El Evangelio según Jesucristo

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astaroth1
view post Posted on 11/3/2016, 01:35




En el mes de Shevat florecieron los almendros, y estaban ya en el de Adar, tras las fiestas
de Purim, cuando aparecieron en Nazaret unos soldados romanos de los que entonces
andaban por Galilea, de poblado en ciudad, de ciudad en poblado, y otros por las demás
partes del reino de Herodes, haciendo saber a las gentes que, por orden de César
Augusto, todas las familias que tuviesen su domicilio en las provincias gobernadas por el
cónsul Publio Sulpicio Quirino estaban obligadas a censarse, y que el censo, destinado,
como otros, a poner al día el catastro de los contribuyentes de Roma, tendría que hacerse,
sin excepción, en los lugares de donde estas famuilias fuesen originarias. A la mayor
parte de la gente que se reunió en la plaza para oír el pregón, poco le importaba aquel
aviso imperial, pues siendo naturales de Nazaret y residentes allí generación tras
generación, allí mismo se censarían. Pero algunos, que procedían de las distintas regiones
del reino, de Gaulanitide o de Samaria, de Judea, Perea o Idumea, de aquí o de allá, de
cerca o de lejos, empezaron a echar cuentas sobre el viaje, unos con otros murmurando
contra los caprichos de Roma y hablando del trastorno que iba a ser la falta de brazos,
ahora que llegaba el tiempo de segar el lino y la cebada. Y los que tenían familias
numerosas, con hijos en la primera edad o padres y abuelos ancianos y enfermos, si no
tenían transporte propio suficiente, pensaban a quién podrían pedírselo prestado, o
alquilar por precio justo el asno o los asnos necesarios, sobre todo si el viaje iba a ser
largo y trabajoso, con mantenimiento suficiente para el camino, odres de agua si tenían
que cruzar el desierto, esteras y mantas para dormir, escudillas para comer, algún abrigo
suplementario, pues todavía no se fueron del todo las lluvias y el frío, y alguna vez sería
necesario dormir al aire libre.
José se enteró del edicto algo más tarde, cuando ya los soldados habían partido para
llevar la buena nueva a otros parajes, fue el vecino de la casa de al lado, Ananías de
nombre, quien apareció alborozado a darle la noticia.
Era él de los que no tenían que salir de Nazaret para ir al censo, de buena se ha librado, y
como había decidido que, a causa de las cosechas, no iría este año a Jerusalén para la
celebración de la Pascua, si de un viaje se libraba tampoco el otro le obligaba. Va pues
Ananías a informar a su vecino, como es deber, y va contento, aunque parezca que
exagera un tanto en la expresión del rostro las demostraciones de ese sentimiento, quiera
Dios que no sea por llevar una noticia desagradable, que hasta las personas mejores
están sujetas a las peores contradicciones, y a este Ananías no le conocemos bastante
como para saber si, en este caso, se trata de reincidencia en un comportamiento habitual,
o si acontece por tentación maligna de un ángel de Satán que en aquel momento no
tuviera nada más importante que hacer. Fue así que llegó Ananías a la cancela y llamó a
José, que al principio no le oyó, porque estaba manejando ruidosamente martillo y clavos.
María sí, tenía el oído más fino, pero era al marido a quien llamaban, cómo iba ella a
tirarle de la manga de la túnica diciéndole, Estás sordo, no oyes que te llaman.
Gritó más alto Ananías y entonces suspendió José aquel batir estruendoso y fue a saber
qué quería de él su vecino. Entró Ananías y, habiendo despachado los saludos, preguntó,
en tono de quien quiere asegurarse, De dónde eres tú, José, y José, sin saber qué era lo
que quería, respondió, Soy de Belén de Judea, Que está cerca de Jerusalén, Sí, bastante,
Y vais a Jerusalén a celebrar la Pascua, preguntó Ananías, y José respondió, No, este año
no voy, está mi mujer a punto de cumplir, Ah, Y tú, por qué quieres saberlo. Entonces
Ananías alzó los brazos al cielo, al tiempo que ponía una cara de lástima inconsolable, Ay,
pobre de ti, qué trabajos te esperan, qué fatiga, qué cansancio inmerecido, aquí entregado
a los deberes de tu oficio y ahora vas a tener que dejarlo todo y echarte a los caminos y
tan lejos, alabado sea el Señor que todo aprecia y remedia. No quiso José quedarse atrás
en cuanto a demostraciones de piedad, y, sin indagar aún las causas de los lloriqueos del
vecino, dijo, El Señor, si quiere, me remediará a mí también, y Ananías, sin bajar la voz,
Sí, al Señor nada le es imposible, todo lo conoce y todo se le alcanza, así en la tierra como
en el cielo, alabado sea {él por toda la eternidad, pero en este caso de ahora, que {él me
perdone, no sé si podrá valerte, que estás en manos del César, Qué quieres decir, Que
han llegado unos soldados romanos pasando aviso de que antes del último día del mes de
Nisán todas las familias de Israel tendrán que censarse en sus lugares de origen, y tú,
pobre, que eres de tan lejos.
 
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astaroth1
view post Posted on 11/3/2016, 01:57




Antes de que José tuviera tiempo de responder, entró en el patio la mujer de Ananías,
Chua de nombre, y, yéndose directa a María, expectante en el umbral, empezó a
lloriquear como antes el marido, Ay, pobrecilla, pobrecilla, ay qué lástima, qué será de ti,
a punto de dar a luz y tendrás que ir quién sabe adónde, A Belén de Judea, informó el
marido, Huy, qué lejos está eso, exclamó Chua, y no era hablar por hablar, pues una de
las veces que fue en peregrinación a Jerusalén bajó hasta Belén, allí al lado, para orar
ante la tumba de Raquel. María no respondió, esperaba que hablase antes su marido,
pero José estaba furioso, una noticia de tanta importancia tendría que haber sido él
quien la comunicara a su mujer, de primera mano, usando las palabras adecuadas y el
tono justo, no con aquellos aspavientos, los vecinos metiéndoseles en la casa, con esos
modos. Para disimular su contrariedad, dio al rostro una expresión de compuesta
sensatez y dijo, Cierto es que Dios no siempre quiere poder lo que puede César, pero
César nada puede donde sólo Dios puede. Hizo una pausa, como si necesitara penetrarse
del sentido profundo de las palabras que acababa de pronunciar, y añadió, Celebraré la
Pascua en casa, como tenía dispuesto, e iré a Belén, visto que así tiene que ser, y si el
Señor lo permite, estaremos de vuelta a tiempo de que María dé a luz en casa, pero si, al
contrario, no lo quiere el Señor, entonces mi hijo nacerá en la tierra de sus antepasados,
Eso si no nace en el camino, murmuró Chua, pero no tan bajo que no la oyera José, que
dijo, Muchos han sido los hijos de Israel que han nacido en el camino, el mío será uno
más. La sentencia era de peso, irrefutable, y como tal la recibieron Ananías y su mujer,
mudos de pronto.
Vinieron para confortar a los vecinos por la contrariedad de un viaje forzado, y para
complacerse en su propia bondad, y ahora les parecía que los ponían en la calle, sin
ceremonia, entonces María se acercó a Chua y le dijo que entrara en casa, que quería
pedirle consejo sobre una lana que tenía para cardar, y José, queriendo enmendar la
sequedad con que había hablado, dijo a Ananías, Te ruego, como buen vecino, que
durante mi ausencia veles por mi casa, porque, incluso ocurriendo todo de la mejor
manera, nunca estaré de vuelta antes de un mes, contando el tiempo del viaje, más los
siete días de aislamiento de la mujer, o lo que se le añada a esto si nace una hija, que no
lo permita el Señor. Respondió Ananías que sí, que quedase descansado, que de la casa
cuidaría como si suya fuera, y preguntó, se le ocurrió de repente, no lo había pensado
antes, Querrás tú, José, honrarme con tu presencia en la celebración de la Pascua,
reuniéndote con mis parientes y amigos puesto que no tienes familia en Nazaret, ni tu
mujer la tiene tampoco desde que murieron sus padres, tan avanzados ya en edad
cuando ella nació que aún hoy anda la gente preguntándose cómo fue posible que
Joaquín engendrara en Ana una hija.
Dijo José, risueñamente reprensivo, Ananías, recuerda aquello que murmuró Abraham
para sí, incrédulo, cuando el Señor le anunció que le daría descendencia, si podría un
niño nacer de un hombre de cien años y si una mujer, de noventa, sería capaz de tener
hijos, aunque Joaquín y Ana no estaban en tan provecta edad como la de Abraham y Sara
en aquellos días, y por lo tanto mucho más fácil le habrá sido a Dios, aunque para {él no
hay nada imposible, suscitar entre mis suegros un retoño. Dijo el vecino, Eran otros
tiempos, el Señor se manifestaba en presencia todos los días, no sólo en sus obras, y José
respondió, fuerte en razones de doctrina, Dios es el tiempo mismo, vecino Ananías, para
Dios el tiempo es todo uno, y Ananías se quedó sin saber qué respuesta dar, no era ahora
el momento de traer a colación la controvertida y nunca resuelta polémica acerca de los
poderes, tanto los consustanciales como los delegados, de Dios y de César.
Al contrario de lo que podrían parecer estos alardes de teología práctica, José no se había
olvidado del inesperado convite de Ananías para celebrar con él y los suyos la Pascua,
aunque no quiso demostrar demasiada prisa en aceptar, como de inmediato decidió, bien
se sabe que es muestra de cortesía y buen nacimiento recibir con gratitud los favores que
nos hacen, aunque también sin exagerar el contento, no vayan a pensar que estamos a la
espera de más. Se lo agradecía ahora, alabándole los sentimientos de generosidad y buen
vecino, justo cuando salía Chua de la casa trayendo consigo a María, a quien decía, Qué
buena mano tienes para cardar, mujer, y María se ponía colorada, como una doncella,
porque la estaban alabando delante del marido.
 
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astaroth1
view post Posted on 12/3/2016, 01:29




Un buen recuerdo que María guardó siempre de esta Pascua tan prometedora fue el de no
haber tenido que participar en la preparación de las comidas y que la hubieran
dispensado de servir a los hombres. La solidaridad de las otras mujeres le ahorró este
trabajo. No te canses, que apenas puedes contigo, fue lo que le dijeron, y debían de
saberlo bien, pues casi todas eran madres de hijos. Se limitó, o poco más, a atender a su
marido, que estaba sentado en el suelo como los otros hombres, inclinándose para
llenarle el vaso o renovarle en el plato las rústicas mantenencias, el pan ácimo, la tajada
de cordero, las hierbas amargas, y también unas galletas hechas de la molienda de
saltamontes secos, bocado que Ananías apreciaba mucho por ser tradición de su familia,
pero ante el que torcían la nariz algunos invitados, aunque avergonzados de tan mal
disimulada repugnancia, pues en su fuero íntimo se reconocían indignos del ejemplo
edificante de cuantos profetas, en el desierto, hicieron de la necesidad virtud y del
saltamontes maná. Hacia el fin de la cena, la pobre María se sentó en la puerta, con su
gran vientre posado sobre la raíz de los muslos, bañada en sudor, sin oír apenas las risas,
los dichos, las historias y el recitado constante de las escrituras, sintiéndose, cada
momento que pasaba, a punto de abandonar definitivamente el mundo, como si colgara
de un hilillo que fuese su último pensamiento, un puro pensar sin objeto ni palabras, sólo
saber que se está pensando y no poder saber en qué y para qué. Despertó sobresaltada,
porque en el sueño, súbitamente, llegando de una tiniebla mayor, apareció ante ella el
rostro del mendigo, y después aquel su gran cuerpo cubierto de andrajos, el ángel, si
ángel era, había entrado en su sueño sin anunciarse, ni siquiera por un fortuito recuerdo,
y estaba allí mirándola, con aire absorto, tal vez también con una levísima expresión de
interrogativa curiosidad, o ni siquiera eso, que el tiempo de verlo llegó y pasó, y ahora el
corazón de María palpitaba como un pajarillo asustado, ella no sabía si era de miedo o
porque alguien le dijo al oído una inesperada y embarazosa palabra. Los hombres y los
muchachos seguían sentados en el suelo y las mujeres iban y venían jadeantes
ofreciéndoles los últimos alimentos, pero ya se notaban las señales de saciedad, sólo el
rumor de las conversaciones, animadas por el vino, había subido de tono.
María se levantó y nadie reparó en ella. Era ya de noche, la luz de las estrellas, en el cielo
limpio y sin luna, parecía causar una especie de resonancia, un zumbido que rozaba las
fronteras de lo inaudible, pero que la mujer de José podía sentir en la piel, y también en
los huesos, de un modo que no sabría explicar, como una suave y voluptuosa convulsión
que no acabara de resolverse. María atravesó el patio y miró fuera. No vio a nadie. La
cancela de la casa, al lado, estaba cerrada, igual que la dejó, pero el aire se movía como si
alguien acabara de pasar por allí, corriendo, o volando, para no dejar de su paso más que
una fugaz señal que otros no sabrían entender.
Pasados que fueron tres días, después de acordar con los clientes que le habían
encargado obras que tendrían que esperar a su regreso, hechas las despedidas en la
sinagoga y confiada la casa y los bienes visibles que contenía a los cuidados del vecino
Ananías, partió de Nazaret el carpintero José con su mujer, camino de Belén, adonde va
para censarse, y ella también, de acuerdo con los decretos llegados de Roma.
Si, por un atraso en las comunicaciones o fallo en la traducción simultánea, aún no ha
llegado al cielo la noticia de tales órdenes, muy asombrado deberá estar el Señor Dios al
ver tan radicalmente transformado el paisaje de Israel, con gente que viaja en todas
direcciones, cuando lo propio y natural, en estos días inmediatos a la Pascua, sería que la
gente se desplazase, salvo justificadas excepciones, de un modo por así decir centrífugo,
tomando el camino de casa desde un punto central, sol terrestre u ombligo luminoso, de
Jerusalén hablamos, claro está. Sin duda la fuerza de la costumbre, aunque falible, y la
perspicacia divina, absoluta esa, harán fácil el reconocimiento e identificación, incluso
desde tan alto, del lento avance que muestra el regreso de los peregrinos a sus ciudades y
aldeas, pero lo que, a pesar de todo, no puede dejar de confundir la vista es el hecho de
que estas rutas, conocidas, se crucen con otras que parecen trazadas a la ventura y que
son, ni más ni menos, los itinerarios de aquellos que, habiendo celebrado o no en
Jerusalén la Pascua del Señor, obedecen ahora las profanas órdenes de César, aunque no
es muy difícil sustentar una tesis diferente, la de que fue César Augusto quien, sin
saberlo, obedeció la voluntad del Señor, si es verdad que Dios tenía decidido, por razones
de él sólo conocidas, que José y su mujer, en este momento de su vida, tendrían marcado
en su destino ir a Belén.
 
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astaroth1
view post Posted on 12/3/2016, 02:05




Extemporáneas y fuera de propósito a primera vista, estas consideraciones deben ser
recibidas como pertinentísimas, puesto que gracias a ellas nos será posible llegar a la
invalidación objetiva de aquello que a algunos espíritus tanto les agradaría hallar aquí;
por ejemplo, imaginar a nuestros viajeros, solos, atravesando aquellos parajes inhóspitos,
aquellos descampados inquietantes, sin un alma próxima y fraterna, confiados sólo a la
misericordia de Dios y al amparo de los ángeles. Ahora bien, inmediatamente después de
salir de Nazaret se puede ver que no va a ser así, pues con José y María viajan otras dos
familias, de las numerosas, en total, entre viejos, adultos y chiquillos, unas veinte
personas, casi una tribu. Cierto es que no se dirigen a Belén, una de ellas se quedará a
mitad del camino, mucha más al sur, hasta Bercheba, pero aunque hayan de separarse
antes, porque vayan más deprisa unos que los otros, posibilidad siempre razonable,
seguirán apareciendo en el camino nuevos viajeros, sin contar con los que vendrán
andando en sentido contrario, quizá, quién sabe, a censarse en Nazaret, de donde ahora
salen estos. Los hombres caminan delante, formando un grupo, y con ellos van los chicos
que han cumplido ya trece años, mientras que las mujeres, las niñas y las viejas, de todas
las edades, forman otro confuso grupo allá atrás, acompañadas por los chiquillos
pequeños. En el momento en que iban a ponerse en camino, los hombres, en coro
solemne, alzaron la voz para pronunciar las oraciones propias del caso, repitiéndolas las
mujeres discretamente, casi en sordina, aprendido tienen que de nada vale que clame
quien pocas esperanzas tiene de ser oído, aunque no pida nada y sólo esté alabando.
Entre las mujeres, la única que va encinta, y tan adelantada, es María, y sus dificultades
son tales que de no haber dotado la Providencia de una paciencia infinita a los asnos que
creó, y de no menor fortaleza, a los pocos pasos ya esta otra pobre criatura habría rendido
el ánimo, rogando que la dejasen allí, a la orilla del camino, a la espera de su hora, que
sabemos va a ser en breve, a ver dónde y cuándo, pero no es esta gente aficionada a las
apuestas, que sería en este caso cuándo y dónde nacerá el hijo de José, sensata religión
ésta que prohibió el azar.
Mientras llega el momento, y durante el tiempo que aún tenga que padecer la espera, la
embarazada podrá contar, más que con las pocas y distraídas atenciones de su marido,
entretenido como va en la conversación de los hombres, podrá contar, decíamos, con la
probada mansedumbre y los dóciles lomos del animal, que va echando de menos, si
mudanzas de vida y carga que pueden llegar al entendimiento de un asno, los golpes de
vergajo, y sobre todo que le consientan caminar sin prisas, con su paso natural, suyo y de
sus semejantes, que algunos como él van en la jornada. Por causa de esta diferencia, se
retrasa a veces el grupo de las mujeres y, cuando tal acontece, los hombres, desde
delante, se paran y permanecen a la espera de que ellas se aproximen, pero no tanto que
lleguen a reunirse unas y otros, estos llegan incluso hasta el punto de fingir que se han
parado sólo a descansar, no hay duda de que el camino a todos sirve, pero ya se sabe que
donde cantan gallos no pían las gallinas, si acaso cacarean cuando han puesto un huevo,
así lo ha impuesto y proclamado la buena ordenación del mundo en que nos cuadró vivir.
Va pues María mecida por el suave andar de su corcel, reina entre las mujeres, que sólo
ella va montada, la borricada restante transporta la carga general. Y para que no todo
sean sacrificios, lleva en el regazo, ahora a uno, luego a otro, tres niños de pecho, con lo
que descansan las madres respectivas y empieza ella a habituarse a la carga que la
espera.
 
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astaroth1
view post Posted on 12/3/2016, 02:38




En este primer día de viaje, como las piernas aún no estaban hechas al camino, la etapa
no ha sido extremadamente larga, no hay que olvidar que van en la misma compañía
viejos y chiquillos, unos que, por haber vivido, han gastado ya todas sus fuerzas y no
pueden ahora fingir que las tienen, otros que, por no saber gobernar las que empiezan a
tener, las agotan en dos horas de carreras desatinadas, como si acabara el mundo y
hubiera que aprovechar sus últimos instantes. Hicieron alto en una aldea grande,
llamada Isreel, donde se situaba un caravasar que, por ser estos días, como dijimos, de
intenso tráfago, encontraron en un estado de confusión y algarabía que parecía de locos,
aunque, a decir verdad, era la algarabía mayor que la confusión, por lo que, al cabo de
algún tiempo, habituados la vista y el oído, se podía presentir, primero, y luego reconocer,
en aquel conjunto de gente y animales en constante movimiento dentro de los cuatro
muros, una voluntad de orden no organizada ni consciente, como un hormiguero
asustado que intentase reconocerse y recomponerse en medio de su propia dispersión.
Tuvieron la suerte las tres familias de poder acogerse al abrigo de un arco,
arreglándoselas los hombres por un lado y las mujeres por otro, pero esto fue más tarde,
cuando la noche cerró y el caravasar, animales y personas, se entregó al sueño.
Antes tuvieron las mujeres que preparar la comida y llenar los odres en el pozo, mientras
los hombres descargaban los asnos y los llevaban a beber, pero en una ocasión en que no
hubiera camellos en el bebedero, porque estos, en sólo dos sorbos brutales, lo dejaban
seco y era necesario llenarlo un sinfín de veces antes de que se dieran por satisfechos. Al
cabo, dispuestos los asnos en el comedero, se sentaron los viajeros a cenar, empezando
por los hombres, que las mujeres ya sabemos que en todo son secundarias, basta
recordar una vez más, y no será la última, que Eva fue creada después que Adán y de una
costilla suya, cuándo aprenderemos que hay ciertas cosas que sólo comenzaremos a
entender cuando nos dispongamos a remontarnos a las fuentes.
Después de que los hombres cenaran y mientras las mujeres, allá en un rincón, se
alimentaban con las sobras, ocurrió que un anciano entre los ancianos, que viviendo en
Belén iba a censarse a Ramalá y se llamaba Simeón, usando de la autoridad que le
confería la edad y de la sabiduría que se cree es su efecto, interpeló a José sobre cómo
pensaba que habría que proceder si se verificaba la posibilidad, obviamente razonable, de
que María, pero no pronunció su nombre, no diera a luz antes del último día del plazo
impuesto para el censo. Se trataba, evidentemente, de una cuestión académica, si tal
palabra es adecuada al tiempo y al lugar, porque sólo a los agentes del censo, instruidos
en las sutilezas procesales de la ley romana, cabría decidir sobre casos tan altamente
dudosos como éste de presentarse una mujer con una barriga tan abultada en las
oficinas del censo, Venimos a inscribirnos, y no es posible averiguar, in loco, si lleva
dentro varón o hembra, sin hablar ya de la nada desdeñable probabilidad de una camada
de gemelos del mismo o de ambos sexos. Como perfecto judío que se preciaba de ser,
tanto en la teoría como en la práctica, jamás el carpintero pensaría en responder, usando
de la simple lógica occidental, que no es a aquél que tiene que soportar una ley a quien
incumbe suplir los fallos que en ella se encuentren, y que si Roma no fue capaz de prever
éstas y otras hipótesis, será porque está mal servida de legisladores y hermeneutas.
Colocado, pues, ante la difícil cuestión, José se detuvo a pensar, buscando en su cabeza
el modo más sutil de darle respuesta, una respuesta que, demostrando a la asamblea
reunida en torno a la fogata sus dotes de argumentador, fuese, al mismo tiempo,
formalmente brillante.
 
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astaroth1
view post Posted on 12/3/2016, 03:02




Finalizada la sufrida reflexión, y alzando lentamente los ojos que, en el tiempo que duró la
gestación de la respuesta, mantuvo fijos en las ondeantes llamas de la hoguera, dijo el
carpintero, Si llegado el último día del censo no hubiera nacido aún mi hijo, será porque
el Señor no quiere que los romanos sepan de él y lo pongan en sus listas. Dijo Simeón,
Fuerte presunción la tuya, que así te arrogas la ciencia de lo que el Señor quiere o no
quiere.
Dijo José, Dios conoce todos mis caminos y cuenta todos mis pasos, y estas palabras del
carpintero, que podemos encontrar en el Libro de Job, significaban, en el contexto de la
discusión, que allí, entre los presentes y sin excepción de los ausentes, José reconocía y
proclamaba su obediencia al Señor y manifestaba su humildad, sentimientos, cualquiera
de ellos, contrarios a la pretensión diabólica, insinuada por Simeón, de aspirar a conocer
los saberes enigmáticos de Dios. Así debió de entenderlo el anciano, pues permaneció
callado y a la espera, de lo que se aprovechó José para volver a la carga, El día del
nacimiento y el día de la muerte de cada hombre están sellados y bajo guarda de los
ángeles desde el principio del mundo, y es el Señor, cuando le place, quien quiebra un
sello y luego otro, muchas veces al mismo tiempo, con su mano derecha y con su mano
izquierda, y hay casos en que tarda tanto en partir el sello de la muerte que hasta parece
haberse olvidado de aquel viviente. Hizo una pausa, vaciló un momento, pero remató
luego, sonriendo con malicia, Quiera Dios que esta charla no haga que se acuerde de ti.
Se rieron los circunstantes, pero a escondidas, porque era manifiesto que el carpintero no
había sabido guardar, entero, el respeto que a un anciano se debe, aun cuando la
inteligencia y la sensatez, por efecto de la edad, no abunden ya en sus juicios. El viejo
Simeón tuvo un gesto de cólera, dio un tirón a su túnica y respondió, Quizá haya Dios
roto el sello de tu nacimiento antes de tiempo y todavía no deberías estar en el mundo, si
de manera tan impertinente y presuntuosa te comportas con los ancianos, que más que
tú vivieron y que en todas las cosas saben más que tú. Dijo José, Simeón, me preguntaste
cómo se debería proceder si mi hijo no hubiera nacido antes del último día del censo y la
respuesta a la pregunta no podía dártela yo, porque no conozco la ley de los romanos,
como, según creo, tampoco tú la conoces, No la conozco, Entonces te dije, Sé lo que
dijiste, no te canses en repetírmelo, Fuiste tú quien empezó a hablarme con palabras
impropias cuando me preguntaste quién me creía para pretender conocer la voluntad de
Dios antes de ser manifestada, si yo te ofendí luego, te ruego que me perdones, pero la
primera ofensa vino de ti, recuerda que, siendo anciano y por eso mi maestro, no puedes
dar el ejemplo de la ofensa.
Alrededor de la hoguera hubo un discreto murmullo de aprobación, el carpintero José,
claramente, llevaba la victoria en el debate, a ver ahora con qué sale Simeón, qué
respuesta le da. Y he aquí como lo dijo, sin espíritu ni imaginación, Por deber de respeto,
no tenías más que responder a mi pregunta, y José dijo, Si te respondiese como querías,
pronto quedaría al descubierto la vanidad de la cuestión, tendrás que admitir, por mucho
que te cueste, que lo que yo hice fue mostrarte el mayor respeto, facilitándote, anunque
no lo quisiste entender, la oportunidad de discurrir sobre un tema que a todos intersaría,
es decir, si querría o podría el Señor, alguna vez, esconder su pueblo ante los ojos del
enemigo, Ahora estás hablando del pueblo de Dios como si fuese tu hijo no nacido, No
pongas en mi boca, Simeón, palabras que no he dicho ni diré, y escucha lo que es para
ser comprendido de una manera y lo que es para ser comprendido de otra. A esta tirada
no respondió ya Simeón. Se levantó el corro y fue a sentarse en el lugar más oscuro,
acompañado de otros hombres de la familia, obligados por la solidaridad de la sangre,
pero, en lo más íntimo, despechados por la tristísima figura que el patriarca había hecho
en aquellas justas verbales.
 
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astaroth1
view post Posted on 12/3/2016, 03:42




Allí, entre la compañía, cubriendo el silencio que siguió a los rumores y murmullos de
quien se dispone al reposo, se hizo otra vez perceptible el sordo oleaje de las
conversaciones en el caravasar, cortadas por alguna exclamación más sonora, por el
resuello y pateo de los animales y, a veces, por el bramido áspero, grotesco, de un camello
picado de celo. Fue entonces cuando, todos juntos, concertando el ritmo del recitado, los
viajeros de Nazaret, sin cuidarse ya de la reciente discordia, entonaron en voz baja, pero
ruidosamente siendo tantos, la última y la más larga de cuantas oraciones van dirigidas
al Señor a lo largo del día y que así dice, Alabado seas tú, Dios nuestro, rey del universo,
que haces caer las ataduras del sueño sobre mis ojos y el torpor sobre mis párpados, y
que a mis pupilas no retiras la luz.
Sea tu voluntad, Señor mi Dios, que me acueste ahora en paz y pueda mañana despertar
para una vida feliz y pacífica, consiente que me aplique en el cumplimiento de tus
preceptos y no permitas que me acostumbre a acto alguno de transgresión. No permitas
que caiga en el poder del pecado, de la tentación ni de la vergüenza. Has que tengan
presencia en mí las buenas inclinaciones, no dejes que tengan poder sobre mí las malas.
Líbrame de las inclinaciones ruines y de las enfermedades mortales, y que no me vea
perturbado por sueños malos y malos pensamientos y que no sueñe con la Muerte.
Pasados pocos minutos, ya los más justos, si no los más cansados, dormían, algunos
tuvieron que esperar mucho, allí estaban, sin otro abrigo la mayoría que sus propias
túnicas, sólo los viejos y los chiquillos, frágiles unos y otros, gozaban del conforto de un
paño grueso o de una escasa manta. Al faltarle el alimento, la hoguera se consumía, unas
llamas desmayadas danzaban aún sobre el último leño recogido de camino para este útil
fin.
Bajo el arco que abrigaba a las gentes de Nazaret, todos dormían. Todos, con excepción de
María. Al no poder tumbarse por causa de la incomodidad del vientre, que a la vista más
parecía contener un gigante, se reclinó en unas alforjas buscando amparo para sus
martirizados riñones. Como los otros, estuvo oyendo el debate entre José y el viejo
Simeón, y se alegró con la victoria del marido, como es obligación de toda mujer, aunque
se trate de peleas incruentas, como ésta fue.
Pero ya estaba barrido de su memoria el motivo de la discusión, o es que el recuerdo del
debate se había sumergido entre las sensaciones que dentro de su cuerpo iban y venían,
igual que las marcas del océano, nunca visto, pero del que alguna vez oyó hablar,
fluyendo y refluyendo, entre el ansioso choque de las olas que eran los movimientos del
hijo, movimientos singulares, como si estando dentro de ella quisiera levantarla, a pulso,
sobre sus hombros. Sólo los ojos de María estaban abiertos, brillando en la penumbra, y
siguieron brillando incluso cuando la hoguera se apagó del todo, pero nada de extraño
tiene esto, les sucede a todas las madres desde el principio del mundo, aunque nosotros
lo supiéramos definitivamente cuando a la mujer del carpintero José se le apareció un
ángel, que lo era, según su propia declaración, a pesar de venir en figura de mendigo
itinerante.
También en el caravasar cantaban gallos en la fresca madrugada, pero los viajeros,
mercaderes, arrieros, conductores de camellos, urgidos por sus obligaciones, apenas
esperaron el primer canto, y muy temprano empezaron los preparativos de la jornada,
cargando las bestias con sus haberes y teneres propios, o con las mercaderías del
negocio, de este modo levantaban en el campo un barullo que dejaba pequeña a la vista, o
a los oídos mejor, para usar la palabra exacta, la algarabía de la víspera. Cuando estos se
hubieron ido, el caravasar pasa algunas horas más tranquilas, como un lagarto pardo
tendido al sol, pues se quedan sólo los huéspedes que decidieron descansar un día
entero, hasta que, acercándose la caída de la tarde, empiece a llegar el nuevo turno de
camineros, a cual más sucio, pero todos fatigados, aunque manteniendo intactas y
poderosas las cuerdas vocales, acaban de entrar y están gritando ya como posesos de mil
diablos, con perdón. Que la compañía de Nazaret vaya engrosada desde aquí es algo que
no debe sorprender a nadie, se juntaron diez personas más, mucho se engaña quien
imagine que esta tierra es un desierto, mayormente en época tan festiva, de censos y de
Pascuas, conforme fue explicado.
 
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astaroth1
view post Posted on 12/3/2016, 04:04




Entendió José, de sí y para sí, que su deber sería hacer las paces con el viejo Simeón, no
por pensar que con la noche hubieran perdido fuerza y razón sus argumentos, sino
porque fue instruido en el respeto a los más viejos y en particular a los ancianos que,
pobrecillos, habiendo vivido una larga vida, que ahora se apaga robándoles el espíritu y el
entendimiento, no pocas veces se ven desconsiderados por la gente joven. Se aproximó a
él, y le dijo en tono de comedimiento, Vengo a pedirte disculpas si te parecí insolente e
infatuado anoche, nunca fue mi intención faltarte al respeto, pero ya sabes cómo son las
cosas, una palabra tira de la otra, las buenas tiran de las malas, y acabamos diciendo
siempre más de lo que queríamos. Simeón oyó con la cabeza baja y respondió al fin, Estás
disculpado. A cambio de su generoso movimiento, era natural que José esperase una
respuesta más benévola del obstinado viejo y, con la esperanza de oír palabras que creía
merecer, caminó a su lado durante un buen trozo de tiempo y de camino. Pero Simeón,
con los ojos puestos en el polvo del sendero, hacía como si no advirtiera su presencia,
hasta que el carpintero, justamente enfadado, esbozó el gesto de quien va a alejarse.
Entonces el viejo, como si súbitamente lo hubiese abandonado el pensamiento fijo que lo
ocupaba, dio un paso rápido y lo cogió de la túnica. Espera, dijo. Sorprendido, José se
volvió hacia él. Simeón se había parado y repetía, Espera. Fueron pasando los otros
hombres y ahora están estos dos en medio del camino, como en tierra de nadie, entre el
grupo de los varones, que se iba alejando, y el de las mujeres, allí atrás, cada vez más
cerca. Por encima de las cabezas podía verse la silueta de María, balanceándose al
compás de la andadura del asno.
Habían dejado el valle de Isreel. La senda, ladeando cerros, vencía dificultosamente la
primera cuesta, para embreñarse en los montes de Samaria, por el lado de poniente, a lo
largo de los cerros áridos tras los que, cayendo hacia el Jordán y arrastrando en dirección
sur su rasero ardiente, el desierto de Judea quemaba y requemaba la antiquísima cicatriz
de una tierra que, siendo prometida a unos, nunca sabría a quién entregarse.
Espera, dijo Simeón, y el carpintero obedeció, ahora inquieto, temeroso sin saber por qué.
Las mujeres estaban cerca ya. Entonces el viejo volvió a andar, agarrándose a la túnica de
José, como si le huyeran las fuerzas, y dijo, Anoche, después de retirarme a dormir, tuve
una visión, Una visión, Sí, pero no una visión de ver cosas, como siempre acontece, fue
más bien como si pudiese ver lo que está detrás de las palabras aquellas que dijiste, que
si tu hijo no hubiera nacido aún cuando llegase el último día del censo, sería porque el
Señor no quiere que los romanos sepan de él y lo pongan en sus listas, Sí, yo dije eso,
pero qué viste tú, No vi cosas, fue como si, de pronto, tuviese la certeza de que sería mejor
que los romanos no supieran nada de la existencia de tu hijo, que nadie supiera nunca
nada de él y que, si ha de venir a este mundo, al menos que viva en él sin pena ni gloria,
como aquellos hombres que allí van y las mujeres que ahí vienen, ignorado, como
cualquiera de nosotros, hasta la hora de su muerte y después de ella, Siendo su padre lo
que yo soy, es decir nada, un carpintero de Nazaret, esa vida que le deseas es la que
seguramente va a tener, No eres tú el único que dispone de la vida de tu hijo, Sí, todo el
poder está en el Señor Dios, él es quien lo sabe, Así fue siempre y así lo creemos, Pero
háblame de mi hijo, qué has sabido de mi hijo, Nada, sólo aquellas palabras tuyas que, en
un relámpago, me pareció que contenían otro sentido, como si mirando por primera vez
un huevo tuviese la percepción del pollito que hay dentro, Dios quiso lo que hizo e hizo lo
que quiso, en sus manos está mi hijo, yo nada puedo, En verdad, así es, pero estos son
aún los días en los que Dios comparte con la mujer la posesión del niño, Que después, si
es varón, será mía y de Dios, O sólo de Dios, Todos lo somos, No todos, hay algunos que
andan divididos entre Dios y el Diablo, Cómo saberlo, Si la ley no hubiera silenciado a las
mujeres para todo y para siempre, tal vez ellas, porque inventaron aquel primer pecado,
del que todos los demás nacieron, supieran decirnos lo que nos hace falta saber, Qué,
Qué partes divina y demoníaca las componen, qué especie de humanidad llevan dentro de
sí, No te comprendo, creo que estabas hablando de mi hijo, No hablaba de tu hijo,
hablaba de las mujeres y de cómo generan los seres que somos, si no será por voluntad
de ellas, si es que lo saben, por lo que cada uno de nosotros es este poco y este mucho,
esta bondad y esta maldad, esta paz y esta guerra, revuelta y mansedumbre.
 
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astaroth1
view post Posted on 12/3/2016, 04:27




José miró hacia atrás, venía María en su asno, con un chiquillo ante ella, montando a
horcajadas, a la manera de los hombres y, por un instante, imaginó que era ya su hijo y a
María la vio como si fuera la primera vez, avanzando en delantera de la tropa femenina,
ahora engrosada. Todavía resonaban en sus oídos las extrañas palabras de Simeón, pero
le costaba trabajo aceptar que una mujer pudiera tener tanta importancia, al menos ésta
suya nunca le dio señal, por mediocre que fuese, de valer más que el común de todas.
Fue en este momento, pero entonces iba mirando hacia delante, cuando le vino a la
memoria el caso del mendigo y de la tierra luminosa. Se estremeció de la cabeza a los
pies, se le erizaron el pelo y las carnes, y aún más cuando, al volverse de nuevo hacia
María, vio, con sus ojos claramente visto, caminando al lado de ella a un hombre alto, tan
alto que sus hombros se veían por encima de las cabezas de las mujeres y era, por estos
signos, el mendigo que nunca pudiera ver.
Volvió a mirar y allí estaba él, presencia insólita, incongruencia total, sin ninguna razón
humana que justificara su presencia, varón entre mujeres. Iba José a pedirle a Simeón
que mirase también él hacia atrás, que le confirmase estos imposibles, pero el viejo ya se
había adelantado, dijo lo que tenía que decir y ahora se unía a los hombres de su familia
para recobrar el simple papel de hombre de más edad, que es siempre el que menos
tiempo dura. Entonces, el carpintero, sin otro testigo, volvió a mirar a la mujer. El hombre
ya no estaba allí.
Habían atravesado en dirección al sur toda la región de Samaria, y lo hicieron a marchas
forzadas, con un ojo atento al camino y el otro, inquieto, escrutando las cercanías,
temerosos de los sentimientos de hostilidad, aunque más exacto sería decir aversión, de
los habitantes de aquellas tierras, descendientes en maldades y herederos en herejías de
los antiguos colonos asirios, que llegaron a estos parajes en tiempos de Salmanasar, rey
de Nínive, tras la expulsión y dispersión de las Doce Tribus, y que, teniendo algo de
judíos, pero mucho más de paganos, sólo reconocían como ley sagrada los Cinco Libros
de Moisés y afirmaban que el lugar elegido por Dios para edificar su templo no era
Jerusalén, y sí, imaginaos, el monte Gerizim, que está en sus territorios. Caminaron
deprisa los de Galilea, pero aun así tuvieron que pasar dos noches en campo enemigo, al
relente, con vigías y rondas, por si se daba el caso de que los malvados atacaran a la
callada, capaces como son de las peores acciones, llegando al extremo de negar una sed
de agua a quien, de puro tronco hebreo, de necesidad se estuviese muriendo, no vale
mencionar alguna excepción conocida, porque no es más que eso, una excepción. Hasta
tal punto llegó la ansiedad de los viajeros durante el trayecto que, contrariando la
costumbre, los hombres se dividieron en dos grupos, delante y detrás de las mujeres y
niños, para guardarlas de insultos o cosa peor. Pero estarían los de Samaria de humor
pacífico en esos días, porque, aparte de aquellos con quienes en el camino tropezaron,
gentes también de viaje, que satisfacían su rencor lanzando a los galileos miradas de
escarnio y algunas palabras malsonantes, ninguna cuadrilla formal y organizada se
precipitó de los riscos al asalto o apedreó en emboscada o asustó al inerme destacamento.
 
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astaroth1
view post Posted on 12/3/2016, 04:56




Un poco antes de llegar a Ramalá, donde los creyentes más fervorosos o de más apurado
olfato juraban percibir ya el santísimo aroma de Jerusalén, el viejo Simeón y los suyos
dejaron el grupo para, como antes se dijo, censarse en una aldea de éstas. Allí, en medio
del camino, con gran profusión de bendiciones, hicieron sus despedidas los viajeros, las
madres de familia le dieron a María mil y una recomendaciones hijas de la experiencia, y
se fueron todos, unos bajando al valle, donde pronto podrán reposar de sus fatigas de
cuatro días de camino, otros para Ramalá, en cuyo caravasar pasarán la noche que va
cayendo. En Jerusalén, finalmente, se han de separar los que quedan del grupo que salió
de Nazaret, la mayor parte para Bercheba, todavía con dos días de viaje por delante, y el
carpintero y su mujer, que se quedarán cerca, en Belén. En medio de la confusión de
abrazos y de adioses, José llamó aparte a Simeón, y con mucha deferencia, quiso saber si
desde que hablaron tuvo algún recuerdo más de la visión. Que no fue visión, ya te lo dije,
Fuese lo que fuese, a mí lo que me interesa es conocer el destino de mi hijo, Si ni tu
propio destino puedes conocer y estás ahí, vivo y hablando, cómo quieres saber el destino
de algo que no tiene existencia todavía, Los ojos del espíritu van más lejos, por eso
imaginé que los tuyos, abiertos por el Señor a las evidencias de los elegidos, quizá
hubiesen conseguido alcanzar lo que para mí es pura tiniebla. Es posible que nunca
llegues a saber nada del destino de tu hijo, quizá tu propio destino esté a punto de
cumplirse, no preguntes, hombre, no quieras saber, vive sólo tu día. Y, habiendo dicho
estas palabras, Simeón posó la mano diestra sobre la cabeza de José, murmuró una
bendición que nadie pudo oír y fue a unirse a los suyos, que lo esperaban. Por un sendero
sinuoso, en fila, empezaron a descender hacia el valle, donde, al pie de otra ladera, casi
confundida con las piedras que del suelo rompían como fatigados huesos, estaba la aldea
de Simeón. No volvería José a tener noticia de él, sólo, pero mucho más tarde, sabría que
murió antes de censarse.
Después de dos noches pasadas a la luz de las estrellas y al frío del descampado, ya que,
por miedo a un ataque por sorpresa, ni hogueras encendieron, los de Nazaret se sintieron
felices al acogerse una vez más al resguardo de las paredes y arcadas de un caravasar.
Las mujeres ayudaron a María a bajar del burro, diciendo, piadosas, Mujer, que esto va a
ser pronto, y la pobre murmuraba que sí, que sería pronto, como de eso era señal, a todos
evidente, el repentino, o así lo parecía, crecimiento de la barriga. La instalaron lo mejor
que pudieron en un rincón recogido y fueron a tratar de la cena que ya se retrasaba, de la
que luego vinieron todos a comer.
Esta noche no hubo charlas, ni recitado, ni historias contadas alrededor de la hoguera,
como si la proximidad de Jerusalén obligase al silencio, mirando cada uno dentro de sí y
preguntando, Quién eres tú, que a mí te pareces pero a quien no sé reconocer, y no es
que lo dijeran de hecho, las personas no se ponen a hablar solas así, sin más ni menos, o
que lo pensaran conscientemente, pero lo cierto es que un silencio como éste, cuando
fijamente miramos las llamas de una hoguera y callamos, si quisiéramos traducirlo en
palabras, no hay otras, son aquéllas y lo dicen todo.
Desde el lugar donde estaba sentado, José veía a María de perfil contra el resplandor del
fuego, una claridad rojiza, reflejada, le iluminaba en una media tinta el rostro de este
lado, dibujando su perfil en luz y contraluz, y pensó, sorprendido al pensarlo, que María
era una hermosa mujer, si ya se le podía dar ese nombre, con aquella carita de chiquilla,
sin duda tiene ahora el cuerpo deformado, pero a él la memoria le trae una imagen
diferente, ágil y graciosa, pronto volverá a ser lo que era, después de nacer el niño.
Pensaba José esto, y en un instante inesperado fue como si todos los meses pasados, de
forzada castidad, se hubiesen rebelado, despertando la urgencia de un deseo que se le iba
dispersando por toda la sangre, en ondas sucesivas, irradiando vagos apetitos carnales
que empezaban a aturdirlo, para refluir después, más fuertes, caldeados por la
imaginación, hasta el punto de partida. Oyó que María soltaba un gemido, pero no se
acercó a ella.
Recordó, y el recuerdo, como un cubo de agua fría, apagó de golpe las sensaciones
voluptuosas que había estado experimentando, recordó al hombre que viera dos días
antes, en un momento rapidísimo, caminando al lado de su mujer, aquel mendigo que los
perseguía desde el anuncio de la gravidez de María, pues ahora José no tenía dudas de
que, aunque no hubiera vuelto a aparecer hasta el día en que él mismo pudo verlo, el
misterioso personaje siempre estuvo, a lo largo de los nueve meses de la gestación, en los
pensamientos de María.
 
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astaroth1
view post Posted on 12/3/2016, 05:30




No tuvo valor para preguntarle a la mujer qué hombre era aquél y si sabía por dónde se
fue, que tan deprisa desapareció, porque no quería oír la respuesta que temía, una
preguna capaz de dejarlo estupefacto. De qué hombre me hablas, y si se obstinara, lo más
seguro sería que María llamase a testimoniar a las otras mujeres, Habéis visto vosotras a
algún hombre, venía algún hombre en el grupo de las mujeres, y ellas dirían que no, y
moverían la cabeza con aire de escándalo y tal vez una de ellas, más suelta de lengua,
dijera, Todavía está por nacer el hombre que, sin ser por precisiones del cuerpo, se
acerque al lado de las mujeres y con ellas se quede. Lo que José no podría adivinar es que
no había malicia alguna en la sorpresa de María, pues ella realmente no vio al mendigo,
fuera éste aparición o bien hombre de carne y hueso. Pero, cómo puede ser esto verdad, si
él estaba allí, a tu lado, si lo vi con estos ojos, preguntaría José, y María respondería,
firme en su razón, En todo, así me dijeron que está escrito en la ley, la mujer deberá al
marido respeto y obediencia, por lo tanto no volveré a decir que ese hombre no iba a mi
lado, si tú dices lo contrario, diré sólo que no lo vi, Era el mendigo, Y cómo puedes
saberlo si no llegaste a verlo el día en que apareció, Tenía que ser él, Sería más bien
alguien que iba por su camino, y, como andaba más lento que nosotras, lo rebasamos,
primero los hombres, luego las mujeres, y quizá estaba a mi lado cuando miraste, fue eso
y nada más, Entonces confirmas, No, sólo busco una explicación que te deje satisfecha,
como es deber también de las buenas mujeres.
A través de los ojos semicerrados, casi dormido, José intenta leer la verdad en el rostro de
María, pero la cara de ella se ha vuelto negra como el otro lado de la luna, el perfil es sólo
una línea recortada contra la claridad ya desvanecida de las últimas brasas. José dejó
caer la cabeza como si hubiera renunciado definitivamente a comprender, llevándose
consigo, para dentro del sueño, una idea absurda, la de que aquel hombre habría sido
una imagen de su hijo hecho hombre, llegado del futuro para decirle, Así seré un día,
pero tú no alcanzarás a verme así. José estaba dormido, con una sonrisa resignada en los
labios, pero triste se hubiera sentido de oír a María decirle, No lo quiera el Señor, que de
ciencia cierta sé yo que este hombre no tiene dónde descansar la cabeza. En verdad, en
verdad os digo que muchas cosas en este mundo podrían saberse antes de que
acontecieran otras que de ellas son fruto, si, uno con el otro, fuese costumbre que hablen
marido y mujer como marido y mujer.
Al día siguiente, por la mañana temprano, tomaron el camino de Jerusalén muchos de los
viajeros que pasaron la noche en el caravasar, pero los grupos de caminantes, por
casualidad, se formaron de manera que José, aunque manteniéndose a la vista de los
coterráneos que iban a Bercheba, acompañaba esta vez a su mujer, siguiendo al lado ella,
pisándole los talones, por así decir, precisamente como el mendigo, o quienquiera que
fuese, hiciera el día anterior. Mas José, en este momento, no quiere pensar en el
misterioso personaje. Tiene la certeza, íntima y profunda, de que fue beneficiario de un
obsequio particular de Dios, que le permitió ver a su propio hijo antes de haber nacido, y
no envuelto en fajas y mantillas de infantil flaqueza, pequeño ser inacabado, fétido y
ruidoso, sino hombre hecho, alto un palmo más que su padre y de lo que es común en
esta raza, José va feliz porque ocupa el lugar de su hijo, es al mismo tiempo el padre y el
hijo, y hasta tal punto es fuerte en él esta sensación que, súbitamente, pierde sentido
aquel que es su verdadero hijo, el niño que va allí, aún dentro del vientre de la madre,
camino de Jerusalén.
 
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astaroth1
view post Posted on 12/3/2016, 05:53




Jerusalén, Jerusalén, gritan los devotos viajeros a la vista de la ciudad, alzada de repente
como una aparición en lo alto de un cerro del otro lado, más allá del valle, ciudad en
verdad celeste, centro del mundo, que despide ahora destellos en todas direcciones bajo la
luz fuerte del mediodía, como una corona de cristal, que sabemos que va a convertirse en
oro puro cuando la luz del poniente la toque y que será blanca de leche bajo la luna,
Jerusalén, oh Jerusalén. El Templo aparece como si en ese mismo momento lo hubiese
puesto allí Dios y el súbito soplo que recorre los aires y roza la cara, el pelo, las ropas de
los peregrinos y viajeros, es tal vez el movimiento del aire desplazado por el gesto divino,
que, si miramos con atención las nubes del cielo, podemos contemplar la inmensa mano
que se retira, los largos dedos sucios de barro, la palma donde están trazadas todas las
líneas de vida y de muerte de los hombres y de todos los otros seres del universo, pero
también, y ya es tiempo de que se sepa, la línea de la vida y de la muerte del mismo Dios.
Los viajeros levantan al aire los brazos estremecidos de emoción, saltan las oraciones,
irresistibles, no ya a coro sino entregado cada uno a su propio arrebato, algunos más
sobrios por naturaleza en estas expresiones místicas, casi no se mueven, miran al cielo y
pronuncian las palabras con una especie de dureza, como si en este momento les fuese
permitido hablar de igual a igual a su Señor. El camino desciende en rampa y, a medida
que los viajeros van bajando hacia el valle, antes de abordar la nueva subida que los
llevará a esta puerta de la ciudad, el Templo parece alzarse más y más, ocultando, por
efecto de la perspectiva, la execrada Torre Antonia, donde, incluso a esta distancia, se ve
a los soldados romanos vigilando los patios y las rápidas fulguraciones de armas. Aquí se
despiden los de Nazaret, porque María viene agotada y no soportaría el trote seco de la
montura en el descenso, si tuviera que acompañar el paso rápido, casi carrera
precipitada, que es ahora el de toda esta gente a la vista de los muros de la ciudad.
Se quedaron José y María solos en el camino, ella intentando recobrar las perdidas
fuerzas, él un tanto impaciente por la demora, justo cuando están tan cerca de su
destino. El sol cae a plomo sobre el silencio que rodea a los viajeros. De pronto, un
gemido sordo, irreprimible, sale de la boca de María. José se inquieta, pregunta, Son los
dolores ya, y ella responde, Sí, pero en ese mismo instante se extiende por su rostro una
expresión de incredulaidad, como si se encontrara ahora, de repente, ante algo
inaccesible a su comprensión, y es que, verdaderamente, no fue en su propio cuerpo
donde notó el dolor, lo había sentido, sí, pero como un dolor sentido por otra persona,
quién, el hijo que dentro de ella está, cómo es posible que ocurra tal cosa, que pueda un
cuerpo sentir un dolor que no es suyo, y sobre todo sabiendo que no lo es y, a pesar de
ello, una vez más, sintiéndolo como si propio fuese, o no exactamente de esta manera y
con estas palabras, digamos más bien que es como un eco que, por alguna extraña
perversión de los fenómenos acústicos, se oye con más intensidad que el sonido que lo
causa. Cauteloso, sin querer saber, José preguntó, Sigue doliéndote, y ella no sabe cómo
responderle, mentiría si dijera que no, mentiría si dijera que sí, por eso calla, pero el dolor
está ahí, y lo siente, pero es también como si sólo lo estuviese mirando, impotente para
socorrerlo, en el interior del vientre le duelen los dolores del hijo y ella no puede valerle,
tan lejos está.
No gritó ninguna orden, José no usó la vara, pero lo cierto es que el asno reanudó la
marcha más vivo de ánimo, sube por su cuenta la ladera empinada que lleva a Jerusalén
y va ligero, como quien ha oído decir que está el comedero lleno a su espera y también un
descanso sabroso, pero lo que él no sabe es que todavía tendrá que hacer un buen trecho
de camino antes de llegar a Belén, y cuando se encuentre allí percibirá que, en definitiva,
las cosas no son tan fáciles como parecían, claro está que sería muy bonito poder
anunciar, Veni, vidi, vinci, así lo proclamó Julio César en tiempos de su gloria, y después
fue lo que se vio, a manos de su propio hijo acabó muriendo, sin más disculpa para éste
que el serlo por adopción. Viene de lejos y promete no tener fin la guerra entre padres e
hijos, la herencia de las culpas, el rechazo de la sangre, el sacrificio de la inocencia.
Cuando iban entrando por la puerta de la ciudad, María no pudo contener un grito de
dolor, pero éste lacerante, como si una espada la hubiera atravesado. Lo oyó sólo José,
tan grande era el ruido que hacía la gente, los animales bastante menos, pero todo junto
resultaba una algazara de mercado que apenas dejaba oír lo que se dijera al lado.
 
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astaroth1
view post Posted on 13/3/2016, 01:47




José quiso ser sensato, No estás en condiciones de seguir, lo mejor será que busquemos
posada aquí, mañana iré yo a Belén, al censo, y diré que estás de parto, luego irás tú si es
necesario, que no sé cómo son las leyes de los romanos, a lo mejor es suficiente con que
se presente el cabeza de familia, sobre todo en un caso como éste, y María respondió, No
siento ya dolores, y así era, aquella lanzada que la hizo gritar se había convertido en unas
punzadas de espino, continuas, sí, pero soportables, algo que sólo se mantenía presente,
como un cilicio. Quedó José lo más aliviado que se puede imaginar, pues le inquietaba la
perspectiva de tener que buscar un abrigo en el laberinto de calles de Jerusalén en
circunstancias de tanta aflicción, la mujer en doloroso trabajo de parto y él, como
cualquier otro hombre, aterrorizado con su responsabilidad, pero sin querer confesarlo. Al
llegar a Belén, pensaba, que en tamaño e importancia no es muy distinta de Nazaret, las
cosas serán sin duda más fáciles, ya se sabe que en los pueblos pequeños, donde todo el
mundo se conoce, la solidaridad suele ser palabra menos vana.
Si María no se queja ya, o es que pasaron sus dolores, o es que consigue soportarlos bien,
tanto en un caso como en otro, es igual, vamos a Belén. El burro recibe una palmada en
los cuartos traseros, lo que, si nos fijamos bien, es menos un estímulo para que avive el
paso, decisión bastante difícil en la indescriptible confusión del tránsito en que se veían
atrapados, que expresión afectuosa y de alivio por parte de José. Los tenderetes invaden
las estrechas callejuelas, andan de aquí para allá, codo con codo, gentes de mil razas y
lenguas, y el paso, como por milagro, sólo se abre y facilita cuando en el fondo de la calle
aparece una patrulla de soldados romanos o una caravana de camellos, entonces es como
si se apartasen las aguas del Mar Rojo. Poco a poco, con cuidado y con paciencia, los dos
de Nazaret y su burro fueron dejando atrás aquel bazar convulso y vociferante, gente
ignorante y distraída a quien de nada serviría decir, Aquél que ves ahí es José, y la mujer,
la que va embarazada con un vientre inmenso, sí, se llama María, van los dos a Belén,
para lo del censo, bien es verdad que de nada servirán estas benévolas identificaciones
nuestras, porque vivimos en una tierra tan abundante en nombres predestinados que
fácilmente se encuentran por ahí Josés y Marías de todas las edades y condiciones, por
así decir a la vuelta de la esquina, sin olvidar que estos a quienes conocemos no deben de
ser los únicos de ese nombre a la espera de un hijo, y también, todo hay que decirlo, no
nos sorprendería mucho que, a estas horas y en el entorno de estos parajes, naciesen al
mismo tiempo, sólo con una calle o un sembrado por medio, dos niños del mismo sexo,
varones si Dios lo quiere, que sin duda vendrán a tener destino diferentes, aunque, en
una tentativa final para dar sustancia a las primitivas astrologías de esta antigua edad,
viniésemos a darles el mismo nombre, Yeschua, que es como quien dice Jesús. Y que no
se diga que estamos anticipándonos a los acontecimientos poniendo nombre a un niño
que aún está por nacer, la culpa la tiene el carpintero que desde hace mucho tiempo lleva
metido en la cabeza que ese será el nombre de su primogénito.
 
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astaroth1
view post Posted on 13/3/2016, 02:24




Salieron los caminantes por la puerta del sur, tomando el camino de Belén, ligeros de
ánimo ahora porque están cerca de su destino, van a poder descansar de las largas y
duras jornadas, aunque otra y no pequeña fatiga espera a la pobre María, que ella, y
nadie más, tendrá el trabajo de parir el hijo, sabe Dios dónde y cómo. Y es que, aunque
Belén, según las escrituras, sea el lugar de la casa y linaje de David, al que José dice
pertenecer, con el paso del tiempo se acabaron los parientes, o de haberlos no tiene el
carpintero noticia de ellos, circunstancia negativa que deja adivinar, cuando todavía
vamos por el camino, no pocas dificultades para el alojamiento del matrimonio, pues José
no puede, nada más llegar, llamar a una puerta y decir, Traigo aquí a mi hijo, que quiere
nacer, que venga la dueña de la casa, toda risas y alegrías, Entre, entre, señor José, que
el agua está caliente ya y la estera tendida en el suelo, la faja de lino preparada, póngase
cómodo, la casa es suya. Así habría sido en la edad de oro, cuando el lobo, para no tener
que matar al cordero, se alimentaba de hierbas del monte, pero esta edad es dura y de
hierro, el tiempo de los milagros o pasó ya o está aún por llegar, aparte de que el milagro,
por más que nos digan, no es nada bueno, si hay que torcer la lógica y la razón misma de
las cosas para hacerlas mejores. A José casi le apetece ir más despacio para retrasar los
problemas que le esperan, pero recuerda que muchos más problemas va a tener si el hijo
nace en medio del camino, así que aviva el caminar del burro, resignado animal que, de
cansado, sólo él sabe cómo va, que Dios, si de algo sabe, es de hombres, e incluso así no
de todos, que sin cuenta son los que viven como burros, o aún peor, y Dios no se ha
preocupado de averiguar y proveer. Le dijo a José un compañero de viaje que había en
Belén un caravasar, providencia social que a primera vista resolverá el problema de
instalación que venimos analizando minuciosamente, pero incluso un rústico carpintero
tiene derecho a sus pudores y podemos imaginar la vergüenza que para este hombre sería
ver a su propia mujer expuesta a curiosidades malsanas, un caravasar entero
cuchicheando groserías, esos arrieros y conductores de camellos que son tan brutos como
las bestias con que andan, o peor, en comparación, porque ellos tienen el don divino del
habla y ellas no. Decide José que irá a pedir consejo y auxilio a los ancianos de la
sinagoga y se sorprende por no haberlo pensado antes. Ahora, con el corazón más libre de
preocupaciones, pensó que estaría bien preguntarle a María cómo iba de dolores, pero no
pronunció palabras, recordemos que todo esto es sucio e impuro, desde la fecundación al
nacimiento, aquel terrorífico sexo de mujer, vórtice y abismo, sede de todos los males del
mundo, el interior laberíntico, la sangre y las humedades, los corrimientos, el romper de
las aguas, las repugnantes secundinas, Dios mío, por qué quisiste que estos tus hijos
dilectos, los hombres, naciesen de la inmundicia, cuánto mejor hubiera sido, para ti y
para nosotros, que los hubieras hecho de luz y transparencia, ayer, hoy y mañana, el
primero, el de en medio y el último, así igual para todos, sin diferencia entre nobles y
plebeyos, entre reyes y carpinteros, sólo colocarías una señal terrible sobre aquellos que,
al crecer, estuviesen destinados a volverse, sin remedio, inmundos. Retenido por tantos
escrúpulos, José acabó por hacer la pregunta en un tono de media indiferencia, como si,
estando ocupado con materias superiores, condescendiese a informarse de servidumbres
menudas, Cómo te sientes, dijo, y era justamente la ocasión de oír una respuesta nueva,
pues María, momentos antes, había empezado a notar diferencia en el tenor de los dolores
que estaba experimentando, excelente palabra ésta, pero puesta al revés, porque con otra
exactitud se diría que los dolores estaban, en definitiva, experimentándola a ella.
En este momento llevaban más de una hora de camino, Belén no podía estar lejos. Lo
curioso es que, sin que pudieran descubrir por qué, pues las cosas no llevan siempre,
conjuntamente, su propia explicación, el camino estuvo desierto desde que los dos
salieran de Jerusalén, caso digno de asombro pues, estando Belén tan cerca de la ciudad,
lo más natural sería que hubiese un ir y venir constante de gentes y animales. Desde el
sitio donde se bifurcaba el camino, pocos estadios después de Jerusalén, un desvío para
Bercheba, otro para Belén, era como si el mundo se hubiera recogido, doblado sobre sí
mismo, pudiese el mundo ser representado por una persona, diríamos que se cubría los
ojos con el manto, escuchando sólo los pasos de los viajeros, como escuchamos el canto
de pájaros que no podemos ver, ocultos entre las ramas, ellos, pero nosotros también,
porque así nos estarán imaginando las aves escondidas entre el ramaje.
 
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astaroth1
view post Posted on 13/3/2016, 02:56




José, María y el burro han venido atravesando el desierto, que desierto no es aquello que
vulgarmente se piensa, desierto es toda ausencia de hombres, aunque no debamos
olvidar que no es raro encontrar desiertos y secarrales de muerte en medio de multitudes.
A la derecha está la tumba de Raquel, la esposa a quien Jacob tuvo que esperar catorce
años, a los siete años de servicio cumplido le dieron a Lía y sólo tras otros tantos a la
mujer amada, que a Belén vendría a morir, dando a luz al niño a quien Jacob daría el
nombre de Benjamín, que quiere decir hijo de mi mano derecha, pero a quien ella, antes
de morir, llamó, con mucha razón, Benoni, que significa hijo de mi desgracia, permita
Dios que esto no sea un agüero. Ahora se distinguen ya las primeras casas de Belén,
terrosas de color como las de Nazaret, pero éstas parecen amasadas de amarillo y
ceniciento, lívidas bajo el sol. María va casi desmayada, su cuerpo se desequilibra a cada
instante encima del serón, José tiene que acudir a ampararla, y ella, para poder
sostenerse mejor, le pone el brazo sobre el hombro, qué pena que estemos en el desierto y
no haya aquí nadie para ver tan bonita imagen, tan fuera de lo común. Y así van entrando
en Belén.
Preguntó José, pese a todo, dónde estaba el caravasar, porque había pensado que tal vez
pudieran descansar allí el resto del día y la noche, una vez que, pese a los dolores de que
María seguía quejándose, no parecía que la criatura estuviera todavía para nacer.
Pero el caravasar, al otro lado de la aldea, sucio y ruidoso, mezcla de bazar y caballeriza
como todos, aunque, por ser aún temprano, no estuviera lleno, no tenía un sitio recatado
libre, y hacia el fin del día sería mucho peor, con la llegada de camelleros y arrieros. Se
volvieron atrás los viajeros, José dejó a María en una placita entre muros de casas, a la
sombra de una higuera, y fue en busca de los ancianos, como primero pensó. El que
estaba en la sinagoga, un simple celador, no pudo hacer más que llamar a un chiquillo de
los que andaban por allí jugando, al que mandó que guiase al forastero a uno de los
ancianos, que, así esperaba, tomaría las providencias necesarias. Quiso la suerte,
protectora de inocentes cuando de ellos se acuerda, que José, en esta nueva diligencia,
tuviera que pasar por la plaza donde había dejado a su mujer, suerte para María, que la
maléfica sombra de la higuera casi la estaba matando, falta de atención imperdonable en
él y en ella, en una tierra en la que abundan estos árboles y donde todo el mundo tiene la
obligación de saber lo que de malo y de bueno se puede esperar de ellos. Desde allí fueron
todos en busca del anciano, que estaba en el campo y resultó que no iba a regresar tan
pronto, ésta fue la respuesta que dieron a José. Entonces, el carpintero se llenó de valor y
en voz alta preguntó si en aquella casa, o en otra, Si me están oyendo, en nombre del
Dios que todo lo ve, alguien querría dar cobijo a una mujer que está a punto de tener un
hijo, seguro que hay por ahí un cuarto recogido, las esteras las llevaba él. Y también
dónde podré encontrar en esta aldea una partera para ayudar al parto, el pobre José
decía avergonzado estas cosas enormes e íntimas, aún con más vergüenza al notar que se
ponía rojo al decirlas. La esclava que lo recibió en el portal fue adentro con el mensaje, la
petición y la protesta, se demoró y volvió con la respuesta de que no podían quedarse allí,
que buscasen otra casa, pero que iba a serles difícil, que la señora mandaba decir que lo
mejor para ellos sería que se recogieran en una de las cuevas de aquellas laderas. Y de la
partera, preguntó José, a lo que la esclava respondió que, si la autorizaban sus amos y la
aceptaba él, ella misma podría ayudar, pues no le habían faltado en la casa, en tantos
años, ocasiones de ver y aprender. En verdad, muy duros son estos tiempos y ahora se
confirma, que viniendo a llamar a nuestra puerta una mujer que está a punto de tener un
hijo le negamos el alpendre del patio y la mandamos a parir a una cueva, como las osas y
las lobas. Nos dio, sin embargo, un revolcón la conciencia y, levantándonos de donde
estábamos, fuimos hasta el portal, a ver quiénes eran esos que buscaban cobijo por razón
tan urgente y fuera de lo común y, cuando dimos con la dolorida expresión de la infeliz
criatura, se apiadó nuestro corazón de mujer y con medias palabras justificamos la
negativa por razones de tener la casa llena, Son tantos los hijos e hijas en esta casa, los
nietos y las nietas, los yernos y las nueras, por eso no cabéis aquí, pero la esclava os
llevará a una cueva nuestra, que tiene servicio de establo, y allí estaréis cómodos, no hay
animales ahora, y, dicho esto, y oída la gratitud de aquella pobre gente, nos retiramos al
resguardo de nuestro hogar, experimentando en las profundidades del alma el consuelo
inefable que da la paz de la conciencia.
 
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