LOS MITOS DE CTHULHU, LOVECRAFT Y OTROS

« Older   Newer »
  Share  
belzebuth666
view post Posted on 28/8/2015, 23:19




IV

Informe del doctor James Morton, químico y bacteriólogo:


«Señor Juez de Instrucción:
la sustancia semilíquida qu
e usted me remitió para su
estudio es la más extraña que
he analizado en mi vida. Pres
enta ciertas analogías con
el protoplasma, pero en ella no se encuentr
an ni aun indicios de
enzimas. Las enzimas
son catalizadores de las reacciones químicas
que se producen en el seno de la célula
viva. Cuando las células mueren, las enzimas
las desintegran mediante hidrólisis. Sin
enzimas, el protoplasma poseería una vitalidad
prácticamente infinit
a, es decir, sería
inmortal. Las enzimas, por así decir,
son los elementos ne
gativos del organismo
unicelular, que constituye la base de la vida,
y, en opinión de los biólogos, sin ellas no
puede existir materia viva. Y, sin embargo,
tales cuerpos indispensables se hallan
ausentes de la gelatina viva
que usted me remitió. ¿Se da usted cuenta del significado
que puede tener este desc
ubrimiento para la ciencia?»

V

Fragmento de un manuscrito titulado «Los que velan en silencio», original del fallecido Halpin Chalmers:


«¿Y si existiese otra forma
de vida paralela a la que cono
cemos, pero carente de los
elementos que destruyen la nue
stra? ¿Y si en otra dimens
ión existe una fuerza diferente
de la que genera nuestra vida? ¿Y si esta
fuerza emite una energía, que, procedente de
su dimensión desconocida, consigue alcanzar
nuestro espacio-tiemp
o y crear en él una
nueva forma de vida celular? Cierto es qu
e no se puede demostrar que tal forma nueva
de vida exista en nuestro universo, pero yo
he visto sus manifestaciones y he hablado
con ellas. De noche, en mi habitación, he
hablado con los Doels. Y en mis sueños he
contemplado a su Creador. Lo he visto en
lejanas riberas, más allá del tiempo y la
materia. Se mueve a través de curvas ex
trañas y de ángulos alucinantes. Algún día
viajaré en el tiempo y me enfrentaré con él cara a cara.»
 
Top
astaroth1
view post Posted on 16/9/2015, 17:45




La Sombra sobre Innsmouth, de H. P. Lovecraft

I


Durante el invierno de 1927-28, los agentes de
l Gobierno Federal rea
lizaron una extraña
y secreta investigación sobr
e ciertas instalaciones del
antiguo puerto marítimo de
Innsmouth, en Massachusetts. El público se
enteró de ello en febrero, porque fue
entonces cuando se llevaron a cabo redadas
y numerosos arrestos, seguidos del incendio
y la voladura sistemáticos -efectuados con
las precauciones convenientes- de una gran
cantidad de casas rui
nosas, carcomidas, supuestamente de
shabitadas, que se alzaban a lo
largo del abandonado barrio del muelle. La
s personas poco curi
osas no prestarían
atención a este suceso, y lo consideraron
sin duda como un episodio más de la larga
lucha contra el licor.
En cambio, a los más perspicaces les so
rprendió el extraordinario número de
detenciones, el desacostumbrado desplie
gue de fuerza pública que se empleó para
llevarlas a cabo, y el silencio
que impusieron las autoridade
s en torno a los detenidos.
No hubo juicio, ni se llegó a saber tampoco de
qué se les acusaba; ni siquiera fue visto
posteriormente ninguno de los detenidos en las
cárceles ordinarias del país. Se hicieron
declaraciones imprecisas acerca de enferm
edades y campos de concentración, y más
tarde se habló de evasiones en varias prisiones navales y militares, pero nada positivo se
reveló. La misma ciudad de Innsmouth se
había quedado casi despoblada. Sólo ahora
empiezan a manifestarse en ella algunas señales de lento renacer.
Las quejas formuladas por numerosas orga
nizaciones liberales fueron acalladas tras
largas deliberaciones secretas
; los representantes de di
chas sociedades efectuaron
algunos viajes a ciertos campos y prisiones,
y como consecuencia, tales organizaciones
perdieron repentinamente todo interés por la
cuestión. Más difícile
s de disuadir fueron
los periodistas; pero finalmente, acabaron
por colaborar con el Gobierno. Sélo un
periódico -un diario sensaciona
lista y de escaso prestigio por
esta razón- hizo referencia
a cierto submarino capaz de grandes inmers
iones que torpedeó los abismos de la mar,
justo detrás del Arrecife del Diablo. Es
ta información, recogida casualmente en una
taberna marinera, parecía un ta
nto fantástica ya que el arre
cife, negro y plano, queda por
lo menos a milla y media del puerto de Innsmouth.
Los campesinos de los alrededores y las gent
es de los pueblos vecinos lo comentaron
mucho, pero se mostraron extremadamente re
servados con la gente de fuera. Llevaban
casi un siglo hablando entre ellos de la
moribunda y medio desierta ciudad de
Innsmouth y lo que acababa de suceder no
había sido más tremendo ni espantoso que lo
que se comentaba en voz baja desde mucho
años antes. Habían sucedido cosas que les
enseñaron a ser reservados, de modo que era in
útil intentar sonsacarles. Además, sabían
poca cosa en realidad, porqué la presenci
a de unos saladares ex
tensos y despoblados
dificultaba mucho la llegada a Innsmouth por
tierra firme, y los habitantes de los
pueblos vecinos se mantenían alejados.
Pero yo voy a transgredir la ley de silencio
impuesta en torno a esta cuestión. Estoy
convencido de que los resu
ltados obtenidos son tan c
oncluyentes que, aparte un
sobresalto de repugnancia, mis revelacion
es sobre lo que hallaron los horrorizados
agentes que irrumpieron en Innsmouth no
pueden causar ningún daño. Por otra parte, el
asunto podría tener más de una explicaci
ón. Tampoco sé exactamente hasta qué punto
me han contado toda la verdad, pero tengo mu
chas razones para no desear indagar más a
fondo, ya que el caso, y el recuerdo de lo que pasó, me obliga a tomar severas medidas.
Fui yo quien, a primera hora de la mañana
del 16 de julio de 1927, huyó frenéticamente
de Innsmouth, y quien suplicó horrorizado al
Gobierno que abriese
una investigación y
actuase en consecuencia, peti
ción que dio origen a todo el
episodio relatado. Yo estaba
firmemente resuelto a permanecer callado mien
tras el asunto estuviera reciente en la
memoria de todos, pero ahora que ya ha pasa
do el tiempo y el públic
o ha perdido interés
y curiosidad, tengo un extraordinario dese
o de contar, en voz muy baja, las horas
escasas y terribles que pasé en aquel puerto
de tan siniestra repu
tación, sobre el que se
cierne una sombra blasfema y mortal. El me
ro hecho de contarlo me ayudará a recobrar
la confianza en mis facultades, a convencer
me de que no fui simplemente la primera
víctima de una pesadilla colectiva. Me serv
irá además para decidirme a mirar de frente
cierto paso terrible
que aún tengo que dar.
Nunca había oído hablar de Innsmouth hasta la
víspera del día en que lo vi por primera
y -hasta ahora- última vez. Celebraba mi
mayoría de edad dando la vuelta a Nueva
Inglaterra -turismo, antigüedades, interés
genealógico- y había planeado ir directamente
desde el antiguo pueblo de Newburyport a
Arkham, de donde provenía la familia de mi
padre. No tenía coche y viajaba en tren, en
trolebús o en coches de línea, buscando
siempre el itinerario más barato. En New
buryport me dijeron que para ir a Arkham
debía tomar el tren. Y fue en el despacho de
billetes de la estación donde, al vacilar ante
el elevado precio del billete, oí hablar
por vez primera de Innsmouth. El empleado,
hombre corpulento de rostro sagaz y un acen
to que no era de la región, consideró con
simpatía mis esfuerzos por ahorrar y me s
ugirió una solución que
hasta entonces nadie
me había propuesto.
-Creo que podría coger el autobús viejo -dij
o después de cierta vacilación- aunque por
aquí nadie suele cogerlo. Pa
sa por Innsmouth... Puede que haya oído usted hablar del
pueblo ese... A la gente no le gusta. El conduc
tor es de allí, un ta
l Joe Sargent, y nunca
coge viajeros de aquí ni de
Arkham. No me explico de qué vive esa empresa. El precio
del billete debe ser
bastante barato, pero
nunca lleva más de dos o tres personas... y
todas de Innsmouth. Sale de la Plaza, delante de la Droguería Hammond, a las diez de la
mañana y a las siete de la tarde, a no ser que hayan cambiado de horario últimamente.
Parece una cafetera rusa... Jamás me
he metido dentro de ese trasto.
Esta fue la primera noticia del siniestro pue
blo de Innsmouth. Cual
quier referencia a un
pueblo que no viniera en los mapas ordinari
os o no estuviera registrado en las guías
actuales de viajes me habría interesado, pe
ro además, la extraña manera que tuvo e!
empleado de mencionarlo acabó de suscitar
en mi ánimo una verdadera curiosidad.
Pensé que un pueblo capaz de inspirar tal aver
sión entre los vecinos
debía de ser curioso
y digno de atención turística.
Puesto que estaba antes de
llegar a Arkham, me detendría
en él... Así que pedí al empleado que me
informase un poco más. Cautamente, y con
aire de saber más de lo que decía, exclamó:
-¿Innsmouth? Sí, es un pueblo bastante raro.
Está en la desembocadura de Manuxet. Era
casi una ciudad, un puerto relativamente importa
nte, antes de la guerra de 1812, pero se
ha arruinado durante los últimos
cien años o por ahí. Ya no pasa ni el ferrocarril... Hace
años que se dejó abandonada la línea que lo unía con Rowley.
»Debe haber más casas vacías que habitantes
, y no hay comercio ni industria, excepto la
pesca y las nasas. La gente
prefiere venir aquí o a Arkha
m o a Ipswich para hacer sus
negocios. Años atrás había algunas fábricas,
pero ahora no queda má
s que una refinería
de oro que además se pasa largas temporadas sin funcionar.
»Sin embargo, esa refinería fue un buen negoc
io en sus tiempos, y el viejo Marsh, el
dueño, debe de ser más rico que Creso. Es un
viejo maniático y extr
avagante que no sale
de su casa para nada. Dicen
que ha contraído una enfermedad de la piel o que le ha
salido alguna deformidad, y no se deja ver.
Es nieto del capitán Obed Marsh, que fue el
fundador del negocio. Parece que su madre er
a extranjera, dicen que
procedía de los
Mares del Sur; así que se armó la gorda
cuando se casó con una muchacha de Ipswich,
hace cincuenta años. A la gente de por aquí
no le gustan los de Innsmouth, y si alguno
lleva sangre de Innsmouth procura siempre ocul
tarlo. Pero a mi modo de ver, los hijos y
los nietos de Marsh tienen un aspecto normal.
Me los señalaron una vez que pasaron por
aquí... Y ahora que lo pienso, parece que lo
s hijos mayores no vienen últimamente. Al
viejo no lo he llegado a ver nunca.
»¿Que por qué las cosas andan tan mal
en Innsmouth? Bueno, muchacho, no debe
preocuparse usted de lo que se oye por ahí,
Les cuesta empezar, pero en cuanto dicen
dos palabras seguidas, ya no paran. Se han
pasado los últimos cien años chismorreando
 
Top
astaroth1
view post Posted on 16/9/2015, 18:54




sobre lo que pasa en Innsmouth, y me figur
o que están más asustados que otra cosa.
Algunas historias que se cuenta
n son de risa. Por ejemplo,
dicen que el viejo capitán
Marsh negociaba con el diablo y sacaba tras
gos del infierno para traérselos a vivir a
Innsmouth, y también que celebraban una es
pecie de culto satánico y sacrificios
espantosos, cerca de los muelles, y que
lo descubrieron allá por el año 1845 más o
menos... Pero yo soy de Panton, Vermont, y no me trago esas historias.
»Tenía usted que oír lo que cuentan los viejos
del arrecife de la costa... El Arrecife del
Diablo lo llaman. En muchas ocasiones sobr
esale por encima de las olas, y cuando no,
aparece a flor de agua, pero ni siquiera
se puede decir que sea una isla. Según cuentan,
se ve a veces una legión entera de demonios
en ese arrecife, desparramados por allí o
saliendo y entrando de unas cuevas que hay en
la parte alta de la roca. Es una peña
abrupta y desigual, a bastante más de una m
illa de la costa. Ultimamente los marineros
solían desviarse bastante para evitarla.
»Los marineros que no procedían de Inns
mouth, se entiende. Una de las cosas que
tenían contra el capitán Marsh era que,
al parecer, atracaba al
lí algunas veces por la
noche, cuando la marca lo permitía, Puede que at
racara, porque la roca es interesante, y
hasta es posible que fuese en busca de algún
tesoro pirata; pero lo que decían es que
negociaba con los demonios de allí. Para mí,
la pura realidad es que fue el capitán quien
verdaderamente le dio fama de siniestro al arrecife.
»Eso fue antes de la epidemia de 1846, en
que murió más de la mitad de la población de
Innsmouth. No se llegó a explicar completame
nte qué fue lo que pasó, pero seguro que
se trataba de alguna enfermedad exótica, tr
aída de China o de alguna parte, por mar.
Debió de ser terrible; hubo desórdenes por
culpa de eso, y pasar
on cosas horribles que
no creo que hayan llegado a trascender fu
era del pueblo. El caso es que con eso se
arruinó para siempre. No volvió a repetirse
la hecatombe, pero ahora apenas vivirán allí
trescientas o cuatrocientas personas.
»Pero lo único que hay en el
fondo de la actitud de la ge
nte es un simple prejuicio
racial... y no lo censuro. Siento aversión por la
gente de Innsmouth y no me gustaría ir a
ese pueblo por nada del mundo. Me figuro que
usted tendrá idea -aunque ya veo por su
acento que es occidental- de la cantidad de
barcos nuestros, de Nueva Inglaterra, que
acostumbran a tocar los puertos extraños de
Africa, de Asia, de los Mares del Sur y de
cualquier parte, y la de gente rara que
a veces se traen para acá. Habrá oído hablar
seguramente del hombre de Salem que regres
ó después casado con una china, y puede
que sepa también que todavía queda un puñado de
isleños procedentes de Fidji, por ahí
por Cape Cod.
»Bueno, algo de eso debe haber detrás de
la gente de Innsmouth. El lugar siempre
estuvo separado del resto de la comarca por
marismas y riachuelos, y no podemos estar
seguros de lo que pasaba en
realidad, pero está bastante
claro que el viejo capitán Marsh
debió traerse a casa a unos tipos extraños, cu
ando tenía sus tres barcos en actividad, allá
por los años veinte o treint
a. Ciertamente, la gente de
Innsmouth posee unos rasgos
extraños; hoy en día... no sé cómo explicarlo,
pero es una cosa que te pone la carne de
gallina. Lo notará usted un poco en Sargen
t, si coge el autobús. Algunos tienen la
cabeza estrecha y rara, con la nariz chata y ap
lastada; y tienen también unos ojos fijos
que parece que nunca parpadean, y una piel que
no es como la piel normal que tenemos
los demás; es áspera y costrosa, y a los la
dos del cuello la tienen arrugada o como
replegada. Se quedan calvos muy jóvenes,
también. Los más viejos son los que peor
aspecto tienen... Bueno, en realidad creo
que no he visto nunca a un tipo de ésos
verdaderamente viejo. ¡Me figuro que se mori
rán de mirarse en el espejo! Los animales
les tienen aversión... Solían tener muchos probl
emas con los caballos, antes de aparecer
el automóvil.
»Nadie de por aquí, ni de Ar
kham ni de Ipswich, quieren tratos con ellos. Por lo demás,
se comportan con sequedad cuando vienen al
pueblo o cuando alguie
n intenta pescar en
sus caladeros. Lo raro es el tamaño del pe
scado que sacan siempre en las aguas del
puerto, si no hay nada más por allí cerca... ¡Per
o intente pescar usted en este sitio y verá
lo que tardan en echarlo! Antes solían
venir en tren... Después, cuando la compañía
abandonó el ramal, se daban una caminata
para tomarlo en Rowley... Ahora viajan en
autobús.
»Sí, hay un hotel en Innsmout
h; se llama Gilman House, pero me parece que no es gran
cosa. Yo le aconsejaría que no se quedara.
Es mejor que pase la noche aquí y mañana
por la mañana coge el autobús de las diez
; luego puede salir de
allí a las ocho de la
tarde, en el que va a Arkham. Hubo un insp
ector de Hacienda que paró en el Gilman
hará unos dos años, y sacó de allí un sinfín de impresiones desagradables. Parece que
tienen una multitud de gentes extrañas en
ese hotel, porque el buen hombre no paró de
oír en las otras habitaci
ones unas voces que le produc
ían escalofríos. Decía que
hablaban en un idioma extranjero, pero lo
peor era una voz ex
traña que hablaba de
cuando en cuando. Le sonaba tan poco human
a -como un chapoteo, decía él- que no se
atrevió ni a desnudarse para meterse en la
cama. Total: que pasó la noche en vela y
apagó la luz a las primeras luces de la
madrugada. Las conversaciones duraron casi toda
la noche.
»Lo que más le chocó al hombre ese -Casey se
llamaba-, era la forma con que le miraba
la gente de Innsmouth; parecían talmente
como policías vigilándole
. La refinería Marsh
le pareció bastante rara... Se
trata de una vieja fábrica si
tuada a orillas del Manuxet, en
su desembocadura. Lo que contó estaba de
acuerdo con ]o que yo sabía ya. Libros mal
llevados, ninguna cuenta clara,
y el negocio no se veía por ninguna parte. Además, ha
habido siempre cierto misterio sobre la
forma como los Marsh obtienen el oro que
refinan. Nunca se ha visto que hicieran muchas compras de oro, pero hasta hace unos
años enviaban por barco can
tidades enormes de lingotes.
»Se solía hablar de ciertas joyas extrañas
que los marineros v los trabajadores de la
refinería vendían en secreto, o que llevaban a veces las mujeres de la familia Marsh. Se
decía que el capitán Obed conseguía el person
al de su empresa en
los puertos tropicales;
parece que sus barcos zarpaban llenos de
abalorios y baratijas, como si fueran a
establecer tratos con los nativos. Otros pens
aban -y lo piensan todavía- que había
encontrado un antiguo escondrijo de piratas en
el Arrecife del Diablo. Pero lo extraño es
que el viejo capitán murió hace sesenta años
, y desde la Guerra Civil no ha salido de
Innsmouth ni un solo barco de gran cal
ado. Y a pesar de todo los Marsh siguen
comprando baratijas para salvajes, sobre t
odo cuentas de vidrio y chucherías, según me
han contado. A lo mejor es que a los de
Innsmouth les gusta adornarse con eso... Bien
sabe Dios que han estado a punt
o de caer al mismo nivel que
los caníbales de los Mares
del Sur y los salvajes de Guinea.
»La plaga del cuarenta y seis debió de lle
varse lo mejor del pueblo. En todo caso los
únicos que vienen de allí son gentes sospec
hosas; y los Marsh y lo
s demás ricachos son
tan sospechosos como ellos. Como le di
go, no serán más de cuat
rocientos en todo el
pueblo, a pesar de lo grande que es. Son lo
que en el Sur llaman 'blancos desarrapados',
o sea, tipos huraños y disimulados, llenos
de secretos y misterios. Cogen mucho
pescado y marisco, y lo exportan en camiones.
Es anormal la cantidad de toneladas de
pescado que sacan de ese trozo de costa.
»Nadie ha podido averiguar lo que hacen en
ese pueblo. Las escuelas oficiales del
Estado y las oficinas del censo de población se
han estrellado una y
otra vez con ellos.
Puede apostar a que las visi
tas de inspección no son bien
recibidas en Innsmouth. Yo
personalmente he oído de más de un en
cargado de negocios del Gobierno que ha
desaparecido allí. Se ha hablado mucho tamb
ién de uno que se volvió loco y ahora está
en el sanatorio. Sin duda le dieron un susto tremendo a ese pobre hombre.
»Por eso no pasaría yo la noche
allí, en su lugar.
Nunca he estado en el pueblo ese ni me
apetece ir, pero me figuro que visitarl
o de día no supone ri
esgo alguno... A pesar de
todo, la gente de por aquí le aconsejaría
que no lo hiciera. Si
está usted haciendo
turismo y buscando cosas antiguas, Innsm
outh es un lugar que le interesará.»
Después de lo que me contó el buen hombre
aquel, me pasé casi toda la tarde en la
Biblioteca Pública de Newburyport, buscando
datos sobre Innsmouth. Luego pregunté a
las gentes de las tiendas, del restaurante,
incluso en el parque
de bomberos, pero pude
comprobar que era más difícil de lo que
había predicho el empleado de la estación
sacarles algo en limpio. Por lo demás, no di
sponía de tiempo para vencer su instintivo
recelo. Me pareció que desc
onfiaban por alguna razón, como
si fuera sospechoso todo
aquel que se interesara demasia
do por Innsmouth. En la Y.M.C.A.
(Young Men’s
Christian Association, es decir,
Asociación Cristiana de Jóvenes.)
donde me había
hospedado, el sacerdote trató de disuadir
me pintándome ese pueblo como un lugar
malsano y decadente. En la biblioteca,
muchos adoptaron esa misma actitud. Era
evidente que a los ojos de las personas
de formación Innsmouth era meramente un caso
exagerado de degeneración cívica.
Los manuales de historia del Condado de Essex
que me sirvieron en la biblioteca decían
bien poco: que el pueblo se fundó en 1643, que
era célebre por sus astilleros, antes de la
Revolución, y que llegó a gozar
de gran prosperidad naval
a principios del siglo XIX;
más tarde, se convirtió en centro
industrial de segundo orden, gracias al
aprovechamiento de las aguas del Manuxet como
fuente de energía. Se referían muy
veladamente a la epidemia y a los desó
rdenes de 1846, como si constituyesen un
descrédito para todo el condado.
También se decía poca cosa de su proceso de
decadencia, aunque el capítulo final era
bien elocuente. Después de la
Guerra Civil, toda la vida
industrial de la localidad quedó
reducida a la Marsh Refining Company, y el
mercado de lingotes de oro constituía tan
sólo un pequeño residuo de lo que había sido su
comercio, aparte la eterna pesca. Pero
la pesca se pagaba cada día menos, a medida
que bajaba el precio de la mercancía
debido a la competencia de las gra
ndes empresas, aunque nunca hubo escasez de
pescado alrededor del puerto de Innsmouth. Lo
s extranjeros se asentaban raramente por
allí. Se decía que lo había
intentado cierto número de polacos y portugueses, pero que
fueron expulsados de una manera singularmente enérgica.
 
Top
satanas1
view post Posted on 17/9/2015, 22:13




Lo más interesante de todo era una breve
nota referente a ciertas joyas vagamente
asociadas a la localidad de Innsmouth. Ev
identemente, el caso había impresionado a
toda la región, ya que el libro hacía refere
ncia a determinadas piezas que se hallaban en
el Museo de la Universidad del Miskatonic,
de Arkham, y en el sa
lón de exhibiciones de
la Sociedad de Estudios Hi
stóricos de Newburyport. Las
descripciones fragmentarias de
tales joyas eran escuetas y frías, pero me
causaron una impresión difícil de definir. Todo
aquello me resultaba tan singular y excitante,
que no se me iba de la cabeza, y a pesar de
la hora avanzada, decidí acercarme a ver la
pieza que se conservaba en la localidad. Por
lo visto era un objeto grande, de extrañ
as proporciones, muy parecido a una tiara.
El bibliotecario me dio una not
a de presentación para el c
onservador de la sociedad. El
conservador resultó ser una ta
l Anna Tilton, soltera, que vi
vía allí cerca, Tras una breve
explicación, la anciana se mostró muy amable y me sirvió de guía. El museo de la
sociedad era notable en verdad, pero mi es
tado de ánimo era tal, que no tuve ojos más
que para el raro objeto que relumbraba en
la vitrina del rincón, bajo el foco de luz
eléctrica.
No fue mi sensibilidad estética lo que me
hizo abrir literalmente la boca ante el
sobrenatural esplendor de a
quella portentosa fantasía que
descansaba sobre un cojín de
terciopelo rojo. Incluso a
hora sería incapaz de descri
birlo con precisión, aunque no
cabía duda de que era una tiara, como decí
a la inscripción que había leído. Su parte
delantera era muy elevada, y su contorno
ancho y curiosamente irregular, como si
hubiera sido diseñada para una cabeza capric
hosamente elíptica. Parecía de oro, aunque
poseía una misteriosa brilla
ntez que hacía pensar en una aleación con otro metal de
igual belleza y difícilmente identificable.
Su estado de conservación era casi perfecto.
Me podría haber pasado horas enteras es
tudiando los sorprendentes y enigmáticos
adornos -unos, simplemente geométricos, otro
s, sencillos motivos marinos-, cincelados
o moldeados con maravillosa habilidad.
Cuanto más la miraba, más fascinado me sen
tía, y en esta fascinación encontraba algo
inquietante e inexplicable. Al
principio pensé que era una
extraña calid
ad artística lo
que me desasosegaba. Todos los objetos
de arte que había visto anteriormente
pertenecían a algún estilo o a alguna tradici
ón nacional o racial
conocida, o a alguna de
esas tendencias modernas que rompen con t
oda tradición. Pero aquella tiara no estaba en
ninguno de los dos casos. Denotaba claramen
te una técnica muy definida, de gran
madurez y perfección, aunque totalmente dist
inta de cualquier otra, oriental u
occidental, antigua o moderna. Jamás habí
a visto algo parecido. Era como si aquella
preciosa obra de artesanía perteneciese a otro planeta.
Pero no tardé en darme cuenta de que mi
turbación se debía a otra causa, quizá
igualmente poderosa, esto es, a sus extr
años motivos ornamentales que sugerían
desconocidas fórmulas matemáticas y secr
etos remotos hundidos en inimaginables
abismos del tiempo y del espacio. La na
turaleza representada en los relieves,
invariablemente acuática, resultaba casi si
niestra. Había unos monstruos fabulosos,
extravagantes y malignos, unos seres mitad peces y mitad batracios que me
obsesionaban hasta el extremo de despertar en
mí una especie de pseudo-recuerdos. Era
como si yo mismo tuviera de ellos una vaga
memoria, remota y terrible, que emanase de
las células secretas donde duermen nuestras
imágenes ancestrales más espantosas. Me
daba la impresión de que cada rasgo de
aquellos horrendos peces-ranas desbordaba la
última quintaesencia de una maldad inhumana y desconocida.
En curioso contraste con el aspecto de la ti
ara, estaba su breve y sórdida historia. Según
me contó miss Tilton, en 1873 cierto indi
viduo de Innsmouth, borracho, la había
empeñado por una suma ridícula poco antes de
morir en una riña, en
una tienda de State
Street. La Sociedad de Estudi
os Históricos la adquirió dire
ctamente del prestamista, y
desde el primer momento la colocó en uno
de los lugares más destacados de su salón,
con una etiqueta en la que se
indicaba que probablemente prove
nía de la India oriental o
de Indochina, aunque ambas suposiciones eran francamente problemáticas.
Miss Tilton, comparando todas las hipótesis pos
ibles sobre el origen de la tiara y su
presencia en Nueva Inglaterra, se sentía
inclinada a creer que había formado parte de
algún tesoro pirata descubierto por el vi
ejo capitán Obed Marsh. A favor de esta
suposición estaba el hecho de que los Marsh, al
enterarse del paradero
de la joya, habían
intentado adquirirla ofrecie
ndo una suma elevadísima que
todavía mantenían pese a la
firme determinación de la sociedad de no vender.
Mientras la amable señora me acompañaba hasta la puerta, me aclaró que su hipótesis
sobre el origen pirata de la fortuna de
los Marsh estaba muy extendida entre los
intelectuales de la región. Ella nunca había
estado en Innsmouth, pero sentía aversión
hacia sus habitantes, según dijo, a causa de
su degeneración moral y cultural. Incluso
me aseguró que los rumores existentes acer
ca de cierto culto satanista practicado en
Innsmouth encontraba apoyo en el hec
ho de que hubieran ganado allí numerosos
adeptos determinados ritos secretos que ha
bían terminado por absorber a todas las
iglesias ortodoxas.
Esos ritos eran practicados por la llamada
«Orden Esotérica de Dagon», y se trataba sin
duda de alguna religión pagana y degenera
da de origen orie
ntal que había sido
importada, al parecer, en una época en que
la pesca había escaseado. Era lógico, en
cierto modo, que las gentes sencillas la hub
iesen aceptado, ya que de pronto, a partir de
su instauración, la pesca había vuelto a ser
próspera y abundante. La «Orden» no tardó
en alcanzar una gran preponderancia en
el pueblo, sustituyendo por completo a la
francmasonería e instalándose incluso en
la antigua logia masónica de New Church
Green.
Todo esto, según la piadosa miss Tilton, const
ituía un argumento decisivo para rehuir la
diabólica y mísera ciudad de
Innsmouth. A mí en cambio me despertó un enorme interés
por visitarla. A la curiosidad
arquitectónica e histórica qu
e sentía se sumaba ahora un
entusiasmo antropológico, de tal modo que, en
mi reducida habitación de la Y.M.C.A.
sólo pude conciliar el sueño cuando ya empezaba a clarear.
 
Top
astaroth1
view post Posted on 21/9/2015, 19:43




II

A la mañana siguiente, poco antes de la diez,
cogí la maleta y me situé ante la Droguería
Hammond, en la Plaza del Mercado, a espera
r el autobús de Innsmouth. Cuando ya
faltaba poco para llegar, observé que los
paseantes se alejaban de la parada. El
empleado de la estación no había exagerado
la repugnancia que sentían en la localidad
por los habitantes de Innsmouth. Al poco tie
mpo apareció, retemblando por State Street,
un coche de línea bastante vi
ejo, pintado de verde sucio. Di
o la vuelta y frenó al lado de
donde yo estaba. En seguida me di cuenta de
que era el que yo esperaba. Encima del
parabrisas se adivinaba el casi ileg
ible cartel: Arkham-Innsmouth-Newb...port.
Sólo venían tres pasajeros, tres hombres
más bien jóvenes, morenos, mal vestidos y de
semblante hosco. Cuando el vehículo se de
tuvo, bajaron los tres y, con paso torpe y
desmañado, echaron a andar en silencio por
State Street, casi de manera furtiva. El
conductor bajó también del coche y le vi desa
parecer en el interi
or de la droguería.
«Este debe ser el tal Joe Sargent que menc
ionó el empleado de la estación», pensé, y
antes de reparar en ningún detalle, sent
í que me embargaba como una oleada de
instintiva aversión, tan incont
enible como inexplicable. De pronto, me pareció muy
natural que la gente de la
localidad no deseara subir a se
mejante autobús ni visitar la
población donde vivía aquella chusma.
Cuando volvió a salir de la droguería, me fijé
más en él y traté de descubrir el motivo
por el que me había causado tan mala
impresión. Era un hombre flaco, de hombros
caídos y uno setenta de estatura o tal v
ez menos. Llevaba un traje azul raído y una
deshilachada gorra de golf. Debía tener
unos treinta y cinco
años, aunque las dos
arrugas que le surcaban el cuello a ambos
lados le hacían parecer más viejo, si no se
fijaba uno en su rostro inexpresivo y ap
agado. Tenía la cabeza estrecha y unos ojos
saltones de color azul claro que no pestañeaban;
su barbilla y su frente eran deprimidas,
y tenía unas orejas más bien rudimentaria
s y atrofiadas. Sus labios eran grandes y
abultados; sus mejillas, cubiertas de poros ab
iertos y de costras, daban la sensación de
carecer casi totalmente de barba, apar
te algunos pelos amarillos tan irregularmente
repartidos por la cara, que
junto con las rugosidades de la piel, más que otra cosa
parecían calvas producidas por alguna enfe
rmedad. Sus manos enormes, surcadas de
venas, eran de un increíble gris azulado;
tenía los dedos sorprendentemente cortos y
desproporcionados, como encogidos hacia
adentro de sus tremendas palmas. Al
dirigirse hacia el autobús, noté su forma
de bamboleante de andar. Sus pies eran
igualmente desmesurados, y cuanto más se
los miraba, más difícil me parecía que
pudiera encontrar zapatos a su medida.
La mugre que llevaba encima lo hací
a más repugnante aún, Sin duda trabajaba o
haraganeaba por los muelles pesqueros, a ju
zgar por el olor que
traía consigo. Era
imposible averiguar qué mezcla de sangres ha
bría en sus venas. Sus rasgos no parecían
asiáticos, polinesios ni negroides, pero ev
identemente eran extranjeros. Sin embargo,
más que una característica racial, aquellos
rasgos me parecían una degeneración
biológica.
Me quedé cortado de pronto, al darme cuenta
de que no había ningún otro pasajero en
el autobús. No me gustó la idea de viaj
ar solo con semejante conductor. Pero se
acercaba la hora de salida, y
tuve que decidirme. Subí al coche, le tendí un dólar y dije
escuetamente: «Innsmouth». Me miró con sorpresa durante un segundo, mientras me
devolvía cuarenta centavos, pero no dijo na
da. Me senté detrás
de él, junto a una
ventanilla, para poder contempl
ar la costa durante el viaje.
Por fin arrancó el cacharro de una sacudida
y pronto dejó atrás los viejos edificios de
State Street, retemblando estrepitosament
e y soltando un humo espe
so por el tubo de
escape. Me dio la impresión de que la gent
e que pasaba por la acera evitaba mirar al
autobús... o al menos, disimulaba. Luego doblam
os a la izquierda por
High Street y el
camino se hizo más suave. Cruzamos por
delante de unos edificios majestuosos que
databan de los primeros tiempos de la Re
pública y luego dejamos atrás varias casas de
campo de estilo colonial, más antiguas aún. Después de atravesar Lower Green y Parker
River, salimos finalmente a una zona costera larga y monótona.
Era un día de calor y de sol.
El paisaje de arena, de juncales, de maleza desmedrada, se
hacía cada vez más desolado a medida que avanzábamos. A nuestro lado se extendía el
agua azul y la raya arenosa de Plum Isla
nd. Después de desviarnos de la carretera
general que seguía a Rowley e Ipswic
h, tomamos un camino que siguió bordeando el
litoral. No se veían casas, y según estaba el
firme de la carretera, el tráfico por aquel
paraje debía de ser muy escaso. Los negros
postes del teléfono so
stenían tan sólo dos
cables. De cuando en cuando, cruzábamos unos
decrépitos puentes de madera tendidos
sobre pequeñas rías que, cuando la marca esta
ba alta, contribuían a aislar aún más la
región.
De cuando en cuando se veían tocone
s ennegrecidos y cimientos de vallas
desmoronadas que emergían de la arena. R
ecordé que en uno de lo
s libros de historia
que había manejado se decía que, anteriorment
e, aquella había sido una comarca fértil y
muy poblada. El cambio sobrevino al parecer a
raíz de la epidemia que había asolado la
ciudad de Innsmouth en 1846, pero la ge
nte lo había achacado a ciertos poderes
malignos y ocultos. De hecho, el mal radicaba
en la absurda tala de toda la arboleda
cercana a la playa, que había privado al suelo de su mejor protección contra la arena que
ahora lo invadía todo.
Finalmente, perdimos de vista Plum Isla
nd y apareció la inmensa extensión del
Atlántico a nuestra izquierda. El estr
echo camino comenzó a subir por una cuesta
pronunciada.
Experimenté una sensación extraña al ver la
cima solitaria que se elevaba ante nosotros,
donde el camino, herido de surcos
, se encontraba con el cielo. Era como si el autobús
fuera a continuar su ascensión abandonando
la tierra para fundirse con el misterio
ignorado de un más allá invisible. El ol
or a mar nos llegaba cargado de aromas
presagiosos. La espalda encorvada y rígida
del conductor y su cráneo grotesco se me
antojaban cada vez más repugnantes. Por detrás
tenía la cabeza casi tan despoblada de
pelo como su cara. Apenas le crecían unas
pocas hebras amarillentas en su piel rugosa y
grisácea.
Coronamos la cuesta. Desde arriba se podía
contemplar toda la extensión del valle
donde el Manuxet desembocaba en el mar,
justo al norte de una larga muralla de
acantilados que culmina en Kingston Head
y tuerce después hacia Cape Ann. En la
bruma lejana del horizonte se alcanzaba a di
stinguir el perfil confuso del promontorio
donde se alzaba aquel caserón an
tiguo del que tantas leyenda
s se habían contado. Pero
de momento, toda mi atención se centró en el
panorama inmediato que se abría ante mí:
habíamos llegado frente al te
nebroso pueblo de Innsmouth.
Era un núcleo urbano muy extenso, de casas apre
tadas, pero carente de signos de vida.
Apenas si salía un hilo de humo de toda
la maraña de chimeneas. Tres elevados
campanarios descollaban rígidos y leprosos cont
ra el azul de la mar. A uno de ellos se le
había desmoronado el capitel. Los otros
dos mostraban los negros agujeros donde
antaño estuvieran las esferas de sus relojes.
La inmensa marca de techumbres inclinadas
y buhardillas puntiagudas formaban un paisaj
e desolador. A medida que avanzábamos
carretera abajo, descubrí que muchos de lo
s tejados estaban tota
lmente hundidos. Había
algunas casas grandes de estilo georgiano,
con tejados de cuatro aguas, cúpulas y
galerías acristaladas. La mayoría de ellas es
taban lejos de la mar, y una o dos vi que
todavía se conservaban en buen estado. En el
espacio que había entre unas y otras, se
veía la línea herrumbrosa de
l ferrocarril abandonado, invadi
da de yerba, bordeada por
los postes del telégrafo sin cab
les ya, y las huellas borrosas de los viejos caminos de
carro que iban a Rowley y a Ipswich.
El abandono y la ruina se hacían más eviden
tes en el barrio marinero, junto a los
muelles. Sin embargo, en su mismo centro se
alzaba la blanca torre de un edificio de
ladrillo muy bien conservado, que parecía
como una pequeña fábrica. El puerto,
invadido por los bancos de arena, estaba
protegido por un anti
guo espigón de piedra,
sobre el que se distinguían
las menudas figuras de algunos pescadores sentados. En la
punta del espigón se veían los cimientos circul
ares de un faro derr
uido. En el puerto se
había formado una lengua de arena sobre la
cual había unas chozas miserables, algunos
botes amarrados y unas cuantas nasas disemina
das. El único sitio
en que parecía haber
profundidad era donde el río, una
vez pasado el edificio de
la torre blanca, daba la
vuelta hacia el sur y vertía sus aguas
en el océano, al otro lado del espigón.
Los muelles de embarque estaban podridos de
un extremo a otro. Los más ruinosos eran
los de la parte sur. Y allá lejos, mar aden
tro, pese a la marca a
lta, pude distinguir una
raya larga y negra que apenas afloraba del
agua y que al instante ejerció sobre mí una
atracción singular y maligna. Era, sin duda
alguna, el Arrecife del Diablo. Por un
momento, mientras lo contemplaba, tuve la
sorprendente sensación de que me estaban
haciendo señas desde allá, lo qu
e me produjo un inmenso malestar.
No encontramos a nadie por el camino. Empeza
mos a cruzar por delante de una serie de
granjas desiertas y desoladas. Después vi
nieron unas pocas casas habitadas, cuyas
ventanas estaban tapadas con harapos. En lo
s estercoleros se amontonaban las conchas y
el pescado estropeado. Algunos
individuos trabajaban con ai
re ausente en sus jardines
yermos y sacaban almejas en la orilla, si
empre en medio de un penetrante olor a
pescado. Unos grupos de niños sucios y
de cara simiesca juga
ban en los portales
invadidos por la yerba. Había algo en aque
lla gente que resultaba más inquietante aún
que los lúgubres edificios. Casi todos tenían
los mismos rasgos faciales y los mismos
gestos, cosa que producía una repugnancia inst
intiva e irremediable. Por un instante me
pareció que aquellos rasgos me recordab
an algún cuadro visto anteriormente, en
circunstancias excepcionalmente horribles.
Pero este pseudo-recuerdo fue muy fugaz.
Al llegar el autobús a la zona llana donde se
alzaba el pueblo comencé a oír el murmullo
monótono de una cascada en medio de un
silencio impresionante. Las casas,
desconchadas y torcidas, se fueron arrima
ndo unas a otras, alineándose a ambos lados
de la carretera, y ésta se
convirtió en calle. En algunos
sitios se veía el pavimento
adoquinado y restos de las aceras de baldosa
que en otro tiempo ha
bían existido. Todas
las casas estaban aparenteme
nte desiertas. De cuando en cuando, entre las paredes
maestras, se abría el vacío de algún edificio
derrumbado. En todas partes reinaba un olor
nauseabundo e insoportable de pescado.
No tardaron en comenzar los cruces y las boc
acalles. Las calles que salían a la izquierda
en dirección de la costa estaban desempedrada
s, llenas de suciedad y de inmundicias.
 
Top
satanas1
view post Posted on 21/9/2015, 21:09




Aún no había visto a nadie en el pueblo, pero
al fin se veían al
gunos signos de vida:
cortinas en algunas ventanas, un cascado
automóvil detenido junto al bordillo... El
pavimento y las aceras se ib
an perfilando cada vez más y,
aunque casi todas las casas
eran bastante viejas -edificios
de madera y ladrillo de prin
cipios del siglo XIX- se veía
que todavía estaban en condiciones. Fascina
do por el interés de cuanto veía, me olvidé
del olor repugnante y de la sensación opresi
va que había experimentado al principio.
Pero no había de llegar yo a mi punto de
destino sin recibir otra impresión
tremendamente desagradable. El autobús de
sembocó en una especie de plaza flanqueada
por dos iglesias, en cuyo centro había un cí
rculo de césped pelado y seco. En la calle
que salía a la derecha se alza
ba un edificio con columnas. La fachada, pintada de blanco
en tiempos atrás, estaba ahora gris y desc
onchada. Las letras doradas y negras del
frontis estaban tan borrosas que me costó ba
stante descifrar la inscripción: «Orden
Esotérica de Dagon». Se trataba, pues, de
la antigua logia masónica, actualmente
consagrada a un culto degradante. Mientras me esforzaba por descifrar dicha
inscripción, sonaron los sordos
tañidos de una campana ra
jada que vinieron a distraer
mi atención. Entonces me volví rápidamente y miré al otro lado de la plaza.
Los toques de campana provenían de una igle
sia de piedra, de falso estilo gótico, que
parecía mucho más antigua que el resto de
los edificios de Innsmouth. Tenía a un lado
una torre cuadrada, achaparrada, cuya
cripta de cerradas ventanas era
desproporcionadamente alta. El reloj de la
torre carecía de man
illas, pero sabía que
aquellos golpes sordos correspondí
an a las once. Y de repente, todas mis reflexiones se
esfumaron ante la inesperada aparición
de una figura tan horrenda, que me estremecí
aun sin haber tenido tiempo de verla bien. La
puerta de la cripta estaba abierta y
formaba un rectángulo de oscuridad. Y al mi
rar casualmente, cruzó
ese rectángulo algo
que provocó en mí una fugaz impresión de pesadilla.
Era un ser vivo, el primer ser vivo, aparte
el conductor, que veía dentro del casco
urbano. De haber tenido los nervios má
s tranquilos, probablemente no habría
encontrado nada aterrador en ello, porque un
momento después me daba cuenta de que
se trataba tan sólo de un sacerdote. Cier
tamente vestía una extraña indumentaria,
adoptada tal vez cuando la Orden de Dagon ha
bía decidido modificar
el ritual de las
iglesias locales. Creo que lo
primero que me llamó la atención, lo que me llenó de aquel
repentino horror, fue la alta tiara que llev
aba. Se trataba de una reproducción exacta de
la que miss Tilton me había mostrado la noche
anterior. Sin duda fue esta coincidencia
la que desató mi imaginación y me hizo ver
algo siniestro en el ro
stro vislumbrado y en
el atavío de aquella silueta que cruzó pesa
damente el umbral de la puerta. Un segundo
después resolví que no había ninguna razón pa
ra sentir ese horro
r que parecía nacer
como un recuerdo maligno y olvidado. ¿No era natu
ral que el misterioso
ritual del lugar
hubiese hecho adoptar a sus ministros cierto
s ornamentos sacerdotales que resultasen
especialmente familiares a la comunidad...
por haber sido hallados en un tesoro, por
ejemplo?
Unos poquísimos jóvenes de aspecto repelente
se dejaron ver por las aceras. Se trataba
de individuos aislados o de si
lenciosos grupos de dos o tres.
En la planta baja de los
edificios había algunas tiendas pequeñas de ró
tulos sucios y despintados. Vi también en
las calles uno o dos camiones apar
cados. El ruido de la caíd
a del agua se fue haciendo
intenso, hasta que apareció ante
nosotros la profunda garganta
del río, sobre la cual se
extendía un ancho puente de hierro que de
sembocaba en un plaza amplia. Al pasar por
el puente, miré a uno y otro lado, y observé
que había unas cuanta
s fábricas en las
márgenes cubiertas de maleza, así como en
la parte baja del camino. Allá lejos, por
debajo del puente, el agua era muy abundant
e. A mi derecha, río arriba, se veían dos
poderosos saltos de agua, y otro por lo menos
río abajo, a la izquierda. El ruido era
ensordecedor desde el puente. Luego dimos la vuelta a una plaza espaciosa al otro lado
del río, y paramos a la derecha, delante
de un caserón alto, pintado de amarillo y
coronado por una cúpula. Sobre la puerta,
un letrero medio borrado proclamaba que
aquello era
Gilman House.
Me alegré de bajar de
l autobús. Inmediatamente después, procedí a consignar mi maleta
en el sórdido vestíbulo del ho
tel. Sólo había una persona a la vista, un hombre de edad,
que carecía de lo que yo había dado en ll
amar «pinta de Innsmouth». Decidí no hacer
preguntas indiscretas; recordaba las cosas ra
ras que se contaban de este hotel. Así que
salí a dar una vuelta por la plaza. El au
tobús se había ido ya. Me entretuve en
inspeccionar el sitio. A un lado, la plaza da
ba a un solar pedregoso tras el cual se
extendía el río. Al otro extremo había un semicí
rculo de edificios de ladrillo con tejados
oblicuos que seguramente databan de 1800. De al
lí se abrían varias
calles en abanico.
Por la noche, habida cuenta de la escas
ez de farolas, estas calles tendrían una
iluminación bastante pobre. Pensé con alivio
en mi proyecto de marcharme de allí antes
del anochecer. Los edificios
se conservaban todos en ba
stante buenas condiciones y
albergaban quizá una docena de
establecimientos comerciales de lo más corriente: una
sucursal de una gran cadena de tiendas de co
mestibles, un restaurante de aspecto triste,
una droguería, un almacén de pescado al por
mayor y, en el extremo de la plaza, no
lejos del río, las oficinas de la única indus
tria del pueblo, las Refinerías Marsh. Habría
unas diez personas por allí, y
cuatro o cinco automóviles y camiones aparcados junto a
la acera. Evidentemente, se trataba del cen
tro comercial de Innsmouth. Hacia oriente se
podían ver los azules pa
rpadeos del puerto, sobre los que
se alzaban las ruinas de tres
antiguos campanarios, muy bellos en su lúgubre
desolación. Cerca de la orilla, al otro
lado del río, se veía sobresalir
una torre blanca por detrás de
un edificio que debía ser la
refinería Marsh.
Después de pensarlo un rato, decidí em
pezar mis indagaciones en la tienda de
comestibles. Tratándose de una sucursal,
era probable que sus dependientes no fueran
de Innsmouth, como así resultó. En efect
o, el único empleado era un muchacho de unos
diecisiete años cuyo aspecto
franco y simpático prometía abundante información. Daba
la impresión de que estaba de
seoso de charlar, y no tardé
en descubrir que no le gustaba
el pueblo, ni su olor a pescado, ni sus fur
tivos habitantes. Para él era un alivio poder
hablar con cualquier forastero. Era de Arkha
m y vivía con una familia que procedía de
Ipswich. Siempre que podía, hacía una escapada
para visitar a su familia. A ésta no le
gustaba que trabajase en Innsmouth, pero la
empresa lo había destinado allí y él no
deseaba dejar el empleo.
Dijo que en Innsmouth no había biblioteca
pública ni cámara de comercio, pero que no
me sería difícil orientarme por las calle
s. Seguramente encontraría monumentos de
interés. Donde yo me había ap
eado era Federal Street. De
aquí nacía en dirección a
poniente una serie de calles residenciales
-Broad, Washington, Lafayette y Adams-. y al
otro lado estaba el miserable barrio mari
nero. En ese barrio
-cuya arteria era Main
Street- encontraría unas viejas iglesias m
uy bellas de estilo georgiano, completamente
abandonadas. Sería conveniente que yo no lla
mara demasiado la atención por aquellas
inmediaciones, especialmente al norte del rí
o, ya que el vecindari
o era gente hosca y
mal encarada. Incluso se decía que algunos
forasteros habían llegado a desaparecer.
Ciertos lugares eran prácticamente territ
orio prohibido, según había aprendido a costa
de disgustos. Por ejemplo, no era aconsejable
rondar por los alrededo
res de la refinería
Marsh, ni por las proximidades de cualqu
iera de los templos que aún se hallaban
abiertos al culto ni por delante del edif
icio de la Orden de Dagon situado en New
Church Green. Los cultos que se practicab
an eran muy extraños. Todos ellos habían
sido enérgicamente desautorizados por sus re
spectivas iglesias de fuera de Innsmouth.
Las sectas locales, aun cuando conservaban
sus primitivos nombres, practicaban las más
extrañas ceremonias y utilizaban unas ves
tiduras sacerdotales sumamente raras. Sus
credos heréticos y misteriosos hacían alus
ión a ciertas metamorfosis prodigiosas, a
consecuencia de las cuales se obtenía la in
mortalidad material en este mundo. El pastor
del muchacho, el doctor Wallace, de Arkham,
le había instado a que no frecuentara
ninguna iglesia de Innsmouth.
En cuanto a la gente, él apenas sabía nada.
Eran huidizos; se les
veía raramente y vivían
como los animales en sus madrigueras, de
modo que resultaba muy difícil imaginarse a
qué se dedicaban, aparte la et
erna pesca. A juzgar por las cantidades de licor clandestino
que consumían, se debían de pasar la ma
yor parte del día en estado de embriaguez.
Parecían unidos por una especie de misterio
sa camaradería, y sentían un gran desprecio
por el resto del mundo, como si
fueran ellos los elegidos para otra vida mejor. Su
aspecto -en particular aquellos ojos fijos
e imperturbables que no pestañeaban jamás-
era lo que más le repelía de ellos. Después,
sus voces roncas de
acento inhumano. Era lo
más desagradable del mundo oírles cantar por la
noche en la iglesia,
en especial durante
sus grandes festividades -que ellos denom
inaban re-nacimientos-, celebradas dos veces
al año, el 30 de abril y el 31 de octubre.
Eran muy aficionados al agua, y siempre es
taban nadando en el rí
o y en el puerto. Las
competiciones hasta el lejano
Arrecife del Diablo eran muy frecuentes, y viéndoles,
daba la sensación de que todos estaban en c
ondiciones de participar en esta dura prueba
deportiva. Pensándolo bien, uno se daba
cuenta de que las únicas personas que
aparecían en público eran jóvenes. Incluso en
tre éstos, a los mayores se les notaban ya
ciertos signo de degeneración. Era muy raro en
contrar adultos sin ra
stro de desviación
biológica alguna, como el viejo empleado del
hotel, y uno se pregunt
aba qué ocurría con
los viejos. ¿No sería tal vez la «pinta
de Innsmouth» un extraño fenómeno patológico
que les iba minando el organismo a me
dida que transcurrían los años?
Naturalmente, sólo una grave enfermed
ad podía acarrear tales y tan grandes
modificaciones anatómicas en las
personas que alcanzaban la madurez...
modificaciones tan profundas, que incluso lleg
aban a afectar a la forma del cráneo. En
ese caso, la cosa ya no sería tan desconcer
tante, puesto que se
trataría de una
enfermedad. De todas formas, el muchacho
me dio a entender que era muy difícil sacar
conclusiones concretas sobre el asunt
o, ya que jamás se llegaba a conocer
personalmente a los viejos del lugar,
por mucho que viviese uno entre ellos.
Dijo además que estaba convencido de que
había individuos más repugnantes que los
que se veían por la calle, pero que los en
cerraban en determinados lugares. Se oían
cosas la mar de raras. Decían que las casa
s del puerto se comunicaban entre sí mediante
una serie de subterráneos secretos, y que el
barrio era un auténtic
o vivero de monstruos
 
Top
satanas1
view post Posted on 23/9/2015, 21:39




deformes. Era imposible saber qué clase de sa
ngre les corría por las ve
nas, si es que les
corría alguna. Cuando llegaba al puebl
o algún enviado del Gobierno o alguna
personalidad, solían ocultar a los ti
pos más señaladamente repulsivos.
Añadió que era inútil preguntarle
s nada sobre el lugar. El único capaz de hablar era un
viejo que vivía en el asilo
de la salida del pueblo, y qu
e solía pasear por las calles
próximas al parque de bomberos. Este ve
nerable personaje, Za
dok Allen, tenía noventa
y seis años y estaba algo tocado de la cabeza, además de ser el borrachín del pueblo. Era
un individuo huidizo y extraño
que siempre miraba de soslayo como si temiese algo.
Estando sereno, no se le podía sacar una pa
labra del cuerpo. Sin embargo, era incapaz
de rechazar cualquier i
nvitación y, una vez bebido, co
ntaba las historias más
asombrosas del mundo.
De todos modos, pocos datos útiles podría sacar de él, ya que no decía más que
disparates, cosas prodigiosas y horrore
s imposibles, propios de una mente
desequilibrada. Nadie le creía, pero a los
de Innsmouth no les gustaba verle beber y
charlar con extraños. No era prudente qu
e le vieran a uno haciéndole preguntas.
Probablemente, las descabelladas habladuría
s que corrían por ahí provenían de él.
Es cierto que algunos habita
ntes de Innsmouth que procedían de otras localidades
afirmaban haber visto escenas horribles, pero
las aterradoras hist
orias del viejo Zadok,
unidas a la deformidad de los habitantes,
eran suficientes para provocar todo tipo de
supersticiones y fantasías. Ninguno
de los forasteros que vivían
en el pueblo se atrevía a
salir de noche. Se decía que era peligroso.
Además, las calles estaban siempre oscuras.
Por lo que se refiere al comercio, la abundanc
ia de pescado era casi
increíble; de todos
modos, en Innsmouth se obtenía menos be
neficio cada día. Los precios bajaban
continuamente y la competencia aumentaba. Co
mo es natural, el verdadero negocio del
pueblo era la refinería, cuyas oficinas esta
ban en la plaza, unos portales más allá. El
viejo Marsh nunca se dejaba ver. A veces se
veía pasar su automóvil con las cortinillas
echadas.
Corría toda suerte de rumore
s acerca de la transformaci
ón que había sufrido el viejo
Marsh. En sus tiempos había sido siempre m
uy atildado y se decía que vestía aún una
elegante levita de tiempos del rey Eduar
do, aunque se la habían tenido que adaptar a
ciertas deformidades. Al principio dirigían
sus hijos la oficina de la plaza, pero
últimamente se habían retirado de la vida
pública, dejando el peso del negocio a la
generación más joven. Tanto ellos como sus
hermanas habían sufrido un cambio muy
extraño, especialmente los mayores, y se
decía que estaban muy mal de salud.
Por lo visto, una de las hijas de Marsh er
a verdaderamente horrible. Según se decía,
parecía un reptil. Iba siempre at
aviada con una gran cantidad
de joyas fantásticas; hasta
llevaba una tiara del mismo estilo que la de
l museo, por lo que me dijo el muchacho. El
mismo se la había visto en la cabeza más de
una vez. Sin duda provenía de algún tesoro
escondido por los piratas o los demonios. Lo
s curas -o los pastores, o como se les
llamase a esos extraños sacer
dotes- usaban también tiaras
de ese tipo. Pero rara vez se
les veía. Me confesó que él no había vist
o más que una, la de la muchacha, aunque
corría el rumor de que existían varias en la ciudad.
Además de los Marsh, había otras tres fa
milias de elevada posición: los Waite, los
Gilman y los Eliot. Todas eran gente retraí
da. Vivían en casas inmensas, a lo largo de
Washington Street. Se decía que con ellos
vivían secuestrados ciertos familiares que
sufrían también horribles deformaciones y
cuyo fallecimiento había sido certificado
oficialmente.
Como en muchas calles habían desapareci
do los rótulos, el muchacho me dibujó un
plano rudimentario pero bien detalla
do del pueblo, para que pudiera orientarme.
Después de examinarlo un momento, consideré
que me iba a servir de gran ayuda. Le di
las gracias y me lo guardé en
el bolsillo, No me gustaba la idea de ir a comer al
restaurante que había visto, as
í que le compré un poco de queso y galletas para tomar un
bocado más adelante. El programa que me habí
a trazado consistía en deambular por las
calles principales, hablar c
on alguien que no fuese de allí
si tenía ocasión de ello, y
coger el autobús de las ocho para Arkham.
A primera vista se not
aba que el pueblo era
un caso extremado de decadencia colectiva.
En fin, yo no soy sociólogo, de manera que
limité mis observaciones a la arquitectura.
Empecé a buen paso mi recorrido sistemátic
o por las sórdidas calles de Innsmouth.
Después de cruzar el puente, me desvié hacia
el fragor de los salt
os de agua que había
río abajo. Pasé junto a la re
finería Marsh, de la que no sa
lía ruido alguno ni se notaba la
menor actividad. El edificio estaba situ
ado junto al río, cer
ca del puente y de una
confluencia de calles que debió de ser
el primitivo centro comercial del pueblo,
desplazado después por la actual Plaza Mayor.
Volví a cruzar la garganta
por el puente de Main Stre
et, y desemboqué en un paraje
tremendamente desolado. Los montones de ca
scote y los tejados fundidos formaban una
línea mellada y fantástica que se recortaba
contra el cielo. Por encima, severo y
decapitado, destacaba el campanario de una
antigua iglesia. En Main Street había
algunas casas habitadas al parecer, pero su
s puertas y ventanas estaban cerradas con
tablas clavadas. Más abajo,
unos edificios ruinosos y ab
andonados abrían sus ventanas
como negras órbitas vacías sobre las calle
s empedradas. Algunos de aquellos edificios
se inclinaban peligrosamente a causa de
los hundimientos del suel
o. Reinaba un silencio
imponente. Tuve que armarme de valor pa
ra atravesar aquel lugar en dirección al
puerto. Ciertamente, la impresión sobrecoge
dora que produce una casa
desierta aumenta
cuando el número de casas se multiplica hasta formar una ciudad de completa
desolación. El interminable espectáculo de ca
llejones desiertos y f
achadas miserables, la
infinidad de cuchitriles oscuros, vacíos,
abandonados a las telarañas y a la carcoma,
provocan un temor que ninguna filosofía puede disipar.
En Fish Street estaba todo tan desierto como
en la arteria principal, aunque ofrecía un
aspecto diferente. Había muchos almacenes
, construidos de piedra y ladrillo, que
todavía se conservaban en buen estado. Water
Street era casi idénti
ca, salvo que tenía
enormes espacios despejados en el la
do de la mar, donde antes hubo muelles y
embarcaderos, hoy hundidos. No se veía un al
ma, a excepción de los escasos pescadores
del lejano espigón. Sólo se oían los blandos
lametones de las olas en el puerto, y el
rumor lejano de los saltos del Manuxet.
Una creciente inquietud se iba apoderando de
mí. Volví la cabeza y miré hacia atrás furtiv
amente. Luego atravesé el vacilante puente
de Water Street. El otro, el de Fish
Street, estaba en ruinas según el plano.
Al otro lado del río encontré
indicios de cierta actividad: manufacturas de preparación y
embalaje del pescado, algunas
chimeneas humeantes, tec
humbres reparadas, ruidos
indeterminados y unos pocos individuos que
caminaban bamboleantes por los callejones
mal empedrados. No obstante, este barr
io resultaba aún más deprimente que la
desolación del distrito sur. Las gentes aquí
tenían más acentuada su deformidad que las
del centro. Varias veces me recordaron, de
manera confusa, algo tremendo y grotesco
que no conseguí identificar. Evidentemente,
la proporción de sangre extranjera era en
éstos mayor que en los de los demás barrios,
a no ser que la «pint
a de Innsmouth» fuese
una enfermedad, en cuyo caso debía estar cau
sando estragos en este sector. De cuando
en cuando también se oían crujidos, carrera
s presurosas, ruidos extraños y roncos que
me hicieron pensar, no sin ci
erto nerviosismo, en los pasadizos ocultos que había
mencionado el muchacho de la tienda. Y de
pronto, me di cuenta de que aún no les
había escuchado pronunciar una
sola palabra, y que deseaba con toda mi alma que no
llegara ese momento. Me estremecía con só
lo imaginar el sonido de sus voces.
Después de detenerme a contemplar las dos ig
lesias -hermosas, aunque ya en ruinas- de
Main y de Church Street, apreté el paso pa
ra salir cuanto antes de aquel inmundo barrio
marinero. A continuación, mi objetivo debería
haber sido lógicamente el templo de New
Church Green, pero sin saber
bien por qué, no me atreví a pasar otra vez por delante de
aquella iglesia, en cuya cripta había visl
umbrado la fugaz silueta de aquel extraño
sacerdote con tiara. Además, el muchacho de
la tienda me había advertido que las
iglesias, lo mismo que el local de la Or
den da Dagon, no eran lugares aconsejables para
forasteros.
Por consiguiente, continué por
Main Street hasta Martin St
reet, luego tomé la dirección
opuesta a la mar; crucé Federa
l Street por arriba de Green Street, y me interné en el
arruinado barrio aristócrata: Broad, Wash
ington, Lafayette y Adams Street. Aunque sus
avenidas, majestuosas y antiguas, tenían
un pésimo pavimento, conservaban aún una
magnífica arboleda y no habían perdido totalmente su primitiva dignidad.
Los edificios, unos tras otros, llamaban la
atención. La mayoría eran casas decrépitas,
rodeadas de jardincillos totalmente aba
ndonados. De cuando en cuando se veía alguna
vivienda habitada. En Washingt
on Street había una fila de
cuatro o cinco edificios muy
bien conservados, con sus jardines impecable
s. Pensé que el más suntuoso de todos -
rodeado de parterres inmensos
que se extendían a todo lo
largo de la calle, hasta
Lafayette Street-, debía de ser la casa del
viejo Marsh, el infort
unado propietario de la
refinería.
En ninguna de estas calles encontré alma vi
viente. Me extrañaba la completa ausencia
de perros y gatos en Innsmouth. Otra cosa qu
e me chocó fue que, incluso en las mejores
mansiones, las ventanas de los áticos y del
tercer piso permanecían firmemente cerradas
y clavadas con tablas. El disimulo y el mi
sterio parecían generales en esta extraña
ciudad de silencio y de muerte
. Por otra parte, no podía sustraerme a la sensación de que
en todo momento me vigilaban unos ojos oc
ultos, taimados y f
ijos que no parpadeaban
jamás.
Me sacudió un escalofrío al oír los tres
toques de la campana cascada. Demasiado bien
recordaba la iglesia de donde provenían es
os tañidos. Siguiendo por Washington Street
hacia el río, fui a parar a una zona que
antiguamente debió de
ser industriosa y
comercial. Frente a mí se alzaban las ruinas
de una factoría, otros edificios en el mismo
estado, y los restos de una estación de ferro
carril. Más allá, el antiguo puente ferroviario
cruzaba la garganta a la
derecha de donde yo estaba.
A la entrada del puente había un cartel que
prohibía el paso, pero me arriesgué y pasé
otra vez a la orilla sur, donde
volví a tropezarme con indivi
duos furtivos de torpe andar
que me miraban con disimulo. También se
volvieron hacia mí otros rostros, más
normales éstos, pero con expresión de cu
riosidad y desconfianza. Innsmouth se me
estaba haciendo intolerable po
r momentos. Torcí por Paine Street y me encaminé hacia
la Plaza con la esperanza de
coger algún vehículo que me
llevara a Arkham, para no
esperar hasta la salida
del siniestro autobús.
Fue entonces cuando descubrí el cochambroso
parque de bomberos y encontré al viejo -
cara colorada, hirsuta la barba, ojos
aguanosos, y vestido con unos andrajos
indescriptibles- sentado en un banco allí
enfrente y hablando con un par de bomberos
mal vestidos, aunque de aspecto normal.
Naturalmente, no podía ser otro que Zadok
Allen, el chiflado bebedor cuyos relatos sobr
e Innsmouth tenían fama de espantosos e
increíbles.
 
Top
satanas1
view post Posted on 23/9/2015, 22:05




III

No sé qué oscura fatalidad vino a torcer
los planes que me había trazado. Mi propósito
era únicamente admirar las bellezas arquitectóni
cas; y aun así, tenía prisa por llegar a la
Plaza. Quería ver si podía marcharme en segui
da de aquel pueblo siniestro. Pero al ver
al viejo Zadok Allen se despertó en mí
un nuevo interés y empecé a caminar más
despacio.
Ya sabía que lo único que podía oír del viej
o era una serie de historias absurdas y
disparatadas. Se me había advertido, adem
ás, que era peligroso que le vieran a uno
hablando con él. Sin embargo, no
pude resistir la tentación de
abordar a un viejo testigo
de la decadencia del pueblo, cargado de
recuerdos sobre los buenos tiempos en que
zarpaban los barcos y funcionaban las fact
orías. Al fin y al
cabo, el relato más
desquiciado tiene la mayoría de las veces
un fondo de realidad... y era seguro que el
viejo Zadok había presenciado las calami
dades que cayeron sobre Innsmouth durante
los últimos noventa años. La curiosidad me
empujaba más allá de lo prudencial. Por
otra parte, en mi presunción juvenil me cr
eía capaz de desentrañar la verdad que podía
encerrar la confusa versión que probablem
ente le sacaría con ayuda del whisky.
No podía abordarle allí mismo, claro está,
porque los bomberos tratarían de impedirlo.
Pensé en la manera de hacerlo. Me haría
con una botella de contrabando. El muchacho
de la tienda me había dicho dónde me lo
podían vender. Después
pasaría por el parque
de bomberos como por casualidad, y le hablaría
en cuanto se me pr
esentara la ocasión.
El dependiente me había dicho también que
el viejo Zadok era m
uy inquieto, y que rara
vez permanecía sentado dos horas seguidas.
Me resultó fácil -aunque no ba
rato- hacerme con un cuarto
de botella de whisky en la
trastienda de un establecimiento de artículos diversos que había a la salida de la Plaza,
en Eliot Street. El tipo que me despachó te
nía la misma «pinta de Innsmouth» que los
demás, aunque fue muy amable a su modo, ta
l vez por estar acostumbrado a tratar con
los forasteros -carreteros, compradores de or
o y gentes así- que estaban de paso en el
pueblo.
Al llegar a la plaza vi
que estaba de suerte: por la es
quina del Gilman House, surgiendo
de Paine Street, apareció nada menos que la flaca figura del mismísimo Zadok Allen.
Como tenía pensado, atraje su atención ostent
ando la botella. No ta
rdé en comprobar, al
torcer por Paine Street en busca de un luga
r solitario, que el viejo me seguía con paso
torpe.
Me orienté por el plano del muchacho de
la tienda. Busqué un paraje desierto y
abandonado que había visto antes, al sur
del barrio del puerto, donde no se veían más
seres vivientes que los pesca
dores, allá lejos. Crucé unas
pocas manzanas más y perdí
de vista incluso a estos testigos remotos.
Llegué, por fin, a un embarcadero abandonado,
realmente solitario. Al
lí podía interrogar a mis anchas
al viejo Zadok sin que nadie nos
viera. Antes de llegar a Main Street, oí un
«¡eh, señor! » débil y ja
deante a mi espalda.
Dejé que el viejo me alcanzara y le permití que echara un buen trago.
Empecé a tantearle mientras caminábamos
en medio de aquella desolación, entre
fachadas ruinosas y torcidas
. Pronto me di cuenta de que
el viejo no soltaba la lengua
tan pronto como yo había supuesto. Finalmen
te llegamos a un solar invadido de yerba,
rodeado de unas tapias desmoronadas, except
o por donde daba a un muelle cubierto de
algas. Las rocas musgosas, junto al agua
, proporcionaban unos asientos aceptables y el
lugar estaba al resguardo de miradas indisc
retas, oculto por un malecón en ruinas que
teníamos atrás. Pensé que éste era el sitio
ideal para mantener
una larga conversación,
así que conduje allí a mi compañero, y tomamo
s asiento en las rocas. El ambiente era de
abandono y de muerte; el olor a pescado resulta
ba insufrible, pero na
da me haría desistir
de mi propósito.
Tenía unas cuatro horas por delante, si
quería coger el autobús de las ocho para
Arkham. Le pasé otro poco la
botella al viejo y, mientras, me dispuse a tomar mi escasa
comida. Procuré que el viejo no bebi
era demasiado porque no deseaba que su
locuacidad se convirtiera en sopor. Al
cabo de una hora, empezó a dar muestras de
ceder en su obstinada reserva, aunque para
desilusión mía, continuó soslayando mis
preguntas sobre Innsmouth y su tenebros
o pasado. Se limitaba a hablar de temas
generales, poniendo de manifiesto un gran c
onocimiento de la actu
alidad periodística y
una marcada tendencia a filosofar a la
manera sentenciosa de los campesinos.
Llevábamos ya casi dos horas, y yo empezaba a temerme que el cuarto de whisky no iba
a ser suficiente. Me pregunté si no sería mejo
r ir un momento a comprar más. Pero justo
cuando me disponía a levantarme, la casuali
dad hizo lo que mis preguntas no habían
logrado hasta el momento, y las divagacione
s del anciano tomar
on un derrotero que al
instante despertó mi interés. Yo estaba
de espaldas a esa mar cargada de olor de
pescado, pero el viejo estaba
de cara, y su mirada errant
e tropezó con la línea baja y
distante del Arrecife del
Diablo, que en aquella hora
aparecía con claridad y casi
fascinante, por encima de las olas. La vi
sión pareció disgustarle, porque masculló una
serie de confusas imprecaciones que terminaron en un susurro confidencial y una
mirada de soslayo. Se inclinó hacia mí, me c
ogió de la solapa, y empezó a hablar en voz
muy baja:
-Ahí empezó todo... en este maldito lugar.
De ahí viene todo lo malo, de las aguas
profundas. Para mí que es la boca del in
fierno... No hay sonda, por larga que sea, que
llegue hasta el fondo. El capitán
Obed fue quien tuvo la culpa... Quiso llegar demasiado
lejos, y se metió en tratos con ciertas gentes de los Mares del Sur.
»Todo andaba mal en aquellos tiempos. El
comercio era un fracaso, las fábricas se
arruinaban y los corsarios mataron a nuest
ros mejores hombres en la Guerra de 1812.
Otros naufragaron, como los del bergantín
Elizy
y el lanchón
Ranger
, que eran de
Gilman los dos. Obed Marsh tenía una flota de tres barcos: el bergantín
Columby
, el
Hetty
, y la corbeta
Sumatra Queen
. Fue el único que siguió c
on el tráfico de las Indias
Orientales y el Pacífi
co, aparte la goleta
Malary Bride
, de Esdras Martin, que hizo una
salida el año veintiocho.
»Nunca ha habido otro como el capitán Obe
d... ¡hijo de Satanás!
¡Je, je! Todavía me
parece que lo veo soltando pestes y llamando idiotas a todos porque iban a la iglesia y
aguantaban sus miserias sin protestar.
Decía que había dioses mejores, que las
divinidades de las Indias pr
oporcionaban pescado a cambio de los sacrificios, y que ésos
sí que escuchaban las pl
egarias de las gentes.
»Matt Eliot, su mejor amigo, también hablaba
bastante, también. Sólo que incitaba a las
gentes a hacer herejías de paganos. Según decía,
había una isla al este de Othaheite con
una gran cantidad de ruinas de piedra, má
s viejas que lo más antiguo que nadie pueda
conocer. Decía que era como la Ponapé de
las Carolinas, sólo
que con unos rostros
esculpidos como los de la isla de Pascua
. Allí cerca había también un islote volcánico,
donde existían unas ruinas completamente estr
opeadas, como si hubieran estado mucho
tiempo bajo el agua, y representaban unos monstruos espantosos.
»Pues bien, señor, Matt les decía a las gent
es que los nativos aquellos tenían todo el
pescado que les cabía a bordo, y ajorcas vali
osas, y brazaletes, y coronas, todo fundido
en no sé qué especie de oro, con motivos
labrados imitando los seres monstruosos
esculpidos en las ruinas del islote. Eran
como ranas que parecían peces o peces que
parecían ranas, y estaban en todas las pos
turas talmente como seres humanos. Nadie
sabía de dónde habían sacado aquellos tesoro
s ni cómo se las arreglaban para pescar
tanto, cuando en las islas veci
nas apenas se sacaba para malvivir. Conque Matt también
se extrañó, lo mismo que el capitán Obed. Y éste observó, además, que cada año
desaparecía la flor de la juventud, y que no se
veían viejos. A la vez empezó a notar que
algunos tipos tenían un aspecto dema
siado raro, aun para ser canacos.
»Por último, Obed descubrió la verdad. No
sé cómo se las arregló, pero empezó
comprándoles los objetos de oro que usab
an. Les preguntó de dónde los sacaban y si
había más, y finalmente le sacó toda la ve
rdad al viejo jefe. Walakea se llamaba. Otro
que no fuera Obed, no se habría creído lo que
le contó el viejo del demonio, pero el
capitán leía en los ojos de
las personas como en un libro
abierto. ¡Je, je! A mí tampoco
me cree nadie cuando me pongo a contar
lo, y supongo que usted tampoco... aunque
ahora que me fijo, tiene usted la
misma mirada que el viejo Obed.»
La voz del viejo se hizo aún más susurrante.
Su acento era tan sincero y terrible que me
estremecí, aun cuando sabía que su relato
no era más que una fantasía de borracho.
»Pues bien, señor; Obed se enteró de cosa
s de las que mucha gente no a oído hablar de
la vida... ni las creería nadie si las oye
ra. Parece que estos canacos sacrificaban
montones de muchachos y muchachas a una es
pecie de divinidades que vivían bajo la
mar, y obtenían toda clase de favores a cam
bio. Se reunían con aquellos seres en el
islote, entre las extrañas ruinas, y parece
que las imágenes monstruosas de peces-ranas
estaban copiadas de aquellos seres. Seguramen
te eran esas bestias que salen en todos los
cuentos de sirenas y cosas por el estilo. Te
nían muchas ciudades en el fondo, y la propia
isla había salido de las profundidades. Parece
que, cuando el islote sa
lió a la superficie,
todavía quedaban algunos de estos seres vivos
entre las ruinas, y los canacos se dieron
cuenta de que debía haber muchos más en
el fondo del océano. Conque, en cuanto se
atrevieron, empezaron a hablar con ellos por
señas, y llegaron finalmente a un acuerdo.
»A esos seres les gustaban lo
s sacrificios humanos. Hacía
mucho habían subido también
a la superficie y habían hecho sacrificios,
pero finalmente habían perdido contacto con
el mundo de arriba. Sabe Dios lo que ha
rían con las víctimas; me figuro que Obed
prefirió no preguntarlo. Pero a los pa
ganos no les importaba demasiado, porque
atravesaban una racha difícil y estaban de
sesperados. Así que, dos veces al año,
entregaban cierto número de jóvenes a los se
res de la mar: la noche de Walpurgis y la
de Difuntos. También les daban algunas bara
tijas talladas que sabían hacer. A cambio,
las bestias marinas se comprometían a darles
grandes cantidades de
pescado y ciertos
objetos de oro macizo.
»Pues como digo, los nativos se
reunían con esos seres en el islote volcánico... Iban en
canoas con las víctimas y demás, y regresaban
con las joyas de or
o que les entregaban.
Al principio, los seres aquellos no querían ir
a la isla grande,
pero de pronto, un día,
dijeron que sí, que querían ir. Se conoce
que les apetecía mezclarse con la gente y
festejar con ellos sus días señalados, la noch
e de Walpurgis y la de
Difuntos. Como ve,
podían vivir dentro o fuera del agua. O sea,
que eran anfibios, como decimos nosotros.
Los canacos les advirtieron que los habitantes
de las demás islas los matarían si se
enteraban de que estaban allí, pero ello
s dijeron que no se preocuparan, que tenían
poderes suficientes para destruir a toda la
raza humana, menos a los que tenían no sé
qué señales o signos de los
que ellos llamaban 'Primordiales'. Pero como no querían
líos, se ocultaban cuando al
guien visitaba la isla.
»Cuando les llegó la época de celo a aquell
os seres con pinta de sapo, los canacos
pusieron reparos, pero entonc
es se enteraron de algo que
les hizo cambiar de opinión. A
lo que parece, los seres humanos tenemos co
mo cierto parentesco con estas bestias
marinas, porque todas las formas de vida
han salido del agua y sólo necesitan un
pequeño cambio para volver a ella
otra vez. Las criaturas aquellas dijeron a los canacos
que si se mezclaban sus sangres, nacerían hi
jos de apariencia humana al principio, pero
que después se irían parecie
ndo a ellos cada vez más, hasta que finalmente regresarían
al agua para reunirse con los enjambres de
seres que bullen en los abismos del agua. Y
aquí viene lo importante, joven: que cua
ndo se volvieran peces-sapos como ellos y
regresaran al agua, no morirían ya jamás.
Esas bestias no mueren nunca, excepto si se
las mata de forma violenta.
»Pues bien, señor; para cuando
Obed conoció a los isleños,
ya les corría por las venas
mucha sangre de pez que les venía de las
bestias. Cuando envejecían y empezaba a
notárseles, no tenían más remedio que esconders
e hasta que les venían ganas de irse a la
mar. Algunos tenían más sangre de bestia qu
e otros, y también se daba el caso del que
 
Top
belzebuth666
view post Posted on 24/9/2015, 22:21




no llegaba a cambiar lo suficiente para vi
vir en el fondo; pero en fin, casi todos se
convertían en monstruos como ya se les ha
bía advertido. Los que se parecían más a
ellos de nacimiento se iban antes; los que n
acían más humanos, vivían en la isla, a veces
hasta pasados los setenta años, aunque
bajaban a menudo al fondo de la mar para
ensayar a ver. Y los que se habían ido ya, vol
vían como de visita, de manera que a veces
un hombre podía charlar con el
tatarabuelo de su tatarabuel
o, que había regresado a las
aguas doscientos años antes o así.
»Ya nadie pensaba en morir... sa
lvo en lucha con los de otras
islas, o si los sacrificaban
a los dioses marinos, o si los mordía una se
rpiente, o también si cogían una enfermedad
antes de regresar a las aguas. Sencillame
nte, se pasaban la vida esperando que les
viniese el cambio, que ya se habían acost
umbrado a él y no les parecía tan horrible.
Pensaban que la transformación valía la pena
, y me figuro que Obed pensaría lo mismo
cuando meditó lo que le había contado el
viejo Walakea. Sin embargo, Walakea era uno
de los pocos que no tenía mezcla de sangre en
las venas. Era de la familia real, y sólo se
casaban con los de las familias reales de otras islas.
»Walakea le enseñó a Obed una gran cantidad
de ritos y conjuros relacionados con
aquellas bestias marinas, y le mostró
algunos hombres que ya estaban muy a medio
convertir, pero jamás le permitió ver
a ninguno completamente transformado. Por
último, le dio un chisme bastante raro de pl
omo o algo parecido, y le
dijo que atraía a
los famosos peces-ranas en cualquier luga
r del agua, siempre que hubiese un nido de
ellos abajo. Lo único que tenía que hacer er
a echar aquel chisme al agua y recitar
correctamente las plegarias y demás. Wala
kea le dijo que los peces-ranas estaban
diseminados por todo el mundo, de manera
que se podía encontrar un nido y llamarlos
con toda facilidad.
»A Matt no le gustaba nada el asunto y le
pidió a Obed que se ma
ntuviese alejado de la
isla, pero el capitán estaba
ansioso por ganar dinero, y ta
n baratos encontró aquellos
objetos de oro, que acabaron
siendo su especialidad. Las
cosas continuaron de esta
manera durante unos años, hasta que Obed s
acó el oro suficiente para poner en marcha
la refinería en el edificio
de una vieja fábrica de Waite. No vendía las joyas tal como le
venían a las manos porque la gente habría
hecho demasiadas preguntas. Pero a veces,
alguno de su tripulación robaba
alguna que otra pieza y la
vendía por su cuenta. Otras
veces, Obed permitía que las mujeres de su
familia se adornaran con ellas, como hacen
todas las mujeres del mundo.
»Pues bien, hacia el año treint
a y ocho -tenía yo entonces siete años-, Obed se encontró
con que los isleños habían de
saparecido. Parece ser que los de las otras islas habían oído
contar lo que pasaba, y deci
dieron cortar por lo sano. Para
mí que debían tener algunos
de esos viejos símbolos mágicos que, como
decían los monstruos marinos, eran lo único
que les asustaba. Ya se sabe que los canacos
son unos linces, y no le quiero decir, si ven
aparecer de pronto una isla con ruinas más an
tiguas que el diluvio, lo
que tardan en ir a
ver de qué se trata. El caso es que no dejaron
títere con cabeza, ni en
la isla grande ni en
el islote volcánico, salvo la
s ruinas, que eran demasiado
grandes para derribarlas. En
determinados lugares dejar
on unas piedras pequeñas como talismanes que llevaban
grabado encima un signo de esos que llaman
ahora la svástica. Debían de ser símbolos
de los Primordiales. En resumen: que lo
destruyeron todo, que no
dejaron ni rastro de
aquellos objetos de oro, y que ningún canaco de
los alrededores quería decir después ni
una palabra del asunto. Incluso juraban que
nunca había vivido nadie en aquella isla.
»Naturalmente, a Obed le sentó muy mal, por
que para él suponía el fin de su negocio.
Todo Innsmouth sufrió las consecuencias ta
mbién, porque en aquellos tiempos, lo que
beneficiaba al armador beneficiaba al mi
smo tiempo a la población. La mayoría de las
gentes de por aquí tomó las cosas con re
signación; pero estaba
n arruinados, porque la
pesca se agotaba y ninguna de
las fábricas marchaba bien.
»Entonces Obed empezó a maldecir a la
s gentes por pasars
e la vida rezando
estúpidamente al Dios de los
cristianos, que no servía para
nada. Les dijo que él conocía
otros pueblos que rezaban a ciertos dioses que
concedían de verdad lo que se les pedía,
y dijo que si conseguía un puñado de hombres
decididos a secundarle, él se las apañaría
para encontrar la protección de esos pode
res capaces de proporcionarles abundante
pesca y también algo de oro. Naturalmente, los marineros del
Sumatra Queen
, que
habían estado en la isla, comprendieron en
seguida lo que quería decir, y a ninguno le
hizo mucha gracia tener que arrimarse a lo
s monstruos marinos; pero había muchos que
no sabían nada de aquello y les hizo mucha
impresión lo que Obed dijo de estos dioses
nuevos (o viejos, según se mire), y empezar
on a preguntarle cosas sobre esa religión que
tanto prometía.»
Aquí el anciano se detuvo tembloroso, so
ltó un gruñido y se sumió en una silenciosa
meditación. Lanzó una mirada por encima
del hombro con nerviosismo, y luego volvió
a contemplar fascinado la línea negra de
l lejano arrecife. Le pregunté algo y no me
contestó. Comprendí que debía dejarle termin
ar la botella. La desquiciada historia que
estaba escuchando me interesaba profundame
nte porque, a mi entender, se trataba de
una especie de alegoría que expresaba de
manera simbólica el ambiente malsano de
Innsmouth visto a través de una fantasía
desbordante e influida por todo tipo de
leyendas exóticas. Ni por un momento se me oc
urrió creer que el relato tuviera el menor
fundamento, y sin embargo, en él palpitaba un
auténtico terror, tal
vez por el hecho de
aludir a aquellas joyas extrañas
que tanto me recordaban a
la tiara que había visto en
Newburyport. Después de todo, lo más probabl
e era que aquel ornamento procediera de
alguna isla perdida, y que el
extravagante relato de Zadok fuera una patraña más del
difunto Obed, y no un delirio suyo de borrachín.
Le alargué la botella, y el viejo la apuró
hasta la última gota.
Soportaba el alcohol de
una manera asombrosa; a pesar de la can
tidad de whisky ingerido, no se le trabó la
lengua ni una vez. Después de
apurar la botella lamió el
gollete y se la metió en el
bolsillo. Luego comenzó a cabecear y a susurr
ar para sí cosas inaudibles. Me acerqué
más a él para ver si le ente
ndía alguna palabra, y me pa
reció sorprenderle una sonrisa
burlona tras sus bigotes hirsutos y manc
hados. Efectivamente, estaba hablando. Y pude
entender que decía:
-Pobre Matt... No se estuvo qui
eto, no. Intentó poner a la ge
nte de su parte y habló
muchas veces con los predicadores, pe
ro no sirvió de nada... Al sacerdote
congregacionista lo echaron del
pueblo, el metodista se largó, al anabaptista, que se
llamaba Resolved Babcock, no se le volvió
a ver... ¡Ira de Je
hová! Yo no era más que
un chiquillo, pero oí lo que oí, y vi lo
que vi... Dagon y Astharot
h... Belial y Belcebú...
El Becerro de Oro y los ídolos de Can
aan y de los filisteos... Abominaciones de
Babilonia...
Mene, mene tekel, upharsin.
Nuevamente se detuvo. Me pareció, por la mi
rada aguanosa de sus ojos azules, que se
encontraba muy cerca de la embriaguez. Pe
ro cuando lo sacudí levemente del hombro,
se volvió con asombrosa vivacidad y solt
ó unas cuantas frases aún más sibilinas:
-Conque no me cree, ¿eh? ¡Je,
je, je!... Entonces dígame us
ted, joven, ¿por qué se iba el
capitán Obed de noche en bote, junto con ot
ros veinte tipos, al Arrecife del Diablo, y
allí se ponían a cantar todos a
voz en cuello, que podía oírsel
es desde cualquier parte del
pueblo cuando el viento venía de la mar? ¿P
or qué, eh? ¿y por qué arrojaba unos bultos
pesados al agua por un lado del Arrecife
donde ya puede usted echar un escandallo
como de aquí a mañana, que
no le llegará jamás al fondo? ¿Y me puede decir qué hizo
él con aquel chisme de plomo que le dio
Walakea? Vamos, dígame, ¿eh? ¿y me puede
explicar qué letanías entonaban todos junt
os en la noche de Walpurgis y en la de
Difuntos? ¿y por qué los nuevos sacerdotes
de las iglesias, que habían sido antes
marineros, se vestían con extraños atuendos y
se ponían esas especies de coronas de oro
que Obed había traído? ¿Eh?
Los aguanosos ojos azules de Zadok Alle
n tenían ahora un brillo maníaco, casi
demencial, y erizados los sucios pelos de
su barba descuidada. Debió percatarse de mi
involuntario gesto de aprensión, porqu
e se echó a reír con perversidad.
-¡Je, je, je, je! Empieza a ver claro, ¿eh?
Seguramente le habría gustado estar en mi
pellejo en aquel entonces, y ver por la noche
, desde lo alto de mi
casa, las cosas que
pasaban en la mar. ¡Bueno! yo era pequeño,
pero también son pequeños los conejos y
tienen grandes orejas, y lo que
es yo, ¡no me perdía ni palabra de lo que contaban del
capitán Obed y de los que salían con él al ar
recife! ¡Je, je, je! ¿y la noche que subí al
terrado con el catalejo de mi padre, y vi el
arrecife lleno de fo
rmas que se echaban al
agua en el momento de salir la
luna? Obed y los demás estaban en el bote, en la parte de
acá, pero aquellas formas se zambulleron
por el otro lado, donde el agua es más
profunda, y no volvieron a aparecer. ¿Le habría
gustado ser chiquillo y estar solo allá
arriba viendo
aquellas formas que no eran humanas?
.. ¡Je, je, je!
El anciano se estaba volvie
ndo histérico, cosa que me emp
ezó a alarmar. Me puso en el
hombro su mano nudosa y se me aferró de manera convulsiva.
-Imagínese que una noche se asoma por el terra
do y ve que en el bote de Obed se llevan
un bulto pesado, que lo echan al
agua por el otro lado del
arrecife, y luego se entera
usted al día siguiente de que ha desapare
cido de su casa un muchacho. ¿Qué le parece?
¿Ha vuelto a ver usted a Hiram Gilman, por
casualidad? ¿y a Nick Pierce, y a Luelly
Waite, y a Adoniram Southwick, y a Henry Garr
ison, eh? ¿Los ha visto usted? ¡Pues yo
tampoco!... Bestias que hablaban por señas
con las manos... eso las que tenían manos de
verdad...
»Pues bien, señor; fue ento
nces cuando Obed empezó a levantar cabeza de nuevo. Sus
tres hijas comenzaron a lleva
r adornos de oro que nunca se
les había visto antes, y
volvió a salir humo por las chimeneas de la
refinería. A los demás también se les vio
prosperar. De pronto empezó a haber abunda
nte pesca, de manera que no tenía uno más
que echar las redes y cargar, y sabe Dios
las toneladas de pescado que embarcábamos
para Newburyport, Arkham y Boston. Fue en
tonces cuando Obed consiguió que se
tendiera el ferrocarril. Algunos pescadores
de Kingsport oyeron hablar de lo que se
cogía por aquí y se vinieron en sus chalupa
s, pero todos desaparecieron y no volvió a
 
Top
astaroth1
view post Posted on 25/9/2015, 20:09




saberse de ellos. Justamente en ese tiem
po se organizó la Or
den Esotérica de Dagon.
Compraron la logia masónica y la convirtieron
en su cuartel genera
l... ¡Je, je, je! Matt
era masón y se quiso negar a que vendiera
n la logia... Pero justamente entonces
desapareció.
»Fíjese bien que yo no digo
que Obed quisiera que las cosas pasaran igual que en
aquella isla de canacos. Estoy por asegur
ar que al principio
no quería que la gente
llegara a mezclar su sangre con las bestias
marinas, para luego engendrar hijos que
andando el tiempo regresaran a las aguas y se
volvieran inmortales.
El lo que quería era
el oro, y estaba dispuesto a pagarlo bien pa
gado, y me figuro que en
principio los demás
estarían conformes...
»Por el año cuarenta y seis
, el pueblo dio mucho que habl
ar. Ya desaparecía demasiada
gente, y los sermones de los domingos eran co
sa de locos... Y a todas horas se hablaba
del arrecife. Creo que algo puse yo tambié
n de mi parte porque fui y le conté a
Selectman Mowry lo que había visto desde
el terrado de casa. Una noche salió la
pandilla de Obed en dirección
al arrecife, y oí un tiroteo
entre varios botes. Al día
siguiente, Obed y treinta y dos más estaban
en la cárcel. Todo el
mundo se preguntaba
qué habría pasado exactamente y de qué
se les acusaba. ¡Dios mío, si hubiéramos
podido prever lo que había de pasar dos sema
nas después, porque en todo ese tiempo no
se había echado ni un solo bulto más a la mar!»
Se notaban en Zadok Allen los síntomas del
terror y el agotamiento. Dejé que guardara
silencio durante un rato. Yo
no hacía más que mirar el reloj con recelo. La marea había
cambiado. Ahora empezaba a subir, y parecía co
mo si el ruido de las olas despejara un
poco al pobre viejo. Me alegré
porque seguramente con la pleamar, el olor a pescado se
atenuaría algo. De nuevo me incliné para oír
las palabras que susurraba en voz baja.
-Aquella noche espantosa... los vi. Yo esta
ba arriba en el terrado... eran como una
horda... El arrecife estaba
atestado. Se echaban al agua y venían nadando hasta el
puerto, y por la desembocadura del Manuxet
... ¡Dios mío, qué cosas pasaron en las
calles de Innsmouth aquella noche! Llegar
on hasta nuestra puert
a y la golpearon, pero
mi padre no quiso abrir... Lue
go salió por la ventana de la
cocina con su escopeta en
busca de Selectman Mowry, a ver qué se podí
a hacer... Hubo gran cantidad de muertos
y heridos, disparos, gritos por todas partes...
En Old Square, en Town Square, en New
Church Green. Las puertas de la cárcel
fueron abiertas de par en par... Hubo
proclamas... Gritaban traición... Después, cua
ndo vinieron al pueblo
las autoridades del
Gobierno y encontraron que faltaba la mitad
de la gente, se dijo que había sido la
peste... No quedaban más que los partidarios
de Obed y los que estaban dispuestos a no
hablar... Ya no volví a ver a mi padre...
El anciano jadeaba, sudaba copiosamente
. Su mano me atenazaba el hombro con furia.
-A la mañana siguiente, todo había vuelto a
la normalidad. Pero los monstruos habían
dejado sus
huellas
... Obed tomó el mando y dijo que las cosas iban a cambiar. Vendrían
otros
a nuestras ceremonias para orar con
nosotros, y ciertas casas albergarían a
determinados
huéspedes
... bestias marinas que querían m
ezclar su sangre con la nuestra,
como habían hecho entre los canacos, y no serí
a él quien lo impidiera. Obed estaba muy
comprometido en el asunto. Parecía como
loco. Decía que nos traerían pescado y
tesoros, y que había que darles lo que querían.
»Aparentemente, todo seguiría igual, pero
nos dijo que teníamos que esquivar a los
forasteros por nuestro propio bien. Todos
tuvimos que prestar el Juramento de Dagon.
Más tarde, hubo un segundo y un tercer jurame
nto, que prestaron algunos de nosotros.
Los que hiciesen servicios especiales, recibi
rían recompensas especiales -oro y demás-.
Era inútil rebelarse porque en el fondo del
océano había millones de ellos. No tenían
interés en aniquilar al géne
ro humano, pero si no obedecí
amos, nos enseñarían de qué
eran capaces. Nosotros no teníamos conjuros co
ntra ellos, como los
de las islas de los
Mares del Sur, porque los canacos
no revelaron jamás sus secretos.
»Había que ofrecerles bastan
tes sacrificios, proporcionales
baratijas y albergarlos en el
pueblo cuando se les antojara.
Entonces nos dejarían en
paz. A ningún forastero se le
debía permitir que fuera por ahí con historia
s... En otras palabras: prohibido espiar. Los
que formaban el grupo de los fieles -o sea,
los de la Orden de Dagon- y sus hijos, no
morirían jamás, sino que regresarían a
la Madre Hydra y al Padre Dagon, de donde
todos hemos salido...
¡Iä! ¡Iä! ¡Cthulhu fhtagn! ¡Ph'
nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh
wgah-nagl fhtagn!
...»
El viejo Zadok estaba empezando a deli
rar. ¡Pobre hombre, a qué lastimosas
alucinaciones se veía arrastrado por culpa
de la bebida y de
su aversión al mundo
desolado que le rodeaba! Prorrumpió en la
mentaciones, y las lágrimas le surcaron sus
mejillas arrugadas corriendo a ocultarse entre los pelos de la barba.
-¡Dios mío, qué no habré vist
o yo desde mis quince años!
¡Mene, mene tekel, upharsin!
Las personas desaparecían, se mataba
n entre sí... Cuando fueron contándolo por
Arkham, Ipswich y por ahí, dijeron que t
odos estábamos locos, lo mismo que piensa
usted ahora de mí. Pero, ¡Dios mío, la de
cosas que he visto!
Me habrían matado hace
tiempo por lo que sé, de no haber prestado
el Primero y el Segundo Juramento. Eso es lo
que me protege, a menos que un jurado form
ado por ellos demuestre que he contado
deliberadamente lo que sé... El Tercer Jura
mento no lo quise prestar... Antes muerto que
prestarlo.
»Cuando la Guerra Civil, la co
sa se puso aun peor, porque
los niños que habían nacido
en el cuarenta y seis empezaron a hacerse mayores,
por lo menos algunos de ellos. Yo
estaba asustado. No se me había vuelto a oc
urrir ponerme a espiar después de aquella
noche, y no he vuelto a ve
r de cerca a ninguna de
esas criaturas
... ninguna que fuera de
pura sangre, quiero decir. Me
marché a la guerra, y si hubier
a tenido un poco de sentido
común me habría establecido lejos de aquí.
Pero me escribieron diciendo que las cosas
no iban mal. Me figuro que eso lo decí
an porque las tropas del Gobierno habían
ocupado el pueblo. Eso fue en el
sesenta y tres. Después de la guerra, fuimos de mal en
peor otra vez. La gente volvió a no hacer
nada, las fábricas y las tiendas empezaron a
cerrar, el comercio marítimo se paralizó, la
arena invadió la dársena del puerto, y se
abandonó el ferrocarril. Pero
esas cosas
seguían nadando en la mar y en el río y
pululando por el arrecife. Y cada vez se ib
an tapiando más ventanas en los pisos
superiores de las casas, y cada vez se oí
an más ruidos en edificios que se suponían
deshabitados...
»La gente cuenta muchas cosas de nosotros.
Algo ha oído usted también, a juzgar por
las preguntas que me hace. Dicen que si se
ven ciertas cosas por aquí, y se habla
también de joyas extrañas que aparecen a
ún de cuando en cuando, no siempre fundidas
del todo... Total: nada. Y en
el fondo, no creen lo que dice
n. Piensan que los objetos de
oro provienen de un botín que escondieron lo
s piratas y están convencidos de que las
gentes de Innsmouth son de sangre extranje
ra o padecen no sé qué enfermedad. Por otra
parte, aquí tratan de echar a los forast
eros tan pronto como ponen los pies; y si se
quedan, no les dejan demasiadas ganas de
curiosear, sobre todo por la noche... Los
animales, recuerdo yo, se encabritaban en cuan
to se les ponía delante alguien de aquí,
los caballos en particular; más adelante, c
on el automóvil, desapareció ese problema.
»En el cuarenta y seis, el
capitán Obed se casó en se
gundas nupcias, pero a su segunda
mujer
nadie la ha visto jamás...
Decían que él no quería dar ese paso, pero que lo
obligaron. Y esta nueva esposa le
dio tres hijos; dos de el
los desaparecieron a temprana
edad, pero el tercero, una niña, salió tan
normal como usted o como yo, y la mandaron a
estudiar a Europa. Finalmente, Obed c
onsiguió casar a esta hija con un pobre
desgraciado de Arkham que no sospechaba el
pastel. Ahora sería di
stinto. Nadie quiere
tener ya relaciones con gente de Innsmouth.
Barnabas Marsh, que lleva hoy la refinería,
es nieto de Obed y de su primera mujer, o
sea, es hijo de Onesiphorus, el mayor de
Obed,
pero su madre es otra de las que nadie vio en la calle.
»Justamente, Barnabas está ahora a punto
de sufrir el cambio, No puede ya cerrar los
ojos y ha perdido la forma humana. Se dice
que todavía lleva ropas, pero pronto tendrá
que regresar a las aguas. Quizá ya lo haya
intentado. Suelen acostumbrarse poco a poco,
antes de marcharse definitivamente. No se
le ha visto en público desde hace lo menos
diez años. ¡No sé que podrá sentir su pobre
mujer! Ella es de Ipswich, y los de allí
estuvieron a punto de linchar a Barnabas, hace cincuenta años, cuando supieron que la
cortejaba. Obed murió en el setenta
y ocho, y toda la generación siguiente ha
desaparecido ya. Los hijos de la
primera
esposa murieron, los demás... sabe Dios...»
El ruido de la creciente marea iba hacié
ndose cada vez más intenso, al tiempo que el
humor lacrimoso del anciano dio paso a un
estado de alerta. Se interrumpía a cada
momento, miraba de reojo en
dirección al arrecife, y a pe
sar de lo descabellado que
resultaba su relato, me contagió su actit
ud recelosa. La voz de Zadok se hizo más
chillona; era como si tratara de leva
ntarse el ánimo hablando más fuerte.
-¿Por qué no dice nada, eh usted? ¿Le gusta
ría vivir en un pueblo como éste, donde todo
se pudre y se corrompe, donde hay unos monstr
uos escondidos que se arrastran y aúllan
y ladran y brincan en sus celdas tenebrosas
y en las buhardillas de cada esquina? ¿Eh?
¿Le gustaría oír noche tras noche los aullidos
que salen de las iglesias y del local de la
Orden de Dagon,
a sabiendas de quién los lanza
? ¿Le gustaría oír
el vocerío que se
levanta de ese arrecife de Satanás, cada noc
he de Walpurgis y cad
a noche de Difuntos?
¿Eh? Pero usted piensa que estoy completa
mente chiflado, ¿verdad? ¡Pues bien, señor!,
¡todavía no le he contado lo peor!
Zadok gritaba ahora enloquecido, y su voz me producía una tremenda turbación.
-¡Malditos seáis! ¡No me miréis así, que lo
único que he dicho es que Obed Marsh está
en el infierno, y que se lo tiene me
recido! ¡Je, je...!
¡He dicho en el
infierno
! No podéis
hacerme nada. Yo no he hecho ni he dicho nada a nadie...
»Ah, está usted aquí, joven! En efecto, nunca
he dicho nada a nadie, pero ahora mismo
lo voy a decir. Siéntese ahí y escúcheme, mu
chacho, porque esto es un secreto: Ya le he
dicho que a partir de aque
lla noche no volví a espiar,
¡Pero así y todo, uno se entera de
las cosas!
»Quiere saber lo verdaderamente espantoso,
eh? Pues bien, ahí va: lo espantoso no es
lo
que han hecho
esos peces infernales, sino
¡lo que van a hacer!
Llevan años subiendo al
pueblo cosas que se traen de los abismos de
l agua. Las casas que
hay al norte del río,
entre Water Street y Main Street, están
repletas de demonios de esos y de
cosas que se
han traído
, y cuando estén preparados... digo
que cuando estén preparados
... ¿ ha oído
hablar alguna vez del
shoggoth?
»¡Eh! ¿Me escucha? Le estoy diciendo que yo
sé lo que son... que los vi una noche,
cuando.., ¡eh-ahhh-ah! ¡e'yahhh!»...
El viejo lanzó de pront
o un alarido que casi me hizo perd
er el sentido. Miraba hacia esa
mar de fétidos olores con unos ojos que se le
salían de las órbitas, y su cara era una
máscara de horror, digna de una traged
ia griega. Su garra huesuda se clavó
dolorosamente en mi hombro, y no me soltó
cuando me volví a mirar hacia el punto
donde miraba él.
No había nada. Sólo la marea creciente y una
serie de olas que rompían aisladas, lejos
de la línea larga y espumosa de las ro
mpientes. Pero entonces Zadok comenzó a
zarandearme, y me volví hacia él. Su he
lado terror dio paso a una tempestad de
movimientos nerviosos y expresivos. Por
fin recobró la voz, una voz temblona y
susurrante.
-
¡Váyase de aquí!
¡Váyase;
nos han visto
... ¡Váyase, por lo que más quiera! No se
quede ahí... Lo saben ya... Corra, de prisa.
Márchese de este pueblo
.
Otra ola pesada rompió contra las ruinas
del embarcadero abandon
ado, y el loco susurro
del viejo se convirtió en un alar
ido inhumano que helaba la sangre:
-¡E-yaahhh!... ¡Yhaaaaaaa! ...
Antes de que yo pudiese recobrarme de mi
sorpresa, soltó mi hombro y se lanzó como
loco hacia la calle, torciendo en dirección nor
te, por delante de la
ruinosa fachada del
almacén.
Eché un vistazo al mar, pero seguí sin ver
nada. Cuando llegué a Water Street y miré a
lo largo de la calle, no había ya
el menor rastro de Zadok Allen.
 
Top
satanas1
view post Posted on 30/9/2015, 21:37




IV

Es difícil describir el estado de ánimo
que me embargó después de este episodio
lastimoso, tan insensato y conmovedor como
grotesco y terrorífico. El muchacho de la
tienda de comestibles me había preparado
de antemano, y no obstante, la realidad me
había dejado aturdido y confuso. Aunque era un
relato pueril, la ab
surda seriedad y el
horror del viejo Zadok me habían produci
do una alarma que venía a aumentar mi
sentimiento de aversión hacia aquel pue
blo que parecía envuelto por una sombra
intangible.
Ya reflexionaría más adelante sobre aquella hi
storia, para ver lo que tenía de cierto. Por
el momento, deseaba no pensar más en ello.
Se me estaba echando el tiempo encima de
manera peligrosa: eran las siet
e y cuarto por mi reloj, y el
autobús para Arkham salía de
la Plaza a las ocho, así que traté de orientar
mis pensamientos hacia lo práctico y caminé
a toda prisa por las calles miserables y
desiertas en busca del hotel donde había
consignado mi maleta, delante del cual tomaría mi autobús.
La dorada luz del atardecer comunicaba a
los decrépitos tejados y chimeneas cierto
encanto místico y sereno. No obstante, me
sentía receloso. Instintivamente, miraba
hacia atrás con disimulo. Pensaba con aliv
io en verme lejos del maloliente pueblo de
Innsmouth, y ojalá hubiese otro vehículo que
no fuera el del siniestro Sargent. Sin
embargo, no quería correr. A cada paso surg
ían detalles arquitect
ónicos que valía la
pena contemplar; además, tenía tiempo de sobra.
Estudié el plano del dependiente de la
tienda y me metí por
Marsh Street, que no
conocía, para salir a Town Square. Cerca de
la esquina de Fall Street empecé a ver
grupos esporádicos de gentes furtivas que ha
blaban en voz baja. Al
llegar por fin a la
Plaza, vi que casi todos los haraganes se ha
bían congregado alrededor de la puerta de
Gilman House. Parecía como si aquella
infinidad de ojos saltones e inmóviles
estuvieran fijos en mí, mientras pedía mi
maleta en el vestíbulo. Interiormente hacía
votos por que no me tocara de compañ
ero de viaje ninguno de aquellos tipos
desagradables.
Un poco antes de la ocho, apareció peta
rdeando el autobús con tres viajeros. Un
individuo de aspecto equívoco,
desde la acera, dijo unas palabras incomprensibles al
conductor. Sargent bajó el saco del correo y
un rollo de periódicos, y entró en el hotel.
Mientras, los viajeros -los mismos hombres
a quienes había visto llegar a Newburyport
aquella mañana- se encaminaron a la acera
con su paso bamboleante y cambiaron con
un ocioso algunas desmayadas palabras guturales, en una lengua que de ningún modo
era inglés. Subí al coche vacío y ocupé el mi
smo asiento que cogí al venir, pero no hice
más que sentarme, cuando reapareció Sarg
ent y empezó a hablarme con un repugnante
acento gutural.
Al parecer estaba yo de mala suerte. El
motor no iba bien; había podido llegar a
Innsmouth, pero era imposible continuar
el viaje hasta Arkham. No, era imposible
repararlo esta misma noche; tampoco había ot
ro medio de transpor
te. Sargent lo sentía
mucho, pero yo tenía que parar en el Gilma
n. Probablemente el conserje me haría un
precio asequible. No se podía hacer otra
cosa. Casi anonadado por este contratiempo
imprevisto, y realmente atemorizado ante la id
ea de pasar allí la noche
, dejé el autobús y
volví a entrar en el vestí
bulo del hotel donde el conserje
del turno de noche -un tipo
hosco y de raro aspecto-- me dijo que en
el penúltimo piso tení
a una habitación, la 428,
que era grande aunque sin agua corrie
nte, que costaba un dólar la noche.
A pesar de lo que me habían contado en
Newburyport sobre este hotel, firmé en el
registro, pagué mi dólar, dejé qu
e el conserje recogiera mi ma
leta, y subí tras él los tres
tramos de crujientes escaleras; finalmente
recorrimos un pasillo polvoriento y desierto,
y llegamos a mi habitación. Era un lúgubre cu
artucho trasero con dos ventanas y un
mobiliario barato y gastado. Las ventanas
daban a un patio oscuro, cerrado entre dos
bajos edificios abandonados,
y desde ellas podía contemplarse todo un panorama de
tejados decrépitos que se extendía hacia pon
iente, hasta las marismas que rodeaban la
población. Al final del pasillo había un cu
arto de baño, reliquia deprimente que
constaba de una taza de mármol, una bañera
de estaño, una luz bastante floja, cuatro
paredes despintadas y numerosas tuberías de plomo.
Como aún era de día, bajé a la Plaza a ver
si podía cenar, Y una vez más observé que los
ociosos me miraban de manera especial. La
tienda de comestibles estaba cerrada, así
que no tuve más remedio que entrar en el
restaurante. Me
atendieron un hombre de
cabeza estrecha y ojos inmóviles, y una
moza de nariz aplastada y unas manos
increíblemente bastas y desmañadas. Como
no había mesas, tuve que cenar en el
mostrador, lo que me permitió comprobar que,
afortunadamente, casi toda la comida era
de lata. Tuve bastante con un
tazón de sopa de verduras y regresé en seguida a la fría
habitación del Gilman. Al entrar cogí el pe
riódico de la tarde
y una revista llena de
cagadas de mosca que había en un estante
desvencijado, junto al
pupitre del conserje.
Cayó el crepúsculo y se hizo de noche. En
cendí la única luz, una bombilla mortecina
que colgaba sobre la cama de hierro, y c
ontinué como pude la lectura que había
comenzado. Me pareció conveniente mant
ener la imaginación ocupada en cosas
saludables. No quería darle más vueltas a la
s cosas raras que pasaban en aquel pueblo
sombrío, al menos mientras estuviese dentro
de sus límites. La descabellada patraña que
le había oído al viejo bebedor no me augurab
a sueños muy agradables. Me daba cuenta
de que debía apartar de mí la imagen de sus ojos aguanosos y enloquecidos.
Tampoco debía pensar en lo que el inspecto
r de Hacienda había
contado al empleado de
la estación de Newburyport so
bre Gilman House, y sobre las voces de sus huéspedes
nocturnos... Asimismo, era menester apartar
de mi imaginación el rostro que había
vislumbrado bajo una tiara en la negra entrad
a de la cripta, porque
en verdad, pensar en
él me causaba una impresión de lo más de
sagradable. Quizá me hubiera resultado más
sencillo desechar todas esas inquietude
s si mi habitación no hubiese sido un lugar
tremendamente lúgubre. Además del hedor a
pescado que era general en todo el pueblo,
reinaba allí dentro una atmósfera de humedad estancada, lo que me sugería
inevitablemente emanaciones de putrefacción y de muerte.
Otra cosa que me inquietaba era que la pue
rta de mi habitación carecía de cerrojo. Se
veía claramente que lo había tenido y, a juzg
ar por las señales, lo habían debido quitar
recientemente. Sin duda se había estrop
eado, como tantas otras cosas de este
cochambroso edificio. En mi nerviosismo, re
busqué por allí y encontré un cerrojo en el
armario que me pareció igual que el que
había tenido la puerta.
Nada más que para
tranquilizar esta tensión de
nervios que me dominaba, me dediqué a colocarlo yo mismo
con la ayuda de una navaja que siem
pre llevo conmigo. El cerrojo encajaba
perfectamente. Me sentí aliv
iado al ver que quedaría bien cerrado cuando me fuera a
acostar. No es que yo lo estimara real
mente necesario, pero cualquier cosa que
contribuyera a mi seguridad me ayudaría tamb
ién a descansar. Las dos puertas laterales
que comunicaban con las habitaciones conti
guas tenían su correspondiente cerrojo, y
pude comprobar que estaban pasados.
No me desnudé. Decidí estar leyendo hasta qu
e me entrase sueño. Entonces me quitaría
la chaqueta, el cuello, los zapatos, y me
echaría a dormir un poco. Saqué la linterna de
la maleta y la metí en el bol
sillo del pantalón con el fin de
poder consultar el reloj si me
despertaba a media noche. Pasó algún tiempo y
el sueño no me venía. Cuando me paré a
analizar mis pensamientos, me di cuenta de
que inconscientemente estaba tenso, alerta,
con el oído atento, a la espera de algún s
onido que me produciría un miedo infinito, aun
sin saber por qué. El relato del inspector de
bió de influir en mi imaginación más de lo
que yo suponía. Traté de reanudar la
lectura, pero no lo conseguí.
Llevaba un rato así, cuando me pareció oí
r que crujían los escal
ones y los pasillos,
como si alguien caminase con sigilo. Me dije que seguramente los demás huéspedes
empezaban a ocupar sus habitaciones. No se
oían voces. Con todo, me dio la impresión
de que en aquellos ruidos había un no sé
qué furtivo. Aquello no me gustó, y empecé a
pensar si no sería mejor pasar la noche
en vela. Los tipos de aquel pueblo eran
sospechosos por demás, y era indudable que ha
bían ocurrido varias
desapariciones. ¿Me
encontraba en una posada de ésas donde se as
esina a los viajeros
para robarles? Desde
luego, yo no tenía aspecto de nadar en la
abundancia. ¿O acaso la gente del pueblo
odiaba hasta ese extremo a los visitantes curi
osos? ¿Les había molestado mi curiosidad?
Porque, evidentemente, me habían visto
recorrer plano en mano los barrios más
característicos de la localidad... Pero de
pronto, pensé que
muy asustado tenía que
hallarme para que unos pocos crujidos casuale
s me pusieran en ese estado de excitación.
De todos modos, sentí no tener un arma a mano.
Finalmente, vencido por un agotamiento que
nada tenía que ver con el sueño, eché el
recién instalado cerrojo, apagué la luz, y
me tumbé en la cama sin despojarme de la
chaqueta, ni del cuello ni de los zapatos.
La oscuridad parecía amplificar todos los
ruidos menudos de la noche. Me invadió un
sinfín de pensamientos desagradables.
Lamenté haber apagado la luz, pero me se
ntía demasiado cansado para levantarme y
volverla a encender. Luego, después de un largo
rato y tras una serie de crujidos claros y
distintos que procedían de la
escalera y el corredor, oí un roce suave e inconfundible en
el que se concretaron instan
táneamente todas mis aprens
iones. Ya no cabía duda: con
cautela, de una manera furtiva y a tientas,
estaban tratando de abrir con una llave la
cerradura de mi puerta.
La sensación de peligro que me invadió
en ese momento no fue demasiado turbadora,
quizá, por los vagos temores que venía e
xperimentando. De modo instintivo, aunque sin
una causa definida, me hallaba en guardia,
lo que suponía en ci
erto modo una ventaja
para enfrentarme con la prueba real que me
aguardaba. Con todo,
la concreción de mis
vagas conjeturas en una amenaza real e
inmediata constituyó para mí una profunda
conmoción. Ni por un momento se me ocu
rrió que el que estaba manipulando en la
cerradura de mi cuarto se habría equivoca
do. Desde el primer instante sentí que se
trataba de alguien con malas intenciones,
así que me quedé quieto, callado como un
muerto, en espera de los acontecimientos.
Al cabo de un rato cesó el apagado forcej
eo y oí que entraban
en una habitación
contigua a la mía. Luego intentaron abrir la
cerradura de la pue
rta que comunicaba con
mi cuarto. Como es natural, el cerrojo agua
ntó firme, y el suelo crujió al marcharse el
intruso. Poco después se oyó otro chirrido ap
agado. Estaban abriendo la otra habitación
contigua, y a continuación probaron a abrir
la otra puerta de comunicación, que también
tenía echado el cerrojo. Después, los pasos se
alejaron hacia las escaleras. Fuera quien
fuese, había comprobado que las puertas de
mi dormitorio estaban cerradas con cerrojo
y había renunciado a su proyecto. De mo
mento, como tuve ocasión de ver.
 
Top
satanas1
view post Posted on 30/9/2015, 22:05




La presteza con que concebí un plan de acc
ión demuestra que, subconscientemente, me
estaba temiendo alguna amenaza, y que duran
te horas enteras había estado maquinando,
sin darme cuenta, las posibilidades de esca
par. Desde el principio comprendí que el
desconocido que había intentado abrir repr
esentaba un peligro con el que no debía
enfrentarme, sino huir cuanto antes. Tenía
que salir del hotel lo más pronto posible, y
desde luego, no debía emplear
la escalera ni el pasillo.
Me levanté sin hacer ruido. Enfoqué la llave de
la luz con mi lintern
a. Mi intención era
coger algunas cosas de la maleta, echármelas
en el bolsillo y hui
r con las manos libres.
Le di al interruptor pero no
sucedió nada: habían cortado la
corriente. Estaba claro que
el misterioso ataque había sido prepara
do con todo detalle, aunque
ignoraba con qué
finalidad. Mientras reflexio
naba, sin quitar la mano del
interruptor, oí un apagado
crujido en el piso de abaj
o; me pareció distinguir un
rumor como de conversación, pero
un momento después pensé que me había
confundido. Se trataba sin duda alguna de
gruñidos roncos y graznidos
mal articulados, cosa que guardaba muy poca relación con
cualquier lenguaje humano conocido. Luego pens
é con renovada insistencia en lo que el
inspector de Hacienda había oído una noche en
este mismo edificio ruinoso y pestilente.
Con ayuda de la linterna cogí lo que neces
itaba de mi maleta, me lo metí todo en los
bolsillos, me puse el sombrero y me acerqué de
puntillas a la ventan
a para calcular las
posibilidades de mi descenso. A pesar de las
reglas de seguridad establecidas por la ley,
no había escalera de incendios en este la
do del hotel, y mis ventanas correspondían al
cuarto piso. Como he dicho, daban a un pati
o lóbrego y encajonado entre dos edificios,
ambos con sus tejados inclinados que alcanzab
an hasta el cuarto piso. Sin embargo, no
podía saltar a ninguno de los dos desde mis ve
ntanas, sino desde dos habitaciones más
allá, a uno o a otro lado. Inmediatamente me
puse a calcular las probabilidades de llegar
a una cualquiera de ellas.
Decidí no arriesgarme a salir al pasillo, dond
e mis pasos serían oídos sin duda alguna, y
donde me tropezaría con dificultades insuperabl
es para entrar en la habitación elegida.
Unicamente podría tener acceso a través de
las puertas laterales, menos sólidas, que
comunicaban unas habitaciones con otras.
Tendría que forzar las cerraduras y los
cerrojos arremetiendo con el hombro, caso de en
contrarlas cerradas por el otro lado. Me
pareció que era lo más factible, porque las
puertas no tenían aspect
o de resistir mucho.
Pero no podría hacerlo sin ruido. Tendría que
contar con la rapide
z y la posibilidad de
llegar a la ventana antes de que cualesquiera
fuerzas hostiles tuvier
an tiempo de abrir la
puerta correspondiente al pasill
o. Reforcé la de mi propia
habitación apuntalándola con
la mesa de escritorio que arrastré cautelo
samente para hacer el menor ruido posible.
Me daba cuenta de que mis probabilidades
eran muy escasas, pero estaba enteramente
dispuesto a afrontar cualquier eventualida
d. Aun cuando lograse al
canzar otro tejado, no
habría resuelto el problema por completo,
porque me quedaría aún la tarea de llegar al
suelo y escapar del pueblo. A mi favor estaban
la desolación y la ruina de los edificios
vecinos y el gran número de clara
boyas que se abrían en sus tejados.
Consulté el plano del muchacho de la tienda
, La mejor dirección para salir del pueblo
era hacia el sur, así que miré primero
la puerta de comunicación correspondiente. Se
abría hacia mí; por lo tanto, después de desc
orrer el cerrojo y comprobar que la puerta
no se abría, consideré que me
iba a ser muy difícil forzarla. Por consiguiente, abandoné
esa dirección y corrí la cama contra la puert
a para impedir cualqui
er ataque desde esta
habitación. La otra puerta se
abría hacia el otro lado. Es
e debía de ser mi camino, a
pesar de comprobar que estaba cerrada con
llave y que tenía el
cerrojo echado por el
otro lado. Si podía llegar al
tejado del edificio de ese
lado, que correspondía a Paine
Street, y conseguía bajar al suelo, quizá pudi
ese cruzar el patio
en cuatro saltos y
atravesar uno de los dos edificios para sa
lir a Washington Street o Bates Street.
También podía saltar directamente a Paine St
reet, dar un rodeo hacia el sur y meterme
por Washington Street. En cualquier caso,
tenía que dirigirme a Washington Street
como fuese, y huir de los alrededores de
Town Square. Sería preferible evitar Paine
Street, ya que el parque de bombero
s podía estar abierto toda la noche.
Mientras meditaba todo esto contemplé la
inmensa marea de tejados ruinosos que se
extendía bajo la luz de la luna. A la derech
a, la negra herida de la garganta del río
hendía el panorama. Las fábricas abandonadas
y la estación de ferr
ocarril se aferraban
como lapas a un lado y a otro.
Detrás se veían las vías he
rrumbrosas y la carretera de
Rowley que atravesaban la llanura pantanosa,
punteada de montículos cubiertos de seca
maleza. A la izquierda, en un área más cerca
na, y cruzada por numerosas corrientes de
agua salitrosa, la estrecha carretera de Ipswic
h brillaba con el blanco
reflejo de la luna.
Desde la ventana del hotel no alcanzaba a ver
la carretera que iba hacia el sur, hacia
Arkham, donde pensaba dirigirme.
Estaba reflexionando, hecho un mar de duda
s, sobre el momento más oportuno para
poner en práctica este plan, cuando percib
í abajo unos ruidos indefinidos a los que
siguió inmediatamente un crujido pesado en la
s escaleras. Irrumpió el débil parpadeo de
una luz por el montante de la
puerta, y el entarimado del corredor comenzó a gemir bajo
un peso considerable. Oí unos ruidos gut
urales, puede que de origen humano, y
finalmente sonaron unos fuertes golpes en mi puerta.
Por un momento me limité a contener la
respiración y a esperar. Me pareció que
transcurría una eternidad. Y
de repente, el olor a pescado comenzó a hacerse más
penetrante. Después se repitie
ron las llamadas con insistencia, más impacientes cada
vez. Comprendí que había llegado el moment
o de actuar. Descorrí
el cerrojo de la
puerta lateral y me dispuse a cargar contra
ella para abrirla. Los golpes eran cada vez
más fuertes; tal vez disimula
rían el ruido que iba a hacer yo. Por fin comencé a embestir
una y otra vez contra la delg
ada chapa, sin preocuparme del dolor que me producía en el
hombro. La puerta resistió más de lo que ha
bía calculado, pero continué en mi empeño.
Mientras tanto, el alborot
o del pasillo iba en aumento delante de mi puerta.
Finalmente cedió la puerta contra la que es
taba cargando, pero con tal estrépito que los
de fuera tuvieron que oírlo. Lo
s golpes se convirtieron en
violentas arremetidas, y a la
vez, oí un fatídico sonido de llaves en las dos
puertas vecinas a la mía. Me precipité a la
otra habitación y conseguí ec
har el cerrojo a la puerta de
l vestíbulo antes de que la
abrieran, pero entonces oí cómo trataban de
abrir con una llave la tercera puerta, la de la
habitación cuya ventana pretendía alcanzar.
Por un instante, me sentí totalmente desesp
erado. Me iban a atrapar en una habitación
cuya ventana no me ofrecía salida posib
le. Una oleada de horror me invadió al
descubrir, a la luz de mi linterna, las huellas
que habían dejado en
el polvo del suelo los
intrusos que habían tratado de forzar la
puerta lateral. Después, gracias a un acto
puramente automático, desprovisto de toda
lucidez, corrí a la siguiente puerta de
comunicación y me dispuse a derribarla.
La suerte me fue favorable... La puerta
de comunicación no sólo no tenía echada la
llave, sino que estaba entreabierta. Entré en
un salto y apliqué la rodilla y el hombro a la
puerta del vestíbulo, que en ese momento se
estaba abriendo. Cogí desprevenido al que
trataba de abrir, de suerte qu
e conseguí pasar el cerrojo, co
sa que hice también en la otra
puerta que acababa de franquear. Durante los br
eves instantes de alivio que siguieron, oí
que disminuían las embestidas contra las ot
ras dos puertas, mientr
as crecía un confuso
alboroto en mi primitiva habitación, cuya puert
a lateral había atrancado yo con la cama.
Evidentemente, el tropel de mis asaltantes
había entrado por la ha
bitación contigua del
otro lado y se lanzaba tras de mí por el
mismo camino. En ese mismo momento oí cómo
introducían una llave en la puerta del pasillo
de la habitación siguiente. Estaba rodeado.
La puerta lateral que da
ba a esta habitación
estaba abierta de par en par. No había
tiempo de contener la del vestíbulo, que
ya la estaban abri
endo. Lo único que pude
hacer fue echar el cerrojo de la puerta la
teral de comunicación, igual que había hecho en
la de enfrente, y colocar la cama contra una
, la mesa de escritorio contra otra, y el
aguamanil contra la del pasillo. Debía conf
iar en estas barreras improvisadas hasta que
hubiera saltado por la ventana
al tejado del edificio de Pa
ine Street. Pero aun en este
trance supremo, el horror que
yo sentía no se debía a la fragilidad del dispositivo de
defensa. Lo que a mí me horrorizaba er
a que ninguno de mis perseguidores -aparte
ciertos jadeos, gruñidos y ladridos apag
ados -había pronunciado una sola palabra
inteligible y humana.
Mientras corría los muebles y me precipi
taba hacia la ventan
a, se oyó una carrera
espantosa por el pasillo hacia
la habitación contigua a la
que me encontraba yo. Cesaron
las embestidas en el otro lado. Era evidente
que la mayoría de mis adversarios se estaba
congregando ante la débil puerta lateral. Af
uera, la luna bañaba el tejado de abajo.
Calculé que era un salto arri
esgado, debido a la inclinac
ión que tenía el sitio donde
había de aterrizar.
De acuerdo con mi plan, elegí la ventana
más meridional que tenía el cuarto. Quería
saltar en la vertiente del te
jado que daba al patio y escabullirme por la claraboya más
cercana. Una vez dentro de uno de aquellos
edificios, tenía que
contar con que me
perseguirían. Pero confiaba en poder alcanzar
la planta baja y evadirme por una de las
puertas abiertas del patio, desembocar fina
lmente en Washington Street, y salir del
pueblo en dirección sur.
El alboroto de la habitaci
ón vecina era terrible. La puerta comenzó a ceder. Los
asaltantes habían traído un objeto pesado
y lo estaban empleando como ariete. No
obstante, la cama aún se mantenía firme cont
ra la puerta, de forma que todavía tenía la
posibilidad de huir. La ventana estaba fla
nqueada por pesados cortinajes de terciopelo,
suspendidos de una barra mediante anillas de
latón. Descubrí que en el exterior había
unos sólidos ganchos para sujetar los batien
tes de la ventana. Viendo que aquello me
proporcionaba los medios de ev
itar un salto peligros
o, di un tirón a las colgaduras y las
arrojé al suelo con barra y
todo. Rápidamente enganché dos
anillas en el gancho exterior
y solté el cortinaje al vacío. Los pesados
pliegues llegaban sobradamente al tejado.
Comprobé que las anillas y el gancho podían
soportar mi peso y luego me deslicé por la
improvisada escala, dejando atrás para siempr
e el siniestro edificio de Gilman House.
 
Top
satanas1
view post Posted on 3/10/2015, 01:09




Puse pie en las sueltas piza
rras del tejado. La pendiente
era muy pronunciada. Conseguí
llegar a una de las claraboyas sin resbalar.
Me volví para mirar la ventana por donde
había salido. Aún estaba a oscu
ras. Allá lejos,
entre las desmoronadas chimeneas de la
parte norte, se veían diversas luces. Se trat
aba del edificio de la Orden de Dagon, de la
iglesia anabaptista y de la iglesia c
ongregacionista, cuyo recuerdo me producía
escalofríos. Como no vi a nadie en el pati
o, confié en poder sali
r por allí antes de que
cundiera la alarma general. Enfoqué mi lin
terna por la claraboya
y vi que no había
escalones que me permitieran bajar. No obsta
nte, la altura no era excesiva, de modo que
me dejé caer, yendo a parar a una habitación
llena de polvo y atestada de cajas medio
deshechas y de barriles.
El sitio era lúgubre, pero apenas me
produjo impresión alguna. Me precipité
inmediatamente por unas escaleras que descubrí
gracias a la linterna. Miré la hora: eran
las dos de la madrugada. Los peldaños
crujieron levemente bajo mi peso. Corrí
escaleras abajo, crucé una especie de granero,
en la segunda planta, y llegué a la planta
baja. Reinaba en ella la más completa desola
ción; sólo el eco respondía al ruido de mis
pasos presurosos. Por fin llegué al vestíbul
o. En un extremo se veía un débil rectángulo
de luz que recortaba la puerta que daba a
Paine Street. Tomé la
otra dirección y me
encontré con que la puerta de atrás tambié
n estaba abierta. Ba
jé cinco peldaños de
piedra y me hallé al fin en
el patio de losas y césped.
La luz de la luna no llegaba hasta aquí, pero
se veía el camino sin necesidad de linterna.
Algunas de las ventanas de Gilman House es
taban débilmente iluminadas, e incluso me
pareció oír ruido en su interior. Caminé
cautelosamente en dirección a la salida que
daba a Washington. Encontré varias puertas ab
iertas y elegí la más cercana. Atravesé un
pasillo oscuro y al llegar al ot
ro extremo, vi que la puerta de
la calle estaba sólidamente
cerrada. Decidí probar en otro edificio. Volv
í a tientas sobre mis pasos, pero me detuve
en seco junto a la puerta del patio.
Por una puerta del Gilman sa
lía un enjambre de siluet
as dudosas... Agitaban sus
linternas en la oscuridad; el graznido horri
ble de sus voces se mezclaba con unos gritos
apagados en lengua extraña. La
s figuras se movían de manera incierta. Me di cuenta de
que no sabían qué dirección
había tomado, y no obstante, me sacudió un escalofrío de
horror. No se distinguían bien sus figuras
, pero su andar encogido y bamboleante me
producía una inexplicable re
pugnancia. Lo más desagradable
era la figura extraña
coronada con su tiara, ya familiar para mí, que
avanzaba al frente de la comitiva. Al ver
cómo aquellas figuras se desplegaban por
todo el patio, mis temores aumentaron. ¿Y si
no encontrara ninguna salida a la calle? El
olor a pescado se hizo tan intenso, que dudé
si sería capaz de soportarlo sin desmayarme
. Nuevamente me metí a tientas, en busca de
una salida. Abrí una puerta y entré en un
a habitación vacía; las ventanas estaban
cerradas, pero carecían de falleba. Alum
brándome con la lin
terna pude abrir las
contraventanas. Un momento después salté
al exterior y cerré cuidadosamente la
ventana, dejándola como la había encontrado.
Estaba, pues, en Washington Street. Por el
momento no se veía un alma, ni había más
luz que la de la luna. Sin emba
rgo, a lo lejos, y en distinta
s direcciones, se oían roncos
gruñidos, carreras precipitadas, y una espe
cie de pataleo que no era exactamente un
ruido de pasos. No tenía tiempo que perder.
Sabía orientarme en
la oscuridad, de modo
que casi agradecí que estuvieran apagadas la
s luces de las calles,
como es costumbre en
las poblaciones rurales atrasadas.
Algunos ruidos provenían de
l sur; no obstante, persistí
en mi deseo de escapar en esa dirección. Sa
bía que encontraría gran número de portales
desiertos donde podría refugiarme,
caso de tropezarme con alguien.
Caminaba de prisa, con caute
la, pegado a las fachadas ru
inosas. Aunque iba desaliñado
por culpa de mi fuga precipitada, nada
había en mí que llamara especialmente la
atención. Tal vez pudiera pasar desapercibi
do si me cruzaba con algún transeúnte. En
Bates Street me metí en un
portal abierto y aguardé a
que cruzaran dos individuos
bamboleantes que venían en dirección contrari
a. Volví a salir en
seguida y proseguí mi
camino. Me acercaba a la plaza donde Eliot
Street y Washington Street se cruzan
oblicuamente. Aunque este barrio me era
desconocido, me pareci
ó peligroso a juzgar
por el plano del muchacho de la tienda. La lu
na daría de lleno en la
plaza, pero era inútil
intentar evitarla; cual
quier otra dirección supondría una
serie de rodeos que me harían
perder mucho tiempo y supondrían más ocasi
ones de que me vieran. Lo único que me
cabía hacer era cruzar por las buenas imita
ndo lo mejor posible el andar bamboleante,
característico de aquella gente, y es
perar que nadie se fijara en mí.
No tenía idea de cómo habían organizado
exactamente la persec
ución ni qué motivos
tenían para perseguirme. En el pueblo
parecía haber una agita
ción insólita, aunque
estaba convencido de que todavía no se ha
bía propagado la noticia de mi huida del
Gilman. Naturalmente tenía que desviarme
en seguida de Washington Street y tomar
alguna otra calle en di
rección sur. El grupo que había sa
lido del hotel en mi persecución
venía sin duda tras de mí. Probablemente ha
bía dejado huellas en el polvo de la última
casa, y no les resultaría difícil averigua
r por dónde había logra
do salir a la calle.
La plaza estaba tal como yo temía: plenamen
te iluminada por la luna. En su centro se
alzaban los restos de un parque rodeado de
una verja de hierro.
Por fortuna no había un
alma en los alrededores, pero me pareció
oír un rumor lejano, procedente quizá de Town
Square. South Street era una
calle amplia que conducía h
acia el puerto, cuesta abajo.
Desde ella se dominaba una gran perspec
tiva de mar. Deseé fervientemente que no
hubiera nadie mirando hacia la cal
zada, mientras la atravesaba bajo el resplandor de la
luna.
Avancé sin obstáculo. No se oía ningún rui
do alarmante. Al fi
nal de la calle la
superficie del agua reverberaba esplendorosa
bajo la brillante
luz de la luna, y al
contemplarla sentí un sobresalto de terror
. Allá, muy lejos del espigón, se alzaba la
confusa silueta del Arreci
fe del Diablo, e involuntariamente me vinieron a la
imaginación las terribles historias que me
había contado el viejo Zadok, según las
cuales esta roca desgarrada daba acceso a
regiones desconocidas, preñadas de horrores y
monstruos inconcebibles.
De improviso, brotaron unos destellos intermitent
es en el lejano arrecife. Eran claros y
distintos, y despertaron en mí un pánico
cerval. Mis músculos
se tensaron a punto de
dispararse en alocada fuga, contenidos
tan sólo por una especie de fascinación
semihipnótica. Y para empeorar las cosas,
otros destellos vinieron a responder desde la
elevada cúpula del Gilman.
Hice un esfuerzo por dominar mi nerviosi
smo porque aún seguía expuesto a cualquier
mirada inoportuna, y reanudé
mi fingida marcha bamboleante. Pero mientras tuve la
mar a la vista, mis ojos siguieron fijos
en aquel ominoso arrecife. De momento, no
comprendí lo que significaban los destello
s. Tal vez formasen parte de algún rito
extraño relacionado con el Arrecife del
Diablo. Puede también que hubiera atracado
alguna embarcación en aquella roca siniestra.
Torcí a la izquierda y rodeé el parque
abandonado. El océano brillaba ba
jo una luz espectral. Fasc
inado por el centelleo de
aquellos faros enigmáticos, no lograba apartar
la vista del arrecife. Fue entonces cuando
sufrí la impresión más violenta hasta el
momento. Fue tal mi horror que, olvidándome
del riesgo que suponía, me lancé frenéticamente
a la carrera por la
calle negra y vacía,
flanqueada de portales desiertos
y ventanas sin cristales. Bajo
la luz de la luna había
divisado en las aguas miles y miles de fo
rmas que nadaban en dirección al pueblo.
Incluso podría decir, a pesar de la distanci
a, que aquellas cabezas y aquellos brazos que
se agitaban entre las olas eran tan deformes
y anormales, que no encuentro palabras para
describirlos.
Mi carrera terminó antes de llegar a la pr
imera esquina, porque en ese momento oí a mi
izquierda el rumor inequívoco de una persecuci
ón en toda regla: pasos enérgicos, gritos
guturales, ruido de motores... En el acto t
uve que cambiar todos mis planes. Me habían
cortado la carretera sur, de
modo que debía buscar otra sa
lida de Innsmouth. Paré y me
refugié en un portal abierto. De
spués de todo, había tenido la
suerte de salir de la zona
iluminada por la luna antes de que mis
perseguidores aparecieran por la esquina.
La segunda reflexión que me hice fue menos tr
anquilizadora. Puesto que la persecución
se llevaba a cabo por otra calle, era eviden
te que no me seguían los pasos. No sabían
dónde me encontraba, pero no cabía duda de
que su conducta obedecía a un plan general
encaminado a cortarme la salida. Esto requerí
a que se vigilasen t
odas las carreteras por
igual, lo que me obligaría a huir a campo tr
avés y mantenerme alejado de todas las
carreteras. Pero, ¿cómo escapar, si toda la
región era pantanosa y estaba plagada de
canales y marismas? Durante unos moment
os, me sentí vencido por una negra
desesperación, angustiado por la rapidez c
on que aumentaba el tufo insoportable de
pescado.
Entonces recordé el ferrocarril abandonado de
Innsmouth a Rowley,
cuya sólida línea
de balasto, cubierta de zarzas
, se extendía aún hacia el
noroeste, desde la derruida
estación situada junto a la garganta del río.
Era posible que no se le
s ocurriera pensar en
ella, puesto que las tupidas
zarzas la hacían casi impracticable. Desde la ventana del
hotel la había contemplado, y
conocía su situación exacta. Los primeros tramos eran
demasiado visibles desde la carretera de
Rowley y desde cualquier torre del pueblo,
pero quizá pudiera arrastrarme entre la mal
eza sin ser visto. En todo caso, éste era el
único medio de evasión,
y no tenía alternativa.
Me introduje en el vestíbulo de
la casa desierta en cuyo
portal me había refugiado, y
consulté una vez más el plano a la luz de la
linterna. El primer problema era llegar a la
antigua vía del tren. Lo mejor sería avanzar
hacia Babson Street, torcer luego a poniente
hasta Lafayette Street, dar un
rodeo en vez de cruzar la plaza como antes y desviarme a
continuación hacia el norte zigzagueando por
Lafayette, Bates,
Adams y Bank Street.
Esta última calle bordea la
garganta del río y conduc
e hasta la misma estación.
Metiéndome por Babson Street evitaría cruz
ar la plaza o desembocar en una calle
amplia.
Eché a correr y crucé a la derecha de la calle
con el fin de avanzar pegado a la fachada y
meterme por Babson Street sin que me viera
n. Aún se oía cierto alboroto en Federal
Street. Al mirar hacia atrás me pareció ver
un destello de luz cer
ca del edificio del que
 
Top
satanas1
view post Posted on 3/10/2015, 01:30




acababa de salir. Ansioso por llegar a Wa
shington Street, continué corriendo. con la
esperanza de no tropezarme con nadie. En la
esquina de Babson Street vi con sobresalto
que una de las casas estaba ha
bitada, a juzgar por las cortinas de una de las ventanas,
pero no había luces en el inte
rior y pasé sin dificultad.
En Babson Street, que es perpendicular
a Federal Street, co
rría riesgo de ser
descubierto; por tanto, me pegué cuanto pude
a los torcidos y rui
nosos edificios. Dos
veces me detuve en un portal,
al notar que aumentaban los ruidos tras de mí. El cruce de
las dos calles se abría amplio y desolado ba
jo la luna, pero mi camino no me obligaba a
cruzarlo. Durante el segundo que estuve
parado, comencé a oír una nueva serie de
ruidos confusos; poco despué
s pasaba un automóvil por el
cruce, a gran velocidad, y se
metía por Eliot Street, entre Babson y Lafayette.
Un momento después -y precedida de una ins
oportable tufarada de pescado- desembocó
una multitud de seres torcidos y grotescos que caminaba torpemente en la misma
dirección. Sin duda era el gr
upo destinado a vigilar la sa
lida hacia Ipsw
ich, puesto que
dicha carretera es una prolongación de E
liot Street. Entre e
llos iban dos figuras
envueltas en inmensas túnicas, una de la
s cuales llevaba una puntiaguda diadema que
relumbraba pálidamente a la luz de la luna.
La forma de andar de esta última era tan
ajena a los movimientos humanos, que sentí es
calofríos. Me pareció
que aquella criatura
caminaba a saltos.
Cuando desapareció el último de la expedi
ción seguí mi camino. Atravesé la esquina de
la calle Lafayette y crucé en
cuatro saltos Eliot Street.
El alboroto se oía ahora más
lejos, por Town Square. Lo que más miedo
me daba era tener que cruzar otra vez la
ancha calle South, que bordeaba el puerto; pe
ro no tenía otro reme
dio. Si quedaba algún
rezagado en Eliot Street, lo más probable se
ría que me descubriese inmediatamente. En
él último momento decidí que era mejor am
inorar la marcha y cruzar como antes,
fingiendo el andar bamboleante de los nativos de Innsmouth.
Cuando apareció de nuevo la vista de la mar
-esta vez a la derecha- me hice el firme
propósito de no mirar. Pero fue inútil. Mientras caminaba con paso vacilante, pegado a
las fachadas, me volvía de cuando en cua
ndo y miraba de reojo. No había ningún barco
a la vista, lo que, a decir verdad, no me
sorprendió. En cambio me quedé perplejo al
descubrir un bote de remos que ponía proa
a los muelles abandonados. Iba cargado con
un bulto envuelto en un paño de hule. Los reme
ros, cuyas siluetas se vislumbraban a lo
lejos, tenían un cuerpo particularmente de
forme. Aún se distinguían algunos nadadores
en el agua. Muy lejos, en el
negro arrecife, se veía un débil
resplandor fijo, distinto de la
luz parpadeante que había observado anteri
ormente. Era un resplandor extraño, de un
color que me fue imposible identificar. Por en
cima de los tejados asomaba la alta cúpula
del Gilman, completamente oscura. El
olor a pescado, que había disminuido
últimamente, comenzó pronto a dejarse se
ntir con una intensidad insoportable.
No había acabado de cruzar la calle, cua
ndo vi que a lo largo de Washington Street
avanzaba un grupo procedente del
distrito norte. Cuando llega
ron a la amplia explanada,
desde la cual acababa yo de contemplar el
pavoroso panorama bajo la luna, pude fijarme
en ellos sosegadamente, sin que me vieran,
desde la distancia de una manzana de casas
tan sólo... Me quedé aterrado ante
la bestial deformidad de sus rostros, ante su forma
casi animal de andar. Uno de los indivi
duos se movía exactamente igual que un mono;
sus largos brazos rozaban el suelo de cu
ando en cuando. Otro -envuelto en extraños
ropajes y tocado con una tiara- avanzaba a sa
ltos. Me pareció el mismo grupo que había
visto en el patio de Gilman House. Era, pue
s, la patrulla que más seguía de cerca mis
pasos. Algunos se volvieron en dirección mí
a, y yo me sentí traspasado de terror. Con
un esfuerzo supremo, seguí la marcha bam
boleante que había adoptado. Todavía ignoro
si me vieron o no. Si me vieron, mi estratag
ema debió de dar resultado, porque cruzaron
la explanada sin cambiar de dirección y sin
dejar de gruñir y fa
rfullar en una jerga
gutural y repulsiva absolutamente incomprensible.
Una vez protegido por las sombras seguí co
rriendo como antes y de
jé atrás las casas
ruinosas y fantasmales de aquel barrio de
solado. Después crucé a
la otra acera, doblé la
esquina siguiente y me metí por Bates Street,
pegado a los edificios. Pasé por delante de
dos casas en cuyo interior habí
a una luz; una de ellas tenía
abiertas las ventanas del piso
superior. Pero no me vio nadie. Al torcer
por Adams Street sen
tí cierta tranquilidad,
aunque me llevé un susto repentino, al ver sa
lir a un hombre de un portal oscuro y venir
directamente hacia mí haciendo eses. Pero
iba demasiado bebido
y ni siquiera me llegó
a ver. De esta forma llegué sano y salvo a la
s lúgubres ruinas de
los almacenes de Bank
Street.
Ni un alma se movía en la absoluta quietud
de la calle junto a la garganta del río. El
ruido sordo del salto de agua ahogaba tota
lmente el rumor de mis pasos. Había una
buena tirada hasta la estación derruida; lo
s muros de ladrillo de los almacenes me
parecían aún más amenazadores que las fach
adas que había dejado atrás. Finalmente
llegué a los arcos de la antigua estación
-o lo que quedaba de ellos- y me fui
directamente al extremo donde arrancaba la vía.
Los raíles estaban oxidados y llenos de orín,
aunque casi intactos; más de la mitad de las
traviesas estaban aún en buenas condiciones. Era muy difícil andar -y más, correr- por
una superficie semejante. De todos modos pr
ocuré adoptar mi paso al terreno, hasta que
logré caminar con cierta rapidez. Durante un
trecho, la línea férrea se ceñía al borde del
río para desembocar finalmente en un gran pu
ente cubierto que cruzaba el precipicio a
una altura de vértigo. El esta
do de este puente determinaría
mi camino a seguir. Si era
buenamente posible, lo cruzaría
; si no, tendría que
aventurarme otra vez por las calles y
buscar el puente más próximo, si aún era practicable.
El viejo puente brillaba espectralmente a la
luz de la luna. Las tr
aviesas se encontraban
en buen estado, al menos en el primer tram
o. Encendí una linterna
y entré. Una nube de
murciélagos despavoridos pasó por encima
de mí y estuvo a punt
o de derribarme. A
mitad de camino, vi un peligroso vacío entr
e las traviesas. Por un momento pensé que
no lo podría salvar. Finalmente me arriesgué
. Di un salto desesperado y por fortuna caí
bien al otro lado.
Cuando salí de aquel túnel horrib
le respiré con alivio. Los vi
ejos raíles cruzaban River
Street, después describían
una curva y se adentraban en una zona cada vez menos
urbanizada, en la que a la
vez disminuía también el nauseabundo olor a pescado que
reinaba en todo Innsmouth. La gran profusi
ón de matorrales y zarz
as me obstaculizaban
el paso y me desgarraban las ropas, a
unque no por eso dejaba yo de agradecer su
presencia, porque podían servirme de esc
ondrijo en caso de
peligro: no ignoraba que
una buena parte de mi camino era visi
ble desde la carretera de Rowley.
 
Top
belzebuth666
view post Posted on 4/10/2015, 21:31




Muy pronto empezó la región pantanosa. La ví
a la atravesaba sobr
e un terraplén de poca
altura cubierto de una maleza algo menos t
upida. Luego venía una especie de isla de
terreno firme, algo más elevado, y la lín
ea la atravesaba en
cajonada en una zanja
obstruida por arbustos y zarzas. Daba gusto
caminar protegido por la zanja, teniendo en
cuenta sobre todo que, según había podido apre
ciar desde la venta del Gilman, la línea
férrea se hallaba en este punto peligrosamente
próxima a la carretera
de Rowley, la cual
venía a cruzarla al final de la
zanja para desviarse después
y perderse de vista. Pero de
momento debía actuar con prudencia.
Antes de entrar en la zanja miré hacia atrá
s. Nadie me seguía. Los viejos campanarios y
los tejados ruinosos de Innsmouth resplandecí
an grandiosos y etéreos bajo la mágica luz
de la luna. Esta visión me hizo pensar en
el aspecto que debió de
tener el pueblo antes
de que la tenebrosa sombra se abatiera s
obre él. Luego miré el campo, y lo que vi me
heló la sangre.
Al principio me pareció observar cierto movi
miento ondulante allá lejos, hacia el sur.
Era como si una muchedumbre interminable
saliese del pueblo
por la carretera de
Ipswich. La distancia era considerable y
no se distinguía con
exactitud, pero no me
gustó nada aquella columna en movimiento. Ondeaba demasiado y relucía
asombrosamente bajo la luna de poniente. In
cluso me pareció oír ru
idos y voces, pero el
viento me impidió cerciorarme. Era algo así co
mo un patear y rugir de bestias, peor aún
que los gruñidos de las patrullas del pueblo.
Por la cabeza me pasó toda clase de conjetur
as desagradables. Pensé en aquellos seres
aún más deformes que, según se decía, se oc
ultaban en las casas miserables del puerto.
También me vinieron a la imaginación los te
rribles nadadores que había vislumbrado
confusamente en el agua. A juzgar por lo
s grupos que había visto hasta el momento, y
los que con toda seguridad ha
brían salido por las demás carreteras, el número de mis
perseguidores debía de ser inconcebible, s
obre todo teniendo en cu
enta que Innsmouth
era un pueblo casi deshabitado.
¿De dónde había salido la densa multitud
que componía aquella marea ondulante y
lejana? ¿Acaso los vetustos edificios supue
stamente desiertos rebosaban efectivamente
de una vida insospechada y secreta? ¿O es
que había desembarcado una legión de seres
extraños de aquel arrecife del infierno? ¿Q
uiénes eran? ¿Por qué estaban allí? ¿Serían
las patrullas de las otras carreteras igualmente numerosas?
Me interné en la maleza de la cortadura,
y pugnaba por abrirme camino con dificultad,
cuando otra vez se extendió el abominable
olor a pescado. ¿Había cambiado el viento
repentinamente y venía ahora de la mar? As
í debía de ser, en efecto, porque también
empezaron a oírse horribles murmullos gutur
ales en estos parajes hasta entonces
silenciosos. Y una cosa distinguí que me
desagradó aún más: un ruido blando, como el
de un animal que caminara a saltos por un su
elo mojado. No sé por qué, lo asocié con
aquella ondulante columna que se m
ovía en la carrete
ra de Ipswich.
No tardaron en aumentar los ruidos y el
olor, de manera que me paré, mortalmente
asustado, dando gracias al cielo de hallarme
a cubierto en la zan
ja. Recordé que era en
este punto donde la carretera de Rowley
cruzaba la vía, antes de alejarse
definitivamente. La horda se acercaba, así que
me tumbé en el suelo y decidí esperar a
que pasara y se perdiera a
lo lejos. Gracias a Dios, aquellas criaturas no empleaban
perros para rastrear, aunque bien mirado, de
poco les habría valido con el olor que
imperaba en toda la región. Encogido bajo
los arbustos, me sentí seguro aun cuando
sabía que mis perseguidores cruzarían la vía
por delante de mí a menos de cien metros
de distancia. Yo podría verlos, pero ello
s a mí no, a no ser que se diera una funesta
casualidad.
Me estremecí ante la idea de verlos de cer
ca. Contemplé el terreno bañado por la luna,
por donde pronto habrían de desfilar, y pensé
que aquel trozo de na
turaleza iba a verse
irremediablemente contaminado para siempre.
Sin duda se trataría de los seres más
monstruosos y horribles que cobijaba el pu
eblo de Innsmouth... No me sería agradable
recordar el espectáculo después.
El hedor se hizo más opresivo; los ruidos
fueron en aumento, hasta convertirse en una
bestial algarabía de graznidos, aullidos y
ladridos, sin el menor asomo de lenguaje
humano. ¿Eran ésas realmente las voces de
mis perseguidores? ¿O llevaban perros
después de todo? Sin embargo, yo no había vi
sto ningún animal de cuatro patas en mis
paseos por Innsmouth. El ruido de cuerpos
blandos y pesados se hizo mayor. ¡Jamás me
atrevería a mirar las monstruosas criaturas que
lo producían! Mientr
as los oyese caminar
-o saltar- por delante de mi escondite, mien
tras aquellos seres horribles no se perdieran
en la distancia, mantendría los ojos fi
rmemente cerrados. La borda estaba ya muy
cerca... El aire vibraba de ronc
os gruñidos, el suelo casi se
estremecía al ritmo extraño
de sus pisadas. Contuve la
respiración y concentré todas mis fuerzas en mantener los
párpados apretados.
Ni siquiera hoy puedo afirmar si lo que su
cedió a continuación fue una espantosa
realidad o tan sólo una pesa
dilla. Las ulteriores medida
s represivas adoptadas por el
Gobierno a consecuencia de mis denuncias desesperadas, permitirán suponer que,
efectivamente, se trataba de una abominable
realidad. Pero ¿no es posible también que
retorne una alucinación en un
a atmósfera irreal e hipnó
tica como la que envolvía
aquella ciudad poblada de espectros? Lugare
s como ése conservan
propiedades extrañas
y tal vez sus tenebrosas tradic
iones afecten a la mente de los hombres que se aventuran
por sus calles desoladas y hediondas, sus
techumbres vencidas y sus campanarios
desmoronados. ¿Acaso no es posible que un germ
en de locura contagiosa aceche en lo
más profundo de Innsmouth como una maldició
n? ¿Quién sería capaz de saberlo con
certeza, después de haber oído la confes
ión de Zadok Allen? Por cierto, que las
autoridades del Gobierno jamás encontraron
al pobre Zadok, ni supieron explicar lo que
había sido de él. ¿Dónde acaba la locura y em
pieza la realidad? ¿Es posible que incluso
mi último temor no sea más que una engañosa ilusión?
Pero voy a intentar describir lo que me par
eció ver aquella noche,
bajo la burlesca luz
de la luna; el desfile de toda una cohorte
de endriagos que, realid
ad o no, apareció por la
carretera de Rowley mientras permanecí
agazapado entre las zarzas. Porque como es
natural, mi propósito de permanecer con lo
s ojos cerrados fracasó rotundamente. Era
ridículo proponerme una cosa
así. ¿Cómo iba a estarme sin mirar, mientras una legión
de seres deformes cruzaba a saltos torpes,
aullando y croando a cien metros escasos de
donde me encontraba yo?
Antes de que aparecieran me creía prepara
do para afrontar lo
peor. Ya había visto
bastantes cosas desagradables en el término
de un día, y no imaginaba que fuera posible
que superasen en monstruosidad y deformidad
es a los que me habían perseguido por las
calles. Logré mantener los ojos apreta
dos hasta que el ronco clamor se hizo
ensordecedor. Pasaban en ese momento por
delante de la zanja, en el cruce de la
carretera y la vía... Entonces no pude
resistir más, y abrí los ojos.
Eso fue el fin. Desde entonces si
ento que mi equilibrio mental
se ha roto para siempre, y
que he perdido toda confianza en
la integridad de la natura
leza y el espíritu del hombre.
Ni dando crédito al extraño relato del viejo
Zadok en sus menores detalles habría podido
imaginar la realidad demoníaca y blasfema
que presencié. Intencionadamente estoy
procurando soslayar el horror de
describirla. ¿Es posible que sobre este planeta se hayan
engendrado tales abominaciones, y que unos oj
os humanos hayan visto en carne y hueso
lo que hasta ahora pertenecía solamente
al reino de la pesa
dilla y la locura?
Y sin embargo, lo vi. Era una manada interm
inable de seres inhumanos que avanzaban a
brincos, graznando y balando bajo el reflejo es
pectral de la luna;
una zarabanda grotesca
y maligna de delirante fantasía. Unos lle
vaban enormes tiaras doradas... otros iban
ataviados con ropajes extraños... Había uno, el
que iba en cabeza, que vestía una amplia
levita que no conseguía disimular su enorme
joroba, y un pantalón a rayas; un sombrero
de fieltro coronaba el bulto defo
rme que hacía las veces de cabeza.
Tenían todos un color gris verdoso, con el
vientre blanquecino. La mayoría era de piel
reluciente y resbaladiza, y sus dorsos jo
robados estaban cubiertos de escamas. Sus
figuras recordaban vagamente al antropoide,
pero sus cabezas parecían de pez, con unos
ojos prodigiosamente saltones que no parpadeab
an jamás. A ambos lados del cuello les
palpitaban las agallas, y
sus grandes zarpas tenían
dedos palmeados. Brincaban de
manera irregular, unas veces erguidos, otras
a cuatro patas. Su voz era una especie de
aullido o graznido, pero evidentemente, cons
tituía un lenguaje con
todos los matices de
expresión que les faltaban a sus semblantes impasibles.
Y no obstante, pese a su monstruosidad, me
resultaban en cierto modo familiares.
Demasiado bien sabía yo quiénes eran. ¿A
caso no tenía aún fresca en mi memoria la
imagen de la tiara de Newburyport? Se
trataba de los mismos peces-ranas cuyas
imágenes abominables ornaban la joya de
oro.... pero vivos y en todo su horror. Y de
repente, comprendí por qué razón me impres
ionó tantísimo el sacerdote de la tiara que
vislumbré en la cripta de la iglesia. Esa
fue la visión fugaz de
la horda impura. Eran
miles y miles, verdaderos enjambres, aunque
desde mi escondite no podía abarcar toda
la carretera. Por fortuna, un momento despué
s se borró de mis ojos aquella visión
dantesca y sufrí un desvanecimiento misericordioso El primero en toda mi vida.
 
Top
107 replies since 23/12/2011, 23:35   2843 views
  Share