| «Al descender hasta la humana naturaleza, no humillas ni degradas la tuya; porque sentado en el trono de Dios, igualándolo en grandeza y gozando como él de la mayor bienaventuranza, a todo has renunciado para preservar a un mundo de su completa ruina; porque tu mérito, más bien que tu divino origen, te ha hecho doblemente digno de ser el Hijo de Dios, mostrándote antes bueno que grande y poderoso; y porque en ti abunda el amor más que el deseo de gloria. Por medio de tu sublime humillación, elevarás contigo hasta este trono tu humanidad, y aquí encarnado reinarás a la vez como Dios y como Hombre, como Hijo de Dios y del Hombre, quedando consagrado por Rey del universo. Todo este poder te concedo: reina perpetuamente, y goza de tu virtud. Imperarás como señor supremo, sobre tronos principados potestades y dominaciones; y todos se prosternarán ante ti en el cielo, en la tierra y en las profundidades del infierno. Cuando asociada a tu gloria la corte celestial, aparezcas en la cumbre del firmamento; cuando, sirviéndote los arcángeles de heraldos, convoquen a las naciones ante tu tribunal terrible, y, acudan a su voz los vivientes de todas las partes del mundo, y los muertos de todas las pasadas edades, y al estrépito producido por la ruina de la naturaleza, despierten de su sueño, y corran presurosos a oír tu irrevocable fallo, entonces juzgarás en presencia de los santos todos, a los hombres y a los ángeles perversos, y convencidos de su iniquidad se humillarán ante tu sentencia, y su innumerable multitud llenará el infierno, que quedará para siempre cerrado desde aquel día. El mundo se reducirá a cenizas, pero de entre ellas saldrán un nuevo cielo y una nueva tierra, que será morada de los justos; los cuales tras largas tribulaciones, conocerán una edad de oro, fecunda en grandiosos hechos y embellecida por el placer, el triunfo del amor y la hermosura de la verdad. Entonces desceñirás tus regias vestiduras, no teniendo para qué empuñar el cetro de tu soberanía, porque Dios será todo para todos. Adorad, pues, angélicas potestades, al que muere para que se cumplan todas estas maravillas; adorad a mi Hijo, y honradlo como a mí propio.»
Esto dijo el Todopoderoso, y la innumerable multitud de ángeles prorrumpieron en ruidosas aclamaciones, cuya armonía, como producida por voces celestiales, era intérprete de su júbilo. Al compás de los himnos y «hosannas» que resonaban por las eternas regiones del Empíreo, inclinábanse reverentemente los ángeles ante ambos tronos, y en muestra de adoración, cubrieron las gradas con coronas, entretejidas de amaranto y oro; de amaranto inmortal, flor que brilló primero junto al árbol de la Vida, en el Paraíso, pero que luego, por el pecado del hombre, de nuevo se trasladó al cielo, su patria, y allí prospera y florece aún, prestando dulce sombra a la fuente de la vida y a las márgenes del dichoso río, cuyas ondas de ámbar se deslizan por entre las flores del Elíseo.
Con guirnaldas formadas de estas perpetuas flores, entrelazan y sostienen los espíritus bienaventurados sus resplandecientes cabelleras; de las que desprendiéndose después, se esparcen sobre el luciente pavimento; que brilla como un mar de jaspe, matizado de celestiales rosas. Cíñenselas los ángeles de nuevo; prepara cada cual su arpa de oro, siempre templada, y como un carcaj suspendida a su costado; y preludiando una suavísima sinfonía entonan sagrado cántico, que arrebata el alma de entusiasmo. No hay voz allí que permanezca silenciosa, no hay voz que niegue el encanto de su melodía: tan acorde se ve todo en el cielo.
Cantáronte a ti primero, ¡oh Padre omnipotente, inmutable, inmortal, infinito, que has de reinar por siempre! A ti, creador de todas las cosas, fuente de luz invisible entre los gloriosos fulgores del altísimo trono donde te sientas, que aun templando la fuerza de tus rayos, y envuelto en la nube que como radiante tabernáculo te rodea, dejas ver los bordes de tu manto oscurecidos por tan excesivo brillo. El cielo entretanto aparece deslumbrado, y los más lucientes serafines no se acercan a ti sino cubriéndose los ojos con ambas alas.
Ensalzáronte después a ti, que precediste a toda la creación, Hijo engendrado, Divina Imagen, en cuya hermosa faz resplandece el Padre Omnipotente, para ti visible, sin nube alguna, pero invisible a las demás criaturas. En ti el esplendor de su gloria se reproduce impreso; y transfundido en ti se anima su inmenso espíritu. Por ti creó el cielo de los cielos, y todas las potestades que en él se encierran; por ti precipitó en el abismo a las ambiciosas dominaciones. No dejaste aquel día vagar al terrible rayo de tu Padre, ni detuviste las ruedas de tu flamígero carro, que estremecían la eterna bóveda del cielo al pasar sobre los rebelados ángeles rebeldes. Tornaste triunfante de aquella lid, y tus potestades te exaltaron con inmensas aclamaciones, a ti, Hijo único de la omnipotencia de tu Padre, ejecutor de la terrible venganza que tomaba en sus enemigos. No así con el Hombre: vencido por la malicia de aquellos, no le hiciste blanco de tus rigores, sino que lo miraste con piedad, ¡oh Padre de gracia y misericordia! Sabedor tu amado y único Hijo de que no era tu propósito castigar la fragilidad del hombre, y de la compasión que por él sentías, para apaciguar tu cólera, poniendo término a la lucha entre la misericordia y la justicia, que revelaba tu semblante, ofrecióse El mismo al sacrificio para redimir al Hombre, renunciando a la felicidad de que junto a ti gozaba. ¡Oh amor sin ejemplo, amor que no podía nacer sino en el espíritu divino! ¡Salve, Hijo de Dios, redentor de la Humanidad! ¡Tu nombre será de hoy más el sublime asunto de mi canto; mi cítara celebrará sin cesar tus alabanzas, al par de las de tu Padre!
En tan gozosos afectos y loores empleaban sus bienhadadas horas los ángeles que pueblan la región de las estrellas; mientras Satán, descendiendo al sólido y opaco globo de este mundo esférico, comenzaba a recorrer la primera convexidad, que envolviendo los orbes luminosos inferiores, los separa del Caos y del dominio de la antigua Noche. De lejos parecíale un globo aquella convexidad; de cerca un continente sin límites, sombrío, estéril y salvaje, triste como una noche sin estrellas, y expuesto a las tempestades siempre amenazadoras del Caos, que muge a su alrededor; cielo inclemente, excepto por la parte de los muros del Empíreo, que aunque lejanos reflejaban un destello de claridad en medio de las tinieblas procelosas.
Recorría el enemigo a pasos agigantados aquel anchuroso campo, semejante al buitre que nacido en el Imaus, cuya nevada cima cubre el Tártaro vagabundo, abandona la región falta de caza para cebarse en la carne de los corderos o cabritillos que pastan en las colinas, y dirige después su vuelo hacia las corrientes del Ganges o del Hydaspe, ríos de la India, bajando de paso a las áridas llanuras de Sericana, por donde, a favor de la brisa y de las velas, caminan los chinos en sus ligeros esquifes de caña. Marchaba así el Enemigo por aquel mar de tierra que azotaba el viento, buscando por todas partes su presa; marchaba solo, porque en aquel lugar no se encontraba aún ningún ser vivo ni muerto; pero más tarde, cuando malogró el pecado las obras de los hombres, subieron allí desde la tierra, como un vapor aéreo, las vanidades de los mortales, las almas de los que cifran en ellas sus quiméricas esperanzas de gloria, de fama duradera o de felicidad, así en ésta como en la otra vida. Todos aquellos que en la tierra aspiran al fruto de una lastimosa superstición o de un desmedido celo, y no ambicionan más que las alabanzas de los hombres, encuentran allí recompensa proporcionada a sus merecimientos, vana como sus obras. Todos los seres imperfectos, verdaderos abortos y monstruos, que salen extrañamente amalgamados de manos de la naturaleza, se refugian en aquella región desde la tierra en que se evaporan y vagan inútilmente por ella hasta la disolución del mundo, y no residen en la vecina luna, como algunos han soñado; pues los argentados campos de este astro sirven más bien de morada a otras almas justas, a espíritus que participan a la vez de la naturaleza angélica y humana.
Desde el antiguo mundo fueron trasladados al principio a aquellas tristes regiones los hijos de fementidos enlaces: los gigantes que llevaron a cabo inútiles proezas, entonces muy celebradas; posteriormente los que edificaron a Babel en la llanura de Sennaar, que sin desistir de su frustrado intento, seguirían construyendo nuevas torres si tuviesen medios con que efectuarlo. Uno tras otro llegaron luego muchos más, entre ellos Empédocles, que para ser tenido por Dios, se lanzó voluntariamente a los abismos del Etna; y Cleombroto, que para gozar del Elíseo de Platón, se sumergió en el mar. Empeño interminable sería mencionar a otros, hipócritas o dementes, anacoretas y frailes blancos, negros y grises, con todos sus embelecos. Por allí vagabundean los peregrinos que tan largo viaje arriesgaron buscando muerto en el Gólgota al que vive en el cielo; y los que para ganar el Paraíso, visten al morir el hábito franciscano o dominico, imaginando que este disfraz les allanará la entrada. Cruzan todos ellos los siete planetas, las estrellas fijas, la esfera cristalina, cuyo balanceo produce la trepidación, objeto de tantas controversias, y la esfera que se puso en movimiento antes que ninguna otra. En la puerta del cielo parece aguardarlos San Pedro con sus llaves: tocan ya en el umbral; y cuando levantan el pie para penetrar en él, a impulsos de un furioso viento que en encontradas direcciones los combate, son lanzados a diez mil leguas de distancia en la inmensidad del aire. ¡Qué de cogullas, tocas y hábitos se ven entonces revueltos y despedazados como los que con ellos se cubren, y qué de reliquias, escapularios, indulgencias, dispensas, bulas y absoluciones, que vienen a ser ludibrio de los vientos! Revolotea todo ello por los espacios ilimitados, sobre el mundo, y en el vastísimo limbo llamado después «Paraíso de los locos», que si andando el tiempo fue de pocos desconocido, hallábase despoblado entonces y nadie penetraba en él.
Encontró a su paso el infernal Enemigo aquel tenebroso globo, y anduvo recorriéndolo largo tiempo, hasta que el resplandor de la escasa luz le atrajo hacia el sitio de donde salía. Pudo entonces descubrir a lo lejos un magnífico edificio que en anchurosa gradería se alzaba hasta la muralla del cielo, y al terminar aquélla, una construcción más suntuosa aún, semejante a la puerta de regio alcázar, coronada con un frontispicio de diamante y oro. Brillantes perlas orientales adornaban el pórtico, que ni pincel humano ni modelo alguno aceptarían a imitar en la tierra; sus escalones eran como aquellos por donde vio Jacob subir y bajar a las celestiales cohortes de los ángeles, cuando huyendo de Esaú, camino de Padan-Aram, y entregado de noche al sueño en los campos de Luza, bajo el estrellado firmamento, exclamó al despertar. «¡Esa es la puerta del cielo!»
Cada uno de aquellos escalones contenía un misterio, mas no siempre estaba allí fija la escala, que a veces se ocultaba en el cielo y se hacía invisible. Fluía por debajo de ella un mar brillante de jaspe y de perlas líquidas, que surcaban los que habían subido de la tierra en alas de los ángeles, o arrebatados en un carro por corceles de raudo fuego. Mostrábase entonces la escala en toda su extensión, ya para alucinar al Enemigo con la facilidad de la subida, ya para acrecentarle la pena con que había de verse excluido de la mansión bienaventurada.
Enfrente de aquellas puertas, y precisamente encima de la risueña morada del Paraíso, abríase un camino que conducía a la tierra, camino mucho más ancho que fue en los venideros tiempos el espacioso que llegaba hasta el monte Sión y la Tierra prometida, predilecta del Señor. Recorrían incesantemente aquel camino los ángeles que comunicaban las órdenes supremas a las dichosas tribus, y el Altísimo dirigía miradas bondadosas a las que habitaban desde Paneas, manantial de las aguas del Jordán hasta Bersabé, donde la Tierra Santa confina con el Egipto y las playas de la Arabia. Tan vasto era aquel camino, que sus límites se perdían en las tinieblas, como las profundidades del Océano. Desde allí, llegado que hubo al escalón inferior de las gradas de oro que conducen a la puerta del cielo, Satán inclinó su vista y quedó maravillado al descubrir repentinamente todo aquel mundo. Como el espía que caminando toda la noche por peligrosos y desiertos sitios, llega por fin al despuntar la risueña aurora, a la cumbre de empinada altura, y ve de pronto la agradable perspectiva de tierra extraña, que con asombro contempla por primera vez, o de metrópoli famosa, embellecida con pirámides brillantes torres que iluminan los dorados rayos del sol naciente, así el espíritu maligno quedó embargado de asombro; aun con haber visto en otro tiempo las maravillas del Cielo; mas el aspecto de aquel mundo que tan hermoso parecía, todavía le inspiró mayor envidia que admiración.
Dominando desde aquella elevación la inmensa sombra de la noche, recorrió con la vista desde el punto oriental de la Libia hasta el signo que toma el nombre del animal que condujo a Andromeda más allá del horizonte del mar Atlántico. Vio luego la extensión que media entre los dos polos, y sin más detención dirigió el raudo vuelo hacia la primera región del mundo, y fácilmente torció el rumbo a través del puro y marmóreo aire, entre innumerables estrellas que brillaban desde lejos como astros, pero que de cerca parecían otros tantos mundos; y lo serán acaso, o bien islas afortunadas como los jardines de las Hespérides, tan celebrados en la antigüedad. Campos de bienandanza, bosques y valles floridos, islas tres veces felices ¿quién tenía la dicha de habitarlos? Satán no se detuvo a averiguarlo.
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