| Capítulo II
La venganza de Gréndel
A la mañana siguiente a la muerte de Gréndel, el palacio esta- ba rodeado por los daneses que acudían para enterarse de lo ocu- rrido. Casi ninguno de ellos había podido dormir a causa de los gritos. Mientras observaban la garra del ogro que colgaba del techo, se relataban unos a otros los detalles de la lucha. Un reguero de sangre salía del palacio y se internaba en el bosque. Parecía indicar el camino por el que Grendel había hui- do . Algunos hombres decidieron seguir ese rastro, ayudados por las pisadas del monstruo, que habían marcado la tierra con gran- des huellas. De regreso al Herot, contaron a todos lo que habían visto. Siguiendo el camino indicando por las manchas de sangre, ha- bían llegado hasta un lago donde las aguas hervían rojas y se revolvían en un furioso oleaje. Estaban seguros de que allí se había arrojado su enemigo. Hrothgar entró al palacio acompañado por la reina. A medida que ambos subían por las gradas, podían contemplar de cerca la garra de Grendel colgando del techo dorado. Aquella zarpa era tan espantosa que tenía en cada dedo una uña de acero. Decían que nunca una espada, por dura que fuese, hubiera podido abatir a la fiera o cortar su garra. Ya en la sala, el rey pidió que llamaran a Beowulf. —Hace aún poco tiempo pensaba que nunca acabaría esta desgracia. Mi sala estaba roja de sangre. Desde ahora —le dijo— , te doy mí afecto y te tengo por hijo. Respeta este vínculo y guárdalo por siempre. Nada en la tierra te habrá de faltar de las cosas que tengo. —Hubiera deseado que no escapara, pero no pude impedirlo —dijo el godo—. Resistimos con valentía, pero escapó cuando su brazo se desprendió del resto de su cuerpo. De todos modos, vivirá poco tiempo. Unferth, el envidioso, permaneció a un costado, sin que na- die lo viera, masticando su odio. Ciertamente, Beowulf había demostrado tener mucho valor para matar al ogro. El nunca se hubiera atrevido a hacerlo. Pero todos parecían olvidar que Beowulf no era el único que había quedado con vida después de la lucha. La leyenda de las criaturas decía que eran dos los mons- truos que vagaban en la noche. Unferth lo recordaba, aunque no tenía intenciones de decirlo. El rey ordenó que arreglaran el Herot inmediatamente. En los muros se colocaron inmensos tapices, que causaban asombro por las escenas tejidas en ellos. Podía contemplarse la historia de los daneses, tramada en finas hebras de lana de distintos tonos. Lue- go se repararon los bancos y los acomodaron alrededor de las mesas. Sólo el techo había quedado intacto. Cuando el Herot lució por fin como antes, Hrothgar reunió a sus caballeros en la sala para organizar una ceremonia. Todos los famosos varones tomaron asiento en la morada presididos por el monarca. El rey le entregó a Beowulf un estandarte dorado, una cota, un yelmo y una espada excelente. El yelmo estaba adornado con una banda de hierro trenzada que servía para protegerse del gol- pe mortal de una espada. Ordenó traer ocho caballos, todos de distintos colores, cuyas riendas y correajes estaban cubierto por láminas de oro. Uno de ellos llevaba una montura adornada con joyas, pues era la silla del monarca. La reina se acercó a Beowulf y le entregó dos brazaletes de oro trenzado, una cota de malla y un collar como no ha habido en el mundo. Entonces, organizaron una fiesta tan grande como las que antes solían realizar. El arpa comenzó a sonar mientras los dane- ses acudían con jarras de vino. Al llegar la noche, Hrothgar se retiró cansado a su alcoba. Los guerreros apartaron los bancos y extendieron jergones y mantas sobre el suelo para descansar. Luego de quitarse las ar- mas, cerraron las puertas y ventanas del palacio para mantenerse a resguardo del frío de la noche. Recién entonces, godos y daneses se entregaron al sueño. Beowulf se retiró a una alcoba especial que le fue asignada. Pasada la medianoche, la puerta principal del palacio se abrió de par en par y un viento helado penetró en la sala. La madre de Gréndel, una ogresa tan repugnante como su cría, estaba de pie en la entrada. Su diabólica figura se recortaba contra una tenue luz que venía de afuera. Miraba a cada uno de los guerreros con rencor, dispuesta a devorarlos para vengar la muerte de su hijo. El terror se apoderó de todos. Los hombres atinaron a empu- ñar los hierros que estaban sobre los bancos y tomaron los escu- dos. Al ver que los caballeros se armaban, la ogresa quiso alejarse rápidamente de la sala. Pero antes de irse, atrapó a Esker, el va- rón que Hrothgar más estimaba, y escapó con él a su ciénaga. Por la mañana, los hombres miraban aterrados hacia el techo del palacio sin poder creer lo que veían: la ogresa se había lleva- do la garra sangrienta de su hijo. El rey ordenó que Beowulf acudiera a su sala y lo puso al tanto de lo que había sucedido. —Esker, mi mejor guerrero, está sin vida . Una ogresa mons- truosa le dio muerte con sus manos y escapó arrastrando su cuer- po. La leyenda decía que eran dos los ogros. Ayer castigaste a uno, a Gréndel.. Fue su madre la que anoche atacó el palacio para cobrarse la muerte de su espantoso hijo. —Hrothgar, seguiré su rastro. No escapará, ya se meta en la tierra, ya corra a los bosques o al fondo del mar. Donde quiera que esté, la hallaré. —Aún no conoces el horrible paraje donde vive. Es un lugar despiadado como los que lo habitan. Un río se vierte desde el monte y se hunde en la tierra al pie de las rocas. Desde sus ori- llas, puede verse un fangal repugnante sobre el que se inclina un bosque nevado. Las ramas de los árboles se dejan caer sobre el lago y lo ensombrecen. Cada noche se producen allí unos espan- tosos prodigios: las aguas foguean como si un ejército de guerre- ros estuviera sumergido en ellas disparando las armas más pode- rosas. Mal sitio es aquel. Cuando el viento se levanta, el oleaje se eleva oscuro hasta las nubes. Entonces, el aire se espesa y el cielo estalla en agua. Beowulf lo escuchaba tratando de imaginar aquel lugar. —Ve allí, si te atreves —dijo el rey—. Pero antes de partir, debes saber algo: ningún sabio varón ha conocido jamás el fondo de esas aguas. Nada puede decirte de lo que en ellas está sumer- gido. Rápidamente se organizó una tropa para acompañar al godo hasta el lago. Hrothgar también se puso en marcha. Siguieron las huellas de la ogresa, caminando por las sendas de los bosques y a través de los campos abiertos. Trataban de no perder el rastro al cruzar los fangales. Recorrieron caminos de rocas quebradas donde el paso se hacía difícil, pues sus senderos eran tan angos- tos que sólo podía pasar un hombre por vez. Al fin, llegaron a un bosque que volcaba sus ramas a un pre- cipicio gris. Era una selva penetrada por las sombras. Abajo, las aguas del lago se revolvían con sangre. Hrothgar ordenó que un guerrero se adelantara para inspec- cionar la zona. El danés trepó sobre un risco para observar por qué camino les convenía acercarse a la orilla; pero antes de que pudiese hacerlo, su mirada tropezó con una escena horrible: la cabeza de Esker estaba tirada sobre el barro. El guerrero regresó y contó lo que había visto. Todos se sen- taron en silencio, sin dejar de mirar el lago, pues no podían apar- tar sus miradas de aquel espectáculo. Enormes serpientes, que no dejaban de moverse, estaban nadando en las aguas. En las rocas, se veían monstruos echados, extraños dragones tendidos boca abajo. Entonces, el cuerno tocó sus sones de guerra. Al oír aquel sonido, todas las criaturas emprendieron la huida con descon- fianza. Sus cuerpos se teñían de rojo al atravesar las aguas. Beowulf empuñó su arco, lo atravesó con una flecha y apuntó a una de las bestias. El arma logró penetrar en su pecho y quedó incrustada en él. La serpiente cayó en el lago y empezó a nadar lentamente. Los demás guerreros comenzaron a lanzarle harpo- nes hasta sacarla del agua. Su cuerpo áspero y brillante quedó tendido sobre la tierra, a la vista de todos. El príncipe de los godos, decidido a entrar en el agua, se equipó con su arnés de combate. Le colocaron la cota de malla para pro- teger su cuerpo de las garras de los monstruos. Su cabeza estaba cubierta por el yelmo, cuyas bandas de hierro impedirían que nada lo hiriese. Unferth se acercó entonces a la orilla. Seguro de que el godo moriría, le dijo: —Si precisas ayuda, puedo prestarte mi espada, la Hrunting. Beowulf no le contestó. Mientras continuaba preparándose, observaba la espada que el danés le ofrecía. Su hoja mostraba señales venenosas, pues había sido endurecida con la sangre de las guerras. —Nunca me ha fallado en ninguna de mis batallas —insistió Unferth, pero el godo seguía sin hablar. —¿Acaso eres tan arrogante como para negarte a usarla? ¿O prefieres que tu sangre se mezcle con la del ogro dentro de las aguas? —Tú sólo amenazas, pero no te vistes para bajar. Déjame en paz ahora —le dijo Beowulf. Entonces, se despidió del rey: —Hrothgar, heredero de Healfdene y gran soberano, parto en busca de la ogresa. Si muero, protege a mis hombres. A Hygelac, envíale los regalos que ya me entregaste: deseo que sepa que fuiste generoso conmigo. El godo se acercó lentamente a la orilla. Las aguas enrojeci- das comenzaban a mojarlo mientras sus pies se hundían en el lodo blando. Así siguió avanzando, hasta que su cuerpo estuvo sumergido. Gran parte del día estuvo nadando sin poder dar con el fondo. Una y otra vez intentaba hundirse con grandes impulsos, pero el lago era demasiado profundo. Los daneses y los godos, que lo observaban desde el risco, veían cómo su cuerpo emergía húme- do y volvía a desaparecer con rapidez. Todo era en vano. La madre de Grendel advirtió que un hombre se encontraba en sus aguas. Desde su guarida lo veía descender, temiendo que pretendiera invadir su mansión.
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