Querido Bosie: Después de larga e infructuosa espera, he decidido escribirte yo, tanto
por ti como por mí, pues no me gustaría pensar que he pasado dos largos años de prisión
sin recibir de ti ni una sola línea, ni aun noticia ni mensaje que no me dieran dolor.
Nuestra infausta y lamentabilísima amistad ha acabado en ruina e infamia pública para
mí, pero el recuerdo de nuestro antiguo afecto me acompaña a menudo, y la idea de que
el aborrecimiento, la amargura y el desprecio ocupen para siempre ese lugar de mi corazón
que en otro tiempo ocupó el amor me resulta muy triste; y tú mismo sentirás, creo,
en tu corazón que escribirme cuando me consumo en la soledad de la vida de presidio es
mejor que publicar mis cartas sin mi permiso o dedicarme poemas sin consultar, aunque
el mundo no haya de saber nada de las palabras de dolor o de pasión, de remordimiento o
indiferencia, que quieras enviarme en respuesta o apelación.
No me cabe duda de que en esta carta en la que tengo que escribir de tu vida y la mía,
del pasado y el futuro, de cosas dulces que se tornaron amargura y cosas amargas que
pueden trocarse en alegría, ha de haber mucho que hiera tu vanidad en lo vivo. Si así fuera,
vuelve a leerla una y otra vez hasta que mate tu vanidad. Si algo encuentras en ella de
lo que te parezca ser acusado injustamente, recuerda que hay que agradecer que existan
faltas de las que se nos pueda acusar injustamente. Si hubiera en ella un solo pasaje que
lleve lágrimas a tus ojos, llora como lloramos en la cárcel, donde el día no menos que la
noche está hecho para llorar. Eso es lo único que puede salvarte. Si vas con lamentaciones
a tu madre, como hiciste a propósito del desprecio de ti que manifesté en mi carta a
Robbie, estarás totalmente perdido. Si encuentras una sola excusa falsa para ti, enseguida
encontrarás un ciento, y serás exactamente lo mismo que fuiste antes. ¿Sigues diciendo,
como le dijiste a Robbie en tu contestación, que yo «te atribuyo motivos indignos»? ¡Si tú
no tenías motivos en la vida! No tenías más que apetitos. Un motivo es un propósito intelectual.
¿Que eras «muy joven» cuando empezó nuestra amistad? Tu defecto no era que
supieras muy poco de la vida, sino que sabías mucho. El alba de la juventud, con su flor
delicada, su luz clara y pura, su alegría inocente y expectante, tú la habías dejado muy
atrás. Con pies muy raudos y corredores habías pasado del Romance al Realismo. La
cloaca y las cosas que en ella viven habían empezado a fascinarte. Ése fue el origen del
problema en el que buscaste mi ayuda, y yo, nada sabio según la sabiduría de este mundo,
por compasión y simpatía te la di. Tienes que leer esta carta de principio a fin, aunque
cada palabra sea para ti el fuego o el escalpelo del cirujano, que hace arder o sangrar la
carne delicada. Recuerda que el necio a los ojos de los dioses y el necio a los ojos del
hombre son muy distintos. Siendo enteramente ignorante de los modos del Arte en su revolución
o los estados del pensamiento en su progreso, de la pompa del verso latino o la
música más rica de las vocales griegas, de la escultura toscana o el canto isabelino, se
puede estar lleno de la más dulce sabiduría. El verdadero necio, ése del que los dioses se
ríen o al que arruinan, es el que no se conoce a sí mismo. Yo fui de ésos demasiado tiempo.
Tú has sido de ésos demasiado tiempo. No lo seas más. No tengas miedo. El vicio
supremo es la superficialidad. Todo lo que se comprende está bien. Recuerda asimismo
que lo que para ti sea penoso leer, aún más penoso es para mí escribirlo. Contigo los Po
deres Invisibles han sido muy buenos. Te han permitido ver las formas extrañas y trágicas
de la Vida como se ven las sombras en un cristal. La cabeza de Medusa, que petrifica a
los hombres, a ti se te ha dado mirarla en espejo solamente. Tú has caminado libre entre
las flores. A mí me han arrebatado el mundo hermoso del color y el movimiento.
Voy a empezar diciéndote que me culpo terriblemente. Aquí sentado en esta celda oscura,
vestido de presidiario, infamado y hundido, me culpo. En las noches de angustia
perturbadas y febriles, en los días de dolor largos y monótonos, es a mí a quien culpo. Me
culpo por dejar que una amistad no intelectual, una amistad cuyo objetivo primario no era
la creación y contemplación de cosas bellas, dominara enteramente mi vida. Desde el
primer momento hubo demasiada distancia entre nosotros. Tú habías estado ocioso en el
colegio, peor que ocioso en la universidad. No te dabas cuenta de que un artista, y sobre
todo un artista como soy yo, es decir, aquel en el que la calidad de la obra depende de la
intensificación de la personalidad, requiere para el desarrollo de su arte la compañía de
ideas, y una atmósfera intelectual, sosiego, paz y soledad. Tú admirabas mi obra cuando
la veías acabada; gozabas con los éxitos brillantes de mi estreno, y los banquetes brillantes
que los seguían; te enorgullecías, y era muy natural, de ser el amigo íntimo de un artista
tan distinguido; pero no podías entender las condiciones que exige la producción de
la obra artística. No hablo en frases de exageración retórica, sino en términos de fidelidad
absoluta al hecho material, si te recuerdo que durante todo el tiempo que estuvimos juntos
no escribí nunca ni una sola línea. Fuera en Torquay, Coring, Londres, Florencia o en
otros lugares, mi vida, mientras tú estuviste a mi lado, fue totalmente estéril y nada creadora.
Y con escasos intervalos estuviste, lamento decirlo, siempre a mi lado.
Recuerdo, por ejemplo, que en el mes de septiembre del 93, por escoger un solo ejemplo
entre muchos, tomé unas habitaciones, únicamente para trabajar sin que nadie me molestara,
porque había roto lo acordado con John Hare, para quien había prometido escribir
una obra, y que me estaba apremiando. Durante la primera semana te mantuviste lejos.
Habíamos disentido, y a decir verdad lógicamente, sobre la cuestión del valor artístico de
tu traducción de Salomé, así que te contentaste con mandarme cartas necias sobre ese tema.
En esa semana escribí y terminé hasta el último detalle, tal y como después se representaría,
el primer acto de Un marido ideal. En la segunda semana volviste, y prácticamente
tuve que abandonar el trabajo. Yo llegaba cada mañana a St James's Place a las
once y media, para poder pensar y escribir sin las interrupciones inevitables en mi propia
casa, aun siendo esa casa tranquila y pacífica. Pero era vano intento. A las doce llegabas
en coche, y te ponías a fumar y charlar hasta la una y media, en que había que llevarte a
almorzar al Café Royal o al Berkeley. El almuerzo, con sus copas, solía durar hasta las
tres y media. Durante una hora te retirabas a White's. A la hora del té volvías a aparecer,
y te quedabas hasta la hora de vestirse para la comida. Comías conmigo en el Savoy o en
Tite Street. Por regla general no nos separábamos hasta después de medianoche, porque
había que rematar el día memorable con una cena en Willis's. Esa fue mi vida durante
aquellos tres meses, día tras día, salvo en los cuatro días en que estuviste fuera del país.
Entonces, por supuesto, tuve que ir a Calais a recogerte. Para una persona de mi naturaleza
y temperamento, era una posición a la vez grotesca y trágica.