| Cogido e. las maderas, dando traspiés con el vaivén del barco y ayudado por el cocinero, conseguí meterme en una burda camiseta de lana. En el mismo instante me raspó la carne el desagradable contacto. Dándose cuenta de mis muecas y movimientos involuntarios, sonrió con afectación: -Supongo que no habrá usado en su vida nada semejante, porque tiene una piel tan fina, que más parece de mujer. En cuanto le vi, adiviné que era usted un caballero. Al principio me había inspirado repugnancia, pero cuando me ayudó a vestir, esta repugnancia fue en aumento. Había algo repulsivo en su contacto. Me aparté de sus manos, puesta toda mi carne en rebelión. Y entre esto y los olores que subían de los varios pucheros que hervían en la cocina, me hacían desear el momento de salir al aire fresco. Además, había necesidad de ver al capitán para ponernos de acuerdo sobre la manera de desembarcarme. Una camisa de algodón, barata, con el cuello rozado y la pechera descolorida por algo que juzgué antiguas manchas de sangre, me fue puesta, entre un tropel de comentarios y excusas vehementes. Encerraban mis pies unas botas de cuero sin curtir, como las que usan los obreros, y hacían las veces de pantalones unos calzones azules, deslavazados, de los cuales una pierna era diez pulgadas más corta que la otra. Esta última hacía pensar en un diablo que al querer apoderarse del alma del londinense se hubiese agarrado allí, quedándose con la materia en vez del espíritu. -¿A quién debo agradecer tanta amabilidad? -pregunté cuando ya estuve completamente equipado, con una gorrita de niño en la cabeza, y llevando en lugar de americana una chaqueta de algodón que me llegaba a la cintura y cuyas mangas apenas me cubrían los codos. El cocinero se apartó con un gesto de fingida humildad y una sonrisa implorante y servil. Si no me engañaba la experiencia adquirida con los mayordomos de los trasatlánticos al fin del viaje, hubiese jurado que esperaba una propina. Ahora que ya he tenido ocasión de conocer más a fondo aquel ser, comprendo que el gesto fue inconsciente, debido, sin duda, a un servilismo hereditario. -Mugridge, señor -dijo con tono adulador, mientras sus facciones afeminadas se dilataban en una sonrisa untuosa-. Thomas Mugridge, señor, servidor de usted. -Muy bien, Thomas -repuse yo-. Me acordaré de usted cuando esté seca mi ropa. Por su semblante se difundió una luz suave y brillaron sus ojos como si allá en las profundidades de su ser sus antepasados se hubiesen animado y removido con el recuerdo de las propinas recibidas en vidas anteriores. -Gracias, señor -dijo muy agradecido y muy humilde, en verdad. Se hizo a un lado al abrirme la puerta y salí a cubierta. A causa de mi prolongada inmersión, me sentía aún débil. Me sorprendió una ventada, y dando traspiés por la movediza cubierta, me dirigí hacia un ángulo de la cabina, en busca de apoyo. La goleta, con una inclinación muy alejada de la perpendicular, se balanceaba movida por el profundo vaivén del Pacifico. Si en realidad llevaba la dirección Sudoeste, como había dicho Johnson, el viento, entonces, según mis cálculos, debía soplar aproximadamente del Sur. La niebla había desaparecido y el sol llenaba de chispas e irisaciones la superficie del agua. Me volví cara al Este donde sabía que debía hallarse California, pero no pude ver sino unas masas de niebla a poca altura, indudablemente la misma que había ocasionado el desastre del Martínez y me había traído al presente estado. Por el Norte, y no muy lejos, surgía del agua un grupo de rocas desnudas, y sobre una de ellas se distinguía un faro. Hacia el Sudoeste y casi en nuestra ruta, vi el bastidor piramidal de unas velas. Después de haber reconocido el horizonte, volví me hacia lo que me rodeaba más inmediatamente. Mi primer pensamiento fue que un hombre llegado de manera tan inesperada, luego de codearse con la muerte, merecía más atención de la que yo recibía. Aparte del marinero que iba en el timón y que me observaba curiosamente por encima de la cabina, no atraje ya más miradas. Todos parecían interesados en lo que en el centro del barco ocurría. Allí, echado sobre las tablas, había un hombre gordo. Estaba completamente vestido, pero llevaba rasgada la camisa por la pechera. Sin embargo, no se veía nada de su pecho, pues lo cubría una masa de pelo negro semejante a una piel de perro. La cara y el cuello se ocultaban bajo una barba negra salpicada de gris, que de no haber estado chorreando y lacia por efecto del agua, debió ser tiesa y tupida. Tenía los ojos cerrados y parecía desvanecido, pero mostraba la boca muy abierta y el pecho anhelante, esforzándose ruidosamente por respirar. De vez en cuando, metódicamente, ya como una rutina, un marinero hundía en el mar un cubo de lona atado al extremo de una cuerda, lo subía braza a braza y vertía su contenido sobre el hombre postrado. Paseando de arriba abajo a lo largo de la cubierta y mascando furioso el extremo de un cigarro, estaba el hombre cuya mirada casual me había rescatado del mar. Tendría una altura quizás de cinco pies, diez pulgadas o diez y media, pero lo primero que me impresionó en él no fue eso, sino su vigor. A pesar de su constitución sólida y de sus hombros anchos y pecho elevado, no era la solidez de su cuerpo lo que caracterizaba su fuerza. Antes bien, consistía en lo que podríamos llamar nervio, la dureza que atribuimos a los hombres flacos y enjutos, pero que en él, a causa de su corpulencia, recordaba al gorila. No es que su exterior tuviese nada de gorila; lo que yo pretendo describir es su fuerza misma como algo aparte de su aspecto físico. Era esa fuerza que solemos asociar a las cosas primitivas, a las fieras y a los seres que imaginamos son el prototipo de los habitantes de nuestros árboles; esa fuerza salvaje, feroz, que este en sí misma, la esencia de la vida en lo que tiene de potencia del movimiento, la propia materia elemental, de la cual han tomado forma otros muchos aspectos de la vida; en una palabra, lo que hace retorcer el cuerpo de una serpiente después de haberle sido cortada la cabeza y cuando la serpiente, como a tal, puede considerarse ya muerta, o lo que persiste en el montón de la carne de la tortuga que rebota y tiembla al tocarla con el dedo. Esa fue la impresión de fuerza que me produjo el hombre que caminaba de un lado a otro. Se apoyaba sólidamente sobre las piernas; sus pies golpeaban la cubierta con precisión y seguridad; cada movimiento de sus músculos, desde la manera de levantar los hombros hasta la forma de apretar el cigarro con los labios, era decisivo y parecía ser el producto de una fuerza excesiva y abrumadora. Sin embargo, aunque la fuerza dirigía todas sus acciones, no parecía sino el anuncio de otra fuerza mayor que acechaba desde dentro, como si estuviera dormida y sólo se agitara de vez en cuando, pero que podría despertar de un momento a otro, terrible y violenta, cual la cólera de un león o el furor de una tormenta. El cocinero asomó la cabeza por la puerta de la Bocina, haciéndome muecas alentadoras y señalando al propio tiempo con el pulgar al hombre que paseaba por la cubierta. Así me daba a entender que aquél era el capitán, el alejo, según había dicho él, el individuo con quien debía entrevistarme, y al que ocasionaría la extorsión de tener que desembarcarme. Ya me disponía a afrontar los cinco minutos tempestuosos que, sin duda, me esperaban, cuando el desdichado que estaba en el suelo sufrió otro ataque más violento aún. Se retorcía convulsivamente. La barba negra y húmeda se tendió hacia arriba, al envararse los músculos de la espalda e hincharse el pecho en un esfuerzo inconsciente e instintivo para obtener más aire. Aunque no lo veía, adivinaba que bajo las patillas la piel se había puesto colorada. El capitán, o Wolf Larsen, como le llamaban los hombres, cesó de pasear y clavó la mirada en el moribundo. Tan cruel fue esta última lucha, que el marinero se detuvo en su ocupación de rociarle con agua, y con el cubo de lona a medias levantado y derramando su contenido por la cubierta, se le quedó mirando con curiosidad. El moribundo tocó un redoble con los tacones sobre el entarimado, estiró las piernas y con un gran esfuerzo se puso rígido y rodó la cabeza de un lado a otro. Después se relajaron los músculos, la cabeza dejó de rodar y de sus labios salió un suspiro como de profundo alivio; bajó la quijada, subió el labio superior, y aparecieron dos hileras de dientes oscurecidos por el tabaco. Parecía como si sus facciones se hubiesen helado en una mueca diabólica al mundo que había abandonado y burlado. Entonces sucedió una cosa sorprendente. El capitán se desató como una tormenta contra el muerto. De su boca salía un manantial inagotable de juramentos. Y no eran juramentos sin sentido o meras expresiones indecentes. Cada palabra (y dijo muchas) era una blasfemia. Crujían y restallaban como chispas eléctricas. En toda mi vida había oído yo nada semejante, ni lo hubiera creído posible. Por mi afición a la literatura, a las figuras y palabras enérgicas, me atrevo a decir que yo apreciaba mejor que ningún otro la vivacidad peculiar, la fuerza y la absoluta blasfemia de sus metáforas. Según pude entender, la causa de todo ello era que el hombre, que era el segundo de a bordo, había corrido una juerga antes de salir de San Francisco y después había tenido el mal gusto de morir al principio del viaje, dejando a Wolf Larsen con la tripulación incompleta. No necesitaría asegurar, al menos a mis amigos, cuán escandalizado estaba. Los juramentos y el lenguaje soez me han repugnado siempre. Experimenté una sensación de abatimiento, de desmayo y casi puedo decir de vértigo. Para mí, la muerte había estado siempre investida de solemnidad y respeto. Se había presentado rodeada de paz y había sido sagrado todo su ceremonial. Pero la muerte en sus aspectos sórdidos y terribles había sido algo desconocido para mí hasta entonces. Como digo, al par que apreciaba la fuerza de la espantosa declaración que salía de la boca da Wolf Larsen, estaba enormemente escandalizado. Aquel torrente arrollador era suficiente para secar el rostro del cadáver. No me hubiese sorprendido ver encresparse, retorcerse y andar entre humo y llamas la barba negra. Pero el muerto no se dio por aludido. Continuaba desafiándole con su risa sardónica y burlándose con cinismo. Era el dueño de la situación.
Edited by astaroth1 - 17/8/2010, 15:59
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