MARQUES DE SADE, EL DIVINO MARQUES

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satanas1
view post Posted on 6/2/2008, 20:32




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Donatien Alphonse François de Sade, más conocido por su título de Marqués de Sade y llamado por sus admiradores "el Divino Marqués" (París, 2 de junio de 1740 – Charenton-Saint-Maurice, Val-de-Marne, 2 de diciembre de 1814), fue un aristócrata, escritor y filósofo francés, autor de varias novelas que aúnan los relatos pornográficos con la exposición de un sistema filosófico materialista y ateo. Su filosofía es la de la libertad extrema, sin el freno de la moral, la religión o las leyes, con la búsqueda del placer personal como principio más elevado. Escribió la mayor parte de sus obras durante los 29 años de su vida que pasó en prisión. De su nombre procede la palabra sadismo.

Sade nació en el Hôtel Condé en París, en el seno de una antigua familia aristocrática. Era hijo del conde Jean-Bastiste François Joseph de Sade y de su esposa, Marie-Eléonore de Maillé de Carman, dama de compañía de la princesa de Condé. Se educó en Provenza, en la abadía de Saint Léger d'Ebruil bajo la tutela de su tío, el abad de Sade, erudito y libertino, biógrafo de Petrarca y corresponsal de Voltaire, que más tarde sería arrestado en un burdel. En 1750 regresó a París, donde estudió en el Instituto Louis-le-Grand, regentado por los jesuitas y dedicado especialmente a los hijos de aristócratas. Estudió poco pero si leyó todo lo que pudo sobre literartura francesa; a los 16 años siguió la carrera militar convirtiéndose con el tiempo en capitán del regimiento real. Posteriormente participó en la Guerra de los Siete Años, de la que fue desmovilizado en marzo de 1763 instalándose en el castillo familiar, en Lacoste (Vaucluse). Quiso casarse con la señorita de Laurais, castellana de Vacqueyras, pero su familia se opuso y arregló su matrimonio, el 17 de mayo de 1763, con Renée-Pélagie de Montreuil, hija de un rico magistrado con poderosas relaciones en la corte. El matrimonio tendría dos hijos, Louis-Marie y Donatien-Claude-Armand, y una hija, Madeleine-Laure.

En los años siguientes, Sade protagonizó una vida de libertinaje, con repetidos abusos a prostitutas jóvenes y empleados de ambos sexos en su castillo en Lacoste, Vaucluse, en ocasiones incluso con la ayuda de su esposa. Su comportamiento caprichoso incluyó un amorío con la hermana de su esposa, quien había ido a vivir al castillo.

Sólo cuatro meses después de su matrimonio, el 29 de octubre de 1763, fue encarcelado, por primera vez, en el castillo de Vincennes por excesos en un prostíbulo. Quedó en libertad quince días después, pero se le obligó a instalarse fuera de París, en el castillo de Échaffars, en Normandía, propiedad de la familia de su esposa. Regresó a París en 1764. Durante los años siguientes tuvo varias amantes.

En 1767 murió su padre, legándole varios feudos, así como el título de conde de Sade. Él, sin embargo, prefirió seguir utilizando su título de marqués, que ya había sido utilizado por su familia, aunque nunca se constituyó legalmente el marquesado de Sade. Su primer hijo, Louis-Marie, nació el 27 de agosto de ese año. Por entonces su reputación de libertino estaba ya sólidamente establecida, y era objeto de vigilancia policial desde 1764.

En 1768 fue acusado por la mendiga Rose Keller de atraerla con engaños a su casa de Arcueil, donde la flageló. Sade fue encerrado en el castillo de Saumur, desde donde fue después trasladado a Pierre-Encise, cerca de Lyon y, posteriormente, a la Conciergerie de París. Estuvo en prisión unos tres meses.

Después de un episodio en Marsella donde varias prostitutas fueron intoxicadas con la supuestamente afrodisíaca mosca española (nadie murió), fue sentenciado a muerte por sodomía y envenenamiento en 1772 pero huyó a Italia junto con la hermana de su esposa, a la que secuestro del convento donde se hallaba recluida. Fue ejecutado en efigie en Aix-en-Provence el 12 de septiembre. Volvió a ser detenido poco después, el 8 de diciembre, en Chambéry (Saboya) —entonces parte del reino de Cerdeña— por orden del rey de Cerdeña y fue encerrado en el castillo de Miolans. Logró evadirse de allí y regresó a Francia, donde se instaló de nuevo en su castillo de Lacoste en 1773. Su suegra, que se había convertido en su más encarnizada enemiga, obtuvo una lettre de cachet, que implicaba prisión incondicional por orden directa del rey, para lograr su arresto.

Regresó a París en 1777 y el 13 de febrero de ese año fue finalmente arrestado y encarcelado en el calabozo de Vincennes. Exitosamente apeló en contra de su sentencia de muerte en 1778, pero debió permanecer encarcelado a causa de la lettre de cachet. Se fugó y regresó a Lacoste, pero volvió a ser capturado poco después e ingresado de nuevo en Vincennes. En prisión, comenzó a escribir. En Vincennes conoció a Honoré Gabriel Riqueti quien también escribía relatos eróticos, pero a ninguno de los dos le agradaba el otro.

En 1784 se clausuró la prisión de Vincennes y Sade fue trasladado a la Bastilla, en París. El 2 de julio de 1789, gritó desde su celda a la gente que estaba afuera que iban a degollar a los prisioneros, provocando disturbios e incitando a la Revolución. Dos días después, fue llevado al manicomio de Charenton, donde ingresó. La toma de la Bastilla, hecho que desencadenó la Revolución francesa, ocurrió el 14 de julio, cuando Sade no se encontraba ya allí. Estaba trabajando en su obra magna, Los 120 días de Sodoma y entró en un estado de desesperación cuando perdió sus manuscritos durante el traslado. No obstante, pudo volver a escribir la obra.

Fue liberado de Charenton en 1790, después que la nueva Asamblea Constituyente aboliera la lettre de cachet. Su esposa consiguió el divorcio tiempo después. Sade quedó en una difícil situación económica.

Durante su periodo de libertad (comienzos de 1790), publicó anónimamente varios de sus libros. Entre 1790 y 1791 estrenó algunas obras de teatro en diversos escenarios parisinos. Conoció a Marie-Constance Quesnet,ex-actriz y madre de un hijo de seis años, que había sido abandonada por su esposo; Constance y Sade estarían juntos por el resto de su vida. Desde su estancia en prisión, Sade padecía una extrema obesidad, acompañada de graves problemas respiratorios.

Se adaptó rápidamente a la nueva situación política que siguió a la Revolución Francesa. Haciéndose llamar "ciudadano Sade", llegó a desempeñar varios cargos públicos a pesar de su origen aristocrático. Escribió varios panfletos políticos. Miembro de un tribunal, cuando la familia de su antigua esposa se presentó frente a él, les dio un trato favorable, aun cuando habían sido los responsables de todos los años que había estado en prisión. Incluso fue electo para la Convención Nacional, donde representó a la extrema izquierda.

Aunque aterrorizado por el Reinado del Terror en 1793, escribió un elogio de admiración a Jean-Paul Marat para asegurar su posición. Luego renunció a sus cargos, fue acusado de "moderantismo" y encarcelado durante cerca de un año. Escapó por poco de la guillotina (probablemente por un error administrativo) y fue liberado en octubre de 1794, luego de que con la ejecución de Robespierre hubiese concluido definitivamente el Reinado del Terror. Esta experiencia probablemente confirmó su odio de toda la vida a la tiranía estatal y especialmente a la pena de muerte.

El hecho de que, por error, hubiese aparecido en las listas de los emigrados fue aprovechado por su esposa y su hijo Donatien-Claude-Armand para apoderarse de todos sus bienes. En 1796 tuvo que vender su castillo en Lacoste, que había sido saqueado en 1792 (las ruinas fueron adquiridas en 1990 por el diseñador Pierre Cardin que ahora hace regulares festivales de teatro en el lugar, además de eventos sociales).

En 1800, Sade publicó Zoloé, presentado como obra anónima, en la cual hacía referencia, por medio de angramas como d'Orsec (Corse= el Corso), a Napoleón Bonaparte y su entorno. Esto le valió, en 1801, una orden de detención dictada por el entonces Primer Cónsul. El autor de Justine y Juliette fue arrestado en la oficina de su editor y encarcelado sin un juicio, primero en la prisión de Sainte-Pélagie y luego, acusado de intentar corromper a sus jóvenes compañeros de celda, en el fuerte de Bicêtre. A instancias de su familia fue declarado demente en 1803 y trasladado una vez más al manicomio de Charenton; su ex-esposa e hijos se ocuparon de pagar sus gastos de manutención.

Se permitió que Constance viviera con él en Charenton. El liberal director de la institución, el abad de Coulmier, lo animó a que representara varias de sus obras con algunos de los reclusos como actores, para ser presentadas al público parisino.

Sade comenzó un amorío con Madeleine Leclerc, una empleada de trece años de Charenton. La relación duró cuatro años, hasta la muerte de Sade el 2 de diciembre de 1814. Dejó su última voluntad, indicando que deseaba ser enterrado en su tierra de Malmaison, sin ceremonias, y en un montecillo de árboles, pidiendo que se plantasen bellotas sobre ella a fin de que "... las huellas de mi tumba desaparezcan de la superficie de la tierra, como me jacto de que mi memoria ha de borrarse de la mente de los hombres". No obstante, fue enterrado en Charenton; su cráneo fue exhumado posteriormente para estudios frenológicos. Su hijo quemó todos sus manuscritos inéditos, incluida una obra en varios volúmenes, Les Journées de Florbelle.

Edited by astaroth1 - 13/7/2009, 20:33
 
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astaroth1
view post Posted on 6/2/2008, 20:41




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Muchas de las obras de Sade contienen explícitas —y a menudo repetitivas— descripciones de violaciones e innumerables perversiones, que en muchas ocasiones incluyen violencia y a veces llegan a trascender los límites de lo posible. Los libertinos que protagonizan las obras de Sade fundan su filosofía en un resuelto desprecio de las normas morales y en el odio a la ética religiosa. En la naturaleza, afirman, el fuerte gana y el débil pierde; por lo tanto todas las leyes y éticas, diseñadas como son para proteger al débil, son vistas como antinaturales.
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Ilustración en un impreso holandés de Juliette, c. 1800En 1782, mientras estaba en prisión, escribió el relato corto Diálogo entre un cura y un moribundo, en el que expresa su ateísmo mediante el diálogo entre un sacerdote y un viejo moribundo, quien convence al primero de que su vida piadosa ha sido un error.

La novela Los 120 días de Sodoma, escrita en 1785, aunque no terminada, cataloga una amplia variedad de perversiones sexuales perpetradas contra un grupo de adolescentes esclavizados y es el trabajo más gráfico de Sade. Se cree que el manuscrito se perdió durante el asalto a la Bastilla. La obra no se publicó hasta 1904.

En 1787, Sade escribió Justine o los infortunios de la virtud, una primera versión de Justine, que fue publicada en 1791. Describe las desgracias de una chica que elige el camino de la virtud y no obtiene otra recompensa que los repetidos abusos a los que es sometida por varios libertinos. Sade escribió también L'Histoire de Juliette (1798) o El Vicio Ampliamente Recompensado, que narra las aventuras de la hermana de Justine, Juliette, quien elige rechazar las enseñanzas de la iglesia y adoptar una filosofía hedonista y amoral, lo que le proporciona una vida llena de éxito.

La novela La filosofía en el tocador (1795) relata la educación lasciva de una joven privilegiada. Está estructurada como una obra teatral y es concisa, aguda y atractiva; los personajes arquetípicos de Sade son, aquí, usados eficazmente. El libro contiene un largo panfleto político ¡Franceses! ¡Un esfuerzo más si deseáis ser republicanos! en el cual Sade recomienda un socialismo utópico. Declara que las leyes contra los ladrones son absurdas: protegen a los ladrones originales, los ricos, contra los pobres que no tienen otro remedio más que robar. Argumenta además que el estado no tiene derecho a prohibir el asesinato, ya que provocan asesinatos en forma de ejecuciones y guerras. Las leyes en contra de la blasfemia son vistas como sin sentido: no son necesarias si Dios no existe, y si es que existe, seguramente no le dará importancia a ataques insignificantes. El panfleto fue republicado y distribuido durante la Revolución de 1848 en Francia.

En Aline y Valcour (1795) contrasta un brutal reino africano con el relato de la isla de Tamoe, un utópico paraíso isleño. Este fue el primer libro que Sade publicó con su verdadero nombre.

En 1800 publicó una colección de cuatro volúmenes de relatos titulada Crímenes de amor. En la introducción, Ideas sobre las novelas, da un consejo general a los escritores y hace también referencia a las novelas góticas, especialmente a El monje de Matthew Gregory Lewis, que considera superior al trabajo de Ann Radcliffe. Uno de los relatos de la colección, Florville y Courval, ha sido considerado también como perteneciente al género "gótico". Es la historia de una joven mujer que, contra su voluntad, termina enredada en una intriga incestuosa.

Mientras estaba encarcelado nuevamente en Charenton, escribió tres novelas históricas: Adelaide de Brunswick, Isabel de Baviera y La marquesa de Gange.

También escribió varias obras de teatro, la mayor parte de las cuales permanecieron inéditas. Le Misanthrope par amour ou Sophie et Desfrancs fue aceptada por la Comédie-Française en 1790 y Le Comte Oxtiern ou les effets du libertinage fue representada en el Teatro Molière en 1791.

Se han conservado y publicado varias de las cartas que escribió a su esposa desde prisión. Algunas de ellas muestran una extraña y paranoica obsesión con el significado oculto de los números.
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Obras principales.
1782 - Diálogo entre un sacerdote y un moribundo.
1785 - Las ciento veinte jornadas de Sodoma o La escuela del libertinaje.
1786 - Aline y Valcour o La novela filosófica, publicada en 1795.
1787 - Los infortunios de la virtud, primera versión de Justina.
1788 - Justina o los infortunios de la virtud, publicada en 1791.
1795 - La filosofía en el tocador.
1797 - La nueva Justina.
1799 - Los crímenes del amor, novelas breves.
1812 - Adelaida de Brunswick, princesa de Sajonia.
1813 - Historia secreta de Isabel de Baviera, reina de Francia; La marquesa de Gange.
Fue autor también de varias obras de teatro, muchas de las cuales se han perdido. Otras muchas obras se perdieron: algunas, porque, como Las jornadas de Florbelle o La naturaleza desvelada, fueron destruidas por su familia cuando él estaba en Charenton; otras, requisadas por la policía.

Edited by astaroth1 - 13/7/2009, 20:35
 
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nubarus
view post Posted on 29/5/2008, 22:09




Isla de Tamoe
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La isla de Tamoe es el relato de una sociedad utópica escrito por el Marqués de Sade. El relato forma parte de la Historia de Sainville, que a su vez forma parte de su novela Aline y Valcour. La novela filosófica (1788).

En La isla de Tamoe Sade nos describe su modelo de sociedad ideal, una sociedad igualitaria y tolerante gobernada desde el paternalismo de un sabio y justo príncipe. El relato nos recuerda la Isla de Utopía de Tomás Moro; así como podemos apreciar en él la influencia de Rousseau y, especialmente, de Platón.

La sociedad utópica de la isla de Tamoe es una construcción del hombre para el hombre. Es la expresión del sentimiento general de poder reformar el orden social, es el producto del descontento general de la época y la esperanza puesta en el poder del individuo. (Michel Romieux. 1997)

Aun cuando en Tamoe Sade nos describe una sociedad feliz, no abandona su pesimismo advirtiendo al lector que tal sociedad no pertenece a la realidad:

Si en Tamoé quiere consolar a sus lectores de las crueles verdades que se ha visto obligado a describir en Butua recurriendo a ficciones más agradables, ¿se le debe reprochar? Solamente vemos aquí una cosa lamentable, que todo lo que hay de más horrible se encuentre en la naturaleza y que sea solamente en el país de las quimeras en donde se puede hallar lo justo y lo bueno.
Nota del editor en Aline y Valcour

Sade sitúa a la isla en un punto indeterminado, desconocido, de la ruta que recorriera en sus viajes el capitán Cook. A ella arriban azarosamente por un golpe de mar. Ya a la vista es una isla “encantadora”, rodeada de acantilados a la que sólo puede accederse por una bahía bien defendida. Arriban a ella obligados a reparar el navío, con varias vías de agua tras la tormenta. Son recibidos con hospitalidad y su gobernador, el sabio Zamé será el que haga de cicerone describiéndoles y mostrándoles sus modos de vida y de gobierno.

La ciudad que preside la isla nos la describe con un trazado simétrico destacando la igualdad de sus casas y una plaza donde entre sus edificios se encuentra el palacio del gobernador que únicamente se diferencia por ser algo mayor en tamaño que el reto de las casas.

Nada extraordinario nos anunció la morada del príncipe; no vimos allí ninguno de esos guardias insultantes que, por sus precauciones y sus armas, parecen ocultar al tirano de la vista del pueblo [...]. Este jefe respetable venido a la puerta de su palacio para recibirnos, él mismo fue abordado sin ceremonias por todos aquellos que nos guiaban o nos acompañaban; todos se afanaban por acercarse a él; todos gozaban viéndolo y él hizo gesto de amistad a todos. Grande por sus solas virtudes, respetado por su sola sabiduría, guardado solamente por el corazón del pueblo me creí transportado, al verlo, a los dichosos tiempos de la edad de oro, cuando los reyes sólo eran los amigos de sus súbditos y cuando los súbditos eran los hijos de sus príncipes.

Es una sociedad donde todos tienen garantizadas sus necesidades básicas, regida, no por el temor y la fuerza sino por el amor y la buena fe de sus ciudadanos y su príncipe. Un príncipe que es querido por sus súbditos por sus virtudes, que no necesita ni de la ostentación ni de la fuerza para hacerse respetar; y unos subditos que se conducen con equidad, no por el temor al castigo sino porque han hecho suyas unas virtudes y unas leyes que consideran justas.

Zamé (el buen príncipe) narra a su invitado (Sainville, el protagonista de la historia) cómo se ha llegado a conformar tal sociedad ideal. Cómo su padre procedente de Francia inició la dinastía y cómo lo educó enseñándole historia, geografía, matemáticas, astronomía, dibujo y arte de la navegación. Que, haciéndole viajar por todo el mundo, le advirtió sobre los males, presentes en las sociedades occidentales, que debería evitar para llegar a ser un buen gobernante:

Ve a conocer el universo, hijo mío, ve a aprender en todos los pueblos de la tierra lo que te parezca más ventajoso para la dicha del tuyo. Haz como la abeja, revolotea entre todas las flores v vuelve sólo con la miel. Vas a encontrar entre los hombres mucho de locura con un poco de sabiduría, algunos buenos principios entremezclados con espantosos absurdos... Instrúyete. aprende a conocer a tus semejantes antes de osar gobernarlos.

Sade aprovecha estos consejos para evidenciar los que él considera males de las sociedades occidentales, principalmente los que considera males de la sociedad francesa:

La tiranía de sus soberanos:

Que la púrpura de los reyes no te deslumbre, descúbrelos bajo la pompa con que esconden su mediocridad, su despotismo y su insolencia. Amigo mío, siempre detesté los reyes y no es un trono lo que te destino, quiero que seas el padre, el amigo de la nación que nos adopta; quiero que seas su legislador, su guía; en una palabra, virtudes es lo que hay que darle y no cadenas. Desprecia soberanamente esos tiranos que Europa va a revelar ante tus ojos, los verás por doquier rodeados de esclavos que les ocultan la verdad porque esos favoritos tendrían demasiado que perder si se la mostraran.

El sectarismo de las religiones:

La diversidad de cultos va a sorprenderte, en todas partes verás al hombre engreído del suyo, imaginándose que ese es el único bueno.[...] Al examinarlos todos filosóficamente, piensa que el culto sólo es útil al hombre en la medida que otorga fuerzas a la moral, en la medida en que puede constituir un freno para la perversidad, para ello es necesario que sea puro y sencillo. Si a tus ojos sólo ofrece dogmas monstruosos e imbéciles misterios, elude ese culto, que es falso, que es peligroso, que en tu nación sólo constituiría una fuente incesante de muertes y de crímenes, de modo que tú te harías tan culpable si lo trajeras a este pueblo cuanto lo fueron los viles impostores que lo difundieron por su superficie. Evítalo, hijo mío, detesta ese culto, que sólo es obra de la estafa de unos y de la estupidez de los demás, y que no haría mejor a este pueblo. Pero si ante tu vista se presenta uno que, sencillo en su doctrina y que virtuoso en su moral, despreciando todo fasto, rechazando todas las fábulas pueriles, sólo tenga por objeto la adoración de un único Dios, adóptalo, que es el bueno. No es mediante bobadas reverenciadas aquí y menospreciadas más allá como se puede complacer al Padre Eterno sino mediante la pureza de nuestros corazones, mediante las buenas acciones... Si es verdad que hay un Dios, he ahí las virtudes que lo constituyen, he ahí las únicas que el hombre debe imitar.

El rigorismo de las leyes:

Te asombrará asimismo la diversidad de las leyes; examinándolas todas con igual atención que la que acabo de exigirte en lo tocante a los cultos; piensa que la única utilidad de las leyes consiste en hacer feliz al hombre; considera falso y atroz todo cuanto se aparta de este principio.

Y las diferencias:

Por doquier vi muchos vicios y pocas virtudes; por doquier vi la vanidad, la envidia, la avaricia y la intemperancia que sometían al débil a los caprichos del poderoso; por doquier pudo reducir el hombre a dos clases; ambas igualmente lamentables; en la una, el rico, esclavo de sus placeres; en la otra, el infortunado, víctima del destino; y no observé jamás ni en la una el deseo de ser mejor ni en la otra la posibilidad de llegar a serlo, como si ambas sólo hubieran trabajado en pos de su infortunio común. Como si sólo hubieran tratado de multiplicar sus trabas; vi siempre a la más opulenta aumentar sus cadenas al duplicar sus deseos; y a la más pobre, insultada y despreciada por la otra, no recibir siquiera el aliento necesario para sostener el peso de la carga. Reclamé la libertad y se me alegó que era quimérica. Noté a poco que quienes la rechazaban eran siempre aquellos que perderían con ella; desde ese momento la creí posible... ¡qué digo!; desde ese momento la tuve por imprescindible para la felicidad de un pueblo. Todos los hombres salen iguales de las manos de la naturaleza, la opinión que los diferencia es falsa; en todas partes donde sean iguales pueden ser felices; es imposible que lo sean donde existan las diferencias.

Zamé continúa narrando cómo ha conseguido formar un pueblo libre de esas cargas. Advierte que le ha sido fácil ya que los vicios no estaban instaurados. Suprimiendo el lujo e instaurando la igualdad suprimió las envidias, la avaricia y la ambición. Instaurando el divorcio eliminó el libertinaje. Habiendo visto los patíbulos levantados por toda Europa producto de la lucha entre religiones decidió instaurar una sencilla con pocos dogmas a la que todos pudieran abrazar. De este modo el número de delitos se había reducido considerablemente y para la represión de los pocos delitos que se producían le bastaba la desaprobación moral para castigarlos. Se declara contrario a la pena de muerte:
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Pero hacen falta leyes: concedido, también; pero me pregunto, ¿la pena de muerte castigará al infractor? Dios no lo quiera! Sólo el Ser soberano puede disponer de la vida de los hombres. [...] la idea de que el mal pueda acarrear el bien es uno de los vértigos más inquietantes de la cabeza de los necios. El hombre es débil y tal ha sido creado por la mano de Dios; ni a mí me incumbe sondear las razones que tiene para ello el Ser Supremo ni a mí me corresponde atreverme a castigar al hombre por ser lo que necesariamente tiene que ser. Debo recurrir a todos los medios en uso para tratar de hacerlo tan bueno corno puede serlo, ninguno para castigarlo por no ser como debería ser.

Y contrario también a la pena de privación de libertad:

¿Ignoras acaso que la prisión, la más nociva y peligrosa de las condenas, sólo es un antiguo abuso de la justicia, erigido luego en costumbre por el despotismo y la tiranía?[...] nació en el seno de la ignorancia y de la ceguera; jueces ineptos, por no atreverse a condenar ni absolver en ciertos casos, prefirieron dejar al acusado en prisión. creyendo que así su conciencia quedaba a salvo, puesto que no le hacían perder la vida a ese hombre ni lo devolvía a la sociedad. [...] queda la esperanza de corregir; pero, cuán poco es necesario conocer al hombre para imaginar que la prisión pueda producir este efecto sobre él. [...] Es absolutamente imposible citar el caso de un hombre, uno solo, que haya sido reformado por las cadenas. [...] Cuando un hombre ha cometido una falta corresponde hacérsela reparar tornándolo útil a la sociedad que se atrevió a perturbar; que repare a la sociedad el daño que le ha causado mediante todo aquello que esté en su poder; pero que no se lo aísle, que no se lo secuestre, ya que un hombre encerrado no es útil ni para si mismo ni para los otros.

El virtuoso Zamé narra a su invitado cómo el estado natural del hombre es el salvaje. Civilicémoslo, pero agregándole todo aquello que lo engrandezca; moderemos su espíritu, pero no le carguemos de cadenas; dictemos las leyes que sean estrictamente necesarias, pero no le abrumemos con un cúmulo de ellas que se hagan imposibles de cumplir.

Tamoe es una isla pacífica que vive el paz con sus vecinos a los que ayuda cuando esta ayuda les es solicitada, así cuentan con muchos aliados. En su interior reina la paz porque sus habitantes tienen garantizadas sus necesidades producto de su trabajo y están regidos por leyes benévolas que les permiten vivir en libertad.

El matrimonio es una ceremonia en la que los cónyugues contraen la obligación de amarse y procrear hijos; donde se comprometen, el hombre a no repudiar a la mujer ni la mujer al hombre sino por motivos legítimos. Tampoco están encadenados el uno al otro de por vida. Las causas por las que pueden pedir el divorcio son tres: el hombre puede separarse de su mujer si es enfermiza, si no quiere o no puede darle hijos o si le niega al marido lo que legítimamente puede exigir de ella; y la mujer puede separarse del marido si es enfermizo, si no puede o no quiere darle hijos o si la maltrata de cualquier modo. En un lado de la ciudad existen casas más pequeñas que las destinadas a matrimonios para los solteros y los repudiados, con terrenos para que puedan subsistir sin necesidad de pedir ayuda a la familia. Los repudiados, si lo prefieren, pueden optar a contraer nuevas nupcias.

Estos matrimonios, al tener muchachos y muchachas la misma fortuna, están fundamentados en el amor. Esto, unido a la posibilidad del divorcio hace que el adulterio, "tan frecuente en occidente", en Tamoe resulte extremadamente raro.

En la Tamoe igualitaria el ciudadano no es propietario de nada, el estado cubre sus necesidades entregándole casa y terrenos para el cultivo y a su muerte todo revierte nuevamente en el estado; los hijos, también son educados por el estado.

Con la igualdad de bienes no existen los robos, solo se roba lo que no se tiene. Poseyendo todos los mismos bienes no pueden envidiarse los del vecino. Mediante la igualdad se acaba con la avaricia y con la ambición, causa de no pocos crímenes.

Todo está dispuesto en la isla para evitar el crimen y así evitar el castigo.

Sin embargo, confieso que no todas las infracciones están suprimidas, habría que ser un Dios para eliminar absolutamente el delito de la tierra; pero compara los que pueden subsistir dentro de mi gobierno con aquellos a los que el ciudadano es llevado necesariamente por la viciosa composición de los vuestros. No lo castiguéis, pues, cuando procede mal, cambiad la forma de vuestro gobierno y no atormentéis al hombre, quien, cuando esta forma es mala, cierto que puede tener una mala conducta, pues ya no es él quien es culpable sino vosotros; vosotros que pudiendo impedirle hacer el mal mediante una modificación de vuestras leyes, las dejáis subsistir intactas, tan odiosas como son, para daros el placer de castigar con ellas al infractor. ¿No tomarías por un individuo feroz a quien hiciera morir a un infortunado por haberse dejado caer en un precipicio donde la mano misma que lo castigará acabara de arrojarlo? Sed justos, tolerad el crimen, puesto que lo vicioso de vuestro gobierno lleva a él; o bien, si el crimen os daña, cambiad la constitución del gobierno que lo hace nacer, poned, como yo he hecho, al ciudadano en la imposibilidad de cometerlo; pero no lo sacrifiquéis a la ineptitud de vuestras leyes y a vuestro empecinamiento en no querer cambiarlas.

En todo caso los castigos son ligeros, en proporción a los delitos posibles en su nación: “humillan pero jamás marcan con el hierro candente” (costumbre de la época). Zamé narra varios ejemplos de castigo, uno es pasear al delincuente custodiado por dos pregoneros que van pregonando por toda la ciudad el delito cometido.

Zamé continua dando detalles sobre la vida en la isla invitándoles a varias ceremonias para que se hagan una mejor idea de la misma. Así llega el día de la partida. Cuando el barco está reparado y aprovisionado se despiden cordialmente. Sainville continúa su viaje en busca de su querida Leonore.

Edited by astaroth1 - 2/8/2010, 17:02
 
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astaroth1
view post Posted on 14/9/2008, 23:12




La serpiente.

Todo el mundo conoció a principios de este siglo a la señora presidenta de C..., una de las mujeres más agradables y bonitas de Dijon, y todos la han visto acariciar y acoger públicamente en su lecho a la serpiente blanca que va a ser la protagonista de esta anécdota.

-Este animal es el mejor amigo que tengo en el mundo -le comentaba un día a una dama extranjera que había ido a verla y que mostraba curiosidad por conocer la razón de las atenciones que la bella presidenta prodigaba a su serpiente-. En otro tiempo amé apasionadamente -prosiguió ésta-, señora, a un joven encantador que se vio obligado a alejarse de mí para ir a cosechar laureles; al margen de nuestros encuentros convenidos, él me había pedido que, siguiendo su ejemplo, a unas horas determinadas nos retiráramos cada uno por nuestro lado a algún paraje solitario para no ocuparnos de nada en absoluto más que de nuestra ternura. Un día, a las cinco de la tarde, cuando iba a recogerme en un pequeño pabellón al extremo de mi jardín, para serle fiel en mi promesa, convencida de que ningún animal de esta clase hubiera nunca podido penetrar en el jardín, de pronto descubrí a mis pies a este encantador animalillo, al que, como bien podéis ver, idolatro. Quise huir; la serpiente se tendió delante de mí, parecía pedirme perdón, parecía asegurarme que bien lejos estaba de querer hacerme ningún daño; me paro, la observo; al verme tranquila se acerca, hace cien cabriolas a mis pies, unas más de prisa que las otras; no puedo contenerme y le paso la mano por encima, la acaricio delicadamente, la cojo y la pongo sobre mis rodillas, se arrebuja en ellas y parece que duerme. Una sensación de inquietud se apodera de mí... De mis ojos se escapan, a pesar mío, unas lágrimas que bañan a este animalillo encantador... Despertada por mi dolor, me mira..., gime..., alza su cabeza hasta mi seno..., lo acaricia y de nuevo se desploma anonadado... ¡Oh, cielos -grité-, todo se ha acabado; mi amante ha muerto! Abandoné aquel funesto lugar llevando conmigo a esta serpiente, a la que un misterioso sentimiento parece ligarme a pesar mío... Advertencias fatales de una voz desconocida cuyos ecos, señora, podéis interpretar como os guste, pero ocho días más tarde recibo la noticia de que mi amante había sido muerto en el preciso instante en que apareció la serpiente; nunca he querido separarme de este animal; sólo a mi muerte me abandonará; después de aquello me casé, pero con la explícita condición de que no la apartaría de mi lado.

Y tras estas palabras la gentil presidenta cogió la serpiente, la recostó contra su seno y le hizo dar, como si fuera un podenco, cien vueltas delante de la dama que la interrogaba.

¡Oh, Providencia!, si esta aventura es tan cierta como lo asegura toda la provincia de Borgoña, ¡qué inescrutables son tus designios!

FIN

Edited by astaroth1 - 14/1/2009, 18:21
 
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satanas1
view post Posted on 29/12/2008, 20:44




El Aparecido

La cosa del mundo a la cual los filósofos otorgan menos fe es a los aparecidos. No obstante, si el caso extraordinario que voy a contar, caso certificado con la firma de muchos testigos y consignado en archivos respetables, si ese caso, digo, y teniendo en cuenta esos títulos y la autenticidad que tuvo en su tiempo, puede volverse susceptible de ser creído, será necesario, a pesar del escepticismo de nuestros estoicos, persuadirse de que si todos los cuentos de aparecidos no son verdaderos, al menos hay acerca de eso cosas muy extraordinarias.

Una gruesa Madame Dallemand, que todo París conocía entonces como una mujer alegre, franca, ingenua y de buena compañía, vivía, desde hacía más de veinte años que era viuda, con un cierto Ménou, hombre de negocios que habitaba cerca de Saint Jean-en-Grève.
Madame Dallemand se encontraba un día cenando en casa de cierta Madame Duplatz, mujer de su apostura y de su sociedad, cuando en medio de una partida que habían comenzado al levantarse de la mesa, un lacayo vino a rogar a Madame Dallemand que pasara a un cuarto vecino, visto que una persona de su conocimiento demandaba insistentemente hablarle por un asunto tan apurado como consecuente; Madame Dallemand dijo que la esperara, que no quería interrumpir su partida; el lacayo vuelve e insiste de tal manera que la dueña de la casa es la primera en apurar a Madame Dallemand para que vaya a ver qué es lo que quiere.

Ella sale y reconoce a Ménou. -¿Qué asunto tan urgente -le dice ella- puede hacerte venir a turbarme así en una casa en la que no eres conocido? -Uno muy esencial, señora, responde el corredor, y debes creer que es bien necesario que sea de esa especie, para que haya obtenido de Dios el permiso de venir a hablarte por última vez en mi vida... Ante esas palabras que no anunciaban un hombre muy en sus cabales, Madame Dallemand se turba. Observando a su amigo que no había visto desde hacía unos días, se espanta aun más al verlo pálido y desfigurado. -¿Qué tienes, señor -le dice- cuáles son los motivos del estado en que te veo y de las cosas siniestras de que me hablas... acláramelo rápidamente, qué te ha ocurrido? -Sólo algo muy ordinario, señora -dice Ménou-, después de sesenta años de vida era muy simple llegar a puerto, gracias al cielo heme allí; he pagado a la naturaleza el tributo que todos los hombres le deben, no me lamento más que de haberte olvidado en mis últimos instantes, y es por esa falta, señora, que vengo a pedirte perdón.
-Pero, señor, tú bates el campo, no hay ningún ejemplo de una tal sinrazón; o vuelves en ti o voy a pedir socorro.
-No llames, señora. Esta visita inoportuna no será muy larga, me aproximo al término que me ha sido acordado por el Eterno; escucha, pues, mis últimas palabras, y es para siempre que vamos a dejarnos... Estoy muerto, te dije, señora. Muy pronto serás informada de la verdad de lo que te adelanto. Te he olvidado en mi testamento, vengo a reparar mi falta; toma esta llave, transpórtate al instante a mi casa; detrás de la tapicería de mi lecho encontrarás una puerta de hierro, la abrirás con la llave que te doy, y te llevarás el dinero que contendrá el armario cerrado por esa puerta; esa suma es desconocida por mis herederos, es tuya, nadie te la disputará. Adiós, señora, no me sigas...

Y Ménou desapareció. Es fácil imaginar con qué turbación Madame Dallemand volvió al salón de su amiga; le fue imposible esconder el tema...
-La cosa merece ser reconocida -le dijo Madame Duplatz- no perdamos un instante.

Se piden caballos, se sube en coche, se llega hasta casa de Ménou...
Él estaba ante su puerta, yaciendo en su ataúd; las dos mujeres suben a los apartamentos. La amiga del dueño, demasiado conocida para ser rechazada, recorre todas las habitaciones que le placen, llega a aquella indicada, encuentra la puerta de hierro, la abre con la llave que le han dado, reconoce el tesoro y se lo lleva.

He aquí sin duda pruebas de amistad y de reconocimiento cuyos ejemplos no son frecuentes y que, si los aparecidos espantan, deben al menos, se convendrá en ello, hacerse perdonar los miedos que pueden causarnos, en favor de los motivos que los conducen hacia nosotros.

Marqués de Sade
 
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nubarus
view post Posted on 31/12/2008, 15:40




Cuentos y Fábulas

La Flor del Castaño



Se supone, yo no lo afirmaría, pero algunos eruditos nos lo aseguran, que la flor del castaño posee efectivamente el mismo olor que ese prolífico semen que la naturaleza tuvo a bien colocar en los riñones del hombre para la reproducción de sus semejantes.
Una tiema damisela, de unos quince años de edad, que jamás había salido de la casa paterna, se paseaba un día con su madre y con un presumido clérigo por la alameda de castaños que con la fragancia de las flores embalsamaban el aire con el sospechoso aroma que acabamos de tomarnos la libertad de mencionar.
-¡Oh! Dios mío, mamá, ese extraño olor- dice la jovencita a su madre sin darse cuenta de dónde procedía-. ¿Lo oléis, mamá ... ? Es un olor que conozco.
-Callaos, señorita, no digáis esas cosas, os lo ruego.
-¿Y por qué no, mamá? No veo que haya nada de malo en deciros que ese olor no me resulta desconocido y de eso ya no me cabe la menor duda.
-Pero, señorita…
-Pero, mamá, os repito que lo conozco: padre, os ruego que me digáis qué mal hago al asegurarle a mamá que conozco ese olor.
-Señorita -responde el eclesiástico, acariciándose la papada y aflautando la voz-, no es que haya hecho ningún mal exactamente; pero es que aquí nos hallamos bajo unos castaños y nosotros los naturalistas admitimos, en botánica, que la flor del castaño...
-¿Que la flor del castaño ... ?
-Pues bien, señorita, que huele como cuando se eyacula.

EL DIVINO MARQUES
 
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nubarus
view post Posted on 1/1/2009, 20:31




Cuentos y Fábulas

Un Obispo en el Atolladero



Resulta bastante curiosa la idea que algunas personas piadosas tienen de los juramentos. Creen que ciertas letras del alfabeto, ordenadas de una forma o de otra, pueden, en uno de esos sentidos, lo mismo agradar infinitamente al Eterno como, dispuestas en otro, ultrajarle de la forma más horrible, y sin lugar a dudas ese es uno de los más arraigados prejuicios que ofuscan a la gente devota.
A la categoría de las personas escrupulosas en lo que respecta a las "b" y a las "f" pertenecía un anciano obispo de Mirepoix que a comienzos de este siglo pasaba por ser un santo; cuando un día iba a ver al obispo de Pamiers su carroza se atascó en los horribles caminos que separan esas dos ciudades: por más que lo intentaron los caballos no podían hacer más.
-Monseñor exclamó al fin el cochero a punto de estallar-, mientras permanezcáis ahí mis caballos no podrán dar un paso.
-¿Y por qué no? -contestó el obispo.
-Porque es absolutamente necesario que yo suelte un juramento y Vuestra Ilustrísimo se opone a ello; así, pues, haremos noche aquí si Ella no me lo permite.
-Bueno, bueno contesto el obispo, zalamero, santiguándose-, jurad, pues, hijo mío, pero lo menos posible.
El cochero blasfema, los caballos arrancan, monseñor sube de nuevo... y llegan sin novedad.

Marqués de Sade
 
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nubarus
view post Posted on 2/1/2009, 20:21




Cuentos y Fábulas


Qué me engañen siempre así!



Hay pocos seres en el mundo tan libertinos como el cardenal de..., cuyo nombre, teniendo en cuenta su todavía sana y vigorosa existencia, me permitiréis que calle. Su Eminencia tiene concertado un arreglo, en Roma, con una de esas mujeres cuya servicial profesión es la de proporcionar a los libertinos el material que necesitan como sustento de sus pasiones; todas las mañanas le lleva una muchachita de trece o catorce años, todo lo más, pero con la que monseñor no goza más que de esa incongruente manera que hace, por lo general, las delicias de los italianos, gracias a lo cual la vestal sale de las manos de Su Ilustrísimo poco más o menos tan virgen como llegó a ellas, y puede ser revendida otra vez como doncella a algún libertino más decente. A aquella matrona, que se conocía perfectamente las máximas del cardenal, no hallando un día a mano el material que se había comprometido a suministrar diariamente, se le ocurrió hacer vestir de niña a un guapísimo niño del coro de la iglesia del jefe de los apóstoles; le peinaron, le pusieron una cofia, unas enaguas y todos los atavíos necesarios para convencer al santo hombre de Dios. No le pudieron prestar, sin embargo, lo que le habría asegurado verdaderamente un parecido perfecto con el sexo al que tenía que suplantar, pero este detalle preocupaba poquísimo a la alcahueta... «En su vida ha puesto la mano en ese sitio comentaba ésta a la compañera que la ayudaba en la superchería-; sin ninguna duda explorará única y exclusivamente aquello que hace a este niño igual a todas las niñas del universo; así, pues, no tenemos nada que temer ... »
Pero la comadre se equivocaba. Ignoraba sin duda que un cardenal italiano tiene un tacto demasiado delicado y un paladar demasiado exquisito como para equivocarse en cosas semejantes; comparece la víctima, el gran sacerdote la inmola, pero a la tercera sacudida:
-¡Per Dio santo! -exclama el hombre de Dios-. ¡Sono ingannato, quésto bambino ragazzo, mai non fu putana!
Y lo comprueba... No viendo nada, sin embargo, excesivamente enojoso en esta aventura para un habitante de la ciudad santa, Su Eminencia sigue su camino diciendo tal vez como aquel campesino al que le sirvieron trufas en lugar de patatas: «¡Qué me engañen siempre así!» Pero cuando la operación ha terminado:
-Señora -dice a la dueña-, no os culpo por vuestro error.
-Perdonad, monseñor.
-No, no, os repito, no os culpo por ello, pero si esto os vuelve a suceder no dejéis de advertírmelo, porque... lo que no vea al principio lo descubriré más adelante.

Marqués de Sade
 
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nubarus
view post Posted on 3/1/2009, 19:06




Cuentos y Fábulas


El Fingimiento Feliz (o La Ficcion Afortunada)



Hay muchísimas mujeres que piensan que con tal no llegar hasta el fin con un amante, pueden al menos permitirse, sin ofender a su esposo, un cierto comercio de galantería, y a menudo esta forma de ver las cosas tiene consecuencias más peligrosas que si su caída hubiera sido completa. Lo que le ocurrió a la marquesa de Guissac, mujer de elevada posición de Nimes, en el Languedoc, es una prueba evidente de lo que aquí proponemos como máxima.

Alocada, aturdida, alegre, rebosante de ingenio y de simpatía, la señora de Guissac creyó que ciertas cartas galantes, escritas y recibidas por ella y por el barón Aumelach, no tendrían consecuencia alguna, siempre que no fueran conocidas y que si, por desgracia, llegaban a ser descubiertas, pudiendo probar su inocencia a su marido, no perdería en modo alguno su favor. Se equivocó... El señor de Guissac, desmedidamente celoso, sospecha el intercambio, interroga a una doncella, se apodera de una carta, al principio no encuentra en ella nada que justifique sus temores, pero si mucho más de lo que necesita para alimentar sus sospechas, coge una pistola y un vaso de limonada le irrumpe como un poseso en la habitación de su mujer...

- Señora, he sido traicionado - le ruge enfurecido -; leed este billete: él me lo aclara, ya no hay tiempo para juzgar, os concedo la elección de vuestra muerte.

La marquesa se defiende, jura a su marido que está ,equivocado, que puede ser, es verdad, culpable de una imprudencia, pero que no lo es, sin lugar a duda, de crimen alguno.

- ¡Ya no me convenceréis, pérfida! - le contesta el marido furibundo, ¡ya no me convenceréis! Elegid rápidamente o al instante esta arma os privará de la luz del día.

La desdichada señora de Guissac, aterrorizada, se decide por el veneno; toma la copa y lo bebe.

- ¡Deteneos! le dice su esposo cuando ya ha bebido parte, no pereceréis sola; odiado por vos, traicionado por vos, ¿qué querríais que hiciera yo en el mundo? -y tras decir esto bebe lo que queda en el cáliz.

- ¡Oh, señor! -exclama la señora de Guissac. En terrible trance en que nos habéis colocado a ambos, no me neguéis un confesor ni tampoco el poder abrazar por última vez a mi padre y a mi madre.

Envían a buscar enseguida a las personas que esta desdichada mujer reclama, se arroja a los brazos de los que le dieron la vida y de nuevo protesta que no es culpable de nada. Pero, ¿qué reproches se le pueden hacer a un marido que se cree traicionado y que castiga a su mujer de tal forma que él mismo se sacrifica? Sólo queda la desesperación y el llanto brota de todos por igual.

Mientras tanto llega el confesor...

- En este atroz instante de mi vida -dice la marquesa- deseo, para consuelo de mis padres y para el honor de mi memoria hacer una confesión pública y empieza a acusarse en voz alta de todo aquello que su conciencia le reprocha desde que nació.

El marido, que está atento y que no oye citar al barón de Aumelach, convencido de que en semejante ocasión su mujer no se atrevería a fingir, se levanta rebosante de alegría.

¡Oh, mis queridos padres! -exclama abrazando al mismo tiempo a su suegro y a su suegra, consolaos y que vuestra hija me perdone el miedo que la he hecho pasar, tantas preocupaciones me produjo que es lícito que le devuelva unas cuantas. No hubo nunca ningún veneno en lo que hemos tomado, que esté tranquila; calmémonos todos y que por lo menos aprenda que una mujer verdaderamente honrada no sólo no debe cometer el mal, sino que tampoco debe levantar sospechas de que lo comete.

La marquesa tuvo que hacer esfuerzos sobrehumanos para recobrarse de su estado; se había sentido envenenada hasta tal punto que el vuelo de su imaginación le había ya hecho padecer todas las angustias de muerte semejante. Se pone en pie temblorosa, abraza a su marido; la alegría reemplaza al dolor y la joven esposa bien escarmentada por esta terrible escena, promete que en el futuro sabrá evitar hasta la más pequeña apariencia de infidelidad. Mantuvo su palabra y vivió más de treinta años con su marido sin que éste tuviera nunca que hacerle el más mínimo reproche.

Marqués de Sade
 
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nubarus
view post Posted on 11/1/2009, 20:30




Diálogo entre un sacerdote y un moribundo


El Sacerdote: Llegado el instante fatal en que el velo de la ilusión sólo se desgarra para dejar al hombre reducido al cuadro cruel de sus errores y sus vicios, ¿no te arrepientes, hijo mío, de los múltiples desórdenes a los que te condujo la humana debilidad y fragilidad?

El Moribundo: Sí, amigo mío, me arrepiento.

El Sacerdote: Pues bien, aprovecha estos remordimientos felices para obtener del cielo, en este corto intervalo, la absolución general de tus faltas, y piensa que es por la mediación del santísimo sacramento de la penitencia que te será posible obtenerla del Eterno.

El Moribundo: No nos comprendemos.

El Sacerdote: ¡Cómo!

El Moribundo: Te he dicho que me arrepentía.

El Sacerdote: Así lo oí.

El Moribundo: Sí, pero sin comprenderlo.

El Sacerdote: ¿Qué interpretación?...

El Moribundo: Ésta... Creado por la naturaleza con inclinaciones ardorosas, con pasiones fortísimas, únicamente colocado en este mundo para entregarme a ellas y para satisfacerlas, y estos efectos de mi creación no siendo más que necesidades relativas a las primeras vistas de la naturaleza, o, si lo prefieres, sólo derivaciones esenciales de sus proyectos sobre mí, todos en razón de sus leyes, sólo me arrepiento de no haber reconocido bastante su omnipotencia, y mis únicos remordimientos sólo se refieren al mediocre uso que hice de las facultades (criminales según tú, según yo muy simples) que ella me había dado para servirla. La he resistido algunas veces, de eso me arrepiento. Cegado por tus sistemas absurdos, con ellos combatí toda la violencia de los deseos que había recibido de una inspiración más que divina, de eso me arrepiento. Coseché sólo flores cuando pude hacer una amplia cosecha de frutos... Estos son los justos motivos de mi pesar. Estímame en algo para no atribuirme otros.

El Sacerdote: ¡A dónde te arrastran tus errores, a dónde te conducen tus sofismas! Prestas a la cosa creada todo el poder del creador. ¿No ves que esas desdichadas tendencias que te extravían no son más que efectos de la naturaleza corrompida, a la cual atribuyes toda la potencia?

El Moribundo: Amigo, me parece que tu dialéctica es tan falsa como tu espíritu. Quisiera que razonaras más exactamente o que me dejaras morir en paz. ¿Qué entiendes por creador, y qué entiendes por naturaleza corrompida?

El Sacerdote: El Creador es el dueño del universo, es él quien lo ha hecho todo, lo ha creado todo, y quien conserva todo por un simple efecto de su omnipotencia.

El Moribundo: Es un gran hombre, sin duda. Pues bien, dime por qué este hombre, que es tan poderoso, ha hecho, sin embargo, según tú, una naturaleza corrompida.

El Sacerdote: ¿Cuál hubiera sido el mérito de los hombres si Dios no les hubiere dejado su libre arbitrio, y qué mérito hubiesen tenido para disfrutarlo si no hubiera habido en la tierra la posibilidad de hacer el bien y la de evitar el mal?

El Moribundo: Así, pues, tu dios ha querido hacerlo todo oblicuamente sólo para tentar o probar a su criatura. ¿No la conocía, pues no sospechaba el resultado?

El Sacerdote: Sin duda que la conocía, pero una vez más quería dejarle el mérito de la elección.

El Moribundo: ¿Para qué, desde el momento que sabía el partido que tomaría y sólo dependía de él, ya que le proclamas tan omnipotente, y sólo dependía de él, repito, el hacerla tomar el bueno?

El Sacerdote: ¿Quién puede comprender los designios inmensos e infinitos de Dios con respecto al hombre, y quién puede comprender todo lo que vemos?

El Moribundo: Aquel que simplifica las cosas, amigo mío, sobre todo aquel que no multiplica las causas para mejor enredar los efectos. ¿Para qué necesitas una segunda dificultad cuando no puedes explicar la primera, y desde el momento en que es posible que la naturaleza haya hecho por sí sola lo que le atribuyes a tu dios, por qué quieres buscarle un amo? La causa de que no comprendas es quizá lo más simple del mundo. Perfecciona tu física y comprenderás mejor la naturaleza, depura tu razón y entonces no tendrás necesidad de tu dios.

El Sacerdote: ¡Desdichado! Sólo te creía sociniano, tenía armas para combatirte, pero veo claramente que eres ateo, y desde el momento en que tu corazón se niega a la inmensidad de las pruebas auténticas que recibimos cada día de la existencia del creador, no tengo nada más que decirte. No se le da luz a un ciego.

El Moribundo: Amigo mío, admite un hecho: de los dos, el más ciego es seguramente aquel que se pone una venda que el que se la arranca. Tú edificas, inventas, multiplicas; yo destruyo, simplifico. Tú agregas error sobre error; yo los combato. ¿Cuál de los dos es el ciego?

El Sacerdote: ¿No crees, pues, en Dios?

El Moribundo: No. Y esto por una simple razón. Es perfectamente imposible creer en lo que no se comprende. Entre la comprensión y la fe deben existir conexiones inmediatas; la comprensión es el primer alimento de la fe; cuando la comprensión no actúa muere la fe, y ésos que en tal caso pretendieran tenerla, mienten. Te desafío a que creas en el dios que me predicas -ya que no sabrías demostrármelo, ya que no está en ti el definírmelo, y, por lo tanto, no lo comprendes- y desde el momento en que no lo comprendes no puedes suministrarme de él ningún argumento razonable, pues, en una palabra, todo lo que está por encima de los límites del espíritu humano es quimera o inutilidad. Si tu dios no puede ser más que una u otra cosa, en el primer caso sería un loco si creyera en él; un imbécil, en el segundo. Amigo mío, pruébame la inercia de la materia y te concederé el creador. Pruébame que la naturaleza no se basta a sí misma y te prometo suponerle un dueño. Hasta entonces, nada esperes de mí, sólo me rindo a la evidencia y sólo la recibo de mis sentidos; dónde ellos se detienen allí mi fe queda sin fuerzas. Creo en el sol porque lo veo, lo concibo como el centro de reunión de toda la materia inflamable de la naturaleza, su marcha periódica me complace sin asombrarme. Es una operación de física, acaso tan simple como la de la electricidad, pero que no nos está permitido comprender. ¿Qué necesidad tengo de ir más lejos? ¿Cuando me hayas levantado los andamios de tu dios por encima de esto, qué habré avanzado? ¿No necesitaré hacer tanto esfuerzo para comprender al obrero como el gastado en definir la obra? Por consiguiente, no me has prestado ningún servicio con la edificación de tu quimera, has turbado mi espíritu sin iluminarlo, y debo odiarte en vez de agradecerte. Tu dios es una máquina que fabricaste para que sirva a tus pasiones, y la has hecho mover a tu capricho, pero desde el momento en que incomoda los míos permíteme que la haya derribado. En el instante en que mi alma débil tiene necesidad de calma y de filosofía no vengas a espantarla con tus sofismas, que la asustarían sin convencerla, que la irritarían sin hacerla mejor. Amigo mío, esta alma es lo que la naturaleza quiso que fuera, es decir, el resultado de los órganos que ha querido formarme en razón de sus designios y de sus necesidades; y como ella tiene una necesidad igual de vicio y de virtud, cuando quiso llevarme hacia el primero así lo ha hecho, cuando ha querido la segunda, me ha inspirado deseos por ella, y me ha entregado a ambos de igual modo. Busca sus leyes como única causa de nuestra inconsecuencia humana, y no busques a sus leyes más principios que su voluntad y su necesidad.

El Sacerdote: Así pues, todo es necesario en el mundo.

El Moribundo: Seguramente.

El Sacerdote: Pues, si todo es necesario, todo está, pues, regulado.

El Moribundo: ¿Quién dice lo contrario?

El Sacerdote: ¿Y quién pudo arreglarlo todo como está si no es una mano omnipotente y sabia?

El Moribundo: ¿No es necesario que la pólvora se inflame cuando se le aplica el fuego?

El Sacerdote: Sí.

El Moribundo: ¿Y qué sabiduría encuentras en eso?

El Sacerdote: Ninguna.

El Moribundo: Es posible, pues, que haya cosas necesarias sin sabiduría, y posible, por consiguiente, que todo derive de una causa primera, sin que haya razón ni sabiduría en esta primera causa.

El Sacerdote: ¿A dónde quieres llegar?

El Moribundo: A probarte que todo puede ser lo que es y lo que no es, sin que ninguna causa sabia y razonable lo conduzca, y que efectos naturales deben tener causas naturales, sin que haya necesidad de suponerle otras antinaturales, como lo sería tu dios, ya que él mismo tendría necesidad de explicación sin suministrar ninguna. Y, por consiguiente, desde que tu dios no es bueno para nada, es perfectamente inútil; y como hay gran probabilidad de que todo lo inútil es nulo y de que todo lo nulo es la nada, así pues, para convencerme de que tu dios es una quimera no tengo necesidad de otro razonamiento fuera del que me suministra la certeza de su inutilidad.

El Sacerdote: Sobre este pie me parece innecesario hablarte de religión.

El Moribundo: ¿Por qué no? Nada me divierte tanto como la prueba del exceso de fanatismo y de la imbecilidad humana sobre este punto. Son extravíos tan prodigiosos que el cuadro, aunque horrible, a mi juicio es siempre interesante. Responde con franqueza, y, sobre todo, destierra el egoísmo. Si fuera tan débil que me dejara sorprender por tus ridículos sistemas de la existencia del ser que hace necesaria la religión, ¿bajo cuál forma me aconsejarías que le rindiera culto? ¿Quisieras que adoptara los desvaríos de Confucio mas bien que los absurdos Brahama? ¿Que adorara a la gran serpiente de los negros, al astro de los peruanos o al dios de los ejércitos de Moisés? ¿A cuál de las sectas de Mahoma quisieras que me rindiese? ¿Qué herejía de los cristianos es, a tu juicio, preferible? Cuidado con tu respuesta.

El Sacerdote: ¿Puede ser dudosa?

El Moribundo: Dila, pues, egoísta.

El Sacerdote: No, sería amarte tanto como a mí si te aconsejara lo que yo creo.

El Moribundo: Y es querernos muy poco el escuchar semejantes errores.

El Sacerdote: ¿A quién pueden cegar los milagros de nuestro divino redentor?

El Moribundo: A quien no vea en él sino al más ordinario de todos los bribones y al más vulgar de todos los impostores.

El Sacerdote: ¡Dios, lo escuchas sin descargar tu ira!

El Moribundo: No, amigo mío, todo está en paz porque tu dios, sea por impotencia, sea por razón, o, en fin, por lo que tú quieras, es un ser al que admito por un momento sólo por condescendencia a ti, o, si lo prefieres, para prestarme a tus pequeños designios, porque ese dios, repito, si existiera como tienes la locura de creerlo, no puede, para convencernos, haber tomado los medios tan ridículos como los que tu Jesús supone.

El Sacerdote: ¡Cómo, las profecías, los milagros, los mártires, no son pruebas?

El Moribundo: ¿Cómo quieres, en buena lógica, que pueda recibir como prueba aquello que necesita probarse? Para que la profecía sea una prueba sería necesario, primeramente, que yo tuviera la certidumbre completa de que ha sido hecha; pues, al consignársela en la historia sólo tiene para mi la fuerza de los otros hechos históricos, dudosos en sus tres cuartas partes; y si a esto agrego la apariencia más que verdadera de que me han sido transmitidos por historiadores interesados, estaría, como lo ves, más que en mi derecho para dudar de ellos. ¿Quién me asegura, por otra parte, que esa profecía no ha sido hecha con posterioridad, que no ha sido el efecto de la combinación de la más simple política como la de concebir un reino feliz bajo un rey justo, o la de la helada en invierno? Y si esto es así, ¿cómo quieres que la profecía, al tener tanta necesidad de ser probada, pueda convertirse en prueba? Con respecto a tus milagros, ellos tampoco se me imponen. Todos los bribones los han hecho, y todos los tontos los han creído. Para persuadirme de la verdad de un milagro tendría necesidad de estar muy seguro de que el acontecimiento que tú llamas de esa manera fuera absolutamente contrario a las leyes de la naturaleza, pues sólo lo que está fuera de ella puede pasar por milagro. ¿Y quién la conoce bastante para atreverse a afirmar cuál es precisamente el punto en que se detiene y cuál es el que infringe? Bastan dos cosas para acreditar un pretendido milagro, un titiritero y unas mujerzuelas. Vamos, no busques jamás un origen distinto para los tuyos. Todos los nuevos sectarios los han hecho, y, lo que es más singular, todos encontraron imbéciles para creerles. Tu Jesús no ha hecho algo más singular que Apolonio de Tiana, y, sin embargo, nadie ha pensado en tomar a éste por un dios. En cuanto a tus mártires, éste es el más débil de tus argumentos, sólo falta el entusiasmo y la resistencia para hacer mártires, y mientras la causa opuesta me ofrezca tantos como la tuya, jamás estaré lo suficientemente autorizado para creer a la una mejor que la otra, sino muy inducido, en cambio, a suponer despreciables a ambas. ¡Amigo mío! Si fuera verdad que existe el dios que predicas, ¿tendría necesidad de milagro, mártir o profecía para establecer su imperio? Y si, como dices, el corazón humano fuera su obra, ¿no sería ése el santuario que hubiera elegido para su ley? Esta ley igual, pues emanaría de un dios justo, se encontraría de manera irresistible grabada igualmente en el corazón de todos, y, de un extremo al otro del universo, todos los hombres, al ser semejantes por ese órgano delicado, igualmente serían semejantes por el homenaje que rendirían al dios que le hubiera dado este corazón, no tendrían más que una manera de amarlo, más que una manera de adorarlo y servirlo y tan imposible les sería desconocer ese dios como resistir a la inclinación secreta de su culto. ¿En vez de eso, no veo en el universo tantos dioses como países; tantas maneras de servir a esos dioses como diferentes cabezas o diferentes imaginaciones hay? Esta multiplicidad de opiniones, en la cual físicamente me es imposible elegir, ¿sería, a tu juicio, la obra de un dios justo?. Vamos, predicante, ultrajas a tu dios al presentármelo de esta manera. Déjame negarlo completamente, pues si existiera, entonces le ultrajaría menos mi incredulidad que tus blasfemias. Vuelve a la razón, predicante, tu Jesús no vale más que Mahoma, Mahoma, menos que Moisés, y estos tres, menos que Confucio, quien, sin embargo, dictó algunos buenos principios mientras que los otros tres disparataban. Pero, en general, todos éstos no son más que impostores, de los cuales el filósofo se ha burlado, y a los cuáles la canalla ha creído, y a los cuales la justicia hubiera debido ahorcar.

El Sacerdote: ¡Ay de mí, sólo lo hizo con uno!

El Moribundo: Era el que más lo merecía. Sedicioso, turbulento, calumniador, bribón, libertino, grosero, farsante y malvado peligroso, poseía el arte de engañar al pueblo y mereció, por lo tanto, el castigo de un reino en el estado en que se encontraba entonces el de Jerusalén. Fueron muy prudentes al deshacerse de él, y es quizás el solo caso en que mis máximas, extremadamente dulces y tolerantes por lo demás, admiten la severidad de Temis. Excuso todos los errores, salvo aquellos que pueden ser peligrosos para el gobierno en que se vive. Los reyes y sus majestades son las únicas cosas que se me imponen, las únicas que respeto, pues quien no ama a su país y a su rey, no es digno de vivir.

El Sacerdote: Pero, en fin, admitirás algo después de esta vida, es imposible que tu espíritu no se haya complacido, algunas veces, en atravesar la espesura tenebrosa de la suerte que nos espera. ¿Qué sistema puede ser más satisfactorio que el de una multitud de penas para quien vivió mal y el de una eternidad de recompensas para quien vivió bien?

El Moribundo: ¿Cuál, amigo mío? El sistema de la nada nunca me ha espantado: es consolador y simple. Todos los otros son obra del orgullo, sólo éste lo es de la razón. Por lo demás, no es ni espantosa ni absoluta esa nada. ¿No tengo ante mi vista el ejemplo de las generaciones y regeneraciones de la naturaleza? Nada perece, amigo mío, nada se destruye en el mundo. Hombre hoy, gusano mañana, pasado mañana mosca, ¿no es siempre existir? ¿Y por qué quieres que me recompensen por virtudes cuyo mérito no tengo, o me castiguen por crímenes cuyo dueño no he sido? ¿Puedes conciliar la bondad de tu pretendido dios con este sistema, y puede él haber querido crearme para darse el placer de castigarme, y esto sólo a consecuencia de una elección de la que no he sido dueño?

El Sacerdote: Lo eres.

El Moribundo: Sí, según tus prejuicios. Pero la razón los destruye. Y el sistema de la libertad humana sólo fue inventado para fabricar el de la gracia que llegó a ser tan favorable a tus desvaríos. ¿Qué hombre en el mundo, si viera el patíbulo junto al crimen, lo cometería si fuera libre de no cometerlo? Una fuerza irresistible nos arrastra, y ni por un instante somos dueños de determinarnos por nada que no esté del lado hacia el cual nos inclinamos. No hay una sola virtud que no sea necesaria a la naturaleza; y, reversiblemente, ni un solo crimen del que no tenga necesidad, y toda su ciencia consiste en el perfecto equilibrio en que mantiene a ambos. ¿Podemos ser culpables del lado hacia el que nos arroje? Tanto como la avispa que clava su aguijón en tu piel.

El Sacerdote: Así, pues, ¿los crímenes más grandes no deben inspirarnos ningún espanto?

El Moribundo: No he dicho eso. Basta que la ley lo condene y que la cuchilla de la justicia lo castigue para que nos inspire la aversión o el terror, pero desde que desdichadamente se haya cometido, hay que saber tomar su partido y no entregarse a estériles remordimientos. Su efecto es vano, pues no pudo preservarnos de él; nulo, pues no lo repara. Es absurdo, pues, entregarse a los remordimientos, y más absurdo aun temer el castigo en el otro mundo si somos bastante dichosos de haber escapado al castigo de éste. Dios no quiera que vaya con esto a estimular el crimen, hay que evitarlo tanto como se pueda, pero es por la razón que es necesario huirle, y no por falsos temores que no consiguen nada, y cuyo efecto se destruye tan rápido en un alma firme. La razón, amigo mío; sí, sólo la razón debe advertirnos que perjudicar a nuestros semejantes no puede jamás hacernos felices, y nuestro corazón, que contribuir a su felicidad es lo más grande que la naturaleza nos haya acordado en la tierra. Toda moral humana se encierra en esta sola frase: hacer a los demás tan felices como uno mismo desea serlo, y no causarles nunca. un mal que no quisiéramos recibir. Estos son, amigo mío, estos son los únicos principios que debemos seguir y no hay necesidad de religión ni de dios para apreciarlos y admitirlos: Sólo se necesita un buen corazón. Pero siento que me debilito, predicante. Abandona tus prejuicios, sé hombre, sé humano, sin temor y sin esperanza, abandona tus dioses y tus religiones. Todo esto sólo es bueno para poner cadenas en las manos de los hombres, y el solo nombre de todos estos horrores ha hecho verter más sangre en la tierra que todas las otras guerras y plagas juntas. Renuncia a la idea del otro mundo, no lo hay, pero no renuncies al placer de ser feliz y de hacer la felicidad en éste. Esta es la única manera que te ofrece la naturaleza rara duplicar o extender tu existencia. Amigo mío, la voluptuosidad siempre fue el más querido de mis bienes, le he ofrecido incienso toda mi vida, y quiero terminarla en sus brazos. Mi fin se aproxima. Seis mujeres más bellas que el día están en el cuarto vecino, las reservaba para este momento. Toma de ellas tu parte, trata de olvidar en su seno, a ejemplo mío, todos los vanos sofismas de la superstición y todo los imbéciles errores de la hipocresía.

Nota: El moribundo llamó, las mujeres entraron y el predicante se convirtió en sus brazos en un hombre corrompido por la naturaleza, por no haber sabido explicar lo que era la naturaleza corrompida.

Marqués de Sade
 
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astaroth1
view post Posted on 12/1/2009, 21:54




Cuentos y Fábulas 2

Agudeza Gascona



Un oficial gascón había recibido de Luis XIV una gratificación de ciento cincuenta doblones y, recibo en mano, entra sin hacerse anunciar en casa del señor Colbert, que estaba sentado a la mesa con varios caballeros.
Señores, ¿cuál de vosotros pregunta con un acento que delataba su patria, quien, os lo ruego, es el señor Colbert?
Yo, señor -le responde el ministro. ¿En que puedo serviros?
Una fruslería, señor. Se trata tan sólo de una gratificación de ciento cincuenta doblones que es preciso que me descontéis en seguida.
- El señor Colbert, que se da perfecta cuenta de que el personaje se prestaba a la burla, le pide permiso para acabar de cenar y, para que no se impaciente, le ruega que se siente a la mesa con él.
- Con mucho gusto -contestó el gascón, excelente idea, pues no he cenado todavía.
Terminada la comida, el ministro, que ha tenido tiempo de prevenir al encargado mayor, dice al oficial que ya puede subir al despacho, que su dinero le espera; el gascón sube.. pero no le entregan más que cien doblones.
- ¿Queréis bromear, señor? -dice al funcionario. ¿O no véis que mi orden dice ciento cincuenta?
- Señor -le contesta el escribiente, veo perfectamente vuestra orden, pero os descuento cincuenta doblones por la cena.
¡Pardiez, cincuenta doblones! Si en mi posada me cuesta sólo diez sueldos!
Os creo, pero allí no tenéis el honor de cenar con un ministro.
- Perfectamente -replica el gascón- en eso caso, señor, guardároslo todo; mañana traeré a uno de mis amigos y estamos en paz.
La respuesta y la broma que le había provocado hicieron reír durante un rato a la corte; se añadieron los cincuenta doblones a la gratificación del gascón, que regresó triunfalmente a su tierra, hizo el elogio de las cenas del señor Colbert, de Versalles y de cómo era allí recompensado el ingenio del Garona.

Marqués de Sade
 
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nubarus
view post Posted on 14/1/2009, 18:08




Cuentos y Fábulas 2

Hágase como se Ordena



- Hija mía -dice la baronesa de Fréval a la mayor de sus hijas, que iba a casarse al día siguiente, sois hermosa como un ángel; apenas habéis cumplido vuestro decimotercer año y es imposible ser más tierna y más encantadora; parece como si el mismísimo amor se hubiera recreado en dibujar vuestras facciones, y sin embargo os veis obligada a convertiros mañana en esposa de un viejo picapleitos cuyas manías son de lo más sospechosas... Es un compromiso que me desagrada extraordinariamente, pero vuestro padre lo quiere. Yo deseaba hacer de vos una mujer de elevada posición, pero ya no es posible; estáis destinada a cargar toda vuestra vida con el ingrato título de presidenta... Lo que más me desespera es que no llegaréis a serlo más que a medias... El pudor me impide explicaros esto, hija mía..., pero es que esos viejos tunantes, que acostumbran a juzgar al prójimo sin saber juzgarse a si mismos, tienen caprichos tan barrocos, habituados a una vida en el seno de la indolencia... Esos bribones se corrompen desde que nacen, se hunden en el libertinaje, y arrastrándose en el impuro fango de las leyes de Justiniano y de las obscenidades de la capital, como la culebra que no levanta la cabeza más que de cuando en cuando para devorar insectos, sólo se les ve salir de él a base de reprimendas o de alguna detención. Así, pues, escuchadme, hija mía, y manteneos erguida..., porque si inclináis la cabeza de esa forma complaceréis extraordinariamente al señor presidente, y no me extrañaría que os la pusiera a menudo mirando a la pared... En una palabra, hija mía, se trata de lo siguiente: negad rotundamente a vuestro marido lo primero que os proponga; estamos convencidos de que esa primera proposición será, sin la menor duda, de lo más indecente e intolerable... Conocemos sus gustos; hace ya cuarenta años que, llevado de convicciones totalmente ridículas, ese maldito pícaro afeminado tiene la costumbre de tomarlo todo única y exclusivamente por detrás. Así, pues, hija mía, vos os negaréis, ¿me oís?, y le contestaréis: «No, señor, por cualquier otro sitio que os guste, pero por ahí, de ninguna manera.»

Dicho esto, se ponen a engalanar a la señorita De Fréval; la arreglan, la bañan, la perfuman. Llega el presidente, con el pelo ensortijado como un querubín, empolvado hasta los hombros, gangoso, chillón, balbuciendo leyes y diciendo cómo tiene que ser el Estado. Gracias al arreglo de su peluca, de su traje ajustado, de sus carnes prietas y restallantes, apenas se le calcularían cuarenta años, aunque tenía cerca de sesenta. Aparece la novia, él le hace unas carantoñas y en los ojos del leguleyo se puede ya leer toda la depravación de su alma. Al fin llega el momento... la desnuda, se acuestan y por una vez en su vida, el presidente, bien por tomarse un poco más de tiempo para educar a su discípula o bien por temor a los sarcasmos que podrían ser fruto de las indiscreciones de su mujer, no piensa más que en cosechar placeres legítimos. Pero la señorita De Fréval ha sido bien educada. La señorita De Fréval, que se acuerda de que su mamá le ha aconsejado que rechazara con toda firmeza las primeras proposiciones que le fueran a hacer, no desperdicia la ocasión y le dice al presidente:

- No, señor por mucho que queráis no ha de ser así; por cualquier otro sitio que os guste, pero por ahí, de ninguna manera.

- Señora -contesta el presidente estupefacto, debo protestar... estoy haciendo un esfuerzo... en realidad es una virtud.

- No, señor, por más que insistáis nunca accederé a eso.

- Muy bien, señora, hay que teneros contenta -responde el picapleitos, tomando posesión de su enclave predilecto. Mucho sentiría disgustaros y más en vuestra noche de bodas, pero tened cuidado, señora, pues en el futuro, por mucho que me lo roguéis, ya no podréis hacer que varíe mi rumbo.

- Me parece muy bien, señor -contesta la joven, buscando la postura, no temáis que no os lo he de pedir.

- Entonces, ya que así lo queréis, adelante -contesta el hombre de bien, mientras se acomoda. En nombre de Ganímedes y de Sócrates, hágase como se ordena!

Marqués de Sade
 
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nubarus
view post Posted on 16/1/2009, 20:39




Cuentos y Fábulas 2

El Preceptor Filósofo


De todas las ciencias que se inculcan a un niño cuando se trabaja en su educación, los misterios del cristianismo, aun siendo sin duda una de las materias más sublimes de esta educación, no son, sin embargo, las que se introducen con mayor facilidad en su joven espíritu. Persuadir, por ejemplo, a un muchacho de catorce o quince años de que Dios padre y Dios hijo no son sino uno, que el hijo es consustancial a su padre y que el padre lo es al hijo, etc., todo esto, por necesario que sea no obstante para la felicidad de la vida es más difícil de hacer comprender que el álgebra y cuando se quiere tener éxito, uno se ve obligado a emplear ciertas equivalencias físicas, ciertas explicaciones materiales que, por desproporcionadas que sean, facilitan, sin embargo, a un muchacho la comprensión de la misteriosa materia.

Nadie estaba tan plenamente convencido de este método como el padre Du Parquet, preceptor del condesito de Nerceuil, que tenía unos quince años de edad y el rostro más hermoso que fuera posible contemplar.

- Padre -decía día tras día el joven conde a su preceptor, de verdad que la consustancialidad está por encima de mis fuerzas, me es absolutamente imposible concebir que dos personas puedan convertirse en una sola: aclaradme ese misterio, os lo suplico, o ponedlo al menos a mi alcance.

El virtuoso eclesiástico, deseoso de tener éxito en su educación, contento de poder facilitar a su discípulo todo aquello que un día pudiera hacer de él un hombre de provecho, ideó un procedimiento bastante satisfactorio para allanar las dificultades que hacían cavilar al conde, y este procedimiento, tomado de la naturaleza necesariamente, tenía que resultar bien. Hizo venir a su casa a una jovencita de trece a catorce años y tras asesorarla convenientemente la unió a su joven discípulo.

Y bien -le pregunta, amigo mío, ¿entendéis ahora el misterio de la consubstancialidad? ¿Comprendéis ya con menos dificultad que es posible que dos personas se conviertan en una sola?

Oh, Dios mío, claro que sí, padre -responde el encantador energúmeno; ahora lo entiendo todo con una facilidad sorprendente. No me extraña que ese misterio constituya, según se dice, toda la alegría de los seres celestiales, pues es agradabilísimo divertirse haciendo de dos uno solo.

Algunos días más tarde el joven conde rogó a su preceptor que le diera otra lección, pues pretendía que había aún algo en el misterio que no comprendía bien y que no podría explicarse más que celebrándolo una vez más en la forma en que ya lo había hecho. El complaciente clérigo, a quien esta escena divertía probablemente tanto como a su alumno, hace volver a la muchachita y la lección vuelve a empezar, pero esta vez el clérigo, singularmente emocionado por el delicioso panorama que ofrecía a sus ojos el guapo muchacho de Nerceuil consubstanciándose con su compañera, no pudo resistirse a intervenir en la explicación de la parábola evangélica y las bellezas que con ese motivo recorren sus manos acaban por inflamarle totalmente.

Me parece que esto va demasiado de prisa -exclama Du Parquet, agarrando al condesito por la cintura, excesiva elasticidad en los movimientos, por lo que resulta que no siendo tan íntima la conjunción no refleja adecuadamente la imagen del misterio que hay que demostrar aquí... Si nos ponemos, exacto de esta forma -prosigue el pícaro, obsequiando a su joven discípulo con lo mismo que éste ofrece a la muchacha.

¡Ah! Dios mío, ¡que me hacéis daño, padre! -exclama el muchacho. Y además esta ceremonia me parece inútil. ¿Qué otra cosa me enseña sobre el misterio?

¡Oh diablos! -contesta el eclesiástico, balbuceando de placer. ¿Pero no ves, amigo mío, que te lo enseño todo de una vez? Esto es la Trinidad, hijo mío… Hoy te estoy explicando la Trinidad, cinco o seis lecciones más y serás doctor de la Sorbona.

Marqués de Sade
 
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nubarus
view post Posted on 18/1/2009, 21:53




Cuentos y Fábulas 2

La Mojigata (o El Encuentro Inesperado)



El señor de Sernenval, de unos cuarenta años de edad con doce o quince mil libras de renta que gastaba tranquilamente en París, sin ejercer ya la carrera de comercio que antaño había estudiado y satisfecho con toda distinción con el titulo honorífico de burgués París con miras a conseguir un cargo de regidor, había contraído matrimonio pocos años antes con la hija de uno de sus antiguos colegas, la cual tenía por aquel entonces alrededor de veinticuatro años. Ninguna otra tan fresca, lozana y entrada en carnes como la señora de Sernenval: no estaba formada como las Gracias, pero resultaba tan apetecible como la mismísima madre del amor; no tenía el porte de una reina, pero exhalaba en conjunto tanta voluptuosidad, con unos ojos tan dulces y tan lánguidos, una boca tan hermosa, unos senos tan firmes, tan bien torneados y todo lo demás tan a propósito para despertar el deseo, que había muy pocas mujeres hermosas en París a las que no se la hubiera preferido. Pero la señora~ de Sernenval, dotada de tantos atractivos, adolecía de un defecto capital en su espíritu... una mojigatería insoportable, una devoción crispante y un tipo de pudor tan ridículo y tan excesivo que a su marido le era imposible convencerla para que se dejara ver cuando estaba en compañía de sus amistades. Llevando su santurronería al extremo, era muy raro que la señora de Sernenval accediera a pasar con su marido una noche completa e incluso en ocasiones en que se dignaba a concedérsela, lo hacía siempre con las mayores reservas y con un camisón que no se quitaba jamás. Un dispositivo artísticamente trabajado en el pórtico del templo del himeneo sólo permitía la entrada con la expresa condición de que no hubiera ningún contacto deshonesto ni la menor relación carnal; la señora de Sernenval hubiera montado en cólera si hubiese intentado franquear las barreras que su modestia fijaba y si su marido hubiera tratado de hacerlo habría corrido de seguro el peligro de no recobrar jamás el favor de esta sensata y virtuosa mujer. El señor de Sernenval se reía de todas estas mojigangas, pero como adoraba a su mujer tenía a bien respetar sus limitaciones; a pesar de ello, a veces trataba de sermonearla y le demostraba con toda claridad que no es pasándose la vida en las iglesias o en compañía de los curas como una mujer honesta cumple realmente con sus deberes, que primero están los de la casa, necesariamente desatendidos por una devota, y que haría más honor a los designios del Eterno viviendo en el mundo de una manera honrada que yendo a enterrarse en los claustros y que corría mucho más peligro con los «sementales de María» que con esos leales amigos, cuyo trato ridículamente evitaba.

- Tengo que conoceros y amaros tanto como lo hago -añadía a lo anterior el señor de Sernenva- para no estar seriamente preocupado por vos durante todas esas prácticas religiosas. ¿Quién me asegura que en ocasiones no os abandonáis más bien sobre el blando lecho de los levíticos que al pie de los altares de Dios? No hay nada tan peligroso como esos bribones de curas; hablándoles de Dios es como seducen siempre a nuestras mujeres y a nuestras hijas, y siempre es en su nombre en el que nos deshonran o nos engañan. Creedme, querida amiga, uno puede ser honesto en cualquier sitio; no es ni en la celda del bonzo ni en el nicho del ídolo donde la virtud erige su templo, sino en el corazón de una mujer prudente y las honestas amistades que os ofrezco nada tienen que no se avenga al culto que le profesáis... En el mundo pasáis por una de sus más fieles sacerdotisas: yo también lo creo, pero, ¿qué pruebas tengo de que merezcáis realmente esa reputación? Mucho más lo creería si os viera hacer frente a alevosos ataques; la virtud de aquella esposa que no corre nunca el riesgo de ser seducida no es la que sale mejor parada, sino la de esa otra que tan segura se siente de sí misma que, sin temor alguno, se expone a cualquier cosa.

La señora de Sernenval nada respondía a todo esto, pues evidentemente la argumentación no admitía réplica alguna, pero se ponía a llorar, recurso común a las mujeres débiles, seducidas o falsas, y su marido no se atrevía a seguir adelante con la. lección.

Así estaban las cosas cuando un antiguo amigo de Sernenval, un tal Desportes, llegó desde Nancy para verle y para resolver al mismo tiempo ciertos negocios que tenía en la capital. Desportes era un vividor, de la edad de su amigo poco más o menos, y no menospreciaba ninguno de los placeres que la naturaleza bienhechora concede al hombre para que olvide las desdichas con que le abruma; no pone la menor objeción a la oferta que le hace Sernenval para alojarse en su casa, se alegra de verle, y al mismo tiempo se extraña de la severidad de su mujer, quien, desde el momento que sabe la presencia de este extraño en la casa, se niega a dejarse ver en absoluto y ni siquiera baja a las comidas. Desportes cree que está molestando y quiere buscar alojamiento fuera, pero Sernenval se lo prohíbe y le confiesa al fin las ridiculeces de su tierna esposa.

Perdonémosla -le decía el crédulo marido, ella compensa esos defectos con tan innumerables virtudes que ha conseguido mi indulgencia, y me atrevo a pedir también la tuya.

- Encantado -contesta Desportes, puesto que no hay nada personal contra mí, todo se lo tolero y los defectos de la esposa de aquel a quien estimo nunca han de ser a mis ojos sino respetables virtudes.

Sernenval abraza a su amigo y ya no se ocupan más que de placeres.

Si la estupidez de dos o tres cernícalos que desde hace cincuenta años dirigen en París el gremio de las mujeres públicas, y en particular la de un pícaro español que ganaba cien mil escudos al año en el reinado anterior con el tipo de inquisición de que vamos a hablar, si el zafio rigorismo de esas gentes, no hubiera concebido la ridícula idea de que obligar a esas criaturas a rendir una cuenta minuciosa de aquella parte de su cuerpo que más solaza al individuo que las corteja, constituye una de las mejores maneras de gobernar el Estado, uno de los resortes más seguros del gobierno y, en fin, uno de los pilares de la virtud, o de que entre un hombre que admira unos pechos, por poner un ejemplo, y aquel otro que contempla la curva de una cadera, existe sin lugar a dudas la misma diferencia que entre un hombre honrado y un bribón, y que el que cae dentro de uno u otro de estos apartados -depende de la moda- tiene que ser por necesidad el peor enemigo del Estado, sin todas estas zafias vulgaridades, repito, no hay duda de que dos laudables burgueses, el uno con una esposa timorata y soltero el otro, podrían ir a pasar una o dos horas, con toda legitimidad, a casa de una de esas damiselas, pero con estas absurdas infamias congelan el deseo de los ciudadanos, a Sernenval ni se le pasó por la cabeza hacer a Desportes la menor sugerencia sobre esta clase de disipación. Este, dándose cuenta de ello y sin sospechar los motivos, preguntó a su amigo por qué le había propuesto todos los placeres de la capital y ni tan siquiera le habla hablado de éstos. Sernenval echa la culpa a la impertinente inquisición, pero Desportes se ríe de ella y declara a su amigo que a pesar de las listas de los alcahuetes, los informes de los comisarios, las declaraciones de los alguaciles y todas las demás modalidades de picaresca establecidas por el patrón sobre este sector de los placeres del pueblerino de Lutecia, que, por encima de todo, quiere ir a cenar con unas rameras.

- Escucha -le contesta Sernenval, me parece muy bien, incluso te serviré de introductor como prueba de mi filosófica manera de pensar sobre esta materia, pero por una delicadeza, que espero no vayas a censurar, por los sentimientos que al fin y al cabo debo a mi mujer, y que no puedo traicionar, me permitirás que no participe en tus placeres, yo te los procuraré, pero no pasaré de ahí.

Desportes se burla un poco de su amigo, pero viéndole decidido a no dar su brazo a torcer, lo acepta y salen.

La célebre S... fue la sacerdotisa del templo en el que se le ocurrió a Sernenval inmolar a su amigo.

- Lo que necesitamos es una mujer de confianza -dice Sernenval, una mujer honrada; este amigo para el que solicito vuestros cuidados, va a quedarse muy poco tiempo en París, y no le gustaría tener que dar malas referencias en su provincia y que vos perdierais allí vuestra reputación; decidnos con franqueza si tenéis eso que le hace falta y que bien sabéis que ha de hacerle disfrutar.

Escuchad -contestó la S. J.- me doy perfecta cuenta de a quién tengo el honor de dirigirme, no suelo engañar a gente como vos, voy a hablaros, pues, como mujer franca y mis actos os demostrarán que en efecto lo soy. Tengo lo que buscáis, sólo falta fijarle precio, es una mujer adorable, una criatura que os ha de cautivar tan pronto como la oigáis... En fin, lo que nosotras llamamos un bocado de monje, y bien sabéis que esa clase de gente son mis mejores clientes que no les doy lo peor que tengo… Hace tres días el señor obispo de M. me dio por ella veinte luises, el arzobispo de R. R. pagó cincuenta ayer y esta misma mañana me ha proporcionado otros treinta del coadjutor de... Os la ofrezco por diez, señores, y, para seros sincera, esto por merecer el honor de vuestra estima, pero hay que ser puntuales en el día y la hora, pues está sujeta a su marido, un marido tan celoso que no tiene ojos más que para ella; como sólo dispone de los ratos en que consigue zafarse, no hay que retrasarse ni un minuto en la hora que señalemos...

Desportes regateó un poco; ninguna ramera cobró en su vida diez luises en toda la Lorena, pero cuanto mas insistía, más se le elogiaba la mercancía; por fin aceptó, y el día siguiente, a las diez en punto de la mañana, fue la hora escogida por la cita. Sernenval no deseaba tomar parte en esta aventura, ya que no era tan sólo ir a cenar, y por eso habían elegido esa hora para Desportes, prefiriendo despachar temprano el asunto para poder consagrar el resto del día a deberes más importantes que cumplir. Llega la hora, nuestros dos amigos se presentan en casa de su encantadora alcahueta, un gabinete iluminado únicamente por una luz tenue y voluptuosa alberga a la diosa a la que Desportes va a ofrecer su sacrificio.

- Dichoso hijo del amor - le dice Sernenval, empujándole hacia el santuario, corre a los voluptuosos brazos que hacia ti se tienden, y sólo después ven a darme cuenta de tu placer; yo me alegraré de tu felicidad y como no he de sentirme celoso ni por asomo, mi alegría será, por tanto, mucho más pura.

Nuestro catecúmeno entra, tres horas enteras apenas son suficientes para su homenaje; por fin sale y asegura a su amigo que no había visto en toda su vida nada parecido y que ni la mismísima madre del amor le habría hecho gozar de aquel modo.

- ¿Con que es deliciosa? -pregunta Sernenval medio inflamado ya.

- ¿Deliciosa? Ah, no podría encontrar ninguna expresión que pudiera darte una idea de cómo es, e incluso en ese preciso momento en que toda ilusión es aniquilada, sé que ningún pincel podría pintar el torrente de placer en que me ha sumergido. A los encantos que ha recibido de la naturaleza, une un arte tan sensual para hacerlos valer, sabe añadir un punto, una atracción tan auténtica, que aún sigo sintiéndome como ebrio... Oh, amigo mío, pruébalo, te lo suplico, por muy acostumbrado que puedes estar a las bellezas de París, estoy seguro de que me reconocerás que ninguna otra vale en tu opinión lo que ésta.

Sernenval sigue firme, pero, no obstante, llevado de cierta curiosidad, ruega a la S. J. que haga pasar a la joven por delante de él cuando salga del gabinete... Le dice que muy bien; los dos amigos se quedan de pie para poder verla mejor, y la princesa pasa llena de altivez...

¡Santo cielo, cómo se queda Sernenval cuando reconoce a su mujer! Es ella... Es esa puritana que no se atreve a bajar por pudor delante de un amigo de su esposo y que tiene la osadía de ir a prostituirse a una casa como aquella.

¡Miserable! -exclama enfurecido.

Pero en vano intenta lanzarse sobre la pérfida criatura, ella le había visto en el mismo instante en que la habían reconocido y ya estaba lejos del establecimiento. Sernenval, en un estado difícil de describir, decide desahogarse con S. J.; ésta se excusa por su ignorancia, y asegura a Sernenval que hacia más de diez años, es decir, mucho antes de la boda del infortunado, que esa joven venía acudiendo a su casa.

- ¡Esa maldita! -exclama el desventurado esposo, al que su amigo trata en vano de consolar. Pero no, es mejor así, desprecio es todo cuanto le debo, que el mío la cubra para siempre y que con está prueba cruel aprenda que nunca se debe juzgar a las mujeres, dejándose guiar por su hipócrita máscara.

Sernenval volvió a su casa, pero no encontró ya a su ramera, ella había hecho su elección, él no se preocupó; su amigo, no deseando imponer su presencia después de lo ocurrido, se despidió al día siguiente, y el infortunado Sernenval, solo, desgarrado por el odio y por el dolor, redactó un «inquarto» contra las esposas hipócritas que nunca sirvió para corregir a las mujeres y que los hombres no leyeron jamás.

Marqués de Sade
 
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nubarus
view post Posted on 22/2/2009, 17:34




El Divino Marqués
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Durante la Ilustración existió una fuerte tendencia a cuestionar todo, especialmente a la religión, que era vista por los filósofos de la época como un pernicioso conjunto de supersticiones que fomentaba la intolerancia y la ignorancia de las masas, algo que era digno de combatir en Nombre de la Diosa Razón. Fue así como las columnas sobre las que se apoyaba el Cristianismo —la Tradición y las Escrituras— se debilitaban gradualmente, siendo reemplazadas por la Lógica y el estudio analítico de la Historia, que se encargaba de despojar al mito cristiano de toda validez, más aún cuando se veía a la Iglesia como el poderoso aliado de la Monarquía. Altar y Trono eran una dupla que había tiranizado durante mucho tiempo al espíritu libre, y el relativismo ateo de pensadores de la época como Voltaire, Rousseau y Diderot satirizaba, desestimaba y renegaba por igual de Dios, el Diablo, el significado objetivo de bien y mal, las leyes morales y los valores arbitrarios dictados por el Clero.

La negación de un significado objetivo en el bien y el mal dejó tres alternativas a los ateos. Podían buscarle a la ética una base totalmente diferente, como el consenso o las tradiciones legales y constitucionales. Podían argumentar que si bien las pautas son arbitrarias, es socialmente necesario tener alguna. O bien podían declara que estamos verdaderamente libres, de todo valor, de toda moralidad. La mayoría de los filosofadores ateos del s. XIX retrocedió horrorizada ante esa última alternativa. Sin embargo, hubo por lo menos uno que no se intimidó.

Donatien Alphonse François, Marqués de Sade (1740-1814) que le dio su nombre al sadismo, llevó a su conclusión lógica los principios del relativismo ateo. Sade despreciaba por igual al Diablo a Dios y al principio de la naturaleza. La naturaleza, lejos de tener un propósito, o ser ordenada o amable, trata con absoluta indiferencia los problemas de la humanidad. Sonríe ante el éxito del malvado por lo menos con tanta frecuencia como ante los esfuerzos del bueno; más frecuentemente de hecho, pues los malvados poseen la astucia bastante para quedarse con todo cuanto puedan. "El autor del Universo —escribe Sade— es el más perverso, feroz y terrible de todos los seres". O lo sería, si existiera. Porque, según el, no hay ningún Dios, Naturaleza alguna, ningún patrón absoluto de bien o mal, ningún orden intrínseco.

Y en un mundo intrínsecamente relativo y sin valor, argumenta Sade, lo único razonable es buscar placeres personales. Si uno disfruta con la tortura, eso es bueno y está bien. Si a otros no les gusta, no necesitan practicarla, pero no tienen derecho a imponer a nadie su punto de vista. Las violaciones de las así llamadas leyes morales son dignas de todo elogio; demuestran lo artificial de las restricciones que impiden el único bien verificable, el placer personal. La virtud y la ley son fantasías; la misericordia, el amor y la gentileza, perversiones.

Ahora bien, los placeres sexuales suelen ser los más intensos, se les debería buscar sin restricciones por lo tanto. Y en ciertas circunstancias, el crimen resulta más excitante que el sexo; el crimen sexual es el mejor de todos. Los mayores placeres derivan de la tortura, especialmente de niños, y si se humilla y degrada a la víctima, el placer aumenta. El asesinato es un estímulo excelente, en especial si lo preceden la tortura y el abuso sexual. Algunos disfrutan sumando a la intensidad de la experiencia el festín de la carne de la víctima. Sade puede haber exagerado este punto en beneficio del argumento, pero tiene razón para hacerlo así. Si no hay barreras morales, entonces NO HAY barreras morales. Los otros filosofadores, camaradas de Sade en otros sentidos, reaccionaron con repugnancia y horror; estaba revelando las implicaciones lógicas de sus propias creencias. Si Dios y la Naturaleza no existen, si no hay una razón que gobierne el cosmos, entonces no existen pautas absolutas y disponemos de libertad para crear las que nos parezcan mejor.

Sade definió el dilema. O bien existía el mal verdadero o bien no existe. O bien hay fundamentos absolutos para juzgar las acciones o bien no las hay. O bien el cosmos tiene significado o bien no lo tiene. Si la respuesta es no, entonces los argumentos de Sade son correctos, legítimos productos del ateísmo puro, negación de toda razón última del ser. Como Satán, Sade reflexiona en el placer que sentiría si pudiera destruir el cosmos completo, "detener el curso de las estrellas, derribar los globos que flotan en el espacio".

Hay que tener en cuenta que los escritos de Sade, antes que una apología de la violencia, son virulentos ataques frontales a una sociedad pacata, moralizante, que decía defender la libertad y la libre expresión, pero que aún estaba amarrada por siglos de opresión, cuya huella no se ha podido borrar aún. Sade demostró que el ser humano se horroriza ante los alcances de su propia mente, que le tiene pánico a ser libre, porque no sabe qué hacer con su libertad, y que busca en todo momento refrenar, a la bestia indómita que reside en su interior, y que emerge a la menor oportunidad. Sartre decía que el hombre está condenado a ser libre.... pero la verdad es que el hombre le tiene miedo a ser libre, y por ello busca en todo momento "algo" que lo proteja de si mismo..

Edited by astaroth1 - 2/8/2010, 17:00
 
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