El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Robert Louis Stevenson

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leviathan1
view post Posted on 29/5/2008, 22:39




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El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde

El Extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (a veces abreviado simplemente a El Dr. Jekyll y Mr. Hyde) es una novela escrita por Robert Louis Stevenson, publicada por primera vez en inglés en 1886, cuyo título original es The Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde. Trata acerca de un abogado, Gabriel John Utterson, que investiga la extraña relación entre su viejo amigo, el Dr. Henry Jekyll, y el misántropo Edward Hyde.

El libro es conocido por ser una representación vívida de la psicopatología correspondiente a un desdoblamiento de personalidad. El libro fue un éxito inmediato y uno de los más vendidos de Stevenson. Las adaptaciones de teatro comenzaron en Boston y Londres un año después de su publicación y continúa inspirando películas e interpretaciones interesantes.

Es muy posible que el libro se escribiera bajo la influencia de la droga psicodélica LSD: en aquellos momentos, Stevenson se sentía muy mal y recibía un tratamiento con el hongo cornezuelo del centeno (del que se extrae el LSD) en un hospital local. Una de las interpretaciones de libro es la lucha entre las diversas tendencias de la conciencia, y el origen puede hallarse en las experiencias accidentales con dicha droga, que le producían al autor pérdidas del control de sí mismo.

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satanas1
view post Posted on 29/5/2008, 22:41




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A principios de otoño de 1885 los pensamientos de Stevenson giraban en torno a la idea de la dualidad del hombre y cómo incorporar la dualidad del bien y del mal en una historia. Una noche tuvo un sueño y al despertar tenía la idea para dos o tres escenas que aparecerían en El Extraño Caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. "A altas horas de la mañana" dijo la Sra. Stevenson "fui despertada por gritos de horror de Louis. Pensando que tenía una pesadilla le desperté. Él me dijo furioso ´¿Por qué me has despertado? Estaba soñando un dulce cuento de terror´. Yo le había despertado en la escena de la primera transformación".

Lloyd Osbourne, el hijastro de Stevenson, recuerda que: "No creo que haya habido antes una hazaña literaria como la escritura de Doctor Jekyll. Recuerdo su primera lectura como si fuera ayer. Louis bajó enfebrecido, leyó casi la mitad del libro en voz alta; y luego, cuando todavía estábamos jadeando, él ya estaba otra vez lejos ocupado en la escritura. Dudo que la primera versión le llevara más de tres días".

Como de costumbre, la Sra. Stevenson leyó el esbozo y apuntó sus críticas en los márgenes. Louis estaba postrado en la cama entonces por una hemorragia y ella dejó sus comentarios con el manuscrito y Louis en el dormitorio.

Ella dijo que la historia realmente era una alegoría aunque Louis la escribía como un cuento. Al rato Louis la llamó en el dormitorio y señaló a un montón de cenizas: había quemado el manuscrito por miedo a que tratara de utilizarlo, y en el proceso se obligó comenzar desde el principio a escribir una historia alegórica como ella había sugerido. El debate académico es si realmente quemó el manuscrito o no. Algunos eruditos sugieren que las críticas de su mujer no fueron sobre la alegoría sino sobre el contenido sexual inadecuado que supuestamente tendría esta versión. No hay ninguna prueba actualmente que indique que se quemó al manuscrito, pero en cualquier caso esto forma parte importante de la historia de la novela.

Stevenson volvió a escribir la historia otra vez en tres días. Según Osbourne, "la mera hazaña física era enorme; y en vez de dañarle, esto le despertó y entusiasmó de forma inexpresable. Luego siguió refinándola y trabajando en ella durante 4 a 6 semanas".

El manuscrito fue al principio vendido como una edición en rústica por un chelín en el Reino Unido y un dólar en los EE. UU. Al principio las tiendas no hicieron provisión de la novela hasta que una crítica favorable apareció en The Times (25 de enero de 1886) Dentro de los próximos seis meses cerca de cuarenta mil copias fueron vendidas. Hacia 1901 se estimó que se habían vendido más de 250.000 copias.

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belzebuth666
view post Posted on 29/5/2008, 22:43




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Las indagaciones de Gabriel John Utterson comienzan por curiosidad e inquietud, a pesar de las promesas insistentes por parte Jekyll de que su nuevo amigo Hyde no constituye peligro alguno. Todo cambia cuando Hyde asesina a un respetado parlamentario inglés ante un testigo. Mientras Utterson ayuda en la investigación del crimen, Jekyll se vuelve cada vez más solitario y melancólico, y Utterson llega a pensar que el doctor está encubriendo a Hyde.

Llega un momento en que Jekyll se encierra estúpidamente en su laboratorio atenazado por una angustia que nadie comprende. Otro amigo de Utterson, Lanyon, muere de un shock espiritual con el que el señor Jekyll parece estar relacionado. Un día el mayordomo de Jekyll, Poole, pide ayuda a Utterson para tratar con un individuo desconocido que, de alguna forma, ha conseguido entrar en el laboratorio y matar a Jekyll. Ambos descubren que el extraño es Hyde, y cuando consiguen entrar en el laboratorio, encuentran el cadáver de Hyde, que se ha suicidado, mientras que Jekyll no aparece en ninguna parte.

Finalmente, Utterson lee sendas cartas legadas por Lanyon y Jekyll. La primera revela que Lanyon ha sido testigo de la transformación física de Hyde en Jekyll por medio de un brebaje inventado por éste último. Fue el horror ante tal descubrimiento lo que le llevó finalmente a la muerte.

La otra carta es una confesión del propio hyde: en su juventud, se dio cuenta de que la conciencia de cada ser humano se compone de dos aspectos - el bien y el mal - que están enzarzados en una lucha continua. Siguiendo la hipótesis de que es posible polarizar y separar estos dos componentes del yo, creó una poción que podía transformar a una persona en la encarnación de su parte maléfica, consiguiendo al mismo tiempo depurar el lado bueno. Después de tomar la poción, Jekyll disminuía un tanto su estatura, adquiría un aspecto desagradable para con todos sus semejantes, y su naturaleza malvada se hacía dominante; a esta "persona" la llamó Edward Hyde. Después de unas cuantas transformaciones a Hyde, y viceversa, Jekyll se acostumbró a realizar regularmente la metamorfosis con el fin de poder entregarse a placeres antisociales prohibidos, que nunca se permitiría en la persona de Jekyll. Sin embargo, su parte maléfica se fue haciendo más y más fuerte, rebasando la capacidad de Jekyll para controlarla. Después del asesinato del parlamentario, Jekyll, horrorizado, decidió dejar de tomar la poción.

Desgraciadamente para el doctor, después de algún tiempo de tranquilidad, las trasformaciones a Hyde se producían espontáneamente, y Jekyll solo podía permanecer de esta forma mientras durasen los efectos, cada vez más debilitados, de la poción. Finalmente se agotó un ingrediente fundamental de la poción, una sal que había adquirido inicialmente en gran cantidad. Las nuevas remesas de esta sal ya no producían una poción efectiva. Al principio, Jekyll lo atribuyó a impurezas en estas remesas, pero finalmente llegó a la conclusión de que la impureza desconocida se hallaba en el lote inicial, siendo ésta la que otorgaba efectividad a la mezcla, por lo que nunca más podría obtener una poción efectiva, y quedaría convertido en Hyde permanentemente.

Edited by astaroth1 - 9/1/2016, 02:21
 
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astaroth1
view post Posted on 29/5/2008, 22:46




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Esta novela se ha convertido en una pieza central del concepto de la cultura occidental del conflicto interior del ser humano entre el bien y el mal. También ha sido considerada como "una de las mejores descripciones del período victoriano por su perforante descripción de la dicotomía fundamental del siglo XIX: Respetabilidad externa y lujuria interna." Y su tendencia a la hipocresía social.

Se han sugerido varias influencias para el interés de Stevenson sobre el estado moral que separa al pecador de su propia moral. Entre ellas se encuentran

* La figura de William Brodie, aparente modelo de ciudadano del siglo XVIII, rector de una comunidad y concejal del Ayuntamiento. De día era un ejemplo de conducta cívica, pero de noche se convertía en jugador y ladrón y llegaba a cometer hurtos sin despertar las sospechas de nadie. Ni siquiera estaban enteradas sus dos amantes, con quienes tuvo cinco hijos.
* La novela Memorias privadas y confesiones de un pecador justificado de James Hogg, en la que un hombre es animado al crimen por un hombre que resulta ser el diablo.

Los géneros literarios que los críticos han utilizado para calificar la novela incluyen: la alegoría religiosa, la fábula, la novela policíaca, literatura de doppelgänger, cuentos diabólicos escoceses o la novela gótica. No se considera una novela de ciencia ficción, como muchos afirman, debido a que la transformación se produce por unas sales, que al alterar su pureza, derivan en el problema que contrae Jekyll de que Hyde se apodere cada vez más de el.

Stevenson nunca llega a decir exactamente cuáles son exactamente los placeres que Hyde obtiene en sus incursiones, limitándose a decir que se trata de algo de una naturaleza mala, lujuriosa y aborrecible para la moral religiosa victoriana. Sin embargo, varios científicos a finales del siglo XIX, desde la perspectiva del darwinismo social también empezaban a estudiar otras supuestas influencias “biológicas” en la moral humana incluyendo: alcoholismo, drogadicción, homosexualidad, desórdenes de personalidad múltiple y atavismos.

La división interior de Jekyll ha sido vista por algunos críticos como análoga a cismas que existen en la sociedad británica. Las divisiones incluyen las divisiones sociales de la clase, las divisiones políticas entre Irlanda e Inglaterra, y las divisiones entre fuerzas religiosas y seculares.

Es señalable, por otra parte, que casi nunca se ha destacado el parentesco entre el asunto central del relato y las posteriores doctrinas freudianas sobre el desdoblamiento del "ello", sobrecargado de pulsiones sexuales y agresivas desbocadas, y el débil "yo", de estructura endeble, ante el mismo. La asociación, para el conocedor del psicoanálisis, es casi inevitable. Así, deslumbra que la narración de Stevenson, en el plano de la ficción, se haya anticipado, a grandes rasgos, a la topología del psiquismo, que Freud describiera dos décadas después.

Lo deslumbrante, desconcertante, del relato de Stevenson, es que la historia de estos dobles inquietantes, constituye, a grandes rasgos -como anticipamos- un adelanto de lo que Freud presentó como modelo del psiquismo dos décadas después. Pero no es ésta la única razón para leer y analizar la novela, también impresionan en gran medida, las descripciones de Londres, de su atmósfera sobrecargada. La confusión casi laberíntica por las callejas en que se esfuma Mr. Hyde cuando -a hurtadillas- penetra por la misteriosa puerta de la casona. En tal panorama se difuminan los contornos de los objetos habituales cuando la niebla se arrastra por los tenebrosos callejones y solamente las hieráticas farolas de gas ofrecen su pálida y macilenta luz.

Edited by astaroth1 - 9/1/2016, 02:20
 
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satanas1
view post Posted on 29/5/2008, 22:50




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Hay miles de representaciones teatrales y adaptaciones cinematográficas de la obra, así como innumerables referencias en la cultura popular. La propia frase “Jekyll y Hyde” se usa para referirse a un comportamiento polarizado o a cambios de humor bruscos. (Véase Desorden bipolar) La mayor parte de las adaptaciones de la obra omiten la figura de identificación del lector de Utterson para contar la historia desde el punto de vista de Jekyll y Hyde, eliminando el aspecto misterioso del libro sobre quién es la figura de Hyde. De hecho, no hubo ninguna adaptación importante de la obra que fuese suficientemente fiel al trabajo de Stevenson hasta ahora, aunque la mayoría de ellas incluyeron elementos románticos en la trama.

Principales obras de teatro y adaptaciones cinematográficas por orden cronológico

* 1887. Obra de teatro, estrenada en Boston. Thomas Russell Sullivan hacía el papel del Doctor Jekyll y de Mr. Hyde. Ésta fue al primera adaptación teatral seria y estuvo recorriendo Gran Bretaña durante 20 años. Siempre se liga a la actuación de Richard Mansfield, que interpretó el papel hasta 1907. El argumento se adaptó para centrarlo en una trama de amor doméstica.
* 1912. Película EE.UU. Dr. Jekyll and Mr Hyde (1912). Compañía de Thanhouser. Dirigida por Lucius Henderson y protagonizada por James Cruze y Florence Labadie.
* 1920. Película EE.UU. Dr Jekyll and Mr Hyde (1920) Dirigido por John S. Robertson. Las más famosas de las adaptaciones mudas de la obra, protagonizada por John Barrymore . El argumento sigue la versión Sullivan de 1887, con algunos elementos de El retrato de Dorian Gray.
* 1931. Película EE.UU. Dr. Jekyll and Mr. Hyde (1931) Dirigida por Rouben Mamoulian. Generalmente considerada la auténtica versión clásica de la película, conocida por su interpretación experta, poderoso simbolismo visual, y efectos especiales innovadores. Sigue el argumento de Sullivan. El actor Fredric March ganó un Oscar por su actuación y los secretos técnicos de las escenas de transformación no fueron revelados hasta décadas más tarde de la muerte del director.
* 1941 Película EE.UU. Dr. Jekyll and Mr. Hyde (1941) Dirigida por Victor Fleming. En su mayor parte una imitación de la película de 1931 Interpretada por Spencer Tracy, Ingrid Bergman y Lana Turner.
* 1960 Película Reino unido The two faces of Dr. Jekyll. Dirigida por Terence Fisher. Un triángulo amoroso espeluznante y escenas explícitas de serpientes, fumaderos de opio, violación, asesinatos y de cuerpos estrellándose a través de azoteas de cristal.
* 1963. Película. EE.UU. The nutty professor (El profesor chiflado) de Jerry Lewis. Una comedia que toma muchos elementos de la obra original. En este caso el científico loco toma la pócima para convertirse en un seductor.
* 1968. TV EE.UU. Canadá Robert Louis Stevenson's The Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde Una serie de televisión en dos partes emitida por CBC en Canadá y ABC en los EE.UU. Nominada para varias categorías de los premios Emmy, sigue a Hyde en una serie de conquistas sexuales y asesinatos. Vuelve a aparecer el personaje de Utterson (renombrado como Deviln)
* 1971. Película Reino Unido Dr. Jekyll and sister Hyde. Dirigida por Roy Ward Barker. La primera adaptación que muestra a Jekyll trasformándose en una mujer. Convierte a Jekyll en Jack el Destripador que utiliza a “su hermana Hyde” como conveniente disfraz para sus crímenes.
* 1971, película Reino Unido, I, Monster. Dirigida por Steven Weeks. Modifica a Jekyll como a un psicoterapeuta freudiano de 1906. Conserva una cantidad justa del argumento original y del diálogo de Stevenson.
* 1971. película EE.UU. Dr. Sexual and Mr. Hyde. Dirigida por Tony Brzezinski. Primera adaptación pornográfica explícita de la obra.
* 1990. TV Reino Unido, Jekyll y Hyde. Dirigida por David Wickes. Jekyll es un viudo enamorado de una mujer casada.
* 1995. Película Dr Jekyll y Mrs Hyde donde Sean Young hacía de Mrs Hyde
* 1996. Película EE.UU. Mary Reilly. Dirigida por Stephen Frears. Interpretada por Julia Roberts y John Malkovich y basado en la novela de 1990. Mary Reilly de Valerie Martin, una revisión del argumento de Stevenson desde el punto de vista de una criada de la casa de la Jekyll llamada Mary Reilly.
* 1997. Teatro. Musical de Broadway. Jekyll and Hyde (musical). Se mantuvo durante 4 años. Aparece un triángulo amoroso de Jekyll y dos mujeres, siendo Jekyll asesinado por Utterson en el día de su boda
* 2007 Serie de televisión. Jekyll. Escrito por Steven Moffat, interpretado por James Nesbitt, una versión actualizada de la historia que ocurre en el siglo XXI. Producida por Hartswood Films para BBC Se empezó a producir en septiembre de 2006
* El Sr. Hyde aparece en La liga de los hombres extraordinarios, Van Helsing, Scooby-Doo y la Carrera de los Monstruos , Pesadilla antes de Navidad y El guardián de las palabras, entre otras.

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nubarus
view post Posted on 29/5/2008, 22:52




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Robert Louis Stevenson

Robert Louis Balfour Stevenson (Edimburgo, 13 de noviembre de 1850 – Upolu, Samoa, 3 de diciembre de 1894), escritor escocés.

Es autor de algunas de las historias fantásticas y de aventuras más populares, como La isla del tesoro y El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, adaptadas para niños y llevadas varias veces al cine en el siglo XX. Fue importante también su obra ensayística, breve pero decisiva en lo que se refiere a la estructura de la moderna novela de peripecias. Fue muy apreciado en su tiempo y algunas de sus obras son inmortales en la lista de la historia.

Proveniente de una familia burguesa, multi consular, Robert pasó una infancia feliz y despreocupada, Debido a la marchita salud de su madre no cursó estudio alguno durante su niñez. Esto hizo que a la edad de 8 años fuera totalmente analfabeto. Durante su adolescencia, Robert acompañó a su padre en sus frecuentes viajes.


Ingresó en la universidad de Edimburgo como estudiante de ingeniería náutica. Sin embargo, la elección de la carrera fue más por la influencia de su padre, que era ingeniero, que por gusto propio. Esto llevó al abandono de la ingeniería en pos de las leyes. En 1875 empezó a practicar la abogacía. Tampoco tuvo una carrera brillante en este campo, ya que su interés se concentraba en el estudio de la lengua.

Enseguida aparecieron en él los primeros síntomas de la tuberculosis e inició una serie de viajes por el continente. En 1876, a los 26 años, en Grez (Francia) conoció a Fanny Osbourne, una norteamericana que le llevaba diez años. Fanny estaba separada de su marido; con su hija Belle y sus hijos descansaba y pintaba. Stevenson y Fanny se enamoraron. Publicó su primer libro en 1878. Ella partió a California, para tramitar su divorcio, y Stevenson la siguió, un año después. Se casó con ella en 1880, a los 30 años. La pareja vivió un tiempo en Calistoga, en el Lejano Oeste. Escribió historias de viajes, aventuras y romance. Su obra es muy versátil: ficción y ensayo, etc.

A partir de ese año, la salud de Stevenson comenzó a empeorar. El matrimonio se mudó a Edimburgo, luego a Davos, Suiza, y finalmente se instaló en una finca que el viejo Stevenson les regaló, en el balneario de Bournemouth. Tres años más tarde partieron a Nueva York, donde Stevenson hizo amistad con Mark Twain, autor de Las aventuras de Tom Sawyer. Tras una breve estadía en San Francisco, deciden realizar un viaje hacia las islas del Pacífico Sur, donde finalmente se establecen con los hijos de Fanny, la hija de ésta, Belle, y la señora Stevenson (el padre del novelista había muerto para entonces). No es precisamente un rechazo furioso de la civilización: la casa del matrimonio es confortable; la relación de Stevenson con los aborígenes —que lo bautizan como Tusitala, ("el que cuenta historias")— es cordial, pero política: de hecho, el escritor toma partido por uno de los jefes locales contra la dominación alemana del archipiélago y escribe en la prensa británica sobre la penosa situación samoana.

Murió de un ataque cerebral. Un año antes, relató en una carta: "Durante catorce años no he conocido un solo día efectivo de salud. He escrito con hemorragias, he escrito enfermo, entre estertores de tos, he escrito con la cabeza dando tumbos". Su cuerpo fue enterrado en la misma isla, en el monte Vaea. También es conocida su afición al alcohol, lo que le acarreó diversos problemas de salud ya descritos

Ante la aparición de la novela naturalista o psicológica, Stevenson reivindicó el relato clásico de aventuras, en el que el carácter de los personajes se dibuja en la acción. Su estilo elegante y sobrio y la naturaleza de sus relatos y sus descripciones influyó en escritores del siglo XX como Jorge Luis Borges.

El suizo Walter Hurni dijo tener demostraciones de que Stevenson encontró el perdido Tesoro de Lima sobre la isla Upolu (hoy Tafahi). Las ideas de Hurni fueron publicadas por el autor Alex Capus en su novela Reisen im Licht der Sterne 2005.

Versiones sin fundamento que circularon muchos años después de su muerte insinúan que pudo haber sido Jack el Destripador y que basado en sus crímenes habría escrito El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde.

Edited by astaroth1 - 9/1/2016, 02:17
 
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satanas1
view post Posted on 24/11/2008, 19:51




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R. L. Stevenson

El Dr. Jekyll y Mr. Hyde

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Historia de la puerta
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Mr. Utterson, el abogado, era hombre de semblante adusto jamás iluminado por una sonrisa, frío, parco y
reservado en la conversación, torpe en la expresión del sentimiento, enjuto, largo, seco y melancólico, y,
sin embargo, despertaba afecto. En las reuniones de amigos y cuando el vino era de su agrado, sus ojos
irradiaban un algo eminentemente humano que no llegaba a reflejarse en sus palabras pero que hablaba, no
sólo a través de los símbolos mudos de la expresión de su rostro en la sobremesa, sino también, más alto y
con mayor frecuencia, a través de sus acciones de cada día. Consigo mismo era austero. Cuando estaba solo
bebía ginebra para castigar su gusto por los buenos vinos, y, aunque le gustaba el teatro, no había traspuesto
en veinte años el umbral de un solo local de aquella especie. Pero reservaba en cambio para el prójimo una
enorme tolerancia, meditaba, no sin envidia a veces, sobre los arrestos que requería la comisión de las malas
acciones, y, llegado el caso, se inclinaba siempre a ayudar en lugar de censurar. -No critico la herejía de
Caín -solía decir con agudeza-. Yo siempre dejo que el prójimo se destruya del modo que mejor le parezca.
Dado su carácter, constituía generalmente su destino ser la última amistad honorable, la buena influencia
postrera en las vidas de los que avanzaban hacia su perdición y, mientras continuaran fre cuentando su trato,
su actitud jamás variaba un ápice con respecto a los que se hallaban en dicha sitixación.
Indudablemente, tal comportamiento no debía resultar dificil a Mr. Utterson por ser hombre, en el mejor
de los casos, reservado y que basaba su amis tad en una tolerancia sólo comparable a su bondad. Es propio
de la persona modesta aceptar el círculo de amistades que le ofrecen las manos de la fortuna, y tal era la
actitud de nuestro abogado. Sus amigos eran, o bien familiares suyos, o aquellos a quienes conocía hacía
largos años. Su afecto, como la hiedra, crecía con el tiempo y no respondía necesariamente al carácter de la
persona a quien lo otorgaba. De esa clase eran sin duda los lazos que le unían a Mr. Richard Enfield, pariente
lejano suyo y hombre muy conocido en toda la ciudad. Eran muchos los que se preguntaban qué verían
el uno en el otro y qué podrían tener en común. Todo el que se tropezara con ellos en el curso de sus
habituales paseos dominica
les afirmaba que no decían una sola palabra, que parecían notablemente aburridos y que recibían con evidente
agrado la presencia de cualquier amigo. Y, sin embargo, ambos apreciaban al máximo estas excursiones,
las consideraban el mejor momento de toda la semana y, para poder disfrutar de ellas sin interrupciones,
no sólo rechazaban oportunidades de diversión, sino que resistían incluso a la llamada del trabajo.
Ocurrió que en el curso de uno de dichos paseos fueron a desembocar los dos amigos en una callejuela de
uno de los barrios comerciales de Londres. Se trataba de una vía estrecha que se tenía por tranquila pero
que durante los días laborables albergaba un comercio floreciente. Al parecer sus habitantes eran comerciantes
prósperos que competían los unos con los otros en medrar más todavía dedicando lo sobrante de sus
ganancias en adornos y coqueterías, de modo que los escaparates que se alineaban a ambos lados de la calle
ofrecían un aspecto realmente tentador, como dos filas de vendedoras sonrientes. Aun los domingos, días
en que velaba sus más granados encantos y se mostraba relativamente poco frecuentada, la calleja brillaba
en comparación con el deslucido barrio en que se hallaba como reluce una hoguera en la oscuridad del bosque
acaparando y solazando la mirada de los transeúntes con sus contraventanas recién pintadas, sus bronces
bien pulidos y la limpieza y alegría que la caracterizaban.
A dos casas de una esquina, en la acera de la izquierda yendo en dirección al este, interrumpía la línea de
escaparates la entrada a un patio, y exactamente en ese mismo lugar un siniestro edificio pro yectaba su alero
sobre la calle. Constaba de dos plantas y carecía de ventanas. No tenía sino una puerta en la planta baja y
un frente ciego de pared deslucida en la superior. En todos los detalles se adivinaba la huella de un descuido
sórdido y prolongado. La puerta, que carecía de campanilla y de llamador, tenía la pintura saltada y descolorida.
Los vagabundos se refugiaban al abrigo que ofrecía y encendían sus fósforos,en la superficie de
sus hojas, los niños abrían tienda en sus peldaños, un escolar había probado el filo de su navaja en sus mo lduras
y nadie en casi una generación se había preocupado al parecer de alejar a esos visitantes inoportunos
ni de reparar los estragos que habían hecho en ella.
Mr. Enfield y el abogado caminaban por la acera opuesta, pero cuando llegaron a dicha entrada, el primero
levantó el bastón y señaló hacia ella.
-¿Te has fijado alguna vez en esa puerta? -preguntó. Y una vez que su compañero respondiera afirmativamente,
continuó-. Siempre la asocio mentalmente con un extraño suceso.
-¿De veras? -dijo Mr. Utterson con una ligera alteración en la voz-. ¿De qué se trata?
-Verás, ocurrió lo siguiente -continuó Mr. Enfield-. Volvía yo en una ocasión a casa, quién sabe de qué
lugar remoto, hacia las tres de una oscura ma drugada de invierno. Mi camino me llevó a atravesar un barrio
de la ciudad en que lo único que se ofrecía literalmente a la vista eran las farolas encendidas. Recorrí calles
sin cuento, donde todos dormían, ilu minadas como para un desfile y vacías como la nave de una iglesia,
hasta que me hallé en ese estado en que un hombre escucha y escucha y comienza a desear que aparezca un
policía. De pronto vi dos figuras, una la de un hombre de corta estatura que avanzaba a buen paso en dirección
al este, y la otra la de una niña de unos ocho o diez años de edad que corría por una bocacalle a la mayor
velocidad que le permitían sus piernas. Pues señor, como era de esperar, al llegar a la esquina hombre y
niña chocaron, y aquí viene lo horrible de la historia: el hombre atro pelló con toda tranquilidad el cuerpo de
la niña y siguió adelante, a pesar de sus gritos, dejándola tendida en el suelo. Supongo que tal como lo
cuento no parecerá gran cosa, pero la visión fue horrible. Aquel hombre no parecía un ser humano, sino un
juggernaut horrible. Le llamé, eché a correr hacia él, le atenacé por el cuello y le obligué a regresar al lugar
donde unas cuantas personas se habían reunido ya en torno a la niña. El hombre estaba muy tranquilo y no
ofreció resistencia, pero me dirigió una mirada tan aviesa que el sudor volvió a inundarme la frente como
cuando corriera. Los reunidos eran familiares de la víctima, y pronto hizo su aparición el médico, en cuya
búsqueda había ido precisamente la niña. Según aquel matasanos la pobre criatura no había sufrido más
daño que el susto natural, y supongo que creerás que con esto acabó todo. Pero se dio una curiosa circunstancia.
Desde el primer momento en que le vi, aquel hombre me produjo una enorme re pugnancia, y lo
mismo les ocurrió, cosa muy natural, a los parientes de la niña. Pero lo que me sorprendió fue la actitud del
médico. Respondía éste al tipo de galeno común y corriente. Era hombre de edad y aspecto indefinidos,
fuerte acento de Edimburgo y la sensibilidad de un banco de madera. Pues le ocurría lo mismo que a nosotros.
Cada vez que miraba a mi prisionero se ponía enfermo y palidecía presa del deseo de matarle. Ambos
nos dimos cuenta de lo que pensaba el otro y, dado que el asesinato nos estaba vedado, hicimos lo máximo
que pudimos dadas las circunstancias. Le dijimos al caballero de marras que daríamos a conocer su hazaña,
que todo Londres, de un extremo al otro, maldeciría su nombre, y que si tenía amigos o reputación sin duda
los perdería. Y mientras le fustigábamos de esta guisa, manteníamos apartadas a las mujeres, que se hallaban
prestas a lanzarse sobre él como arpías. En mi vida he visto círculo semejante de rostros encendidos
por el odio. Y en el centro estaba aquel hombre revestido de una especie de frialdad negra y despectiva,
asustado también -se le veía-, pero capeando el temporal como un verdadero Satán.
»"Si desean sacar partido del accidente -nos dijo-, naturalmente me tienen en sus manos. Un caballero
siempre trata de evitar el escándalo. Dígan me cuánto quieren:' Pues bien, le apretamos las clavijas y le
exigimos nada menos que cien libras para la familia de la niña. Era evidente que habría querido escapar,
pero nuestra actitud le inspiró miedo y al final accedió. Sólo restaba conseguir el dinero, y, za dónde crees
que nos condujo sino a ese edificio de la puerta? Abrió con una llave, entró, y al poco rato volvió a salir
con diez libras en oro y un talón por valor de la cantidad restante, extendido al portador contra la banca de
Coutts y firmado con un nombre que no puedo mencionar a pesar de ser ése uno de los detalles más interesantes
de mi historia. Lo que sí te diré es que era un nombre muy conocido y que se ve muy a menudo en
los periódicos. La cifra era alta, pero el que había estampado su firma en el talón, si es que era auténtica,
era hombre de una gran fortuna. Me tomé la libertad de decirle al caballero en cuestión que todo aquel
asunto me parecía sospechoso y que en la vida real un hombre no entra a las cuatro de la mañana en semejante
antro para salir al rato con un cheque por valor de casi cien libras firmado por otra persona. Pero él se
mostró frío y despectivo.
»"No tema -me dijo-, me quedaré con ustedes hasta que abran los bancos y pueda cobrar yo mis mo ese
dinero." Así pues nos pusimos todos en camino, el padre de la niña, el médico, nuestro amigo y yo. Pasamos
el resto de la noche en mi casa y a la mañana siguiente, una vez desayunados, nos dirigimos al banco
como un solo hombre. Yo mismo entregué el talón al empleado haciéndole notar que tenía razones de peso
para sospechar que se trataba de una falsificación. Pues nada de eso. La firma era legítima.
-¡Qué barbaridad! -dijo Mr. Utterson.
-Ya veo que piensas lo mismo que yo -dijo Mr. Enfield-. Sí, es una historia desagradable porque el hombre
en cuestión era un personaje detestable, un auténtico infame, mientras que la persona que firmó ese
cheque es un modelo de virtudes, un hombre muy conocido y, lo que es peor, famoso por sus buenas obras.
Un caso de chantaje, supongo. El del caballero honorable que se ve obligado a pagar una fortuna por un
desliz de juventud. Por eso doy a este edificio el nombre de «la casa del chantaje». Aunque aun eso estaría
muy lejos de explicarlo todo -añadió. Y dicho esto se hundió en sus meditaciones.
De ellas vino a sacarle Mr. Utterson con una pregunta inopinada.
-¿Y sabes si el que extendió el talón vive ahí? -Sería un lugar muy apropiado, ¿verdad? -respondió Mr.
Enfield-, pero se da el caso de que recuerdo su dirección y vive en no sé qué plaza.
-¿Y nunca has preguntado a nadie acerca de esa casa de la puerta? -preguntó Mr. Utterson.
-Pues no señor, he tenido esa delicadeza -fue la respuesta-. Estoy decididamente en contra de toda clase
de preguntas. Me recuerdan demasiado el día del juicio Final. Hacer una pregunta es como arrojar una piedra.
Uno se queda sentado tranquilamente en la cima de una colina y allá va la piedra arrastrando otras
cuantas a su paso hasta que al final van a dar todas a la cabeza de un pobre infeliz (aquel en quien menos
habías pensado) que no se ha movido de su jardín, y resulta que la familia tiene que cambiar de nombre. No
señor. Yo siempre me he atenido a una norma: cuanto más raro me parece el caso, menos preguntas hago.
-Sabio proceder, sin duda -dijo el abogado. -Pero sí he examinado el edificio por mi cuenta -continuó Mr.
Enfield-, y no parece una casa habitada. Es la única puerta, y nadie sale ni entra por ella a excepción del
protagonista de la aventura que acabo de relatarte. Y eso muy de tarde en tarde. En el primer piso hay tres
ventanas que dan al patio. En la planta baja, ninguna. Esas tres ventanas están siempre cerradas aunque los
cristales están limpios. Por otra parte de la chimenea sale generalmente humo, así que la casa debe de estar
habitada, aunque es difícil asegurarlo dado que los edificios que dan a ese patio están tan apiñados que es
imposible saber dónde acaba uno y dónde empieza el siguiente. Los dos amigos caminaron un rato más en
silencio hasta que habló Mr. Utterson.
-Es buena norma la tuya, Enfield -dijo. -Sí, creo que sí -respondió el otro.
-Pero, a pesar de todo -continuó el abogado-, hay una cosa que quiero preguntarte. Me gustaría que me
dijeras cómo se llamaba el hombre que atropelló a la niña.
-Bueno -dijo Mr. Enfield-, no veo qué mal puede haber en decírtelo. Se llamaba Hyde.
-Ya -dijo Mr. Utterson-. ¿Y cómo es físicamente? -No es fácil describirle. En su aspecto hay algo equívoco,
desagradable, decididamente detestable. Nunca he visto a nadie despertar tanta repugnancia y, sin
embargo, no sabría decirte la razón. Debe de tener alguna deformidad. Ésa es la impresión que produce,
aunque no puedo decir concretamente por qué. Su aspecto es realmente extraordinario y, sin embargo, no
podría mencionar un solo detalle fuera de lo normal. No, me es imposible. No puedo describirle. Y no es
que no le recuerde, porque te aseguro que es como si le tuviera ante mi vista en este mis mo momento.
Mr. Utterson anduvo otro trecho en silencio, evidentemente abrumado por sus pensamientos. -¿Estás seguro
de que abrió con llave? -preguntó al fin.
-Mi querido Utterson -comenzó a decir Enfield, que no cabía en sí de asombro.
-Lo sé -dijo su interlocutor-, comprendo tu extrañeza. El hecho es que si no te pregunto cómo se llamaba
el otro hombre es porque ya lo sé. Verás, Richard, has ido a dar en el clavo con esa historia. Si no has sido
exacto en algún punto, convendría que rectificaras.
-Deberías haberme avisado -respondió el otro con un dejo de indignación-. Pero te aseguro que he sido
exacto hasta la pedantería, como tú sueles decir. Ese hombre tenía una llave, y lo que es más, sigue teniéndola.
Le vi servirse de ella no hará ni una semana.
Mr. Utterson exhaló un profundo suspiro pero no dijo una sola palabra. Al poco, el joven continuaba: -
No sé cuándo voy a aprender a callarme la boca -dijo-. Me avergüenzo de haber hablado más de la cuenta.
Hagamos un trato. Nunca más volveremos a hablar de este asunto.
-Accedo de todo corazón -dijo el abogado-. Te lo prometo, Richard.

Edited by astaroth1 - 9/1/2016, 02:17
 
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nubarus
view post Posted on 24/11/2008, 19:58




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En busca de Mr. Hyde
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Aquella noche, Mr. Utterson llegó a su casa de soltero sombrío y se sentó a la mesa sin gusto. Los domingos,
al acabar de cenar, tenía la costumbre de instalarse en un sillón junto al fuego y ante un atril en que
reposaba la obra de algún árido teólogo hasta que el reloj de la iglesia vecina daba las doce, hora en que se
iba a la cama tranquilo y agradecido. Aquella noche, sin embargo, apenas levantados los manteles, tomó
una vela y se dirigió a su despacho. Una vez allí, abrió la caja fuerte, sacó del apartado más recóndito un
sobre en el que se leía «Testamento del Dr. Jekyll» y se sentó con el ceño fruncido a inspeccionar su contenido.
El testamento era ológrafo, pues Mr. Utterson, si bien se avino a hacerse cargo de él una vez terminado,
se había negado a prestar la menor ayuda en su confección. El documento estipulaba no sólo que tras el
falle cimiento de Henry Jekyll, doctor en Medicina y miembro de la Royal Society, todo cuanto poseía fuera
a parar a manos de su «amigo y benefactor, Edward Hyde», sino también que, en el caso de «desaparición o
ausencia inexplicable del Dr. Jekyll durante un período de tiempo superior a los tres meses», el antedicho
Edward Hyde pasaría a dis frutar de todas las pertenencias de Henry Jekyll sin la menor dilación y libre de
cargas y obligaciones, excepción hecha del pago de sendas sumas de me nor cuantía a los miembros de la
servidumbre del doctor.
El testamento venía constituyendo desde hacía tiempo una preocupación para Mr. Utterson. Le molestaba
no sólo en calidad de abogado, sino también como amante que era de todo lo cuerdo y habitual por ser
hombre para quien lo desusado equivalía, sin más a deshonroso. Y si hasta el momento había sido la ignorancia
de quién podía ser ese Mr. Hyde lo que provocara su enojo, ahora, por un súbito capricho del destino,
lo que sabía de él era precisamente la causa de su indignación. Malo era ya cuando aquel personaje no
constituía sino un nombre del cual nada podía averiguar, pero aún era peor ahora que ese nombre comenzaba
a revestirse de atributos detestables. De la neblina movediza e incorpórea que durante tanto tiempo había
confundido su vista, saltaba de pronto a primer plano la imagen concreta de un ser diabólico.
«Creí que era locura -se dijo mientras volvía a colocar en la caja el odioso documento-, y me empiezo a
temer que sea infamia.» Apagó la vela, se puso el abrigo y se dirigió a la plaza de Cavendish, reducto de la
medicina, donde su amigo, el famoso Dr. Lanyon, tenía su casa y recibía a sus numerosos pacientes. «Si
alguien sabe algo del asunto, tiene que ser Lanyon», había decidido.
El solemne mayordomo le conocía y le dio la bienvenida. Sin dilación le condujo a la puerta del comedor,
donde sentado a la mesa, solo y paladeando una copa de vino, se hallaba el Dr. Lanyon. Era éste un
hombre cordial, sano, vivaz, de semblante arrebolado, cabellos prematuramente encanecidos y modales
bulliciosos y decididos. Al ver a Mr. Utterson se levantó precipitadamente de su asiento y salió a recibirle
tendiéndole ambas manos. Su cordialidad podía resultar quizá un poco teatral a primera vista, pero respondía
a un auténtico afecto. Los dos hombres eran viejos amigos, antiguos compañeros, tanto de colegio como
de universidad, se respetaban tanto a sí mismos como mutuamente y, lo que no siempre es consecuencia de
lo anterior, gozaban el uno con la compañía del otro.
Tras unos momentos de divagación, el abogado encaminó la charla al tema que tan desagradablemente le
preocupaba.
-Supongo, Lanyon -dijo-, que somos los amigos más antiguos que tiene Henry Jekyll.
-Ojalá no lo fuéramos tanto -dijo Lanyon riendo-. Pero sí, supongo que no. te equivocas. LY qué es de
él? Últimamente le veo muy poco.
-¿De veras? -dijo Utterson-. Creí que os unían intereses comunes.
-Y así es -fue la respuesta-. Pero hace ya más de diez años que Henry Jekyll empezó a complicarse demasiado
para mi gusto. Se ha desquiciado mentalmente y aunque, como es natural, sigue intere sándome por
mor de los viejos tiempos, como suele decirse, lo cierto es que le veo y le he visto muy poco durante estos
últimos meses. Todos esos disparates tan poco científicos... -añadió el doctor mientras su rostro adquiría el
color de la grana- habrían podido enemistar a Daimon y Pitias.
Aquella ligera explosión de ira alivió en cierto modo a Mr. Utterson. «Difieren solamente en una cuestión
científica», se dijo. Y por ser hombre desapasionado con respecto a la ciencia (excepción hecha de lo
concerniente a las escrituras de traspaso), llegó incluso a añadir: «¡Pequeñeces». Dio a su amigo unos segundos
para que recuperase su compostura y abordó luego el tema que le había llevado a aquella casa.
-¿Conoces a ese protegido suyo, un tal Hyde? -pre guntó.
-¿Hyde? -preguntó Lanyon-. No. Nunca he oído hablar de él. Debe de haberle conocido después de que
yo dejara de frecuentar su trato.
Ésta fue toda la información que el abogado pudo llevarse consigo al lecho, grande y oscuro, en que se
revolvió toda la noche hasta que las horas del ama necer comenzaron a hacerse cada vez más largas. Fue
aquélla una noche de poco descanso para su cerebro, que trabajó sin tregua enfrentado solo con la oscuridad
y acosado por infinitas interrogaciones.
Cuando las campanas de la iglesia cercana a la casa de Mr. Utterson dieron las seis, éste aún seguía meditando
sobre el problema. Hasta entonces sólo le había interesado en el aspecto intelectual, pero ahora había
captado, o mejor dicho, esclavizado su imaginación, y mientras Utterson se revolvía en las tinieblas de la
noche y de la habitación velada por espesos cortinajes, la narración de Mr. Enfield desfilaba ante su mente
como una secuencia ininterrumpida de figuras luminosas. Veía primero la infinita sucesión de farolas de
una ciudad hundida en la noche, luego la figura de un hombre que caminaba a buen paso, la de una niña
que salía corriendo de la casa del médico y cómo al fin las dos figuras se encontraban. Aquel juggernaut
humano atropellaba a la chiquilla y seguía adelante sin hacer caso de sus gritos. Otras veces veía un dormitorio
de una casa lujosa donde dormía su amigo sonriendo a sus sueños. De pronto la puerta se abría, las
cortinas de la cama se separaban y una voz despertaba al durmiente. A su lado se hallaba una figura que
tenía poder sobre él, e, incluso a esa hora de la noche, Jekyll no tenía más remedio que levantarse y obedecer
su mandato. La figura que aparecía en ambas secuencias obsesionó toda la noche al abogado, que si en
algún momento cayó en un sueño ligero, fue para verla deslizarse furtivamente entre mansiones dormidas o
moverse cada vez con mayor rapidez hasta alcanzar una velocidad de vértigo, entre los laberintos de una
ciudad iluminada por farolas, atropellando a una niña en cada esquina y abandonándola a pesar de sus gritos.
Y la figura no tenía cara por la cual pudiera reconocerle. Ni siquiera en sus sueños tenía rostro, y si lo
tenía, le burlaba apareciendo un segundo ante sus ojos para disolverse un instante después. Y así fue como
surgió de pronto y creció con presteza en la mente del abogado una curiosidad singularmente fuerte, casi
incontrolable, de contemplar la faz del verdadero Mr. Hyde. «Si pudiera verle, aunque sólo fuera una vez -
pensó-, el misterio se iría disipando y hasta puede que se desvaneciera totalmente como suele suceder con
todo acontecimiento misterioso cuando se le examina con detalle. Podría averiguar quizá la razón de la extraña
predilección o servidumbre de mi amigo (llá mesela como se quiera), y hasta de aquel sorprendente
testamento. Al menos, valdría la pena ver el rostro de un hombre sin entrañas, sin piedad, un rostro que sólo
tuvo que mostrarse una vez para despertar en la mente del poco impresionable Enfield un odio imperecedero.
»
Desde aquel día, empezó Mr. Utterson a rondar la puerta que se abría a la callejuela de las tiendas. Lo
hacía por la mañana, antes de acudir a su despacho, a mediodía, cuando el trabajo era mucho y el tiempo
escaso, por la noche, bajo la mirada de la luna que se cernía difusa sobre la ciudad. Bajo todas las
luces y a todas horas, ya estuviera la calle solitaria o animada, el abogado montaba guardia en el lugar
que para tal fin había seleccionado.
-Si él es Mr. Hyde -había decidido-, yo seré Mr. Seek.
Al fin vio recompensada su paciencia. Era una noche clara y despejada, el aire helado, las calles limpias
como la pista de un salón de baile. Las luces, inmóviles por la falta de viento, proyectaban sobre el cemento
un dibujo regular de claridad y sombra. Hacia las diez, cuando las tiendas estaban ya cerradas, la calleja
queda solitaria y, a pesar de que hasta ella llegaran los ruidos del Londres que la rodeaba, muy silenciosa.
El sonido más mínimo se oía hasta muy lejos. Los ruidos que procedían del interior de las casas eran claramente
audibles a ambos lados de la calle y el rumor de los pasos de los transeúntes precedía a éstos durante
largo rato. Mr. Utterson lle vaba varios minutos apostado en su puesto, cuando oyó unos pasos, leves y
extraños, que se acercaban. En el curso de aquellas vigilancias nocturnas se había acostumbrado al curioso
efecto que se produce cuando las pisadas de una persona aún distante se destacaban súbitamente, con toda
claridad, del vasto zumbido y alboroto de la ciudad. Nunca, sin embargo, habían acaparado su atención de
forma tan aguda y decisiva, y así fue como se ocultó en la entrada del patio sintiendo un supersticioso presentimiento
de triunfo.
Los pasos se aproximaban rápidamente y al doblar la esquina de la calle sonaron de pronto mucho más
fuerte. El abogado miró desde su escondite y pronto pudo ver con qué clase de hombre tendría que entendérselas.
Era de corta estatura y vestía muy sencillamente. Su aspecto, aun a distancia, predispuso automáticamente
en su contra al que de tal modo le vigilaba. Se dirigió directamente a la puerta cruzando la calle
para ganar tiempo y, mientras avanzaba, sacó una llave del bolsillo con el gesto seguro del que se aproxima
a casa.
En el momento en que pasaba junto a él, Mr. Utterson dio un paso adelante y le tocó en el hombro. -Mr.
Hyde, supongo.
Hyde dio un paso atrás y aspiró con un siseo una bocanada de aire. Pero su temor fue sólo momentáneo
y, aunque sin mirar directamente a la cara al abogado, contestó con frialdad:
-El mismo. ¿Qué desea?
-He visto que iba a entrar y... -respondió el abogado-. Verá usted, soy un viejo amigo del Dr. Jekyll. Mr.
Utterson, de la calle Gaunt; debe de conocerme de nombre. Al verle llegar tan oportunamente he pensado
que quizá me permitiera usted entrar.
-No encontrará al Dr. Jekyll. Está fuera -respondió Mr. Hyde mientras soplaba en el interior de la llave.
Y luego continuó sin levantar la vista. -¿Cómo me ha reconocido?
-¿Querrá usted hacerme un favor? -preguntó Mr. Utterson.
-Desde luego -replicó el otro-. ¿De qué se trata? -¿Me permite que le vea la cara? -preguntó el abogado.
Mr. Hyde pareció dudar, pero al fin, como por fruto de una repentina decisión, le miró de frente con gesto
de desafío. Los dos hombres se contemplaron fijamente unos segundos.
-Ahora ya podré reconocerle -dijo Mr. Utterson-. Puede serme muy útil.
-Sí -respondió Mr. Hyde-. No está mal que nos hayamos conocido. A propósito. Le daré mi dirección. Y
dijo un número de cierta calle del Soho.
¡Dios mío! -se dijo Mr. Utterson-. ¿Habrá estado pensando él también en el testamento?»
Pero se guardó sus temores y se dio por enterado de la dirección con un sordo gruñido.
-Y ahora dígame -dijo el otro-, ¿cómo me ha re conocido?
-Por su descripción -fue la respuesta. -¿Quién se la dio?
-Tenemos amigos comunes -dijo Mr. Utterson. -¿Amigos comunes? -repitió Mr. Hyde con cierta aspereza-.
¿Quiénes?
-Jeky11, por ejemplo -dijo el abogado.
-Él no le ha dicho nada -gritó Mr. Hyde en un acceso de ira-. No le creía a usted capaz de mentir. -
Vamos, vamos -dijo Mr. Utterson-. Ese lenguaje no le honra.
Estalló entonces el otro en una carcajada salvaje y un segundo después, con extraordinaria rapidez, había
abierto la puerta y desaparecido en el interior de la casa.
El abogado permaneció clavado en el suelo unos momentos. Era la imagen viva de la inquietud. Luego
echó a andar calle abajo parándose a cada paso y llevándose la mano a la frente como si estuviera sumido
en una profunda duda. El problema con que se debatía mientras caminaba era de esos que difícilmente llegan
a resolverse nunca. Mr. Hyde era pequeño, pálido, producía impresión de deformidad sin ser efectivamente
contrahecho, tenía una sonrisa desagradable, se había dirigido al abogado con esa combinación criminal
de timidez y osadía, y hablaba con una voz ronca, baja, como entrecortada. Todo ello, naturalmente,
predisponía en su contra, pero aun así no explicaba el grado, hasta entonces nunca experimentado, de disgusto,
repugnancia y miedo de que había despertado en Mr. Utterson. «Debe de haber algo más -se dijo
perplejo el caballero-. Tiene que haber algo más, pero este hombre no parece un ser humano. Tiene algo de
troglodita, por decirlo así. ¿Nos hallaremos, quizá, ante una nueva versión de la historia del Dr. Fell? ¿O
será la
mera irradiación de un espíritu malvado que trasciende y transfigura su vestidura de barro? Creo que debe
de ser esto último. ¡Mi pobre amigo Henry Jekyll! Si alguna vez he leído en un rostro la firma de Satanás,
ha sido en el de tu nuevo amigo. »
Saliendo de la callejuela, a la vuelta de la esquina, había una plaza flanqueada de casas antiguas y de
hermosa apariencia, la mayor parte de ellas venidas a menos y divididas en cuartos y aposentos que se alquilaban
a gentes de toda clase y condición: grabadores de mapas, arquitectos, abogados de ética dudosa y
agentes de oscuras empresas. Una de ellas, sin embargo, la segunda a partir de la esquina, continuaba teniendo
un solo ocupante, y ante su puerta, que respiraba un aire de riqueza y comodidad a pesar de estar
hundida en la oscuridad, a excepción de la claridad que se filtraba por el montante, Mr. Ut terson se detuvo
y llamó. Un sirviente bien vestido y de edad avanzada salió a abrirle.
-¿Está en casa el Dr. Jekyll, Poole? -preguntó el abogado.
-Iré a ver, Mr. Utterson -dijo el mayordomo. Mientras hablaba hizo pasar al visitante a un salón grande y
confortable, de techo bajo y pavimento de losas, caldeado (según es costumbre en las casas de campo) por
un fuego que ardía alegremente en la chimenea y decorado con lujosos armarios de roble.
-¿Quiere esperar aquí junto al fuego, señor, o prefiere que le lleve luz al comedor?
-Esperaré aquí, gracias -dijo el abogado. Se aproximó después a la chimenea y se apoyó en la alta rejilla
que había ante el fuego. Se hallaba en la habitación favorita de su amigo el doctor, una estancia que Utterson
no habría tenido el menor reparo en describir como la más acogedora de Londres. Pero esa noche sentía
un estremecimiento en las venas. El rostro de Hyde no se apartaba de su memoria. Experimentaba -cosa
rara en él- náusea y repugnancia por la vida, y dado el estado de ánimo en que se hallaba, creía leer una
amenaza en el resplandor del fuego que se reflejaba en la pulida superficie de los armarios y en el inquieto
danzar de las sombras en el techo. Se avergonzó de la sensación de alivio que le invadió cuando Poole regresó
al poco rato para anunciarle que Jekyll había salido.
-He visto entrar a Mr. Hyde por la puerta de la antigua sala de disección, Poole -dijo Mr. Utterson-. ¿Le
está permitido venir cuando el Dr. Jekyll no está en casa?
-Desde luego, Mr. Utterson -replicó el sirviente-. Mr. Hyde tiene llave.
-Al parecer, su amo confía totalmente en ese hombre, Poole -continuó el otro pensativo.
-Sí, señor, así es -dijo Poole -. Todos tenemos orden de obedecerle.
-No creo haber conocido nunca a Mr. Hyde -observó Utterson.
-¡No, por Dios, señor! Nunca cena aquí -replicó el mayordomo -. De hecho le vemos muy poco en
esta parte de la casa. Suele entrar y salir por el laboratorio.
-Bueno, entonces me iré. Buenas noches, Poole. -Buenas noches, Mr. Utterson.
El abogado se dirigió a su casa presa de gran inquietud. «Pobre Henry Jekyll -se dijo-. Ha debido de tener
una juventud desenfrenada. Cierto que desde entonces ha pasado mucho tiempo, pero de acuerdo con la ley
de Dios, las malas acciones nunca prescriben. Tiene que ser eso, el fantasma de un antiguo pecado, el cáncer
de alguna vergüenza oculta. Al fin el castigo llega inexorablemente, pede claudo, años después de que
el delito ha caído en el olvido y nuestra propia estimación ha perdonado ya la falta.»
Y el abogado, asustado por sus pensamientos, meditó un momento sobre su propio pasado rebuscando en
los rincones de la memoria por ver si alguna antigua iniquidad saltaba de pronto a la luz como surge un
muñeco de resortes del interior de una caja de sorpresas. Pero su pasado estaba hasta cierto punto libre de
culpas. Pocos hombres podían pasar revista a su vida con menos temor, y, sin embargo, Mr. Utterson sintió
una enorme vergüenza por las malas acciones que había cometido y su corazón se elevó a Dios con gratitud
por las muchas otras que había estado a punto de cometer y que, sin embargo, había evitado. Mientras seguía
meditando sobre este tema, su mente se iluminó con un rayo de esperanza. «Pero ese Mr. Hyde -se
dijo- debe de tener sus propios secretos, secretos negros a juzgar por su aspecto, secretos al lado de los cuales
el peor crimen del pobre Jekyll debe brillar como la luz del sol. Las cosas no pueden seguir corno están.
Me repugna pensar que ese ser maligno pueda rondar como un ladrón al lado mismo del lecho del pobre
Henry. ¡Desgraciado Jekyll! ¡Qué amargo despertar! Y encima, el peligro que corre, porque si ese tal Hyde
llega a sospechar de la existencia del testamento, puede impacientarse por heredar. Tengo que hacer algo
inmediatamente. Si Jekyll me lo permitiera...» Y luego añadió: «Si Jekyll me permitiera hacer algo...» Porque
una vez más veía con los ojos de la memoria, tan claras como la transparencia misma, las raras estipulaciones
del testamento.
 
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astaroth1
view post Posted on 24/11/2008, 20:03




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El Dr. Jeky11 estaba tranquilo
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Dos semanas después, por una de esas halagüeñas jugadas del destino, el Dr. Jekyll invitó a cenar a cinco
o seis de sus mejores amigos, inteligentes todos ellos, de reputación intachable y buenos catadores de vino,
y Mr. Utterson pudo ingeniárselas para quedarse a solas con su anfitrión una vez que partie ran el resto de
los invitados. No era aquello ninguna novedad, sino que, al contrario, había sucedido en innumerables ocasiones.
Donde querían a Utterson, le querían bien. Sus anfitriones solían retener al adusto abogado una vez
que los despreocupados y los habladores habían traspasado ya el umbral. Gustaban de permanecer un rato
en su discreta compañía, practicando la soledad, serenando el pensamiento en el fecundo silencio de aquel
hombre tras el dispendio de alegría y la tensión que ésta suponía.
El Dr. Jekyll no era excepción a la regla. Sentado como estaba frente a Utterson delante de la chimenea -
era hombre de unos cincuenta años, alto, fornido, de rostro delicado, con una expresión algo astuta, quizá,
pero que revelaba inteligencia y bondad-, su mirada demostraba que sentía por su amigo un afecto profundo
y sincero.
-Hace tiempo quería hablar contigo, Jeky11 -le dijo éste-. ¿Recuerdas el testamento que hiciste? Un buen
observador se habría dado cuenta de que el tema no era del agrado del que escuchaba. Pero, aun así, el doctor
respondió alegremente. . -¡Mi pobre Utterson! -dijo-. Qué mala suerte has tenido con que sea tu cliente.
En mi vida he visto un hombre tan preocupado como tú cuando leíste ese documento, excepto quizá ese
fanático de Lanyon ante lo que llama «mis herejías científicas». Ya. Ya sé que es una buena persona. No
tienes que fruncir el ceño. Es un hombre excelente y me gustaría verle con más frecuencia. Pero es también
un ignorante, un fanático y, sin lugar a dudas, un pedante. Nadie me ha decepcionado nunca tanto como él.
-Tú sabes que nunca he aprobado ese documento -continuó Utterson, haciendo caso omiso de las palabras
de su amigo.
-¿Te refieres a mi testamento? Sí, naturalmente, ya lo sé -dijo el doctor ligeramente enojado-. Ya me lo
has dicho.
-Pues te lo repito -continuó el abogado-. He averiguado ciertas cosas acerca de Mr. Hyde.
El agraciado rostro del Dr. Jekyll palideció hasta que labios y ojos se ennegrecieron.
-No quiero oír ni una sola palabra de ese asunto -dijo-. Creí que habíamos acordado no volver a mencionar
el tema.
-Lo que me han dicho es abominable -continuó Utterson.
-Eso no cambiará nada. No puedes entender en qué posición me encuentro -contestó el doctor no sin cierta
incoherencia-. Me hallo en una situación difícil, Utterson, en una extraña circunstancia de la vida, muy
extraña. Se trata de uno de esos asuntos que no se solucionan con hablar.
-Jekyll -dijo Utterson-, tú me conoces y sabes que soy hombre en quien se puede confiar. Puedes hablarme
con toda confianza y no dudes de que podré sacarte del atolladero.
-Mi querido Utterson -dijo el doctor-, tu bondad me conmueve. Eres un excelente amigo y no encuentro
palabras con que agradecerte el afecto que me demuestras. Te creo y confiaría en ti antes que en ninguna
otra persona, antes, ¡ay!, que en mí mismo si me fuera posible. Pero no se trata de lo que tú imaginas. No es
tan grave el asunto. Y sólo para tranquilizar tu corazón te diré una cosa. Puedo deshacerme de ese tal Mr.
Hyde en el momento en que lo desee. Te lo prometo. Mil veces te agradezco tu interés y sólo quiero añadir
una cosa que, espero, no tomes a mal. Se trata de un asunto personal y no quiero que volvamos a hablar de
ello jamás.
Utterson reflexionó unos segundos mirando al fuego.
-Estoy seguro de que tienes razón -dijo al fin poniéndose en pie.
-Pero ya que hemos tocado el tema por última vez -prosiguió el doctor-, hay un punto en el que quiero insistir.
Siento un gran interés por ese pobre Hyde. Sé que le has visto, me lo ha dicho, y me temo que estuvo
muy grosero contigo. Pero con toda sinceridad te digo que siento un interés enorme por ese hombre y quiero
que me prometas, Utterson, que si muero, serás tolerante con él y le ayudarás a hacer valer sus derechos.
Estoy seguro de que lo harías si conocieras el caso a fondo. Me quitarás un gran peso de encima si me lo
prometes.
-No puedo mentirte diciéndote que será alguna vez persona de mi agrado -dijo el abogado.
-No es eso lo que te pido -suplicó Jekyll posando una mano sobre el brazo de su amigo-. Sólo quiero justicia.
Que le ayudes en mi nombre cuando yo no esté aquí.
Utterson exhaló un irreprimible suspiro. -Está bien -dijo-. Te lo prometo.
 
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belzebuth666
view post Posted on 24/11/2008, 20:05




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El caso del asesinato de Carew
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Casi un año después, en octubre de 18..., todo Londres se conmovió ante un crimen singularmente feroz,
crimen aún más notable por ser la víctima hombre de muy buena posición. Lo que se supo fue poco, pero
sorprendente. Una criada que vivía sola en una casa no muy lejos del río había subido a su dormitorio hacia
las once para acostarse. La niebla solía cernirse sobre la ciudad al amanecer y, por lo tanto, a aquella hora
temprana de la noche la atmósfera estaba despejada y la calle a la que daba la ventana de la criada estaba
iluminada por la luna. Al parecer era aquella mujer de naturaleza romántica, pues se sentó en un baúl colocado
justamente bajo la ventana y allí se perdió en sus ensoñaciones. «Nunca -solía decir entre amargas
lágrimas-, nunca me había sentido tan en paz con la humanidad ni había pensado en el mundo con mayor
sosiego.»
Y mientras en esta actitud se hallaba acertó a ver a un anciano de porte distinguido y pelo canoso que se
acercaba por la calle. Otro caballero de corta estatura, y en el que fijó menos su atención, caminaba en dirección
contraria. Cuando ambos hombres se cruzaron (cosa que ocurrió precisamente bajo su ventana) el
anciano se inclinó y se dirigió al otro con cortesía. Se diría que el tema de la conversación no revestía gran
importancia. De hecho, por la forma en que señalaba, parecía que el anciano pedía indicaciones para llegar
a un determinado lugar. La luna se reflejaba en su rostro y la sirvienta se complació en mirarle mientras
hablaba. Respiraba caballerosidad, una bondad inocente y, al mismo tiempo, algo muy elevado, como una
satisfacción interior ampliamente justificada. Se fijó entonces en el otro hombre y se sorprendió al reconocer
en él a un tal Mr. Hyde que en una ocasión había visitado a su amo y por el que había sentido inmediatamente
una profunda antipatía. Llevaba en la mano un pequeño bastón con el que jugueteaba nerviosamente.
No respondió al anciano una sola palabra y parecía escucharle con impaciencia mal contenida. De pronto
estalló con una explosión de ira. Empezó a dar patadas en el suelo y a blandir el bastón en el aire como
(según dijo la doncella) preso de un ataque de locura. El anciano dio un paso atrás aparentemente asombrado
de la actitud de su interlocutor, y en ese momento Mr. Hyde perdió el control y le golpeó hasta derribarle
en tierra. Un segundo después, con la furia de un simio, pisoteaba salvajemente a su víctima cubriéndola
con una lluvia de golpes, tan fuertes que la criada oyó el quebrarse de los huesos y el cuerpo fue a parar a la
calzada. Ante el horror provocado por la visión y aquellos sonidos, la mu jer perdió el sentido.
Eran las dos de la mañana cuando volvió en sí y dio aviso a la policía. El asesino había desaparecido
hacía largo tiempo, pero su víctima yacía desarticulada en el centro de la calle. El bastón con que se había
cometido el crimen, aunque de una madera poco común, excepcionalmente fuerte y pesada, se había roto
por la mitad bajo el impulso de aquella insensata crueldad y una de las mitades había ido a parar a la alcantarilla
cercana. La otra, indudablemente, se la había llevado el asesino. Hallaron en posesión de la víctima
una cartera y un reloj de oro, pero ni un solo documento o tarjeta de identificación, a excepción de un sobre
lacrado y franqueado que probablemente se disponía a depositar en algún buzón de correos y que iba dirigido
a Mr. Utterson.
Se lo llevaron al abogado a la mañana siguiente antes de que se levantara, y no bien hubo fijado en él la
mirada y escuchado la narración del caso cuando dijo solemnemente las siguientes palabras:
-No diré nada hasta que haya visto el cadáver. El asunto debe de ser muy serio. Tengan la amabilidad de
esperar mientras me visto.
Y con el mismo grave talante, desayunó apresuradamente, subió a su carruaje y se dirigió a la Comisaría
de Policía donde se encontraba el cuerpo. Tan pronto como lo vio, asintió:
-Sí -dijo -. Le reconozco. Siento tener que decirles que se trata de Sir Danvers Carew.
-¡Santo cielo! -exclamó el oficial-. ¿Será posible? Al momento reflejó su mirada el destello de la amb ición.
-Esto, sin duda, provocará un escándalo -continuó-. Quizá pueda usted ayudarnos a encontrar al criminal.
Dicho esto le informó de las declaraciones de la sirvienta y le mostró la mitad del bastón.
Mr. Utterson se había estremecido ya al oír el nombre de Mr. Hyde, pero cuando vio ante sus ojos aquel
trozo de madera ya no pudo dudar más. Aunque roto y maltratado, reconoció en él el bastón que hacía muchos
años había regalado a Henry Jekyll.
-¿Es ese Mr. Hyde un hombre de corta estatura? -preguntó.
-Según la criada, es muy bajo y de aspecto desagradable en extremo -dijo el oficial.
Mr. Utterson reflexionó y dijo luego, levantando la cabeza:
-Si quiere acompañarme, puedo conducirle hasta su casa.
Eran alrededor de las nueve de la mañana y habían comenzado ya las nieblas propias de la estación. Un
manto de bruma color chocolate descendía del cie lo, pero el viento atacaba y dispersaba continuamente
esos vapores formados en orden de batalla, de modo que conforme el coche avanzaba de calle en calle Mr.
Utterson pudo contemplar una maravillosa infinidad de grados y matices de una luz casi crepuscular: aquí
una oscuridad semejante a lo más recóndito de la noche, allí un destello de marrón in tenso vivo como el
reflejo de una extraña conflagra ción. Luego, por un momento, la niebla se disipaba y un débil rayo de luz
diurna se abría paso entre inquietos jirones de vapor. El miserable barrio del Soho, visto a la luz de esos
destellos cambiantes, con sus calles fangosas, sus transeúntes desalmados y esas farolas que, o no habían
apagado todavía, o habían vuelto a encender para combatir esa nueva invasión de la oscuridad, parecía a los
ojos del abogado un barrio de pesadilla. Sus pensamientos eran, por otra parte, de los más sombríos que
cabe imaginar, y cuando miraba a su compañero de viaje sentía ese escalofrío de terror que la ley y sus
agentes suelen despertar en ocasiones incluso entre los más honrados.
En el momento en que el carruaje se detenía ante la casa indicada, la niebla se disipó ligeramente para
mostrar una casa miserable, una taberna, una casa de comidas francesa, un cuchitril donde se vendían cachivaches
y baratijas, gran número de niños harapientos acogidos al abrigo de los quicios de las puertas y
mujeres de distintas nacionalidades que, llave en mano, se dirigían a tomarse su traguito mañanero.
Pero al momento la niebla volvió a cernirse sobre ese barrio de la ciudad aislando a Mr. Utterson de su
mísero entorno. Se hallaban él y su acompañante ante la casa del protegido del doctor Jekyll, el presunto
heredero de un cuarto de millón de libras esterlinas.
Abrió la puerta una mujer de cabellos canosos y rostro marfileño. Tenía una expresión maligna temperada
por la hipocresía, pero sus modales eran excelentes. Sí, afirmó, aquella era la casa de Mr. Hyde,
pero su amo había salido. La noche anterior había vuelto de madrugada para salir de nuevo, una hora después.
No, no tenía nada de raro. Mr. Hyde tenía unas costumbres muy irregulares y salía con frecuencia.
Por ejemplo, había pasado dos meses sin volver por su casa hasta que regresó la noche anterior.
-Muy bien, entonces condúzcanos a sus aposentos -dijo el abogado. Y cuando la mujer abrió la boca para
afirmar que era imposible, continuó-: Será mejor que le informe de la identidad de este caballero. Es el inspector
Newcomer, de Scotland Yard.
Un rayo de alborozo abominable iluminó el rostro de la mujer.
-¡Ah! -exclamó -. Se ha metido al fin en un lío, ¿eh? ¿Qué ha hecho?
Mr. Utterson y el inspector intercambiaron una mirada.
-No parece que le tenga mucha estimación -observó el segundo. Y luego continuó-: Y ahora, buena mujer,
permítanos que este caballero y yo echemos un vistazo a las habitaciones de su amo.
De toda la casa, habitada únicamente por la anciana en cuestión, Mr. Hyde había utilizado sólo un par de
habitaciones que había amueblado con lujo y exquisito gusto. Tenía una despensa llena de vinos, la vajilla
era de plata, los manteles delicados; de la pared colgaba una buena pintura, regalo -supuso Utterson- de
Henry Jekyll, que era muy entendido en la materia, y las alfombras eran gruesas y de colores agradables a
la vista. Todo en aquellos aposentos daba la impresión de que alguien había pasado por ellos a toda prisa
revolviendo hasta el último rin cón. Diseminadas por el suelo había prendas de vestir con los bolsillos vueltos
hacia fuera, los cajones estaban abiertos y en la chimenea había un montón de cenizas grisáceas que
revelaban que alguien había estado quemando un montón de papeles.
De entre estos restos desenterró el inspector la matriz de un talonario de cheques de color verde que se
había resistido a la acción del fuego. Detrás de la puerta encontraron la otra mitad del bastón y, dado que
esto confirmaba sus sospechas, el policía se mostró encantado del hallazgo. Una visita al banco, donde averiguaron
que el presunto asesino tenía depositados en su cuenta varios miles de libras, acabó de satisfacer la
curiosidad del inspector Newcomer.
-Se lo aseguro, caballero -dijo a Mr. Utterson-. Puede usted darle por preso. Debe de haber perdido la cabeza
o no habría dejado la mitad de su bastón en un sitio tan fácil de encontrar. Y lo que es más importante,
no habría quemado el talonario de cheques. Dinero es precisamente lo que más va a necesitar en estos momentos.
No tenemos más que esperar a que se pase por el banco y proceder a su detención.
Pero esto último no resultó tan fácil como el policía se las prometía. Mr. Hyde tenía muy pocos conocidos
-incluso el amo de la criada que había presenciado el crimen le había visto sólo un par de veces - y
no fue posible localizar a ninguno de sus familiares. No existían, por otra parte, fotografías suyas, y los
pocos que pudieron describirle dieron versiones contradictorias sobre su apariencia, como suele ocurrir
cuando se trata de observadores no profesionales. Sólo coincidieron todos en un punto. En destacar esa
vaga sensación de deformidad que el fugitivo despertaba en todo el que le veía.
 
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astaroth1
view post Posted on 24/11/2008, 20:07




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El incidente de la carta
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Era ya avanzada la tarde cuando Mr. Utterson llegó a casa del doctor Jekyll, donde Poole le admitió al
punto y le condujo a través de las dependencias de servicio y del patio que antes fuera jardín hasta el edificio
que se conocía indiferentemente con los nombres de laboratorio o sala de disección. El doctor había
comprado la casa a los herederos de un famoso cirujano y, por encaminarse sus gustos más hacia la química
que hacia la anatomía, había cambiado el destino de la construcción que se alza ba al fondo del jardín.
Era la primera vez que el abogado pisaba esa parte de la vivienda de su amigo. Fijó la vista con curiosidad
en aquel sombrío edificio sin ventanas y, una vez dentro de él, paseó la mirada a su alrededor experimentando
una desagradable sensación de extrañeza al ver aquella sala de disección antes poblada de estudiantes
ávidos de entender y ahora solitaria y silenciosa, las mesas cargadas de aparatos destinados a la
investigación química, las cajas de madera y la paja de embalar diseminadas por el suelo y la luz que se
filtraba a través de la cúpula nebulosa. Al fondo, una escalera subía hasta una puerta tapizada de fieltro rojo
cuyo umbral traspuso al fin Mr. Utterson para entrar al gabinete del doctor. Era ésta una habitación grande
rodeada de armarios de puertas de cristal y amueblada, entre otras cosas, con un espejo de cuerpo entero y
un escritorio. Se abría al patio por medio de tres ventanas de vidrios polvorientos y protegidas con barrotes
de hierro. Un fuego ardía en la chimenea y sobre la repisa había una lámpara encendida, pues hasta en el
interior de las casas comenzaba a acumularse la niebla.
Allí, al calor del fuego, estaba sentado el doctor Jekyll, que parecía mortalmente enfermo. No se levantó
para recibir a su amigo, sino que le saludó con un gesto de la mano y una voz irreconocible.
-Dime -dijo Mr. Utterson tan pronto como Poole abandonó la habitación-. ¿Sabes la noticia?
El doctor se estremeció.
-La han estado gritando los vendedores de periódicos por la calle. La he oído desde el comedor. -
Permíteme que te diga lo siguiente -dijo el abogado-: Carew era cliente mío, pero también lo eres tú y quiero
que me digas la verdad de lo sucedido. ¿Has sido lo bastante loco como para ocultar a ese hombre?
-Utterson, te juro por el mismo Dios -exclamó el doctor-, te juro por lo más sagrado, que no volveré a
verle nunca más. Te doy mi palabra de caballero de que he terminado con Hyde para el resto de mi vida.
Nunca volveré a verle. Y te aseguro que él no desea que le ayude. No le conoces como yo. Está a salvo,
totalmente a salvo, y nunca se volverá a saber de él.
El abogado escuchaba, sombrío. No le gustaba la apariencia enfebrecida de su amigo.
-Pareces estar muy seguro de él -dijo-. Por tu bien deseo que no te equivoques. Si hay un juicio, tu nombre
puede salir a relucir en él.
-Estoy completamente seguro de lo que digo -replicó Jekyll-. Tengo razones de peso para hacer esta
afirmación, razones que no puedo confiar a nadie. Pero sí hay una cosa sobre la que puedes aconsejarme.
He recibido una carta y no sé si mostrársela o no a la policía. Quiero dejar el asunto en tus manos, Utterson.
Tú juzgarás con prudencia, estoy seguro. Ya sabes que confío plenamente en ti.
-Jemes que pueda conducir a su detención? -preguntó el abogado.
-No -respondió su interlocutor-. La verdad es que no me importa lo que pueda sucederle a Hyde. Por lo
que a mí respecta, ha muerto. Pensaba sólo en mi reputación, que todo este horrible asunto ha puesto en
peligro.
Utterson rumió las palabras de su amigo durante unos instantes. El egoísmo que encerraban le sorprendía
y aliviaba al mismo tiempo.
-Bueno -dijo al fin-. Veamos esa carta.
La misiva estaba escrita con una caligrafía extraña, muy picuda, y llevaba la firma de Edward Hyde. Decía
en términos muy concisos que su benefactor, el doctor Jekyll, a quien tan mal había pagado las mil generosidades
que había tenido con él, no debía preocuparse por su seguridad, pues tenía medios de escapar,
de los cuales podía fiarse totalmente. Al abogado le gustó la carta. Daba a aquella intimidad mejores visos
de lo que él había sospechado y se censuró interiormente por sus pasadas sospechas. -¿Tienes el sobre? -
preguntó.
-Lo he quemado -replicó Jekyl1- sin darme cuenta de lo que hacía. Pero no llevaba matasellos. La trajo
un mensajero.
-¿Puedo quedármela y consultar el caso con la almohada? -preguntó Utterson.
-Quiero que decidas por mí, pues he perdido toda confianza en mí mismo.
-Lo pensaré -respondió el abogado-. Y ahora una cosa más. ¿Fue Hyde quien te dictó los términos del
testamento con respecto a tu desaparición?
El doctor estuvo a punto de desmayarse. Apretó los labios con fuerza y asintió.
-Lo sabía -dijo Utterson-. Ese hombre tenía in tención de asesinarte. Te has librado de milagro. -Pero de
esta experiencia he sacado algo muy importante -contestó el doctor solemnemente-. Una lección. ¡Dios
mío, Utterson, qué lección he aprendido!
Dicho esto hundió el rostro entre las manos durante unos segundos.
Camino de la puerta, el abogado se detuvo a intercambiar unas palabras con Poole.
-A propósito -le dijo-, ¿han traído hoy alguna carta? ¿Podría describirme al mensajero?
Pero Poole dijo estar seguro de que no había lle gado nada, a excepción del correo.
-Y eran sólo circulares -añadió.
La respuesta de Poole renovó los temores del visitante. Estaba claro que la misiva había llegado por la
puerta del laboratorio. Muy posiblemente había sido escrita en el gabinete y, de ser así, tenía que juzgarla
de modo distinto y con mucho más cuidado. Cuando salió de la casa, los vendedores de prensa pregonaban
por las aceras: «¡Edición especial! ¡Miembro del Parlamento, víctima de un horrible asesinato!» Aquélla
era una oración fúnebre por su amigo y cliente, y, al oírla, Utterson no pudo evitar sentir cierto temor de
que la reputación de Jeky11 cayera víctima del remolino que indudablemente había de levantar el escándalo.
La decisión que tenía que tomar era, como poco, extremadamente delicada, y a pesar de ser hombre que,
en general, se bastaba a sí mismo, en aquella ocasión sintió la necesidad de pedir consejo, si no abiertamente,
sí de modo indirecto.
Al poco rato se encontraba en su casa sentado a un lado de la chimenea, con Mr. Guest, su pasante, frente
a él, y entre los dos hombres, a calculada distancia del fuego, una botella de vino particularmente añejo que
durante mucho tiempo había permanecido en la oscuridad de la bodega. La niebla sumergía en su vapor
dormido a la ciudad de Londres, donde las luces de las farolas brillaban como carbúnculos. A través de las
nubes espesas y asfixiantes que se cernían sobre ella, la vida seguía circulando por sus arterias con un retumbar
sordo semejante a un fuerte viento. Pero el fuego del hogar alegraba la habitación, dentro de la botella
los ácidos se habían descompuesto a lo largo de los años, el color se había dulcificado con el tiempo
como se difuminan los tonos en las vidrieras y el resplandor de las cálidas tardes otoñales en los viñedos de
las laderas esperaba para salir a la luz y dispersar las nieblas londinenses. Insensiblemente, el abogado se
fue ablandando. En pocos hombres confiaba tantos secretos como en su pasante. Nunca estaba seguro de
ocultarle tanto como deseara. Guest había ido en varias ocasiones por asuntos de negocios a casa del doctor.
Conocía a Poole, seguramente había oído hablar de la familiaridad con que Hyde era recibido en aquella
casa y podía haber llegado a ciertas conclusiones. ¿No era natural, pues, que viera la carta que aclaraba
aquel misterio? Y sobre todo, por ser Guest un gran aficio nado a la grafología, ¿no consideraría la consulta
natural y halagadora? Su empleado era, por añadidura, hombre dado a los consejos. Raro sería que le yera el
documento sin dejar caer alguna observación, y con arreglo a ella Mr. Utterson podría tomar alguna determinación.
-Es triste lo que le ha sucedido a Sir Danvers -dijo para iniciar la conversación.
-Sí señor, tiene usted mucha razón. Ha despertado la indignación general -respondió Guest-. Ese hombre,
naturalmente, debe de estar loco.
-Sobre eso precisamente quería preguntarle su opinión -dijo Utterson-. Tengo un documento aquí de su
puño y letra. Que quede esto entre usted y yo porque la verdad es que no sé qué hacer. Se trata, en el mejor
de los casos, de un asunto muy feo. Aquí tiene. Algo que sin duda va a interesarle. El autógrafo de un as esino.
Los ojos de Guest resplandecieron, e inmedia tamente se sentó a estudiar el documento con verdadera pasión.
-No señor -dijo-. No está loco. Pero la letra es muy rara.
-Tan rara como el que ha escrito la misiva -añadió el abogado.
En ese mismo momento entró el criado con una nota.
-¿Es del doctor Jekyll, señor? -preguntó el pasante-. Me ha parecido reconocer su letra. ¿Se trata de un
asunto privado, Mr. Utterson?
-Es una invitación a cenar. ¿Por qué? ¿Quiere verla? -Sólo un momento. Gracias, señor.
El empleado puso las dos hojas de papel, una junto a otra, y comparó su contenido meticulosamente. -
Muchas gracias -dijo al fin, devolviéndole a Ut terson ambas misivas-. Es muy interesante.
Se hizo una pausa durante la cual Mr. Utterson sostuvo una lucha consigo mismo.
-¿Por qué las ha comparado, Guest? -preguntó al fin.
-Verá usted, señor -respondió el pasante-. Hay una similitud bastante singular. Las dos caligrafías son
idénticas en muchos aspectos. Sólo el sesgo de la escritura difiere.
-¡Qué raro! -dijo Utterson.
-Como usted dice, es muy raro -replicó Guest. -Yo no hablaría con nadie de esta carta, ¿sabe usted? -dijo
Mr. Utterson.
-Naturalmente que no, señor -contestó el pasante-. Comprendo.
Apenas se quedó solo aquella noche, Mr. Utterson guardó la nota en su caja fuerte, donde reposó desde
aquel día en adelante.
-¡Dios mío! -se dijo-. ¡Henry Jekyll falsificando una carta para salvara un asesino!
Y la sangre se le heló en las venas.
 
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satanas1
view post Posted on 24/11/2008, 20:08




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La extraña aventura del doctor Lanyon
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Pasó el tiempo. Se ofrecieron miles de libras de recompensa a cambio de cualquier información que pudiera
conducir a la captura del asesino, pues la muerte de Sir Danvers se consideró una afrenta pública,
pero Mr. Hyde había escapado al alcance de la policía como si nunca hubiese existido. Se desveló gran
parte de su pasado, todo él abominable. Salie ron a la luz historias de la crueldad de aquel hombre a la vez
insensible y violento, de su vida infame, de sus extrañas amistades, del odio que, al parecer, le había rodeado
siempre, pero nada se averiguó acerca de su paradero. Desde aquella madrugada en que había salido de
su casa del Soho, parecía que se había evaporado en el aire, y gradualmente, conforme pasaba el tiempo,
Mr. Utterson fue olvidando sus antiguos temores y recuperando la paz interior. La muerte de Sir Danvers
estaba, a su entender, más que compensada por la desaparición de Mr. Hyde.
Una vez desvanecida esta mala influencia, una nueva vida comenzó para Jekyll. Salió de su encierro, reanudó
la amistad que le unía a viejos compañeros, fue una vez más huésped y anfitrión y, si bien siempre
había sido famoso por sus obras de beneficencia, ahora se distinguió también por su devoción. Estaba
siempre ocupado, salía mucho y hacía el bien. Su rostro parecía de pronto más fresco y resplandeciente,
como si interiormente se diera cuenta de que era útil, y durante dos meses vivió en paz.
El día 8 de enero, Mr. Utterson comió en su casa con un pequeño grupo de invitados. Lanyon estuvo
también presente y los ojos del anfitrión iban del uno al otro como en los viejos tiempos, cuando los tres
amigos eran inseparables. Pero el día 13, y de nuevo el 14, el abogado no fue recibido en la casa.
-El doctor quiere estar solo -dijo Poole-. No recibe a nadie.
El día 15 volvió a intentarlo, y de nuevo se le negó la entrada. Por haberse acostumbrado durante los dos
últimos meses a ver a su amigo casi a diario, esta vuelta a la soledad le entristeció sobremanera. A la quinta
noche invitó a cenar a Guest, y a la sexta fue a ver a Lanyon.
Al menos allí se le abrieron las puertas, pero apenas hubo entrado se sorprendió al ver el cambio que
había tenido lugar en el rostro de su amigo. Llevaba impresa en la cara, de forma claramente legible, su
sentencia de muerte. El hombre antes arrebolado parecía ahora pálido, había adelgazado mucho, estaba
visiblemente más calvo y envejecido y, sin embargo, no fueron estas muestras de decadencia fisica las que
atrajeron la atención del abogado, sino la mi rada de su amigo, algo en sus gestos que parecía revelar un
terror profundamente arraigado. Era poco probable que el doctor tuviera miedo a la muerte y, sin embargo,
eso fue lo que Mr. Utterson se inclinó a sospechar.
«Sí -se dijo-, es médico. Debe de saber el estado en que se halla, debe de saber que sus días están contados.
Y ese conocimiento es superior a sus fuerzas.»
Y, sin embargo, cuando Utterson hizo una referencia a su mal aspecto, Lanyon se declaró con gran entereza
un hombre condenado a muerte.
-He sufrido un golpe del que no me repondré ya jamás -dijo-. Es cuestión de semanas. La vida ha sido
agradable. He disfrutado viviendo, sí señor. Me ha gustado. Pero a veces pienso que si supiéramos todo, no
nos importaría tanto abandonar este mundo.
-Jekyll también está enfermo -observó Utterson-. ¿Le has visto?
Lanyon cambió de expresión y levantó una mano temblorosa.
-No quiero ver nunca más a Jekyll ni volver a hablar de él -dijo en voz alta y entrecortada-. He terminado
totalmente con esa persona y te ruego que no vuelvas u mencionar su nombre en mi presencia. Por lo que a
mí respecta, ha muerto.
-¡Vaya por Dios! -dijo Utterson. Y luego, tras una pausa de duración considerable-: ¿Puedo hacer algo
por ti? -preguntó-. Nos conocemos desde hace muchos años, Lanyon, y ya no estamos en edad de hacer
amistades nuevas.
-No puedes hacer nada -contestó Lanyon-. Ve a preguntarle a él.
-No quiere verme -dijo el abogado.
-No me sorprende lo más mínimo -fue la respuesta-. Algún día, Utterson, cuando yo haya muerto, quizá
llegues a saber la verdad de lo ocurrido. Ahora no puedo decírtelo. Y mientras tanto, si puedes hablar de
otra cosa, por todo lo que más quieras, quédate y hablemos; pero si te empeñas en insistir en ese maldito
asunto, en nombre de Dios, vete, porque no puedo soportarlo.
Tan pronto como llegó a su casa, Utterson se sentó a su escritorio y escribió a Jekyll una carta en que se
quejaba de su distanciamiento y le preguntaba la causa de su rompimiento con Lanyon. Al día siguiente
recibió una larga respuesta redactada en términos unas veces patéticos y otras oscuramente misteriosos. El
rompimiento con Lanyon era, al parecer, irreversible.
«No culpo a nuestro viejo amigo -decía Jekyll en la misiva-, pero comparto con él la opinión de que no
debemos volver a vernos. He decidido llevar de ahora en adelante una vida de extremo aislamiento. No
debes sorprenderte ni dudar de mi amistad si mi puerta se te cierra algunas veces. Debes tolerar que siga mi
oscuro camino. Me he propiciado un castigo
que no puedo siquiera mencionar. Pero si soy el ma yor de los pecadores, también soy el mayor de los penitentes.
No sospechaba yo que en la tierra hubie ra lugar para tanto sufrimiento y tanto terror. No puedes
hacer sino una cosa, Utterson, que es respetar mi silencio.»
El abogado quedó asombrado. La siniestra in fluencia de Hyde había desaparecido. Jeky11 había vuelto a
sus viejas tareas y amistades. Hacía sólo una semana todo parecía sonreírle con la promesa de una vejez
alegre y respetada y ahora, en un momento, la amistad, la paz interior, su vida entera estaba destruida. Un
cambio tan súbito y radical apuntaba a la locura, pero recordando las palabras y actitud de Lanyon, pensó
que la razón debía de ser mucho más profunda.
Una semana después, el doctor Lanyon caía enfermo y en menos de una quincena había fallecido. Pocas
horas después del entierro, Utterson, extraordinariamente afectado por el suceso, se encerró en su despacho,
y sentado a la luz de la melancólica lla ma de una vela sacó y puso ante él un sobre escrito por su difunto
amigo y lacrado con su sello, en el cual se leían las siguientes palabras: «Personal. Para G. J. Utterson exclusivamente,
y, en caso de que él muera antes que yo, para que sea destruido sin que nadie lo lea». El abogado
temió fijar la vista en su contenido: «Hoy he enterrado a un amigo -se dijo-. ¿Y si este documento me
cuesta otro?».
Inmediatamente juzgó su temor deslealtad y rompió el sello. Dentro del sobre halló otro que llevaba la
siguiente inscripción: «No abrir hasta después del fallecimiento o desaparición de Henry Jekyll». Utterson
no deba crédito a sus ojos. Sí, decía «desaparición». Aquí, como en el extraño testamento que hacía tiempo
había devuelto a su autor, aparecían ligados el nombre de Henry Jekyll y la idea de desaparición. Pero en el
testamento la palabra había surgido de la perversa influencia de ese hombre lla mado Hyde; la intención en
ese caso era clara y siniestra. Pero escrita por la mano de Lanyon, ¿qué podía significar? Una enorme curiosidad
invadió al abogado; un enorme deseo de desoír la prohibición y hundirse de una vez en lo más
profundo del misterio, pero la ética profesional y la fidelidad que debía a su viejo amigo constituían un
deber ineludible, y así fue como el paquete, continuó relegado al rincón más recóndito de su caja fuerte.
Pero una cosa es mortificar la curiosidad y otra vencerla, y cabe preguntarse, por lo tanto, si desde aquel
día en adelante Utterson deseó la compañía de su amigo con el mismo entusiasmo de antes. Pensaba en él
con afecto, pero también con una mezcla de intranquilidad y temor. Iba a visitarle, naturalmente, pero quizá
se alegraba cuando se le cerraba la puerta. Quizá en el fondo de su corazón prefiriera hablar con Poole en el
umbral de la puerta y al aire libre rodeado de los ruidos de la ciudad que entrar en aquella casa donde sería
testigo de una esclavitud voluntaria, donde se sentaría a hablar con un reclu so inescrutable.
Poole, por su parte, nunca tenía noticias muy agradables que comunicarle. El doctor, al parecer, se refugiaba,
ahora más que nunca, en el gabinete del piso superior del laboratorio, donde incluso dormía algunas
noches. Estaba triste, se había vuelto muy callado y ya no leía. Parecía preocupado por algo. Utterson se
acostumbró de tal modo a estos partes que poco a poco fueron escaseando sus visitas.
 
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belzebuth666
view post Posted on 24/11/2008, 20:10




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El episodio de la ventana
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Ocurrió que un domingo en que el señor Utterson daba su acostumbrado paseo con el señor Enfield, volvieron
a recorrer aquella callejuela y, al pasar ante la puerta, ambos se detuvieron a contemplarla.
-Bueno -dijo Mr. Enfield-, al menos la historia ha terminado. Nunca volveremos a ver a Hyde. -Eso espero
-dijo Utterson-. ¿Te he dicho alguna vez que acerté a verle una vez y que sentí la misma sensación de
repugnancia de que me habías hablado?
-Es imposible verle sin experimentarla -respondió Enfield-. Y a propósito, debiste juzgarme estúpido por
no haberme dado cuenta de que esta puerta es la entrada posterior de la casa de Jekyll.
-Así que te has enterado, ¿eh? -dijo Utterson-. Pues en vista de eso, creo que podemos entrar al patio y
mirar a las ventanas. Si he de decirte la verdad, ese pobre Jekyll me tiene preocupado. Aunque sea
en la calle, creo que la presencia de un amigo puede hacerle mucho bien.
En el patio hacía mucho frío y un poco de humedad. Lo inundaba una luz prematuramente cre puscular,
pues en el cielo, muy lejano, resplandecía aún el sol del atardecer. De las tres ventanas, la del centro estaba
entreabierta, y sentado muy cerca de ella, tomando el aire, con un semblante infinitamente triste, como un
prisionero desconsolado, Utterson vio al doctor Jekyll.
-¿Qué hay, Jekyll? -exclamó -. Confio en que estés mejor.
-Me encuentro muy abatido, Utterson -replicó melancólicamente el doctor-. Muy abatido. No duraré mucho,
gracias a Dios.
-Es de tanto estar encerrado -dijo el abogado-. Deberías salir a la calle, estimular la circulación como
hacemos Enfield y yo. (Mi primo, Mr. Enfield, el doctor Jekyll.) Vamos, coge tu sombrero y ven a estirar
un poco las piernas con nosotros.
-Eres muy amable -dijo el otro, con un suspiro-. No sabes cuánto me gustaría, pero no. Es imposible. No
me atrevo. Pero me alegro de verte, Utterson. Es siempre un gran placer. Os diría que subierais a Mr. Enfield
y a ti, pero éste no es lugar para recibir visitas.
-Entonces -dijo de buen talante el abogado-, lo mejor que podemos hacer es quedarnos donde estamos y
hablar contigo desde aquí.
-Eso es precisamente lo que estaba a punto de proponerte -respondió el doctor, con una sonrisa. Pero
apenas había proferido estas palabras, cuando la sonrisa se borró de su rostro y vino a sustituirla una expresión
de un horror y una desesperanza tan abyectos que heló la sangre en las venas a los dos caballeros del
patio. Fue sólo un atisbo lo que vieron, porque la ventana se cerró inmediatamente. Pero fue más que suficiente.
Se volvieron y salieron a la calle sin decir palabra. Todavía en silencio recorrie ron la callejuela, y
sólo cuando llegaron a una calle vecina, donde a pesar de ser domingo bullían signos de vida, Mr. Utterson
se volvió y miró a su compañero. Los dos hombres estaban inmensamente pálidos y cada uno halló en los
ojos del otro la respuesta al horror que reflejaban los suyos.
-¡Que el señor se apiade de nosotros! -dijo Mr. Utterson.
Pero Mr. Enfield se limitó a asentir con gran seriedad y siguió andando en silencio.
 
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satanas1
view post Posted on 24/11/2008, 21:08




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La última noche
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Eseñor Utterson estaba sentado junto a su chimenea una noche después de la cena, cuando le sorprendió
la visita de Poole.
-¡Caramba, Poole! ¿Qué le trae por aquí? -exclamó.
Y luego, tras estudiarle con detenimiento, añadió:
-¿Qué pasa? ¿Está enfermo el doctor?
-Mr. Utterson -dijo el mayordomo -. Ocurre algo extraño.
-Siéntese y tome una copa de vino -dijo el abogado-. Vamos a ver. Póngase cómodo y dígame cla ramente
qué es lo que quiere.
-Usted ya sabe cómo es el doctor, señor -replicó Poole -, y cómo a veces se aísla de todos. Pues verá, ha
vuelto a encerrarse en su gabinete y esta vez no me gusta, señor. Que Dios me perdone, pero no me gusta
nada. Mr. Utterson, tengo miedo.
-Vamos, vamos, buen hombre -dijo el abogado-. Sea un poco más explícito. ¿De qué tiene miedo? -Hace
como una semana que vengo temiéndome algo -respondió Poole, haciendo caso omiso tercamente de la
pregunta- y no puedo aguantarlo más. El aspecto de aquel hombre corroboraba amplia mente sus palabras.
Su porte se había deteriorado y, a excepción del momento en que anunció su miedo por primera vez, no
había mirado de frente ni una sola vez al abogado. Aun ahora permanecía sentado, con la copa de vino, que
no había probado, apoyada en las rodillas y la mirada fija en un rincón de la habitación.
-No puedo soportarlo por más tiempo -repitió. -Vamos, vamos -dijo el abogado-. Ya veo que tiene usted
motivo para preocuparse, Poole. Entiendo que pasa algo muy grave. Trate de decirme de qué se trata.
-Creo que en esto hay algo sucio -dijo Poole con voz enronquecida.
-¡Algo sucio! -exclamó el abogado bastante asustado y, en consecuencia, propenso a la irritación-. ¿Qué
quiere decir con eso? ¿A qué se refiere usted?
-No me atrevo a decírselo, señor -fue la respuesta-. Pero, ¿quiere venir conmigo y verlo con sus propios
ojos?
La respuesta de Utterson consistió en levantarse y tomar su abrigo y su sombrero, pero aun así tuvo tiempo
de observar con asombro el enorme alivio que reflejó el rostro del mayordomo y de constatar, quizá con
un asombro mayor todavía, que no había probado el vino cuando se levantó para seguirle. Era una noche
inhóspita, fría, propia del mes de. marzo que corría. Una luna pálida yacía de espaldas sobre el cielo como
si el viento la hubiera tumbado, náufraga en un mar surcado por nubes ligeras y algodonosas. El viento dificultaba
la conversación y atraía la sangre a los rostros de los dos hombres. Parecía haber hecho huir a los
transeúntes hasta tal punto que Mr. Utterson se dijo que jamás había visto aquel barrio tan desierto. Habría
deseado que no fuera así. Nunca en su vida había sentido un deseo más agudo de ver y tocar a sus semejantes,
pues por más que trataba de dominarlo había brotado en su mente una especie de presentimiento que
anunciaba una catástrofe inevitable.
En la plaza, cuando llegaron a ella, reinaban el viento y el polvo, y los frágiles arbolillos del jardín azotaban
como látigos la verja de la entrada. Poole, que se había mantenido durante todo el camino un paso o
dos a la cabeza de su acompañante, se detuvo ahora en medio de la acera y, a pesar de la crudeza del frío,
se quitó el sombrero y se enjugó con un pañuelo rojo el sudor que perlaba su frente, un sudor que, a pesar
del apresuramiento con que habían venido, no era consecuencia del esfuerzo, sino dula angustia que le atenazaba,
porque su rostro estaba blanco, y cuando hablaba lo hacía con voz áspera y entrecortada.
-Bueno -dijo-, ya hemos llegado. Quiera Dios que no haya pasado nada.
-Así sea, Poole -dijo el abogado.
Un momento después, ya en la entrada, el sirviente llamó con aire cauteloso. La puerta se abrió todo lo
que permitía la cadena de seguridad y una vez preguntó desde el interior:
-¿Eres tú, Poole?
-No temas -dijo éste-. Abre la puerta.
Pasaron al salón, que estaba brillantemente iluminado. El fuego ardía en la chimenea, alrededor de la cual
se habían reunido todos los criados, hombres y mujeres, apiñados como un rebaño de ovejas. Al ver a Mr.
Utterson, la doncella prorrumpió en un gimoteo histérico, mientras que el cocinero echó a correr hacia Mr.
Utterson como si fuera a estrecharle entre sus brazos, gritando:
-¡Que Dios sea alabado! ¡Si es Mr. Utterson! -¿Qué pasa? ¿Qué hacen ustedes aquí? -dijo el abogado, de
mal talante-. Esto me parece muy irre gular. A su amo no va a gustarle nada.
-Tienen miedo -dijo Poole.
Siguió un silencio vacío en que nadie elevó una sola protesta. Sólo la doncella, que ahora lloraba en voz alta.
-¡Cállate! -le dijo Poole en un tono feroz que delataba el estado de sus nervios.
Lo cierto es que al elevar la muchacha el tono de su lamentación, todos habían echado a correr hacia la puerta que daba al interior de la casa con rostros llenos de temerosa ansiedad.
-Y ahora -continuó el mayordomo, dirigiéndose al pinche- trae una vela y acabemos con este asunto de una vez.
A renglón seguido, pidió a Mr. Utterson que le siguiera y le guió al jardín posterior.
-Por favor, señor -dijo-. Entre lo más silenciosamente que pueda. Quiero que pueda oír sin que le oigan a usted. Y recuerde; si por casualidad le pide que entre, no lo haga.
Ante esta inesperada conclusión, los nervios de Utterson sufrieron tal sacudida que a punto estuvo de
perder el equilibrio, pero logró recobrar la seguridad y siguió al mayordomo al edificio del labora torio.
Atravesaron la sala de disección con su acumulación de frascos y cajones y llegaron al pie de la escalera.
Allí Poole le hizo señas de que se hiciera a un lado y escuchase, mientras él, por su parte, después de dejar
la vela y apelar a toda su valentía, subía los escalones y llamaba con mano incierta en el fieltro rojo de la puerta del gabinete.
-Mr. Utterson quiere verle, señor -dijo. Y mientras hablaba hizo señas, una vez más, al abogado para que escuchara.
Una voz quejumbrosa respondió desde el interior: -Dile que no puedo ver a nadie.
-Gracias, señor -dijo Poole, con un cierto tono de triunfo en la voz, y volviéndose a tomar la palmatoria
condujo de nuevo a Utterson, a través del jardín, hasta la enorme cocina donde el fuego estaba apagado y las cucarachas corrían libremente por el suelo.
-Señor -dijo, mirando directamente a Utterson-, ¿era ésa la voz de mi amo?
-Parecía muy cambiada -replicó al mayordomo muy pálido, pero devolviéndole la mirada. -¿Cambiada?
Sí, supongo que sí -dijo Poole-. ¿Cree usted que después de servir en esta casa veinte años puedo confundir
su voz? No señor, al amo le han matado. Le mataron hace ocho días, cuando le oímos invocar a Dios, y quién está ahí en su lugar y por qué está ahí es algo que clama al cielo, Mr. Utterson.
-Es una historia muy extraña, Poole. Más bien diría que descabellada -dijo Mr. Utterson
mordisqueando
la punta de uno de sus dedos-. Supongamos que haya ocurrido lo que usted imagina;supongamos que Jekyll ha sido, bien, digámoslo claramente, asesinado, ¿qué podría impulsar al asesino a permanecer en el lugar del crimen? Es absurdo. No tiene sentido.
-Mr. Utterson, usted es hombre difícil de convencer, pero verá cómo lo consigo -dijo Poole-. Toda la semana
pasada (debo informarle de ello) el hombre, o lo que sea, que vive en ese gabinete ha estado pidiendo
a gritos noche y día una medicina que no puedo conseguir en la forma que él desea. A veces mi amo solía
escribir sus encargos en un papel que dejaba en el suelo de la escalera. Pues eso es todo lo que he visto la
semana pasada: papeles y más papeles, una puerta cerrada y bandejas con comida que dejamos junto a la
puerta y él introduce en el gabinete cuando nadie le ve. Diariamente, y hasta dos o tres veces por día, he
oído órdenes y quejas y me ha mandado a la mayor velocidad posible a todas las boticas de la ciudad donde
se expende al por mayor. Cada vez que traía lo que me pedía, me respondía con otro papel diciéndome que
devolviera la droga porque no era pura, y enviándome a otra botica diferente. Necesita esa medicina urgentemente,
señor, él sabrá para qué.
-¿Tiene usted alguno de esos papeles? -dijo Mr. Utterson.
Poole se metió una mano en el bolsillo y le entre gó al abogado una nota arrugada que éste leyó, inclinándose
sobre la vela. Decía lo siguiente: «El doctor Jekyll saluda a los señores Maw. Les asegura que la
última remesa del producto solicitado es impura y, por lo tanto, inútil para el fin a que lo destine. En el año
de 18..., el doctor Jekyll compró a los señores Maw una gran cantidad del mencionado producto. Les ruega
que busquen con la mayor atención entre sus existencias con el fin de ver si quedara parte de aquella remesa
en sus almacenes y, de ser así, se lo envíen sin la menor dilación. El precio no constituirá ningún obstáculo.
Por mucho que insista, no puedo exagerar la importancia que esto reviste para el doctor Jekyll». Hasta
aquí la carta había sido redactada con compostura, pero de pronto las emociones de su autor se habían desatado
con un súbito garrapatear de la pluma: «¡Por lo que más quieran, busquen aquella remesa!».
-Es una nota muy extraña -dijo Mr. Utterson. Y luego, de improviso, añadió-: ¿Cómo es que estaba abierta?
-El empleado de Maw se puso furioso, señor, y me la arrojó a la cara como si fuera basura -respondió Poole.
-Es, sin lugar a dudas, de puño y letra del doctor -continuó el abogado.
-Eso me pareció -dijo el sirviente, bastante malhumorado. Y luego, con la voz cambiada, continuó-: Pero, ¿qué importa la letra? Yo le he visto.
-¿Que le ha visto? -repitió el señor Utterson-. ¿Y bien?
-Verá usted, ocurrió lo siguiente -dijo Poole -. Yo entré al edificio del laboratorio desde el jardín. Al parecer,
él había salido del gabinete a hurtadillas para buscar esa medicina o lo que sea, porque la puerta del
gabinete estaba abierta y él se hallaba al fondo de la sala de disección buscando entre las cajas. No le vi
más que un minuto, pero los cabellos se me erizaron como púas. Señor, si era mi amo, ¿por qué llevaba el
rostro oculto tras una máscara? Si era el doctor, ¿por qué gritó como una rata y huyó de mí? Le he servido
durante muchos años. Y luego...
El mayordomo se interrumpió y se pasó una mano por el rostro.
-Las circunstancias son muy extrañas -dijo Mr. Utterson-, pero creo que empiezo a ver claro. Su amo,
Poole, padece evidentemente de una de esas enfermedades que torturan al que las sufre y al mis mo tiempo
le deforman. De ahí, supongo yo, la alteración de su voz, el ocultarse el rostro y el hecho de que no quiera
ver a sus amigos; de ahí su ansiedad por hallar esa medicina en la que el pobre hombre ha puesto sus esperanzas
de recuperación. Ojalá que no se engañe. Ésa es la explicación que yo le doy al caso. Es triste, Poole,
el caso, y digno de consternación, pero todo es sencillo, natural y lógico, y nos libera de temores desorbitados.
-Señor -dijo el mayordomo, mientras cubría su rostro una palidez marmórea-, ése no era mi amo, y le digo
la verdad. Mi amo -al llegar a este punto miró a su alrededor y comenzó a susurrar- es un hombre alto y
bien proporcionado, y éste era un enano.
Utterson trató de protestar.
-Señor -exclamó Poole -, ¿cree que no conozco a mi amo después de veinte años de estar a su servicio?
¿Cree que no sé a qué altura llega exactamente su cabeza con respecto a la puerta del gabinete donde le he
visto cada mañana durante este tiempo? No señor. Ese hombre del antifaz no era el doctor Jekyll. Dios
.sabe quién sería, pero no era él, y en el fondo de mi corazón creo que se ha cometido un crimen.
-Poole -replicó el abogado-. Si usted afirma eso, mi deber es asegurarme. Por más que quiero respetar los
deseos de su amo, por más que me choque esa nota que parece indicar que se halla todavía vivo, considero
mi deber echar abajo esa puerta.
-¡Así se habla, Mr. Utterson! -exclamó el mayordomo.
-Y ahora nos enfrentamos con el segundo dilema -continuó Utterson-. ¿Quién va a hacerlo? -¿Cómo? Usted
y yo, naturalmente, señor -fue la inequívoca respuesta.
-Muy bien dicho -respondió el abogado-, y pase lo que pase yo me encargo de que no le culpen a usted de nada.
-En la sala de disección hay un hacha -dijo Poole-. Usted puede utilizar el atizador de la cocina.
El abogado tomó en sus manos el rudo y pesado instrumento y lo blandió en el aire.
-¿Se da cuenta, Poole -dijo, levantando la vista-, de que usted y yo vamos a colocarnos en una situación peligrosa?
-Desde luego, señor -respondió el mayordomo.
-Entonces será mejor que seamos francos -dijo Utterson-. Ambos imaginamos más de lo que hemos dicho.
Hablemos con toda sinceridad. Esa figura enmascarada que vio, ¿la reconoció usted?
-Verá. Sucedió todo tan deprisa y aquella criatura estaba tan encogida sobre sí misma que apenas puedo
asegurarlo -fue la respuesta-. Pero, ¿quiere usted decir que si era Mr. Hyde? Pues sí, creo que sí. Verá. Era
de su misma estatura y tenía la vivacidad y ligereza que le caracterizan. Por otra parte, ¿qué otra persona
podía entrar por la puerta del laboratorio? ¿Ha olvidado usted, señor, que cuando suce
dió el crimen él aún tenía la llave? Pero eso no es todo. No sé, Mr. Utterson, si ha visto usted alguna vez a Mr. Hyde.
-Sí -dijo el abogado-. He hablado con él alguna vez.
-Entonces sabrá tan bien como todos nosotros que en ese hombre había algo raro, algo que inspiraba repugnancia.
No sé muy bien cómo describirlo, pero lo cierto es que al verlo le recorría a uno la mé dula un
estremecimiento frío.
-Reconozco que yo mismo experimenté una sensación similar a la que usted describe -dijo Mr. Utterson.
-No me extraña, señor -contestó Poole-. Pues cuando esa criatura enmascarada, más semejante a un simio
que a un hombre, saltó de entre las cajas de productos químicos y se introdujo en el gabinete, me recorrió la
columna vertebral algo muy semejante al hielo. Sé que no prueba nada, Mr. Utterson. Soy lo bastante instruido
como para saber eso, pero cada hombre tiene sus presentimientos, y yo le juro por la Biblia que ése era Mr. Hyde.
-Mucho me temo -dijo el abogado- que me inclino a darle la razón y que mis temores van también en esa
dirección. De esa relación no podía salir nada bueno. Sí, la verdad es que le creo. Creo que han
matado al
pobre Harry y creo que su asesino sigue aún oculto en el cuarto de la víctima, Dios sabe con qué fines. Pues
bien, nosotros le vengaremos. Llame usted a Bradshaw.
El lacayo acudió a la llamada extremadamente pálido y nervioso.
-Tranquilícese, Bradshaw -dijo el abogado-. Este misterio les está afectando mucho a todos, pero nuestro
propósito es solucionar este asunto. Poole y yo vamos a entrar por la fuerza en el gabinete. Si no ha ocurrido
nada, yo cargaré con toda la responsabilidad. Mientras tanto, por si algo va mal o alguien trata de escapar
por la puerta trasera, usted y el pin che se apostarán junto a la entrada del laboratorio armados con un
par de garrotes. Les damos diez minutos para que acudan a sus puestos.
En el momento en que salió Bradshaw, el abogado miró su reloj.
-Y ahora, Poole, vamos nosotros al nuestro -dijo, y colocándose el atizador bajo el brazo se dirigió al jardín.
Las nubes habían cubierto la luna y reinaba una oscuridad absoluta. El viento, que penetraba a ráfagas
y golpes en aquel edificio que semejaba un pozo oscuro, hacía oscilar la llama de la vela al paso de los dos
hombres hasta que entraron en el edificio del laboratorio, en cuyo interior se sentaron a esperar en silencio.
Londres zumbaba solemnemente a su alrededor, pero allí cerca sólo rompía el silencio el sonido de unos pasos que recorrían sin cesar el gabinete.
-Así está todo el día, señor -susurró Poole-, y casi toda la noche. Sólo se detiene cuando llega una nueva
muestra de la botica. Es la conciencia, que no le deja descansar. En cada paso de los suyos hay san
gre cruelmente derramada. Pero oiga otra vez con atención, escuche con toda su alma y dígame si es ése el andar del doctor.
Los pasos sonaban extraños, preñados de cierto brío a pesar de su lentitud. Eran, evidentemente, muy distintos
del andar recio y pesado de Henry Jekyll. Utterson suspiró.
-¿Ha ocurrido algo más? -preguntó. Poole asintió.
-Un día -dijo-, un día le oí llorar.
-¿Llorar? ¿Qué me dice? -exlamó el abogado sintiendo un súbito escalofrío de terror.
-Lloraba como una mujer o un alma en pena -dijo el mayordomo -. Me inspiró tal lástima que a punto estuve de llorar yo también.
Pero los diez minutos llegaron a su fin. Poole desenterró el hacha, que estaba cubierta por un montón de
paja de embalar, depositó la palmatoria sobre una mesa cercana para que les iluminara en el curso del ataque
y los dos hombres se acercaron conteniendo la respiración al lugar donde esos pies pacientes seguían
recorriendo el gabinete de arriba abajo, de abajo arriba, en medio del silencio de la noche.
-Jekyll -dijo Utterson, en voz muy alta-. Exijo que me abras inmediatamente.
Hizo una pausa durante la cual no hubo respuesta.
-Te advierto que abrigamos sospechas. Tengo que verte y te veré -continuó-, si no por las buenas, por las
malas; si no con tu consentimiento, por la fuerza.
-Utterson -dijo la voz-, por Dios te lo pido. Ten piedad.
-Ésa no es la voz de Jekyll, es la de Hyde -exclamó Utterson-. Echemos la puerta abajo, Poole.
El mayordomo blandió el hacha. El golpe conmovió el edificio y la puerta tapizada de fieltro rojo saltó
contra la cerradura y los goznes. Un gruñido desmayado de terror animal surgió del gabinete. Otra vez se
elevó el hacha y otra vez descargó el golpe. El filo se hundió en la madera y crujió el marco de la puerta.
Cuatro veces cayó el hacha, pero la puerta era fuerte y estaba bien hecha. Hasta el quinto golpe no se reventó
la cerradura y la puerta, astillada, cayó al interior de la habitación, sobre la alfombra.
Los sitiadores, asustados del ruido que habían provocado y del silencio que sucediera a éste, dieron un
paso atrás y miraron hacia el interior. Ante sus ojos estaba el gabinete iluminado por la serena luz de una
lámpara. Un buen fuego crepitaba en la chimenea, en la tetera el hervor del agua entonaba su tenue canción,
un cajón o dos abiertos, unos documentos cuidadosamente extendidos sobre el escritorio y, junto al hogar,
el juego de té preparado para ser utilizado. A no ser por las vitrinas de cristal llenas de productos químicos,
se diría que era la habitación más tranquila y normal de todo Londres.
En el centro del gabinete yacía el cuerpo de un hombre contorsionado por el dolor y que aún se retorcía
espasmódicamente. Se acercaron a él de puntillas, le dieron la vuelta y se hallaron ante el rostro de Edward
Hyde. Llevaba un traje demasiado grande para él, un traje de la talla del doctor. Los músculos de su rostro
se movían aún débilmente, pero la vida le había abandonado ya, y de la ampolla que aferraba en su mano y
el fuerte olor a almendras que flotaba en la habitación, Utterson dedujo que se hallaban ante el cuerpo de un suicida.
-Hemos llegado demasiado tarde -dijo gravemente- para salvar o para castigar. Hyde ha dado cuenta de
sus acciones y a nosotros sólo nos resta encontrar el cadáver de su amo, Poole.
Ocupaba la mayor parte de aquel edificio el quirófano o sala de disección que llenaba casi la totalidad de
la planta baja y estaba iluminado desde el techo y desde el gabinete. Este último formaba al fondo un segundo
piso y sus ventanas se abrían al patio. Unía el quirófano con la puerta que daba al callejón un pequeño
corredor que comunicaba a su vez con el gabinete por medio de un segundo tramo de escalones. Constaba
además el edificio de unos cuantos cuartos oscuros y un espacioso sótano. Todo ello fue debidamente
registrado. Una sola mirada bastó para examinar los cuartos, que estaban vacíos y que, a juzgar por el polvo
acumulado en sus puertas, no habían sido abiertos en largo tiempo. El sótano estaba lleno de trastos y cachivaches
inservibles, la mayoría de los cuales habían pertenecido al cirujano que precediera a Jekyll en la
posesión del edificio, pero pronto se dieron cuenta de que era inútil registrarlo, pues no bien abrieron la
puerta cayó sobre ellos una espesa cortina de tela de araña que durante años había sellado la entrada. En
ninguna parte hallaron el menor rastro de Henry Jekyll, ni vivo ni muerto.
Poole dio unos golpes con el pie sobre las losas del corredor.
-Tiene que estar enterrado aquí -dijo, mientras escuchaba atentamente.
-O quizá haya huido -dijo Utterson, que, a renglón seguido, se volvió para examinar la puerta que daba al
callejón. Estaba cerrada, y muy cerca de ella, sobre las losas, hallaron la llave cubierta ya de moho.
-No parece que la hayan usado en mucho tiempo -observó el abogado.
-¿Usarla? -dijo Poole como un eco-. ¿No ve, señor, que está rota? Como si alguien la hubiera partido con
el pie.
-Es verdad -continuó Utterson-, y los lugares por donde se ha quebrado están también oxidados. Los dos se miraron con el temor en los ojos.
-No logro entenderlo, Poole -dijo el abogado-. Volvamos al gabinete.
Subieron la escalera en silencio y, no sin arrojar de vez en cuando una medrosa mirada al cadáver, emprendieron
un meticuloso registro de la habitación. Sobre una mesa en que se había efectuado algún exp erimento
químico había, en unos platillos de cristal, sendos montones de una sal de color blanco cuidadosamente
medidos y como dispuestos para algún menester que el infortunado doctor no había tenido tiempo de
llevar a cabo.
-Ésta es la medicina que yo le traía continuamente -dijo Poole, y mientras hablaba, el agua que hervía
junto al fuego rebosó del recipiente con un sonido que les estremeció.
El incidente les atrajo a la chimenea. Alguien había acercado al fuego un sillón que ofrecía un aspecto
extraordinariamente acogedor, con el servicio de té muy próximo a uno de sus brazos y todo preparado,
hasta tal punto que el azúcar esperaba ya en la ' taza. En un estante había varios libros y otro yacía, abierto,
junto al servicio de té. Utterson se sorprendió al ver que se trataba de una obra de devoción que Jekyll
tenía en gran estima y que ahora estaba cuajada de horribles blasfemias que mostraban la caligrafía del doctor.
Los dos homb res continuaron el registro de la habitación y llegaron ante el espejo de cuerpo entero al
fondo del cual miraron con involuntario horror. Pero estaba colocado de tal modo que no mostraba sino el
resplandor rosado que danzaba en el techo, el fuego cien veces reflejado en las lunas de cristal de los armarios
y sus rostros, pálidos y temerosos, asomados a su interior.
-Este espejo ha visto cosas muy extrañas, señor -susurró Poole.
-La más extraña de todas es, sin duda, este espejo mismo -respondió el abogado en el mismo tono-. Porque,
¿para qué querría Jekyll (y al pronunciar este nombre se calló estremecido, aunque al mo mento, sobreponiéndose
a su debilidad, continuó), para qué querría Jekyll este espejo?
-Tiene usted razón -dijo Poole.
Examinaron después el escritorio. En primer pla no, entre los papeles cuidadosamente ordenados que lo
cubrían, se hallaba un sobre escrito por Jekyll y dirigido a Mr. Utterson. El abogado lo abrió y varios sobres
más pequeños cayeron al suelo. El primero contenía un documento redactado en los mismos términos que
el que Utterson había devuelto a su amigo hacía ya seis meses y que debía servir como testamento en caso
de muerte y como acta de donación en caso de desaparición, pero en lugar del nombre de Edward Hyde el
abogado leyó con indescriptible asombro el nombre de Gabriel John Utterson. Miró a Poole, otra vez al
documento y, finalmente, al cuerpo del malhechor que yacía sobre la alfombra.
-No entiendo una sola palabra -dijo-. Este hombre ha estado aquí todos estos días como amo y señor. No
tenía motivo para abrigar ninguna simpatía hacia mí; al contrario, debe de haber rabiado al verse reemplazado en el testamento y,, sin embargo, no lo ha destruido.
Cogió el siguiente documento. Se trataba de una breve nota de puño y letra del doctor y encabezada por la fecha del día en curso.
-¡Poole! -exclamó el abogado-. ¡Hoy mismo ha estado aquí! No pueden haber hecho desaparecer su
cuerpo en tan poco tiempo. Puede estar vivo, puede haber huido. Pero, ¿por qué tenía que huir? Y en caso
de que lo haya hecho, ¿podemos aventurarnos a calificar a esto de suicidio? Hemos de obrar con extrema cautela. Preveo que su amo aún pueda verse complicado en un terrible escándalo.
-¿Por qué no la lee, señor? -preguntó Poole. -Porque tengo miedo -replicó gravemente el abogado-. Dios quiera que sea infundado.
Tras decir esto fijó la vista en el documento y leyó lo siguiente:
«Mi querido Utterson: Cuando esta nota llegue a tus manos, habré desaparecido. No
puedo predecir bajo qué circunstancias, pero mi instinto y lo desesperado de mi situación
me dicen que el final está próximo y debe ocurrir pronto. Lee primero el escrito que Lanyon
me avisó iba a poner en tus manos, y si quieres saber más acude a la confesión de tu
indigno y desgraciado amigo, Henry Jekyll»
-¿Hay un tercer documento?- preguntó Utterson.
-Aquí tiene, señor -dijo Poole, mientras le alargaba un sobre de dimensiones considerables lacrado en varios lugares.
El abogado se lo metió en el bolsillo.
-Yo no hablaría a nadie de este documento. Si su amo ha huido o ha muerto, al menos podemos salvar su
reputación. Son las diez. Tengo que ir a casa para leer todo esto con tranquilidad, pero volveré antes de la medianoche y llamaremos a la policía.
Salieron cerrando la puerta del quirófano tras ellos, y Utterson, dejando una vez más a toda la servidumbre
reunida en torno a la chimenea del salón, volvió a su despacho para leer los dos documentos con
los que esperaba quedara aclarado el misterio.
 
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belzebuth666
view post Posted on 24/11/2008, 21:29




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La narración del doctor Lanyon
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El 9 de enero, hace hoy cuatro días, recibí en el correo de la tarde un sobre certificado escrito por mi colega
y compañero de estudios Henry Jekyll. El hecho me sorprendió en sumo grado, pues no teníamos costumbre
de comunicarnos por correspondencia. Le había visto e incluso había cenado con él la noche anterior
y no había motivo alguno que justificara la formalidad de certificar la misiva. Mi sorpresa aumentó al
leerla, pues decía lo siguiente:
« 10 de diciembre de 18...
»Mi querido Lanyon:
»Eres uno de mis amigos más antiguos y, aunque a veces hemos diferido con respecto a cuestiones científicas,
no recuerdo, al menos por mi parte, que por ello haya disminuido nunca un ápice el afecto
que nos une. No ha habido un solo día en que si tú me hubieras dicho: "Jekyll, mi vida, mi honor, mi razón
dependen de ti", yo no habría dado mi mano derecha por ayudarte. Pues bien, Lanyon, mi vida, mi honor, mi razón dependen de ti. Si tú no me ayudas, estoy perdido. Supondrás, tras leer este prefacio, que voy a pedirte que hagas algo deshonroso. Juzga por ti mismo.
»Quiero que aplaces cualquier compromiso que tengas para esta noche, sea cual fuere, aunque se trate de acudir junto al lecho de un emperador. Que tomes un coche, a menos que esté tu carruaje esperándote a la puerta, y que con esta misiva en la mano vayas directamente a mi casa. He dado a Poole, el mayordomo, las órdenes oportunas. A tu llegada le encontrarás esperándote en compañía de un cerrajero. Forzaréis la puerta
de mi gabinete, entrarás en él tú solo, abrirás la vitrina situada a mano izquierda, la que va señalada con la letra E, saltando la cerradura si es que la encuentras cerrada con llave, y sacarás con todo su contenido tal y como lo encuentres el cuarto cajón empezando por arriba, que es el tercero a partir del último de abajo. En mi extrema angustia, tengo un pánico morboso a equivocarme al darte las instrucciones, pero aun si me equivoco sabrás que es el cajón de que te hablo por su contenido, que consiste en unos polvos, una ampolla y un cuaderno.
»Te ruego que te lleves ese cajón a la plaza de Ca vendish tal como lo encuentres.
»Ésa es la primera parte del favor. Paso a detallar la segunda. Si sigues mis instrucciones, nada más recibir esta misiva, te hallarás de vuelta en tu casa mucho antes de la medianoche. Quiero dejar un margen de tiempo suficiente, no sólo por temor de que surja uno de esos obstáculos que no pueden ni evitarse ni preverse, sino también porque lo que te resta por hacer es preferible que lo hagas a una hora en que la servidumbre se halle ya acostada.
»A medianoche, por lo tanto, te pido que estés solo en tu sala de consulta, que abras por ti mismo la puerta
a un hombre que se presentará en mi nombre y que le entregues el cajón que habrás sacado de mi gabinete.
Con esto me habrás hecho un gran favor y tendrás mi eterna gratitud. Cinco minutos después, si insistes
en recibir una explicación, habrás comprendido que dichas acciones eran de capital importancia y que, de
omitir cualquiera de ellas, por fantásticas que puedan parecerte, pesaría sobre tu conciencia mi muerte o la pérdida de mi razón.
»Aunque confío en que no dudarás en atender mi ruego, mi corazón se angustia y mi mano tiembla sólo
de pensar en tal posibilidad. Quiero que sepas que en estos momentos estoy en un lugar extraño hundido en
una pesadumbre que ni la imaginación más descabellada podría concebir, sabedor, sin embargo, de que si
atiendes puntualmente mi ruego, mis cuitas serán cosa del pasado como la historia que el narrador termina y los oyentes olvidan. Atiende mi petición, querido Lanyon, y ayúdame.
»Tu amigo, H. J.
»Postdata: Ya había cerrado el sobre cuando un nuevo horror se adueñó de mi espíritu. Es posible que el correo se retrase y que esta misiva no llegue hasta mañana por la mañana. En ese caso, mi querido Lanyon, haz lo que te pido en el momento del día en que te sea más conveniente y espera a mi mensajero a la medianoche de mañana. Es posible que para entonces sea ya demasiado tarde. Si la noche pasa sin que recibas la visita de mi enviado, sabrás que ya nunca volverás a ver a Henry Jekyll.»
Cuando acabé de leer esta carta llegué al convencimiento de que mi amigo se había vuelto loco, pero hasta que el hecho quedara demostrado sin sombra de duda, me sentí obligado a hacer lo que me pedía. Si no entendía una palabra de todo ese fárrago, me nos podía juzgar su importancia; pero, naturalmente, no podía desoír un ruego redactado en esos términos sin grave responsabilidad por mi parte.
Así pues, me levanté de la mesa, tomé un coche y me dirigí directamente a casa de Jekyll. Su mayordomo esperaba mi llegada. Había recibido en el mismo correo que yo una carta certificada con las instrucciones
y al punto había enviado a buscar a un cerrajero y un carpintero. Uno y otro llegaron mientras el
mayordomo y yo seguíamos hablando, y los cuatro nos dirigimos como un solo hombre al quirófano, que
constituye el camino más directo (como sin duda recordarás) al gabinete privado de Jekyll. La puerta era
maciza y la cerradura excelente. El carpintero nos aseguró que haría un gran destrozo si empleaba la fuerza
y el cerrajero se desesperó al ver la magnitud de la tarea que le esperaba. Pero por suerte era hombre mañoso,
y después de dos horas de aplicarse al trabajo con ahínco, logró abrir la puerta. La vitrina ma rcada con
la letra E no estaba cerrada con llave. Saqué el cajón en cuestión, hice que lo rellenaran de paja y lo envolvieran en una sábana y regresé con él a la plaza de Cavendish.
Allí examiné su contenido. Los sobrecitos que contenían los polvos estaban bastante bien hechos, pero no
con la meticulosidad que caracteriza a un farmacéutico profesional, de lo que deduje que los había fabricado el mismo Jekyll, y al abrir uno de los sobres hallé que contenían lo que me parecieron simples sales cristalinas de color blanco. La ampolla en la que concentré después mi atención estaba llena aproximadamente
hasta la mitad de un líquido color rojo sangre de olor muy penetrante y que, a mi entender, consistía en fósforo y un éter volátil. Qué otros ingredientes podía contener, no sabría decirlo. El cuaderno era de los más corrientes, y apenas había escrito en él más que una serie de fechas.
Abarcaban éstas un período de muchos años, pero observé que las anotaciones se interrumpían en una fecha
correspondiente al año anterior y de una manera muy abrupta. De vez en cuando había junto a la fecha una breve anotación consistente por lo general en una sola palabra, «doble», que aparecía sólo unas seis
veces entre cientos de fechas. En una ocasión, al comienzo de la lista, decía entre varios signos de exclamación: «¡¡¡Fracaso total!!!»
Todo esto, aunque naturalmente espoleó mi curiosidad, me dijo muy poca cosa en definitiva. Tenía en
mis manos una ampolla que contenía determinada solución y las anotaciones relativas a una serie de experimentos
que no habían conducido (como tantas de las investigaciones que había emprendido Jekyll) a ninguna
utilidad práctica. ¿Cómo podía afectar la presencia de tales objetos en mi casa al honor, la cordura o la
vida de mi arrebatado colega? Si el hombre que me enviaba a modo de mensajero podía venir a mi casa,
¿por qué no podía ir igualmente a la suya? Y si había algún motivo que le impidiera hacerlo, ¿por qué tenía que recibirle yo en secreto?
Cuanto más reflexionaba más me convencía de que me hallaba ante un caso de enfermedad mental, y
aunque efectivamente mandé a la servidumbre que se retirara, cargué mi pistola para hallarme en disposición de defenderme si llegaba el caso de hacerlo.
Apenas acababan de dar las doce en los relojes de Londres cuando sonó quedamente el llamador de la puerta. Acudí a abrir y hallé a un hombre de corta estatura agazapado entre las columnas del pórtico. -
¿Viene usted de parte del doctor Jekyll? -le pre gunté.
Me respondió que sí con un ademán cohibido, y cuando le rogué que pasara no lo hizo sin antes lanzar
una mirada por encima del hombro hacia la oscuridad de la plaza. A poca distancia pasaba un policía con la
linterna encendida y me pareció que, al verlo, mi visitante se sobresaltaba y se apresuraba a pasar al interior.
Confieso que estos detalles me sorprendieron desagradablemente y que mantuve en todo momento la
mano sobre la culata del arma mientras le seguía hacia la sala de consulta, que estaba brillantemente iluminada.
Allí al menos pude contemplarle a mis anchas. Era la primera vez que le veía, de eso estaba seguro.
Como ya he dicho, era de corta estatura. Me sorprendió además en él la expresión extraña de su rostro, la
rara combinación de actividad muscular y aparente debilidad de constitución y, finalmente, pero no en menor
grado, el extraño malestar que causaba su proximidad. Provocaba algo semejante a un escalofrío incipiente
al que acompañaba una notable disminución del pulso. En aquel momento lo achaqué a una repugnancia
puramente natural y de idiosincrasia, y simplemente me asombré ante lo agudo de los síntomas. Pero
desde entonces he hallado motivos suficientes para creer que la causa era mucho más profunda, que se
enraizaba en la naturaleza misma del hombre y que respondía a algo mucho más noble que el simple principio
del odio. Aquel hombre (que desde el momento en que había traspuesto el umbral de la puerta había
despertado en mí una curiosidad llena de disgusto) iba vestido de tal modo que habría hecho reír a una persona
normal. El traje que llevaba, aunque de un tejido sobrio y elegante, le venía enormemente grande allá
por donde se le mirase. Llevaba los bajos de los pantalones enrollados para que no le arrastrasen por el suelo,
la cintura de la chaqueta le quedaba por debajo de las caderas y las solapas le resbalaban por los hombros.
Por raro que parezca, esta extraña indumentaria no movía a risa. Muy al contrario, por haber algo de
anormal y contrahecho en la esencia misma de la criatura que tenía ante mis ojos -algo que chocaba, sorprendía
y repugnaba-, esa disparidad parecía encajar con su personalidad y reforzarla de tal modo que a mi
interés por la naturaleza y carácter de aquel hombre vino a añadirse la curiosidad con respecto a su origen, su vida, su fortuna y la posición que ocupaba en el mundo.
Todas estas reflexiones que tanto tiempo me ha llevado describir desfilaron por mi mente en el espacio de pocos segundos. Animaba sin duda a mi visitante el fuego de una excitación sombría.
-¿Lo tiene? -exclamó -. ¿Lo tiene?
Y tan fuerte era su impaciencia que hasta posó una mano sobre mi brazo y trató de sacudirlo. Yo le rechacé al notar en mis venas algo así como un latido helado.
-Caballero -le dije-, olvida usted que no tengo el placer de conocerle. Siéntese, haga el favor.
Para darle ejemplo, me instalé yo mismo en mi sillón acostumbrado y traté de adoptar la actitud que
habría mostrado con cualquiera de mis pacientes hasta el grado que me lo permitía lo avanzado de la hora, la naturaleza de mis preocupaciones y el horror que me inspiraba el visitante.
-Le ruego me disculpe, doctor Lanyon -replicó, ya de mejor talante-. Tiene usted mucha razón en lo que
dice. Pero mi impaciencia se ha impuesto a mis modales. He venido a instancia de su colega, el doctor Henry
jekyll, con un encargo de considerable importancia, y según tengo entendido... -hizo una pausa, se llevó una mano a la garganta y constaté que, a pesar de su aparente calma, luchaba contra un inminente ataque de histeria-, según tengo entendido -continuó-, hay cierto cajón...
Al llegar a este punto me compadecí de la angustia de mi visitante y quizá también de mi curiosidad creciente.
-Ahí lo tiene, caballero -dije señalando el cajón que se hallaba en el suelo, detrás de una mesa, aún cubierto por la sábana.
Se acercó a él de un salto. Luego se detuvo y se llevó una mano al corazón. Oí rechinar sus dientes por la
acción convulsiva de su mandíbula y su rostro adquirió una expresión tan abyecta que temí tanto por su vida como por su razón.
-Cálmese usted -le dije.
Él me lanzó una sonrisa siniestra y, con la decisión que es fruto de la desesperación, apartó la sábana. A
la vista del contenido del cajón, articuló un sollozo de tan inmenso alivio que quedé petrificado. Un segundo después, con la voz ya serenada, me preguntó:
-¿Tiene usted un vaso graduado?
Me levanté de mi asiento haciendo un ligero esfuerzo y le entregué lo que me pedía.
Él me dio las gracias con una sonrisa, midió unas gotas de la tintura rojiza y añadió una medida ínfima de
polvos. La mixtura, que en un comienzo tenía un tinte rojizo, comenzó a oscurecerse conforme los cristales
se deshacían, a burbujear audiblemente y a arrojar pequeñas nubes de vapor. De pronto, en un instante, la
ebullición cesó y la mezcla adquirió un color púrpura oscuro que poco a poco fue convirtiéndose en verde
acuoso. El visitante, que había contemplado todas estas metamorfosis con gesto complacido, sonrió, dejó el vaso sobre la mesa, se volvió hacia mí y me miró con aire de curiosidad.
-Y ahora -dijo-, acabemos con este asunto. ¿Quiere usted ser razonable? ¿Está dispuesto a aprender de los demás? ¿Será capaz de aguantar que yo coja este vaso en mi mano y me vaya de su casa sin más explicaciones?
¿O es la curiosidad que siente demasiado para usted? Piénselo bien antes de contestarme, porque
haré exactamente lo que usted me diga. Si decide que me vaya, quedará usted como estaba, ni más rico ni
más sabio, a menos que hacer un favor a un amigo en peligro de muerte aumente las riquezas del espíritu.
Pero si se decide por lo contrario, ante usted se abrirán nuevos horizontes de conocimiento y nuevos caminos hacia la fama y el poder. Aquí, en esta misma habitación, en este mismo instante, ante sus ojos, verá un prodigio que asombraría al mismo Satán.
-Caballero -le dije, aparentando una tranquilidad que estaba muy lejos de sentir-, no entiendo esos enigmas y quizá no le sorprenda si afirmo que lo que dice no despierta en mí gran credulidad. Pero ya he llegado
demasiado lejos en el camino de esta aventura inexplicable para detenerme antes de ver el final.
-Muy bien -replicó el visitante-. Lanyon, recuerda tu juramento. Lo que vas a ver debe quedar bajo el secreto de nuestra profesión. Y ahora, tú que durante tanto tiempo has mantenido las opiniones más estrechas de miras, tú que has negado la existencia de la medicina transcendental, tú que te has reído de los que te superaban en saber, ¡mira!
Y diciendo esto se llevó el vaso a los labios y se bebió el contenido de un golpe. Dejó escapar un grito,
giró sobre sí mismo, dio un traspié, se aferró a la mesa y allí quedó mirando al vacío, con los ojos inyectados en sangre y respirando entrecortadamente a través de la boca abierta. Y mientras le miraba, me pareció que empezaba a operarse en él una transformación. De pronto comenzó a hincharse, su rostro se ennegreció y sus rasgos parecieron derretirse y alterarse. Un momento después yo me levantaba de un salto y me apoyaba en la pared con un brazo alzado ante mi rostro para protegerme de tal prodigio y la mente hundida en el terror.
-¡Dios mío! ¡Dios mío! -repetí una y mil veces, porque allí, ante mis ojos, pálido y tembloroso, medio desmayado y tanteando el aire con las manos como un hombre resucitado de la tumba, estaba Henry Jekyll.
Lo que me dijo durante la hora siguiente es imposible consignarlo por escrito. Vi lo que vi, oí lo que oí y mi espíritu se estremeció ante ello, y, sin embargo, ahora que tal visión ha desaparecido, me pregunto si lo creo y no sé qué contestar.
Mi vida se ha conmovido hasta los cimientos, el sueño me ha abandonado y el terror me acompaña a todas
las horas del día y de la noche. Creo que mi fin se acerca y, sin embargo, moriré incrédulo. En cuanto a
la ruindad moral, al envilecimiento que ese hombre me reveló aun con lágrimas de penitente en los ojos, no puedo pensar en ello sin estremecerme de horror. No diré sino una cosa, Utterson, y ella (si es que puedes llegar a creerla) será más que suficiente. El hombre que se introdujo aquella noche en mi casa es el que todos conocen, según confesión del mismo Jekyll, por el nombre de Edward Hyde: el que buscan en todos los rincones del país por el asesinato de Carees. Hastie Lanyon
 
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16 replies since 29/5/2008, 22:39   1700 views
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