El lobo de mar, Jack London

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astaroth1
view post Posted on 16/8/2010, 15:04




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CAPITULO I

Apenas sé por dónde empezar; pero a veces, en broma, pongo la causa de todo ello en
la cuenta de Charley Furuseth. Este poseía una residencia de verano en Mill Valley, a la
sombra del monte Tamalpaís, pero ocupábala solamente cuando descansaba en los meses de
invierno y leía a Nietzsche y a Schopenhauer para dar reposo a su espíritu. Al llegar el
verano, se entregaba a la existencia calurosa y polvorienta de la ciudad y trabajaba
incesantemente. De no haber tenido la costumbre de ir a verle todos los sábados y permanecer
a su lado hasta el lunes, aquella mañana de un lunes de enero no me hubiese sorprendido
navegando por la bahía de San Francisco.
No es que navegara en una embarcación poco segura, porque el Martínez era un vapor
nuevo que hacia la cuarta o quinta travesía entre Sausalito y San Francisco. El peligro residía
en la tupida niebla que cubría al mar, y de la que yo, hombre de tierra, no recelaba lo más
mínimo. Es más: recuerdo la plácida exaltación con que me instalé en el puente de proa, junto
a la garita del piloto, y dejé que el misterio de la niebla se apoderara de mi imaginación.
Soplaba una brisa fresca, y durante un buen rato permanecí solo en la húmeda penumbra,
aunque no del todo, pues sentía vagamente la presencia del piloto y del que ocupaba la garita
de cristales situada a la altura de mi cabeza, que supuse sería el capitán.
Recuerdo que pensaba en la comodidad de la división del trabajo, que me ahorraba la
necesidad de estudiar las nieblas, los vientos, las mareas y el arte de navegar, para visitar a mi
amigo que vivía al otro lado de la bahía. Estaba bien eso de que se especializaran los
hombres, meditaba yo. Los conocimientos peculiares del piloto y del capitán bastaban para
muchos miles de personas que entendían tanto como yo del mar y sus misterios. Por otra
parte, en lugar de dedicar mis energías al estudio de una multitud de cosas, las concentraba en
unas pocas materias particularmente, tales como, por ejemplo, investigar el lugar que Edgar
Poe ocupa en la literatura americana, un ligero ensayo que acababa da publicar el Atlantic,
periódico de gran circulación. Al llegar a bordo y entrar en la cabina, sorprendí a un caballero
gordo que leía el Atlantic, abierto precisamente por la página donde estaba mi ensayo. Y aquí
venía otra vez la división del trabajo; los conocimientos especiales del piloto y del capitán
permitían al caballero gordo leer mi especial conocimiento de Poe, mientras le transportaban
con toda seguridad desde Sausalito a San Francisco.
Un hombre de rostro colorado, cerrando ruidosamente tras él la puerta de la cabina,
interrumpió mis reflexiones. En mi mente se grabó todo esto para usarlo en un ensayo en
proyecto que pensaba titular: La necesidad de la independencia. Una defensa para el artista.
El hombre del rostro colorado dirigió una mirada a la garita del piloto, observó la niebla que
nos envolvía, dio una vuelta, cojeando, por la cubierta (evidentemente llevaba las piernas
artificiales), y se detuvo a mi lado con las piernas muy separadas y una expresión de
satisfacción intensa en el semblante. No me equivoqué al conjeturar que había pasado la
mayor parte de su vida en el mar.
-Un tiempo asqueroso como éste hace encanecer antes de hora -dijo, señalando con la
cabeza la garita del piloto.
-Yo no me figuraba que esto exigiese ningún esfuerzo especial -repuse-. Parece tan
sencillo como el a b c conocer la dirección por la brújula, la distancia y la velocidad. Lo
hubiese llamado seguridad matemática.
-¡Sencillo como el a b c! ¡Seguridad matemática! -dijo, excitado.
Pareció crecerse y se me quedó mirando, con el cuerpo inclinado hacia atrás.
-¿Cree usted que se aventuran muchos a cruzar con este tiempo la Puerta de Oro?
preguntó, o mejor dicho rugió-. ¿Cómo avanzar a la ventura? ¿Eh? Escuche y verá. La
campana de una boya; pero, ¿dónde se halla? Mire cómo cambian de dirección.
 
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astaroth1
view post Posted on 16/8/2010, 15:30




A través de la niebla llegaba el triste tañido de una campana, y vi al piloto que hacía
rodar el volante con gran presteza. La campana que me pareció oír a proa sonaba ahora a un
lado. Nuestra propia sirena silbaba incesantemente y de vez en cuando nos llegaba el sonido
de otras sirenas.
-Será algún barco de los que cruzan la bahía -dijo el recién llegado, refiriéndose a un
pito que oíamos a la derecha-. ¿Y esto? ¿Oye usted? Probablemente alguna goleta sin quilla.
¡Mejor será que vaya usted con cuidado, caballero de la goleta! ¡Ahora sube el demonio en
busca de alguien!
El invisible barco de transporte silbaba una y otra vez y el cuerno sonaba con
muestras de terror.
-Ahora están ofreciéndose mutuamente los respetos y tratando de salir del atolladero -
prosiguió el hombre del rostro colorado al cesar aquella confusión.
La excitación le hacía resplandecer la cara y brillarle los ojos cuando traducía al
lenguaje articulado las expresiones de cuernos y pitos.
-Eso es la sirena de un buque que pasa por la izquierda. ¿Y no oye usted a este
individuo, que parece tener una rana en la garganta? Si no me equivoco, es una goleta de
vapor que llega de los Heads luchando con la marea.
Un pitido pequeño y estridente, silbando como un loco, llegaba directamente por la
proa y de muy cerca. Sonaron los gongos del Martínez. Detuviéronse nuestras hélices,
cesaron sus latidos y después comenzaron de nuevo. El pequeño pitido estridente, que parecía
el chirrido de un grillo entre los gritos de animales mayores, cruzó la niebla por nuestro lado
y se fue perdiendo rápidamente. Miré hacia mi compañero para que me ilustrara.
-Una de esas lanchas del demonio -dijo-. ¡Casi hubiera valido la pena hundir a este
bicho! Ellos son la causa de muchas calamidades. ¿Y a ver de qué sirven? Llevan a bordo un
asno cualquiera, que los hace correr como locos, tocando el pito a toda orquesta para advertir
a los demás que tengan cuidado, pues ellos no saben tenerlo. ¡Llega él y tiene uno que andar
con precaución, dejarle paso y qué sé yo! ¡Claro que esto es de la más elemental urbanidad,
pero ésos no tienen de ella la menor idea!
A mí me divertía aquella cólera, que creía injustificada, y mientras cojeaba él
indignado, yo me detuve a meditar sobre el romanticismo de la niebla. Y en verdad que lo
tenia aquella niebla, semejante a la sombra gris del misterio infinito, que cobija a la tierra en
su rodar vertiginoso; y los hombres, simples átomos de luz y chispas, maldecidos, con un
mismo gusto por el trabajo montados en sus construcciones de acera y madera, cruzan el
corazón del misterio, abriéndose a tientas el camino por entre lo invisible, gritando y chillando
en un lenguaje procaz, en tanto pesa en sus corazones la incertidumbre y el miedo.
La voz de mi compañero me hizo volver a la realidad con una carcajada. Yo también
me había debatido mientras creía correr muy despierto a través del misterio.
-Alguien nos sale al encuentro -decía-. Pero, ¿no oye usted? Viene corriendo y se nos
echa encima. Parece que aún no nos ha oído. El viento llega en dirección contraria
Teníamos de cara el aire fresco y a un lado, algo a proa, se oía distintamente el pito.
-¿Un barco de transporte? pregunté. Asintió con la cabeza, y luego añadió
-De lo contrario, no metería tanta bulla Parece que los de ahí arriba empiezan a
impacientarse.
Miré en aquella dirección. El capitán había sacado la cabeza por la garita del piloto y
clavaba los ojos con insistencia en la niebla como si quisiese penetrarla con la fuerza de su
voluntad. En su rostro se reflejaba la inquietud, lo mismo que en el del piloto, que habla
llegado hasta la barandilla y miraba con igual insistencia en dirección del peligro invisible.
Entonces ocurrió todo con una rapidez inaudita. La niebla se abrió como rasgada por
una cuña, y surgió la proa de un vaporcillo, arrastrando a cada lado jirones de neblina. Pude
distinguir la garita del piloto y asomado a ella un hombre de barba blanca. Vestía uniforme azul y sólo recuerdo su corrección y tranquilidad. Esta tranquilidad era terrible en aquellas
circunstancias. Aceptaba el Destino, caminaba de su mano y media el golpe fríamente. Nos
examinó con mirada serena e inteligente, como para determinar el lugar preciso de la
colisión, sin darse por enterado, cuando nuestro piloto, pálido de coraje, le gritaba: "¡Usted
tiene la culpa!".
Al volverme comprendí que la observación era demasiado evidente para hacer
necesaria la réplica.
-Coja algo y prepárese me dijo el hombre del rostro colorado.
Todo su furor había desaparecido y parecía haberse contagiado de aquella calma
sobrenatural.
-Y escuche los gritos de las mujeres prosiguió advirtiéndome, con espanto... casi con
amargura, como si ya en otra ocasión hubiese pasado por la misma experiencia.
Los barcos chocaron antes de que yo hubiese podido seguir su consejo. El golpe debió
ser en el centro del buque, pues el extraño vapor había pasado fuera de mi campo de visión y
no vi nada. El Martínez se tumbó bruscamente y se oyeron crujidos de maderas. Caí de
bruces sobre la cubierta mojada y en el mismo instante oí los gritos de las mujeres.
Ciertamente era un estrépito indescriptible, que me heló la sangre y me llenó de pánico. Me
acordé de los salvavidas dispuestos en la cabina, pero en la puerta me vi repelido
bruscamente por hombres y mujeres enloquecidos. Lo que sucedió durante los minutos
siguientes no lo recuerdo bien, aunque conservo una memoria clara de unos salvavidas
arrancados de los soportes, en tanto que el hombre del rostro colorado los sujetaba alrededor
de los cuerpos de aquellos seres convulsos. El recuerdo de esta visión es el más claro de
todos. Todavía parece que estoy viendo los bordes dentados del boquete en el lado de la
cabina donde se arremolinaba la niebla gris; los cama- rotos vacíos, revueltos, con todas las
muestras de una súbita huida, tales como paquetes, bolsas de mano, paraguas y envoltorios; el
hombre gordo que estuvo leyendo mí ensayo embutido en corcho y lona conservando la
revista en la mano y preguntándome con monótona insistencia sí creía que hubiese peligro; el
del rostro colorado cojeando valerosamente por allí con sus piernas artificiales y proveyendo
de salvavidas a cuantos iban llegando; y, finalmente, el grupo de mujeres chillando
enloquecidas.
Estos gritos era lo que más me atacaba los nervios. Idéntico efecto debían producirle
al hombre del rostro colorado, pues conservo otra visión que jamás se borrará de mi mente. El
hombre gordo, guardándose la revista en el bolsillo de la americana, miraba con curiosidad.
Un revuelto grupo de mujeres, con los semblantes desencajados y las bocas abiertas,
chillaban como almas en pena, y el hombre del rostro colorado, encendido de furor como si
estuviera lanzando rayos, gritaba: "¡Cállense, oh, cállense!".
Recuerdo que la escena me impulsó a reír de pronto, y un instante después me di
cuenta de que yo también era presa del histerismo. Aquellas mujeres, que eran de mi propio
raza, semejantes a mí madre y hermanas, se veían invadidas por el terror de la muerte y se
negaban a morir. Aquellas voces traíanme a la memoria los chillidos de los cerdos bajo el
cuchillo del carnicero y me horroricé ante tan completa analogía. Aquellas mujeres, capaces
de las más sublimes emociones, de los más tiernos sentimientos, seguían dando alaridos.
Querían vivir, estaban desamparadas y chillaban como ratas en una trampa.
 
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astaroth1
view post Posted on 16/8/2010, 16:39




El horror de todo esto me empujó fuera de la cubierta. Sentíame mareado, y me senté
en un banco. Como a través de una bruma vi y oí a los hombres precipitarse y dar voces en
sus esfuerzos por arriar los botes. Era una escena como para ser leída en un libro. Las cuerdas
estaban apretadas; nada obedecía. Descendió un bote sin los tarugos, ocupado por mujeres y
niños, y al llenarse de agua se hundió. Otro bote fue arriado por un extremo y el otro continuó
colgado del aparejo, donde quedó abandonado. No se veía nada del extraño buque que había ocasionado el desastre, pero oí decir a los hombres que indudablemente enviaría botes para
socorrernos.
Bajé a la cubierta inferior. Comprendí que el Martínez se hundía rápidamente porque
el agua estaba ya muy cerca. Muchos de los pasajeros saltaban por la borda; otros, ya en el
agua, clamaban que se les subiesen de nuevo al barco. Nadie les atendía. Se elevó un grito
diciendo que nos hendíamos. Fui presa del consiguiente pánico y me lancé al mar entre una
oleada de cuerpos. Ignoro cómo sucedió, pero comprendí instantáneamente por qué los que
estaban en el agua deseaban tanto volver a bordo. Estaba fría, tan fría, que resultaba dolorosa,
y cuando me hundí en ella su mordedura fue tan rápida y aguda como la del fuego. Mordía
los tuétanos; parecía la presión de la muerte. Me debatí, abrí la boca angustiado, y antes de
que el salvavidas me hubiese vuelto a la superficie, el agua me había llenado los pulmones.
Sentí en la boca el fuerte sabor de la sal, y con aquella cosa acre en los pulmones y la
garganta, me ahogaba por momentos.
Pero lo que más me molestaba era el frío. Sentía que no podría sobrevivir sino muy
pocos minutos. A mi alrededor había gente debatiéndose y luchando con el agua; les oía
llamarse unos a otros. Y oí también ruido de remos. Evidentemente, aquel buque extraño
había arriado los botes. Pasado algún tiempo me maravillé de continuar aún con vida; había
perdido la sensación en los miembros inferiores y ya el frío empezaba a invadirme el corazón
y a paralizarlo. Pequeñas olas erizadas de espuma rompían de continuo sobre mí,
molestándome en grado sumo y produciéndome angustias indescriptibles.
Los ruidos se fueron haciendo menos distintos, pero finalmente oí en lontananza un
coro desesperado de gritos y comprendí que el Martínez acababa de hundirse. Más tarde,
ignoro el tiempo que transcurriría, recobré el sentido con un estremecimiento de espanto.
Estaba solo. Ya no se oían ni voces ni gritos..., únicamente el ruido de las olas, a las que la
niebla comunicaba reflejos sobrenaturales. El pánico en una multitud unida en cierto modo
por la comunidad de intereses no es tan terrible como el pánico en la soledad, y este pánico es
el que yo sufría ahora. ¿Adónde me arrastraban las aguas? El hombre del rostro colorado
había dicho que la corriente se alejaba de la Puerta de oro. Pues entonces, ¿me empujaba
hacia afuera? ¿Y el salvavidas que me sostenía? Yo había oído decir que estos objetos eran de
papel y cañas, por lo que pronto se saturaban y sumergían. Me sentía incapaz de nadar. Y
estaba solo, flotando, aparentemente, en medio de aquella inmensidad gris y primitiva.
Confieso que perdí la razón que chillé con todas mis fuerzas, como lo habrían hecho las
mujeres, y agité el agua con las manos entumecidas.
No tengo idea de cuánto duró esto, porque sobrevino una confusión de la que no
recuerdo más de lo que se recuerda de un sueño inquietante y doloroso. Cuando desperté me
pareció que habían transcurrido varias centurias; y vi surgir de la niebla, casi encima de mí, la
proa de un barco y tres velas triangulares, ingeniosamente enlazadas entre sí e hinchadas por
el aire. La proa cortaba el agua, formando borbotones de espuma, y no parecía abandonar el
rumbo. Traté de gritar, pero estaba demasiado agotado. Al zambullirse la proa, faltó poco
para que me tocara y me roció completamente la cabeza. Después comenzó a deslizarse por
mi lado el costado negro y largo de la embarcación, y tan cerca, que hubiera podido tocarlo
con la mano. Quise alcanzarlo con una loca resolución de agarrarme con las uñas a la madera,
pero los brazos sin vida me pesaban enormemente. De nuevo hice esfuerzos por gritar, pero
no logré emitir ningún sonido.
Pasó la proa del barco hundiéndose en una concavidad formada por las olas; y
distinguí a un hombre junto al timón y a otro que no parecía tener más ocupación que la de
fumar un cigarro. Vi el humo salir de sus labios, cuando volvió la cabeza lentamente y fijó
los ojos en el agua en dirección mía. Fue una mirada indiferente, impremeditada, una de esas
cosas casuales que hacen los hombres cuando no les llama particularmente otra tarea más
inmediata, pero que, sin embargo, han de realizarla porque viven y necesitan hacer algo.
En aquella mirada se juntaban la vida y la muerte. Pude ver cómo la niebla se tragaba
el barco; vi la espalda del hombre que estaba en el timón, y la cabeza del otro, hombre que se
volvía lenta, muy lentamente, y su mirada rozaba el agua hasta dirigirse por casualidad hacia
mí. En su semblante había una expresión de abandono, como de meditación profunda, y temí
que aquellos ojos, no obstante estar fijos en mí, no me vieran. Pero me encontraron y se
clavaron en los míos; y me vio, porque saltó sobre el timón, empujando al hombre a un lado,
y viró en redondo al mismo tiempo que voceaba unas órdenes. El barco pareció trazar una
tangente a su ruta anterior y saltó casi instantáneamente, perdiéndose en la niebla.
Yo sentía cómo me sumergía en la inconsciencia, y trataba con la fuerza de mi
voluntad de luchar contra aquella confusión que me ahogaba y las tinieblas que empezaban a
envolverme. Un poco después oí golpes de remo que iban acercándose y las voces de un
hombre. Cuando estuvo ya muy próximo, le oí gritar en tono enojado: %­Por qué diablo no
cantará?". Esto debía referirse a mí, pensé entonces; pero ya la confusión y las tinieblas me
envolvieron por completo.

Edited by astaroth1 - 16/8/2010, 18:13
 
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astaroth1
view post Posted on 16/8/2010, 17:14




CAPITULO II

Creí estar balanceándome en un ritmo poderoso por la inmensidad de la órbita.
Estallaban chispas de luz que pasaban raudas por mi lado. Comprendí que eran estrellas y
cometas resplandecientes que acompañaban mi fuga por entre los soles. Cuando alcancé el
límite de mi vuelo y me disponía a volverme, atronó los espacios el golpe de un gran gongo.
Durante un período de tiempo inconmensurable, gocé y saboreé mi formidable vuelo
envuelto en las ondulaciones de plácidas centurias.
Después el sueño cambió de aspecto; yo me decía que no podía ser sino un sueño. El
ritmo se fue acortando. Me sentía lanzado de un lado a otro con irritante rapidez. Apenas
podía cobrar aliento, tal era la fuerza con que me veía impelido a través del espacio. El gongo
sonaba con más frecuencia y más furia. Empecé a oírlo con un terror indecible. Después me
pareció que me arrastraban por una arena áspera, blanca y caldeada por el sol. Esto dio lugar
a una sensación de angustia infinita. Mi piel se chamuscaba en el tormento del fuego. El
gongo retumbaba. Las chispas luminosas pasaban junto a mí en una corriente interminable,
como si todo el sistema se precipitara en el vacío. Abrí la boca, respiré dolorosamente y abrí
los ojos. A mi lado, y manipulándome, había dos hombres arrodillados. Aquel ritmo poderoso
era el vaivén de una embarcación en el mar. El terrible gongo era una sartén colgada en la
pared que resonaba a cada movimiento del barco. La arena áspera y ardiente, las manos de un
hombre que me frotaba el pecho desnudo. Me encogí de dolor y levanté a medias la cabeza.
Tenía el pecho rojo y desollado y vi asomar unas gotitas de sangre por la piel inflamada y
lacerada.
-Ya habrá bastante, Yonson -dijo uno de los hombres-. ¿No ves que has frotado hasta
hacer salir sangre de esta piel tan delicada?
El hombre a quien se había llamado Yonson, un tipo gigantesco de escandinavo, cesó
de manipularme y se puso de pie pesadamente. El otro que había hablado no podía ocultar
que era londinense, tenía los rasgos puros y de una belleza enfermiza, casi afeminada, del
hombre que con la leche de su madre ha absorbido el sonido de las campanas de la iglesia de
Bow. Una gorra sucia de muselina en la cabeza y un delantal de dudosa limpieza alrededor de
sus angostas caderas proclamaban su condición de cocinero de la no menos sucia cocina del
barco en que me hallaba.
-¿Cómo se encuentra usted ahora, señor? -preguntó con una sonrisa servil,
consecuencia de varias generaciones de antepasados acostumbrados a esperar la propina.
Para responder, traté de sentarme, a pesar de mi gran debilidad, y Yonson me ayudó a
ponerme de pie. Los golpes de la sartén me atacaban los nervios horriblemente. No podía
reunir mis ideas. Apoyándome en las maderas de la cocina y debo confesar que la grasa de
que estaban impregnadas me hizo rechinar los dientes-, alcancé el escandaloso utensilio por
encima de los hornillos calientes, lo descolgué y lo dejé sobre la caja del carbón.
El cocinero hizo una mueca ante mis manifestaciones de nerviosidad y me puso en la
mano un vasito humeante, diciendo: `Esto le hará a usted bien". Era un brebaje nauseabundo -
café de barco-, pero el calor me reanimó. Mientras tragaba aquella infusión dirigí una mirada
a mi pecho desollado y sanguinolento, y me volví hacia el escandinavo.
-Gracias, míster Yonson -dije-; pero, ¿no cree usted que sus remedios son algo
heroicos?
Más que el reproche de mis palabras, comprendió el de mi gesto, pues levantó la
palma de la mano para examinarla. Era extraordinariamente callosa. Pasé la mía por las duras
desigualdades y una vez más me rechinaron los dientes al contacto de tan horribles aspereza.
-Mi nombre es Johnson, no Yonson -dijo en muy buen inglés, aunque un poco lento,
con un acento extranjero apenas perceptible.
En sus ojos de azul pálido asomó una dulce protesta, acompañada de franqueza tímida
y de una dignidad que me ganaron por completo.
-Gracias, mister Johnson -corregí, y le tendí la mano.
Titubeó, un poco avergonzado, se apoyó en una pierna, luego en la otra, y después
sonrojándose, cogió mi mano con vigoroso apretón.
-¿Tiene ropa seca que pueda ponerme? pregunté al cocinero.
-Sí, señor -contestó alegremente-. Bajaré corriendo y veré en mi equipaje, si usted,
señor, no tiene inconveniente en usar mis cosas.
Salió por la puerta de la cocina, o más bien, se escurrió, con un paso tan rápido y
suave que me llamó la atención por ser al mismo tiempo felino y untuoso. Esta untuosidad,
como pude comprobar más adelante, era el rasgo más saliente de su personalidad.
-¿Y dónde estoy? -interrogué a Johnson, a quien tomé, acertadamente, por uno de los
marineros-. ¿Qué clase de barco es éste y adónde se dirige?
-A la altura de las Farallones, con la proa al Sudoeste -respondió lentamente y con
método, como tanteando el inglés y observando estrictamente el orden de mis preguntas-. La
goleta Ghost, que se dirige al Japón a pescar focas.
-¿Y quién es el capitán? Necesito hablarle tan pronto como esté vestido.
Johnson pareció aturullarse. Se quedó titubeando mientras medía sus palabras y
componía una respuesta completa.
-El capitán es Wolf1 Larsen, o al menos así le llaman los hombres. Yo nunca le oí otro
nombre. Será bueno que le hable usted dulcemente. Esta mañana está loco. El segundo...
Pero no concluyó. Acababa de entrar el cocinero.
-Podrías salir de aquí, Yonson -dijo-. El viejo te necesitará en la cubierta, y no
conviene que le exasperes.
Johnson, obedeciendo, se volvió hacia la puerta, y al mismo tiempo, por encima del
hombro del cocinero me hizo un ademán de una solemnidad aterradora, como para dar más
energía a su interrumpida advertencia para hacerme comprender la necesidad de hablar
dulcemente al capitán.
Del brazo del cocinero pendían unas cuantas prendas de vestir revueltas, arrugadas,
malolientas y de aspecto repugnante.
-Están húmedas, señor -dijo a guisa de explicación-. Pero tendrá que remediarse con
ellas mientras seco las suyas al fuego.
 
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astaroth1
view post Posted on 17/8/2010, 14:32




Cogido e. las maderas, dando traspiés con el vaivén del barco y ayudado por el
cocinero, conseguí meterme en una burda camiseta de lana. En el mismo instante me raspó la
carne el desagradable contacto. Dándose cuenta de mis muecas y movimientos involuntarios,
sonrió con afectación:
-Supongo que no habrá usado en su vida nada semejante, porque tiene una piel tan
fina, que más parece de mujer. En cuanto le vi, adiviné que era usted un caballero.
Al principio me había inspirado repugnancia, pero cuando me ayudó a vestir, esta
repugnancia fue en aumento. Había algo repulsivo en su contacto. Me aparté de sus manos,
puesta toda mi carne en rebelión. Y entre esto y los olores que subían de los varios pucheros
que hervían en la cocina, me hacían desear el momento de salir al aire fresco. Además, había
necesidad de ver al capitán para ponernos de acuerdo sobre la manera de desembarcarme.
Una camisa de algodón, barata, con el cuello rozado y la pechera descolorida por algo
que juzgué antiguas manchas de sangre, me fue puesta, entre un tropel de comentarios y
excusas vehementes. Encerraban mis pies unas botas de cuero sin curtir, como las que usan
los obreros, y hacían las veces de pantalones unos calzones azules, deslavazados, de los
cuales una pierna era diez pulgadas más corta que la otra. Esta última hacía pensar en un
diablo que al querer apoderarse del alma del londinense se hubiese agarrado allí, quedándose
con la materia en vez del espíritu.
-¿A quién debo agradecer tanta amabilidad? -pregunté cuando ya estuve
completamente equipado, con una gorrita de niño en la cabeza, y llevando en lugar de
americana una chaqueta de algodón que me llegaba a la cintura y cuyas mangas apenas me
cubrían los codos.
El cocinero se apartó con un gesto de fingida humildad y una sonrisa implorante y
servil. Si no me engañaba la experiencia adquirida con los mayordomos de los trasatlánticos
al fin del viaje, hubiese jurado que esperaba una propina. Ahora que ya he tenido ocasión de
conocer más a fondo aquel ser, comprendo que el gesto fue inconsciente, debido, sin duda, a
un servilismo hereditario.
-Mugridge, señor -dijo con tono adulador, mientras sus facciones afeminadas se
dilataban en una sonrisa untuosa-. Thomas Mugridge, señor, servidor de usted.
-Muy bien, Thomas -repuse yo-. Me acordaré de usted cuando esté seca mi ropa.
Por su semblante se difundió una luz suave y brillaron sus ojos como si allá en las
profundidades de su ser sus antepasados se hubiesen animado y removido con el recuerdo de
las propinas recibidas en vidas anteriores.
-Gracias, señor -dijo muy agradecido y muy humilde, en verdad.
Se hizo a un lado al abrirme la puerta y salí a cubierta. A causa de mi prolongada
inmersión, me sentía aún débil. Me sorprendió una ventada, y dando traspiés por la movediza
cubierta, me dirigí hacia un ángulo de la cabina, en busca de apoyo. La goleta, con una inclinación
muy alejada de la perpendicular, se balanceaba movida por el profundo vaivén del
Pacifico. Si en realidad llevaba la dirección Sudoeste, como había dicho Johnson, el viento,
entonces, según mis cálculos, debía soplar aproximadamente del Sur. La niebla había desaparecido
y el sol llenaba de chispas e irisaciones la superficie del agua. Me volví cara al Este
donde sabía que debía hallarse California, pero no pude ver sino unas masas de niebla a poca
altura, indudablemente la misma que había ocasionado el desastre del Martínez y me había
traído al presente estado. Por el Norte, y no muy lejos, surgía del agua un grupo de rocas
desnudas, y sobre una de ellas se distinguía un faro. Hacia el Sudoeste y casi en nuestra ruta,
vi el bastidor piramidal de unas velas.
Después de haber reconocido el horizonte, volví me hacia lo que me rodeaba más
inmediatamente. Mi primer pensamiento fue que un hombre llegado de manera tan
inesperada, luego de codearse con la muerte, merecía más atención de la que yo recibía.
Aparte del marinero que iba en el timón y que me observaba curiosamente por encima de la
cabina, no atraje ya más miradas.
Todos parecían interesados en lo que en el centro del barco ocurría. Allí, echado sobre
las tablas, había un hombre gordo. Estaba completamente vestido, pero llevaba rasgada la
camisa por la pechera. Sin embargo, no se veía nada de su pecho, pues lo cubría una masa de
pelo negro semejante a una piel de perro. La cara y el cuello se ocultaban bajo una barba
negra salpicada de gris, que de no haber estado chorreando y lacia por efecto del agua, debió
ser tiesa y tupida. Tenía los ojos cerrados y parecía desvanecido, pero mostraba la boca muy
abierta y el pecho anhelante, esforzándose ruidosamente por respirar. De vez en cuando,
metódicamente, ya como una rutina, un marinero hundía en el mar un cubo de lona atado al
extremo de una cuerda, lo subía braza a braza y vertía su contenido sobre el hombre postrado.
Paseando de arriba abajo a lo largo de la cubierta y mascando furioso el extremo de
un cigarro, estaba el hombre cuya mirada casual me había rescatado del mar. Tendría una
altura quizás de cinco pies, diez pulgadas o diez y media, pero lo primero que me impresionó
en él no fue eso, sino su vigor. A pesar de su constitución sólida y de sus hombros anchos y
pecho elevado, no era la solidez de su cuerpo lo que caracterizaba su fuerza. Antes bien,
consistía en lo que podríamos llamar nervio, la dureza que atribuimos a los hombres flacos y
enjutos, pero que en él, a causa de su corpulencia, recordaba al gorila. No es que su exterior
tuviese nada de gorila; lo que yo pretendo describir es su fuerza misma como algo aparte de
su aspecto físico. Era esa fuerza que solemos asociar a las cosas primitivas, a las fieras y a los
seres que imaginamos son el prototipo de los habitantes de nuestros árboles; esa fuerza
salvaje, feroz, que este en sí misma, la esencia de la vida en lo que tiene de potencia del
movimiento, la propia materia elemental, de la cual han tomado forma otros muchos aspectos
de la vida; en una palabra, lo que hace retorcer el cuerpo de una serpiente después de haberle
sido cortada la cabeza y cuando la serpiente, como a tal, puede considerarse ya muerta, o lo
que persiste en el montón de la carne de la tortuga que rebota y tiembla al tocarla con el dedo.
Esa fue la impresión de fuerza que me produjo el hombre que caminaba de un lado a
otro. Se apoyaba sólidamente sobre las piernas; sus pies golpeaban la cubierta con precisión y
seguridad; cada movimiento de sus músculos, desde la manera de levantar los hombros hasta
la forma de apretar el cigarro con los labios, era decisivo y parecía ser el producto de una
fuerza excesiva y abrumadora. Sin embargo, aunque la fuerza dirigía todas sus acciones, no
parecía sino el anuncio de otra fuerza mayor que acechaba desde dentro, como si estuviera
dormida y sólo se agitara de vez en cuando, pero que podría despertar de un momento a otro,
terrible y violenta, cual la cólera de un león o el furor de una tormenta.
El cocinero asomó la cabeza por la puerta de la Bocina, haciéndome muecas
alentadoras y señalando al propio tiempo con el pulgar al hombre que paseaba por la cubierta.
Así me daba a entender que aquél era el capitán, el alejo, según había dicho él, el individuo
con quien debía entrevistarme, y al que ocasionaría la extorsión de tener que desembarcarme.
Ya me disponía a afrontar los cinco minutos tempestuosos que, sin duda, me
esperaban, cuando el desdichado que estaba en el suelo sufrió otro ataque más violento aún.
Se retorcía convulsivamente. La barba negra y húmeda se tendió hacia arriba, al envararse los
músculos de la espalda e hincharse el pecho en un esfuerzo inconsciente e instintivo para
obtener más aire. Aunque no lo veía, adivinaba que bajo las patillas la piel se había puesto
colorada.
El capitán, o Wolf Larsen, como le llamaban los hombres, cesó de pasear y clavó la
mirada en el moribundo. Tan cruel fue esta última lucha, que el marinero se detuvo en su
ocupación de rociarle con agua, y con el cubo de lona a medias levantado y derramando su
contenido por la cubierta, se le quedó mirando con curiosidad. El moribundo tocó un redoble
con los tacones sobre el entarimado, estiró las piernas y con un gran esfuerzo se puso rígido y
rodó la cabeza de un lado a otro. Después se relajaron los músculos, la cabeza dejó de rodar y de sus labios salió un suspiro como de profundo alivio; bajó la quijada, subió el labio
superior, y aparecieron dos hileras de dientes oscurecidos por el tabaco. Parecía como si sus
facciones se hubiesen helado en una mueca diabólica al mundo que había abandonado y
burlado.
Entonces sucedió una cosa sorprendente. El capitán se desató como una tormenta
contra el muerto. De su boca salía un manantial inagotable de juramentos. Y no eran
juramentos sin sentido o meras expresiones indecentes. Cada palabra (y dijo muchas) era una
blasfemia. Crujían y restallaban como chispas eléctricas. En toda mi vida había oído yo nada
semejante, ni lo hubiera creído posible. Por mi afición a la literatura, a las figuras y palabras
enérgicas, me atrevo a decir que yo apreciaba mejor que ningún otro la vivacidad peculiar, la
fuerza y la absoluta blasfemia de sus metáforas. Según pude entender, la causa de todo ello
era que el hombre, que era el segundo de a bordo, había corrido una juerga antes de salir de
San Francisco y después había tenido el mal gusto de morir al principio del viaje, dejando a
Wolf Larsen con la tripulación incompleta.
No necesitaría asegurar, al menos a mis amigos, cuán escandalizado estaba. Los
juramentos y el lenguaje soez me han repugnado siempre. Experimenté una sensación de
abatimiento, de desmayo y casi puedo decir de vértigo. Para mí, la muerte había estado siempre
investida de solemnidad y respeto. Se había presentado rodeada de paz y había sido
sagrado todo su ceremonial. Pero la muerte en sus aspectos sórdidos y terribles había sido
algo desconocido para mí hasta entonces. Como digo, al par que apreciaba la fuerza de la
espantosa declaración que salía de la boca da Wolf Larsen, estaba enormemente
escandalizado. Aquel torrente arrollador era suficiente para secar el rostro del cadáver. No me
hubiese sorprendido ver encresparse, retorcerse y andar entre humo y llamas la barba negra.
Pero el muerto no se dio por aludido. Continuaba desafiándole con su risa sardónica y
burlándose con cinismo. Era el dueño de la situación.

Edited by astaroth1 - 17/8/2010, 15:59
 
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astaroth1
view post Posted on 17/8/2010, 15:00




CAPITULO III

Wolf Larsen dejó de jurar tan súbitamente como había comenzado. Volvió a encender
el cigarro y miró a su alrededor. Sus ojos se fijaron por casualidad en el cocinero.
-¿Qué pasa? -dijo con una amabilidad acerada y fría.
-Sí, señor -contestó presuroso el cocinero, tratando de calmarle y disculparse
servilmente.
-¿No te parece que ya has estirado bastante el cuello? Es malsano, ¿sabes? El segundo
ha muerto, y no permito perderte a ti también. Tienes que cuidar mucho de tu salud,
¿entiendes?
La última palabra contrastaba notablemente con el tono de las frases anteriores y hería
como un latigazo. El cocinero quedó anonadado.
-Sí, señor -respondió humildemente, al mismo tiempo que desaparecía en la cocina la
cabeza delincuente.
Ante esta ligera repulsa, que sólo se había dirigido al cocinero, el resto de la
tripulación quedó indiferente y se ocupó en distintas tareas. Sin embargo, unos cuantos
hombres que haraganeaban aparte entre la escotilla y la cocina y que no tenían aspecto de
marineros, continuaron hablando en voz baja entre ellos. Más tarde supe que eran los
cazadores, los que mataban a las focas, y que formaban una casta superior a la de los vulgares
marineros.
-¡Johansen! -llamó Wolf Larsen. Un marinero avanzó, obediente-. Toma la aguja y el
rempujo y cose a este desdichado. En el cajón de las velas encontrarás lona vieja.
Aprovéchala.
-¿Qué le pondré en los pies, señor? -preguntó el hombre después del acostumbrado,
"¡Ay, ay, señor!".
-Ya veremos -contestó Wolf Larsen, y elevó la voz para llamar al cocinero.
Thomas Mugridge salió de la cocina como un muñeco de resorte.
-Baja y llena un saco de carbón... ¿Hay alguno de vosotros que tenga alguna Biblia o
un libro de oraciones? -volvió a preguntar el capitán, dirigiéndose esta vez a los cazadores
que haraganeaban por los alrededores de la escalera.
Movieron la cabeza, y uno de ellos hizo alguna observación jocosa que no pude oír,
pero que promovió una carcajada general.
Wolf Larsen repitió la pregunta a los marineros. Las Biblias y los libros de oraciones
parecían objetos raros; pero uno de los hombres se ofreció voluntariamente a proseguir la
investigación entre los que estaban de guardia abajo, volviendo un minuto después con el
informe de que no había ninguna.
El capitán encogió los hombros.
-Pues lo tiraremos sin discurso, a no ser que nuestros réprobos de aspecto clerical
sepan de memoria el servicio de difuntos.
En esto había dado una vuelta en redondo y estaba cerca de mí.
-Tú eres predicador, ¿verdad? -me preguntó.
Los cazadores, que eran seis, se volvieron como un solo hombre y me miraron. Yo
comprendía dolorosamente mi semejanza con un espantajo. Al verme, prorrumpieron en una
carcajada, que la presencia del muerto, tendido ante nosotros y con los dientes apretados, no
fue bastante a moderar; una carcajada tan áspera, tan dura y tan franca como el mismo mar,
una carcajada nacida de los sentimientos groseros y las sensibilidades embotadas de unas
naturalezas que no conocían ni la nobleza ni la educación.
Wolf Larsen no se rió, pero en sus ojos grises brilló una ligera chispa de alegría; y en
aquel momento en que avancé hasta llegar junto a él, recibí la impresión del hombre en sí, del
hombre que nada tenía de común con su cuerpo, ni con el torrente de blasfemias que le había
oído vomitar. El rostro de facciones grandes y líneas pronunciadas y correctas, si bien proporcionado,
a primera vista parecía macizo; pero después sucedía lo mismo que con el cuerpo,
desaparecía esta impresión y nacía el convencimiento de una tremenda y excesiva fuerza
mental o espiritual oculta que dormía en las profundidades de su ser. La mandíbula, la barba,
la frente hermosa, despejada y abultada encima de los ojos, aunque fuertes en si mismos,
extraordinariamente fuertes, parecían revelar un inmenso vigor espiritual escondido y fuera
del alcance de la vista. No había manera de sondar un espíritu semejante, ni de medirlo o
determinarlo con límites y medidas, ni de clasificarlo exactamente en un estante con otros
similares.
Los ojos -y yo estaba destinado a conocerlos bien eran hermosos, grandes y rasgados
como los de los verdaderos artistas, protegidos por espesas pestañas y con unas cejas negras
tupidas y arqueadas. Las pupilas eran de ese gris desconcertante que nunca es dos veces
igual, que recorre muchos matices y colores como la seda herida por el sol, que es gris oscuro
y brillante, gris verdoso, y a veces parece azul claro como las aguas marinas. Eran ojos que
ocultaban el alma de mil maneras, y que algunas veces, en muy raras ocasiones, se abrían y le
permitían salir, como si fuera a lanzarse desnuda por el mundo en busca de alguna aventura
maravillosa; ojos que podían cobijar toda la melancolía desesperada de un cielo plomizo; que
podían producir chispas de fuego como el choque de las espadas: que sabían volverse fríos
como un paisaje ártico y de nuevo dulcificarse y encenderse con reflejos amorosos, intensos y
masculinos; atrayentes e irascibles, que fascinan y dominan a las mujeres hasta que se rinden
con una sensación de placer, de alivio y de sacrificio.
Pero volviendo a lo primero, le dije que, desgraciadamente, para el servicio de
difuntos yo no era predicador, y entonces me preguntó rudamente:
-¿De qué vives, pues?
Confieso que nunca se me había dirigido tal pregunta ni la había pensado jamás.
Quedé del todo cortado, y al recobrar la serenidad, tartamudeé:
-Yo..., yo soy... un caballero.
Su labio se torció con un breve gesto de desdén.
-He trabajado, trabajo -exclamé impetuosamente, como si él hubiese sido mí juez y
necesitara justificarme, dándome cuenta al mismo tiempo de mi notoria estupidez al hablar de
aquel asunto.
-¿Para ganarte la vida?
Había algo en él algo tan imperioso y dominador, que me sentía completamente fuera
de mí y azorado, hubiese dicho Furuseth, como un niño ante un maestro de escuela inflexible.
-¿Quién te mantiene? -fue la siguiente pregunta.
-Poseo una fortuna -contesté resueltamente, y en el mismo instante me hubiese
mordido la lengua-. Perdone usted, pero esto no tiene ninguna relación con lo que tenemos
que tratar.
El hizo caso omiso de mi protesta.
-¿Quién la ganó, eh...? Ya me lo figuro: tu padre. Te sostienes sobre las piernas de un
muerto. Nunca has usado las tuyas. No podrías andar solo un día entero, ni buscar el alimento
de tu estómago para tres comidas. Enséñame la mano.
Su formidable fuerza oculta debió removerse en aquel mismo punto, o debí
descuidarme un momento, pues antes de que me apercibiese había avanzado dos pasos,
cogido mi mano derecha con la suya, y la levantaba para examinarla. Traté de retirarla, pero
sus dedos se cerraron sin esfuerzo aparente alrededor de los míos, hasta el extremo que creí
me la machacaba. Bajo tales circunstancias era difícil conservar la dignidad. Yo no podía huir
o luchar como un chiquillo, ni mucho menos podía atacar a aquel hombre, que me hubiese
retorcido el brazo hasta rompérmelo. No me quedaba más remedio que estarme quieto y
aguantar aquella vejación. Tuve tiempo de ver cómo vaciaban sobre cubierta los bolsillos del
muerto y cómo su cuerpo y su mueca quedaban envueltos en una lona, cuyos pliegues cosía
con burdo hilo blanco el marinero Johansen, dejando ver la aguja, que apoyaba
ingeniosamente en un trozo de cuero ajustado a la palma de la mano.
 
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nubarus
view post Posted on 17/8/2010, 15:32




Wolf Larsen dejó caer la mía con un gesto desdeñoso.
-Las manos de los muertos te las han conservado finas. Buenas únicamente para
fregar platos y hacer trabajos de marmitón.
-Deseo que se me desembarque -dije firmemente, porque sabía que observaban-.
Pagaré cuanto juzgue usted que vale su molestia.
Me miró con curiosidad y a sus ojos asomó la burla.
-Voy a proponerte otra cosa, para bien de tu alma. Mi segundo ha muerto, y van a
ascender todos. Un marinero subirá a popa para ocupar el lugar del segundo, el grumete
pasará a ser marinero y tú serás grumete. Firmas el contrato para la expedición, veinte dólares
mensuales, y ya está. ¿Qué dices a esto? Y piensa que es para bien de tu alma. Es
precisamente lo que tú necesitas; así aprenderás a sostenerte sobre tus propias piernas y tal
vez a hacer pinitos.
Pero yo no me di por aludido. Las velas del barco que había visto a Sudoeste se
habían hecho más grandes y más visibles. Eran de una goleta igual que el Ghost, aunque de
casco más pequeño. Constituía un lindo espectáculo verla saltar y volar hacia nosotros, y
seguramente iba a pasar muy cerca. El viento había arreciado de pronto y el sol había
desaparecido, enojado tras sus vanos esfuerzos por seguir luciendo. El mar empezaba a
agitarse, volviéndose de un color plomizo, desagradable, y comenzaba a lanzar a lo alto
montañas de espuma. Habíamos aumentado la velocidad y el barco corría mucho más
inclinado. Un golpe de viento hundió la borda, y el agua, por un momento, barrió la cubierta
de aquel lado, haciendo levantar rápidamente los pies a dos marineros.
-Aquel barco pasará pronto por aquí -dije después de un instante de silencio-. Como
lleva dirección contraria, es probable que vaya a San Francisco.
-Muy probable -respondió Wolf Larsen, volviéndose en parte y gritando: "¡Cocinero,
cocinero!".
El cocinero salió.
-¿Dónde está aquel muchacho? Dile que le necesito.
-Sí, señor.
Thomas Mugridge corrió a popa y desapareció por otra escalera próxima al timón. Un
momento después surgís un sujeto de dieciocho o diecinueve años, corpulento, de aspecto vil
y enfurruñado, andando sobre los talones.
-Ahí viene, señor -dijo el cocinero.
Pero Wolf Larsen, sin fijarse en este héroe, se volvió hacia el grumete
-¿Cómo te llamas, muchacho?
-George Leach, señor -respondió de mal humor, y el continente del muchacho
mostraba bien a las claras que adivinaba la razón por que había sido llamado.
-No es un nombre irlandés -repuso el capitán con perversa intención-. O'Toole o
McCarthy sentarían algo mejor a tu aspecto. A no ser que haya algún irlandés entre las
relaciones de tu madre.
Vi crisparse los puños del muchacho ante el insulto y la sangre le enrojeció la nuca.
-Pero dejemos eso -continuó Wolf Larsen-. Debes tener excelentes razones para
olvidar tu nombre, y me gustaría que no te ocasionara ningún perjuicio mientras
permanecieras a bordo. Por supuesto, tú te inscribiste en el puerto de Telegraph Hill; pero
como suelen hacerlo allí o más sucio todavía. Ya conozco la especie. Bueno, puedes decidir
si quieres que lo suprimamos aquí. ¿Comprendes? A ver, ¿quién te embarcó?
-McCready & Swanson.
-¡Señor! -vociferó Wolf Larsen.
-McCready & Swanson, señor -corrigió el muchacho, a cuyos ojos asomó la llama del
odio.
-¿Quién tiene el dinero que te adelanté?
-Ellos, señor.
-Me lo figuraba. Pudiste dejárselo bien contento. Todo era poco a cambio de
desaparecer en seguida. Ya habrás oído decir que te están buscando varios caballeros.
Instantáneamente el muchacho se trocó en una fiera. Encogió el cuerpo como si se
dispusiera a saltar, y su semblante se metamorfoseó en el de un animal enfurecido cuando
gritó:
-Esto es una...
-¿Una qué? -preguntó Wolf Larsen con una dulzura singular en la voz, como si
sintiera una curiosidad invencible por conocer la palabra no pronunciada.
El muchacho titubeó, después hizo un esfuerzo por dominarse.
-Nada, señor, lo retiro.
-Pues me demuestras que yo tenía razón -dijo, con una sonrisa satisfecha-. ¿Cuántos
años tienes?
-Acabo de de cumplir dieciséis, señor.
-Mentira. Tú ya no cumplirás dieciocho. Con todo, estás desarrollado y tienes una
musculatura de caballo. Coge el fardo y pasa al castillo de proa. Ahora eres remero; has
ascendido, ¿ves?
Sin esperar a que el muchacho aceptara, el capitán se volvió hacia el marinero que
acababa la fúnebre tarea de coser el envoltorio del cadáver.
-Johansen, ¿conoces algo de navegación?
-No, señor.
-Bueno, no importa; lo mismo puedes ser segundo. Lleva tus cosas a popa al sitio del
segundo.
-¡Ay, ay, señor! -respondió Johansen alegremente, dirigiéndose a proa.
Mientras tanto, el grumete continuaba sin moverse.
-¿Qué esperas? -preguntó Wolf Larsen.
-Yo no me ajusté como remero, señor -repuso-. Entré de grumete y no quiero ser
remero.
-Anda y haz lo que te he dicho.
Esta vez la orden de Wolf Larsen era extraordinariamente imperiosa. El muchacho le
clavó la vista con obstinación y se negó a marcharse.
Entonces hubo otro despertar de la formidable fuerza de Wolf Larsen. Fue algo
completamente inesperado lo que sucedió en el intervalo de los segundos. Dio un salto a
fondo, de seis pies, y metió el puño en el estómago de Leach. En el mismo instante, como si
me hubiesen herido a mí, sentí un choque tremendo en la misma parte del cuerpo. Lo hago
constar para demostrar cuán sensible era mi sistema nervioso y lo poco acostumbrado que
estaba yo a espectáculos brutales. El grumete, que pesaría cuando menos ciento sesenta y
cinco libras, se plegó alrededor del puño con la misma flexibilidad que un trapo mojado
alrededor de un palo. Se levantó en el aire, describió una breve curva y cayó junto al cadáver,
golpeando la cubierta con la cabeza y los hombros, y allí permaneció retorciéndose de dolor.
-¿Qué hay? -me preguntó Larsen-. ¿Estás decidido?
Yo había mirado casualmente hacia la goleta que se aproximaba, y ahora se hallaba a
nuestra vista a una distancia no mayor de doscientas yardas. Era una embarcación pequeña,
muy elegante y bien conservada. Sobre una de sus velas pude leer un gran número negro, y
me pareció, recordando los dibujos que había visto, un barco-piloto.
-¿Qué es este barco? -pregunté.
-El barco-piloto Lady Mine -contestó Wolf Larsen de mala manera.-. Ha dejado a los
pilotos y corre hacia San Francisco. Con este viento llegará en cinco o seis horas.
-Entonces, ¿tiene usted la bondad de hacerles una seña, a fin de que pueda
desembarcar?
-Lo siento, porque he perdido el libro de señales -advirtió, y los cazadores celebraron
la gracia con muecas.
Reflexioné, mirándole directamente a los ojos. Había visto el terrible tratamiento de
que había sido objeto el grumete, y sabía que probablemente me pasaría lo mismo, si no peor.
Como digo, reflexioné, y entonces realicé el acto más valeroso de mi vida. Corrí hasta la
borda agitando los brazos y gritando:
-¡Lady Mine! ¡Desembárquenme! ¡Mil dólares si me desembarcan!
 
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belzebuth666
view post Posted on 17/8/2010, 15:42




Esperé, observando a dos hombres que estaban junto al timón, uno de ellos
gobernando, el otro se llevaba un megáfono a los labios. Yo no volvía la cabeza, pero a cada
momento esperaba un golpe mortal del bruto humano que había detrás de mí. Al fin, después
de unos instantes, que me parecieron siglos, no pudiendo resistir aquella tentación, miré en
derredor. No se había movido. Se hallaba en la misma posición, balanceándose blandamente
con el vaivén del barco y encendiendo otro cigarro.
-¿Qué pasa? ¿Alguna avería?
Este grito procedía del Lady Mine.
-¡Sí! -exclamé con toda la fuerza de mis pulmones-. ¡Vida o muerte! ¡Mil dólares si
me desembarcan!
-Demasiada confusión en San Francisco para la salud de mi tripulación -gritó Wolf
Larsen después-. ¡Este -y me indicó a mí con el pulgar- cree ver ahora serpientes de mar y
monos!
El hombre del Lady Mine respondió con una carcajada a través del megáfono, y el
barco-piloto pasó de largo.
-¡Mándalo al infierno! -gritó finalmente, y los dos hombres agitaron los brazos en
señal de despedida. Me apoyé desesperado sobre la barandilla, mirando cómo la elegante
goleta hacía crecer la extensión desierta del océano que nos separaba y pensando que
probablemente estaría en San Francisco dentro de cinco o seis horas. Parecía que la cabeza
iba a estallarme; tenía un dolor en la garganta como si mi corazón hubiese subido hasta allí.
Una ola rizada rompió en el costado y me salpicó los labios. El viento soplaba con fuerza y el
Ghost corría mucho más, hundiendo la barandilla de sotavento. Oía cómo el agua se precipitaba
sobre la cubierta.
Cuando me volví un momento después, vi al grumete levantarse dando traspiés.
Estaba mortalmente pálido y se encogía queriendo reprimir el dolor. Parecía enfermo.
-Qué, ¿te vas a proa? -preguntó Wolf Larsen.
-Sí, señor -respondió acobardado.
-¿Y tú? -me interrogó a mí.
-Le daré a usted mil... -empecé, pero fui interrumpido.
-¡Guarda eso! ¿Estás dispuesto a cumplir tus deberes de grumete, o habré de enseñarte
por mi mano? ¿Qué iba a hacer? Ser brutalmente apaleado, muerto quizás, de nada serviría
en mi caso. Miré con fijeza en aquellos ojos grises, crueles. Toda la luz y el calor del alma
humana que contenían debían estar petrificados. En los ojos de algunos hombres se ve la
agitación de su alma; pero los suyos eran fríos y grises como el mismo mar.
-¿Qué hay?
-Sí -dije.
-Di: sí, señor.
-Sí, señor -enmendé.
-¿Cómo te llamas?
-Van Weyden, señor.
-¿El primer nombre?
-Humphrey, señor. Humphrey van Weyden.
-¿Edad?
-Treinta y cinco años, señor.
-Bien va. Vete al cocinero y aprende tus obligaciones.
Y así fue cómo pasé a un estado de servidumbre involuntaria con Wolf Larsen. El era
más fuerte que yo, y esto era todo. Pero entonces me parecía muy irreal; y ahora, cuando miro
hacia atrás, no me parece más real que entonces. Para mí será siempre una cosa monstruosa,
inconcebible, una horrible pesadilla.
-Alto, no te vayas ahora.
Me detuve obedientemente en mi camino hacia la cocina.
-Johansen, llama a los hombres ahora que lo hemos resuelto todo; celebraremos el
entierro y libraremos la cubierta de trastos inútiles.
Mientras Johansen bajaba a avisar a los del cuarto, dos marineros, bajo la dirección
del capitán, colocaban el cadáver envuelto en lona sobre una tapa de escotilla.
A cada lado de la cubierta, contra la barranquilla y con las quillas hacia arriba, había
atados un buen número de pequeños botes. Varios hombres levantaron la tapa de escotilla con
su fúnebre carga, la transportaron a sotavento y la colocaron encima de los botes con los pies
afuera. Atado a los mismos iba el saco de carbón que el cocinero había llenado.
Yo había imaginado siempre que un sepelio en el mar era una ceremonia muy
solemne que inspiraba respeto, pero en éste, al menos, me llevé una gran desilusión. Uno de
los cazadores, pequeño y de ojos negros, a quien sus compañeros llamaban Smoke contaba
historias abundantemente salpicadas de juramentos y obscenidades, y a cada minuto, poco
más o menos, el grupo de cazadores soltaba la carcajada, que me parecía un coro de lobos o
de espíritus infernales. Los marineros se reunieron a popa ruidosamente, y algunos que
subían del cuarto se frotaban los ojos cargados de sueño y hablaban entre ellos en voz baja.
En sus semblantes había una expresión siniestra de enojo. Era evidente que no les gustaba la
perspectiva de un viaje bajo las órdenes de tal capitán y comenzando bajo tan malos
auspicios. De vez en cuando dirigían a Wolf Larsen miradas furtivas y pude comprender que
recelaban de aquel hombre.
Este avanzó hacia la tapa de la escotilla, y todas las cabezas se descubrieron. Los
observé con la mirada: veinte hombres entre todos; veintidós, incluyendo al hombre del
timón y a mí. Mi inspección curiosa podía perdonárseme, pues parecía ser mi destino convivir
con ellos en aquella miniatura de mundo flotante, Dios sabría cuántas semanas o meses.
Los marineros, en su mayoría, eran ingleses o escandinavos, y sus caras eran las de unos
hombres torpes y estólidos. En cambio, los rostros de los cazadores, de líneas duras y con las
huellas de todas las pasiones, revelaban más energía y variedad. Aunque parezca extraño,
noté en seguida que las facciones de Wolf Larsen no representaban tanta perversidad. No
descubría nada maligno en ellas. Es verdad que había líneas, pero sólo indicaban decisión y
firmeza; antes bien, era un semblante franco y abierto, cualidades que acentuaba el hecho de
estar completamente rasurado. Apenas podía creer, hasta que ocurrió el incidente referido,
que aquel rostro fuese el de un hombre que pudiera comportarse como lo había hecho con el
grumete.
En aquel momento, cuando abrió la boca para hablar, las ráfagas de viento empezaron
a golpear la goleta e hiciéronla hundir de costado. El viento entonaba un canto feroz a través
de los aparejos; algunos cazadores miraron a lo alto con inquietud; la borda de sotavento,
donde yacía el cadáver, estaba bajo el agua, y cuando la goleta se enderezó, las olas barrieron
la cubierta, mojándonos más arriba de nuestros zapatos. Nos cayó encima un aguacero y las
gotas nos herían como si fueran granizo. Cuando pasó, Wolf Larsen empezó a hablar, y los
hombres, con la cabeza desnuda, se balanceaban al unísono con el vaivén del barco.
-No recuerdo sino una parte del servicio -dijo-, que es: "Y el cuerpo se arrojará al
mar". Así, pues, ya podéis arrojarlo.
Cesó de hablar; los hombres que sostenían la tapa de la escotilla parecían perplejos,
extraviados, sin duda, de la brevedad de la ceremonia. Se lanzó sobre ellos furioso.
-¡Levantad este extremo, malditos! ¿Qué demonios os pasa?
Levantaron la tapa de la escotilla con una precipitación sensible, y como un perro
lanzado por la borda, se hundió el muerto en el mar empezando por los pies.
El saco de carbón le arrastró hacia el fondo y desapareció.
-Johansen -dijo Wolf Larsen brevemente al otro segundo-, que permanezcan todos
sobre cubierta ahora que han subido; recoged las gavias y los foques y aseguradlos bien. Se
nos viene encima un Sudeste; también convendrá que se rice el foque y la vela mayor
mientras permanecéis por aquí.
Un instante después había gran agitación en la cubierta. Johansen rugiendo órdenes y
los hombres apretando, arriando cuerdas de diversas clases, siendo todo aquello confusión
para un hombre de tierra como yo. Pero lo que me sorprendió particularmente fue la falta de
sentimientos. El muerto era un episodio que ya había pasado, un incidente que se había
hundido envuelto en una lona y con un saco de carbón, mientras el barco seguía su rumbo y
continuaba su trabajo. Nadie estaba afectado. Los cazadores volvían a reír con una historia
nueva de Smoke; los hombres tiraban y halaban, y dos de ellos trepaban a lo alto; Wolf
Larsen observaba el cielo nuboso a barlovento, y el hombre muerto, sepultado con sordidez,
hundiéndose, hundiéndose...
Entonces fue cuando la crueldad del mar, su Inflexibilidad y su respeto se apoderaron
de mí. La vida había perdido el valor y la seriedad y se había convertido en una cosa bestial y
sin nombre; era el barco sin alma puesto en movimiento. Permanecí en la barandilla de
sotavento, junto a los obenques, y mirando por encima de las tristes olas cubiertas de espuma
los bancos de niebla poco elevados que impedían ver San Francisco y la costa de California.
Caían algunos chaparrones que casi me ocultaban la niebla, y esta extraña embarcación, con
sus hombres terribles, impelida por el viento y el mar y saltando acompasadamente, se dirigía
hacia el Sudoeste, internándose en la gran extensión desierta del Pacífico.
 
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belzebuth666
view post Posted on 17/8/2010, 16:06




CAPITULO IV

Todo lo que me sucedió después en la goleta Ghost, al tratar de adaptarme al nuevo
ambiente, no puede sino formar parte del capítulo de dolores y humillaciones. El cocinero, a
quien la tripulación llamaba el Doctor, Tommy, los cazadores y Cocinero, Wolf Larsen, se
había trocado en otra persona. La diferencia sufrida en mi estado trajo una diferencia
correspondiente en su trato conmigo. Todo lo que antes tuvo de servil y adulador, tenía ahora
de dominante y belicoso. En realidad, yo no era ya el caballero distinguido, con una piel tan
fina como la de una dama, sino un grumete vulgar y sin importancia.
Insistía absurdamente en que le llamase míster Mugridge, y su conducta y su talante
cuando me enseñaba mis deberes eran insufribles. Además de mi trabajo en la cabina, que se
componía de cuatro camarotes, suponía que debía ser su ayudante en la cocina, y mi colosal
ignorancia respecto a cosas como el mondar patatas y fregar cacharros grasientos era para él
un manantial inagotable de admiraciones sarcásticas. Se negaba a tomar en consideración lo
que yo era, o mejor dicho, cuáles habían sido mi vida y mis costumbres. Esta era en parte la
actitud que había adoptado para conmigo, y confieso que antes de terminarse el día le odiaba
con una intensidad tal, como nunca había odiado a nadie hasta entonces.
El primer día resultó más difícil para mí por el hecho de que el Ghost, con todos los
rizos (términos como éste no los aprendí hasta más adelante), capeaba lo que míster
Mugridge llamaba un "Sudeste aullador". A las cinco y media, y bajo su dirección, puse la
mesa en la cabina, con las bandejas para el mal tiempo, y después transporté desde la cocina
el té y la carne asada. Con esta oportunidad no puedo evitar el relatar mi primera experiencia
en un mar revuelto.
-Anda con cuidado o irás de narices -ordenó míster Mugridge cuando salí de la cocina
con una gran tetera en una mano y en el hueco del otro brazo varios panes tiernos.
En aquel momento, uno de los cazadores, un mucho alto y espigado, llamado
Henderson, se dirigía a popa, yendo desde la bodega (nombre con que jocosamente designan
los cazadores la parte central del barco donde duermen) a la cabina. Wolf Larsen estaba en la
toldilla fumando el sempiterno cigarro.
-¡Ahí viene! ¡Agárrate bien! -gritó el cocinero.
Me detuve, porque no sabía qué era lo que venía, y vi la puerta de la cocina cerrarse
con estrépito. Después vi a Henderson saltar como un loco hacía el aparejo mayor subiendo
por la parte interior, hasta que estuvo unos cuantos pies más alto que mi cabeza. Vi también
una ola enorme retorcida y cubierta de espuma suspendida por encima de la barandilla. Me
hallaba directamente bajo ella. Todo era tan nuevo y extraño que mirando no lo advertía con
rapidez. Comprendí que me encontraba en peligro, y eso fue todo. Estaba sin movimiento,
atemorizado. Entonces, Wolf Larsen gritó desde la toldilla:
-¡Agárrate, tú! ¡Tú, Hump!
Pero fue demasiado tarde. Di un salto en dirección del aparejo, al que hubiera- podido
asirme, más viene sorprendido por el muro de agua al caer. Lo que sucedió después me
parece muy confuso; estaba debajo del agua sofocado y ahogándome. Me sentí elevado del
suelo dando vueltas y revueltas y por fin arrastrado no sé dónde. Varias veces choqué con
objetos duros, y una de tantas recibí un golpe terrible en la rodilla derecha. Después cesó de
pronto la inundación y volví a respirar el aire puro. Había sido barrido desde barlovento a los
imbornales contra la cocina y alrededor de la escalera de la bodega. La rodilla herida me
producía un dolor atroz; no podía apoyarme sobre ella, o cuando menos eso pensaba yo, y
creía seguro haberme roto la pierna. Pero el cocinero estaba detrás de mí, gritando desde la
puerta de la cocina que daba a sotavento.
-¡Eb, tú! ¡No te entretengas toda la noche! ¿Dónde está la tetera? ¿Se ha caído al mar?
¡Ojalá te hubieses roto el cuello!
Hice lo posible por ponerme de pie. Todavía conservaba en la mano la enorme tetera.
Llegué cojeando hasta la cocina y se la di. Pero estaba completamente indignado, no sé si con
indignación real o fingida.
-Te aseguro que eres una calamidad. Me gustaría saber para qué sirves. ¿Para qué
sirves? No sabes llevar un poco de té sin verterlo. Ahora tendré que hervir más... ¿Pero por
qué resoplas? -estalló otra vez, con nueva rabia-. ¿Porque te has hecho daño en la piernecita,
pobre nene, encanto de su mamá?
Yo no resoplaba, aunque es posible que mi rostro expresara con algún gesto mi dolor.
Pero hice un llamamiento a toda mi resolución, apreté los dientes, y sin más contratiempos
anduve renqueando de la cocina a la cabina y de la cabina a la cocina, una y otra vez. Dos
cosas había ganado con mi accidente: una desolladura en la rodilla, que me fastidió varios
meses, y el nombre de Hump con que me había llamado Wolf Larsen desde la toldilla. Ya no
se me conoció en todo el barco por otro nombre, hasta llegar esta palabra a formar parte de
mis procesos imaginativos, de tal suerte, que llegué a pensar que yo era realmente Hump y
que toda la vida no había sido otra cosa.
No era empresa fácil servir a la mesa de la cabina, donde se sentaban Wolf Larsen,
Johansen y los seis cazadores. Por de pronto, la cabina era pequeña y los cabeceos y
movimientos de la goleta dificultaban más aún dar la vuelta a su alrededor, como me veía
obligado a hacer.
Pero lo que más me molestaba era la total ausencia de simpatía en los hombres a los
cuales servía. A través de la ropa sentía hincharse la rodilla y estaba enfermo y extenuado del
daño que me producía. En el espejo me veía el semblante pálido y cadavérico descompuesto
por el dolor. Todos los hombres debieron ver mi estado, pero ninguno me hablé o se dio
cuenta de mi presencia, tanto que casi le quedé agradecido a Wolf Larsen cuando más tarde,
hallándome fregando los platos, me dijo:
-No te preocupes por tan poca cosa. Con el tiempo te acostumbrarás. Cojearás un
poco, pero eso no será obstáculo para que aprendas a andar. Eso es lo que vosotros llamáis
una paradoja, ¿verdad? -añadid.
Pareció complacido cuando incliné la cabeza con el acostumbrado "Sí, señor".
-Supongo que conoces algo de literatura, ¿eh? Bien. Charlaremos algún rato.
Y después, sin hacerme más caso, se volvió y subió a cubierta.
 
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astaroth1
view post Posted on 17/8/2010, 16:58




Aquella noche, después de acabar con una cantidad abrumadora de trabajo, me
enviaron a dormir en la bodega, donde me instalé en un camarote de reserva. Estaba contento
de verme libre de la presencia detestable del cocinero y de poder acostarme. Me sorprendí al
ver que las ropas se me habían secado encima, sin que notase síntomas de un resfriado a pesar
del último remojón y de la inmersión prolongada a consecuencia del desastre del Martínez.
En circunstancias ordinarias, después de todo lo que había sufrido, hubiera tenido que
guardar cama y entregarme a los cuidados de una experta enfermera.
La rodilla me molestaba horriblemente. A mi entender, la rótula se había puesto de
canto en el centro de la tumefacción. Mientras estaba sentado en la litera, examinándola, los
seis cazadores se hallaban todos en la bodega, fumando y hablando en voz alta. Henderson
me dirigid casualmente una mirada.
-Tiene mal aspecto -comentó-. Atale un trapo alrededor y no será nada.
Eso fue todo. En tierra, hubiese estado en la cama tendido de espaldas, asistido por un
cirujano, con la orden expresa de observar un reposo absoluto. He de ser, sin embargo, justo
con aquellos hombres. Tan insensibles como se mostraban a mis sufrimientos, lo eran
igualmente para los suyos cuando les ocurría algo, y esto, creo yo, era debido primero a la
costumbre y después a que su temperamento era menos sensitivo. Me figuro que realmente
un hombre de constitución delicada y sensibilidad exquisita sufriría dos o tres veces más que
aquellos con el mismo daño.
A pesar de estar tan cansado, agotado más bien, el dolor de mi rodilla me impedía
dormir. Era todo lo que podía hacer para no quejarme a voces. En casa hubiese, sin duda
alguna, desahogado mi angustia, pero este ambiente nuevo y primitivo, parecía exigir una
represión feroz. Como los salvajes, estos hombres eran también estoicos para las cosas
grandes, e infantiles para las pequeñas. Recuerdo haber visto después, durante el viaje, a
Kerfoot, otro de los cazadores, con un dedo aplastado, hecho una papilla, y a pesar de eso ni
siquiera murmuré o cambié la expresión de su semblante; sin embargo, he visto al mismo
hombre arrebatarse exageradamente por una insignificancia.
Eso es lo que hacía ahora: vociferaba, rugía, agitaba los brazos y juraba como un
demonio, todo por un desacuerdo con otro cazador respecto si un cachorro de foca sabía
nadar instintivamente; él sostenía que sí que podía nadar desde el instante en que nacía; el
otro cazador, Latimer, un sujeto de tipo yanqui, flaco, de ojos pequeños y astutos, sostenía lo
contrario: que el cachorro nacía en tierra por la sencilla razón de que no podía nadar viéndose
por lo mismo la madre obligada a enseñarle, como los pájaros enseñan a sus pequeñuelos a
volar.
La mayor parte del tiempo, los cuatro cazadores restantes, apoyados o tumbados en
sus literas, dejaban que discutiesen los dos rivales; pero estaban sumamente interesados, pues
alguna que otra vez tomaban parte a favor de uno de ellos y a veces hablaban todos a la vez,
hasta que sus voces sonaban como truenos. Con todo y ser tan pueril e insignificante el
tópico, el carácter de sus razonamientos era todavía más pueril e insignificante. En realidad,
había muy poco razonamiento o absolutamente ninguno; su método era de afirmación, suposición
y amenazas. Ellos probaban que el cachorro de foca podía o no nadar al nacer,
estableciendo muy belicosamente la proposición y haciéndola seguir de un ataque a la
opinión del contrario, a su sentido común, nacionalidad o pasado histórico. La réplica era
muy semejante.
He relatado esto para demostrar el calibre mental de los hombres con quienes estaba
en contacto. Intelectualmente, eran niños encerrados en el interior físico de hombres.
Y fumaban, fumaban incesantemente un tabaco ordinario, barato y maloliente. La
atmósfera estaba espesa y caliginosa con aquel humo, y esto, combinado con el movimiento
violento del barco luchando con el temporal, me hubiese mareado seguramente, de haber
tenido propensión a ello. Con todo, sentía náuseas, aunque bien pudieran ser debidas al dolor
de mi pierna y a mi agotamiento.
Mientras estaba allí acostado, reflexionando, púseme a pensar en mí y en la situación
en que me encontraba. Era una cosa singular, nunca soñada, que yo, Humphrey van Weyden,
sabio y diletante, con permiso de ustedes en objetos de arte y literatura, estuviese allí, a bordo
de una goleta de caza del mar de Bering. ¡Grumete! Yo, que en toda mi vida había ejecutado
un trabajo manual difícil, y mucho menos trabajos de marmitón, que había gozado una
existencia plácida, regular, sedentaria, existencia de artista y de recluso con una renta cómoda
y segura. Nunca me habían seducido la vida agitada y los deportes atléticos; siempre había
sido una rata de biblioteca, como me llamaban mis hermanos y mi padre durante mi infancia.
Sólo una vez había ido de excursión, y entonces abandoné a mis compañeros casi al principio
de la expedición y me restituí a las comodidades y conveniencias de la vida bajo techado. Y
ahora estaba allí, teniendo como perspectiva espantosa y sin fin el poner la mesa, mondar
patatas y fregar platos. Yo no era robusto; los médicos habían dicho siempre que tenía una
buena constitución, pero que debía haberla desarrollado mediante el ejercicio. Mis músculos
eran pequeños como los de una mujer, al menos así lo aseguraban los galenos en el transcurso
de sus tentativas para persuadirme de que debía aficionarme a los ejercicios de cultura física.
Pero yo había preferido hacer trabajar la cabeza y no el cuerpo y ahora no estaba en
condiciones para afrontar la vida que tenía delante.
Estos son someramente algunos de los pensamientos que cruzaron por mi mente, y los
he relatado para justificar por anticipado mi debilidad e inutilidad en el papel que estaba
representando. Pensé también en mi madre y en mis hermanas, y me imaginé su pena. Yo
figuraría en la lista de los muertos a consecuencia del desastre del Martínez; vendría a ser
para ellas un cuerpo no recobrado. Leía los títulos de los periódicos, veía a mis compañeros
del Club, de la Universidad y del Bibelot cómo movían la cabeza diciendo: "¡Pobre muchacho!",
y veía finalmente a Charley Furuseth, cuando me despedía aquella mañana
envuelto en una bata, tumbado en el diván de la ventana y recitando epigramas sombríos y
pesimistas.
Y a todo esto el Ghost se balanceaba, se zambullía, trepaba por las montañas
movedizas y caía dando tumbos en los valles de espuma, internándose trabajosamente en el
corazón del Pacífico, y yo me hallaba a bordo. Oía el viento encima de mí; llegaba hasta mi
oído como un trueno velado; de vez en cuando alguien andaba por la cubierta. Una serie
infinita de crujidos me rodeaba por todas partes, los maderos y las junturas se quejaban,
gritaban y se lamentaban en mil tonos distintos. Los cazadores continuaban arguyendo y vociferando
como una raza semihumana, anfibia. La atmósfera estaba llena de juramentos y
expresiones soeces; veía sus caras rojas y coléricas, la brutalidad descompuesta y acentuada
por la luz enfermiza o amarillenta de las lámparas que se balanceaban con los movimientos
del barco. A través de la niebla del humo, los camarotes parecían los departamentos de los
animales de una casa de fieras; de las paredes pendían impermeables y botas de agua, y aquí
y allá, asegurados en los soportes, había rifles y escopetas. Era una decoración propia de
filibusteros y piratas de épocas pretéritas. Mi imaginación corría alborotada, y seguía sin
poder dormir. Fue una noche abrumadora, horrible e interminable.
 
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astaroth1
view post Posted on 17/8/2010, 17:19




CAPITULO V

Debo advertir que mi primera noche en el dormitorio de los cazadores fue también la
última. Al día siguiente, Johansen, el piloto, fue despedido de la cabina por Wolf Larsen, con
la orden de dormir en adelante en la bodega en tanto que yo tomé posesión del pequeño
departamento de la cabina que ya durante el primer día de viaje había tenido dos amos. La
razón de este cambio llegó rápidamente a conocimiento de los caza dores y dio origen a
muchas quejas. Al parecer, Johansen revivía en sueños los acontecimientos del día. Wolf
Larsen había encontrado excesivo aquel incesante hablar, gritar y rugir órdenes, y en
consecuencia había endosado la molestia a sus cazadores.
Tras una noche sin sueño, me levanté débil y dolorido, para renquear otro día por el
Ghost. Thomas Mugridge me arrancó de la cama a las cinco y media, de forma muy parecida
a la que Bill Sykes debía hacer levantar a su perro, pero la brutalidad que míster Mugridge
usara conmigo le fue devuelta en calidad y con creces. El ruido innecesario que hizo (pues yo
había estado toda la noche con los ojos abiertos) debió despertar a uno de los cazadores,
porque un pesado zapato cruzó zumbando en la semioscuridad, y míster Mugridge, con un
agudo alarido de dolor, pidió perdón a todos humildemente. Más tarde, en la cocina noté que
tenía una oreja contusa e hinchada, que por cierto ya no recobró jamás la forma natural, y los
marineros llamáronla "oreja de coliflor".
El día transcurrió sin que ocurriera nada digno de mención. La noche anterior había
recogido yo mis ropas secas de la cocina y lo primero que hice fue cambiarlas por las del
cocinero. Busqué mí monedero, que la víspera, recuerdo contenía ciento ochenta y cinco dólares
entre oro y papel y algo de calderilla, y debo hacer constar que para estas cosas tengo
muy buena memoria. El monedero lo encontré, pero lo de dentro, con excepción de la
calderilla, había sido sustraído. Hablé de ello al cocinero cuando subí a cubierta para
comenzar mi trabajo en la cocina, y aunque ya suponía la respuesta que había de darme, no
esperaba la arenga belicosa que me dirigió.
-Mira, Hump -empezó, con un destello maligno en la mirada y gruñendo-, ¿tienes
ganas de que te aporree la nariz? Si creías que yo era un ladrón, haberte guardado tú mismo el
dinero. ¡No andas poco equivocado! ¡Y no es gratitud la que demuestras! Llegas aquí como
una piltrafa, te admito en la cocina y te trato bien, ¿y así es como me lo pagas? La próxima
vez ya podrás ir al infierno y te aseguro que te daré algo para el viajo.
Mientras así hablaba, vino hacia mí con el puño en alto. Me avergüenza decir que
rehuí el golpe y salí corriendo por la puerta de la cocina. ¿Qué otra casa podía hacer? En este
barco de brutos sólo vencía la fuerza. Lo persuasión moral era una cosa desconocida.
Figúrenselo ustedes: un hombre de estatura regular, delgado, de musculatura débil y falto de
desarrollo, que había disfrutado una vida plácida y pacífica, y sin estar acostumbrado a
ninguna clase de violencias, ¿qué podía hacer un hombre así? No había más razón para hacer
frente a estas bestias humanas que pudiese haberla para hacer frente a un toro enfurecido.
Eso pensaba yo entonces, sintiendo la necesidad de Justificarme y de estar en paz con mi
conciencia. Esta justificación, sin embargo, no lograba satisfacerme; ni aún hoy consiente mi
virilidad que, el pensar en aquellos acontecimientos, me encuentre completamente disculpado.
La situación excedía en realidad a las fórmulas racionales de conducta y pedía algo
más que las frías conclusiones de la razón. Visto con la luz de la lógica formal, no hay nada
de que tengamos que avergonzarnos, y, no obstante, al recordarlo la vergüenza se levanta en
mi interior y con el orgullo de mi virilidad siento que ésta ha sido mancillada por todos los
medios imaginables.
Mas volvamos a mi narración. La rapidez con que salí de la cocina me produjo un
dolor horrible en la rodilla y caí sin fuerzas a la entrada de la toldilla; el cocinero no me había
seguido.
-¡Mirad cómo corre! -oíle gritar-. Y eso que tiene inutilizada una pierna. Ven a la
cocina pobrecito mío. No te pegaré, ven.
Volví y continué mi trabajo, terminando aquí el episodio por el momento, aunque más
adelante debían tener lugar otros sucesos. Puse la mesa para el desayuno en la cabina, y a las
siete serví a los cazadores y oficiales. El temporal había amainado evidentemente durante la
noche, pero el mar seguía bastante recio y el viento soplaba aún con fuerza. De madrugada se
había soltado más lona, de suerte que el Ghost corría con todas las velas, excepto las dos
gavias y el foque pequeño. Según deduje de la conversación, estas tres velas se izarían in
mediatamente después del desayuno; supe también que Wolf Larsen tenía gran interés en
aprovechar el temporal, que le empujaba hacia el Sudoeste en aquella parte del océano, donde
esperaba encontrarse con el contraalisio del Nordeste. Cuando él confiaba recorrer la mayor
parte de la travesía al Japón fue antes de iniciarse este viento. Pensaba torcer al Sur, en
dirección de los trópicos, y al aproximarse a las costas de Asia volver de nuevo hacia el
Norte.
Después del desayuno soporté otra experiencia nada envidiable. Cuando terminé de
lavar los platos, limpié la estufa de la cabina y llevé la ceniza a cubierta para tirarla. Wolf
Larsen y Henderson estaban junto al timón, enfrascados en una conversación profunda. El
marinero Johnson gobernaba. Mientras me dirigía a barlovento le vi hacer un gesto rápido
con la cabeza, que tomé equivocadamente por un saludo matinal al reconocerme. En realidad,
trataba de advertirme que echara las cenizas por el lado de sotavento. Sin darme cuenta de mi
desatino, pasé al lado de Wolf Larsen y del cazador y las lancé por barlovento. El viento las
rechazó, no sólo encima de mi, sino también encima de Henderson y Wolf Larsen. Un
instante después este último me daba un violento puntapié lo mismo que a un perro. Nunca
hubiese creído que un puntapié doliera tanto. Me alejé de allí titubeando y me apoyé medio
desvanecido contra la cabina. Todo empezó a flotar ante mis ojos y me mareé. Sentí náuseas
y como pude me arrastré hacia el costado del barco. Pero Wolf Larsen ya no se preocupó de
mí; se sacudió la ceniza de la ropa y reanudó su conversación con Henderson. Johansen, que
desde la toldilla lo había presenciado todo, mandó dos marineros a popa para limpiar la
suciedad.
Muy entrada ya la mañana, recibí otra sorpresa de especie totalmente distinta.
Siguiendo las instrucciones recibidas, había entrado en el camarote de Wolf Larsen para
ponerlo en orden y hacer la cama. Junto a la cabecera de la misma, adosado a la pared, había
un estante lleno de libros. Eché una ojeada, y no sin asombro leí nombres tales como Tyndall,
Proctor y Darwin. Allí tenían su representación la astronomía y la física: La edad de la fábula,
de Bullfinch; la Historia de la literatura inglesa y americana, de Shaw; la Historia natural, de
Johnson, en dos grandes volúmenes. Había, además, una porción de gramáticas, como las de
Metcalf, Reed y Kellog; sonreí al ver un ejemplar de El inglés del Deán.
No podía relacionar aquellos libros con el hombre a quien pertenecían a juzgar por lo
que de él había visto, y me maravilló la posibilidad de que pudiera leerlos. Pero cuando fui a
hacer la cama encontré entre las mantas un Browning completo de la edición de Cambridge
que, al parecer, se le debió escurrir al quedarse dormido. Estaba abierto por "En un balcón", y
advertí aquí y allá pasajes subrayados con lápiz. Después, con una sacudida del barco, se me
cayó el libro y salió una hoja de papel llena de diagramas y cálculos. Estaba patente que aquel
hombre terrible no era un ignorante, como hubiera podido suponerse dadas sus
manifestaciones de brutalidad. De pronto se convertía en un enigma. Cada una de las dos
partes de su naturaleza era perfectamente comprensible, pero las dos juntas desorientaban. Yo
ya había notado que su lenguaje era correcto, aunque desfigurado a veces por algún ligero
descuido. Naturalmente, al hablar con los marineros y cazadores lo plagaba con frecuencia de
faltas, lo cual se debía al mismo idioma vernacular; en las pocas frases que había cruzado
conmigo se había expresado con claridad y corrección.
La visión que acababa de tener de ese otro aspecto suyo debió animarme, porque
resolví hablarle acerca del dinero que había perdido.
 
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astaroth1
view post Posted on 18/8/2010, 07:57




-Me han robado -le dije un poco más tarde, cuando le encontré paseando solo por la
popa.
-Señor -corrigió, no con dureza, pero sí con seriedad.
-Me han robado, señor -enmendé.
-¿Cómo ha sido? -preguntó.
Entonces le enteré de las circunstancias del incidente, cómo me había despojado de la
ropa para que se secara en la cocina y cómo después el cocinero casi me pegó al mencionarle
el asunto.
-Raterías -concluyó-, raterías del cocinero. ¿Y no crees que tu vida vale este precio?
Además, considéralo como una lección; así aprenderás a tener cuidado de tu dinero. Supongo
que hasta ahora lo habrá hecho por ti tu abogado o tu agente de negocios.
Sentí todo el desdén de sus palabras, pero pregunté
-¿Cómo puedo recuperarlo?
-Eso es cosa tuya; ahora no tienes abogado ni agente de negocios, así que habrás de
contar contigo nada más. Cuando tengas un dólar, guárdalo bien; un hombre que se deja el
dinero en cualquier parte, como tú haces, merece perderlo. Además, has pecado; no tienes
derecho a poner la tentación en el camino de tus semejantes, tentaste al cocinero y él cayó.
Has puesto, pues, en peligro su alma inmortal. Y a propósito: ¿crees en la inmortalidad del
alma?
Los párpados se levantaron perezosamente al hacer la pregunta, y pareció que
aquellos abismos se descubrían para mí, para que yo mirara dentro de su alma; pero no fue
sino una ilusión. Aunque se crea lo contrario, nadie ha podido penetrar nunca en el alma de
Wolf Larsen ni mucho menos ha logrado verla; de esto estoy convencido. Era un alma
solitaria, según pude comprender, que jamás se desenmascaraba, aunque en ciertos
momentos, muy raros, lo aparentase.
Leo la inmortalidad en sus ojos -respondí, suprimiendo el «señor» y haciendo una
prueba que la intimidad de la conversación, según pensé, me autorizaba.
El no se dio por enterado.
Esto quiere decir -repuso- que ves algo que vive, pero que necesariamente no podría vivir
siempre.
-Leo más que esto -continué, audazmente.
-Entonces tú lees la conciencia, la conciencia de la vida que vive, pero nada más, no
una vida infinita.
¡Con qué claridad discurría y qué bien expresaba sus pensamientos! Después de
mirarme con curiosidad, volvió la cabeza hacia barlovento y fijó la vista en el mar color de
plomo. Sus ojos se oscurecieron y las líneas de su boca se hicieron más severas y más duras.
Evidentemente, estaba de mal humor.
-Entonces, ¿en qué para esto? -preguntó de pronto, volviéndose hacia mí-. Si soy
inmortal... ¿por qué? Yo vacilaba. ¿Cómo explicar mi idealismo a este hombre? ¿Cómo
expresar con palabras algo sentido, algo parecido a los sonidos que se oyen en sueños, algo
que convence aun prescindiendo de las excelencias del lenguaje?
-¿Qué es lo que cree usted, entonces? -dije, llevándole la contraria.
-Creo que la vida es como una espuma, un fermento -respondió prontamente-; una
cosa que tiene movimiento y que puede moverse durante un minuto, una hora, un año o cien
años, pero que al fin cesará de moverse. El grande se come al pequeño, para poder continuar
moviéndose; el fuerte al débil, para conservar la fuerza. El afortunado se come la mayor
parte, y se mueve más tiempo, eso es todo. ¿Qué te parecen estas cosas?
Dirigió el brazo con un gesto de impaciencia hacia unos cuantos marineros que
maniobraban con unas cuerdas en el centro del barco.
-Esos se mueven para que se mueva la materia, se mueven para comer y para poder
seguir moviéndose, ahí lo tienes todo. Viven para el estómago, y el estómago existe para
ellos. Es un círculo que no tiene salida. Ellos tampoco. Se detienen al fin, ya no se mueven,
están muertos.
-Pero sueñan -interrumpí yo-, tienen sueños radiantes, luminosos...
-De comida -concluyó sentenciosamente.
-Y de otras cosas...
-¡Comer! Sueñan en tener más apetito y más suerte para satisfacerlo -su voz sonaba
dura, monótona-. Porque, fíjate, ellos sueñan en hacer viajes productivos que les reporten más
dinero, en llegar a ser segundos en los barcos, en encontrar fortunas... en una palabra, en
mejorar de posición para comerse a sus semejantes, en tener buena comida todas las noches y
que otros carguen con el trabajo despreciable. Tú y yo somos exactamente como ellos. No
hay ninguna diferencia entre ellos y nosotros, como no sea aquella que estriba en tener más
comida y mejor. Yo les como a ellos ahora y a ti también; pero en otros tiempos tú has
comido más que yo, tú has dormido en lechos mullidos, has vestido ropas buenas y comido
buenos alimentos. ¿Quién hizo aquellas camas y aquellas ropas y aquellas comidas? Tú no, tú
nunca hiciste nada con tu propio sudor. Tú vives de la fortuna que ganó tu padre; tú eres
como la conocida palmípeda que se deja caer sobre las bubias para robarles el pez que han
cogido; tú formas parte de una multitud de hombres que han hecho lo que ellos llaman un
Gobierno, y que dominan a los demás hombres, que se comen los alimentos que otros
hombres han obtenido y que les hubiera gustado comerse ellos. Tú llevas las ropas que
calientan; ellos las hicieron, pero van tiritando en sus andrajos y te piden a ti, a tu abogado o
al agente de negocios que te administra el dinero, que se las compres.
-Eso no tiene nada que ver con la cuestión -exclamé.
-Ya lo creo -ahora hablaba rápidamente y sus ojos relampagueaban-. Esto es un
egoísmo y esto es la vida. ¿De qué sirve o qué sentido tiene la inmoralidad del egoísmo?
¿Qué objeto tiene? ¿Qué dices a todo? Tú no has hecho la comida; sin embargo, lo que tú has
comido o desperdiciado hubiese salvado la vida de una veintena de infelices que hicieron la
comida, pero no la comieron. Considérate a ti mismo a mí. ¿Qué valor tiene tu ponderada
inmortalidad, cuando tu vida discurre mezclada con la mía? Tú quisieras volverte a tierra, que
es sitio más favorable para tu clase de egoísmo; yo, en cambio, tengo el capricho de tenerte a
bordo de este barco, donde puedo abusar de ti; te doblaré o te romperé, podrás morir hoy, esta
semana o el mes que viene y aún podría matarte ahora mismo de un puñetazo, porque eres un
miserable alfeñique. Ahora bien; si somos inmortales, ¿qué razón hay para ello? El abusar
como tú y yo hemos hecho toda la vida no parece que sea precisamente lo que deben hacer
los mortales. De nuevo te pregunto: ¿qué dices a todo esto? ¿Por qué te he retenido aquí?
-Porque usted es más fuerte -conseguí articular.
-Pero, ¿por qué soy más fuerte? -continuó, con sus interminables preguntas-. Porque
soy una porción mayor del fermento que tú. ¿Lo ves?
-Esto es para desesperarse -protesté.
-Estoy de acuerdo contigo -continuó-. Entonces ¿por qué nos movemos si el
movimiento es vida? Sin moverse y ser una parte del fermento no habría desesperación. Pero,
(y en esto está el toque) queremos vivir y movernos aunque no tengamos razón para ello, porque
sucede que la naturaleza de la vida es vivir y moverse, querer vivir más. Si no fuera por
eso, la vida moriría. A causa de esta vida que hay en ti, es por lo que sueñas en tu
inmortalidad; la vida que hay en ti vive y quiere seguir viviendo eternamente. ¡Una eternidad
de egoísmo!
De pronto se volvió y se dirigió a popa; se detuvo junto a la toldilla y me llamó.
-Veamos: ¿cuánto te ha sustraído el cocinero? -preguntó.
-Ciento ochenta y cinco dólares, señor.
Asintió con la cabeza. Un momento después, cuando me disponía a bajar la escalera
para poner la mesa, le oí en el centro del barco cubrir de improperios a unos hombres.
 
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nubarus
view post Posted on 18/8/2010, 08:40




CAPITULO VI

A la mañana siguiente el temporal había amainado por completo y el Ghost se
balanceaba alegremente en un mar ensalmado, sin un soplo de viento. De vez en cuando se
notaba, sin embargo, alguna brisa ligera y Wolf Larsen paseaba constantemente por la
toldilla, escudriñando el mar por la parte del Nordeste, de cuya dirección debía soplar el gran
contraalisio.
Los hombres estaban todos sobre cubierta, ocupados en preparar los botes para la
época de caza. Había a bordo siete botes, el pequeño del capitán y los seis que habían de
utilizar los cazadores. La tripulación de cada bote la componían tres hombres: un cazador, un
remero y un timonel. A bordo de la goleta, estos remeros y timoneles era como los
tripulantes. Los cazadores se suponía también que formaban parte de las guardias y estaban
siempre a las órdenes de Wolf Larsen.
Todo esto y más había aprendido yo. El Ghost era la goleta más veloz de las flotas de
San Francisco y Victoria. En realidad, había sido antes un yate particular, siendo por lo
mismo construida con vistas a la velocidad. Aunque no entendía nada de estas cosas, sus
líneas y su aspecto lo demostraban claramente. Johnson me hablaba de ella en una breve
conversación que sostuvimos durante la segunda guardia de la mañana. Hablaba con un
entusiasmo y un amor por una buena embarcación semejantes a los que sienten algunos hombres
por los caballos. Estaba muy disgustado con la guardia y he creído comprender que Wolf
Larsen tiene una reputación muy mala entre los capitanes de los barcos de caza. Fue la
atracción del Ghost la que indujo R Johnson a engancharse para el viaje, pero, al parecer,
empezaba a arrepentirse.
Según me dijo, el Ghost es una goleta de ochenta toneladas, de un modelo excelente.
Este pequeño mundo flotante que contiene veintidós hombres es un mundo muy pequeño,
una mancha, un átomo, y yo me admiro de que los hombres se atrevan a cruzar el mar en
barco tan pequeño y tan frágil.
Wolf Larsen tiene fama también de ser muy abandonado en el cuidado del velamen.
Sorprendí por casualidad a Henderson y a otro de los cazadores, Standish, un californiano,
hablando de esto. Dos años antes durante un temporal en el mar de Bering desarboló al
Ghost, después de lo cual se le pusieron los mástiles que ahora lleva, que de todos modos son
más fuertes y resistentes.
Todos los hombres de a bordo, excepción hecha de Johansen, que está engreído con
su ascenso, parecen buscar una excusa para justificar el haberse embarcado en el Ghost. La
mitad de los hombres de proa son marinos de alta mar y su excusa es que no sabían nada
acerca del barco ni de su capitán. Otros dicen que los cazadores, aunque tiradores excelentes,
son tan conocidos por su tendencia a disputar y cometer canalladas, que no pudieron
contratarse en ninguna goleta decente.
He hecho amistad con otro tripulante, llamado Louis. Es irlandés, de Nueva Escocia,
rotundo, de rostro jovial muy sociable y aficionado a hablar mientras encuentra quien le
escuche. Por la tarde, cuando el cocinero estaba durmiendo abajo y mondaba yo patatas,
Louis penetró en la cocina para "pegar la hebra". Explica que se halle a bordo, porque al
tiempo de contratarse estaba ebrio. Hace ya doce años que caza focas cada temporada y es
considerado como uno de los mejores timoneles de ambas flotas.
-Esta es la peor goleta que pudiste haber elegido, a no estar entonces borracho como
yo -dijo siniestramente-. La caza de focas es el paraíso de los cazadores en otros barcos. Ya
ha habido un muerto, pero fíjate bien en lo que digo: antes que termine el viaje habrá más.
Este Wolf Larsen es un verdadero demonio, y el Ghost será un infierno, como lo ha sido
siempre desde que cayó en sus manos. ¿Lo sabré yo? Hace dos años, en Hakodate, tuvo una
riña con cuatro de sus hombres y los mató. Me hallaba yo en el Emma, a trescientas yardas de
distancia. Y en el mismo año mató a otro hombre. Sí, señor, sí, le mató. Le aplastó la cabeza
como si hubiese sido una cáscara de huevo. El gobernador de la isla de Kura y el jefe de
policía, caballeros japoneses, vinieron invitados a bordo del Ghost, acompañados de sus
esposas, unas mujercitas pequeñas y lindas como las que pintan en los abanicos. Cuando regresaban
a tierra, Wolf Larsen, simulando un accidente dejó a los enamorados esposos en sus
sampans. Y una semana después desembarcó a las pobres mujeres en el otro lado de la isla,
con la perspectiva de una caminata a través de las montañas, calzadas con las frágiles
sandalias de paja que no resistirían más de una milla. ¿Lo sabré yo? Este Wolf Larsen estaba
hecho una bestia, la bestia monstruosa mencionada en el Apocalipsis, y de él no puede salir
nada bueno. Pero como si no hubiera dicho nada, ¿eh? No he dicho una sola palabra; si se te
soltara la lengua, este sería el último viaje del pobre Louis... ¡Wolf Larsen! -gruñó un momento
después-. Escucha lo que voy a decirte. Un lobo... eso es, un lobo. No es que tenga el
corazón negro como algunos hombres, no, carece de corazón absolutamente. Un lobo, eso es,
un lobo exactamente. ¿No te admira lo bien que le va este nombre?
-Pero ¿cómo, conociéndole, encuentra hombres para navegar?
-¿Y cómo es que se encuentran hombres para todo en la tierra y en el mar? -replicó
Louis-. ¿Cómo había de hallarme yo a bordo, de no haber estado borracho como un cerdo al
estampar mi nombre? Los hay que no pueden navegar en mejor compañía, como los
cazadores, y hay otros que nada saben, como estos pobres diablos de proa. Pero ya se
enterarán, ya se enterarán, y maldecirán el día en que nacieron. Acuérdate de que no he dicho
nada, ¿eh? Ni una palabra... Estos cazadores son unos malvados -continuó diciendo, porque
padecía una abundancia oratoria-; pero espera que empiecen a mover escándalos. El les
parará los pies, él será quien haga sentir el temor de Dios a estos corazones tan corrompidos.
Fíjate en Horner, el cazador que va conmigo, Jock Horner, tan silencioso, con un hablar tan
dulce como el de una doncella, pues el año pasado mató al timonel de su pote. Declararon el
hecho como un accidente lamentable; pero yo encontré al remero en Yokohema y me lo
contó todo. Y ahí está Smoke, ese diablejo moreno, a quien los rusos tuvieron tres años en las
minas de sal de Siberia por cazar furtivamente en Copper Island, lugar acotado. Le
encadenaron de pies y manos con su compañero, tuvo con éste una reyerta y lo mató,
arrojando sus restos al fondo de la mina, hoy un brazo, mañana una pierna, al día siguiente la
cabeza, hasta acabar con él.
-¡Pero eso no es posible! -exclamé horrorizado.
-Posible, ¿qué? -replicó rápido como una centella-. ¡Yo no he dicho nada, yo soy
mudo, por vida de tu madre! ¡Jamás he abierto la boca si no es para decir cosas buenas de
éstos y del otro, cuya alma maldiga Dios y se pudra en el purgatorio diez mil años, para
hundirse luego en lo más profundo de los infiernos!
Johnson, el hombre que me frotó hasta arrancarme la piel el primer día que llegué a
bordo, parecía el menos equívoco de todos los hombres del barco. En realidad, no había nada
equívoco en él; impresionaba por su rectitud y energía, que a su vez se veían moderadas por
una modestia fácil de confundir con la timidez. Sin embargo, no era tímido; antes bien,
parecía tener el valor de sus convicciones, la certeza de su virilidad. Esto fue lo que le hizo
protestar de que le llamaran Yonson cuando nos conocimos. Y sobre esta circunstancia y su
personalidad emitió Louis juicios y profecías.
-Es un buen muchacho ese cabeza cuadrada de Johnson que tenemos a proa -dijo-. Es
mi remero, el mejor marinero del barco. Tan cierto como la chispa vuela hacia arriba, que
llegará a tener disgustos con Wolf Larsen. Eso lo sé yo; lo veo fermentar y crecer como una
tormenta en el cielo. Le he hablado como a un hermano, pero no hace caso de avisos ni
advertencias. Refunfuña cuando las cosas no le parecen bien, y no faltará algún soplón que
vaya a contárselo a Wolf Larsen. Ese lobo es fuerte, y como los lobos odia la fuerza, y eso es
lo que descubrirá en Johnson que no quiere someterse, ¡Oh, lo veo venir! Y Dios sabe dónde
encontraré otro remero. ¿Sabes qué dice cuando el lobo le llama Yonson? "Pues mí nombre
es Johnson, señor", y después lo deletrea letra por letra. ¡Habrías de haber visto la cara del
lobo! Yo creí que le dejaba en el sitio. No lo hizo, pero no te quepa duda que acabará mal; le
romperá el corazón a ese cabeza cuadrada, o sé yo muy poco de los hombres de mar.
 
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astaroth1
view post Posted on 18/8/2010, 14:00




El cocinero había acabado por ponerse insoportable. Me veía obligado a llamarle
"señor" cada vez que le dirigía la palabra. Una de las razones para ello es que Wolf Larsen
parecía distinguirle. Es un hecho sin precedentes que un capitán intime con el cocinero; pero
así lo hacía Wolf Larsen. Dos o tres veces había introducido la cabeza en la cocina y le había
embromado bondadosamente, y aquella tarde charló con él en la toldilla más de quince
minutos- Cuando terminaron, Mugridge volvió a la cocina dando muestras de una alegría
pegajosa, y al emprender de nuevo el trabajo tarareaba canciones con un falsete tan
discordante, que era un tormento para los nervios.
-Yo siempre estoy en buenas relaciones con los oficiales -observó en tono
confidencial-. Sé cómo hacerme indispensable. El último capitán que tuve me hacía bajar
siempre a la cabina para charlar un rato y beber una copa como buenos amigos. "Mugridge -
me decía-, Mugridge, has torcido tu vocación." "¿Cómo es eso?", decía yo. "Tú debiste haber
nacido caballero, y así no hubieras tenido que trabajar para vivir." ¡Así Dios me castigue,
Hump, si no decía eso y no me hacía entrar en su propia cabina, cómoda y agradable, a fumar
sus cigarros y beber su ron!
Estas confidencias me volvían loco. Jamás voz alguna me había parecido tan odiosa.
Su tono untuoso e insinuante, su sonrisa pegajosa y su monstruosa vanidad me atacaban los
nervios, hasta tal extremo, que a veces me ponía a temblar. Era positivamente la persona más
repugnante y asquerosa con que he tropezado en mi vida. Sus guisos eran de una suciedad
indescriptible; y cuando preparaba la comida, me veía obligado a escoger mi parte con gran
circunspección, eligiendo del menos sucio de sus guisotes.
Mis manos, que no estaban acostumbradas al trabajo me fastidiaban mucho. Se me
pusieron morenas y descoloridas, y la piel estaba tan saturada de mugre, que ni con un
estropajo se hubiese podido quitar. Después se me formaban ampollas, sucediéndose en
dolorosa e interminable procesión, y me produje una enorme quemadura en el antebrazo al
perder el equilibrio en un movimiento del barco y caerme encima de la cocina económica.
Por otra parte, la rodilla no mejoraba ni disminuía la hinchazón y la rótula continuaba de
canto. Lo que yo necesitaba, si es que había de curarme, era reposo y no andar cojeando de la
mañana a la noche sin parar.
¡Reposo! Hasta entonces no había conocido el significado de esta palabra. Toda mi
vida había estado reposando sin enterarme. Y ahora el poder sentarme media hora y no hacer
nada, ni siquiera pensar, me hubiera parecido la cosa más deleitable del mundo. En cambio
esto era para mí una revelación. En lo sucesivo podría apreciar la vida de la gente que trabaja.
Yo no imaginaba que el trabajo fuese una cosa tan horrible. Desde las cinco y media de la
mañana hasta las diez de la noche soy el esclavo de todo el mundo, sin tener un momento
para mí, excepto los que puedo escamotear cerca del final de la segunda guardia de la
mañana. Si me detengo un instante a contemplar el mar que centellea bajo el sol, a mirar a un
marinero trepar hasta la vela de cangreja o subir por el bauprés, tengo la seguridad de oír la
voz odiosa que dice: "Eh, Hump, no te entretengas, que te estoy viendo".
Hay señales de agitación en la bodega y se murmura que Smoke y Henderson han
reñido. Este último, un sujeto calmoso y difícil de excitar, parece el mejor de los cazadores,
pero al fin habrán logrado hacerle perder la calma, porque Smoke llevaba un ojo contuso y
amoratado, y cuando entró en la cabina para cenar tenía un aspecto particularmente
sospechoso.
Antes de cenar precisamente, sucedió algo cruel que confirma la dureza e
insensibilidad de estos hombres, Entre los tripulantes hay un novato, llamado Harrison,
muchacho campesino, torpe, dominado, creo yo por el espíritu de aventuras y que hace su
primer viaje. Con el airecillo la goleta había virado mucho de borda, y cuando esto ocurre, se
pasan las velas de un lado a otro y se manda a un hombre a lo alto para volver la gavia de
sobremesana. Al parecer, una vez estuvo Harrison arriba, la vela se atascó a la garrucha por la
que corre al extremo del botalón. Había dos maneras de librarla, según entendí yo; la primera
arriando el trinquete, lo cual era relativamente fácil y nada peligroso y la otra trepando por las
drizas del penol hasta la punta del botalón, acción ésta sumamente arriesgada.
Johansen dijo a Harrison que subiera por las drizas. El muchacho se veía claramente
que tenía miedo, y tenía motivos sobrados, pues había de trepar por aquellas cuerdas delgadas
y movedizas a una altura de ochenta pies. De haber soplado un viento constante, hubiese sido
menos difícil; pero el Ghost se balanceaba con las velas lacias en un mar tranquilo y a cada
vaivén la lona aleteaba y las drizas se aflojaban y tendían. Hubieran lanzado a un hombre con
la misma facilidad que un latigazo sacude a una mosca.
Harrison oyó la orden y comprendió lo que de él se exigía, pero vaciló.
Probablemente era la primera vez en su vida que subía allá arriba. Johansen, que copiaba las
maneras imperativas de Wolf Larsen, se destapó con una rociada de insultos y juramentos.
-Basta ya, Johansen -dijo Wolf Larsen bruscamente-. Te participo que el único que
jura aquí en el barco soy yo; si necesito ayuda ya te avisaré.
-Sí, señor -reconoció el segundo humildemente.
Entretanto, Harrison había empezado a subir por las drizas. Yo le observaba desde la
puerta de la cocina y le vi temblar de pies a cabeza como si tuviese calentura. Procedía muy
lentamente y con precaución, avanzando por pulgadas. Trepaba por los bordes de la vela y
como una araña gigantesca se recortaba en el azul pálido del cielo.
Era una ascensión penosa porque el trinquete estaba muy alto, pero las drizas, pasando
por varias garruchas del botalón y el mástil, le proporcionaban apoyos, aunque distantes, para
pies y manos. La dificultad estribaba en que el viento no era lo bastante fuerte ni constante
Para mantener hinchada la vela. Cuando Harrison estuvo a medio camino, el Ghost se inclinó
a barlovento y después se hundió de nuevo en la depresión que quedó entre dos olas. El
muchacho se detuvo, sosteniéndose con todas sus fuerzas. Desde ochenta pies más abajo
distinguía yo la tensión angustiosa de sus músculos al aferrarse dominado por el instinto de
conservación. Todo sucedió rápidamente, la vela se vació, el garfio cayó en el centro del
barco, y se aflojaron las drizas, que vi ceder bajo el peso del cuerpo de Harrison. El garfio
corrió entonces hacia un lado con repentina celeridad, la vela mayor retumbó como un
cañonazo y las tres hileras de rizos restallaron en la lona lo mismo que una descarga de
fusilería. Harrison se soltó, precipitándose por el aire vertiginosamente; de pronto se detuvo
en su caída al tenderse las drizas con un golpe de viento. Aflojó la presión de sus manos, la
una se desprendió de su asidero, la otra resistió durante un momento con desesperación y
siguió el mismo camino. El cuerpo se lanzó en el vacío, pero él trató de salvarse con ayuda de
las piernas, quedando suspendido con la cabeza hacia abajo. Un esfuerzo rápido llevó sus
manos a las drizas; pero aún tardó mucho en recobrar la posición anterior y permaneció
colgado como un objeto insignificante.
-Apostaría cualquier cosa a que no tiene gana de cenar -oí decir a Wolf Larsen, cuya
voz llegó hasta mí por detrás de la cocina-. Apártate, tú, Johansen. ¡Cuidado! ¡Ahí va!
Verdad es que Harrison parecía muy enfermo, como si estuviese mareado, y durante
un buen rato quedó suspendido, sin intentar moverse. Johansen, sin embargo, continuaba
increpándole violentamente e instándole a que completara su tarea.
-Esto es una vergüenza -dijo Johnson en correcto inglés, pronunciado con dolorosa
lentitud. Se hallaba junto al aparejo mayor y no lejos de mí. El muchacho tiene buena
voluntad. Si sale de ésta, aprenderá pronto. Pero esto es... -se detuvo un momento, porque la
palabra "crimen" era el final de su juicio.
-¡Chist! ¡Cállate! -le dijo Louis por lo bajo-. ¡Por el amor de tu madre, no hables!
 
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satanas1
view post Posted on 18/8/2010, 14:11




Pero Johnson continuó mirando y gruñendo.
-Mira -dijo el cazador Standish a Wolf Larsen-, es mi remero y no quiero perderle.
-Está bien, Standish -replicó-. Es tu remero cuando está en el bote; pero a bordo es mi
marinero, y haré con él lo que me dé la gana.
-Pero esto no es razón... -comenzó Standish, ya con violencia.
-Basta ya y será mejor -le aconsejó Wolf Larsen-. Ya te he dicho lo que hay, y valdrá
más que lo dejes estar. El hombre es mío, y puedo hacer con él una sopa y comérmelo si tal
es mi deseo.
A los ojos del cazador asomó una chispa de cólera, pero se volvió y entró en la
escalera de la bodega y desde allí continuó mirando hacia arriba. Ahora se hallaban todos
sobre cubierta y con los ojos en alto, donde una vida humana luchaba a brazo partido con la
muerte. Era horrible la dureza de estos hombres, a quienes una organización industrial daba
autoridad sobre las vidas de otros semejantes. Yo, que siempre había vivido alejado del
torbellino del mundo, no había sospechado nunca que este trabajo se efectuara en esta forma.
La vida me había parecido siempre una cosa sagrada; pero aquí no tenía ningún valor, era una
cifra en la aritmética del comercio. Debo decir, no obstante, que los marineros estaban
emocionados, ahí está el caso de Johnson; pero los patronos (los cazadores y el capitán) se
mostraban insensibles e indiferentes. Aun la protesta de Standish nacía del deseo de no querer
perder a su remero. Si hubiese tenido a mano otro, él, lo mismo que los demás, se hubiese
divertido con aquello.
Harrison, a pesar de los insultos y ultrajes que le dirigía Johansen, tardó más de diez
minutos en volver en si. Un poco después llegó al extremo del botalón, y allí, a horcajadas
sobre la verga, pudo continuar su trabajo con más suerte. Una vez desenredada la vela, quedó
libre para volverse y descender lentamente a lo largo de las drizas del mástil. Su posición
actual era harto insegura, pero estaba tan enervado, que le repugnaba abandonarla por la otra
menos segura sobre las drizas.
Contempló el camino aéreo que debía atravesar y después bajó los ojos hasta la
cubierta; los tenía dilatados y fijos y temblaba violentamente. Yo no había visto nunca el
espanto reflejarse con tal fuerza en un rostro humano. De un momento a otro estaba expuesto
a caerse del botalón y en vano le gritaba Johansen que bajara. Estaba paralizado por el miedo.
Wolf Larsen empezó a pasear hablando con Smoke y no volvió a parar mientes en él, aunque
una vez gritó el hombre que estaba en el timón
-¡Que pierdes el rumbo, amigo! ¡Ten cuidado, si no quieres que te pase algo!
-¡Ay, señor! -respondió el timonel, haciendo bajar un par de rayos el volante.
Se había apartado de la ruta a fin de que el vientecillo hinchase el trinquete y lo
mantuviese en tensión, tratando de ayudar así al infortunado Harrison, aun a riesgo de incurrir
en el enojo de Wolf Larsen.
Pasaba el tiempo, y aquella tirantez de nervios era horrible para mí. En cambio,
Thomas Mugridge lo consideraba un caso de risa y asomaba continuamente la cabeza por la
puerta de la cocina para hacer observaciones jocosas. ¡Cómo le odiaba yo! Y durante aquel
rato espantoso mi odio fue creciendo, creciendo hasta alcanzar proporciones gigantescas. Por
primera vez en mi vida experimenté el deseo de matar; "lo vi todo rojo", como dicen algunos
de nuestros escritores pintorescos. En general, la vida debe ser una cosa sagrada, pero en el
caso particular de Thomas Mugridge se convertía en algo verdaderamente profano. Me asusté
al darme cuenta de que "veía rojo", y por mi mente cruzó una idea: ¿acabaría yo también por
contagiarme de la brutalidad de aquel ambiente? ¿Yo, que aun en los más graves delitos había
negado la justicia de la pena capital?
Transcurrió más de media hora, y entonces vi a Johnson y a Louis que sostenían una
especie de altercado. Finalmente, Johnson se desasió del brazo del otro, que trataba de
retenerle, y corrió a proa. Atravesó la cubierta saltó al aparejo delantero y comenzó a subir,
pero la mirada rápida de Wolf Larsen le sorprendió:
-Eh, tú, ¿a qué subes? -le gritó.
Johnson se detuvo, miró de frente al capitán y contestó lentamente:
-Voy a bajar a ese muchacho.
-¡Lo que has de hacer es bajar de ese aparejo, y aprisa! ¿Oyes? ¡Abajo!
Johnson dudó, pero los largos años de obediencia a los patronos de los barcos
vencieron al fin. Descendió a cubierta y continuó hacia la proa.
A las cinco y media bajé a la cabina para poner la mesa, sin saber a punto cierto lo
que hacía, porque mis ojos y mi cerebro estaban ocupados con la visión de aquel hombre,
pálido y tembloroso como un espectro, montado cómicamente sobre el azotado botalón. A las
seis, cuando serví la cena, pasé por la cubierta para ir a la cocina a buscar la comida, y vi a
Harrison en la misma postura. En la mesa, la conversación giraba sobre cosas muy distintas;
nadie parecía interesarse por aquella vida tontamente comprometida. Algo más tarde hice un
viaje extraordinario a la cocina, y tuve la satisfacción de ver a Harrison bambolearse
débilmente desde el aparejo a la escotilla del castillo de proa. Al fin, reuniendo todo su valor,
había logrado descender.
Antes de terminar este incidente, debo anotar un fragmento de la conversación que
sostuve con Wolf Larsen en la cabina mientras lavaba los platos.
-Parecías disgustado esta tarde, ¿qué te pasa? -me dijo.
Yo adiviné que él ya sabía qué era lo que me había puesto casi tan enfermo como al
mismo Harrison y que trataba de sonsacarme, y contesté:
-Era a causa del tratamiento brutal de que ha sido objeto aquel muchacho.
Soltó una breve carcajada.
Algo parecido al mareo, me parece. Hay quien tiene propensión a ello.
-No es eso -objeté.
-Es así precisamente -prosiguió-. La tierra está tan llena de brutalidad como el mar de
movimiento, y unos hombres enferman en aquélla y otros en éste. He ahí la única razón.
-Pero usted que juega con la vida humana, ¿no le da absolutamente ningún valor?
-¿Valor? ¿Qué valor? -me miró, y aunque su mirada era fija y tranquila, me pareció
ver en sus ojos una sonrisa cínica-. ¿Qué clase de valor? ¿Cómo lo mides? ¿Quién se lo da?
-Yo -le respondí.
-Entonces, ¿qué valor tiene para ti? Quiero decir la vida de otro hombre. Di, ¿qué
valor tiene?
¿El valor de la vida? ¿Cómo podría yo darle un valor tangible? Yo, que siempre me he
expresado con bastante facilidad, carecía de medios de expresión con Wolf Larsen. Después
he comprobado que una parte de este fenómeno era debido a la personalidad de aquel hombre,
pero que la mayor de ello se debía a nuestros puntos de vista totalmente distintos. Al
contrario de otros materialistas con quienes había tropezado y con los cuales tenía alguna
comunidad de principios, con él no tenía nada de común. Tal vez fuese también la simplicidad
fundamental de su mente lo que me desconcertaba. Se dirigía con tal rectitud a la base
del asunto, despojaba siempre la cuestión de todos los detalles superfluos y con tal decisión,
que yo creía estar luchando en un mar sin fondo. ¿El valor de la vida? ¿Cómo contestar a una
pregunta tan inesperada? Para mí era tan evidente que la vida tenía valor intrínseco, que
jamás lo había puesto en duda; así que cuando recusó al axioma, me quedé sin saber qué
contestar.
-Ayer hablamos de esto -dijo-. Yo sostenía que la vida era un fermento algo espumoso
que devoraba vida para poder vivir, en fin, que la vida era meramente el egoísmo afortunado.
De las cosas sujetas a ofertas y demanda, la vida es la más barata del mundo. Hay una
cantidad limitada de agua, de tierra, de aire, pero la vida que está pidiendo nacer es ilimitada.
La vida es de una prodigalidad infinita. Pújate en el pez y en los millones de huevos que
produce. Sin ir tan lejos, fíjate en ti, en mí. Nosotros llevamos el germen de millones de
vidas. Si pudiésemos hallar tiempo y oportunidad para utilizar todas las partículas de vida
futura que hay en nosotros, podríamos convertirnos en padres de naciones y poblar
continentes. ¿La vida? ¡Bah! No tiene valor alguno; entre las cosas baratas, es la más barata.
Se ofrece por todas partes. La Naturaleza la vierte con mano pródiga. En el lugar de una vida
siembra mil, la vida devora a la vida, prevaleciendo la más fuerte y la más egoísta.
-Usted ha leído a Darwin -dijo-, pero le ha leído sin comprenderle si deduce que la
lucha por la existencia sanciona la loca destrucción de la vida.
Se encogió de hombros.
-Tú únicamente relacionas esto con la vida humana, porque en cuanto a los animales,
a las aves y a los peces, destruyes tantos como cualquier otro hombre; pero la vida humana no
es en modo alguno diferente, aunque tú lo sientes así y creas que razonas sus causas. ¿Por qué
habría de ser yo parco con esta vida que es barata y no tiene ningún valor? Hay más
marineros que barcos para ellos en el mar, más obreros que fábricas y máquinas para
emplearlos- Bueno; tú que vives en tierra, sabes que relegáis a la gente pobre a los barrios infectos,
que dejáis que el hambre y la peste se ceben en ellos, y que, a pesar de esto, siempre
queda gente pobre que desea un mendrugo de pan y un pedazo de carne (que es vida
destruida), y de los que no sabéis qué hacer-
Se dirigió hacia la escalera, pero volvió la cabeza para decir la última palabra:
-¿No sabes que el valor que tiene la vida es el que la misma vida se atribuye? Y se
valúa con exceso, ya que por necesidad se la previene en favor de ella misma. Fíjate en el
hombre que tenia yo allá arriba. Se sostenía como si hubiese sido un objeto precioso, un
tesoro de más valor que diamantes y rubíes- ¿Por ti? No ¿Por mí? De ninguna manera- ¿Por
él? Sí- Pero yo no acepto su apreciación. Se encarece a sí mismo de un modo lamentable-
Hay vida en abundancia que no pide sino nacer. Si llega a caerse y a verter los sesos como la
miel de un panal, para el mundo no hubiese sido ninguna pérdida; él no vale nada para el
mundo La oferta es excesiva- Únicamente tiene valor para sí mismo, y para probar cuán
ficticio es aún este valor después de muerto no se da cuenta de que se ha perdido- El
solamente se estimaba en más que los diamantes y los rubíes, pero desaparecen los diamantes
y rubíes arrastrados por un cubo de agua de mar y ni siquiera sabe que han desaparecido- Por
tanto, no pierde nada, si con la pérdida de sí mismo pierde el conocimiento de la pérdida- ¿Lo
ves? Y ahora, ¿qué tienes que decir a esto?
-Que, cuando menos, es usted consecuente -fue todo lo que pude decir, y continué
lavando los platos.
 
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63 replies since 16/8/2010, 15:04   1180 views
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