HISTORIA DE LA MAGIAINTRODUCCIÓNDurante mucho tiempo la Magia ha sido confundida con prestidigi-tación de saltimbanquis, alucinaciones de mentes perturbadas y delitos de ciertos malhechores fuera de lo corriente. Por el contrario, hay muchos que se apresurarían a explicar que la Magia es el arte de producir efectos con ausencia de causas; y basándose en tal definición el vulgo dirá —con el buen sentido que caracteriza a la gente común, en medio de mucha in-justicia— que la Magia es un absurdo. Pero de hecho no puede tener analogía con las descripciones de quienes nada saben sobre el tema; ade-más, nadie la habrá de representar como esto o aquello: es lo que es, surge de sí misma solamente, tal como la matemática, pues' se trata de la ciencia exacta y absoluta de la Naturaleza y sus leyes.
La Magia es la ciencia de los antiguos magos; y la religión cristiana, que silenció los falsos oráculos y puso coto a las ilusiones de los falsos dioses, reverencia, no obstante, a aquellos reyes místicos que llegaron de Oriente, guiados por una estrella, para adorar al Salvador del mundo en Su cuna. La tradición los elevó al rango de reyes, porque la iniciación mágica constituye una verdadera realeza; asimismo, porque todos los adep-tos caracterizan al gran arte de los magos como el Arte Regio, como el Reino Santo —Sanctum Regnum. La estrella que condujo a los peregrinos es la misma Estrella Flamígera que se halla en todas las iniciaciones. Para los alquimistas es el signo de la quintaesencia, para los magos es el Gran Arcano, para los cabalistas es el pentáculo sagrado. Nuestro propósito es demostrar que el estudio de este pentagrama guió a los magos hacia un conocimiento del Nuevo Nombre que debía ser exaltado sobre todos los nombres, haciendo que se arrodillasen todos los seres capaces de adoración. Por tanto, la Magia combina en una sola ciencia lo que es muy cierto en filosofía, lo que es eterno e infalible en religión. Reconcilia perfecta e irrefutablemente esos dos términos, tan opuestos a primera vista: la fe y la razón, la ciencia y la creencia, la autoridad y la libertad. Proporciona a la mente humana un instrumento de certidumbre filosófica y religiosa tan exacta como la matemática, dando incluso razón de la infalibilidad de la matemática misma.
Por ello, existe un Absoluto en los reinos del entendimiento y la fe. La Razón Suprema no dejó que las luces de la inteligencia humana oscila-sen al azar. Hay una verdad irrebatible; hay un método infalible de cono-
cer esa verdad; y quienes logran este conocimiento, y lo adoptan como norma de vida, pueden dotar su voluntad de un poder soberano capaz de convertirlos en amos de todas las cosas inferiores, de todos errantes, o, en otras palabras, en arbitros y reyes del mundo.
Si el hecho es así, ¿cómo es posible que una ciencia tan sublime no esté aún reconocida? ¿Cómo es posible dar por sentado que un sol tan resplandeciente se oculte en un cielo tan tenebroso? A la ciencia trascen-dental sólo la conocieron siempre las flores del intelecto, que comprendie-ron la necesidad del silencio y la paciencia. Si un diestro cirujano abriese a medianoche los ojos de un ciego de nacimiento, le resultaría imposible hacer comprender a aquél la naturaleza o la existencia de la luz diurna hasta que llegase la mañana. La ciencia tiene sus noches y sus días, por-que la vida que comunica al mundo de la mente se caracteriza por moda-lidades regulares de movimientos y fases progresivas. Con las verdades sucede lo mismo que con las radiaciones lumínicas. Nada oculto se pierde, pero al mismo tiempo nada de lo que se descubre es absolutamente nuevo. Dios impuso el sello de la eternidad a esa ciencia que es el reflejo de Su gloria.
La ciencia trascendental, la ciencia absoluta, es con seguridad la Ma-gia, aunque esta afirmación resulte cabalmente paradójica a quienes jamás cuestionaron la infalibilidad de Voltaire —ese prodigioso superficial que creía saber tanto porque nunca perdía ocasión de reirse en vez de apren-der. La Magia fue la ciencia de Abraham y Orfeo, de Confucio y Zoro-astro, y Enoc y Trismegisto grabaron en tablas de piedra las doctrinas mágicas. Moisés las purificó y quitó el velo: este es el sentido del vocablo "revelar". El nuevo disfraz que les brindó fue el de la Santa Cabala: exclu-siva herencia de Israel e inviolable secreto de sus sacerdotes. Los misterios de Eleusis y Tebas preservaron entre los gentiles algunos de sus símbolos, pero en forma degradada, y la clave mística se perdió en medio del aparato de una superstición en constante crecimiento. Jerusalén, asesina de sus profetas y prostituida una y otra vez ante los falsos dioses asirios y babi-lónicos, concluyó perdiendo, a su vez, la Palabra Sagrada, cuando un Salvador, manifestado a los magos por la santa estrella de la iniciación, llegó para desgarrar el raído velo del viejo templo, para dotar a la Iglesia de una nueva red de leyendas y símbolos, ocultando siempre a los profanos y preservando siempre para los elegidos esa verdad que es eternamente la misma.
Si el erudito e infortunado Dupuis hubiese hallado esto en los planis-ferios de la India y en las tablas de Denderah, no habría terminado recha-zando la religión verdaderamente católica o universal y eterna en presencia de la unánime afirmación de toda la Naturaleza al igual que de todos los monumentos de la ciencia a lo largo de todas las edades. El recuerdo de este absoluto científico y religioso, de esta doctrina resumida en una pala-bra, de esta palabra alternadamente perdida y recobrada, fue transmitido a todos los elegidos de las iniciaciones antiguas. Preservado o profanado en la célebre Orden del Templo, este mismo recuerdo fue transmitido a las asociaciones secretas de rosacruces, illuminati y francmasones, y dio sig-nificado a sus extraños ritos, a sus signos más o menos convencionales, y una justificación, sobre todo, a su devoción en común, al igual que una clave de su poder.
No es nuestra intención negar que sobrevino la profanación de las doctrinas y misterios de la Magia; ese abuso reiterado una época tras otra, fue grande y terrible lección para quienes dieron a conocer impru-dentemente las cosas secretas. Los gnósticos hicieron que los cristianos prohibieran la Gnosis, y el santuario oficial fue clausurado para la alta iniciación. Así, la intervención de la ignorancia usurpadora comprometió la jerarquía del conocimiento, mientras los desórdenes dentro del santuario se reprodujeron en el estado pues, de buen grado o no, el rey siempre depende del sacerdote, y los poderes terrenales siempre buscan en el adytum eterno de la instrucción divina la consagración y la energía para asegurar su permanencia.
La llave de la ciencia fue arrojada a los niños; como era de esperar, en la actualidad está extraviada y prácticamente perdida. No obstante ello, un hombre de elevada intuición y gran valor moral, el conde José de Maistre, que también era decidido católico, reconociendo que el mundo estaba vacío de religión y no podía quedar así, volvió sus ojos instintiva-mente hacia los últimos santuarios del ocultismo y rogó, con fervorosas plegarias, por el día en que la afinidad natural que subsiste entre la ciencia y la fe las combine en la mente de un solo hombre de genio. "Esto será grandioso", dijo; "concluirá con el siglo XVIII que aún está con nosotros... Entonces hablaremos de nuestra actual estupidez como ahora nos extende-mos sobre la barbarie de la Edad Media".
La predicción del conde José de Maistre está en vías de cumplirse; la alianza de la ciencia y la fe, realizada hace largo tiempo, al fin se mani-fiesta aquí, aunque no a través de un hombre genial. No es necesario genio para ver el sol y, además, éste jamás demostró nada salvo su rara gran-deza y sus luces inaccesibles para la multitud. La gran verdad sólo exige que se la encuentre; entonces el más simple será capaz de comprenderla y de demostrarla también, si es necesario. Al mismo tiempo, esa verdad no se tornará vulgar, porque es jerárquica y porque la anarquía sólo com-place las inclinaciones de la muchedumbre. Las masas no necesitan ver-dades absolutas; si no fuese así, el progreso se habría detenido y habría cesado la vida en la humanidad; el flujo y reflujo de ideas contrarias, el choque de opiniones, las pasiones del momento, siempre impulsados por sus sueños, son necesarios para el crecimiento intelectual de los pueblos. Las masas esto lo saben muy bien y por eso abandonan con tanta presteza la cátedra de los doctores para congregarse en torno de los tablados de los saltimbanquis. Hay incluso algunos que se suponen preocupados por la filosofía, y eso quizás especialmente, que con demasiada frecuencia se parecen a niños jugando a las charadas, que se apresuran a expulsar a quienes ya conocen la respuesta, no sea que el juego se arruine al despo-jar al acertijo de todo su interés.