. El bosque se
llenaba de sus ecos. Llegó un momento en que parecía como si quisiera arrojarse sobre
«el intruso», pues su mano subía constantemente hacia su cinturón, en busca de su largo
cuchillo de monte.
Pero al final no hizo nada y la tempestad estuvo a punto de terminar en lágrimas.
Súbitamente, la voz de Hank se quebró. Se dejó caer en el suelo y Cathcart se las
arregló para convencerle de que se marchara a la tienda y se echase a descansar. El resto
de la escena, claro está, lo presenció desde dentro. Su pálida cara de terror atisbaba por
la abertura de la tienda.
Luego el doctor Cathcart, seguido de cerca por su sobrino, que tan bien había
conservado su presencia de ánimo, adoptó un aire de determinación y se puso en pie,
frente a la figura arrebujada junto al fuego. La miró de frente y habló, Al principio, le
salió una voz firme:
-Défago, díganos qué ha sucedido... no hace falta que entre en detalles, sólo deseamos
saber cómo podemos ayudarle -preguntó con acento autoritario, casi como una orden.
Pero inmediatamente después varió de tono, porque el rostro de aquella figura se volvió
hacia él con una expresión tan lastimera, tan terrible y tan poco humana, que el médico
retrocedió como si tuviera delante un ser espiritualmente impuro. Simpson, que miraba
desde atrás, dice que le daba la impresión de que el rostro de Défago era una máscara a
punto de caerse y de que debajo se iba a revelar, en toda su desnudez, su verdadero
rostro, negro y diabólico.
-¡Vamos, hombre, vamos! -gritaba Cathcart, a quien el terror le atenazaba la garganta-.
No podemos estarnos aquí toda la noche… -era el grito del instinto sobre la razón.
Y entonces «Défago», con una sonrisa inexpresiva, contestó; y su voz era débil,
inconsistente y extraña, como a punto de convertirse en un sonido enteramente distinto:
-He visto al gran Wendigo -susurró, olfateando el aire en torno suyo, exactamente igual
que una bestia-. He estado con él, también...
Allí terminaron el pobre diablo su discurso y el doctor Cathcart su interrogatorio,
porque en ese momento se oyó un grito desgarrador de Hank, cuyos ojos se veían brillar
desde fuera de la tienda:
-¡SUS pies! ¡Oh, Dios, sus pies! ¡Mirad Cómo le han cambiado los pies!
Défago, que se había removido en su sitio, se había colocado de tal forma que por
primera vez aparecieron sus piernas a la luz y sus pies quedaron al descubierto. Sin
embargo, Simpson no tuvo tiempo de ver lo que Hank señalaba. En el mismo instante,
con un salto de tigre asustado, Cathcart se arrojó sobre él y le tapó las piernas con
mantas con tal rapidez que el joven estudiante apenas si llegó a vislumbrar algo oscuro
y singularmente abultado allí donde deberían verse sus pies enfundados en un par de
mocasines.
Después, antes que al doctor le diera tiempo de nada más, antes de que a Simpson se le
ocurriera ninguna pregunta, y mucho menos pudiera formularla, Défago se puso en pie,
se irguió frente a ellos, bamboleándose con dificultad, y con una expresión sombría y
maliciosa en su rostro deforme. Resultaba literalmente monstruoso.
-Ahora, vosotros lo habéis visto también -jadeó-. ¡Habéis visto mis ardientes pies de
fuego! Y ahora... bueno, a no ser que podáis salvarme y evitar… poco falta para…
Su voz lastimera fue interrumpida por un ruido, como por el rugir de un vendaval que
viniese cruzando el lago. Los árboles sacudieron sus ramas enmarañadas. Las llamas del
fuego se agitaron, azotadas por una ráfaga violenta, y algo pasó sobre el campamento
con furia ensordecedora. Défago arrancó de sí todas las mantas, dio media vuelta hacia
el bosque y con aquel torpe movimiento con que había venido... se marchó. Pero lo hizo
a una velocidad tan pasmosa que, cuando quisieron darse cuenta, la oscuridad ya se lo
había tragado. Y pocos segundos después, por encima de los árboles azotados y del
rugido del viento repentino, los tres hombres oyeron, con el corazón encogido, un grito
que parecía provenir de una altura inmensa.
-¡Ah! ¡Qué altura abrasadora! ¡Ah! ¡Mis pies de fuego! ¡Mis candentes pies de fuego!...
Luego, la voz se apagó en el espacio incalculable y silencioso.
El doctor Cathcart -que había dominado de pronto sus nervios, y se había adueñado
también de la situación- agarró a Hank violentamente del brazo en el momento que iba a
lanzarse hacia la espesura.
-¡Quiero que conste! -gritaba el guía-, ¡que conste, digo, que ése no es él! ¡De ninguna
manera! ¡Ese es algún... demonio que le ha usurpado el sitio!
De una u otra forma -el doctor Cathcart admite que nunca ha sabido claramente cómo lo
consiguió--, se las arregló para retenerle en la tienda y apaciguarlo. El doctor, por lo
visto, había conseguido reaccionar, y era capaz nuevamente de dominar sus propias
energías. En efecto, manejó a Hank admirablemente. Sin embargo, su sobrino, que hasta
ese momento se había portado maravillosamente, fue quien vino a causarle más
preocupación, pues la tensión acumulada se le desbordó en un acceso de llanto histérico
que hizo necesario aislarle en un lecho de ramas y mantas, lo más lejos posible de Hank.
Allí permaneció, debatiéndose bajo las mantas, gritando cosas incoherentes, mientras
pasaban las horas de aquella noche de pesadilla. Sus palabras formaban una jerigonza en
la que velocidad, altura y fuego se mezclaban extrañamente con las enseñanzas
recibidas en sus clases de teología.
-¡Veo unas gentes con la cara destrozada y ardiendo, que caminan de manera alucinante
y se acercan al campamento!
Y lloraba durante un minuto. Luego se incorporaba, se ponía de cara al bosque,
escuchaba atento, y susurraba:
-¡Qué terribles son, en la espesura salvaje... los pies de... de los que…
Y su tío le interrumpía, distraía sus pensamientos, y le reconfortaba.
Por fortuna, su histerismo fue transitorio. El sueño le curó, igual que a Hank.
Hasta que apuntaron las primeras claridades del amanecer, poco después de las cinco de
la madrugada, el doctor Cathcart estuvo despierto. Su cara tenía el color de la pared y un
extraño rubor bajo sus ojos. Durante todas aquellas horas de silencio, su voluntad había
estado luchando con el espantoso terror de su alma, y de esta lucha provenían las huellas
de su rostro...
Al amanecer, encendió fuego, preparó el desayuno y despertó a los otros. A eso de las
siete, se pusieron en camino de regreso al otro campamento. Eran tres hombres
perplejos y afligidos; pero, cada uno a su modo, habían conseguido mitigar la inquietud
interior recobrando más o menos el sosiego.
 
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astaroth1
view post Posted on 23/5/2012, 19:43




IX

Hablaron poco, y únicamente de cosas corrientes y sensatas, porque tenían la cabeza
cargada de pensamientos dolorosos que pedían una explicación, aunque ninguno se
decidía a tocar el tema. Hank, el más acostumbrado a la vida de la naturaleza, fue el
primero en encontrarse a sí mismo, ya que era también el de menos complicaciones
interiores. En el caso del doctor Cathcart, las fuerzas de su «civilización» luchaban
contra la experiencia de un hecho bastante singular. Hoy por hoy sigue sin estar
completamente seguro de determinadas cosas. Sea como fuere, a él le costó mucho más
«encontrarse a sí mismo».
Simpson, el estudiante de teología, fue el que sacó conclusiones más ordenadas, aunque
no de la índole más científica. Allá, en el corazón de la inextricable espesura, habían
presenciado algo cruda y esencialmente primitivo. Habían presenciado algo aterrador
que había logrado sobrevivir a la evolución de la humanidad, pero que aún se mostraba
como una forma de vida monstruosa e inmadura. Para él, era como si se hubieran
asomado a edades prehistóricas en que las supersticiones, rudimentarias y toscas,
oprimían aún los corazones de los hombres, en que las fuerzas de la naturaleza eran
indomables y no se habían dispersado los Poderes que atormentaban el universo. A ellos
se refirió cuando, años más tarde, habló en un sermón de «las Potencias formidables y
salvajes que acechan en las almas de los hombres, Potencias que tal vez no sean
perversas en sí mismas, aunque sí instintivamente hostiles a la humanidad tal como
ahora la concebimos».
Nunca discutió a fondo todo aquello con su tío, porque lo impedía la barrera que se
alzaba entre sus respectivas formas de pensar. Únicamente una vez, al cabo de varios
años, rozaron este tema; o más exactamente, aludieron a un detalle relacionado con él:
-¿Puedes decirme, al menos, cómo… cómo eran? -preguntó Simpson.
La contestación, aunque llena de tacto, no fue alentadora:
-Es mucho mejor que no intentes descubrirlo.
-Bueno, ¿y aquel olor?… -insistió el sobrino--. ¿Qué opinas de él?
El doctor Cathcart le miró y alzó las cejas,
-Los olores -contestó- no son tan fáciles de comunicar por telepatía como los sonidos o
las visiones. Sobre eso puedo decir tanto como tú, o acaso menos.
Cuando se trataba de explicar algo, el doctor Cathcart solía ser bastante locuaz. Esta
vez, sin embargo, no lo fue.
Al caer el día, cansados, muertos de frío y de hambre, llegaron los tres al término de la
penosa expedición: el campamento, que, a primera vista, parecía desierto. Fuego, no
había; ni tampoco salió Punk a recibirles. Tenían demasiado agotada la capacidad de
emocionarse, para sorprenderse o disgustarse. Pero el grito espontáneo de Hank, que
brotó de sus labios al acercarse a la hoguera apagada, fue una especie de llamada de
advertencia, un aviso de que aquella extraña aventura no había concluido aún. Y tanto
Cathcart como su sobrino confesaron después que, cuando le vieron arrodillarse, preso
de incontenible excitación, y abrazar algo que yacía ante las cenizas apagadas, tuvieron
el presentimiento de que ese «algo» era Défago, el verdadero Défago, que había
regresado.
Y así era, en efecto.
Agotado hasta el último extremo, el franco-canadiense -es decir, lo que quedaba de él-,
hurgaba entre las cenizas tratando de encender un fuego. Su cuerpo estaba allí,
agachado, y sus dedos flojos apenas eran capaces de prender unas ramitas con ayuda de
una cerilla. Ya no había una inteligencia que dirigiera esta sencilla operación. La mente
había huido al más allá y, con ella, también la memoria. No sólo el recuerdo de los
acontecimientos recientes, sino todo vestigio de su vida anterior.
Esta vez era un hombre de verdad, aunque horriblemente contrahecho. En su rostro no
había expresión de ninguna clase: ni temor, ni reconocimiento, ni nada. No dio muestras
de conocer a quien le había abrazado, a quien le alimentaba y le hablaba con palabras de
alivio y de consuelo. Perdido y quebrantado más allá de donde la ayuda humana puede
alcanzar, el hombre hacía mansamente lo que se le mandaba. Ese «algo» que antes
constituyera su «yo individual» había desaparecido para siempre.
En cierto modo, lo más terrible que habían visto en su vida era aquella sonrisa idiota,
aquel meterse puñados de musgo en la boca, mientras decía que sólo «comía musgo», y
los vómitos continuos que le producían los más sencillos alimentos. Pero acaso peor aún
fuera la voz infantil y quejumbrosa con que les contó que le dolían los pies «ardientes
como el fuego», lo que era natural. Al examinárselos el doctor Cathcart, vio que los
tenía espantosamente helados. Y debajo de los ojos tenían débiles muestras de haber
sangrado recientemente.
Los detalles referentes a cómo había sobrevivido a aquel suplicio prolongado, dónde
había estado o cómo había recorrido la considerable distancia que separaba los dos
campamentos, teniendo en cuenta que hubo de dar a pie el enorme rodeo del lago,
puesto que no disponía de canoa, continúan siendo un misterio. Había perdido
completamente la memoria. Y antes de finalizar el invierno, en cuyos comienzos había
ocurrido esta tragedia, Défago, perdidos el juicio, la memoria y el alma, desapareció
también. Sólo vivió unas pocas semanas.
Lo que Punk fue capaz de aportar más tarde a la historia no arrojó ninguna luz nueva.
Estaba limpiando pescado a la orilla del lago, a eso de las cinco de la tarde -esto es, una
hora antes de que regresara el grupo expedicionario-, cuando vio a la caricatura del guía
que se dirigía tambaleante hacia el campamento. Dice que le precedía una débil
vaharada de olor muy singular.
En ese mismo instante, el viejo Punk abandonó el campamento. Hizo el largo viaje de
regreso con la rapidez con que sólo puede hacerlo un piel roja. El terror de toda su raza
se había apoderado de él. Sabía lo que significaba todo aquello: Défago «había visto el
Wendigo».
 
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belzebuth666
view post Posted on 26/8/2015, 21:29




La Maldición que Cayó sobre Sarnath

Existe en la tierra de Mnar un lago vasto
de aguas tranquilas al que ningún río alimenta
y del cual tampoco fluye río alguno. En sus
orillas se alzaba, hace diez mil años, la
poderosa ciudad de Sarnath, mas hoy
ya no existe allí ciudad alguna.
Se dice que, en un tiempo inmemorial, cua
ndo el mundo era joven
y ni aun los hombres
de Sarnath habían llegado a la tierra de Mn
ar, a la orilla de a
quel lago se alzaba otra
ciudad: la ciudad de Ib, constr
uida en piedra gris, que er
a tan antigua como el propio
lago y estaba habitada por seres que no resu
ltaba agradable contemplar. Muy extraños y
deformes eran tales seres, cual corresponde
en verdad a seres pertenecientes a un mundo
apenas esbozado, aún sólo toscamente empeza
do a modelar. En los cilindros de arcilla
de Kadatheron está escrito que los habitantes
de Ib eran, por su color, tan verdes como
el lago y las nieblas que de él se elevan; que
poseían abultados ojos y labios gruesos y
blandos y extrañas orejas y
que carecían de voz. También es
tá escrito que procedían de
la luna, de la que habían descendido una noc
he a bordo de una gran
niebla, junto con el
lago vasto de aguas tranquilas
y la propia ciudad de Ib, constr
uida en piedra gris. Cierto
es, en todo caso, que adoraban un ídolo, talla
do en piedra verdemar, que representaba a
Bokrug, el gran saurio acuático, ante el cual
celebraban danzas horribles cuando la luna
gibosa mostraba su doble cuerno. Y escrito es
tá en el papiro de
Ilarnek que un día
descubrieron el fuego y que desde aquel
día encendieron hogueras para mayor esplendor
de sus ceremoniales. Pero no hay mucho más escrito sobre estos seres, pues
pertenecieron a épocas muy remotas y el ho
mbre es joven y apenas conoce nada de
quienes vivieron en los tiempos primigenios.
Al cabo de muchos milenios, de eras incont
ables, llegaron los hombres a la tierra de
Mnar. Eran pueblos pastores, de tez
oscura, que llegaron con sus ganados y
construyeron Thraa, Ilarnek y Kadatheron en
las riberas del tortuoso río Ai. Y ciertas
tribus, más osadas que las otras, llegar
on hasta las orillas del lago y construyeron
Sarnath en un lugar donde la tierra es
taba preñada de metales preciosos.
No lejos de Ib, la ciudad gris, colocaron es
tas tribus nómadas las primeras piedras de
Sarnath, y grande fue su asombro a la vista
de los extraños habitantes de Ib. Mas a su
asombro se mezclaba el odio, pues, a su ju
icio, no era deseable
que seres de aspecto
semejante convivieran, sobre todo al a
nochecer, con el mundo de los hombres.
Tampoco les agradaron las extrañas figuras esculpidas en los grises monolitos de Ib,
pues nadie podía explicar cómo
habían pervivido tales escu
lturas hasta la aparición del
hombre, a no ser porque la tierra de Mnar
era como un remanso de paz y se hallaba muy
a trasmano de las demás tierras, tanto de las ti
erras reales como del país de los sueños.
A medida que los hombres de Sarnath iban
conociendo mejor a los
seres de Ib, su odio
iba en aumento, y a ello no dejó
de contribuir el descubrimi
ento de que estos seres eran
débiles, y blandos sus cuerpos al contacto
con piedras o flechas. As
í, pues, un día, los
jóvenes guerreros, los honderos
y los lanceros y los arque
ros marcharon sobre Ib y
mataron a todos sus habitantes, arrojando su
s extraños cuerpos al lago con ayuda de
largas lanzas, va que prefir
ieron no tocarlos. Y como tam
poco les agradaban los grises
monolitos esculpidos de Ib, también lo
s arrojaron al lago, aunque no sin antes
maravillarse del inmenso trabajo que habría de
bido costar el acarreo de las piedras con
que estaban construidos, ya
que éstas sin duda procedían de regiones remotas, pues en
la tierra de Mnar y en países adyacentes no
existía piedra alguna que se pareciese a ella.
Así, pues, nada quedó de la antiquísima ciuda
d de Ib, excepto el í
dolo, tallado en piedra
verdemar, que representaba a Bokrug, el saur
io acuático, el cual
fue llevado a Sarnath
por los jóvenes guerreros, como símbolo de
su victoria sobre los arcaicos dioses y
habitantes de Ib y como señal también de he
gemonía sobre toda le tierra de Mnar. Mas
en la noche que siguió al día en que habí
a sido instalado en el
templo, algo terrible
debió suceder, pues sobre el lago se vieron
luces fantásticas y, por la mañana, notaron
las gentes que el ídolo no estaba en el te
mplo y que el sumo sacerdote Taran-Ish yacía
muerto, como fulminado por un terror indeci
ble, y, antes de morir, Taran-Ish había
trazado con mano insegura, sobre el alta
r de crisolita, el signo de MALDICION.
Después de Taran-Ish se sucedieron en
Sarnath muchos sumos sacerdotes, mas nunca
volvió a encontrarse el ídolo
de piedra. Y pasaron muchos
siglos, en el curso de los
cuales Sarnath se convirtió en una ciudad
extraordinariamente pr
óspera, hasta el punto
de que, excepto los sacerdotes
y las viejas, todos olvidar
on el signo que Taran-Ish había
trazado en el altar de crisol
ita. Entre Sarnath y la ciudad de
Ilarnek se creó una ruta de
caravanas, y los metales preciosos de la tie
rra fueron canjeados por otros metales y por
exquisitas vestiduras y por joya
s y por libros y por herramient
as para los orfebres y por
todos los lujosos artificios de
los pueblos que habitaban en
las riberas del tortuoso río Ai
y aun más allá. Y así creció
Sarnath, poderosa y sabia y bella, y envió ejércitos
invasores que sojuzgaron las ciudades vecina
s; y, por fin, en el trono de Sarnath se
sentaron reyes que gobernaban
toda la tierra de Mnar y muchos países adyacentes.
Maravilla del mundo y orgullo de la humanid
ad era Sarnath la magnífica. Sus murallas
eran de mármol pulido de las canteras del desi
erto y su altura era de trescientos codos y
su anchura de setenta y cinco, de tal m
odo que, por el camino de ronda, podían pasar
dos carretas a la vez. Su l
ongitud era de quinientos esta
dios y rodeaban la ciudad
excepto por la parte del lago, donde había un
dique de piedra gris contra el que se
estrellaban las extrañas olas que se alzab
an una vez al año, dur
ante la ceremonia que
conmemoraba la destrucción de Ib. Tenía Sa
rnath cincuenta calles, que iban del lago a
las puertas de las caravanas,
y otras cincuenta más que iban
en dirección perpendicular a
aquéllas. De ónice estaban pavimentadas toda
s, excepto las que eran vía de paso para
caballos, camellos y elefantes, estando ésta
s empedradas con losas de granito. Y las
puertas de Sarnath eran tantas como calle
s llegaban a sus murallas, y todas eran de
bronce y estaban flanqueadas por estatuas de
leones y elefantes esculpidos en una piedra
que hoy desconocen ya los hombres. Las casas de
Sarnath eran de la
drillo vidriado y de
calcedonia y todas tenían un
jardín amurallado y un esta
nque cristalino. Con extraño
arte estaban construidas, pues ninguna otra
ciudad tenía casas como las suyas; y los
viajeros que llegaban de
Thraa y de Ilarnek y de Kadatheron se maravillaban al
contemplar las cúpulas respla
ndecientes que las coronaban.
Pero aún más maravillosos eran los palacios
y los templos y los jardines construidos por
Zokkar, rey de tiempos remotos. Había muchos
palacios, el último de los cuales era más
grande que cualquiera de los de Thraa, Il
arnek o Kadatheron. Tan
altos eran sus techos
que, a veces, los visitantes imaginaban hall
arse bajo la bóveda del mismo cielo; sin
embargo, cuando encendían sus lámparas alimen
tadas con aceites de Dother, las paredes
mostraban vastas pinturas que representaban
reyes y ejércitos de tal esplendor que quien
las contemplaba sentía asombro y pavor a la
vez. Muchos eran los pilares de los
palacios, todos de mármol veteado y cubier
tos de bajorrelieves de insuperable belleza.
Y en la mayor parte de los palacios, los suel
os eran mosaicos de berilio y lapislázuli y
sardónice y carbunclo y otros materiales pr
eciosos, dispuestos
con tanto arte que el
visitante a veces creía caminar sobre macizos
de las flores más raras. Y había asimismo
fuentes que arrojaban agua perfumada en
surtidores instalados con sorprendente
habilidad. Mas superior a todos
los demás era el palacio de
los Reyes de Mnar y países
adyacentes. El trono descansaba sobre dos le
ones de oro macizo y estaba situado tan
alto que, para llegar a él, era preciso subi
r una escalinata de muchos peldaños. Y el
trono estaba tallado en una sola pieza de ma
rfil y ya no vive hombre que sepa explicar
de dónde procedía pieza de tal tamaño. En a
quel palacio había también muchas galerías
y muchos anfiteatros donde leones, hombres
y elefantes combatían para solaz de los
reyes. A veces, los anfiteatros eran inund
ados con aguas traídas del lago mediante
poderosos acueductos y entonces
se celebraban allí justas
acuáticas o combates entre
nadadores y mortíferas bestias del mar.
Altivos y asombrosos eran los diecisiete
templos de Sarnath, construidos en forma de
torre con piedras brillantes
y policromas desconocidas en
otras regiones. Mil codos de
altura medía el mayor de todos, donde residí
a el sumo sacerdote, rodeado de un boato
apenas superado por el del propio rey. En
la planta baja había salas tan vastas y
espléndidas como las de los palacios; en el
las se agolpaban las multitudes que venían a
adorar a Zo-Kalar y a Tamash
y a Lobon, dioses principales de Sarnath, cuyos altares,
envueltos en nubes de incienso, eran como
tronos de monarcas. Las imágenes de Zo-
Kalar, de Tamash y de Lobon tampoco eran
como las de otros dioses, pues tal era su
apariencia de vida que cualquiera habría ju
rado que eran los propios dioses augustos, de
rostros barbados, quienes se sentaban en
los tronos de marfil. Y por interminables
escaleras de circonio se llegaba a la más alta
cámara de la torre más alta, desde la cual
los sacerdotes contemplaban, de día, la ciud
ad y las llanuras y el lago que se extendía a
sus pies y, de noche, la luna
críptica y los planetas y estr
ellas, llenos de significado, y
sus reflejos en el lago. Allí se celebraba
un rito, arcaico y muy secreto, en execración de
Bokrug, el saurio acuático, y allí se conserva
ba el altar de crisolita con el signo de
Maldición trazado por Taran-Ish.
Maravillosos asimismo eran lo
s jardines plantados por Zokka
r, rey de tiempos remotos.
Se hallaban situados en el centro de Sa
rnath, ocupando gran extensión de terreno, y
estaban rodeados por una elevada muralla.
Se hallaban protegidos por una inmensa
cúpula de cristal, a través de
la cual brillaban el sol, la
luna y los planetas cuando el
tiempo era claro, y de la cual pendían imágenes
refulgentes del sol, de la luna, de las
estrellas y de los planetas cuando el tiem
po no era claro. En vera
no, los jardines eran
refrigerados mediante una fresca bris
a perfumada producida por grandes aspas
ingeniosamente concebidas, y en invierno er
an caldeados mediante fuegos ocultos, de
tal modo que en aquellos jardin
es siempre era primavera. Entre prados verdes y macizos
multicolores corrían numerosos riachuelos de lecho pedregoso y brillante, cruzados por
muchos puentes. Muchas eran también las cas
cadas que interrumpían
su plácido curso y
muchos los estanques, rodeados de lirios,
en que sus aguas se remansaban. Sobre la
superficie de arroyos y remansos se desli
zaban blancos cisnes, mientras pájaros raros
cantaban en armonía con la música del agua.
Sus verdes orillas se elevaban formando
terrazas geométricas, adornadas aquí y allá
con rotondas y emparrados florecidos, con
bancos y sitiales de pórfi
do y mármol. Y también había profusión de templetes y
santuarios donde reposar o donde rezar, mas sólo a los dioses menores.
Todos los años se celebraba en Sarnath una
fiesta que conmemoraba la destrucción de
Ib, durante la cual abundaban vino, cancione
s, danzas y juegos de todas clases.
Rendíanse también honores a las sombras de
los que habían aniquilado a los extraños
seres primordiales, y el recuer
do de tales seres y de sus dios
es arcaicos se convertía en
objeto de mofa por parte de danzantes y vihu
elistas coronados con rosas de los jardines
de Zokkar. Y los reyes contemplaban las ag
uas del lago y maldecían los huesos de los
muertos que yacían bajo su superficie.
Grandiosa, más allá de todo cuanto pueda imag
inarse, fue la fiesta con que se celebró el
milenario de la destrucción de Ib. Más de
un decenio llevaba hablándose de ella en la
tierra de Mnar y, cuando se aproximó la f
echa, llegaron a Sarnath, a tomos de caballos,
camellos y elefantes, los hombres de Thraa,
de Ilarnek, de Kada
theron y de todas las
ciudades de Mnar y de los países que se
extendían más allá de
sus fronteras. Cuando
llegó la noche señalada, ante las murallas
de mármol se alzaban ricos pabellones de
príncipes y sencillas tiendas de viajeros.
En el salón de banquetes, Nargis-Hei, el
monarca, se embriagaba, reclinado, con vi
nos antiguos procedente
s del saqueo de las
bodegas de Pnoth, y a su alrededor comían
y bebían los noble
s y afanábanse los
esclavos. En aquel banquete se habían c
onsumido manjares raros y delicados: pavos
reales de las lejanas colinas de Implan, ta
lones de camello del desierto de Bnaz, nueces
y especias de Sydathria y perl
as de Mtal disueltas en vinagre de Thraa. De salsas hubo
número incontable, preparadas por los más
sutiles cocineros de
todo Mnar y gratas al
paladar de los invitados más exigentes. Ma
s, de todas las viandas, eran las más
preciadas los grandes peces del lago, de gran
tamaño todos, que se servían en bandejas
de oro incrustadas con rubíes y diamantes.
Mientras en el palacio, el rey y los nobles
celebraban el banquete y contemplaban con
impaciencia la vianda principal, que aún
les aguardaba, aunque servida ya en las
bandejas de oro, otros comían y festejaban en
el exterior. En la torre del gran templo,
los sacerdotes celebraban la fiesta con al
gazara y, en los pabellones plantados fuera del
recinto amurallado de la ciudad, reían y canta
ban los príncipes de las tierras vecinas. Y
fue el sumo sacerdote Gnai-Kah el primero
en observar las sombras que descendían al
lago desde el doble cuerno de la luna gibos
a y las infames nieblas verdes que a su
encuentro se alzaban del lago, envolviendo en
brumas siniestras torres y cúpulas de
Sarnath, cuyo destino ya habí
a sido señalado. Luego, los que
se hallaban en las torres y
fuera del recinto amurallado contemplaron
extrañas luces en las aguas y vieron que
Akurión, la gran roca gris que se alzaba en la
orilla a gran altura sobre ellas, se hallaba
ahora casi sumergida. Y el miedo cundi
ó, rápido aunque vago, de tal modo que los
príncipes de Ilarnek y de
la lejana Rokol desmontaron y plegaron sus pabellones y
partieron veloces, aunque ap
enas sin saber por qué.
Luego, próxima ya la medianoche, abriérons
e de golpe todas las
puertas de bronce de
Sarnath y por ellas salió una multitud enloqueci
da que se extendió, como una ola negra,
por la llanura, de tal modo que todos los
visitantes, príncipes o viajeros, huyeron
empavorecidos. Pues en los rostros de esta multi
tud se leía la locura nacida de un horror
insoportable, y sus lenguas articulaban pala
bras tan atroces que ninguno de los que las
escucharon se detuvo a comprobar sin er
an verdad. Algunos hombres de mirada
alucinada por el pánico gritaban a los cuatro
vientos lo que habían
visto a través de los
ventanales del salón de banquetes del re
y, donde, según decían,
ya no se hallaban
Nargis-Hei ni sus nobles ni sus esclavos,
sino una horda de inde
scriptibles criaturas
verdes, de ojos protuberantes,
labios fláccidos y extrañas or
ejas y carentes de voz; y
estos seres danzaban con horr
ibles contorsiones, portando en
sus zarpas bandejas de oro
y pedrería de las que se elevaban llamas
de un fuego desconocido. Y en su huida de la
ciudad maldita de Sarnath a tomos de caballos,
camellos y elefantes, los príncipes y los
viajeros volvieron la mirada hacia atrás
y vieron que el lago co
ntinuaba engendrando
nieblas y que Akurión, la gran roca gris, estaba
casi sumergida. A trav
és de toda la tierra
de Mnar y países adyacentes se extendieron lo
s relatos de los que habían logrado huir de
Sarnath y las caravanas nunca más volvier
on a poner rumbo a la ciudad maldita ni
codiciaron ya sus metales preciosos. Muc
ho tiempo transcurrió an
tes de que viajero
alguno se encaminase a ella, y aún entonces só
lo se atrevieron a ir
los jóvenes valerosos
y aventureros, de cabellos rubios y ojos
azules, que ningún parent
esco tenían con los
pueblos de Mnar. Cierto que estos hombres
llegaron al lago impulsados por el deseo de
contemplar Sarnath, mas, aunque vieron el la
go vasto de aguas tranquilas y la gran roca
Akurión, que se elevaba en la orilla a gran
altura sobre ellas, no
les fue dado contemplar
la maravilla del mundo y orgullo de la hum
anidad. Donde antaño se habían levantado
murallas de trescientos codos y torres aún más
altas ahora tan sólo se extendían riberas
pantanosas y donde antaño habían vivido cinc
uenta millones de hombres ahora tan sólo
se arrastraba el abominable reptil de ag
ua. No quedaban ni aun las minas de metales
preciosos. La MALDICION había caído sobre Sarnath.
Mas, semienterrado entre los juncos, percib
ieron un curioso ídolo
de piedra verdemar,
un ídolo antiquísimo que repres
entaba a Bokrug, el gran sa
urio acuático. Este ídolo,
transportado más adelante al gran templo de
Ilarnek, fue adorado en toda la tierra de
Mnar siempre que el doble cuerno de la
luna gibosa se al
zaba en el cielo.

H. P. Lovecraft
 
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astaroth1
view post Posted on 27/8/2015, 18:22




LIBRO SEGUNDO

Los Mitos


En este Libro Segundo publico relatos que
corresponden plenamente al ascenso y
apogeo de los Mitos. Van ordenados en es
te caso por la fecha de su publicación.
Viene primero un Lovecraft aún bastante duns
aniano con El Ceremonial (1923). Frank
Belknap Long aporta, en sus Perros de Tinda
los (1929), elementos ev
identes de fantasía
científica que combina hábilmente con los
pentáculos del ocultismo. La Sombra sobre
Innsmouth (1931) nos muestra a un Lovecr
aft dado ya de lleno a los Mitos en su
expresión definitiva. En La Piedra Negr
a (1931), Robert Hotvard empieza a hacer ya
pura exégesis de los Mitos y nos aclara algunos
de sus detalles, en especial la génesis de
los Unaussprechlichen Kulten de von Junzt y
del People of the Monolith de Geoffrey,
dos de los libros canónicos de la mitol
ogia de Cthulhu. Clark Ashton Smith en Estirpe
de la Cripta (1932), relata un macabro ep
isodio que ilustra la cita del Necronomicon
utilizada como lema de dicha narración.
En la Noche de los Tiempos (1934), de Lov
ecraft, es uno de sus relatos que más datos
han proporcionado a Derleth, a
Lin Carter y a Fritz Leib
er para sistematizar la
cosmogonia de los Mitos. Se trata de un cuento
que cae de lleno dentro de los limites de
la fantasia cientifica. Es también este rela
to un ejemplo perfecto de la tesis de Freud
según la cual lo siniestro es lo que algún
día fue familiar y se ha olvidado. En él se
mezclan contradictoriamente el deseo y el
terror. Representa una reelaboración de la
dunsaniana Ciudad sin Nombre, del propio Love
craft, en un nivel realista y de fantasía
científica.
Reliquia de un mundo olvidado (1935), de Hazel
Heald fue escrito en
gran parte por el
propio Lovecraft, que llevaba su misión de
corrector de estilo más allá de todo limite
permisible (diré, a este resp
ecto, que todos los cuentos de
la Heald, así como el Yig de
la Bishop y el Diario de Lumley entre otros, forman parte asimismo de este
sorprendente tipo de colaboración anónima).
En esta Reliquia, Hea1d-Lovecraft
interpretan, de acuerdo con
los postulados de los Mitos, la antigua leyenda de la
Gorgona.
Las Ratas del Cementerio (1936)
es el titulo del primer relato que publicó en su vida
Henry Kuttner, luego célebre autor de fantas
ía científica. Las Ratas constituyen, sin
duda, el cuento más espeluznante de Kuttner.
En él pasan a primer plano los elementos
de terror macabro propios de los Mitos.
En El Vampiro Estelar (1935), Robert Bloc
h -entonces apenas un
adolescente y luego
célebre autor de Psycho- hace que el propio
Lovecraft intervenga como personaje en la
figura del pálido estudiante de artes místicas
que vivía en Providence. El cuento está
dedicado a Lovecraft, el cual
, en justa reciprocidad, hizo
aparecer a su amigo, bajo el
nombre de Robert Blake, en El Morador de
las Tinieblas (1935) que es, como se verá, la
continuación del Vampiro de Bloch
Dos años después murió Lovecraft y, al
poco, estalló la guerra mundial. Ante sus
horrores, huyeron a esconderse, asustado
s, los propios Mitos "aborrecibles".
A continuación, por afán informativo, e
numero los trece rela
tos de Lovecraft
pertenecientes a los Mitos:

La Ciudad sin Nombre (1921)
El Ceremonial (1923)
La Llamada de Cthulhu (1926)
El Color que cayó del Cielo (1927)
El Caso de Charles Dexter Ward (1927)
El Horror de Dunwich (1928)
El que susurraba en las tinieblas (1930)
La Sombra sobre Innsmouth (1931)
En las Montañas de la Locura (1931)
Los Sueños en la Casa de la Bruja (1932)
La Cosa en el Umbral (1933)
En la Noche de los Tiempos (1934)
El Morador de las Tinieblas (1935)

Con los que incluyo en esta Antología, queda
n todos ellos traduci
dos al castellano. Sólo
faltan por traducir sus poemas relativos al
ciclo de Cthulhu, que fueron recopilados
después de su muerte en un volumen titulado Fungi of Yuggoth (1941).
Debo añadir, sin embargo, que hay numerosos
relatos de la segunda época de Lovecraft
(de su época realista), que
podrían perfectamente consid
erarse pertenecientes a los
Mitos. Por ejemplo, Horror en Red Hook (1925)
, Las declaraciones de Carter (1919), El
Modelo de Pickman (1926), Through the Ga
tes of the Silver
Key (1932), etc.
 
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astaroth1
view post Posted on 27/8/2015, 19:30




El Ceremonial, de H. P. Lovecraft

Efficiunt Daemones, ut quae non sunt, sic tamen quasi sint, conspicienda hominibus exhibeant.
(Los demonios hacen que lo que no es, se presente, sin embargo, a los ojos de los hombres como si existiera.)
Lactancio


Me encontraba lejos de casa, y caminaba fasc
inado por el encanto de la mar oriental.
Empezaba a caer la tarde, cuando la oí por
primera vez, estrellándose contra las rocas.
Entonces me di cuenta de lo cerca que la te
nía. Estaba al otro lado del monte, donde los
sauces retorcidos recortaban sus siluetas
sobre un cielo cuajado de tempranas estrellas.
Y porque mis padres me habían pedido que
fuese a la vieja ciuda
d que ahora tenía a
paso, proseguí la marcha en medio de a
quel abismo de nieve recién caída, por un
camino que parecía remontar, solitario, hacia
Aldebarán -tembloroso entre los árboles-,
para luego bajar a esa antiquísima ciudad, en
la que jamás había es
tado, pero en la que
tantas veces he soñado durante mi vida.
Era el Día del Invierno, ese día que los
hombres llaman ahora Navidad, aunque en el
fondo sepan que ya se celebraba cuando aún no
existían ni Belén ni Babilonia ni Menfis
ni aun la propia humanidad. Era, pues, el
Día del Invierno, y por fin llegaba yo al
antiguo pueblo marinero donde había vivido mi
raza, mantenedora del ceremonial de
tiempos pasados aun en épocas en que esta
ba prohibido. Al viejo pueblo llegaba, cuyos
habitantes habían ordenado a sus hijos, y
a los hijos de sus hijos, que celebraran el
ceremonial una vez cada cien años, para qu
e nunca se olvidasen los secretos del mundo
originario. Era la mía una raza vieja; ya lo
era cuando vino a colonizar estas tierras, hace
trescientos años. Y era la mía una gente extrañ
a, gente solapada y furtiva, procedente de
los indolentes jardines del Su
r, que hablaban otra lengua
antes de aprender la de los
pescadores de ojos azules. Y ahora esta
ba esparcida por el mundo, y únicamente se
reunía a compartir rituales y misterios
que ningún otro viviente podría comprender.
Yo era el único que regresab
a aquella noche al viejo pueblo pesquero como ordenaba la
tradición, pues sólo recuerda
n el pobre y el solitario.
Después, al coronar la cuesta del monte, dom
iné la vista de Kingsport, adormecido en el
frío del anochecer, nevado, con sus muelles,
los puentes, los sauces y cementerios. Los
interminables laberintos de calles abruptas,
estrechas y retorcidas,
serpenteaban hasta lo
alto de la colina donde se alzaba el centro
de la ciudad, coronado po
r una iglesia extraña
que el tiempo parecía no haber osado tocar.
Una infinidad de casas coloniales se
amontonaban en todos los sentidos y nivele
s, como las abigarra
das construcciones de
madera de algún niño. Las alas grises del tie
mpo parecían cernerse sobre los tejados y
las nevadas buhardillas. Los faroles y las ve
ntanas emitían en la oscuridad unos reflejos
que iban a juntarse con Orión y las estre
llas primordiales. Y la mar rompía incesante
contra los muelles miserables, aquella mar de
la que emergiera nuestro pueblo en los
viejos tiempos.
Junto al camino, una vez arriba de la cues
ta, había una colina yerma barrida por el
viento. No tardé en ver que
se trataba de un cementerio,
en donde las negras lápidas
surgían de la nieve como las uñas destrozad
as de un cadáver giga
ntesco. El camino, sin
huello alguna del tráfico, esta
ba solitario. Únicamente me parecía oír, de cuando en
cuando, unos crujidos como de una horca estr
emecida por el viento. En 1692 ahorcaron
a cuatro de mi raza por brujería.
Una vez que la carretera comenzó a descender
hacia la mar, presté atención por si oía el
alegre bullicio de los pueblos al anochecer,
pero no oí nada. Entonces recordé la época
en que estábamos, y se me ocurrió que
el viejo pueblo puritano
conservaría tal vez
costumbres navideñas, extrañas para mi, y
que entonces estaría entregado a silenciosas
oraciones. Así que abandoné mis esperanzas de
oír el bullicio propi
o de estas fiestas,
dejé de buscar viajeros con la mirada, y
seguí mi camino. Fui dejando atrás, a uno y otro
lado, las silenciosas casas de campo con sus
luces ya encendidas. Después me interné
entre las oscuras paredes de pi
edra, en las que el aire sa
litroso mecía las chirriantes
enseñas de antiguas tiendas y tabernas marine
ras. Las grotescas aldabas de las puertas,
bajo los soportales, brillaban a lo largo de
los callejones desiertos reflejando la escasa
luz que se escapaba de las estrechas ventanas encortinadas.
Traía conmigo el plano de la
ciudad y sabía dónde se encont
raba la casa de los míos. Se
me había dicho que sería reconocido y que me
darían acogida, porque la tradición del
pueblo posee una vida muy larga. De modo que
apresuré el paso y entré en Back Street
hasta llegar a Circle Court;
luego continué por Green Lane
única calle pavimentada de
la ciudad, que va a desembocar detrás del
Edificio del Mercado.
Aún servía el antiguo
plano, y no me tropecé con dificultades. Sin
embargo, en Arkham me habían mentido al
decirme que había tranvías; al menos yo no
veía redes de cables aéreos por ninguna
parte. En cuanto a los raíles, es posible que lo
s ocultara la nieve. Me
alegré de tener que
caminar, porque la ciudad, revestida de bl
anco, me parecía muy hermosa desde el
monte. Por otra parte, estaba impaciente por
llamar a la puerta de los míos, por llegar a
esa séptima casa de Green Lane, a mano iz
quierda, de tejado puntiagudo y doble planta,
que databa de antes de 1650.
Había luces en el interior y, por lo que pude
apreciar a través de
la vidriera de rombos
de la ventana, todo se conservaba tal y como
debió de ser en aquellos tiempos. El piso
superior se inclinaba por encima del estrec
ho callejón invadido de yerba y casi tocaba el
edificio de enfrente, que también se inc
linaba peligrosamente, formando casi un túnel
por donde caminaba yo. Los peldaños del umbral
estaban enteramente limpios de nieve.
No había aceras y muchas casas tenían la pue
rta muy por encima del nivel de la calle,
llegándose hasta ella por un doble tramo de
escaleras con barandilla de hierro. Era un
escenario verdaderamente singular; acaso me
pareció tan extraño po
r ser yo extranjero
en Nueva Inglaterra. Pero me gustaba,
y aún me hubiera resultado más encantador si
hubiera visto pisadas en la nieve, gentes en
las calles y alguna ventan
a con las cortinillas
descorridas.
Al dar los golpes con aquella vieja aldaba
de hierro, me sentí preso de una alarma
repentina. Se despertó en mí
cierto temor que fue tomando consistencia, debido tal vez a
la rareza de mi estirpe, al frío de la noche
o al silencio impresionante de la vieja ciudad
de costumbres extrañas. Y cuando, en respue
sta a mi llamada, se abrió la puerta con un
chirrido quejumbroso, me estremecí de ve
rdad, ya que no había oído pasos en el
interior. Pero el susto pasó
en seguida: el anciano que me
atendió, vestido con traje de
calle y en zapatillas, tenía
un rostro afable que me ayudó
a recuperar mi seguridad; y
aunque me dio a entender por señas que
era mudo, escribió con su punzón, en una
tablilla de cera que traía, una curi
osa y antigua frase de bienvenida.
Me señaló con un gesto una sala baja ilumin
ada por velas. Tenía la pieza gruesas vigas
de madera y recio y escaso mobiliario del si
glo XVII. Aquí, el pasado recobrara vida;
no faltaba ningún detalle. Me llamaron la at
ención la chimenea, de campana cavernosa,
y una rueca sobre la que una vieja, atavia
da con ropas holgada
s y bonete de paño, de
espaldas a mí, se inclinaba afanosa pese a
la festividad del día. Reinaba una humedad
indefinida en la estancia, y por ello me
extrañó que no tuvieran fuego encendido. Había
un banco de alto respaldo colocado de cara a
la fila de ventanas encortinadas de la
izquierda, y me pareció que
había alguien sentado en él
, aunque no estaba seguro. No
me gustaba nada de lo que veía allí y nuevamente sentí temor. Y mi temor fue en
aumento, porque cuanto más miraba el rost
ro suave de aquel anciano, más repugnante
me parecía su suavidad. No pestañeaba, y su
color era demasiado parecido al de la cera.
Por último llegué a la plena convicción de que aquello no era un rostro sino una máscara
confeccionada con diabólica habilidad. En
tonces sus flojas manos, curiosamente
enguantadas, escribieron con pasmosa soltura
en la tablilla, informándome de que yo
debía esperar un rato antes de ser conducido
al sitio donde se celeb
raría el ceremonial.
Me señalo una silla, una mesa
, un montón de libros, y salió de la estancia. Al echar
mano de los libros, vi que se trataba de
volúmenes muy antiguos
y mohosos. Entre ellos
estaban el viejo tratado sobre las
Maravillas de la Naturaleza
de Morryster, el terrible
Saducismus Triumphatus
de Joseph Glanvil, publi
cado en 1681; la espantosa
Daemonolatreia
de Remigius, impresa en 1595 en
Lyon, y el peor de todos, el
incalificable
Necronomicon
, del loco Abdul Alhazred, en la excomulgada traducción
latina de Olaus Wormius. Era éste un libr
o que jamás había tenido en mis manos, pero
del cual había oído decir cosas monstruosas.
Nadie me dirigió la palabra; lo único que
turbaba el silencio eran los aullidos del vi
ento en el exterior y el girar de la rueca
mientras la vieja seguía con su
silencioso hilar. Tanto la
estancia como aquella gente y
aquellos libros me daban una extraña impresi
ón de morbosidad e inquietud; pero, puesto
que se trataba de una antigua
tradición de mis antepasados,
en virtud de la cual se me
había convocado para tan extraña conmemor
ación, pensé que debía esperarme las cosas
más peregrinas. Conque me puse a leer. Inte
resado por un tema que había encontrado en
el
Necronomicon
, no tardé en darme cuenta que la lectura aquella me encogía el
corazón. Se trataba de una leyenda demasiado
espantosa para la razón y la conciencia.
Luego experimenté un sobresalto, al oír que
se cerraba una de la
s ventanas situadas
delante del banco de alto respaldo. Parecía co
mo si la hubiesen abierto furtivamente. A
continuación se oyó un rumor que no prove
nía de la rueca. Sin embargo, no pude
distinguirlo bien porque la
vieja trabajaba afanosamente
y, justo en aquel momento, el
vetusto reloj se puso a tocar. Después, la
idea de que había persona
s en el banco se me
fue de la cabeza, y me sumí en la lectur
a hasta que regresó el anciano, con botas esta
vez, vestido con holgados ropajes antiguos,
y se sentó en aquel mismo banco, de forma
que no le pude ver ya. Era ener
vante aquella espera, y el li
bro impío que tenía en mis
manos me desazonaba más aún. Al dar las on
ce, el viejo se levantó, se acercó a un
enorme cofre que había en un rincón, y extr
ajo dos capas con caperuza; se puso una de
ellas, y con la otra envolvió a la vieja,
que dejó de hilar en ese momento. Luego, ambos
se dirigieron hacia la puerta. La mujer arrast
raba una pierna. El vi
ejo, después de coger
el mismísimo libro que había estado leyendo
yo, me hizo una seña y se cubrió con la
caperuza su rostro inmóvil o... o su máscara.
Salimos a la tenebrosa y enmarañada red de
callejuelas de aquell
a ciudad increíblemente
antigua. A partir de ese momento, las luces
se fueron apagando una a una tras las
cortinas de las ventanas, y Sirio contempl
ó la muchedumbre de figuras encapuchadas
que surgían en silencio de todas las puert
as y formaban una monstruosa procesión a lo
largo de la calle, hasta más allá de las en
señas chirriantes, de los edificios de tejados
inmemoriales, de los de techumbre de paja,
y de las casas de ventanas adornadas con
vidrieras de rombos. La procesión fue
recorriendo callejones empinados, cuyas casas
leprosas se recostaban unas contra otras o
se derrumbaban juntas, y atravesó plazas y
atrios de iglesias y los faroles de las mu
ltitudes compusieron constelaciones vertiginosas
y fantásticas.
Yo caminaba junto a mis guías mudos, en
medio de una muchedumbre silenciosa. Iba
empujado por codos que se me antojaban de
una blandura sobrenat
ural, estrujado por
barrigas y pechos anormalmente pulposos, y no
obstante seguía sin ver un rostro ni oír
una voz. Las columnas espectrales ascendían
más y más por las interminables cuestas y
todos se iban aglomerando a medida que se
acercaban a los lóbr
egos callejones que
desembocaban en la cumbre, centro de la
ciudad, donde se elevaba una inmensa iglesia
blanca. Ya la había visto antes, desde
lo alto del camino, cuando me detuve a
contemplar Kingsport en las últimas luces de
l atardecer y me estremecí al imaginar que
Aldebarán había temblado un instante por encima de su torre fantasmal.
Había un espacio despejado alre
dedor de la iglesia. En
parte era cementerio parroquial
y, en parte, plaza media pavimentada, flanqueada por unas casas enfermas de
puntiagudos tejados y aleros vacilantes, donde el
viento azotaba y ba
rría la nieve. Los
fuegos fatuos danzaban por encima
de las tumbas revelando un espeluznante
espectáculo sin sombras. Más allá de
l cementerio, donde ya no había casas, pude
contemplar de nuevo el parpadeo de las estre
llas sobre el puerto. El
pueblo era invisible
en la oscuridad. Sólo de cuando en cu
ando se veía oscilar algún farol por las
serpenteantes callejas, delatando a algún retras
ado que corría para
alcanzar a la multitud
que ahora entraba silenciosa en el templo.
Esperé a que terminaran
todos de cruzar el
pórtico para que acabaran así los empujones.
El viejo me tiró de la manga, pero yo
estaba decidido a entrar el último. Cruzamos
el umbral y nos adentramos en el templo
rebosante y oscuro. Me volví para mirar
hacia el exterior; la fosforescencia del
cementerio parroquial derramaba un resplandor
enfermizo sobre la plaza pavimentada.
Y de pronto, sentí un escalofrío:
aunque el viento había barr
ido la nieve, aún quedaban
rodales sobre el mismo camino que conducía
al pórtico. Y sobre aquella nieve, para
asombro mío, no descubrí ni una sola huell
a de pies, ni siquiera de los míos.
La iglesia apenas resultaba iluminada, a pe
sar de todas las luces que habían entrado,
porque la mayor parte de la multitud había de
saparecido. Todos se dirigían por las naves
laterales, sorteando los bancos, hacia una ab
ertura que había al pie del púlpito, y se
deslizaban por ella sin hacer el menor rui
do. Avancé en silencio; me
metí en la abertura
y comencé a bajar por los gastados pelda
ños que conducían a una cripta oscura y
sofocante. La cola sinuosa de la procesión
era enorme. El verlos a todos rebullendo en
el interior de aquel sepulcr
o venerable me pareció horrible de verdad. Entonces me di
cuenta de que el suelo de la cripta tenía ot
ra abertura por la que también se deslizaba la
multitud, y un momento después nos enco
ntrábamos todos descendiendo por una
escalera abominable -húmeda, impregnada de
un color muy peculiar- que se enroscaba
interminablemente en las entrañas de la
tierra, entre muros de chorreantes bloques de
piedra y yeso desintegrado. Era un descen
so silencioso y horrible. Al cabo de
muchísimo tiempo, observé que los peldaños
ya no eran de piedra
y argamasa, sino que
estaban tallados en la roca viva. Lo que má
s me asombraba era que los miles de pies no
produjeran ruido ni eco alguno.
Después de un descenso que duro una eternidad, vi unos
pasadizos laterales o túneles que, desde igno
rados nichos de tinieblas, conducían a este
misterioso acceso vertical. Los pasa
dizos aquellos no tardaron en hacerse
excesivamente numerosos. Eran como impías
catacumbas de apariencia amenazadora, y
el acre olor a descomposición que
despedían fue aumentando hasta hacerse
completamente insoportable. Seguramente habí
amos bajado hasta la base de la montaña,
y quizá estábamos por debajo incluso del nive
l de Kingsport. Me asustaba pensar en la
antigüedad de aquella población infestada,
socavada por aquellos subterráneos
corrompidos.
Luego vi el cárdeno resplandor
de una luz desmayada y oí el murmullo insidioso de las
aguas tenebrosas. Sentí un nuevo escalofr
ío; no me gustaban las cosas que estaban
sucediendo aquella noche. Ojalá que ni
ngún antepasado mío hubiera exigido mi
asistencia a un rito de ese gé
nero. En el momento en que los peldaños y los pasadizos
se hicieron más amplios hice otro descubrimien
to: percibí el doliente acento burlesco de
una flauta; y súbitamente, se extendió ante
mí el paisaje ilimitado de un mundo interior:
una inmensa costa fungosa, iluminada por una
columna de fuego verde y bañada por un
vasto río oleaginoso que manaba de unos abis
mos espantosos, insospechados, y corría a
unirse con las simas negras del océano inmemorial.
Desfallecido, con la respirac
ión agitada, contemplé aquel
Averno profano de leproso
resplandor y aguas mucilaginosas; la much
edumbre encapuchada formó un semicírculo
alrededor de la columna de fuego. Era el
rito del Invierno, más antiguo que el género
humano y destinado a sobrevivirle, el rito pr
imordial que prometía solsticio y primavera
después de las nieves; el rito del fuego, del
eterno verdor, de la lu
z y de la música. Y en
aquella gruta estigia vi cómo ejecutaban
todos el rito y adoraban la nauseabunda
columna de fuego y arrojaban al agua puña
dos de viscosa vegetación que resplandecía
con una fosforescencia pálida
y verdosa. Y vi también, fuera del alcance de la luz, un
bulto amorfo, achaparrado, que tocaba la flau
ta de modo repugnante. Y mientras tañía la
criatura monstruosa, me pareció oír también
unas notas apagadas en la fétida oscuridad
donde nada podía ver. Pero lo que más me lle
naba de espanto era la columna de fuego.
Brotaba como un surtidor volcánico de las
negras profundidades; no arrojaba sombras
como una llama normal, y bañaba las rocas
salitrosas de un verdor sucio y venenoso.
Toda aquella hirviente combustión no producía
calor, sino únicamente la viscosidad de
la muerte y la corrupción.
El hombre que me había guiado se escurrió
ahora hasta colocarse junto a la horrible
llama y ejecutó unos rígidos ademanes ritual
es hacia el semicírculo que le miraba. En
determinados momentos del ceremonial
, los asistentes rindieron homenaje de
acatamiento, especialmente cuando levantó por
encima de su cabeza aquel detestable
Necronomicon
que llevaba consigo. Yo también to
mé parte en todas las reverencias,
puesto que había sido convocado a esta cere
monia de acuerdo con los escritos de mis
antecesores. Después, el viejo hizo una señal
al que tocaba la flauta en la oscuridad; éste
cambió su débil zumbido por un tono más
audible, provocando con ello un horror
inimaginable e inesperado. Faltó poco para
que me desplomara sobre el limo de la
tierra, traspasado por un espanto que no pr
ovenía de este mundo ni de ninguno, sino de
los espacios enloquecedores que se abren entre las estrellas.
En la negrura inconcebible, más allá del re
splandor gangrenoso de la fría llama, en las
tartáreas regiones a través de las cuales
se retorcía aquel río oleaginoso, extraño,
insospechado, apareció danzando rítmicamente
una horda de mansos, híbridos seres
alados que ningún ojo, ningún cerebro en su
sano juicio, ha podido contemplar jamás.
No eran cuervos, ni topos, ni buharros, ni
hormigas, ni vampiros, ni seres humanos en
descomposición; eran algo que no consigo -y
no debo- recordar. Da
ban saltos blandos y
torpes, impulsándose a medias con sus pi
es palmeados y a medias con sus alas
membranosas. Y cuando llegaron hasta la mu
chedumbre de celebrantes, las figuras
encapuchadas se agarraron a ellos, mont
aron a horcajadas, y
se alejaron cabalgando,
uno tras otro, a lo largo de
aquel río tenebroso, hacia unos
pozos y galerías pánicos
donde venenosos manantiales alimentan el
caudal tumultuoso y horrible de las negras
cataratas.
La vieja hilandera se había marchado con
los demás, y el viejo se había quedado,
porque yo me negué a cabalgar sobre una de aq
uellas bestias como los otros. El flautista
amorfo había desaparecido, pero dos
de aquellas bestias permanecían allí
pacientemente, Al resistirme a cabalgar,
el viejo sacó su punz
ón y su tablilla, y me
comunicó por escrito que él era el verdad
ero delegado de aquellos antepasados míos que
habían fundado el culto al Invierno en es
te mismo venerable lugar, que había sido
decretado que yo volviera al
lí, y que faltaban por celebrarse los misterios más
recónditos. Escribió todo esto en un es
tilo muy antiguo, y aún dudaba yo cuando sacó
de sus amplios ropajes un sello y un reloj c
on las armas de mi familia, para probar que
todo era según había dicho él.
Pero la prueba era espantos
a, porque yo sabía por ciertos documentos antiquísimos que
aquel reloj había sido enterrado con el
tatarabuelo de mi tatarabuelo en 1698.
Al poco rato, el viejo echó hacia atrás su capuc
ha y me mostró el parecido familiar de su
rostro; pero aquello me hizo estremecer, por
que yo estaba convencido de que se trataba
solamente de una diabólica máscara de cera
. Las dos bestias voladoras aguardaban y
arañaban inquietas los líquenes
del suelo, y me di cuenta de que el viejo estaba a punto
de perder la paciencia. Cuando uno de
aquellos animales comenzó a moverse,
alejándose del lugar, el viejo se volvió rá
pidamente y lo detuvo,
de suerte que, con la
rapidez del movimiento, se le desprendi
ó la máscara que llevaba en el lugar
correspondiente a la cabeza. Y entonces, al ve
r que aquella pesadilla se interponía entre
la escalera de piedra y yo, me arrojé al
fondo oleaginoso del río pensando que sin duda
desembocaría, por alguna cavidad, en el
fondo del océano. Me lancé en aquel jugo
pútrido de las entrañas de la
tierra antes que mis locos
chillidos pudieran hacer caer
sobre mí las legiones de cadáveres que aquellos abismos pestilentes ocultaban.
En el hospital me dijeron que me habían
encontrado en el puerto de Kingsport, medio
helado, al amanecer, aferrado a un madero pr
ovidencial. Me dijeron que la noche
anterior me había extraviado por los acanti
lados de Orange Port, cosa que habían
deducido por las huellas que encontraron en
la nieve. No hice ningún comentario. Mi
cabeza era un caos. Nada encajaba con mi
experiencia de la noche anterior. Los
ventanales del hospital se abrían a un pa
norama de tejados de los que apenas uno de
cada cinco podía considerarse antiguo. Las calles
vibraban con el estrépito de tranvías y
automóviles. Me insistieron en que esto era Kingsport, cosa que yo no pude negar. Al
verme caer en un estado de delirio cuando me
enteré de que el hospital se encontraba
cerca del cementerio parroquial de Central Hill,
me trasladaron al Hospital St. Mary, de
Arkham, donde me atenderían mejor. Me gus
tó, en efecto, porque los médicos eran de
mentalidad más abierta, y aun me ayuda
ron, ya que gracias a su influencia pude
conseguir un ejemplar del censurable
Necronomicon
de Alhazred, celosamente
guardado en la Biblioteca de la Universi
dad del Miskatonic. Dijeron que sufría una
especie de «psicosis» y convini
eron en que el mejor sistema de alejar las obsesiones de
mi cerebro era provocar mi cansancio a base de permitirme ahondar en el tema.
De esta suerte llegué a leer el espantoso
capítulo aquel, y me estremecí doblemente,
puesto que no era nuevo para mí: lo que co
ntaba, lo había visto yo, dijeran lo que
dijesen las huellas de mis pies, y era mejor
olvidar el sitio donde lo había presenciado.
Nadie durante el día me lo hacía recordar;
pero mis sueños son aterradores a causa de
ciertas frases que no me atrevo a transcribi
r. Si acaso, citaré únicamente un párrafo. Lo
traduciré lo mejor que pueda de ese desg
arbado latín vulgar en
que está escrito:
«Las cavernas inferiores -escribió el loco
Alhazred- son insondables para los ojos que
ven, porque sus prodigios son
extraños y terribles. Ma
ldita la tierra donde los
pensamientos muertos viven reencarnados en
una existencia nueva y singular, y maldita
el alma que no habita ningún cerebro. Sabiam
ente dijo Ibn Shacabad: bendita la tumba
donde ningún hechicero ha sido enterrado y feli
ces las noches de los pueblos donde han
acabado con ellos y los han reducido a cenizas
. Pues de antiguo se dice que el espíritu
que se ha vendido al demonio
no se apresura a abandonar la envoltura de la carne, sino
que ceba e instruye al mismo
gusano que roe
, hasta que de la co
rrupción brota una vida
espantosa, y las criaturas que se alimen
tan de la carroña de la tierra aumentan
solapadamente para hostigarla, y se hacen
monstruosas para infestarla. Excavadas son,
secretamente, inmensas galerías donde debían
bastar los poros de la tierra, y han
aprendido a caminar unas criaturas que
sólo deberían arrastrarse.»
 
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astaroth1
view post Posted on 27/8/2015, 20:15




Los Perros de Tíndalos, de Frank Belknap Long

I


-Me alegro de que hayas venido -dijo Chalmers.
Estaba sentado junto a la ventana, muy
pálido. Junto a uno de sus brazos ardían dos
velas casi derretidas que proy
ectaban una enfermiza luz amba
rina sobre su nariz larga y
su breve mentón. En el apartamento de
Chalmers no había absolutamente nada
moderno. Su propietario tenía
el alma medieval y prefería los manuscritos iluminados a
los automóviles, y las gárgolas de piedra
a los aparatos de radio y a las máquinas de
calcular.
Quitó, en mi obsequio, los libros y pape
les que se amontonaba
n en un diván y, al
atravesar la estancia para sentarme me
sorprendió ver en su mesa las fórmulas
matemáticas de un célebre físico contem
poráneo junto con unas extrañas figuras
geométricas que Chalmers había trazado en unos finos papeles amarillos.
-Me sorprende esta coexistencia
de Einstein con John Dee -d
ije al apartar la mirada de
las ecuaciones matemáticas y
descubrir los extraños vo
lúmenes que constituían la
pequeña biblioteca de mi amigo. En las es
tanterías de ébano convivían Plotino y
Emmanuel Mascópoulos, Santo Tomás de Aqui
no y Frenicle de Bessy. Las butacas, la
mesa, el escritorio estaban cubiertos de li
bros y folletos sobre brujería medieval y
magia negra, así como de textos sobre t
odas las cosas hermosas y audaces que rechaza
nuestro mundo moderno.
Chalmers me ofreció, sonrie
ndo, un cigarrillo ruso y dijo:
-Estamos llegando ahora a la conclusión de que
los antiguos alquimistas y brujos tenían
razón en un setenta y cinco por
ciento, y los biólogos y los
materialistas modernos están
equivocados en un noventa por ciento.
-Usted siempre se ha tomado un poco a br
oma la ciencia de hoy -repuse, con un leve
gesto de impaciencia.
-No -contestó-. Sólo me he burlado de su
dogmatismo. Siempre he sido un rebelde, un
campeón de la originalidad y de las causas
perdidas. No te extrañe, pues, que haya
decidido repudiar las conclusiones
de los biólogos contemporáneos.
-¿Y qué me dice usted
de Einstein? -pregunté.
-¡Un sacerdote de las matemáticas trascende
ntes! - murmuró con respeto-. Un profundo
místico, un explorador de reinos inmensos
cuya misma existencia sólo ahora se
empieza a sospechar.
-Entonces no desprecia usted la ciencia por completo.
-¡Claro que no! Lo que no me inspira confia
nza es el positivismo de estos últimos
cincuenta años, ni tampoco las ideas de H
aeckel ni de Darwin ni de Bertrand Russell.
Creo que la biología ha fracasado lamentab
lemente cuando ha intentado explicar el
origen y el destino del hombre.
-Déles usted un margen de tiempo.
Los ojos de Chalmers despidieron chispas:
-Amigo mío -murmuró-, acabas de hacer un ju
ego de palabras verdaderamente sublime.
¡Deles usted un margen de tiempo! Yo se
lo daría encantado, pero precisamente cuando
les hablas de tiempo, los modernos biólogos se
echan a reír. Poseen la llave, pero se
niegan a utilizarla. ¿Qué sabemos del tiem
po? Einstein lo considera relativo y cree que
se puede interpretar en función del esp
acio, de un espacio curvo. Pero no hay que
quedarse ahí detenido. Cuando las matemáticas
dejan de prestarnos su apoyo, ¿acaso no
se puede seguir adelante
a base de... intuición?
-Ese es un terreno muy resbaladizo. El verdad
ero investigador evita siempre caer en esa
trampa. Por eso avanza tan despacio la ciencia moderna. Sólo admite lo que es
susceptible de demostración. Pero usted...
-Yo, ¿sabes lo que haría? Tomar hachís, opi
o, todas las drogas. Yo imitaría a los sabios
orientales y acaso así consiguiera...
-¿Consiguiera qué?
-Conocer la cuarta dimensión.
-¡Eso es pura teosofía, una estupidez!
-Puede que sí, pero estoy persuadido de que
las drogas consiguen
aumentar el alcance
de la conciencia humana. William James está de acuerdo sobre este particular. Además,
he descubierto una nueva.
-¿Una nueva droga?
-Fue utilizada hace siglos por los alqu
imistas chinos, pero apenas se conoce en
Occidente. Posee ciertas propiedades ocul
tas verdaderamente asombrosas. Gracias a
esta droga y a mis conocimientos matemátic
os, creo que puedo rem
ontar el curso del
tiempo.
-No comprendo qué quiere usted decir.
-El tiempo no es más que nuestra percep
ción imperfecta de una nueva dimensión
espacial. El tiempo y el movimiento son otra
s tantas ilusiones. Todo lo que ha existido
desde el origen del universo existe ahor
a también. Lo que sucedió hace milenios sigue
sucediendo en otra dimensión del espacio. Lo
que sucederá dentro de milenios sucede
ya. Si no lo podemos percibir es porque
tampoco podemos penetrar en la dimensión
espacial donde sucede. Los seres humanos,
tal como los conocemos, no son sino partes
infinitesimales de un todo inmenso. Cada uno de
nosotros está unido
a toda la vida que
le ha precedido en nuestro planeta. T
odos nuestros antepasados forman parte de
nosotros. De ellos sólo nos separa
el tiempo, y el tiempo es una ilusión.
-Creo que empiezo a comprender -murmuré.
-Basta con que tengas una va
ga idea del asunto para pode
rme ayudar. Lo que pretendo
es arrancar de mis ojos el velo de la ilus
ión que los cubre y ver
el principio y el fin.
-¿Y usted cree que esta nueva
droga le serviría de algo?
-Estoy convencido de ello. Y
pretendo que me ayudes. Quiero tomarla inmediatamente.
No puedo esperar. Tengo que ver -sus ojos la
nzaron extraños destellos-. Voy a viajar en
el tiempo. Voy a retroceder en el tiempo.
Chalmers se levantó y tomó de encima de la chimenea una cajita cuadrada.
-Aquí tengo cinco gránulos de la droga Lia
o. Fue utilizada por el filósofo chino Lao-
Tse y, bajo su influencia logró contemplar
el Tao. Tao es la fuerza más misteriosa del
mundo. Rodea y penetra todas las cosas y contiene
en sí la totalida
d del universo visible
y todo lo que denominamos realidad. El que l
ogre contemplar el misterio del Tao sabrá
todo lo que fue y todo lo que será.
-Fantasías -comenté.
-Tao es como un enorme animal reclinado
e inmóvil que contiene
en sí todos los
mundos, el pasado, el presente
, el porvenir. A través de una hendidura que llamamos
tiempo percibimos sectores de ese mons
truo terrible. Mediante esta droga voy a
ensanchar la hendidura. Cont
emplaré así el rostro mismo de la vida; veré la bestia
entera, inmensa y agazapada.
-¿Y cuál será mi misión?
-Escuchar, amigo mío. Escuchar y anotar lo
que escuche. Y si me alejo demasiado
hacia el pasado, me tendrás que sacudir
violentamente para traerme de nuevo a la
realidad. Si vieras que estoy sufriendo dolores
físicos intensos, me debes hacer regresar
al instante.
-Chalmers -dije-, este expe
rimento no me gusta nada. Va a correr usted un peligro
terrible. No creo en la cuarta dimensión
y mucho menos en el Tao. Tampoco apruebo el
uso de drogas desconocidas.
-Para mí no es desconocida -repuso-. Conozco
sus efectos sobre el animal humano y
también sus peligros. La droga en sí no
es peligrosa. Yo lo único que temo es
extraviarme en el abismo del tiempo, porque
has de saber que mi intención es colaborar
activamente con la droga. Antes de to
marla me concentraré en los símbolos
geométricos y algebraicos que he trazado en
este papel -me enseñó el diagrama que
tenía sobre las rodillas- y así prepararé mi es
píritu para el viaje transtemporal. Primero
me aproximaré todo lo posible a la cuarta
dimensión mediante el solo esfuerzo de mi
propio ego, y luego tomaré la droga que me
dará el poder oculto de percepción. Antes
de penetrar en el mundo onírico del mistic
ismo oriental dispondré de toda la ayuda
matemática que pueda ofrecerme la ciencia. La droga abrirá las puertas de la
percepción y las matemáticas me permitirán comprender intelectualmente lo que así
perciba. Así mis conocimientos matemáticos
y mi aproximación consciente a la cuarta
dimensión complementarán la pura acción de
la droga. En mis sue
ños ya he conseguido
captar muchas veces la cuarta dimensión en
forma intuitiva y emocional, pero en estado
de vigilia no he sido después
nunca capaz de recordar el re
splandor oculto que me era
revelado momentáneamente en sueños. Creo, sin embargo, que con tu ayuda podré
hacerlo esta vez. Tu anotarás todo lo que
diga durante mi trance, por muy extraño e
incoherente que te parezca. A mi regreso
espero poder proporcionarte la clave de todo
lo que no hayas entendido. No estoy seguro
de mi éxito, pero, si lo tengo -sus ojos
volvieron a despedir un extraño fulgor-,
¡el tiempo ya no existirá para mí!
De pronto, se sentó.
-Voy a hacer el experimento ahora mismo. P
onte, por favor, junto a la ventana y no
dejes de vigilarme. ¿Tienes pluma?
Asentí hoscamente y saqué mi pluma Waterman verde claro del bolsillo superior de la
chaqueta.
-¿Y has traído algo donde escribir, Frank?
De mala gana saqué una agenda.
-Insisto enérgicamente una vez más en que
no apruebo este experimento -gruñó-. Va a
correr usted un peligro terrible.
-¡No seas niño! -agitó un dedo
ante mí-. Estoy decidido a hacerlo a pesar de todo lo que
me digas, y además a hacerlo ahora mism
o. Por favor, estate en silencio mientras
medito sobre estos diagramas.
Puso los dibujos ante sí y se concentró intensamente en ellos. En el silencio oí cómo el
reloj de la chimenea iba desgranando segundos
. Una angustia indefinida me oprimía el
pecho.
De pronto, el reloj se paró. En ese moment
o, Chalmers introdujo la droga en su boca y
la tragó.
Rápidamente me aproximé a él, pero con la
mirada me advirtió que no le interrumpiera.
-El reloj se ha parado -murmuró-. La
s fuerzas que lo gobiernan aprueban mi
experimento. El tiempo se detuvo y yo to
mé la droga. ¡Dios mío, haz que no me
extravíe!
Cerró los párpados y se extendió en el sofá
. Su rostro estaba exangüe, y respiraba con
dificultad. Era evidente que la droga es
taba actuando extraordinariamente de prisa.
-Comienzan las tinieblas -m
urmuró-. Anótalo. Todo se está poniendo oscuro y se van
desdibujando los objetos familiares de la
habitación. Aún los veo, pero borrosos, y se
están desdibujando rápidamente.
Sacudí la pluma estilográfica, pues la ti
nta fluía mal, y seguí tomando veloces notas
taquigráficas.
-Abandono la habitación. Las paredes se di
suelven como niebla. Ya no veo ninguno de
los objetos, pero todavía te veo la car
a. Supongo que estarás escribiendo. Creo que
estoy a punto de dar el gran
salto a través de
l espacio, o acaso del tiempo. No lo sé.
Todo es confuso, incierto.
Permaneció en silencio durante algún tiempo,
con la barbilla apoyada en el pecho. De
pronto, se puso rígido y abrió los ojos.
-¡Dios mío! -exclamó-. Veo.
Se hallaba todo contraído, tenso, mirando fijame
nte la pared que había frente a él. Pero
yo sabía que su mirada la atravesaba y que
los objetos de la habitación no existían para
él.
-¡Chalmers! ¡Chalmers! ¿Le despierto?
-¡De ninguna manera! -aulló-. ¡V
eo todo! Ante mí veo los billones de vidas que me han
precedido en este planeta. Veo hombres de t
odas las épocas, de toda
s las razas, de todos
los colores. Luchan, se matan, construye
n, danzan, cantan. Se sientan en torno a la
hoguera primitiva, en desierto
s grises, e intentan elevarse en el aire a bordo de
monoplanos. Cruzan los mares en toscas
barcas de troncos y en enormes buques de
vapor. Pintan bisontes y elefantes en las pa
redes de cuevas lúgub
res y cubren lienzos
enormes con formas y colores del futuro.
Veo a los emigrantes procedentes de la
Atlántida y Lemuria. Veo a las razas ancestr
ales: a los enanos negros que invaden Asia
y a los hombres de Neanderthal, de cab
eza inclinada y pier
nas torcidas, que se
extienden por Europa. Veo a los aqueos co
lonizando las islas griegas y contemplo los
rudimentos de la naciente cultura helénica.
Estoy en Atenas y
Pericles es joven. Me
hallo en tierra italiana. Participo en el ra
pto de las sabinas. Camino con las legiones
imperiales. Tiemblo de respeto y de pavor
cuando flamean los giga
ntescos estandartes y
el suelo trepida bajo el paso de los hastati vi
ctoriosos. Paso en una
litera de oro y marfil
arrastrada por negros toros de
Tebas y ante mí se postrernan mil esclavos y las mujeres,
cubiertas de flores, exclaman: "¡Ave César!"
. Yo les sonrío y sa
ludo a la multitud. Soy
esclavo en una galera berberisca. Veo cóm
o, piedra a piedra, se va levantando una
catedral. Contemplo durante meses, durante
años, cómo van colocando en su sitio cada
uno de los sillares. Estoy cr
ucificado, cabeza abajo, en los perfumados jardines de
Nerón y veo, con ironía y desprecio, cómo
funcionan las cámaras de tortura de la
Inquisición. ¡Es un espectáculo divertido!
«Penetro en los más sagrados santuarios. En
tro en el Templo de Venus. Me arrodillo,
en adoración, ante la Magna
Mater y arrojo monedas al
regazo de las prostitutas
sagradas que, con el rostro velado, esperan en
los Jardines de Babi
lonia. Penetro en un
teatro inglés de la época
isabelina y, en medio de una multitud maloliente, aplaudo El
Mercader de Venecia. Pase
o con Dante por las estrechas
callejuelas de Florencia.
Mientras contemplo, arrobado, a
la joven Beatriz, la orla
de su vestido roza mis
sandalias. Soy sacerdote de Isis y mis pode
res mágicos asombran al mundo. A mis pies
se arrodilla Simón Mago, implorando mi a
yuda, y el Faraón tiembla ante mi sola
presencia. En la India hablo con los Ma
estros y huyo horrorizado, pues sus revelaciones
son como sal en una herida sangrante.
»Todo lo percibo simultáneamente. Todo lo pe
rcibo a la vez y desde todos los ángulos
posibles. Formo parte de los billones de
vidas que me han precedido. Existo en todos
los seres humanos y todos los seres humanos ex
isten en mí. En un instante veo a la vez
toda la historia del hombre, el pasado y el presente.
»Mediante un pequeño esfuerzo soy capaz de
contemplar pasados cada vez más lejanos.
Ahora me remonto hacia el mismo origen, a
través de curvas y ángulos extraños. A mi
alrededor se multiplican los ángulos y las
curvas. Hay grandes sectores de tiempo que
los percibo a través de curvas. Existe
un tiempo curvo y un tiempo angular. Los
moradores del tiempo curvo no pueden penetr
ar en el tiempo angular. Todo es muy
extraño.
»Sigo retrocediendo cada vez más. De la tie
rra ya ha desaparecido el hombre. Veo
reptiles gigantescos agazapados bajo enor
mes palmeras y nadando en pútridas aguas
negras. Ya han desaparecido los reptiles.
Ya no hay animales terrestres, pero veo
perfectamente bajo las aguas formas sombrí
as que se mueven lentamente entre las
algas.
»Las formas que veo son cada vez más si
mples. Ahora los únicos seres vivos son
células. A mi alrededor hay cada vez más
ángulos, ángulos totalmente ajenos a la
geometría humana. Tengo un miedo horrible. En
la creación existen abismos en los que
nunca ha penetrado el hombre.»
Seguí sin perderle de vista.
Chalmers se había levanta
do y gesticulaba como pidiendo
ayuda. Al poco volvió a hablar:
-Atravieso ángulos ajenos al espacio te
rrestre. Me aproximo al horror supremo.
-¡Chalmers! -exclamé-. ¿Quiere usted que intervenga?
Se llevó la mano al rostro, como para no ve
r una visión indeciblemente espantosa. Pero
dijo trabajosamente:
-¡Todavía no! Quiero seguir adelante... Quiero ver... lo que hay... aún más allá...
Tenía la frente cubierta de sudor frío
y movía los hombros de modo espasmódico. Su
rostro espantado era de
color gris ceniciento.
-Más allá de la vida existen cosas que no l
ogro distinguir. Pero se mueven lentamente a
través de ángulos alucinantes.
En ese momento percibí por primera vez en la
estancia un olor bestial e indescriptible,
nauseabundo, insoportable. Me lancé a la ventan
a y la abrí de par en par. Cuando volví
al lado de Chalmers y vi su expr
esión, estuve a punto de desmayarme.
-¡Me han olido! -lanzó un
alarido-. ¡Lentamente se
dan la vuelta hacia mí!
Todo el cuerpo le temblaba horriblemente.
Durante un momento agitó los brazos en el
aire, como buscando un asidero, y luego le
cedieron las piernas. Cayó al suelo, donde
permaneció boca abajo, sollozando, gimiendo.
En silencio contemplé cómo se arrastraba
por el suelo. En aquellos momentos, mi
amigo no era un ser humano. Enseñaba los dien
tes y en las comisuras de la boca se le
formó una espuma blanquecina.
-¡Chalmers! -grité-. ¡Chalmers, basta ya! Basta ya, ¿me oye?
Como en respuesta de mi llamada, comenzó a emitir unos sonidos roncos y
convulsivos, semejantes a ladridos, y a camina
r en círculo a cuatro patas por el suelo.
Me incliné y le cogí por los hombros. Le s
acudí violentamente, desesperadamente, y él
intentó morderme la muñeca. Me sentía enfe
rmo de horror, pero no le solté, pues temía
que se destruyese a sí mismo en un paroxismo de rabia.
-¡Chalmers! -murmuré-. Basta ya. Está us
ted en su habitación. Nada malo le puede
suceder. ¿Comprende?
A fuerza de sacudirle y de hablarle, lo
gré que la expresión de locura fuera
desapareciendo de su rostro. Temblo
roso y convulsivo, quedó como un grotesco
montón de carne en el cent
ro de la alfombra china.
Le ayudé a caminar hasta el sofá y a tumbarse
en él. Su rostro es
taba contraído de dolor
y me di cuenta de que seguía luchando
sordamente contra recuerdos espantosos.
-Whisky -murmuró-. Está ahí, en el mueblec
ito, junto a la ventana,
en el cajón superior
de la izquierda.
Cuando le alcancé la botella, la asió c
on tal fuerza que los nudi
llos se le pusieron
azules.
-Casi me cogen -dijo entrecortadamente.
Bebió el estimulante a grandes tragos ir
regulares y poco a poco le fue volviendo el
color a la cara.
-Esa droga -dije- es
el diablo en persona.
-No era la droga -gimió.
Su mirada ya no era de loco. Ahora
daba impresión de un profundo desaliento.
-Me han olido a través del tiempo -sus
urró-. He llegado demasiado lejos.
-¿Cómo eran? -pregunté para
seguirle la corriente.
Se inclinó hacia mí y me agarró el brazo
hasta hacerme daño. Otra vez fue dominado
por horribles temblores.
-¡No hay palabras para desc
ribirlos! -murmuró roncamente-. Han sido vagamente
simbolizados en el Mito de la Caída y
en cierta forma obscena que a veces aparece
grabada en algunas tablillas arcaicas. Los
griegos le daban un nombre que ocultaba la
impureza esencial de esos seres. La manzana,
el árbol y la serpiente son símbolos del
misterio más atroz.
Al cabo de unos momentos su voz se convirtió en un aullido:
-¡Frank! ¡Frank! ¡En el comienzo se cons
umó un acto terrible e inmencionable! Antes
del tiempo, el acto, y después del acto...
Comenzó a andar histéricamente por la estancia.
-Las consecuencias del acto se mueven a trav
és de ángulos en los oscuros recodos del
tiempo. ¡Tienen hambre y sed!
-Chalmers -intenté razonar-, ¡estamos
en el tercer decenio del siglo XX!
Pero él siguió ululando:
-¡Tienen hambre y sed! ¡Los Perros de Tíndalos!
-Chalmers, ¿quiere uste
d que llame a un médico?
-Ningún médico puede ayudarme. Son horrores
del alma y, sin embargo -ocultó la cara
entre las manos-, son reales, Frank. Los vi
durante un momento horrible. Durante un
instante he llegado a estar al
otro lado. Me encontré en una
ribera lívida, más allá del
tiempo y del espacio. Había una luz espant
osa que no era luz y un silencio hecho de
aullidos, y allí los vi. En su
s cuerpos flacos y famélicos se
concentra todo el Mal del
universo. En realidad no estoy
seguro de que tuvieran cuer
po: sólo los vi un instante.
Pero los he oído respirar. Durante un moment
o indescriptible sentí su aliento en mi
cara. Se volvieron hacia mi y huí dando alar
idos. En un solo instante huí a través de
millones de siglos.
Pero me han olido. Los hombres despiert
an en ellos un hambre cósmica. Hemos
escapado momentáneamente del aura impura que
los rodea. Tienen sed de todo lo que
hay limpio en nosotros, de todo lo que emer
gió inmaculado de aquel acto. En nosotros
hay elementos que no participaron en el acto
y ellos los aborrecen. Pero no te imagines
que son literal y prosaicamente malos. En el
plano donde habitan no existen el bien y el
mal tal como nosotros los concebimos. Son lo
que, en el principio quedó desprovisto de
pureza para siempre jamás. Al cometer el acto, se convirtieron en cuerpos de muerte, en
receptáculo de toda impureza. Pero no son malos en el sentido que nosotros damos a
esta palabra, porque en las es
feras en que se mueven no existe pensamiento ni moral ni
bueno ni malo. Allí sólo existen lo puro y lo
impuro. Lo impuro se expresa en ángulos;
lo puro, en curvas. El hombre, o mejor dic
ho, lo que hay en él de puro, procede de lo
curvo. No te rías. Hablo completamente en serio.
Me levanté para irme. Mientras
iba hacia la puerta, dije:
-Me da usted mucha pena, Chalmers. Pero no es
toy dispuesto a oírle
delirar. Le enviaré
a mi médico. Es un hombre de edad, muy
comprensivo, y no se ofenderá aunque usted
lo mande al diablo. Pero confío en que si
ga usted las indicaciones que le dé. Se pasa
usted una semana descansando en buen sa
natorio y verá qué bien le sienta.
Mientras bajaba las escaleras
le oí reír. Era una risa tan
desprovista de alegría que me
hizo llorar.
 
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satanas1
view post Posted on 27/8/2015, 21:38




II

Cuando Chalmers me telefoneó a la mañana
siguiente, mi primer impulso fue colgar
inmediatamente el receptor. Me llamab
a para pedirme algo tan insólito, y tan
anormalmente alterada estaba su voz, que te
mí por mi propia cordura si seguía adelante
con este asunto. Pero no pude dejar de percibir
la sinceridad de su angustia, y cuando se
le quebró la voz y comenzó a solloz
ar, decidí acceder a su petición.
-De acuerdo -dije-, ahora mismo voy y le llevo la escayola.
De camino hacia casa de Chalmers, me detuve
en una droguería y
adquirí diez kilos de
escayola. Al entrar en el cuarto de mi
amigo, le vi agazapado junto a la ventana,
contemplando la pared de enfrente con ojos
enfebrecidos por el
terror. Cuando me vio
entrar, se puso en pie y me arrebató el
paquete de la escayola con una avidez que me
puso los pelos de punta. Había sacado todo
s los muebles de la estancia, la cual
presentaba ahora un aspecto absolutamente desolado.
-¡Aún podemos salvarnos! -exclamó-. Pero te
nemos que actuar rápidamente. Frank, hay
una escalera plegable en el vestíbulo. Tráe
la inmediatamente. Y ve a buscar también un
cubo de agua.
-¿Para qué? -murmuré atónito.
Se volvió vivamente hacia mí y vi un relámpago de ira en sus ojos.
-¿Para qué va a ser, so bobo? ¡Para hacer la
masa con la escayola! -gritó, fuera de sí-.
Para hacer la masa que nos salvará el cuer
po y el alma de una
contaminación indecible.
Para hacer la masa que salvará al mundo
de un peligro... ¡Frank, tenemos que cerrarles
las puertas!
-¿A quiénes? -pregunté.
-¡A los Perros de Tíndalos! -exclamó-. Só
lo pueden llegar hasta nosotros a través de
ángulos. ¡Eliminemos todos los ángulos de la habitación! Voy a poner escayola en
todos los ángulos, en todos los rincones,
en todas las hendi
duras. ¡La habitación
quedará como el interior de una esfera!
Habría sido inútil discutir con él. Le llevé
la escalera. Chalmers mezcló la escayola con
el agua y estuvimos trabajando durante tres
horas. Tapamos las cuatro esquinas de la
pared y también las intersecciones de és
ta con el suelo y el
techo. Por último,
redondeamos los duros ángulos de la ventana.
-Ahora me quedaré en esta habitación ha
sta que se vayan -dijo Chalmers cuando
hubimos dado fin a la tarea-. Al darse cuenta
de que el olor que
siguen les obliga a
atravesar curvas, se volverán. Se volverán,
hambrientos, frustrados, insatisfechos, al
plano de impureza de donde proceden, anterior al tiempo y más allá del espacio.
Sonrió afablemente y encendió un cigarrillo.
-Te agradezco mucho que hayas venido.
-¿Sigue usted sin querer ver a un médico? -rogué.
-Quizá mañana -repuso-. Ahora tengo que vigilar y esperar.
-¿Esperar qué? -apremié.
Chalmers sonrió débilmente.
-Tú crees que estoy loco -dijo-; me doy cu
enta perfectamente. Eres inteligente, pero
también eres muy prosaico y no puedes con
cebir la existencia de ninguna entidad
independiente de toda energía y de toda
materia. Pero, mi querido amigo, ¿se te ha
ocurrido pensar alguna vez que
la energía y la materia son
las barreras que el tiempo y
el espacio imponen a nuestra percepción?
Sabiendo, como yo sé, que el tiempo y el
espacio son lo mismo y que son engañosos
porque ambos no son sino manifestaciones
imperfectas de una realidad superior, no
tiene sentido buscar en el mundo visible
ninguna explicación del mist
erio y del terror del ser.
Me levanté y me fui hacia la puerta.
-Perdona -exclamó-. No he querido ofenderte.
Tienes una gran inteligencia, pero yo
tengo una inteligencia sobrehumana. Es
natural que yo sea consciente de tus
limitaciones.
-Telefonéeme si me necesita -dij
e, y bajé las escaleras de dos en dos-. «Ahora sí que le
envío a mi médico -me iba diciendo a mí mism
o-. Está loco de remate y sabe Dios lo
que puede pasar si no se ocupa
alguien inmediatamente de él.»
 
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belzebuth666
view post Posted on 28/8/2015, 21:55




III

Resumen de dos artículos publicados en la Patridgeville Gazette del 3 de julio de 1928:

TEMBLOR DE TIERRA EN EL CENTRO DE LA CIUDAD

A los dos de la madrugada de hoy, un violen
to terremoto ha hecho temblar los barrios
céntricos de la ciudad, rompiendo varias
ventanas en Central Square y causando
graves daños en el tendido eléctr
ico y en las instalaciones de
la red tranviaria. En los
barrios periféricos también fue observ
ado el fenómeno resultando completamente
derruido el campanario de la iglesia baptis
ta de Angell Hill, que había sido diseñado
por Christopher Wren en 1717. Los bomberos
luchan por apagar el incendio que se ha
declarado en las naves de la fábrica de ne
umáticos. El alcalde ha prometido abrir un
expediente a fin de determinar
responsabilidades si las hubiere.

ESCRITOR OCULTISTA ASESINADO POR VISITANTE DESCONOCIDO

Horrible Crimen en Central Square

Un misterio impenetrable envuel
ve la muerte de Halpin Chalmers

A las nueve horas del día de hoy fue hall
ado el cuerpo sin vida de Halpin Chalmers,
escritor y periodista, en una habitación vacía
situada encima de la Joyería Smithwich
& Isaacs, en el número 24 de Central Squa
re. La investigaci
ón judicial puso de
manifiesto que dicha habitación había sido
alquilada amueblada al señor Chalmers el
día 1 de mayo último y que el propio inqui
lino se había deshecho
de los muebles hace
quince días. El señor Chalmers era autor de
varios libros sobre temas de ocultismo.
Pertenecía a la Asociación Bibliográfica
y anteriormente había residido en Brooklyn
(Nueva York).
A las siete de la mañana, el señor L. E.
Hancock, inquilino del apartamento situado
frente al del Chalmers en el edificio de Sm
ithwich & Isaacs, sintió
un olor especial al
abrir la puerta para dejar entrar a su ga
to y recoger la edición matinal de la
Patridgeville Gazette. El olor, según a
firma, era extremadamente acre y nauseabundo,
y tan intenso en las proxim
idades de la puerta de Chal
mers que tuvo que taparse la
nariz cuando se aventuró por dicha zona del rellano.
Estaba a punto de regresar a su propio apar
tamento cuando se le ocurrió que acaso
Chalmers se hubiera olvidado de apagar el
gas de su cocina. Considerablemente
alarmado por esta posibilidad, decidió inves
tigar lo sucedido y, comoquiera que nadie
contestase sus repetidas llamados a la pue
rta de Chalmers, av
isó al encargado del
edificio. Este último abrió la puerta medi
ante una llave maestra y ambos penetraron en
la habitación de Chalmers. La estancia est
aba totalmente desprovista de mobiliario y
Hancock asegura que, al ver lo que había en
el suelo, se sintió enfermo, teniendo que
permanecer el encargado y él asomados
un rato a la ventana sin mirar atrás.
Chalmers yacía boca arriba en el centro
de la habitación. Estaba completamente
desnudo y tenía el pecho y los brazos cubi
ertos de una especie de gelatina azulada. La
cabeza, totalmente separada
del tronco, reposaba sobre el
pecho y sus facciones
aparecían horriblemente retorcidas y mut
iladas. No había ni rastro de sangre.
La habitación presentaba un aspecto insólit
o. Todas las aristas habían sido cubiertas
de escayola, que en algunos sectores se
había agrietado y en otros, desprendido. Los
fragmentos de escayola caídos habían
sido agrupados en torno al cadáver, formando
un triángulo perfecto.
Junto al cuerpo se hallar
on varias hojas de papel amarillo casi enteramente
consumidas por el fuego. En ellas había
dibujado varios sím
bolos fantásticos y
extrañas figuras geométricas
y podían leerse diversas fr
ases escritas apresuradamente
a mano. Dichas frases, sin embargo, son t
an absurdas que no proporcionan la menor
pista sobre el posible autor
del crimen. He aquí algunas
de tales frases: «Vigilo y
espero. Estoy sentado junto a
la ventana y vigilo las pared
es y el techo. No creo que
lleguen hasta aquí, pero debo tener cu
idado con los Doels porque acaso puedan
ayudarles a pasar. También los ayudarán los
Sátiros y éstos pueden avanzar a través
de los círculos purpúreos. Los griegos
sabían cómo impedirlo. Es lamentable que
hayamos olvidado tantas cosas...»
En otro papel, en el más quemado de lo
s siete u ocho fragmentos recogidos por el
Sargento Detective Douglas (de la Policí
a de Patridgeville), había garrapateado lo
siguiente:
«¡La escayola se cae! La ha agrietado una
vibración terrible. ¡Un terremoto parece!
No podía preverlo. Se va yendo la luz de
la habitación. Telefonear a Frank. ¿Pero
llegará a tiempo? Debo intentarl
o. Recitaré la fórmula de Einstein. ¿Voy a Rompen!
¡Están pasando! ¡Consiguen atravesar! Sale humo
de las esquinas de la pared sus
lenguas.»
A juicio del Sargento Detective Douglas
, Chalmers ha muerto envenenado por algún
desconocido producto químico. La policía ha
enviado muestras de
la extraña gelatina
azul que cubría el cuerpo de Chalmers al
Laboratorio Químico
de Patridgeville y
confía en que el informe co
rrespondiente arroje
alguna luz sobre este crimen, el más
misterioso de los últimos años. Se sabe
que Chalmers tuvo un visitante la noche
anterior al terremoto, pues su vecino oyó si
n lugar a dudas, al pasar ante su puerta,
rumor de conversación. El principal sospec
hoso es, pues, este
desconocido visitante,
cuya identidad la Policía se esfu
erza afanosamente por averiguar.
 
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107 replies since 23/12/2011, 23:35   2843 views
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