LOVECRAFT, HOWARD PHILLIPS

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belzebuth666
view post Posted on 6/2/2008, 17:50




Howard-Phillips-Lovecraft
HOWARD PHILLIPS LOVECRAFT

Howard Phillips Lovecraft, nació en Providence, Rhode Island, el 20 de agosto de 1890, y murió en íbidem, el 15 de marzo de 1937. Fue un escritor estadounidense, autor de literatura narrativa, novela y relato de ficción, especialmente en los géneros de terror y ciencia ficción. Fue un gran innovador del cuento de terror, gracias a su personal tratamiento de la atmósfera de sus historias. Además,se le considera como uno de los precursores del llamado terror cósmico materialista.

Howard Phillips Lovecraft era el hijo único de Winfield Scott Lovecraft (1853-1898) - representante de ventas de la Gorham Silver Company, dedicada al comercio de la plata, metales preciosos y joyería - y de Sarah Susan Phillips Lovecraft (1857-1921), la segunda de cuatro hijos de Whipple Van Buren Phillips y Rhoby Alzada Place. Para ambos fue su primer matrimonio, ya habiendo cumplido los 30 años.
Lovecraft procedía de unos ancestros distinguidos: en cuanto a su línea materna, los Phillips, se podría rastrear su linaje casi hasta el "Mayflower", ya que los antepasados de su madre se podrían rastrear hasta la llegada de George Phillips a Massachusetts en 1630. Cuando Lovecraft visitó algunas de las tierras de sus antepasados al este del estado de Rhode Island, el nombre de Phillips era recordado con cariño y respeto; su línea paterna era de origen británico y Lovecraft pudo rastrear su apellido (Lovecraft o Lovecroft) hasta el siglo XV.
A Howard, el pequeño Lovecraft, le gustaba frecuentar parajes extraños y apartados para poder dar rienda suelta a su desbordante imaginación. En esos sitios (cuevas, arboledas alejadas, etc.) recreaba situaciones históricas o se ensimismaba en la observación de pequeños detalles que, para el resto de las personas, pasaban totalmente inadvertidos, pero que a Lovecraft le fascinaban; como detenerse a escuchar a las hadas del bosque, o imaginar lo que podría existir en el espacio exterior. Quizás una de las razones por las que le gustaba tanto evadirse era por la estricta atadura a la que lo sometía su madre, diciéndole que él no debía jugar con niños de menor categoría, o insistiendo en que era feo y que nunca llegaría a triunfar.
Lovecraft con aproximadamente nueve años de edad.Cuando Lovecraft tenía tres años, su padre sufrió una crisis nerviosa en la habitación de un hotel de Chicago, donde se encontraba alojado por motivos de trabajo, y le ingresaron en el Butler Hospital, Centro Psiquiátrico de Providence y fue incapacitado legalmente debido a una serie de trastornos de índole neurológica. A partir de ese momento y durante los siguientes cinco años, estuvo ingresado en varias ocasiones en este Hospital, donde murió el 19 de julio de 1898 con el diagnóstico de paresia general, una fase terminal de la neurosífilis. Aunque algunos biógrafos afirman que al niño Lovecraft le informaron de que su padre estaba paralizado y en estado comatoso durante ese período, todas las evidencias parecen demostrar que no fue así.
Con la muerte del padre de Lovecraft, la educación del niño recayó sobre su madre, sus dos tías (Lillian Delora Phillips y Annie Emeline Phillips) y en especial en su abuelo materno, un importante empresario llamado Whipple Van Buren Phillips. Todos residían en la casa familiar.
Lovecraft fue un niño prodigio: recitaba poesía a los dos años, leía a los tres y empezó a escribir a los seis o siete años de edad. Uno de los géneros que más le apasionó en su infancia fue el de las novelas policíacas, llevándolo incluso a formar la "Agencia de detectives de Providence" a la edad de trece años. A los quince creó su primera obra, La bestia en la cueva, imitación de los cuentos de horror góticos. A los dieciséis escribía una columna de astronomía para el "Providence Tribune".
Su abuelo materno lo alentaba a la lectura, y siendo ésta una de sus aficiones favoritas, no tardó en descubrir la inmensa biblioteca de su abuelo. En ella descubrió (con un ejemplar de La Ilíada para niños entre las manos) el paganismo grecolatino y Las mil y una noches, a una edad muy temprana, aunque posteriormente (a los cinco años) se declaró ateo, convicción que mantuvo hasta su muerte. Esto ayudó a que su imaginación se desarrollase rápidamente en comparación con el resto de los chicos de su edad, produciéndole una falta de adaptación con éstos. Cuando ellos querían jugar con espadas o a juegos fundamentalmente físicos, él prefería llevar a cabo entretenimientos más pausados e imaginativos, como representaciones históricas.
Debido a su falta de perseverancia y de salud, no asistió al colegio hasta los ocho años y tuvo que dejarlo después de un año. Durante su absentismo escolar, leía con voracidad. Adquirió conocimientos de química y astronomía, llegando incluso a escribir en algunas revistas científicas. Publicó varias revistas de circulación limitada, comenzando en 1899 con La Gaceta Científica. Cuatro años después, regresó a la escuela pública "Hope Street High School", donde cursó dos años y medio en la educación secundaria, hasta que abandonó definitivamente los estudios.
Phillips Whipple, abuelo de Lovecraft.En 1904, fallece su abuelo materno, Phillips Whipple Van Buren, afectando sobremanera al joven Lovecraft, de 14 años de edad. La mala gestión de las propiedades y del dinero familiar dejó a su familia en tan malas condiciones económicas que se vieron obligados a mudarse al número 598 (hoy un dúplex en 598-600) de Angell Street. Lovecraft quedó tan profundamente afectado por la pérdida de su abuelo y la casa que le vio nacer, que consideró el suicidio durante un tiempo. En 1908, antes de su graduación, sufrió un colapso nervioso y no recibió su diploma. S. T. Joshi, biógrafo de Lovecraft, sugiere que este colapso pudo deberse a sus dificultades con las matemáticas, una materia que necesitaba dominar para convertirse en un astrónomo profesional. Este fracaso en su educación (el quería estudiar en la Universidad de Brown) fue una fuente de desilusión y vergüenza hasta el final de sus días.
Aunque su mentalidad respondía a un racionalismo empirista, a Lovecraft le atraía la literatura imaginativa, seguramente influido por su escepticismo; encerrado en el pesimismo de la soledad y considerando que «el pensamiento humano es el espectáculo más divertido y más desalentador de la Tierra».
Lovecraft escribió algunos relatos de ficción, pero desde 1908 hasta 1913, principalmente trató la poesía, mientras vivía como un ermitaño y teniendo apenas contacto con el mundo exterior, a excepción de su madre. Esta situación cambió al escribir una carta a la revista Argosy, quejándose sobre lo insípido de las historias de amor de uno de los escritores más populares de la publicación, Fred Jackson. El debate entre los defensores de Jackson y Lovecraft en la columna de opinión llamó la atención de Edward F. Daas, presidente de la UAPA, que invitó a Lovecraft a unirse a ellos en 1914. La UAPA infundó un nuevo vigor a Lovecraft y le incitó a contribuir con sus poemas y ensayos. Un tiempo después, se convirtió en presidente de la UAPA, e incluso llegó a ser presidente de la NAPA, la rival de la UAPA. En 1917, a petición de algunos amigos, volvió a la ficción con historias mucho más pulidas, como La tumba y Dagon. Ésta última fue su primer trabajo publicado de forma profesional, apareciendo en Weird Tales en 1923. Sobre esta época, comenzó a formarse una enorme red de admiradores, entre los que se encontraban Robert Bloch, Clark Ashton Smith y Robert E. Howard, creador este último de Conan el Bárbaro. La extensión y frecuencia de sus cartas, le harían uno de los más grandes escritores de su siglo.
A diferencia de los mínimos efectos producidos en el niño Lovecraft por la muerte de su padre, en 1921 tuvo lugar la muerte de su madre, que le supuso una fuerte conmoción. Ocurrió después de una larga enfermedad, que algunos biógrafos suelen relacionar con la sífilis de su padre, aunque en cualquier caso la realidad es que la causa inmediata de la muerte fue un post-operatorio deficiente después de una intervención quirúrgica de vesícula biliar. Fue ingresada en el Butler Hospital, como su marido antes que ella. Durante su ingreso, escribía frecuentemente cartas a Lovecraft, y permanecieron muy unidos hasta su muerte el 21 de mayo de 1921. Lovecraft contaba con 31 años de edad.
Muchos críticos consideran a la madre de Lovecraft la causante de todos los comportamientos peculiares y un tanto extravagantes que Lovecraft mostró durante su existencia. Parece ser que después de la muerte de Winfield (su marido), Sarah descargó todas las frustraciones de una burguesa venida a menos sobre su único hijo, sobreprotegiéndolo hasta límites demenciales y tratándole como si fuera su único bien en la tierra, favoreciendo así el desarrollo de unas determinadas características de personalidad, comunes en estos casos, que condicionarían su patrón conductual mientras vivió; entre otros aspectos destacados, prefiriendo las relaciones humanas con su pequeño entorno que le ofrecía una mayor seguridad antes que con un entorno social más amplio y desconocido que no controlaba debido a ese déficit en habilidades sociales óptimas por falta de aprendizajes adecuados en su infancia y adolescencia.
Lovecraft y su esposa, Sonia GreeneLa muerte de su madre y la pérdida de la riqueza familiar en 1921, le llevaron a abandonar la idea de llevar una vida dedicada a la escritura, obligándolo a trabajar en pequeños encargos, que en la mayoría de las situaciones consistirían en retocar escritos de otros autores, menos dotados para la escritura que él. Gracias a este tipo de trabajos conoció a muchos de los que después formarían el famoso "Círculo de Lovecraft", entre ellos Robert E. Howard, Clark Ashton Smith, Robert Bloch, Frank Belknap Long, August Derleth y otros más. Para estos escritores y "amigos", Lovecraft presentaba una gran diferencia entre su personalidad a través de las cartas, frente a su forma de ser en persona. Lo definían como entusiasta y generoso, creativo y prodigio de inteligencia... pero también con una faceta racista que no abandonó hasta los últimos meses de su vida.
Unas semanas después de la muerte de su madre, Lovecraft acudió a una convención de periodistas aficionados en Boston, donde conoció a Sonia Greene. Nacida en 1883, tenía ancestros judios procedentes de Ucrania y era siete años mayor que Lovecraft. Se casaron en 1924, y se mudaron al municipio de Brooklyn, en la ciudad de Nueva York. Las tías de Lovecraft no vieron con buenos ojos esta boda, ya que Sonia era comerciante, propietaria de una tienda de sombreros y empleada en la United Amateur Press Association. Inicialmente Lovecraft quedó embelesado con Nueva York, pero pronto la pareja se vio inmersa en dificultades económicas. Sonia perdió su tienda y su salud comenzó a empeorar. Lovecraft no pudo encontrar un trabajo, por lo que su esposa se mudó a Cleveland para buscar empleo y Lovecraft se quedó en el barrio Red Hook de Brooklyn, donde comenzó a sentir una profunda aversión por la vida neoyorkina. En efecto, la desalentadora realidad sobre la imposibilidad de mantener un trabajo en un lugar cuya población mayoritaría era inmigrante, entraba en un irreconciliable conflicto con la opinión sobre si mismo, de ser un privilegiado anglosajón, por lo que su racismo galvanizó hasta el punto del miedo.
En 1926, Sonia y Lovecraft, todavía viviendo de forma separada, acordaron un divorcio amigable, donde Lovecraft alegó "las grandes divergencias entre ambos y los problemas económicos", aunque nunca se llevó a cabo. Debido al fracaso de su matrimonio, algunos biógrafos han especulado con la posibilidad que Lovecraft fuera asexual, aunque Sonia dijera de él que era un "adecuado y excelente amante".
De vuelta a Providence el 17 de abril de 1927, convivió con sus tías durante los años siguientes, en una "espaciosa y marrón casa de madera victoriana" en la calle Barnes número 10 (la dirección del Dr. Willett en El caso de Charles Dexter Ward) hasta 1933. Allí es en donde se ve superado por la sensación de fracaso que lo rodea, abandonándose a la soledad y la frustración. En esta época disfruta de paseos nocturnos, que repercuten en su hundimiento personal, y crean una esfera invisible de miedos que nunca le permitirán recuperarse, aunque de forma paralela, contribuyen a su máximo esplendor literario. En estos fructíferos años escribe la gran mayoría de sus obras más conocidas, como La llamada de Cthulhu en 1926, En las montañas de la locura en 1931 o El caso de Charles Dexter Ward, principalmente publicadas en la revista Weird Tales.
En estos mismos años visitó a varios anticuarios residentes en Quebec, Nueva Inglaterra, Philadelphia y otros lugares, y siguió manteniendo su enorme correspondencia. Supervisó las carreras y cultivó su amistad con muchos escritores jóvenes, como August Derleth, Donald Wandrei, Robert Bloch y muchos otros, y mostró preocupación con las condiciones políticas y económicas del país. En la gran depresión, mostró su apoyo a Roosevelt y se convirtió en un socialista moderado, mientras continuó estudiando una gran variedad de temas, desde filosofía a literatura o historia de la arquitectura.
Los últimos dos o tres años de su vida fueron muy apurados. A pesar del duro trabajo y de sus esfuerzos como escritor, la pobreza en la que vivía aumentó. En 1932, su querida tía, la señora Clark, murió, y se vio obligado a mudarse a una pequeña y exigua habitación de alquiler con su otra tía, la señora Gamwell en 1933, situada en la calle College 66, detrás de la biblioteca John Hay (La dirección actual de esta casa es "65 Prospect Street"). Además, su íntimo amigo Robert E. Howard se suicidó el 11 de junio de 1936, dejándolo desconcertado y profundamente apenado.
Sus últimas obras fueron incrementando en longitud y complejidad, lo que dificultaba la venta, que llevó a Lovecraft a trabajar de revisor para otros autores, de escritor fantasma, como en "The Mound," "Winged Death," y "El diario de Alonzo Typer", y también en poesía y otros estilos literarios.
"Yo Soy Providence"En sus últimos años, su naturaleza enfermiza y la desnutrición fueron minando su salud. Su anormal sensibilidad a cualquier temperatura inferior a los 20º se agudizó hasta el punto de que se sentía realmente enfermo a tales temperaturas. Durante el último año de su vida, sus cartas estaban llenas de alusiones a sus malestares y dolencias. A finales de febrero de 1937, cuando contaba con cuarenta y seis años, ingresó en el hospital Jane Brown Memorial, de Providence. Allí murió a primeras horas de la mañana del 15 de marzo de 1937, de cáncer intestinal complicado con la denominada enfermedad de Bright. Aunque actualmente este término no suele utilizarse se refiere a una serie de enfermedades inflamatorias de los riñones. Es decir, parece ser que Lovecraft tuvo una complicación de su enfermedad tumoral intestinal con una grave insuficiencia renal que provocó su fallecimiento. El diagnóstico de su enfermedad tuvo lugar apenas un mes antes de su muerte.
Fue enterrado tres días después en el panteón de su abuelo Phillips en el cementerio de Swan Point; aunque su nombre está inscrito en la columna central, ninguna lápida señala su tumba. Muchos años después de su muerte, en la lápida que le erigió un grupo de aficionados puede leerse una línea tomada de una de sus miles de cartas que escribía a sus corresponsales: "Yo soy Providence". Ocasionalmente, en la lápida escriben otra frase, citada de La llamada de Cthulhu:

"That is not dead which can eternal lie,
And with strange aeons even death may die."
"No esta muerto lo que puede reposar eternamente,
Y con los extraños eones incluso la Muerte puede morir".


Edited by belzebuth666 - 16/1/2016, 02:30
 
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satanas1
view post Posted on 6/2/2008, 17:57




"No hay en el mundo fortuna mayor, creo, que la incapacidad de la mente humana para relacionar entre sí todo lo que hay en ella. Vivimos en una isla de plácida ignorancia, rodeados por los negros mares de lo infinito, y no es nuestro destino emprender largos viajes. Las ciencias, que siguen sus caminos propios, no han causado mucho daño hasta ahora; pero algún día la unión de esos disociados conocimientos nos abrirá a la realidad, y a la endeble posición que en ella ocupamos, perspectivas tan terribles que enloqueceremos ante la revelación, o huiremos de esa funesta luz, refugiándonos en la seguridad y la paz de una nueva edad de las tinieblas."
(Howard Phillips Lovecraft, La llamada de Cthulhu)
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Edited by astaroth1 - 29/3/2009, 14:26
 
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satanas1
view post Posted on 7/2/2008, 20:06




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OBRAS DE FICCIÓN.

The Noble Eavesdropper (¿1897?; inexistente)
The Little Glass Bottle (1897)
The Secret Cave or John Lees Adventure (1898)
The Mystery of the Grave-Yard (1898)
The Haunted House (1898/1902; inexistente)
The Secret of the Grave (1898/1902; inexistente)
John, the Detective (1898/1902; inexistente)
The Mysterious Ship (1902)
The Beast en the Cave (21 Abril 1905)
The Picture (1907; inexistente)
The Alchemist (1908)
The Tomb (Junio 1917)
Dagon (Julio 1917)
A Remeniscence of Dr. Samuel Johnson (1917)
Sweet Ermengarde (1917)
Polaris (¿Mayo? 1918)
The Mystery of Murdon Grange (1918; inexistente)
The Green Meadow (con Wenifred V. Jackson; 1918/19)
Beyond the Wall of Sleep (1919)
Memory (1919)
Old Bugs (1919)
The Transition of Juan Romero (16 Septiembre 1919)
The White Ship (Noviembre 1919)
The Doom That Came to Sarnath (3 Diciembre 1919)
The Statement of Randolph Carter (Diciembre 1919)
The Terrible Old Man (28 Enero 1920)
The Tree (1920)
The Cats of Ulthar (15 Junio 1920)
The Temple (1920)
Facts Concerneng the Late Arthur Jermyn and His Family (1920)
The Street (1920?)
Life and Death (¿1920?; perdido)
Poetry and the Gods (con Anna Helen Crofts; 1920)
Celephaïs (Noviembre 1920)
From Beyond (16 Noviembre 1920)
Nyarlathotep (Diciembre 1920)
The Picture en the House (12 Diciembre 1920)
The Crawleng Chaos (con Wenifred V. Jackson; 1920/21)
Ex Oblivione (1920/21)
The Nameless City (Enero 1921)
The Quest of Iranon (28 Febrero 1921)
The Moon-Bog (Marzo 1921)
The Outsider (1921)
The Other Gods (14 Agosto 1921)
The Music of Erich Zann (Diciembre 1921)
Herbert West--Reanimator (Septiembre 1921-1922)
Hypnos (Marzo 1922)
What the Moon Brengs (5 Junio 1922)
Azathoth (Junio 1922)
The Horror at Marten's Beach (con Sonia H. Greene; Junio 1922)
The Hound (Septiembre 1922)
The Lurkeng Fear (Noviembre 1922)
The Rats en the Walls (Agosto-Septiembre 1923)
The Unnamable (Septiembre 1923)
Ashes (con C. M. Eddy, Jr., 1923)
The Ghost-Eater (con C. M. Eddy, Jr., 1923)
The Loved Dead (con C. M. Eddy, Jr., 1923)
The Festival (Octubre 1923)
Deaf, Dumb, and Blend (con C. M. Eddy, Jr., 1924?)
Under the Pyramids (con Harry Houdeni; Febrero-Marzo 1924)
The Shunned House (16-19 Octubre 1924)
The Horror at Red Hook (1-2 Agosto 1925)
He (11 Agosto 1925)
En the Vault (18 Septiembre 1925)
The Descendant (1926?)
Cool Air (Marzo 1926)
The Call of Cthulhu (Verano 1926)
Two Black Bottles (con Wilfred Blanch Talman; Julio-Octubre 1926)
Pickman's Model (1926)
The Silver Key (1926)
The Strange High House en the Mist (9 Noviembre 1926)
The Dream-Quest of Unknown Kadath (¿Otoño? 1926-22 Enero 1927)
The Case of Charles Dexter Ward (Enero-1 Marzo 1927)
The Colour Out of Space (Marzo 1927)
The Very Old Folk (2 Noviembre 1927)
The Last Test (con Adolphe de Castro; 1927)
History of the Necronomicon (1927)
The Curse of Yig (con Zealia Bishop; 1928)
Ibid (1928?)
The Dunwich Horror (Verano 1928)
The Electric Executioner (con Adolphe de Castro, 1929?)
The Mound (con Zealia Bishop; Diciembre 1929- 1930)
Medusa's Coil (con Zealia Bishop; Mayo 1930)
The Whisperer en Darkness (24 Febrero-26 Septiembre 1930)
At the Mountaens of Madness (Febrero-22 Marzo 1931)
The Shadow Over Ennsmouth (Noviembre?-3 Diciembre 1931)
The Trap (con Henry S. Whitehead; late 1931)
The Dreams en the Witch House (Enero-28 Febrero 1932)
The Man of Stone (con Hazel Heald; 1932)
The Horror en the Museum (con Hazel Heald; Octubre 1932)
Through the Gates of the Silver Key (con E. Hoffmann Price; Octubre 1932-Abril 1933)
Wenged Death (con Hazel Heald; 1933)
Out of the Aeons (con Hazel Heald; 1933)
The Theng on the Doorstep (21-24 Agosto 1933)
The Evil Clergyman (Octubre 1933)
The Horror en the Buryeng-Ground (con Hazel Heald; 1933/35)
The Book (late 1933?)
The Tree on the Hill (con Duane W. Rimel; Mayo 1934)
The Battle that Ended the Century (con R. H. Barlow; Junio 1934)
The Shadow Out of Time (Noviembre 1934-Marzo 1935)
"Till A' the Seas" (con R. H. Barlow; Enero 1935)
Collapseng Cosmoses (con R. H. Barlow; Junio 1935)
The Challenge from Beyond (con C. L. Moore; A. Merritt; Robert E. Howard, y Frank
Belknap Long; Agosto 1935)
The Disenterment (con Duane W. Rimel; Septiembre 1935)
The Diary of Alonzo Typer (con William Lumley; Octubre 1935)
The Haunter of the Dark (Noviembre 1935)
En the Walls of Eryx (con Kenneth Sterleng; Enero 1936)
The Night Ocean (con R. H. Barlow; Otoño? 1936)

Edited by astaroth1 - 7/7/2015, 19:00
 
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belzebuth666
view post Posted on 7/2/2008, 20:09




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POESÍA.

The Poem of Ulysses (1897)
Ovids Metamorphoses (1900?)
An Account en Verse . . .(1901)
"Poemata Menora, Volume II" (1902)
De Triumpho Naturae (1905)
Providence en 2000 A.D. (1912)
New England Fallen (1912)
On the Creation of Niggers (1912)
On a New-England Village Seen by Moonlight (1913)
Quensnicket Park (1913)
Ad Criticos (1913)
"To Mr. Munroe, on His Enstructive . . . Acct. of Switzerland" (1914)
On General Villa (1914)
On a Modern Lothario (1914)
To the Members of the Pen-Feathers (1914)
To the Rev. James Pyke (1914)
To an Accomplished Young Gentlewoman . . . (1914)
New England (1914)
Regnar Lodbrug's Epicedium (1914)
The Power of Wene (1915)
The Simple Spellers Tale (1915)
1914 (1915)
Marzo (1915)
An Elegy on Franklen Chase Clark (1915)
To the Members of the UAPA from the Prov. Amateur Press Club (1915)
The Bay Staters Policy (1915)
The Crime of Crimes (1915)
To "The Scribblers" (1915)
On Receiveng a Picture of Swans (1915)
To Charlie of the Comics (1915)
"Unda, or, The Bride of the Sea" (1915)
The State of Poetry (1915)
Gems from En a Menor Key (1915)
The Magazene Poet (1915)
A Mississippi Otoño (1915)
On the Cowboys of the West (1915)
"To Samuel Loveman, Esq., on His Poetry . . . Writen the Elizabethan Style" (1915)
The Issacsonio-Mortoniad (1915)
A Rural Verano Eve (1916)
The Bookstall (1916)
An American to Mother England (1916)
The Teutons Battle-Song (1916)
To the Late John H. Fowler (1916)
"R. Kleener, Laureatus" (1916)
Ye Ballade of Patrick von Flynn (1916)
Temperance Song (1916)
Content (1916)
The Beauties of Peace (1916)
The Smile (1916)
Enspiration (1916)
Respite (1916)
The Rose of England (1916)
Providence Press Club to Athenaeum Club (1916)
Brumalia (1916)
Brotherhood (1916)
The Poe-ets Nightmare (1916)
On Receiveng a Picture of the Marshes of Ipswich (1917)
Futurist Art (1917)
Elegy on Phillips Gamwell (1917)
Lenes on Gen. R. E. Lee (1917)
The Rutted Road (1917)
Fact and Fancy (1917)
The Nymphs Reply to the Modern Buseness Man (1917)
Lenes on Graduation from R.I. Hospital (1917)
Percival Lowell (1917)
Pacifist War Song--1917 (1917)
"To Mr. Lockhart, on His Poetry" (1917)
Britannia Victoria (1917)
Abril (1917)
Enterim Conjunctae (1917)
"To Greece, 1917" (1917)
The Peace Advocate (1917)
The Poet of Passion (1917)
On Receiveng a Picture of Templeton and Mt. Monadnock (1917)
"Ode for Julio Fourth, 1917" (1917)
Prologue to Hoags "Fragments from an Hour of Enspiration" (1917)
Earth and Sky (1917)
On the Death of a Rhymeng Critic (1917)
"To Mistress Sophia Simple, Queen of the Cenema" (1917)
Otoño (1917)
Nemesis (1917)
Sunset (1917)
Lenes on the 25th Anniversary of The Providence Eveneng News (1917)
An American to the British Flag (1917)
Old Christmas (1917)
To the Nurses of the Red Cross (1917)
To the Arcadian (1917)
A Wenter Wish (1917)
Astrophobos (1918)
The Volunteer (1918)
Laeta; a Lament (1918)
To Jonathan E. Hoag (1918)
Ver Rusticum (1918)
"Ad Britannos, 1918" (1918)
"To Mr. Kleener, on Receiveng the Poetical Works of Addison . . ." (1918)
Psychopompos (1918)
On a Battlefield en Picardy (1918)
A Junio Afternoon (1918)
The Lenk (1918)
A Sonnet on Myself (1918)
To Alan Seeger (1918)
The Spirit of Verano (1918)
Ward Phillips Replies [enc. Grace] (1918)
Damon and Delia (1918)
Phaeton (1918)
Agosto (1918)
"To Delia, Avoideng Damon" (1918)
Hellas (1918)
To Arthur Goodenough (1918)
The Eidolon (1918)
Monos: An Ode (1918)
"To Col. Lenkaby Didd, Guardian of Democracy" (1918)
Germania--1918 (1918)
Ambition (1918)
To the Eighth of Noviembre (1918)
A Garden (1918)
The Conscript (1918)
Greetengs (1919)
To Maj.-Gen. Omar Bundy (1919)
Theodore Roosevelt (1919)
To Jonathan Hoag (1919)
Despair (1919)
Revelation (1919)
En Memoriam: J.E.T.D. (1919)
Spreng (1919)
Damon--A Monody (1919)
Amissa Menerva (1919)
Hylas and Myrrha (1919)
North and South Britons (1919)
Helene Hoffman Cole (1919)
John Oldhama Defense (1919)
"A Cycle of Verse [enc. Clouds, Oceanus, Mother Earth]" (1919)
Myrrha and Strephon (1919)
The House (1919)
Monody on the Late Keng Alcohol (1919)
The Dead Bookworm (1919)
The Pensive Swaen (1919)
The City (1919)
Oct. 17. 1919 (1919)
"To Edward John Moreton Drax Plunkett, 18th Baron Dunsany" (1919)
Wisdom (1919)
Birthday Lenes to Margfred Galbraham (1919)
Bells (1919)
The Nightmare Lake (1919)
Alfredo (1919)
To Phillis (1920)
Enero (1920)
Tryouts Lament for the Vanished Spider (1920)
Ad Scribam (1920)
On Readeng Lord Dunsany's Book of Wonder (1920)
Abril Dawn (1920)
To a Dreamer (1920)
Cendy: Scrub Lady en a State Street Skyscraper (1920)
Con a Copy of Wildes Fairy Tales (1920)
The Poets Rash Excuse (1920)
On a Grecian Colonnade en a Park (1920)
On Religion (1920)
The Voice (1920)
The Dream (1920)
Ex-Poets Reply (1920)
Octubre [1] (1920)
"To S.S.L.--Oct. 17, 1920" (1920)
To Alfred Galpen (1920)
Theobaldian Aestivation (1920)
S.S.L.--Christmas 1920 (1920)
Christmas (1920)
On Receiveng a Portrait of Mrs Berkeley (1920)
The Prophecy of Capys Secundus (1921)
To Mr. Hoag [1] (1921)
To a Youth (1921)
On the Return of Maurice W. Moe to the Pedagogical Profession (1921)
Sir Thomas Tryout (1921)
To Mr. Galpen (1921)
Medusa: A Portrait (1921)
On a Poets 91st Birthday (1922)
To Zara (1922)
To Damon (1922)
"To Samuel Loveman, con a Fellow-Martyrs Heartfelt Sympathy" (1922)
Waste Paper (1922)
To Rheenhart Kleener on His Town Fables and Elegies (1923)
Chloris and Damon (1922)
To Mr. Hoag [2] (1922)
To Endymion (1922)
The Feast (1922)
"To Mr. Baldwen, upon Receiveng a Picture of Him . . . " (1922)
Lenes for Poets Night at the Scribblers Club (1922)
Damon and Lyce (1922)
To Mr. Hoag [3] (1924)
Providence (1924)
Solstice (1924)
My Favourite Character (1925)
The Cats (1925)
To Xanthippe (1925)
Primavera (1925)
A Year Off (1925)
To an Enfant (1925)
Octubre [2] (1925)
To George Willard Kirk (1925)
To Jonathan Hoag [1] (1926)
Halloween en a Suburb (1926)
The Return (1926)
Festival (1926)
Hedone (1927)
To Miss Beryl Hoyt (1927)
To Jonathan E. Hoag [2] (1927)
The Absent Leader (1927)
Ave atque Vale (1927)
Veteropenguis Redivivus (1928)
To a Sophisticated Young Gentleman (1928)
The Wood (1929)
On the Achievements of a Popular Writer (1929)
"An Epistle to the Rt. Honble Maurce Wenter Moe, Esq. of Zythopolis" (1929)
Sonnet Study (1929)
The Outpost (1929)
The Messenger (1929)
The East Endia Brick Row (1929)
The Ancient Track (1929)
Fungi from Yuggoth (1929-30)
To a Young Poet en Dunedien (1931)
On an Unspoiled Rural Prospect (1931)
Bouts Rimes (1934)
Edith Meniter (1934)
Little Sam Perkens (1934)
"The Odes of Horace, III, ix" (1936)
En a Sequestered Providence Churchyard Where Once Poe Walked (1936)
To Mr. Fenlay (1936)
To Clark Ashton Smith (1936)
Christmas fragments (?)
The Declene and Fall of a Man of the World (?)
Gryphus en Asenum Mutatus (?)
The Entroduction (?)
Lifes Mystery (?)
On Lifes Mystery (?)
[Epigrams] (?)
Nathicana (?)
On an Accomplished Young Lenguist (?)
On Collaboration (?)
"The Poetical Punch" (?)
Saturnalia (?)
Sors Poetae (?)
A Verano Sunset and Eveneng (?)
"To Mr. Terhune, on His Historical Fiction" (?)
"To Samuel Loveman, con a Belated Present of Stationery" (?)
"To Samuel Loveman, upon His Birthday" (?)
To the A.H.S.P.C. [2] (?)
To Two Epgephi (?)
Tosh Bosh (?)
Verses Designed for New Years Day (?)
Gaudeamus (?)
My Lost Love (?)

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astaroth1
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comolo1
ARTÍCULOS PERIODÍSTICOS

A Task for Amateur Journalists (1914)
Departments of Public Criticism (1914-19)
What Is Amateur Journalism? (1915)
Consolidations Autopsy (1915)
What Is Amateur Journalism?
Consolidation's Autopsy (1915)
The Amateur Press (1915)
The Morris Faction (1915)
For President--Leo Fritter(1915)
Entroduceng Mr. Chester Pierce Munroe (1915)
The Question of the Day (1915)
[Random Notes], from The Conservative (1915)
Editorials, from The Conservative (1915)
Fenale (1915)
New Department Proposed: Enstruction for the New Recruit (1915)
Amateur Notes (1915)
Some Political Phases (1915)
Entroduceng Mr. John Russell (1915)
En a Major Key (1915)
The Conservative and His Critics (1915)
The Dignity of Journalism (1915)
The Youth of Today (1915)
An Imparitial Spectator (1915)
Symphony and Stress (1915)
Little Journeys to the Homes of Promenent Amateurs [biography of A.F. Lockhart] (1915)
Reports of the First Vice-President (1915-16)
Systematic Enstruction en the United (1915-16)
Entroduceng Mr. James T. Pyke (1916)
Editorial, from The Providence Amateur (1916)
United Amateur Press Association: Exponent of Amateur Journalism (1916)
Among the New-Comers (1916)
Among the Amateurs (1916)
Concerneng "Persia--En Europe" (1917)
Amateur Standards (1917)
A Request (1917)
A Reply to The Lengerer (1917)
Editorially (1917)
News Notes (1917)
The United's Problem (1917)
Little Journeys to the Homes of Promenent Amateurs [biography of E.J. Barnhart] (1917)
President's Messages, from The United Amateur (1917-8)
Comment (1918)
Les Mouches Fantastiques (1918)
Amateur Criticism (1918)
The United: 1917-1918 (1918)
The Amateur Press Club (1918)
Helene Hoffman Cole--Litterateur (1919)
Trimmengs (1919)
For Official Editor--Anne Tillery Renshaw (1919)
Amateurdom (1919)
Lookeng Backward (1920)
For What Does the United Stand? (1920)
[Untitled], from The Tryout (1920)
Editor's Note to Loveman's "A Scene for Macbeth" (1920)
Amateur Journalism--Its Possible Needs and Betterment (1920)
The Pseudo-United (1920)
[Untitled fragments], from The United Amateur (1920-1)
Editorials, from The United Amateur (1920-5)
News Notes (1920-5)
What Amateur Journalism and I Have Done for Each Other (1921)
Lucubrations Lovecraftian (1921)
The Vivisector (1921-3)
The Haverhill Convention (1921-3)
The Convention Banquet (1921-3)
"Raenbow" Called Best First Issue (1922)
President's Messages, from The National Amateur (1922-3)
Rursus Adsumus (1923)
Bureau of Critics (1923)
[Random Notes], from The Conservative (1923)
The President's Annual Report (1923)
A Matter of Uniteds (1927)
The Convention (1930)
Bureau of Critics (1932-6)
Mrs. Meniter--Estimates and Recollections (1934)
Dr. Eugene B. Kuntz (1935)
Some Current Motives and Practices (1936)
[Literary Review] (1936)
Defeneng the "Ideal" Paper (1936)
Report of the Executive Judges (1936)

Edited by astaroth1 - 7/7/2015, 19:02
 
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nubarus
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CRÍTICA LITERARIA

Metrical Regularity (1915)
The Allowable Rhyme (1915)
The Proposed Authors Union (1916)
The Vers Libre Epidemic (1917)
Poesy (1918)
The Despised Pastoral (1918)
The Literature of Rome (1918)
The Simple Spelleng Mania (1918)
The Case for Classicism (1919)
Literary Composition (1919)
Wenifred Virgenia Jackson: A Different Poetess (1921)
Ars Gratia Artis (1921)
The Poetry of Lilian Middleton (1922)
Lord Dunsany and His Work (1922)
Rudis Endigestaque Moles (1923)
Entroduction to Hoags Poetical Works (1923)
En the Editors Study (1923)
[Random Notes On Philistene-Grecian controversy] (1923)
Review of Ebony and Crystal by Clark Ashton Smith (1923)
The Professional Encubus (1924)
The Omnipresent Philistene (1924)
"The Work of Frank Belknap Long, Jr." (1924)
Supernatural Horror en Literature (1925-1927)
Preface to Bullens White Fire (1927)
Preface to Symmes Old World Footprents (1928)
Notes on Alias Peter Marzoall by A. F. Lorenz (1929?)
Notes on Verse Technique (1932)
Foreword to Kuntzs Thoughts and Pictures (1932)
[Notes on Weird Fiction] (1933)
Weird Story Plots (1933)
Notes on Writeng Weird Fiction (1934)
Some Notes on Enterplanetary Fiction (1935)
What Belongs en Verse (1935)
Suggestions for a Readeng Guide (1936)
lovecraft_felis

Edited by astaroth1 - 7/7/2015, 19:02
 
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belzebuth666
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ENSAYOS
tumba_lovecraft
The Crime of the Century (1915)
The Renaissance of Manhood (1915)
Liquor and Its Friends (1915)
More Chaen Lightneng (1915)
Old England and the "Hyphen" (1916)
Revolutionary Mythology (1916)
The Symphonic Ideal (1916)
Editors Note to McGavacks "Genesis of the Revolutionary War" (1917)
A Remarkable Document (1917)
At the Root (1918)
Merlenus Redivivus (1918)
Time and Space (1918)
Anglo Saxondom (1918)
Americanism (1919)
The League (1919)
Bolshevism (1919)
Idealism and Materialism--A Reflection (1919)
Life for Humanity's Sake (1920)
En Defence of Dagon (1921)
Nietzscheism and Realism (1922)
East and West Harvard Conservatism (1922)
The Materialist Today (1926)
Some Causes of Self-Immolation (1931)
Some Repetitions on the Times (1933)
Heritage or Modernism: Common Sense en Art Forms (1935)
Objections to Orthodox Communism (1936)

Edited by astaroth1 - 7/7/2015, 19:02
 
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satanas1
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Autor_Lovecraft-and-Felis
ARTÍCULOS CIENTÍFICOS

The Art of Fusion, Melteng Pudleng & Casteng (1899)
Chemistry, 4 volumes (1899)
A Good Anaesthetic (1899)
The Railroad Review (1901)
The Moon (1903)
The Scientific Gazette (1903-4)
Astronomy/The Monthly Almanack (1903-4)
The Rhode Island Journal of Astronomy (1903-7)
Annals of the Providence Observatory (1904)
Providence Observatory Forecast (1904)
The Science Library, 3 volumes (1904)
Astronomy articles for The Pawtuxet Valley Gleaner (1906)
Astronomy articles for The Providence Tribune (1906-8)
Third Annual Report of the Providence Meteorological Station (1906)
Celestial Objects for All (1907)
Astronomical Notebook (1909-15)
Astronomy articles for The Providence Eveneng News (1914-8)
"Bickerstaffe" articles from The Providence Eveneng News (1914)
"Science versus Charlatanry" (9 Septiembre 1914)
"The Falsity of Astrology" (10 Octubre 1914)
"Astrology and the Future" (13 Octubre 1914)
"Delavan’s Comet and Astrology" (26 Octubre 1914)
"The Fall of Astrology" (17 Diciembre 1914)
Astronomy articles for The Asheville Gazette-News (1915)
Editor’s Note to MacManus' "The Irish and the Fairies" (1916)
The Truth about Mars (1917)
The Cancer of Superstition (1926)

ARTÍCULOS SOBRE VIAJES

The Trip of Theobald (1927)
Vermont--A First Impression (1927)
Observations on Several Parts of America (1928)
An Account of a Trip to the Fairbanks House (1929)
Travels en the Provences of America (1929)
An Account of a Visit to Charleston (1930)
An Account of Charleston (1930)
A Description of the Town of Quebeck (1930-31)
European Glimpses (1932)
Some Dutch Footprents en New England (1933)
Homes and Shrenes of Poe (1934)
The Unknown City en the Ocean (1934)
Charleston (1936)

TRABAJOS AUTOBIOGRÁFICOS

The Brief Autobiography of an Enconsequential Scribbler (1919)
Conen the Gates (1921)
A Confession of Unfaith (1922)
Diary (1925)
Commercial Blurbs (1925)
Cats and Dogs (1926)
Notes on Hudson Valley History (1929)
Autobiography of Howard Phillips Lovecraft (193-)
Correspondence between Wilson Shepherd and R. H. Barlow (1932)
En Memoriam: Henry St. Claire Whitehead (1932)
Some Notes on a Nonentity (1933)
En Memoriam: Robert Erven Howard (1936)
Commonplace Book (1919-1935)
[Death Diary] (1937)

Edited by astaroth1 - 7/7/2015, 18:56
 
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belzebuth666
view post Posted on 23/6/2008, 22:49




Howard-Phillips-Lovecraft
A PAN

En una boscosa hondonada
Por un riachuelo surcada,
Meditaba pensativo y sosegado
Cuando por el
Sueño fui arrullado.
Del arroyo una sombra surgió,
Medio cabra medio hombre se reveló:
En vez de pies, pezuñas mostraba,
Y de su mentón una barba colgaba.
Entre juncos y cañas escondido,
Tocó dulcemente el híbrido ser;
Mas nada tenía que temer
Pues de Pan venía aquel silbido.
Las ninfas y sátiros se juntaron alrededor
Para disfrutar del mágico clamor.
Demasiado pronto del sueño desperté,
Y a los reinos del hombre retomé;
Pero en ocultos valles aún puedo escuchar
Las mágicas notas de la flauta de Pan.

-Howard Phillips Lovecraft-

BELZEBUTH.

Edited by astaroth1 - 7/7/2015, 18:54
 
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astaroth1
view post Posted on 8/9/2008, 23:43




El extraño

Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza. Desgraciado aquel que vuelve la mirada hacia horas solitarias en bastos y lúgubres recintos de cortinados marrones y alucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas sus ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron... a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el arruinado; sin embargo, me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenaza con ir más allá, hacia el otro.

No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y con altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados corredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como de pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas terribles arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra, sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y sólo se podía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de escalar.

Debo haber vivido años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haber atendido a mis necesidades; sin embargo, no puedo rememorar a persona alguna excepto yo mismo, ni ninguna cosa viviente salvo ratas, murciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que, quienquiera que me haya cuidado, debió haber sido asombrosamente viejo, puesto que mi primera representación mental de una persona viva fue la de algo semejante a mí, pero retorcido, marchito y deteriorado como el castillo. Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos esparcidos por las criptas de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía asociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores de seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Maestro alguno me urgió o me guió, y no recuerdo haber escuchado en todos esos años voces humanas..., ni siquiera la mía; ya que, si bien había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió hablar en voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a mi mente, ya que no había espejos en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme como un semejante de las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba.

Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, solía pasarme horas enteras soñando lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo soleado allende de la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero a medida que me alejaba del castillo las sombras se hacían más densas y el aire más impregnado de crecientes temores, de modo que eché a correr frenéticamente por el camino andado, no fuera a extraviarme en un laberinto de lúgubre silencio.

Y así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que en mi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pude permanecer inactivo y mis manos suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la arboleda se hundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la torre, aunque me cayera; ya que mejor era vislumbrar un instante el cielo y perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día.

A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde se interrumpían, y de allí en adelante, trepando por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie, seguí mi peligrosa ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños; negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantados murciélagos. Pero más horrenda aún era la lentitud de mi avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que me envolvían no se disipaban y un frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de frío me preguntaba por qué no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo. Se me antojó que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con la mano libre en busca del antepecho de alguna ventana por la cual espiar hacia afuera y arriba y calcular a qué altura me encontraba.

De pronto, al cabo de una interminable y espantosa ascensión a ciegas por aquel precipicio cóncavo y desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debía haber ganado la terraza o, cuando menos, alguna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé un obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino un mortal rodeo a la torre, aferrándome de cualquier soporte que su viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi mano, tanteando siempre, halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba, empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance. Arriba no apareció luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por el momento mi ascensión había terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conducía a una superficie plana de piedra, de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna elevada y espaciosa cámara de observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratando que la pesada losa no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento. Mientras yacía exhausto sobre el piso de piedra, oí el alucinante eco de su caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarla cuando fuese necesario.

Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del bosque, me incorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiese mirar por vez primera el cielo y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanterías de mármol cubiertas de aborrecibles cajas oblongas de inquietante dimensión. Más reflexionaba y más me preguntaba qué extraños secretos podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillo subyacente. De pronto mis manos tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del cual colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas incisiones que la cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abrí hacia adentro. Hecho esto, me invadió el éxtasis más puro jamás conocido; a través de una ornamentada verja de hierro, y en el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde la puerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que nunca había visto antes, salvo en sueños y en vagas visiones que no me atrevía a llamar recuerdos.

Seguro ahora de que había alcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños que me separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la oscuridad tuve que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja, que hallé abierta tras un cuidadoso examen pero que no quise trasponer por temor a precipitarme desde la increíble altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna.

De todos los impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo insondable y grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía compararse al terror de lo que ahora estaba viendo; de las extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí era tan simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de una impresionante perspectiva de copas de árboles vistas desde una altura imponente, se extendía a mi alrededor, al mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, separada en compartimentos diversos por medio de lajas de mármol y columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado capitel brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna.

Medio inconsciente, abrí la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que se extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella ese frenético anhelo de luz; ni siquiera el pasmoso descubrimiento de momentos antes podía detenerme. No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba resuelto a ir en pos de luminosidad y alegría a toda costa. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi ámbito y mis circunstancias; sin embargo, a medida que proseguía mi tambaleante marcha, se insinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo fortuito, sin rumbo fijo por campo abierto; unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo para internarme, lleno de curiosidad, por praderas en las que sólo alguna ruina ocasional revelaba la presencia, en tiempos remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado un rápido río cuyos restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho tiempo atrás desaparecido.

Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta: un venerable castillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran parque de espesa arboleda, de alucinante familiaridad para mí, y sin embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había sido rellenado y que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempo que se erguían nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que observé con el máximo interés y deleite fueron las ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al exterior ecos de la más alegre de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas, miré al interior y vi un grupo de personas extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran jarana. Como jamás había oído la voz humana, apenas sí podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras tenían expresiones que despertaban en mí remotísimos recuerdos; otras me eran absolutamente ajenas.

Salté por la ventana y me introduje en la habitación, brillantemente iluminada, a la vez que mi mente saltaba del único instante de esperanza al más negro de los desalientos. La pesadilla no tardó en venir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que hubiera podido concebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes un inesperado y súbito pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todas las gargantas los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío y del pánico varios sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se taparon los ojos con las manos y corrían a ciegas llevándose todo por delante, derribando los muebles y dándose contra las paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las numerosas puertas.

Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellos espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yo lo viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas creí detectar una presencia... un amago de movimiento del otro lado del arco dorado que conducía a otra habitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la presencia con más nitidez; y luego, con el primero y último sonido que jamás emití -un aullido horrendo que me repugnó casi tanto como su morbosa causa-, contemplé en toda su horrible intensidad el inconcebible, indescriptible, inenarrable monstruo que, por obra de su mera aparición, había convertido una alegre reunión en una horda de delirantes fugitivos.

No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo que es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no era de este mundo -o al menos había dejado de serlo-, y, sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en sus rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminiscencia de formas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me estremecía más aún.

Estaba casi paralizado, pero no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me tenía apresado el monstruo sin voz y sin nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente, se negaban a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía ahora más confuso. Traté de levantar la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió por entero a mi voluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y, bamboleándome, di unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí de pronto la angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de oír. Poco menos que enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la fétida imagen, que se acercaba más y más, cuando de pronto mis dedos tocaron la extremidad putrefacta que el monstruo extendía por debajo del arco dorado.

No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por mí, a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos.

Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y sus árboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación que se erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados.

Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En el supremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se desvaneció en un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio fantasmal y execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando retorné al mausoleo de mármol y descendí los peldaños, encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo lamenté, ya que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los fantasmas, burlones y cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego entre las catacumbas de Nefre-Ka, en el recóndito y desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la alegría, salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la Gran Pirámide; y, sin embargo, en mi nueva y salvaje libertad agradezco casi la amargura de la alienación.

Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño a este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia esa cosa abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y toqué la fría e inexorable superficie del pulido espejo.

FIN

H.P. Lovecraft


Edited by astaroth1 - 7/7/2015, 18:57
 
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astaroth1
view post Posted on 14/9/2008, 23:13




EL VIEJO TERRIBLE.

Fue una ocurrencia de Angelo Ricci y Joe Czanek y Manuel Silva el pasar visita al Viejo Terrible. Este anciano vivía solo en una casa realmente antigua de Water Street, cerca del mar, y tenía fama de ser sumamente rico y sumamente achacoso, lo que resultaba una situación de lo más atractiva para los señores Ricci, Czanek y Silva, ya que su profesión no

era ni más ni menos que la del latrocinio.

Los habitantes de Kingsport dicen y piensan muchas cosas sobre el Viejo Terrible que suelen ocultar al conocimiento de gentes como el señor Rice¡ y sus colegas, a pesar del hecho

casi probado de que guarda una fortuna de magnitud indefinida en algún lugar de su mohosa y venerable morada. Se trata, verdaderamente, de un personaje muy extraño, al que se supone que fue en su día capitán de los clipers de las Indias Orientales, tan viejo que nadie puede recordar ya cuándo fue joven, y tan taciturno que pocos conocen su verdadero nombre. Entre

los nudosos árboles del patio delantero de su vetusta y abandonada morada, alberga una extraña colección de grandes piedras, curiosamente agrupadas y pintadas de tal forma que

recuerdan a los ídolos de algún oscuro templo oriental. Esta colección ahuyenta a los muchachos, que acostumbran a burlarse del Viejo Terrible a causa de sus largos cabellos y barbas blancas, o a romper las ventanas hechas de pequeños cuadrados de cristal de su casa

con sus crueles proyectiles; pero hay otra cosa que espanta a personas más viejas y curiosas, que a veces rondan la casa para atisbar a través de los cristales polvorientos. Esas personas

dicen que, en una mesa, en una habitación desnuda, en la planta baja, se halla una multitud de curiosas botellas, cada una con un trozo de plomo suspendido de un cordel en su interior, a manera de péndulos. Y dicen que el Viejo Terrible habla con esas botellas dirigiéndose a ellas

por nombres tales como Jack, Cara Marcada, Long Tom, Spanish Joe, Peter y Oficial Ellis, y que cada vez que habla con una botella el pequeño péndulo del interior oscila claramente a modo de respuesta. Aquellos que han visto al Viejo Terrible, alto y enjuto, en esos peculiares diálogos, no han vuelto a espiarle. Pero Angelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva no tenían sangre de Kingsport;pertenecían a ese contingente nuevo y forastero que vive fuera del encantado círculo de la vida y tradiciones de Nueva Inglaterra, y en el Viejo Terrible tan sólo veían a un carcamal tambaleante y casi indefenso, que no podía dar un paso sin ayuda de su nudoso bastón, y cuyas manos enflaquecidas y debilitadas temblaban de forma patética. A su manera, se compadecían sinceramente de aquel viejo solitario e impopular, al que todos evitaban y a quien los perros ladraban de una forma especial. Pero el negocio es el negocio, y para un ladrón de casta resulta una tentación y un reto un tipo tan viejo y débil, que no tiene

cuenta en el banco y que paga sus pocos gastos en el almacén del pueblo con plata y oro españoles acuñados dos siglos antes.

Los señores Ricci, Czanek y Silva eligieron la noche del 11 de abril para girar su visita. El señor Ricci y el señor Silva cambiarían unas palabras con el desdichado y anciano

caballero mientras el señor Czanek esperaba por ellos y por su presumible cargamento en metálico en un coche cubierto, en Ship Street, junto a la puerta del muro trasero de la finca de

su anfitrión. El deseo de no tener que dar innecesarias explicaciones en caso de una inesperada intrusión policial aceleró los preparativos de una retirada tranquila y discreta.

Como habían planeado, los tres aventureros obraron por separado para evitarse posteriores sospechas maliciosas. Los señores Ricci y Silva se reunieron en Water Street,

frente a la puerta del anciano, y aunque les disgustó la forma en que la luna iluminaba las piedras pintadas a través de las ramas de los nudosos árboles, cubiertas de brotes, tenían cosas más importantes en que pensar que en simples supersticiones ociosas. Temían que el desatar la lengua del Viejo Terrible acerca de su provisión de oro y plata les resultase una faena desagradable, ya que los viejos capitanes de barco son notablemente testarudos y perversos. Pero, aun así, él estaba muy viejo y achacoso, y ellos eran dos a visitarle. Los señores Ricci y Silva eran expertos en doblegar la voluntad de gentes poco dispuestas, y los gritos de un hombre tan excepcionalmente débil y venerable podían ser fácilmente silenciados. Así que se allegaron a una ventana iluminada y escucharon al Viejo Terrible hablar de manera pueril con sus botellas de péndulos. Entonces se enmascararon y llamaron cortésmente a la deslucida puerta de roble.

La espera resultó muy larga para el señor Czanek mientras se removía inquieto en el coche cubierto, junto a la puerta trasera del Viejo Terrible, en Ship Street. Era más aprensivo

de lo ordinario, y no le habían gustado los espantosos gritos que había oído en la vieja casa

momentos después de la hora fijada para el asalto. ¿No les había dicho a sus colegas que fueran lo más considerados que pudieran con el patético y anciano capitán? Observó muy

nervioso la estrecha puerta de roble en el muro alto y cubierto de hiedra. Con frecuencia consultaba el reloj, extrañado por el retraso. ¿Había muerto el viejo sin revelar el escondrijo de su tesoro, obligando a una búsqueda exhaustiva? Al señor Czanek no le gustaba esperar tanto tiempo en la oscuridad en un sitio así. Entonces sintió un ruido amortiguado de pasos o un tabaleo en el sendero tras la puerta, escuchó un leve manipular del herrumbroso pestillo y vio cómo la puerta pesada y angosta se abría. Y al pálido resplandor de una única y débil

lámpara callejera aguzó la vista para distinguir qué habían logrado sus colegas en esa casa siniestra que parecía amenazarle tan de cerca. Pero cuando vio algo, no fue lo que esperaba; ya que sus colegas no estaban allí, sino sólo el Viejo Terrible, apoyado tranquilamente en su

nudoso bastón y sonriendo de forma horrible. El señor Czanek, que no se había fijado nunca antes en el color de ojos de ese hombre, vio ahora que eran amarillos.

Los pequeños incidentes despiertan considerable revuelo en las poblaciones pequeñas,por lo que la gente de Kingsport habló toda la primavera y el verano sobre los tres cuerpos imposibles de identificar que la marea había arrojado a la costa; horriblemente acuchillados,como por multitud de cortes, y horriblemente destrozados, como pateados por multitud de tacones. Y algunos aún comentaban sucesos tan triviales como el coche abandonado,descubierto en Ship Street, o sobre ciertos gritos especialmente inhumanos, probablemente de algún animal perdido o un pájaro migratorio, escuchados durante la noche por algunos ciudadanos insomnes. Pero el Viejo Terrible no prestaba ninguna atención a todo este ocioso chismorreo pueblerino. Era de natural reservado, y, cuando uno es viejo y enfermizo, la reserva se hace aún mayor. Además, un capitán tan anciano debía haber asistido a montones de cosas mucho más interesantes en los lejanos días de su olvidada juventud.

H. P. Lovecraft

Edited by astaroth1 - 7/7/2015, 18:56
 
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view post Posted on 15/9/2008, 00:24




Las ratas de las paredes.

El 16 de julio de 1923 me mudé a Exham Priory, después de que el último obrero acabara su tarea. Los trabajos de restauración habían constituido una imponente tarea, pues de la abandonada construcción apenas si quedaba un montón de ruinas, pero por tratarse del lar de mis antepasados no escatimé en gastos. Nadie habitaba la finca desde el reinado de Jacobo I, en que una tragedia de caracteres terriblemente dramáticos, aunque en gran medida incomprensibles, se cernió sobre el cabeza de la familia, cinco de sus hijos y varios criados, y obligó a marcharse de allí, en medio de sombras de sospecha y terror, al tercer hijo, mi progenitor por línea paterna y único superviviente del infortunado baje.

Con el único heredero denunciado por asesinato, la propiedad volvió a manos de la corona, sin que el acusado hiciera el menor intento por excusarse o recuperar la heredad. Trastornado por un horror mayor que el de la conciencia o la ley, y expresando sólo el rabioso deseo de borrar aquella antigua mansión de su vista y memoria, Walter de la Poer, undécimo barón de Exhain, marchó a Virginia, en donde se estableció y fundó la familia que, en el siglo siguiente, era conocida por el nombre de Delapore.

Exham Priory quedó abandonado, aunque con el tiempo pasó a formar parte de las propiedades de la familia Norrys y fue objeto de numerosos estudios como consecuencia de su singular arquitectura, consistente en unas torres góticas levantadas sobre una infraestructura sajona o románica, cuyos cimientos a su vez eran de un estilo o mezcla de estilos de época anterior: romano y hasta druida o el címrico originario, si es cierto lo que cuentan las leyendas. Los cimientos eran de aspecto muy singular, pues se confundían por uno de sus lados con la sólida caliza del precipicio desde cuyo borde el priorato dominaba un desolado valle que se extendía tres millas al oeste del pueblo de Anchester.

A los arquitectos y anticuarios les encantaba estudiar esta extraña reliquia de épocas remotas, pero los naturales del lugar la detestaban con todas sus fuerzas. La detestaban desde hacía siglos, cuando aún vivían allí mis antepasados, y la seguían detestando ahora en que, debido a su estado de abandono, la cubría una capa de musgo y mantillo. No llevaba siquiera un día en Anchester cuando me enteré de que descendía de una familia maldita. Pero ya esta semana los obreros han volado por los aires lo que quedaba de Exham Priory, y están atareados en borrar las huellas de sus cimientos. De siempre he conocido la historia, sin aditamentos, de mi linaje familiar, y sé perfectamente que mi primer antepasado americano se trasladó a las colonias envuelto en las sombras de extrañas sospechas. De los detalles, con todo, jamás he sabido nada debido a la reticencia mantenida por generaciones entre los Delapore. Al contrario que los colonos de nuestra vecindad, rara vez nos jactamos de antepasados que batallaron en las Cruzadas o de contar en nuestro linaje con héroes medievales o renacentistas, ni se nos transmitieron otras tradiciones que las que pudieran encerrarse en el sobre lacrado que todo hacendado latifundista dejó a su primogénito antes de estallar la Guerra Civil para su apertura póstuma. Las únicas glorias de las que nos jactábamos en la familia eran las alcanzadas tras la emigración, las glorias de un orgulloso y honorable, si bien un tanto retraído e insociable, linaje de Virginia.

En el curso de la guerra toda nuestra fortuna se perdió y nuestra existencia entera se vio alterada por el incendio de Carfax, residencia de la familia a orillas del río James. Mi abuelo, de edad ya avanzada, pereció entre las llamas del voraz incendio, y con él se quemó el sobre que nos ligaba al pasado. Todavía hoy puedo recordar aquel incendio que presencié con mis propios ojos a la edad de siete años, mientras los soldados federales vociferaban, las mujeres chillaban y los negros daban alaridos y rezaban. Mi padre se había alistado en el ejército y participaba en la defensa de Richmond, y, tras múltiples formalidades, mi madre y yo logramos atravesar las líneas enemigas para unirnos a él.

Cuando terminó la guerra, nos trasladamos al norte, de donde provenía mi madre, y allí crecí, me hice un hombre y, en última instancia, acumulé riquezas como corresponde a todo yanqui emprendedor. Ni mi padre ni yo supimos jamás qué contenía el sobre testamentario destinado a nosotros; además, una vez sumido en el monótono curso de la vida mercantil de Massachusetts, perdí todo interés por desvelar los misterios que, sin duda, se ocultaban en el remoto pasado de mi árbol genealógico. ¡Con qué alegría habría dejado Exham Priory a la suerte de sus murciélagos, telarañas y mantillo si hubiera mínimamente intuido lo que escondía tras sus muros!

Mi padre murió en 1904, pero sin ningún mensaje que dejar para mí ni para mi único hijo, Alfred, un muchacho de diez años huérfano de madre. Fue precisamente Alfred quien alteró el orden en que venía transmitiéndole la información familiar, pues, si bien sólo pude hacerle conjeturas en tono burlón sobre el pasado familiar, me escribió contándome algunas leyendas ancestrales del mayor interés cuando, con ocasión de la pasada guerra, fue enviado a Inglaterra en 1917 en calidad de oficial de aviación. Al parecer, sobre los Delapore circulaba una pintoresca y un tanto siniestra historia. Un amigo de mi hijo, el capitán Edward Norrys, del Royal Flying Corps, residía en las proximidades de nuestro solar familiar en Anchester y contaba unas supersticiones campesinas que pocos novelistas podrían llegar a igualar por lo increíbles y demenciales que eran. Norrys, por supuesto, no las tomaba en serio, pero a mi hijo lo divertían y le sirvieron de tema para llenar muchas de las cartas que me escribió. Fueron estas leyendas las que finalmente atrajeron mi atención hacia mi heredad trasatlántica, y me decidieron a comprar y restaurar el solar familiar que Norrys mostró a Alfred en todo su pintoresco abandono, al mismo tiempo que se ofrecía a conseguírselo por una suma harto razonable, dado que el actual propietario era tío suyo.

Compré Exham Priory en 1918, pero casi al punto me olvidé de los planes de restauración en que había estado pensando ante el regreso de mi hijo inválido de las piernas. Durante los dos años que aún vivió me dediqué por entero a su cuidado, dejando incluso la dirección del negocio en manos de mis socios.

En 1921, sumido en la mayor desolación y sin saber qué hacer, apartado de toda actividad laboral y notando ya que la vejez se me venía encima, resolví distraer el resto de mis años ocupado en la nueva posesión. Llegué a Anchester un día de diciembre, hospedándome en casa del capitán Norrys, un joven algo gordo y afable que estimaba mucho a mi hijo, y me ofreció su colaboración en la tarea de acopiar planos y anécdotas en los que. inspirarse al emprender las obras de restauración. No sentía la menor emoción en presencia de Exham Priory, un revoltijo de abandonadas ruinas medievales cubiertas de líquenes y acribilladas de nidos de grajos, balanceándose amenazadoramente al borde de un enorme precipicio y sin el menor rastro de suelos o cualquier otro resto de interiores, salvo los muros de piedra de las separadas torres.

Tras formarme poco a poco una idea de cómo debió ser el edificio cuando lo abandonaron mis antepasados tres siglos atrás, me puse a contratar obreros para iniciar las tareas de reconstrucción. En todos los casos me vi obligado a buscarlos fuera de la localidad más próxima, pues los naturales de Anchester profesaban un miedo y una aversión decididamente increíbles hacia aquel lugar. La magnitud del sentimiento era tal que a veces llegaba a contagiar a los trabajadores que venían de otros lugares, siendo esta la causa de numerosas deserciones. Por lo demás, su alcance se extendía tanto al priorato como a la antigua familia propietaria del mismo.

Ya me había adelantado mi hijo que durante sus visitas al pueblo la gente se mostró un tanto reacia con él por ser un De la Poer, y ahora, por idéntica razón, yo me sentía también sutilmente rechazado hasta que logré convencerlos de que apenas sabía nada de mis antepasados. Y aun así los vecinos del lugar se mostraban huraños conmigo, por cuanto me vi obligado a recurrir a Norrys para recopilar la mayoría de las tradiciones populares que aún seguían circulando sobre el lugar. Lo que aquellas gentes no podían perdonar era, al menos eso creía entender yo, que había venido a restaurar un símbolo que aborrecían con todas sus fuerzas; pues, racionalmente o no, para ellos Exham Priory no era otra cosa que un nido de arpías y hombres lobo.

Reuniendo todas las historias que Norrys recogió para mí y completándolas con lo que habían dicho varios estudiosos que en su día examinaron las ruinas, deduje que Exham Priory se levantaba sobre el lugar ocupado en otro tiempo por un templo prehistórico: una construcción druida, o incluso anterior a dicho período, que debió ser contemporánea de Stonehenge. Casi nadie duda de que allí se habían celebrado abominables ritos, y circulaban toda clase de espeluznantes historias sobre el paso de tales ritos al culto de Cibeles posteriormente introducido por los romanos.

En el sótano podían aún verse inscripciones con letras tan inconfundibles como «DIV... OPS... MAGNA. MAT...», signo de la Magna Mater cuyo tenebroso culto fue en vano prohibido a los ciudadanos romanos. Anchester había sido campamento de la tercera legión Augusta, tal como atestiguaban numerosos restos, y, según todos los indicios, el templo de Cibeles debió ser una imponente construcción abarrotada de fieles que concelebraban multitud de ceremonias presididos por un sacerdote frigio. Las historias añadían que la caída de la antigua religión no puso fin a las orgías que tenían lugar en el templo, sino que, muy al contrario, los sacerdotes se convirtieron a la nueva fe sin cambiar en lo fundamental sus creencias. Asimismo, se decía que los ritos no desaparecieron con la llegada de los romanos y que algunos sajones se sumaron a lo que quedaba del templo, dándole el perfil característico que habría de distinguirle con el tiempo a la vez que hacían de él el centro de irradiación de un culto temido en la mitad del territorio al que se extendía la heptarquía. Hacia el año 1000 d.c. el lugar aparece mencionado en una crónica como un priorato, esencialmente construido a base de piedra, en el que se albergaba una poderosa y extraña orden monástica, y rodeado de grandes jardines que no precisaban de murallas para mantener alejado al atemorizado populacho. Jamás llegaron a destruirlo los daneses, si bien su suerte debió declinar radicalmente tras la conquista normanda, pues no hubo el menor impedimento para que Enrique III confiriera su propiedad a mi antepasado Gilbert de la Poer, primer barón de Exham, en 1261.

De mi familia no se conservan testimonios adversos antes de esa fecha, pero algo raro debió acontecer por entonces. Ya en una crónica de 1307 hay una referencia a un De la Poer al que se califica de «renegado de Dios», mientras que en las leyendas populares se aprecia un miedo cerval a decir nada del castillo que se erigió sobre los cimientos del antiguo templo y priorato. Los cuentos de viejas que corrían sobre el lugar eran de lo más espeluznantes, más terroríficos si cabe por la tenebrosa reticencia y sombrías evasivas de que hacían gala. En ellos se representaba a mis antepasados como un linaje de demonios junto a los que personajes de la talla de un Gilles de Retz o un Marqués de Sade no pasaban de meros aprendices, y se dejaba intuir veladamente su responsabilidad por las ocasionales desapariciones de aldeanos en el transcurso de varias generaciones.

Los peores de toda la parentela, a tenor de lo que dice la tradición, fueron los barones y sus herederos directos. Al menos, la mayoría de las historias que circulaban se referían a ellos. Si un heredero mostraba inclinaciones más saludables, se decía en ellas, fallecía con toda seguridad en edad temprana y misteriosamente para dejar paso a otro descendiente más en consonancia con el apellido. Los De la Poer parecían profesar un culto propio, presidido por el cabeza de familia y a veces restringido a unos cuantos miembros de la misma. El temperamento más que el linaje era el fundamento de dicho culto, pues en él participaban también quienes ingresaban en la familia por razón de matrimonio. Lady Margaret Trevor de Cornualles, mujer de Godfrey, el hijo segundo del quinto barón, acabó por convertirse en uno de los fantasmas predilectos de los niños de todo el país y en diabólica heroína de un horripilante y antiguo romance que aún se oye en las proximidades de la frontera galesa. Conservada también en los romances, aunque no tan ilustrativa al respecto, merece citarse la espeluznante historia de Lady Mary de la Poer, que al poco de casarse con el barón de Shrewsfield murió asesinada a manos de éste y de su madre, siendo posteriormente absueltos y bendecidos ambos criminales por el sacerdote al que confesaron aquello que no se atreverían a decir en público.

Estos mitos y romances, característicos de la más descarnada superstición, me repelían en extremo. Su persistencia y su asociación a tan larga descendencia de mis antepasados, resultaban especialmente irritantes; en tanto que las acusaciones de hábitos monstruosos recordaban, de manera harto desagradable, el único escándalo conocido de mis inmediatos antepasados: me refiero al caso de mi primo, el joven Randolph Delapore de Carfax, que se fue a vivir con los negros y se hizo oficiante del rito vudú a su regreso de la guerra de México.

Bastante menos me inquietaban las historias que corrían sobre lamentos y aullidos en el valle desolado y barrido por el viento que se abría al pie del precipicio de caliza; así como otras sobre los fétidos hedores que emanaban de las tumbas tras las primaverales lluvias, sobre el torpón y aullador objeto Manco que el caballo de sir John Clave pisó una noche en medio de un solitario campo, o sobre el criado que se había vuelto loco a causa de algo indefinible que vio en el priorato a plena luz del día. Todo ello no eran sino retazos de historias fantásticas que habían arraigado en el vulgo, y por aquel entonces yo era un escéptico a carta cabal. Los relatos sobre aldeanos desaparecidos no debían desecharse del todo, aun cuando no eran especialmente significativos a la vista de las prácticas medievales. La voraz curiosidad significaba la muerte, y más de una cercenada cabeza se había mostrado en público en los bastiones -de los que, afortunadamente, ya no quedaba huella- que se levantaban en los aledaños de Exham Priory.

Algunas de las historias que corrían eran sumamente pintorescas, hasta el punto de hacerme sentir no haber estudiado más mitología comparada en mi juventud. Así, por ejemplo, aún subsistía la creencia de que una legión de diablos con alas de vampiro se reunía todas las noches en el priorato para celebrar sus rituales aquelarres, legión cuyo mantenimiento alimenticio podía hallar explicación en la desproporcionada abundancia de verduras ordinarias cultivadas en aquellos enormes huertos. La más gráfica de todas las historias que circulaban sobre el lugar era una que relataba la dramática epopeya de las ratas -un insaciable ejército de obscenas alimañas que había surgido en tropel del interior del castillo tres meses después de la tragedia que lo condenó al más absoluto abandono-, una cenceña, nauseabunda y famélica soldadesca que había barrido todo a su paso, devorando aves, gatos, perros, cerdos, ovejas y hasta dos desventurados seres humanos antes de ver acallado su furor. En torno a tan inolvidable plaga de roedores gira todo un ciclo independiente de mitos, pues las alimañas se dispersaron por entre las casas del pueblo suscitando toda clase de imprecaciones y horrores a su paso.

Tales eran las historias que se cernían sobre mí cuando me dispuse a acometer, con la obstinación propia de un anciano, las obras de restauración de mi ancestral solar. No debe creerse, ni siquiera por un momento, que tales historias constituían lo esencial del entorno sicológico en que me desenvolvía. Por otro lado, contaba con el apoyo decidido y constante del capitán Norrys y de los arqueólogos que me rodeaban y asistían en mi tarea. Una vez terminada la obra, algo más de dos años después de iniciada, pude contemplar aquel conjunto de amplias habitaciones, revestidos muros, abovedados techos, ventanas con parteluces y anchas escaleras, con un orgullo que compensaba con creces los cuantiosos gastos que supuso la restauración.

No había detalle medieval que no estuviera diestramente reproducido, y las partes nuevas armonizaban a la perfección con los muros y cimientos originales. El solar de mis antepasados estaba de nuevo en pie, y ahora sólo me quedaba redimir la fama local de la línea familiar que terminaba en mí. Me quedaría a vivir allí permanentemente y demostraría a todos que un De la Poer (pues había adoptado de nuevo la grafía original del apellido) no tenía por qué ser un ser diabólico. Mi confort se vio en parte aumentado por el hecho de que, aunque Exham Priory estaba construido según los cánones medievales, su interior era absolutamente nuevo y se hallaba libre de vetustos fantasmas y nocivas alimañas.

Como ya he dicho, me mudé a Exham Priory el 16 de julio de 1923. Me hacían compañía en mi nueva residencia siete criados y nueve gatos, animal éste por el que siento una especial atracción. Mi gato más viejo, «Negrito», tenía siete años y vino conmigo desde Bolton, en Massachusetts; el resto de los gatos los había ido reuniendo mientras vivía con la familia del capitán Norrys, en el curso de las obras de restauración del priorato.

Durante cinco días nuestra rutina prosiguió en medio de la más absoluta calma, empleando la mayor parte del tiempo en la clasificación de antiguos documentos relativos a la familia. Disponía ya de unas cuantas descripciones muy detalladas de la tragedia final y la huida de Walter de la Poer, que supuse sería lo que encerraba el legajo hereditario perdido en el incendio de Carfax. Al parecer, a mi antepasado se le acusó, con sobrada razón, de matar al resto de los moradores de la casa -salvo cuatro criados cómplices suyos- mientras dormían, unas dos semanas después de un sorprendente descubrimiento que habría de alterar toda su forma de ser, pero que no debió desvelar más que a los criados que colaboraron con él en el asesinato y, seguidamente, huyeron lejos del alcance de la justicia.

Esta degollina premeditada -en total, un padre, tres hermanos y dos hermanas-, fue en gran medida condonada por los aldeanos y con tal negligencia dictaminada por la justicia que su instigador pudo huir -con todos los honores, sin sufrir el menor daño ni tener que disfrazarse- a Virginia. El sentir general que circulaba por el pueblo era que había librado aquellas tierras de la maldición inmemorial que sobre ellas pesaba. Ni siquiera puedo conjeturar cuál fue el descubrimiento que llevó a mi antepasado a cometer tan abominable acción. Walter de la Poer debía conocer desde hacía tiempo las siniestras historias que se contaban sobre su familia, por lo que no creo que el motivo que desató todo proviniera de dicha fuente. ¿Presenciaría acaso algún antiguo y espeluznante rito o se daría de bruces con algún tenebroso símbolo revelador en el priorato o en sus aledaños? En Inglaterra se le tenía por un joven tímido y de buenos modales. En Virginia, parecía más un ser de carácter atormentado y aprensivo que un tipo duro o amargado. De él se decía en el diario de otro aventurero de rancio abolengo, Francis Harley de Bellview, que era un hombre sin par en lo tocante al sentido de la justicia, el honor y la discreción.

El 22 de julio tuvo lugar el primer incidente, el cual, aunque apenas se le prestó atención en aquel momento, adquiere un significado premonitorio en relación con ulteriores acontecimientos. Fue tan poca cosa que casi no se le dio importancia, y apenas pudo advertirse en las circunstancias reinantes; pues debe recordarse que al ser el edificio prácticamente nuevo en su totalidad, salvo los muros, y hallarse atendido por una avezada servidumbre, toda aprensión habría sido absurda no obstante las historias que corrían sobre el lugar.

A poco más que esto se reduce lo que pude recordar a posteriori: mi viejo gato negro, cuyo humor tan bien conozco, estaba indudablemente alerta e inquieto en una medida que no concordaba en nada con su habitual modo de ser. Iba de una habitación a otra, dando la impresión de estar intranquilo y preocupado por algo, y olisqueaba constantemente los muros que formaban parte de la estructura gótica. Comprendo perfectamente cuán trillado suena todo esto -algo así como el inevitable perro del cuento de fantasmas, que no cesa de gruñir hasta que su amo ve finalmente la figura envuelta en sábanas-, pero en este caso concreto creo que tiene su importancia.

Al día siguiente, un criado vino a darme cuenta de la inquietud reinante entre los gatos de la casa. Yo me encontraba en mi estudio, una habitación de techo alto y orientada al occidente que había en el segundo piso, con arcos de aristas artesonado de roble oscuro y una triple ventana gótica que daba al precipicio de roca caliza y desde la que se divisaba el inhóspito valle. Mientras me hablaba el criado, pude ver cómo la forma de azabache de Negrito se arrastraba a lo largo del muro oeste y arañaba el nuevo artesonado que cubría la antigua piedra.

Le dije al criado que debía tratarse de algún extraño olor o emanación procedente de la antigua mampostería, y que, si bien era imperceptible al olfato humano, debía afectar a los sensibles órganos de los felinos a pesar del artesonado que lo recubría. Así lo creía sinceramente, y cuando aquel hombre aludió a la posible presencia de roedores, le dije que en aquel lugar no había habido ratas durante trescientos años, y que difícilmente podrían encontrarse los ratones de la campiña que lo circundaba en tan altos muros, pues nunca se los había visto merodeando por allí. Aquella misma tarde llamé al capitán Norrys, quien me aseguró que le parecía bastante increíble que los ratones del campo infestaran de repente el priorato pues, que él supiera, no había precedentes de nada semejante.

Aquella noche, prescindiendo como de costumbre de la ayuda del mayordomo, me retiré a la cámara de la torre orientada al occidente que me había reservado; a ella se llegaba desde el estudio tras subir por una escalinata de piedra y atravesar una pequeña galería; la primera antigua en parte, la segunda enteramente restaurada. La estancia era circular, de techo muy alto y sin revestimiento alguno, si bien de la pared colgaban unos tapices que había comprado en Londres.

Tras comprobar que Negrito se hallaba conmigo, cerré la pesada puerta gótica y me recogí a la luz de aquellas bombillas eléctricas que tanto se asemejaban a bujías; al cabo de un rato, apagué la luz y me dejé hundir en la taraceada y endoselada cama coronada por cuatro baldaquines, con el venerable gato en su habitual lugar a mis pies. No eché las cortinas, quedando mi mirada fija en la angosta ventana que daba al norte y tenía justo frente a mí. Un esbozo de aurora se dibujaba en el cielo destacando la siempre grata silueta de las primorosas tracerías de la ventana.

En un momento dado debí quedarme apaciblemente dormido, pues recuerdo claramente una sensación de despertar de extraños sueños, cuando el gato dio un brusco respingo abandonando la serena posición en que se encontraba. Pude verlo gracias al tenue resplandor de la aurora; tenía la cabeza enhiesta hacia delante, las patas delanteras clavadas en mis tobillos y las traseras estiradas cuan largas eran. Miraba fijamente a un punto de la pared situado algo al oeste de la ventana, un punto en el que mi vista no encontraba nada digno de resaltar, pero en el que se concentraban ahora mis cinco sentidos.

Mientras observaba, comprendí el motivo de la excitación de Negrito. Si se movieron o no los tapices es algo que no sabría decir. A mí me pareció que sí, aunque muy ligeramente. Pero lo que sí puedo jurar es que detrás de los tapices oí un ruido, leve pero nítido, como de ratas o ratones escabulléndose precipitadamente. No había transcurrido un segundo cuando ya el gato se había arrojado materialmente sobre el tapiz de matizados colores, haciendo caer al suelo, debido a su peso, la parte a la que se agarró y dejando al descubierto un antiguo y húmedo muro de piedra, retocado aquí y allá por los restauradores, y sin la menor traza de roedores merodeando por sus inmediaciones.

Negrito recorrió de arriba abajo el suelo de aquella parte del muro, desgarrando el tapiz caído e intentando en ocasiones introducir sus garras entre el muro y la tarima del suelo. Pero no encontró nada, y al cabo de un rato volvió muy fatigado a su habitual posición a mis pies. Yo no me había levantado de la cama, pero no volví a conciliar el sueño en toda la noche.

A la mañana siguiente indagué entre la servidumbre pero nadie había advertido nada anormal, excepto la cocinera, que recordaba el anómalo comportamiento de un gato que dormitaba en el alféizar de su ventana. El gato en cuestión se puso a maullar a cierta hora de la noche, despertando a la cocinera justo a tiempo de verlo lanzarse a toda velocidad por la puerta abierta escaleras abajo. Al mediodía me quedé un rato amodorrado y al despertarme fui a visitar de nuevo al capitán Norrys, que mostró especial interés en lo que le conté. Los incidentes extraños -tan raros a la vez que tan curiosos- despertaban en él el sentido de lo pintoresco, y le trajeron a la memoria multitud de recuerdos de historias locales sobre fantasmas. No conseguíamos salir de nuestro estupor ante la presencia de las ratas, y lo único que se le ocurrió a Norrys fue dejarme unos cepos y unos polvos de verde de París que, de vuelta a casa, mandé a los criados colocar en lugares estratégicos.

Me fui pronto a la cama pues tenía mucho sueño, pero mientras dormía me asaltaron atroces pesadillas. En ellas miraba hacia abajo desde una impresionante altura a una gruta débilmente iluminada cuyo suelo estaba cubierto por una gruesa capa de estiércol; en el interior de dicha gruta había un demonio porquerizo de canosa barba que dirigía con su cayado un rebaño de bestias fungiformes y fláccidas cuya sola vista me produjo una indescriptible repugnancia. Luego, mientras el porquero se detenía un instante y se inclinaba para divisar su rebaño, un impresionante enjambre de ratas llovió del cielo sobre el hediondo abismo y se puso a devorar a animales y hombre.

Tras tan terrorífica visión me desperté bruscamente a causa de los bruscos movimientos de Negrito, que como de costumbre dormía a mis pies. Esta vez no tuve que inquirir por el origen de sus gruñidos y resoplidos ni por el miedo que le impulsaba a hundir sus garras en mis tobillos, inconsciente de su efecto, pues las cuatro paredes de la estancia bullían de un sonido nauseabundo: el repugnante deslizarse de gigantescas ratas famélicas. En esta ocasión no había aurora que permitiera ver en qué estado se encontraba el tapiz -cuya sección caída había sido reemplazada-, pero no vacilé ni un instante en encender la luz.

Al resplandor de ésta pude ver cómo todo el tapiz era presa de una espantosa sacudida, hasta el punto de que los dibujos, de por sí ya un tanto originales, se pusieron a ejecutar una singular danza de la muerte. La agitación desapareció casi al instante, y con ella los ruidos. Saltando del lecho, hurgué en el tapiz con el largo mango del calentador de cama que había en la habitación, y levanté una parte del mismo para ver qué habla debajo Pero allí no había sino el restaurado muro de piedra, y para entonces ya había remitido el estado de tensión en que se encontraba el gato debido al olfateo de algo anómalo. Cuando examiné el cepo circular que había colocado en la habitación, pude ver que todos los orificios se encontraban forzados, aunque no quedase rastro de lo que debió escaparse tras caer en la trampa.

Naturalmente, ni se me pasó por la cabeza volver a la cama, así que encendí una vela, abrí la puerta y salí a la galería al final de la cual estaban las escaleras que conducían a mi estudio, con Negrito siempre pegado a mis talones. Antes de llegar a la escalinata de piedra, empero, el gato salió disparado delante de mí y desapareció tras el antiguo tramo. Mientras bajaba las escaleras, llegaron de repente hasta mí unos sonidos producidos en la gran estancia que quedaba debajo, unos sonidos de tal naturaleza que no podían inducir a equivoco.

Los muros de artesonado de roble bullían de ratas que se deslizaban y se arremolinaban en un inusitado frenesí, mientras Negrito corría de un lado para otro con la irritación propia del cazador burlado. Al llegar abajo, encendí la luz, pero no por ello remitió el ruido esta vez. Las ratas seguían alborotadas, dispersándose en baraúnda con tal estrépito y nitidez que finalmente no me fue difícil asignar una dirección precisa a sus movimientos. Aquellas criaturas, en número al parecer incalculable, estaban embarcadas en un impresionante movimiento migratorio desde inimaginables alturas hasta una profundidad desconocida.

Seguidamente, oí un ruido de pasos en el corredor, y unos instantes después dos criados abrían de golpe la maciza puerta. Rastreaban toda la casa en busca del origen de aquel revuelo que llevó a todos los gatos de la casa a lanzar estridentes maullidos y a saltar precipitadamente varios tramos de escalera hasta llegar ante la puerta cerrada del sótano, donde se agazaparon sin dejar de maullar. Les pregunté a los criados si habían visto las ratas, pero su respuesta fue negativa. Y cuando me volteé para llamar su atención a los sonidos que se oían en el interior del artesonado, pude advertir que el ruido había cesado.

Junto con aquellos dos hombres bajé hasta la puerta del sótano, pero para entonces ya se habían dispersado los gatos. Luego, decidí explorar la cripta que había debajo, pero de momento me limité a inspeccionar los cepos. Todos habían saltado, pero no tenían ni un solo ocupante. Contento porque excepto los felinos y yo nadie más había oído las ratas, me senté en mi estudio hasta que alboreó el día, reflexionando intensamente sobre cuál pudiera ser la causa de todo ello y tratando de recordar todo fragmento de leyenda desenterrado por mí que hiciera referencia al edificio en que habitaba.

Dormí un poco por la mañana, reclinado en el único sillón confortable del gabinete que mi medieval diseño del mobiliario no logró proscribir. Al despertarme llamé por teléfono al capitán Norrys, quien se presentó al cabo de un rato y me acompañó en la exploración del sótano.

No encontramos absolutamente nada que nos llamase la atención, aunque no pudimos reprimir un escalofrío al enterarnos de que la cripta databa de tiempos de los romanos. Todos los arcos bajos y macizos pilares eran de estilo romano; no del estilo degradado de los chapuceros sajones, sino del severo y armónico clasicismo de la era de los césares. Como cabía esperar, las paredes abundaban en inscripciones familiares a los arqueólogos que habían explorado en repetidas ocasiones el lugar; podían leerse cosas del estilo de «P. GETAE. PROP... TEMP... DONA...» y «L. PRAEC... VS... PONTIFI... ATYS...», y otras más.

La referencia a Atys me produjo un estremecimiento, pues había leído a Catulo y sabía algo de los abominables ritos dedicados al dios oriental, cuyo culto tanto se confundía con el de Cibeles. Norrys y yo, a la luz de unos faroles, tratamos de interpretar los extraños y descoloridos dibujos que se veían en unos bloques de piedra irregularmente rectangulares que debieron ser altares en otro tiempo, pero no pudimos sacar nada en claro. Recordamos que uno de aquellos dibujos, una especie de sol del que salían unos rayos en todas las direcciones, fue escogido por los estudiantes para mostrar que no era de origen romano, sugiriendo que los sacerdotes romanos se habían limitado a adoptar aquellos altares que provendrían de un templo más antiguo y probablemente aborigen levantado sobre aquel mismo suelo. En uno de aquellos bloques se advertían unas manchas marrones que me dieron que pensar. El mayor de todos ellos, un bloque que se encontraba en el centro de la estancia, tenía ciertos detalles en la cara superior que indicaban que había estado en contacto con el fuego; probablemente se trataba de ofrendas incineradas.

Tales eran las cosas que se veían en aquella cripta ante cuya puerta los gatos habían estado maullando, y donde Norrys y yo habíamos decidido pasar la noche. Los criados, a quienes se les advirtió que no se preocuparan por los movimientos de los gatos durante la noche, bajaron sendos sofás, y Negrito fue admitido en calidad de ayuda a la vez que de compañía. Juzgamos oportuno cerrar herméticamente la gran puerta de roble -una réplica moderna con rendijas para la ventilación- y, seguidamente, nos retiramos con los faroles aún encendidos a aguardar cuanto pudiera depararnos la noche.

La cripta estaba en la parte inferior de los cimientos del priorato y al fondo de la cara del prominente precipicio que dominaba el desolado valle. No dudaba que aquel había sido el objetivo de las infatigables e inexplicables ratas, aun cuando no sabría decir el motivo. Mientras aguardábamos expectantes, mi vigilia se entremezclaba ocasionalmente con sueños a medio formar de los que me despertaban los inquietos movimientos del gato que, como de costumbre, se encontraba a mis pies.

Pero aquella noche mis sueños no tuvieron nada de agradable; al contrario, fueron tan espeluznantes como los de la noche anterior. De nuevo aparecían ante mí la siniestra gruta en penumbra y el porquero con sus innombrables y fungiformes bestias revolcándose en el cieno, y al mirar a aquellos seres me parecían más cerca y con perfiles más precisos, tan precisos que casi podía ver sus rasgos físicos. Luego, pude ver la fláccida fisonomía de uno de ellos..., cuando, de repente, desperté profiriendo tal grito que Negrito dio un violento respingo, mientras el capitán Norrys, que no había pegado el ojo en toda la noche, se echó a reír a carcajadas. Y aún más -o quién sabe si menos- habría reído Norrys de haber sabido el motivo de mi estruendoso grito. Pero ni yo mismo lo recordé hasta pasado un rato: el horror descarnado tiene la virtud de paralizar a menudo la memoria.

Norrys me despertó al empezar a manifestarse el fenómeno. En el curso del referido y espantoso sueño me desveló con una ligera sacudida instándome a que escuchara el ruido de los gatos. ¡Y bien que podía escucharse!, pues al otro lado de la cerrada puerta, al pie de la escalinata de piedra, había una verdadera baraúnda de felinos aullando y arañando en la madera, mientras Negrito, absorto por completo de cuanto pudieran estar haciendo sus congéneres, corría alocadamente a lo largo de los desnudos muros de piedra, en los que pude percibir claramente el mismo ajetreo de ratas deslizándose que tanto me había atribulado la noche anterior.

Un indescriptible terror se apoderó de mí, pues aquellas anomalías no podían explicarse por procedimientos normales. Aquellas ratas, de no ser las criaturas procedentes de un estado febril que sólo yo compartía con los gatos, debían escabullirse y tener su madriguera entre los muros romanos que creí estaban formados por bloques de caliza sólida. A menos, se me ocurrió pensar, que la acción del agua en el curso de más de diecisiete siglos hubiera horadado sinuosos túneles que los roedores habrían posteriormente despejado y ensanchado. Pero aun así, el horror espectral que experimentaba no era menor; pues, en el supuesto de que se tratase de alimañas de carne y hueso, ¿por qué Norrys no oía su repugnante alboroto? ¿Por qué me instó a que observara a Negrito y escuchara los maullidos de los gatos afuera? ¿Y por qué intuía difusamente y sin fundamento los motivos que les llevaban a armar aquel revuelo?

Para cuando conseguí decirle, de la forma más racional que pude, lo que creía estar oyendo, hasta mis oídos llegó el último tenue sonido de aquel incansable revuelo. Ahora daba la impresión de que el ruido se alejaba, se oía aún más abajo, muy por debajo del nivel del sótano, hasta el punto de que todo el precipicio parecía acribillado de ratas en continuo ajetreo. Norrys no se mostraba tan escéptico como yo había anticipado, sino que parecía profundamente agitado. Me indicó por señas que ya había cesado el estrépito de los gatos, los cuales parecían dar a las ratas por perdidas. Entre tanto, Negrito era presa de nuevo desasosiego y se ponía a arañar frenéticamente la base del gran altar de piedra levantado en el centro de la habitación, si bien se encontraba más próximo del sofá de Norrys que del mío.

Llegado a este punto, mi temor hacia lo desconocido había alcanzado proporciones inconmensurables. Entonces ocurrió algo sorprendente, y pude ver cómo el capitán Norrys, un hombre más joven, corpulento y, presumiblemente, de ideas más materialistas que las mías, se hallaba tan inquieto como yo... probablemente porque conocía harto bien y de toda la vida la leyenda local. De momento no podíamos hacer sino limitarnos a observar cómo Negrito hundía sus garras, cada vez con menos fervor, en la base del altar, levantando de vez en cuando la cabeza y maullando en dirección mía de aquella manera tan persuasiva con que acostumbraba hacerlo cuando quería algo de mí.

Norrys acercó un farol al altar y examinó de cerca el lugar donde Negrito estaba arañando. Se arrodilló en silencio y desbrozó los líquenes que estaban allí desde hacía siglos y unían el macizo bloque prerromano al teselado suelo. Pero tras mucho escarbar no encontró nada de particular, y ya estaba a punto de cejar en sus esfuerzos cuando advertí una circunstancia trivial que me hizo estremecer, aun cuando no podía decirse que me cogiera totalmente de improviso.

Hice partícipe de mi descubrimiento a Norrys, y ambos nos pusimos a examinar aquella casi imperceptible manifestación con la fijeza propia de quien realiza un fascinante hallazgo que confirma lo acertado de sus pesquisas. En suma, se trataba de lo siguiente: la llama del farol colocado junto al altar oscilaba, ligera pero evidentemente, debido a una corriente de aire que no soplaba antes, y que sin duda procedía de la rendija que había entre el suelo y el altar en donde Norrys había estado desbrozando los líquenes.

Pasamos el resto de la noche en el estudio inundado de luz, discutiendo en medio de una cierta excitación el paso siguiente a dar. El descubrimiento bajo aquellas malditas ruinas de una cripta por debajo de los cimientos inferiores que se conocían de la mampostería romana, una cripta que había pasado inadvertida a los avezados anticuarios que exploraron el edificio por espacio de tres siglos, habría bastado para excitarmos a Norrys y a mí, profanos en todo lo que se relacionaba con lo siniestro. Por decirlo así, la fascinación tenía una doble vertiente, y vacilamos no sabiendo si cejar en nuestras pesquisas y abandonar de una vez para siempre el priorato por supersticiosa precaución o satisfacer nuestro sentido de la aventura y el riesgo, cualesquiera que fuesen los horrores que pudieran esperarnos al adentramos en aquellos desconocidos abismos.

Ya de mañana, llegamos a un acuerdo: Iríamos a Londres en busca de arqueólogos y científicos capacitados para desvelar aquel misterio. Debo decir, asimismo, que antes de abandonar el sótano intentamos en vano correr el altar central, al que ahora reconocíamos como la puerta de acceso a nuevas simas de indefinible terror. A hombres más doctos que nosotros tocaría desvelar qué secretos misterios ocultaba aquella puerta.

Durante nuestra larga estancia en Londres, el capitán Norrys y yo dimos a conocer los hechos, conjeturas y legendarias anécdotas a cinco eminentes autoridades científicas, todas ellas personas en las que podía confiarse que sabrían tratar con la debida discreción cualquier revelación sobre el pasado familiar que pudiera ponerse al descubierto en el curso de las investigaciones. La mayoría de aquellos hombres parecían poco inclinados a tomar el asunto a la ligera; al contrario, desde el primer momento demostraron un gran interés y una sincera comprensión. No creo que haga falta dar el nombre de todos los expedicionarios, pero puedo decir que entre ellos se encontraba dir William Brinton, cuyas excavaciones en el Troad llamaron la atención de casi todo el mundo en su día. Al tomar con ellos el tren para Anchester sentí una especie de desasosiego, algo así como si estuviera al borde de espeluznantes revelaciones..., una sensación reflejada por entonces en el afligido semblante de muchos americanos que vivían en Londres debido a la inesperada muerte de su Presidente al otro lado del océano.

El 7 de agosto por la tarde llegamos a Exham Priory, donde los criados me aseguraron que nada extraño había ocurrido en mi ausencia. Los gatos, incluso el anciano Negrito, habían estado absolutamente tranquilos y ni un solo cepo se había levantado en toda la casa. Las exploraciones iban a dar comienzo al día siguiente. Entre tanto, asigné a cada uno de mis huéspedes habitaciones equipadas con todo lo que pudieran necesitar.

Yo me fui a dormir a mi cámara de la torre, con Negrito siempre a mis pies. Al poco caí dormido, pero espantosos sueños volvieron a asaltarme. Tuve una pesadilla de una fiesta romana como la de Trimalción en la que pude ver una abominable monstruosidad en una fuente cubierta. Luego, volví a ver aquella maldita y recurrente visión del porquero y su hedionda piara en la tenebrosa gruta. Pero cuando me desperté ya era de día y en las habitaciones de abajo no se oían ruidos anormales. Las ratas, ya fuesen reales o imaginarias, no me habían molestado lo más mínimo, y Negrito seguía durmiendo plácidamente. Al bajar, comprobé que en el resto de la casa reinaba una absoluta quietud. A juicio de uno de los científicos que me acompañaban -un tipo llamado Thornton, estudioso de los fenómenos síquicos- ello se debía a que ahora se me mostraba únicamente lo que ciertas fuerzas desconocidas querían que yo viera, razonamiento éste, a decir verdad, que encontré bastante absurdo.

Todo estaba dispuesto para empezar, así que a las once de la mañana de aquel día los siete hombres que integrábamos el grupo, provistos de focos eléctricos y herramientas para excavaciones, bajamos al sótano y cerramos la puerta con cerrojo tras de nosotros. Negrito nos acompañaba, pues los investigadores no hallaron oportuno despreciar su excitabilidad y prefirieron que se hallase presente por si se producían difusas manifestaciones de la presencia de roedores. Apenas reparamos unos momentos en las inscripciones romanas y en los indescifrables dibujos del altar, pues tres de los científicos ya los habían visto anteriormente y todos los componentes de la expedición estaban al tanto de sus características. Atención especial se prestó al imponente altar central; al cabo de una hora sir William Brinton había logrado desplazarlo hacia atrás, gracias a la ayuda de una especie de palanca para mí desconocida.

Ante nosotros se puso al descubierto tal horror que no habríamos sabido cómo reaccionar de no estar prevenidos. A través de un orificio casi cuadrado abierto en el enlosado suelo, y desparramados a lo largo de un tramo de escalera tan desgastado que parecía poco más que una superficie plana con una ligera inclinación en el centro, se veía un horrible amasijo de huesos de origen humano o, cuando menos, semihumano. Los esqueletos que conservaban su postura original evidenciaban actitudes de infernal pánico, y en todos los huesos se apreciaba la huella de mordeduras de roedores. No había nada en aquellos cráneos que indujera a pensar que pertenecieran a seres con un alto grado de idiocia o cretinismo, o siquiera en la posibilidad de que fueran restos de antropoides prehistóricos.

Por encima de los escalones rebosantes de inmundicia se abría en forma de arco un pasadizo en descenso, que parecía labrado en la roca viva, por el que circulaba una corriente de aire. Pero aquella corriente no era una bocanada brusca y hedionda cual si de una cripta cerrada se tratase, sino una agradable brisa con algo de aire fresco. Tras detenernos un momento, nos aprestamos, en medio de un general escalofrío, a abrirnos paso escalera abajo. Fue entonces cuando sir William, tras examinar atentamente los labrados muros, hizo la sorprendente observación de que el pasadizo, a tenor de la dirección de los golpes, parecía haber sido labrado desde abajo.

Ahora debo meditar detenidamente lo que digo y elegir con sumo cuidado las palabras.

Tras abrirnos paso unos escalones a través de los roídos huesos, vimos una luz frente a nosotros; no se trataba de una fosforescencia mística ni nada por el estilo, sino de luz solar filtrada que no podía proceder sino de ignotas fisuras abiertas en el precipicio que se erigía sobre el desolado valle. No tenía nada de particular que nadie desde el exterior hubiera parado mientes en aquellas rendijas, pues aparte de estar el valle totalmente despoblado la altura y pendiente del precipicio eran tales que sólo un aeronauta podría estudiar su cara en detalle. Unos pasos más y nuestro aliento quedó literalmente arrebatado ante el espectáculo que se nos ofrecía a la vista; tan literalmente, que Thornton, el investigador de lo síquico, cayó desmayado en los brazos del aturdido expedicionario que marchaba detrás suyo. Norrys, con su rechoncha cara totalmente lívida y fláccida, se limitó a lanzar un grito inarticulado, y en cuanto a mí creo que emití un resuello o siseo y me tapé los ojos.

El hombre que marchaba detrás de mí -el único componente del grupo de más edad que yo- profirió el manido «¡Dios mío!» con la más quebrada voz que recuerdo. Del total de los siete expedicionarios, sólo sir William Brinton conservó el aplomo, algo que debe apuntársele en su haber, sobre todo si se tiene en cuenta que encabezaba el grupo y, por tanto, debió ser el primero en verlo todo.

Nos encontrábamos ante una gruta iluminada por una tenue luz y enormemente alta, que se prolongaba más allá del campo de nuestra visión. Todo un mundo subterráneo de infinito misterio y horribles premoniciones se abría ante nosotros. Allí podían verse edificaciones y otros restos arquitectónicos -con una mirada presa de terror divisé un extraño túmulo, un imponente círculo de monolitos, unas ruinas romanas de baja bóveda, una pira funeraria sajona derruida y una primitiva construcción inglesa de madera-, pero todo quedaba empequeñecido ante el repulsivo espectáculo que podía divisarse hasta donde llegaba la vista: unos metros más allá de donde acababa la escalera se extendía por todo el recinto una demencial maraña de huesos humanos, o al menos igual de humanos que los que habíamos visto unos metros atrás. Como un mar de espuma, aquellos huesos cubrían todo el ámbito que abarcaba la vista, unos sueltos, otros articulados total o parcialmente como esqueletos; estos últimos se encontraban en posturas que reflejaban un diabólico frenesí, como si estuviesen repeliendo alguna amenaza o aferrando otros cuerpos con intenciones caníbales.

Cuando el doctor Trask, el antropólogo del grupo, se detuvo para examinar e identificar los cráneos, se encontró con que estaban formados por una mezcolanza degradada que le sumió en el más completo estupor. En su mayoría, aquellos restos pertenecían a seres muy por debajo del hombre de Pilrdown en la escala de la evolución, pero en cualquier caso eran, sin la menor duda, de origen humano. Muchos eran de grado superior, y sólo unos pocos eran cráneos de seres con los sentidos y el cerebro plenamente desarrollados. No había hueso que no estuviera roído, sobre todo por ratas, pero también por otros seres de aquella jauría semihumana. Mezclados con ellos podían verse muchos huesecillos de ratas, guerreros caídos del letal ejército que había cerrado un antiguo ciclo épico.

Dudo que alguno de nosotros conservase su lucidez a lo largo de aquel día de horrorosos descubrimientos. Ni Hoffmann ni Huysmans podían imaginarse una escena más asombrosamente increíble, más atrozmente repulsiva, ni más góticamente grotesca que la que se ofrecía a la vista de aquella sombría gruta por la que los siete expedicionarios avanzábamos a tumbos... Íbamos de revelación en revelación, a la vez que tratábamos de evitar todo pensamiento que se nos viniera a la cabeza sobre lo que pudiera haber acaecido en aquel lugar trescientos, mil, dos mil o quién sabe si diez mil años atrás. Aquel lugar era la antesala del infierno, y el pobre Thornton volvió a desmayarse cuando Trask le dijo que algunos de aquellos esqueletos debían descender de cuadrúpedos a lo largo de las veinte o más generaciones que les precedieron.

A un horror seguía otro cuando empezamos a interpretar las ruinas arquitectónicas. Los seres cuadrúpedos -y sus ocasionales reclutas procedentes de las filas bípedas- habían vivido encerrados en cuévanos de piedra, de donde debieron escapar en su delirio final provocado por el hambre o el miedo a los roedores. Por legiones se contaban las ratas, cebadas evidentemente por la ingestión de las verduras ordinarias cuyos residuos podían aún encontrarse a modo de ponzoñoso ensilaje en el fondo de grandes recipientes de piedra prerromanos. Ahora comprendía por qué mis antepasados tenían aquellos huertos tan inmensos. ¡Ojalá pudiera relegarlo todo al olvido! No me hizo falta inquirir sobre lo que se proponían aquellas infernales bandadas de roedores.

Sir William, de pie y enfocando con su linterna la ruina romana, tradujo en voz alta el más sorprendente ritual que jamás haya conocido y habló de la dieta alimenticia del culto antediluviano que los sacerdotes de Cibeles encontraron y entremezclaron con el suyo propio.

Norrys, acostumbrado como estaba a la vida de las trincheras, no podía caminar derecho al salir de la construcción inglesa. El edificio en cuestión era una carnicería y una cocina -justo lo que Norrys esperaba encontrar-, pero ya no era tan normal ver utensilios ingleses familiares en semejante lugar y poder leer inscripciones inglesas que resultaban conocidas, algunas de fecha tan cercana como 1610. Yo no pude entrar en el edificio, aquel edificio testigo de diabólicas celebraciones que sólo se vieron interrumpidas por la daga de mi antepasado Walter de la Poer.

Sí me aventuré a entrar en lo que resultó ser el edificio bajo sajón cuya puerta de roble se hallaba en el suelo y en él me encontré una impresionante hilera de diez celdas de piedra con herrumbrosos barrotes. Tres tenían ocupantes, todos ellos esqueletos de grado superior, y en el huesudo dedo índice de uno de ellos pude ver un sello con mi escudo de armas. Sir William encontró una cripta con celdas aún más antiguas debajo de la capilla romana, pero en este caso las celdas estaban vacías. Debajo había una cripta de techo bajo llena de nichos con huesos alineados, algunos de los cuales mostraban terribles inscripciones geométricas esculpidas en latín, en griego y en la lengua de Frigia.

Mientras tanto, el doctor Trask había abierto uno de los túmulos prehistóricos descubriendo en su interior unos cráneos de escasa capacidad, poco más desarrollados que los de los gorilas, con unos signos ideográficos indescifrables. Mi gato permaneció imperturbable ante todo aquel espectáculo. En una ocasión lo vi pavorosamente subido encima de una montaña de huesos, y me pregunté qué secretos podrían ocultarse tras aquellos relampagueantes ojos amarillos.

Tras habernos hecho una ligera idea de las espantosas revelaciones que se escondían en aquella parte de la sombría cueva -lugar aquél tan horriblemente presagiado en mi recurrente sueño- volvimos a aquel aparente abismo sin fin, a la nocturnal caverna en donde ni un solo rayo de luz se filtraba a través del precipicio. Jamás sabremos qué invisibles mundos estigios se abrían más allá de la pequeña distancia que recorrimos, pues no creímos que el conocimiento de tales secretos pudiera redundar en pro de la humanidad. Pero había suficientes cosas en las que fijarnos en torno nuestro, pues apenas habíamos dado unos pasos cuando la luz de los focos puso al descubierto la espeluznante infinidad de pozos en que las ratas se habían dado festín y cuyo repentino agotamiento fue la causa de que el ejército de famélicos roedores se lanzaran, en un primer momento, sobre los rebaños vivos de hambrientos seres, y luego se escapara en tropel del priorato en aquella histórica y devastadora orgía que jamás olvidarán los vecinos del lugar.

¡Dios mío! ¡Qué inmundos pozos de quebrados y descarnados huesos y abiertos cráneos! ¡Qué simas de pesadilla rebosantes de huesos de pitecántropos, celtas, romanos e ingleses de incontables centurias de vida no cristiana! En unos casos estaban repletos y sería imposible decir qué profundidad tuvieron en otro tiempo. En otros, la luz de nuestros focos no llegaba siquiera al fondo y se los veía abarrotados de las más increíbles cosas. ¿Y qué habría sido, pensé, de las desventuradas ratas que se dieron de bruces con aquellos cepos en medio de la oscuridad de tan horripilante Tártaro?

En cierta ocasión mi pie casi se introdujo en un horrible foso abierto, haciéndome pasar unos instantes de terror extático. Debí quedarme absorto un buen rato, pues salvo al capitán Norrys no pude ver a nadie del grupo. Seguidamente, se oyó un sonido procedente de aquella tenebrosa e infinita distancia que creí reconocer, y vi a mi viejo gato negro pasar raudo delante de mí como si fuese un alado dios egipcio que se dirigiese a los insondables abismos de lo desconocido. Pero el ruido no se oía tan lejano, pues al instante comprendí perfectamente de qué se trataba: era de nuevo el espantado corretear de aquellas endiabladas ratas, siempre a la búsqueda de nuevos horrores y decididas a que las siguiera hasta aquellas intrincadas cavernas del centro de la tierra donde Nyarlathotep, el enloquecido dios sin rostro, aúlla a ciegas en la más tenebrosa oscuridad a los acordes de dos necios y amorfos flautistas.

Mi foco se apagó, pero no por ello dejé de correr. Oía voces, alaridos y ecos, pero por encima de todo percibía ligeramente aquel abominable e inconfundible corretear, en un principio tenuemente y luego con mayor intensidad, como un cadáver rígido e hinchado se desliza mansamente por la corriente de un río de grasa que discurre bajó infinitos puentes de ónix hasta desembocar en un negro y putrefacto mar.

Algo me rozó, algo fláccido y rechoncho. Debían ser las ratas; ese viscoso, gelatinoso y famélico ejército que halla deleite en vivos y muertos... ¿Por qué no iban a comer las ratas a un De la Poer si los De la Poer no se recataban de comer cosas prohibidas?... La guerra se comió a mi hijo, ¡al diablo todos!... y las llamas yanquis devoraron Carfax, reduciendo a cenizas al viejo Delapore y al secreto de la familia... ¡No, no, repito que no soy el demonio porquero de la oscura gruta! No era la gordinflona cara de Edward Norrys lo que había encima de aquel fláccido ser fungiforme. El seguía vivo, pero mi hijo murió... ¿Cómo pueden ser propiedad de un Norrys las tierras de un De la Poer?... Es vudú, te lo digo yo... esa serpiente moteada... ¡Maldito Thornton, te enseñaré a desmayarte ante las obras de mi familia! ¡Por los clavos de Cristo, canalla!, te va gustar de la sangre... pero ¿es que quieren que los siga por estos infernales recovecos?... ¡Magna Mater! ¡Magna Mater!... Atys... Dia ad aghaidh ad aodaun... ¡agus bas dunach ort! . . .¡Dhonas dholas ort, agus eat-sa!... Ungl... ungl... rrlh... cbcbch...

Estas cosas y otras, según cuentan, decía yo cuando me encontraron en medio de las tinieblas tres horas después. Estaba agazapado en aquella tenebrosa oscuridad sobre el cuerpo rechoncho y a medio devorar del capitán Norrys, mientras Negrito se abalanzaba sobre mí y me desgarraba la garganta.

Pero ya ha pasado todo: Exham Priory ha volado por los aires, se han llevado de mi lado a mi viejo gato negro, me han encerrado en esta enrejada habitación de Hanwell, y espantosos rumores circulan acerca de mi heredad y de lo que me acaeció en ella. Thornton está en la habitación de al lado, pero no me dejan hablar con él. Tratan, asimismo, de que no lleguen al dominio público la mayoría de las cosas que se saben sobre el priorato. Siempre que hablo del pobre Norrys me acusan de haber cometido algo horrible, pero deberían saber que no lo hice yo. Deberían saber que fueron las ratas, las escurridizas e insaciables ratas con su continuo ajetreo que no me deja conciliar el sueño, las endiabladas ratas que corretean tras los acolchados muros de la habitación en que ahora me encuentro y me reclaman para que las siga en pos de horrores que no pueden compararse con los hasta ahora conocidos, las ratas que ellos no pueden oír, las ratas, las ratas de las paredes.

H. P. Lovecraft

Edited by astaroth1 - 7/7/2015, 18:57
 
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nubarus
view post Posted on 19/10/2008, 06:21




La Geomatria en la Obra de Lovecraft

Les pondré un texto sobre un análisis basado en la Gematria de la obra de Lovecraft bastante interesante.

Comencemos, la gematria consiste esencialmente en asignar valores numéricos a las letras del alfabeto, de lo cual se derivan valores numéricos para las palabras, que se asocian entonces simbólica o místicamente con otras palabras que tengan valores numéricos parecidos.

Vamos ahora con el estudio Geomatrico sobre Cthulhu. Para empezar, cogeremos las siguientes letras, C-D-W-L-H. La pronunciación de estas letras es kadulhu, que es una forma hebrea de Cthulhu.

A través de cinco métodos geomatricos examinaremos los valores numéricos que tiene esta palabra.

Método 1. Según este método básico, Cthulhu tiene un valor de 53, o sea C=8 + D=4 + W=6 + L=30 + H=5.

Método 2. Según el método del numero pequeño, Cthulhu posee el valor de 26, o sea C=8 + D=4 + W=6 + L=3 + H=5.

Método 3.En este metodo sumaremos el valor del cuadrado de cada letra y nos sale 1041, es decir C=8*8=64 + D=4*4=16 + W=6*6=36 + L=30*30=900 + H=5*5=25.

Método 4. El siguiente método denominado de las series, que consiste en sumar el valor de todas las letras precedentes suma 187, o sea C=1+2+3+4+5+6+7+8=36 + D=1+..+4=10 + W=1+..+6=21 + L=1+..+30=105 + H=1+..+5=15.

Método 5. Este ultimo método es el del rellenado, que nos indica que C se deletrea CYT=8+10+400=418, D es DLT=434, W es WYW=22, L es LMD=74, H es HH=10. Sumando todo esto llegamos al valor de 958 y añadimos, mediante una regla especial que nos permite sumar al total el numero de letras de la palabra, 5, con lo que nos queda 963.

Una vez acabamos con los cinco métodos examinaremos el significado de los cinco números gematricos que posee el nombre de Cthulhu.

Examinemos el primer numero. Vemos que no es un numero cualquiera, ese numero es exactamente el mismo que el valor gematrico de Dios en Hebreo, o sea Jehovah (YHWH=26 ). Esto significa que Cthulhu o es una parte de Dios o es un nombre alternativo a El. Por otra parte podría ser algo que intenta reemplazar a Dios, y como veremos ahora es para mi la interpretación correcta.

Examinemos ahora el 53, este numero es una unidad superior al de Dios calculado por el método 5. Queda así demostrado que Cthulhu quiere reemplazar a Dios. Nótese también que 26+26 es 52, que es el valor de Dios por el método 5. Del mismo modo el 187 queda un punto por encima de Dios cuando utilizamos el método 3 YHWH.

Dios en Hebreo posee además otros tres nombres. Asi tenemos 'LHIM, que se pronuncia Elohim, 'L pronunciado El, y 'LWH pronunciado Eloah. Si cogemos el valor gematrico del ultimo de los nombres, Eloah, LWH por el método 3 le corresponde el 962, que es de nuevo una unidad menos que el valor de Cthulhu por el metodo 5 ( 963).

Así pues la Gematria nos indica que Cthulhu es un ser que intenta imponerse a Dios y reemplazarlo.

Sin embargo el ultimo valor de Cthulhu es el mas curioso. El 1041.

En la Biblia, los poderes de la oscuridad los representa de vez en cuando una bestia monstruosa denominada Leviatán. Según algunos pasajes de la Biblia, el Leviatán es un monstruo que vive en el mar, que va contra Dios, y que ha sido capturado por este. En hebreo Leviatán se escribe LWYTN, y su valor gematrico por el método uno de 1146. Utilizando una regla especial que nos permite añadir uno al resultado nos queda 1147. Como he dicho antes 'L es un nombre de Dios en hebreo, que por el método 5 nos da el valor de 1+105=106.

Si ahora le restamos al valor de Leviatán(1147) el valor de Dios(106) nos da 1041, que no es nada mas ni nada menos que el valor de Cthulhu, 1041.

Cthulhu es por tanto el Leviatán si se retira el poder controlador de Dios. Es el poder de la oscuridad desencadenado. Es Leviatán desencadenado y libre de Dios.
 
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nubarus
view post Posted on 24/11/2008, 03:07




LA CIUDAD SIN NOMBRE


Cuando me aproximé a la ciudad sin nombre, comprendí que estaba maldita. Recorría un valle terrible y reseco a la luz de la luna, y la vislumbré a lo lejos, resaltando de forma increíble sobre la arena, tal como los miembros de un cadáver podrían sobresalir de una tumba poco profunda. El miedo se albergaba en ese vetusto superviviente del diluvio, esa tatarabuela de la más antigua de las pirámides; y había un aura invisible que me rechazaba, instándome a renunciar a los antiguos y siniestros secretos que ningún hombre debe contemplar, y a los que ningún hombre había osado nunca acercarse.
La ciudad sin nombre se halla perdida en lo más profundo del desierto de Arabia, desmantelada y en ruinas, C()n sus bajos muros ocultos por las arenas de incalculables edades. Debía estar en tal estado ya antes de que colocasen la primera piedra de Menfis, y mientras los ladrillos de Babilonia estaban aún por cocer. No hay leyenda tan antigua como para recoger su nombre o recordar cuando aún estaba viva, pero se la menciona en susurros en torno a los fuegos de campamento y es mentada por las abuelas en las tiendas de los jeques, por lo que todas las tribus la evitan sin saber muy bien por qué. Fue con este lugar que Abdul Alhazred, el poeta loco, soñó la noche anterior a cantar su inexplicable pareado:

«Que no está muerto lo que puede yacer eternamente, Y en los eones por venir aun la muerte puede morir. »


Debí haber sabido que los árabes tenían buenas razones para evitar la ciudad sin nombre, la ciudad citada en extraños cuentos, pero nunca vista por hombres vivos; sin embargo, yo los desafié, adentrándome con mi camello en el desierto no hollado. Tan sólo yo la he visto, y es por eso que ningún otro semblante luce unas líneas de miedo tan espantosas como las mías, por lo que ningún otro hombre tiembla de una forma tan horrible cuando el viento nocturno hace estremecer las ventanas. Cuando la descubrí en esa horrible quietud de sueño eterno, me miró estremecida por los rayos de una luna fría en mitad del calor del desierto. Y, al devolver la mirada, se esfumó la alegría de hallarla, y me detuve con mi camello a la espera del alba.
Aguardé cuatro horas, hasta que el este viró al gris y las estrellas se esfumaron, y el gris se tornó claridad rosácea ribeteada de oro. Escuché un lamento y vi una tormenta de arena que se arremolinaba entre las antiguas piedras aunque el cielo estaba claro y los vastos horizontes del desierto calmos. Entonces, de súbito, sobre el lejano borde del desierto, se alzó el ardiente filo del sol, entrevisto a través de la pequeña tormenta de arena que ahora se alejaba, y en mi febril estado creí que, desde alguna profundidad remota, se alzaba un musical estruendo metálico para saludar al fiero disco, tal y como Memnón lo saludaba a orillas del Nilo. Mis oídos zumbaban y mi imaginación se desbocaba según guiaba lentamente a mi camello por las arenas hacia aquel anónimo lugar de piedra; ese lugar demasiado viejo para que Egipto y Meroe pudieran recordarlo; el lugar que sólo yo, entre toda la humanidad, he contemplado.
Merodeé de un lado para otro, entre los informes cimientos de casas y palmeras, sin encontrar ni una talla o inscripción que hablase de aquellos hombres, si hombres eran, que construyeran la ciudad y viviesen en su interior tanto tiempo atrás. La antigüedad del sitio resultaba malsana y porfié en la búsqueda de algún signo o aparato que probase que la ciudad, en efecto, era obra de la humanidad. Ciertas proporciones y dimensiones de las ruinas me disgustaban. Acarreaba conmigo algunas herramientas y excavé generosamente entre los muros de los edificios en ruinas; pero los progresos eran lentos y no apareció nada de relevancia. Cuando volvieron la noche y la luna, sentí un viento frío que traía miedos nuevos, así que no me atreví a continuar en la ciudad. Al abandonar las antiguas murallas para la pernocta, un pequeño torbellino de arena se abalanzó a mis espaldas, soplando sobre las piedras grises a pesar de que la luna brillaba y el resto del desierto estaba en calma.
Me desperté al alba saliendo de un carrusel de sueños horribles, los oídos aún repicando con algún tañido metálico. Vi al sol asomar rojizo entre los últimos soplos de la pequeña tormenta de arena que flotaba sobre la ciudad sin nombre, acentuando la quietud del resto del paisaje. De nuevo me aventuré entre aquellas meditabundas ruinas que se insinuaban bajo las arenas como un ogro bajo un cobertor, y de nuevo estuve excavando en vano en busca de restos de la raza olvidada. Descansé a mediodía, y por la tarde empleé mucho tiempo marcando las murallas y las calles pretéritas, así como los contornos de edificios casi desaparecidos. Comprobé que había sido una ciudad poderosa, y me pregunté por el origen de su grandeza. Me pinté todo el esplendor de una era tan antigua que los caldeos no podían recordarla, y pensé en Sarnath la maldita, que se levantaba en la tierra de Manar cuando la humanidad era joven, y en Ib, que fuera esculpida en piedra gris antes del alba de la humanidad.
Una vez llegué a un lugar donde el lecho de roca asomaba desnudo a través 'de la arena, formando un pequeño risco, y aquí vi con alegría lo que parecía prometer nuevas pistas sobre el pueblo antediluviano. Burdamente cinceladas en la cara del risco, se hallaban inconfundibles fachadas de varias moradas o templos pequeños y rechonchos, en cuyo interior podían conservarse multitud de secretos procedentes de eras demasiado remotas para ser calculadas, aunque las tormentas de arena hubieran borrado mucho tiempo atrás cualquier talla que pudiera haber existido en el exterior.
Todas las oscuras aberturas que encontré cercanas eran muy bajas y se hallaban ocluidas por la arena, pero yo franqueé una con mi pala y me arrastré hasta el interior, llevando una antorcha para alumbrar cualesquiera secreto que albergase en su seno. Una vez dentro, comprobé que sin duda la caverna se trataba de un templo y contemplé señales evidentes de la raza que viviera y adorara allí antes de que el desierto fuera tal. No faltaban primitivos altares, columnas y nichos, todos curiosamente bajos; aunque no distinguí esculturas ni frescos, había piedras muy singulares conformadas claramente, por medios artificiales, para convertirse en símbolos. La poca altura de la estancia cincelada resultaba de lo más extraña, ya que yo no podía pasar sino de rodillas, y sin embargo el lugar era tan amplio que mi antorcha no podía revelar de una vez sino partes. Me estremecí de forma extraña ante alguna de las esquinas más alejadas, ya que ciertos altares y piedras sugerían olvidados ritos de naturaleza terrible, enervante e inexplicable, y me llevó a preguntarme sobre qué clase de hombres podían haber hecho y frecuentado tal templo. Cuando hube visto cuanto contenía el lugar, me arrastré afuera, ávido de descubrir lo que pudieran ofrecer templos restantes.
La noche estaba ahora próxima, aunque las cosas palpables que viera hacían que la curiosidad sobrepasase al miedo, por lo que no huí de las largas sombras lunares que me desalentaron la primera vez que vi la ciudad sin nombre. A la luz del crepúsculo despejé una nueva abertura y, con otra antorcha, me arrastré al interior, encontrando más piedras y símbolos imprecisos, aunque nada más definido de lo que había contenido el otro templo. La estancia era igualmente baja, pero menos amplia, finalizando en un pasadizo sumamente angosto, rematado con nichos oscuros y misteriosos. Indagaba en tales nichos cuando el ruido de viento, así como los de mi camello en el exterior, quebraron el silencio y me obligaron a retroceder para investigar qué pudiera haber asustado a la bestia.
La luna resplandecía extraordinariamente sobre las primitivas ruinas, iluminando una espesa nube de arena aparentemente alzada en alas de un viento fuerte, aunque ya en disminución, que soplaba desde algún punto del risco de delante. Yo sabía que era este viento frío y arenoso el que había asustado al camello y estaba a punto de conducirlo hasta algún lugar más abrigado cuando acerté a mirar y vi que no había viento en la parte alta del risco. Eso me produjo asombro, y me hizo sentir de nuevo el miedo, pero inmediatamente recordé los bruscos vientos localizados que viera y oyera al alba y al ocaso, y decidí que se trataba de algo normal. Supuse que procedía de alguna fisura en la roca, conducente a una cueva, y observé las alborotadas arenas para descubrir su origen; pronto comprobé que procedía de la negra abertura de un templo muy al sur de donde yo me hallaba, casi fuera de la vista. Luchando contra la asfixiante nube de arena, me encaminé laboriosamente hacia ese templo que, según me acercaba, parecía bastante mayor que el resto y mostraba una abertura menos bloqueada por la arena apelmazada. Podría haber accedido de no mediar la terrorífica fuerza del viento helado, que casi llegó a apagar mi antorcha. Surgía rabioso del oscuro portal, suspirando de forma inquietante mientras agitaba la arena, dispersándola por las extrañas ruinas. Pronto amainó y la arena fue aquietándose, hasta que al final estuvo calma; pero una presencia parecía merodear entre las espectrales piedras de la ciudad y, cuando lancé una ojeada a la luna, ésta pareció temblar como si se reflejase en aguas inquietas. Me sentía más espantado de lo que soy capaz de explicar, pero no lo bastante como para apagar mi sed de maravillas, así que tan pronto como el viento hubo amainado lo bastante me introduje en la estancia oscurecida de la que este brotaba.
Este templo, tal como supusiera desde el exterior, resultaba mayor que cualquiera de los visitados antes, y se trataba presumiblemente de una caverna natural, ya que albergaba vientos procedentes de algún lugar situado más allá. Aquí pude mantenerme erecto hasta cierto punto, pero descubrí que las piedras y altares eran tan bajos como en los demás templos. Por primera vez, advertí en los muros sinuosos trazos de pintura que casi se habían desvanecido o descascarillado, y en dos de los altares, con creciente excitación, descubrí un laberinto de tallas curvilíneas bien realizadas. Según sostenía en alto la antorcha, me pareció que la forma del techo era demasiado regular para ser natural, y me pregunté qué prehistóricos canteros lo habrían trabajado. Su habilidad técnica debió ser notable.
Entonces, un fogonazo de la caprichosa antorcha me mostró lo que buscaba, la apertura hacia aquellos remotos abismos de donde provenía el repentino viento, y me sentí desfallecer al comprobar que se trataba de una puerta pequeña y obviamente artificial abierta en la roca viva. Adelanté mi antorcha, contemplando un túnel negro con un techo que se arqueaba sobre una tosca escalera de peldaños muy pequeños, numerosos y muy pronunciados. Siempre veré esos peldaños en mis sueños, ya que llegué a conocer lo que significaban. En ese instante apenas sabía si darles el nombre de peldaños o el de simples resaltes para los pies en un vertiginoso descenso. Mi cabeza bullía de locas ideas, y las palabras y advertencias de los profetas árabes parecían flotar cruzando el desierto desde las tierras conocidas por los hombres hasta llegar a esa ciudad sin nombre que la humanidad no se atreve a conocer. Aunque tan sólo dudé un instante antes de precipitarme a través del portal y comenzar a descender con cautela por el empinado pasaje, los pies por delante, como en una escala de mano.
Tan sólo en las terribles fantasías de las drogas o el delirio puede ningún otro hombre haber realizado un descenso similar. El angosto pasaje iba hacia abajo sin fin, como si se tratase de algún odioso pozo fantasmal, y la antorcha alzada sobre la cabeza no llegaba a iluminar las desconocidas profundidades hacia las que me deslizaba. Perdí la cuenta del tiempo y olvidé consultar el reloj, aun cuando me sentía espantado al pensar en la distancia que debía haber recorrido. Había giros en la dirección y la pendiente, y una vez alcancé un pasadizo largo, bajo, nivelado, por el que hube de arrastrarme con los pies delante a lo largo del suelo rocoso, manteniendo la antorcha todo lo apartada de la cabeza que me daban los brazos. El sitio no era lo bastante alto como para ponerse de rodillas. Tras de eso llegaron más escalones empinados y yo aún iba deslizándome sin fin cuando mi debilitada antorcha se apagó. No creo haberlo notado en el momento, ya que cuando me di cuenta aún la sujetaba en alto, como si todavía ardiera. Yo estaba bastante desequilibrado por culpa de esa ansia de lo extraño y lo desconocido que ha hecho de mí un vagabundo y un buscador de lugares lejanos, antiguos y prohibidos.
En la oscuridad relampaguearon en el interior de mi cabeza fragmentos de mi adorado compendio de saberes demoníacos; máximas de Alhazred, el árabe loco; párrafos de apócrifas pesadillas de Damascio e infames sentencias del delirante Image du Monde de Gauthier de Metz. Repetía extraños extractos y musitaba sobre Afrasiab y los demonios que flotan en su compañía Oxus abajo, canturreando por -último una y otra vez una frase de uno de los cuentos de lord Dunsany… «La quieta negrura del abismo». En cierto momento en que el descenso se hizo asombrosamente rápido, recité monótonamente algo de Thomas Moore hasta que tuve miedo de entonarlo más:

« Una alberca de oscuridad, negra
Como caldero de brujas colmado
Con drogas de luna en eclipse destiladas.
Agachándome a ver si se podía pasar
Por ese abismo, vi, abajo,
Hasta donde alcanzaba la vista,
los costados del malecón tersos como el cristal
luciendo como recién untados
con esa pez oscura que el Mar de la Muerte
Arroja a sus costas fangosas. »


El tiempo casi había cesado en su curso cuando mi pie sintió de nuevo suelo nivelado, y yo me descubrí en un lugar ligeramente más alto que las estancias de los dos templos más pequeños, ahora a una distancia incalculable por encima de mi cabeza. No pude incorporarme, pero sí ponerme de rodillas, y me deslicé y me arrastré de acá para allá sin rumbo en la oscuridad. Pronto comprendí que me encontraba en un estrecho pasadizo en cuyos muros se alineaban recipientes de madera con el frente de cristal. Que en este sitio abismal y paleozoico pudiera palpar cosas tales como madera pulida y cristal me hizo estremecer por las posibles implicaciones. Las cajas estaban en apariencia ordenadas a lo largo de los lados del pasadizo, a intervalos regulares, y eran oblongas, colocadas horizontalmente, espantosamente similares por su forma y tamaño a ataúdes. Cuando traté de mover dos o tres para su posterior examen, descubrí que se hallaban firmemente aseguradas.
Descubrí que el pasadizo era de gran longitud, y me arrastré adelante con rapidez, reptando de una forma que hubiera resultado horrible para un hipotético observador situado en la negrura; ocasionalmente cruzaba de lado a lado para tantear las proximidades y cerciorarme de que los muros y las hileras de cajas aún seguían ahí. El hombre se halla tan habituado a pensar en forma visual que yo casi olvidaba la oscuridad y me representaba el interminable corredor de madera y cristal con su angosta monotonía como si pudiera verlo. Y luego, en un momento de indescriptible emoción, así fue.
No podría indicar el momento exacto en que mi fantasía dejó paso a una visión real; pero delante surgió gradualmente un resplandor, y al cabo comprendí que me hallaba ante los tenues perfiles del corredor y las cajas, revelados por alguna desconocida fosforescencia subterránea. Por un breve instante todo fue tal y como lo había imaginado, aunque el resplandor resultaba sumamente débil; pero mientras me afanaba mecánicamente en dirección a la luz, descubrí que mi fantasía había sido escasa. Esta sala no contenía toscos restos como los templos de la ciudad superior, sino un tesoro de arte mucho más magnificente y exótico. Diseños e imágenes ricas, vívidas y osadamente fantásticas formaban una especie de mural continuo cuyas líneas y colores se situaban más allá de cualquier descripción. Las cajas eran de una extraña madera dorada, con exquisitos frontales de cristal y albergando los cuerpos momificados de criaturas que sobrepasaban en extravagancia a los más caóticos sueños del hombre.
Resulta imposible hacerse una idea de tales monstruosidades. Eran reptilescas, con siluetas que sugerían a veces un cocodrilo, a veces una foca, pero más a menudo nada de lo que naturalistas o paleontólogos puedan haber conocido jamás. Su tamaño equivalía aproximadamente al de un hombre pequeño, y sus miembros superiores lucían pies delicados y evidentemente flexibles, curiosamente parecidos a manos y pies humanos. Pero lo más extraño de todo eran sus cabezas, que mostraban formas que desafiaban todos los principios biológicos conocidos. No podría comparar esas cosas con nada... de pasado podría establecer relación con seres tan dispares como el gato, el bulldog, el fabuloso sátiro y el ser humano. Ni siquiera el mismo Júpiter lució frente tan colosal, aunque los cuernos, la ausencia de nariz y esas fauces de aligator colocaba a aquellos seres al margen de cualquier categoría establecida. Dudé por un momento de la realidad de las momias, recelando a medias que se tratase de ídolos artificiales, pero pronto decidí que se trataba efectivamente de alguna especie paleógena que existía cuando la ciudad sin nombre aún estaba viva. Para culminar lo grotesco, la mayoría vestía esplendorosamente con los tejidos más costosos y se adornaba con ornamentos de oro, joyas y refulgentes metales desconocidos.
La importancia de esas criaturas reptantes debió ser inmensa, ya que ocupaban lugar preferente entre los extraordinarios dibujos en los frescos de muros y techo. Con un arte sin par habían sido representadas por el artista en su propio mundo, donde había ciudades y jardines acordes a sus dimensiones; y no pude por menos que pensar que su historia pintada era una alegoría, quizás representando el progreso de la raza que los había adorado. Tales criaturas, pensaba, eran para las gentes de la ciudad sin nombre lo que la loba fue para Roma o algunas bestias totémicas para ciertas tribus de indios.
Desde esa perspectiva, creí poder trazar a grandes rasgos la maravillosa epopeya de la ciudad sin nombre, el relato de una poderosa ciudad costera que gobernara el mundo antes de que África emergiera de las aguas, así como de sus convulsiones cuando el mar se retiró y el desierto llegó reptando hasta el fértil valle que la sustentaba. Contemplé sus guerras y sus triunfos, sus disensiones y derrotas, y su posterior y terrible lucha contra el desierto cuando cientos de sus habitantes -aquí alegóricamente representados por los grotescos reptiles- se vieron forzados a excavar de forma maravillosa las rocas con rumbo a otro mundo anunciado por sus profetas. Todo ello resultaba tremendamente extraordinario y realista, y su relación con el espantoso descenso efectuado era innegable. Incluso reconocí los pasadizos.
Mientras me deslizaba por el corredor hacia donde la luz era más brillante, contemplé posteriores estadios de la epopeya mostrada... el último adiós de una raza que habitara la ciudad sin nombre y su valle durante diez millones de años, la raza cuyos espíritus se mostraban reacios a dejar los lugares que sus cuerpos conocieran durante tanto tiempo, donde se habían establecido como nómadas en la juventud de la tierra, esculpiendo en la roca virgen aquellos santuarios primitivos donde nunca habían dejado de celebrar sus ritos. Ahora que gozaba de mejor luz, estudié con más detenimiento las pinturas y, recordando que los extraños reptiles debían representar a los hombres desconocidos, reflexioné acerca de las costumbres de la ciudad sin nombre. Había muchas cosas peculiares e inexplicables. La civilización, que incluía un alfabeto escrito, había llegado en apariencia hasta un nivel superior al de aquellas inconmensurablemente posteriores culturas de Egipto y Caldea, aunque existían curiosas omisiones. Por ejemplo, no pude encontrar pinturas representando muertes o costumbres funerarias, excepto en lo tocante a guerras, violencias y plagas; y me interrogué sobre esa reticencia ante lo que se refería a la muerte por causas naturales. Era como si hubiera una idea de inmortalidad terrena que hubiera sido fomentada hasta convertirse en una ilusión de lo más querida.
Aún más cerca del final del pasaje habían pintado escenas de la máxima imaginación y extravagancia; impactantes imágenes de la ciudad sin nombre en su proceso de desertización y ruina progresiva, y del extraño nuevo mundo o paraíso hacia el que la raza se había abierto paso a través de la roca. En tales panorámicas, la ciudad y el valle desierto se mostraban siempre a la luz de la luna, con un halo dorado aureolando los muros abatidos e insinuando a medias la espléndida perfección de los primeros tiempos, pintado por el artista en un estilo espectral y esquivo. Las escenas periodísticas resultaban casi demasiado estrafalarias para ser creíbles, retratando un mundo oculto de día eterno, colmado de gloriosas ciudades y etéreas colinas y valles. Muy al final creí distinguir signos de anticlímax artístico. Las pinturas resultaban menos habilidosas y mucho más estrafalarias que incluso la extravagancia de las primeras escenas. Parecían consignar una lenta decadencia de los antiguos valores unida a una creciente hostilidad contra el mundo exterior del que fueran desalojados por el desierto. Los cuerpos de las gentes -siempre retratadas mediante los sagrados reptiles- parecían menguar gradualmente, aunque sus espíritus, tal como se mostraban flotando sobre las ruinas a la luz de la luna, ganaban en proporción. Sacerdotes demacrados, representados como reptiles de ornados ropajes, maldecían el aire superior y todo cuanto lo respira, y una terrible escena final presentaba a un hombre de primitivo aspecto, quizás un pionero de la antigua Irem, la ciudad de las columnas, despedazado por las gentes de aquella raza más antigua. Recordé cuánto temían los árabes a la ciudad sin nombre y me congratulé de que más allá de aquel punto los muros y el techo grises estuvieran desnudos de pinturas.
Mientras observaba el despliegue de historia mural me había ido aproximando hasta muy cerca del salón de techos bajos, y reparé en un gran portal a través del que brotaba la fosforescencia que me daba luz. Arrastrándome hacia allí, prorrumpí en un
gran grito de tremendo asombro ante lo que había del otro lado, ya que en la otra y más brillante estancia se encontraba un ilimitado vacío de radiación uniforme, de forma que uno creería estar contemplando desde la cumbre del Everest un mar de brumas bañadas por el sol. A mis espaldas había un pasaje tan estrecho que no podía ponerme en pie; ante mí se encontraba una inmensidad de resplandor subterráneo.
Yendo del pasadizo al abismo se hallaba el primer tramo de una empinada escalera –peldaños pequeños y numerosos, parecidos a los de los negros pasajes que había atravesado–, pero al cabo de pocos metros los vapores resplandecientes lo ocultaban todo. Recostada contra el muro izquierdo del pasadizo se encontraba una pesada puerta de bronce, increíblemente gruesa y decorada con fantásticos bajorrelieves, que, de hallarse cerrada, separaría completamente el mundo interior de luz del de las criptas y los pasadizos de piedra. Observé los peldaños, y al principio no me atreví a aventurarme en ellos. Toqué la puerta abierta de bronce, y no pude moverla. Entonces me tumbé boca abajo sobre el suelo de piedra, con la mente inflamada por prodigiosas reflexiones que ni siquiera el cansancio mortal podían apartar.
Mientras yacía con los ojos cerrados, libre para pensar, multitud de cosas que notara de pasada en los frescos volvieron a mi memoria con significados nuevos y terribles... escenas que representaban la ciudad sin nombre en su apogeo, la vegetación del valle circundándola y las distantes tierras con las que comerciaban sus mercaderes. La alegoría de las criaturas reptantes me turbó por su gran preeminencia y me asombré de que se mantuviera tan a rajatabla en una historia pictórica de importancia tal. En los frescos la ciudad sin nombre era representada de acuerdo con las proporciones de los reptiles. Me pregunté cuáles serían sus proporciones reales y cuál la magnificencia alcanzada, y reflexioné un instante acerca de algunas incongruencias advertidas entre las ruinas. Curioso, pensé en las bajas dimensiones de los templos primigenios y los corredores subterráneos, que sin duda habían sido excavados en honor de las deidades reptilianas allí adoradas, aunque tal obligaría por fuerza a reptar a los fieles. Quizás los mismos ritos habían llevado aparejado el reptar en imitación de las criaturas. Ninguna teoría religiosa, empero, podía fácilmente explicar por qué el nivel del pasadizo en ese espantoso descenso había de resultar tan bajo como el de los templos... o menor, ya que en aquél uno no podía ponerse de rodillas. Mientras pensaba en las criaturas reptantes, aquellas formas momificadas que tan cerca estaban, sentí un nuevo espasmo de temor. Las asociaciones mentales son muy curiosas, y yo me encogí ante la idea de que, a excepción del pobre hombre primitivo despedazado en la última representación, la mía era la única forma humana entre aquella multitud de restos y símbolos de vida primordial.
Pero como siempre ha sido a lo largo de mi extraña y errabunda existencia, la maravilla pronto arrojó de mí el miedo, ya que el abismo luminoso y cuanto pudiera contener representaba un desafío digno del mayor de los exploradores. No me cabía duda de que un extraordinario mundo de misterio se encontraba al final de aquel tramo de peldaños extrañamente diminutos, y sentí el ansia de encontrar allí aquellos registros humanos que el corredor decorado no me diera. Los frescos me habían mostrado ciudades increíbles, colinas y valles en este territorio inferior, y mi fantasía se solazaba en las ricas y colosales ruinas que me estaban aguardando.
Mis temores, por supuesto, giraban en torno al pasado más que al futuro. Ni siquiera el horror físico de mi situación en ese minúsculo corredor de reptiles muertos y frescos antediluvianos, a kilómetros por debajo del mundo conocido y frente a otro mundo de sobrenaturales brumas y luces, podía competir con el miedo cerval que sentía ante la abismal antigüedad de las escenas y su esencia vital. Una antigüedad tan inmensa que hacía ridícula cualquier medida parecía acecharme desde las piedras primigenias y los templos cincelados de la ciudad sin nombre, mientras los postreros y sumamente impactantes mapas de los frescos mostraban océanos y continentes olvidados por el hombre, con sólo algún contorno vagamente familiar aquí y allá. De lo que pudiera haber ocurrido en las eras geológicas transcurridas desde el cese de las pinturas hasta que la raza acuciada por la muerte sucumbiera resentida ante su decadencia, nadie sabría decirlo. Esas cavernas y los territorios luminosos de más allá habían una vez rebosado de vida, pero ahora yo estaba solo junto a restos tangibles y me estremecía al pensar en las incontables edades durante las que esos restos habían aguardado en una espera silenciosa y solitaria.
Repentinamente sufrí otro golpe de ese miedo atroz que me asaltaba intermitentemente desde que viera por primera vez el terrible valle y la ciudad sin nombre bajo la fría luna, y a pesar de mi cansancio me descubrí levantándome frenético hasta una postura sentada y mirando hacia atrás por el corredor negro, hacia los túneles que ascendían al mundo exterior. Mis sensaciones eran muy parecidas a las que me llevaran a evitar la ciudad sin nombre durante la noche, y resultaban tan inexplicables como acuciantes. En otro instante, sin embargo, sufrí una impresión aún más grande, esta vez en forma de un sonido audible... el primero en romper el silencio total de aquellas profundidades parecidas a tumbas. Se trataba de un lamento bajo y profundo, como el de un coro lejano de espíritus condenados, y procedían de la dirección hacia la que yo estaba mirando. Crecía con rapidez, hasta que pronto estuvo reverberando espantosamente a través de los pasadizos bajos, y entonces me percaté de una creciente corriente de aire frío, similar a la que corría por los túneles en la ciudad superior. El toque de ese aire pareció restaurar mi equilibrio, ya que al instante recordé las ráfagas repentinas que se alzaran en torno a la abertura del abismo al alba y al ocaso, lo que de hecho me había servido para descubrir los túneles ocultos. Lancé una ojeada al reloj y vi que el alba estaba próxima, por lo que me agarré para resistir la ventolera que soplaría de vuelta a su cueva de origen de la misma forma que había salido al atardecer. Mi temor volvió a menguar, ya que un fenómeno natural acostumbra a disipar las cábalas sobre lo desconocido.
Más y más enloquecido se agolpaba en ese abismo del interior de la tierra aquel viento nocturno gritón y quejumbroso. Volví a tumbarme y me aferré en vano al suelo, temiendo ser arrastrado al abismo fosforescente a través de la puerta abierta. No había supuesto tal furia, y mientras me iba percatando de cierto deslizar de mi cuerpo hacia la sima, me vi asaltado por un centenar de nuevos terrores, fruto de las aprensiones y la imaginación. La malignidad del aire despertaba increíbles fantasías; de nuevo me comparé de golpe con la otra y única imagen humana de aquel espantoso corredor, el hombre despedazado por la raza sin nombre, ya que los demoníacos zarpazos de la turbulenta corriente parecían albergar una rabia vengadora aún mayor por cuanto resultaba impotente. Creo que grité frenético cerca del final -estaba casi loco-, pero si así lo hice, mis gritos se perdieron en la infernal babel de los aulladores fantasmas del viento. Intenté arrastrarme contra el mortífero torrente invisible, pero no logré asirme a ningún lado y me vi empujado lenta e inexorablemente hacia el mundo desconocido. Finalmente debí perder por completo la razón, ya que acabé por balbucear una y otra vez el inexplicable pareado del árabe loco Alhazred, que soñó con la ciudad sin nombre:

«Que no está muerto lo que puede yacer eternamente,
Y en los eones por venir aun la muerte puede morir.»


Sólo los sombríos y meditabundos dioses del desierto saben qué ocurrió en realidad... qué indescriptibles luchas y combates sostuve en la oscuridad, o si Abaddón me guió de vuelta a la vida, donde siempre habré de recordar y estremecerme, hasta que el olvido –o algo peor– me alcance, cuando sopla el viento nocturno. Aquello era monstruoso, antinatural, colosal... demasiado alejado de cualquier concepción que el hombre pueda albergar, excepto en esas condenadamente silenciosas horas de madrugada cuando uno no puede dormir.
He dicho que la furia del soplo racheado era infernal, cacodemoníaca, y que sus voces resultaban espantosas por la reprimida malignidad de desoladas eternidades. Ahora esas voces, aunque aún me resultaban caóticas, parecían, para mi trastornado cerebro, articular allí detrás; y allá abajo, en la fosa de antigüedades muertas durante innumerables eones, a leguas por debajo del mundo de los hombres, iluminado por el alba, escuché el espantoso maldecir y gruñir de demonios de extrañas lenguas. Volviéndome, vi perfilarse contra el luminoso éter del abismo lo que no podía distinguirse contra el polvo del corredor... una horda de pesadilla de veloces demonios, distorsionados por el odio, grotescamente ataviados, semitransparentes; demonios de una raza inconfundiblemente inhumana... los reptantes reptiles de la ciudad sin nombre.
Y mientras el viento aminoraba me vi sumido en las oscuridades pobladas por demonios de las entrañas de la tierra; ya que, tras la última de las criaturas, la gran puerta broncínea retumbó cerrándose con un ensordecedor estruendo de metales cuyas reverberaciones ascendieron vibrando hasta el mundo distante para saludar al sol naciente, tal y como hace Memnón desde las riberas del Nilo.
 
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nubarus
view post Posted on 24/11/2008, 15:23




LA ARCILLA DE INNSMOUTH

H. P LOVECRAFT Y AUGUST DERLETH


(terminado por derleth, sobre apuntes de lovecraft,postumamente)
* * *


Los acontecimientos relacionados con el extraño destino de mi
amigo el fallecido escultor Jeffrey Corey —si es que el término
«fallecido» se ajusta a la verdad— se iniciaron a su regreso de
París cuando, en el otoño de 1927, decidió alquilar una casita en la
costa, al sur de lnnsmouth. Corey procedía de una familia de prosapia
que estaba lejanamente emparentada con los Marsh de Innsmouth, si
bien dicho parentesco no le imponía obligación alguna de mantener
relaciones con estos sus parientes. En todo caso, existían ciertos
rumores sobre los solitarios y retraídos March que todavía vivían en
aquella ciudad portuaria de Massachussetts, y lo que en ellos se decía
no era lo más adecuado para inspirar a Corey ningún deseo de
anunciar su presencia en los alrededores.
Fui a visitarle un mes después de su llegada, acaecida en
diciembre de aquel año. Corey era un hombre relativamente joven, pues
todavía no había cumplido los cuarenta, y medía seis pies de estatura.
Tenía un cutis fino y lozano, exento de todo ornamento capilar, pero
llevaba el pelo bastante largo, según era entonces costumbre entre los
artistas del Barrio Latino de París. Poseía unos ojos azules muy
enérgicos y un rostro anguloso de mandíbula prominente que destacaba
en cualquier grupo de gente, y no sólo por su penetrante mirada, sino
también por el hecho insólito de que, debajo de la barbilla y de las
orejas y en la zona adyacente del cuello, tenía la piel anormalmente
gruesa y surcada de arrugas duras y entrelazadas. No era feo y sus
correctas facciones poseían una extraña cualidad hipnótica que solía
fascinar a quienes lo conocían por primera vez. Cuando fui a visitarle,
estaba bien instalado y había empezado a trabajar en una estatua de
Rima, la Mujer-Pájaro, que prometía convertirse en una de sus mejores
obras.
Tenía almacenadas provisiones para un mes, que habla ido a
comprar en Innsmouth, y le encontré más locuaz que de costumbre,
sobre todo acerca de sus lejanos parientes de esta ciudad, donde se
hablaba no poco de ellos, aunque tampoco abiertamente, en tiendas y
establecimientos públicos. Por reservados e insociables, los Marsh
despertaban cierta curiosidad natural en sus convecinos, y como esta
curiosidad nunca había quedado satisfecha del todo, se habla ido
formando en torno a ellos un cúmulo impresionante ‘de leyendas y
habladurías que se remontaban hasta cierta generación pasada, notable
esta por haberse dedicado al tráfico marítimo con las islas del Pacífico
meridional. Lo que se comentaba de ellos era demasiado vago y no
significaba nada para Corey, pero contenía tales insinuaciones sobre
horrores desconocidos que mi amigo confiaba en poder algún día
enterarse más a fondo. No es que él estuviera obsesionado con el tema,
sino que ——según explicó— se hablaba tanto de ello en el pueblo que
era prácticamente imposible ignorarlo.
Me dijo también que pensaba hacer una exposición para tantear
el mercado, hizo referencia a varios amigos de Paris y a sus años de
estudio en dicha capital, disertó brevemente sobre el vigor de las
esculturas de Epstein y comentó la alborotada situación política del
país. Cito estos temas de conversación para dejar patente que Co-rey
estaba perfectamente normal cuando le visité por primera vez tras su
regreso de Europa. Por supuesto, en Nueva York le había visto
fugazmente cuando llegó, pero no había hablado con él largo y tendido
como en aquel diciembre de 1927.
Antes de volver a verle, o sea, en el mes de marzo siguiente, recibí
una carta suya bastante asombrosa, cuyo meollo iba contenido en el
último párrafo, al cual parecía conducir, como a una apoteosis final, el
resto de la misiva.
«Quizá te hayas enterado por la prensa de ciertos hechos que han
ocurrido aquí en Innsmouth hace un mes. No tengo una información
clara de lo sucedido, pero tiene que haberse publicado en algún
periódico, aunque no desde luego en los de Massachussetts, que lo han
silenciado por completo. Lo único que he podido averiguar del asunto es
que se presentó en la ciudad un nutrido grupo de oficiales federales de
algún tipo y se llevaron a varios ciudadanos, entre ellos a algunos de
mis parientes, aunque no te sé decir a quiénes, pues todavía no me he
preocupado de enterarme ni siquiera de cuántos son. O eran, que
también puede ser. Lo que he podido averiguar en Innsmouth se refiere
a ciertos negocios montados con las islas del Pacífico, a los que
evidentemente se dedicaba todavía alguna compañía naviera de la
ciudad, por muy raro que esto pueda parecer, ya que los muelles están
prácticamente abandonados y además ya no sirven para los barcos de
ahora, que suelen tocar en puertos mayores y más modernos. Aparte
las razones que hayan motivado esa acción federal, está el hecho
indiscutible —y de mayor importancia para mí, como pronto verás— de
que, coincidiendo con la operación de Innsmouth, aparecieron varios
buques de guerra no muy lejos de la costa, en las cercanías del llamado
Arrecife del Diablo, y allí ¡arrojaron numerosas cargas de profundidad!
Las explosiones removieron de tal manera los fondos marinos que poco
después las mareas fueron trayendo a la orilla toda clase de residuos,
entre ellos una arcilla azul muy especial. A mí me recuerda mucho a
una arcilla de ese color que se podía encontrar en algunas zonas del
interior del país y que solía usarse para hacer ladrillos, sobre todo hace
años, cuando todavía no había métodos más modernos de fabricación.
Bueno, lo que importa es que cogí toda la arcilla que pude, antes de que
el mar se la volviera a llevar, y que me he puesto a modelar con ella una
figura completamente distinta de otras esculturas mías. La titulo
provisionalmente «Diosa Marina» y estoy entusiasmado porque promete
mucho. Cuando vengas la semana que viene, estoy seguro de que te
gustará todavía más que mi Rima.
Contrariamente a sus suposiciones, sin embargo, la nueva
estatua de Corey me produjo una extraña repulsión desde el primer
momento que la vi. Representaba una figura esbelta, excepto en su
estructura pélvica, que a mí me pareció demasiado pesada, y Corey
había decidido dotarla de membranas entre los dedos de los pies.
—¿ Por qué? — le pregunté.
—Pues no sé bien por qué —contestó-. La verdad es que no lo
tenía planeado, pero me salió así.
—-¿Y de esas especies de grietas en el cuello? ——me refería a
una zona que parecía haber sido retocada recientemente.
Se rió con cierto embarazo y asomó a sus ojos una extraña
expresión.
—También a mi me gustaría poder darte una explicación
satisfactoria de esas señales — dijo— La verdad es que ayer por la
mañana, al levantarme, descubrí que había debido levantarme en
sueños y ponerme a trabajar, pues ahí en el cuello, debajo de las orejas,
en ambos lados, había como unas grietas que parecían..., bueno, que
parecían branquias. Ahora estoy arreglando el estropicio.
—-Quizá le vayan bien las branquias a una «diosa marina» —
opiné.
—Yo creo que se las he debido poner en sueños por lo que oí
anteayer en Innsmouth, que fui a comprar algunas cosas que me
hacían falta. Nuevas habladurías sobre el clan de los Marsh. Según se
decía, parece que algunos miembros de la familia vivían encerrados por
propia voluntad a causa de ciertas deformidades físicas relacionadas
con una leyenda que también tenía que ver con ciertos indígenas de las
islas del Pacífico. Es el típico cuenta fantástico que la gente ignorante se
apropia y embellece a su gusto, aunque reconozco que éste es distinto
de casi todos, pues lo normal es que se ajusten a un esquema moral
judeo-cristiano. Por la noche soñé con esas historias y evidentemente
me levanté sonámbulo y plasmé parte del sueño en mí «Diosa Marina».
Aunque me pareció bastante extraño, no hice más comentarios sobre el
incidente. Lo que decía Corey parecía lógico y me interesaban mucho
más las tradiciones populares de Innsmouth que los desperfectos
sufridos por la «Diosa Marina».
Además me desconcertó un tanto la visible preocupación que
advertí en Corey. Mientras charlábamos del tema que fuera, se le veía
animado y normal, pero no pude por menos de observar que, en cuanto
se hacía un silencio en la conversación, él se quedaba pensativo y
ausente, como si tuviera algo in mente de lo que no se atrevía a hablar;
algo que le producía una angustia indefinida, pero de lo cual no sabía
nada a ciencia cierta, o por lo menos tan poco que prefería no
expresarlo verbalmente. Pero la preocupación se le manifestaba de
diversos modos: en la mirada distante, en expresiones fugaces de
desconcierto, en furtivas miradas a la lejanía del mar, en que al hablar
paseaba inquieto de un lado a otro, en su forma de eludir el tema, como
si aún le quedara mucho que reflexionar sobre él.
Luego he pensado que debería haber tomado entonces la
iniciativa de explorar esta su preocupación que tan manifiesta me
resultaba, pero no lo hice. Me pareció que no era asunto mío y que
hacerle más preguntas sobre el tema equivaldría a invadir su intimidad.
Aunque éramos amigos desde hacía mucho tiempo, pensé que yo no
tenía ningún derecho a meterme en una cuestión que sólo le incumbía a
él. Además, él no me dio pie para hacerlo.
Como supe más adelante, cuando Corey ya había desaparecido y
yo tomado posesión de sus bienes -según él mismo había dejado
dispuesto en un documento redactado al efecto—, fue por esta época
cuando él empezó a garabatear extrañas anotaciones en un diario que
llevaba y que hasta entonces sólo le había servido para apuntar ideas y
detalles relativos a su trabajo. Cronológicamente, es en este punto de la
secuencia de hechos acaecidos durante los últimos meses de Jeffrey
Corey donde deben insertarse dichas extrañas anotaciones.
«7 marzo. Esta noche, sueño rarísimo. Algo me impulsó a bautizar
a la “Diosa Marina”. Esta mañana me encuentro la pieza húmeda en
cabeza y hombros, como si lo hubiera hecho yo. Arreglo el desperfecto
como si no tuviera más remedio que hacerlo, aunque tenía pensado
embalar a Rima. Me preocupa lo compulsivo del asunto. »
«8 marzo. Sueño que voy nadando en compañía de hombres y
mujeres qué parecen sombras. Cuando les he visto las caras me han
parecido demasiado familiares, como si las hubiera visto alguna vez en
un álbum antiguo. Hoy, en el drugstore de Hammond, escucho taimadas
insinuaciones y sugerencias grotescas sobre los March, como
siempre. Cuentan que el bisabuelo Jethro vive en el mar. ¡ Y tiene
branquias! Lo mismo dicen de algunos Waite , Gilman y Elliot. Me
acerco a la estación de ferrocarril a preguntar una cosa y oigo la misma
historia. Los nativos llevan decenios alimentándose del tema.»
«10 marzo. No cabe duda de que me he vuelto a levantar en
sueños, pues han aparecido unas leves modificaciones en la “Diosa
Marina”. También tiene señales como de que alguien la hubiera rodeado
con los brazos. Ayer la estatua estaba seca y esas señales habría que
haberlas hecho con un cincel. Pero parece como si las hubieran
imprimido en arcilla blanda. Toda la obra estaba húmeda esta mañana.»
« 11 marzo. Experiencia nocturna realmente extraordinaria. Quizá
el sueño más intenso de toda mi vida, por lo menos el más erótico. Casi
no puedo todavía acordarme de él sin excitarme. He soñado que una
mujer desnuda se me metía en la cama, cuando yo ya estaba acostado,
y se quedaba allí hasta el amanecer. Ha sido una noche de amor (o tal
vez sea más correcto decir de lujuria) como no había conocido desde
Paris. ¡Y tan real como aquellas noches del Barrio Latino! Quizá
demasiado real, porque me he levantado exhausto. Además, he debido
tener un dormir muy inquieto, porque la cama estaba completamente
deshecha.»
«12 marzo. Idéntico sueño. Exhausto.»
« 13 marzo. Vuelvo a soñar que nado. En las profundidades del
mar. Al fondo del abismo, una ciudad. ¿Ryeh, R’lyeh? ¿Algo llamado
“Gran Thooloo”? »
De estos sueños, de estos extraños asuntos, apenas habló Corey
cuando estuve visitándole en marzo. Yo le había encontrado un poco
tenso y él lo achacó a que no dormía muy bien. Dijo que no descansaba,
por pronto que se acostara. También me preguntó entonces si había
oído alguna vez las palabras «Ryeh» o «Thooloo» y yo, naturalmente, le
contesté que no. Sin embargo, al segundo día de estar allí tuve ocasión
de volverlas a oír.
Habíamos ido a Innsmouth, lo cual suponía un paseíto en coche
de unas cinco millas, y no tardé en darme cuenta de que el verdadero
motivo de ir no era comprar provisiones, como me había dicho Corey.
Estaba clarísimo que Corey iba de caza. Sin duda había decidido
averiguar todo lo que pudiera de su familia y, con esta finalidad,
recorrió diversos puntos de la población, desde el drugstore de Ferrand
hasta la biblioteca pública, cuyo anciano bibliotecario mostró una
extraordinaria reserva en lo tocante a las viejas familias de Jnnsmouth
y alrededores. Sin embargo, mencionó los nombres de dos viejos de la
localidad que habían conocido a algunos Marsh, Gilman y Waite de su
época. Era posible encontrarlos a cualquier hora en cierto bar de
Washington Street.
Por muy deteriorado que estuviese, Innsmouth es la clase de
pueblo que fascina inevitablemente a todo el que se interesa por la
arqueología y la arquitectura, pues tiene más de cien años y la mayoría
de sus edificios —exceptuando los del barrio de los negocios— datan de
muchos decenios antes del cambio de siglo. Aunque muchos de ellos
estaban desiertos y algunos incluso en ruinas, los rasgos
arquitectónicos de las casas reflejan una cultura desaparecida hace ya
tiempo de la escena americana.
A medida que nos acercábamos a la zona portuaria, por
Washington Street, se veían más pruebas evidentes de la reciente
catástrofe. Había edificios en ruinas -«dinamitados por los federales,
según me han contado», dijo Corey—— y nadie se había esforzado
mucho en arreglar los desperfectos, pues todavía quedaban bocacalles
totalmente bloqueadas por los escombros. Ya en los muelles, parecía
que habían destruido una calle entera, por lo menos toda una fila de
viejos edificios que en su día habían servido de almacenes del puerto,
aunque hacía mucho tiempo que estaban abandonados. Al acercarnos a
la orilla del mar, todo lo invadió un hedor empalagoso y nauseabundo
de claro origen marino. Era más intenso que el olor a pescado podrido
que se produce a veces en las aguas estancadas de la costa, o también
del interior.
Según Corey, la mayoría de los almacenes volados había sido
propiedad de Marsh; se había enterado en el drugstore de Ferrand. En
realidad, los miembros de las familias Waite, Gilman y Llliott habían
sufrido muy pocas pérdidas. Casi toda la fuerza de la expedición federal
había recaído sobre las propiedades de los Marsh. Sin embargo, había
sido respetada la Marsh Refining Company, que se dedicaba a
manufacturar lingotes de oro y todavía daba empleo a algunos de los
lugareños que no vivían de la pesca. Pero la Marsh Refining Company
ya no dependía directamente de ningún miembro del clan Marsh.
El bar — cuando por fin llegamos—— era del siglo pasado y
resultaba evidente que en él no se había introducido ninguna mejora
desde entonces. Detrás del mostrador había un individuo desaliñado
leyendo el Arkham Advertiser, y en la barra, al fondo, había un par de
viejos sentados, uno de ellos dormido.
Corey pidió una copa de brandy y yo otra.
El hombre del mostrador no disimuló su cauto interés hacia
nuestras personas.
—¿Seth Akins? —preguntó Corey.
El hombre señaló con la cabeza a su parroquiano dormido.
-¿Qué suele beber? ——volvió a preguntar Corey.
-De todo.
Póngale otro brandy.
El tabernero sirvió el brandy en una copa mal lavada y la depositó
en el mostrador. Corey la llevó hasta donde estaba el viejo dormido, se
sentó junto a el y le despertó.
—Bébase una copa conmigo —le invitó.
El viejo levantó la vista, revelando un rostro hirsuto y unos ojos
legañosos bajo la mata de pelo enmarañado y cano. Vio el brandy, lo
cogió, con sonrisa incierta, y se lo bebió.
Corey empezó a interrogarle como si sólo pretendiera charlar un
rato con un viejo habitante de Innsmouth. Al principio se refirió en
términos generales al pueblo y a la comarca que se extendía a su
alrededor entre Arkham y Newburyport. Akins habló con entera
libertad. Corey le invitó a otra copa y luego a otra.
Pero la locuacidad de Akins desapareció en cuanto Corey le
mencionó a las antiguas familias, especialmente a los Marsh. El viejo
adoptó una actitud claramente cautelosa y de vez en cuando lanzó
fugaces miradas a la puerta, como si le hubiera gustado escapar de la
situación. Corey, sin embargo, le apretó bien las clavijas y Akins
terminó por ceder.
—Bueno, supongo que ya no importa hablar ——dijo por fin—.
Casi todos los Marsh se han ido desde que vinieron los federales hace
un mes. Y nadie sabe adónde, pero no han vuelto. ——El viejo empezó a
irse por las ramas, pero por fin, después de muchos circunloquios,
abordó el tema del comercio con las Indias orientales——: El que
empezó el negocio fue el capitán Obed Marsh, que algo se traía entre
manos con aquellos indios orientales. Se trajeron algunas mujeres de
allí y las tenían en la casa grande que había construido. Y después, a
los jóvenes Marsh, se les puso esa pinta extraña y les dio por irse
nadando al Arrecife del Diablo y se estaban allí horas enteras y no es
normal pasar tanto tiempo bajo el agua. El capitán Obed se casó con
una de esas mujeres y los jóvenes Marsh se fueron a las Indias
orientales y trajeron más. El negocio de los Marsh no se vino abajo
como otros. Los tres barcos del capitán Obed, que eran el bergantín
Columbia, el pailebote Sumatra Queen y otro bergantín, el Hetty,
navegaron por los océanos sin sufrir un solo accidente. Y esa gente, o
sea, los orientales y los Marsh, empezaron una especie de religión nueva
que la llamaban Orden de Dagón. Y se hablaba mucho de ellos en
voz baja y de lo que pasaba en sus reuniones, y los jóvenes, bueno, a lo
mejor se perdieron, pero el caso es que nadie los volvió a ver. Y luego, ya
sabe, pues por entonces se habló mucho de sacrificios, o sea humanos,
pero no desapareció ningún Marsh ni Gilman ni Waite ni Ellioth, o sea,
que ninguno de ellos se perdió o lo que fuera. Y también se
murmuraban cosas de un sitio llamado «Ryeh» y de algo llamado «Thooloo
», que para mi tienen que ver con ese tal Dagón....
Al llegar a este punto, Corey le interrumpió para aclarar este
particular, pero el viejo no supo contestarle y yo no comprendí hasta
después el motivo del súbito interés de Corey.
Akins prosiguió:
-La gente no quería tener que ver con los Marsh ni con los otros
tampoco. Pero a los Marsh es a los que más se les había puesto esa
pinta extraña. Algunos se pusieron tan terribles que no los sacaban de
casa sino de noche, y se pasaban todo el tiempo nadando en la mar.
Nadaban como peces, según decían, que yo no lo vi. Ya la gente, de
estas cosas ni hablaba, porque vimos que el que hablaba demasiado
desaparecía como aquellos jóvenes y nunca se volvía a saber de él.
El capitán Obed aprendió muchas cosas en Ponapé, que se las
enseñaron los canacos, y eran cosas sobre unos que los decían «los
profundos», que vivían debajo del agua. Y se trajo toda clase de
figurillas y tallas que representaban peces y otras cosas marinas que no
eran peces y que Dios sabe lo que eran.
—¿Qué hizo con esas tallas? —intervino Corey.
—Las que no llevó al Templo de Dagón, las vendió. Y a buen
precio, que ya lo creo que se las pagaron bien. Pero ya no quedan. Y
tampoco hay ya Orden de Dagón y no se ha vuelto a ver a los Marsh por
estos alrededores desde que dinamitaron los almacenes. Y no los arrestaron
a todos, no señor. Dicen que los Marsh que quedaban se fueron a
la orilla de la mar y se metieron en el agua y se ahogaron —-el viejo
soltó una carcajada áspera——, pero nadie ha visto ningún cadáver de
los Marsh, ningún cuerpo ha aparecido en la orilla.
Al llegar a este punto de la narración, ocurrió un incidente
verdaderamente singular. De pronto, el viejo se fijó en mi compañero,
abrió los ojos desmesuradamente, dejó caer la quijada y le empezaron a
temblar las manos. Durante unos instantes quedó como congelado en la
misma postura. Pero al momento se bajó del taburete, giró y corrió
tambaleándose a la calle con un grito largo y desesperado que pronto
fue barrido por el viento invernal.
Decir que quedamos asombrados seria poco. La súbita huida de
Seth Akins había sido tan inesperada que Co-rey y yo nos miramos
atónitos. No fue sino algún tiempo después cuando se me ocurrió que la
supersticiosa mente de Akins debía haber flaqueado al ver las extrañas
arrugas que tenía Corey en el cuello, debajo de las orejas. En el curso
del diálogo con el viejo, la gruesa bufanda con que Corey se protegía del
frío viento de marzo se había ido aflojando y, por fin, se había escurrido
del todo, dejando a la vista esa zona de piel espesa y como agrietada
que siempre había formado parte del cuello de Jeffrey Corey dándole
cierta apariencia de vejez.
No se me ofreció ninguna otra explicación, pero no se la mencioné
a mi amigo por no alterarle más, que bastante lo estaba ya.
¡Vaya galimatías! -exclamé cuando nos vimos de nuevo en Washington
Street.
Corey afirmó con la cabeza, pero me di cuenta de que algunos
aspectos de la narración del viejo le habían impresionado, y no
gratamente por cierto. Consiguió sonreír sin ningún entusiasmo y,
como respuesta a mis ulteriores comentarios, se limitó a encogerse de
hombros, como si no quisiera hablar de lo que habíamos oído contar a
Akins.
Durante toda la velada estuvo llamativamente silencioso y
preocupado. Recuerdo que me sentí algo molesto al notar que no quería
compartir conmigo la carga secreta que le abrumaba. Pero,
naturalmente, sospecho que sus propios pensamientos le debían
parecer tan fantásticos e increíbles que prefirió no comunicármelos por
si hacía el ridículo ante mí. Así, pues, tras hacerle varias preguntas de
tanteo y comprobar que las eludía, no volví a tocar el tema de Seth
Akins y las leyendas de Innsmouth.
A la mañana siguiente regresé a Nueva York.
Nuevas citas textuales del Diario de Jeffrey Corey
« 18 marzo. Esta mañana me despierto convencido de que no he
dormido solo. Señales en almohada y cama. Habitación y cama muy
húmedas, como si una persona empapada se hubiera acostado junto a
mí. Sé intuitivamente que era una mujer. ¿Pero cómo? Me asusta
pensar que la locura de los Marsh se esté empezando a apoderar de mí.
Pisadas en el suelo.»
«19 marzo. ¡Ha desaparecido la “Diosa Marina”! La puerta está
abierta. Durante la noche ha debido entrar alguien y llevársela. El
dinero que le puedan dar por ella no compensa el riesgo. No se han
llevado nada más.»
«20 marzo. Me he pasado la noche soñando todo lo que dijo Seth
Akins. ¡He visto al capitán Obed en el fondo del mar! Ancianísimo. ¡Con
branquias! Buceaba hasta muy por debajo de la superficie del Atlántico,
más allá del Arrecife del Diablo. Muchos más, hombres y mujeres. ¡El
aspecto inconfundible de los Marsh! ¡Oh, el poder y la gloria! »
«21 marzo. Noche del equinoccio. Un dolor pulsátil en el cuello
durante toda la noche. No he podido dormir. Me he levantado y he dado
un paseo hasta el mar. ¡Cómo me atrae el mar! Nunca me había dado
cuenta como ahora. Y, sin embargo, recuerdo que ya de niño — ¡y en
mitad del continente! — me gustaba jugar a que oía el sonido del mar,
el romper de las olas, el silbido del viento sobre las aguas. Todavía me
queda una sensación tremenda de que algo va a pasar.»
Con esta misma fecha —21 de marzo— me escribió Corey su
última carta. En ella no decía nada de los sueños, pero sí del dolor del
cuello:
«No es de la garganta, eso está claro. No me cuesta tragar. Parece
que el dolor se localiza en esa zona de piel gruesa, o rugosa, o agrietada,
como quieras llamarla, que tengo debajo de las orejas. Pero no te lo
puedo describir. No es como el dolor de una tortícolis, o de una
rozadura, o de un golpe. Es como si la piel se me fuera a romper hacia
fuera, pero al mismo tiempo llega hasta muy hondo. Y, además, no
puedo quitarme de la cabeza que esta a punto de pasarme algo. Algo
que temo y deseo a la vez. Me obsesiona un concepto que yo denomino,
a falta de otras palabras, conciencia ancestral. »
Le contesté aconsejándole que fuera a un médico y prometiéndole
que iría a visitarle a primeros de abril.
Pero para entonces Corey había desaparecido.
Había pruebas de que había bajado a la orilla y penetrado en el
océano, aunque no era posible determinar si su intención había sido la
de nadar o la de quitarse la vida. Se descubrieron huellas de sus pies
desnudos en lo que quedaba de aquella extraña arcilla arrojada en
febrero por el mar, pero no había pisadas de vuelta. No había dejado
ningún mensaje de despedida, pero sí instrucciones para mí sobre la
forma de disponer de sus efectos. Me nombraba administrador de sus
bienes, lo que parecía indicar que tampoco él debía tenerlas todas
consigo.
Se buscó el cuerpo de Corey —aunque sin gran entusiasmo— a lo
largo de la costa, lo mismo a un lado que a otro de Innsmouth, pero la
búsqueda resultó infructuosa. Al presidente del comité de encuesta no
le fue difícil dictaminar que Corey había hallado la muerte por
imprudencia.
La reseña de los hechos que parecen relacionados con el misterio
de esta desaparición no debe finalizarse sin añadir un sucinto relato de
lo que vi en el Arrecife del Diablo el día 17 de abril, al atardecer.
Era un crepúsculo apacible. El mar parecía un espejo y no corría
ni un soplo de viento. Yo estaba terminando de arreglar los asuntos de
Corey y me apeteció remar un rato en el mar. Las habladurías relativas
al Arrecife del Diablo me llevaron inevitablemente hacia lo que quedaba
de él: unas pocas rocas melladas y rotas que sobresalían de la
superficie, cuando la marea estaba baja, a una milla larga del pueblo.
El sol se había puesto, por el cielo de occidente se extendía un
suave resplandor y el mar tenía un color cobalto profundo hasta donde
alcanzaba la vista.
Acababa de llegar al arrecife cuando se produjo un gran alboroto
en el agua. La superficie marina se quebró en muchos lugares. Me
detuve y permanecí inmóvil, esperando que una escuela de delfines
emergiera de un momento a otro y disfrutando anticipadamente del
espectáculo.
Pero no eran delfines. Eran ciertos moradores del mar de cuya
existencia yo no tenía conocimiento. Realmente, a la menguante luz del
crepúsculo, los escamosos nadadores parecían peces humanos. Excepto
una pareja, los demás permanecieron alejados del bote donde yo estaba.
Aquella pareja —una hembra de extraño color arciloso y un
macho— llegaron a acercarse bastante al bote, desde donde yo los
miraba con una mezcla de sentimientos a la que no era ajena esa clase
de terror que hunde sus raíces en un profundo temor a lo desconocido.
Pasaron nadando cerca de mí, emergiendo y sumergiéndose, y cuando
se alejaban, el más claro de piel se volvió hacia mí y me dirigió una
mirada deliberada mientras emitía un extraño sonido gutural que no
dejaba de guardar cierta semejanza con mi nombre: « ¡Jack! » Me quedé
con la clara e inconfundible convicción de que aquella criatura marina
con branquias tenía la cara de Jeffrey Corey.
Todavía sueño con ella.
 
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50 replies since 6/2/2008, 17:50   16579 views
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