El Evangelio según Jesucristo

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astaroth1
view post Posted on 9/3/2016, 01:50




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EL EVANGELIO SEGÚN JESUCRISTO

JOSE SARAMAGO

PILATOS

El sol muestra en uno de los ángulos superiores del rectángulo,el que está a la izquierda
de quien mira, representando el astro rey una cabeza de hombre de la que surgen rayos
de aguda luz y sinuosas llamaradas, como una rosa de los vientos indecisa sobre la
dirección de los lugares hacia los que quiere apuntar, y esa cabeza tiene un rostro que
llora, crispado en un dolor que no cesa, lanzando por la boca abierta un grito que no
podemos oír, pues ninguna de estas cosas es real, lo que tenemos ante nosotros es papel
y tinta, nada más. Bajo el sol vemos un hombre desnudo atado a un tronco de árbol,
ceñidos los flancos por un paño que le cubre las partes llamadas pudendas o
vergonzosas, y los pies los tiene asentados en lo que queda de una rama lateral cortada.
Sin embargo, y para mayor firmeza, para que no se deslicen de ese soporte natural, dos
clavos los mantienen, profundamente clavados. Por la expresión del rostro, que es de
inspirado sufrimiento, y por la dirección de la mirada, erguida hacia lo alto, debe de ser el
Buen Ladrón. El pelo, ensortijado, es otro indicio que no engaña, sabiendo como sabemos
que los ángeles y los arcángeles así lo llevan, y el criminal arrepentido está, por lo ya
visto, camino de ascender al mundo de las celestiales creaturas. No será posible averiguar
si ese tronco es aún un árbol, solamente adaptado, por mutilación selectiva, a
instrumento de suplicio, pero que sigue alimentándose de la tierra por las raíces, puesto
que toda la parte inferior de ese árbol está tapada por un hombre de larga barba, vestido
con ricas, holgadas y abundantes ropas, que, aunque ha levantado la cabeza, no es al
cielo adonde mira. Esta postura solemne, este triste semblante, sólo pueden ser los de
José de Arimatea, dado que Simón de Cirene, sin duda otra hipótesis posible, tras el
trabajo al que le habían forzado, ayudando al condenado en el transporte del patíbulo,
conforme al protocolo de estas ejecuciones, volvió a su vida normal, mucho más
preocupado por las consecuencias que el retraso tendría para un negocio que había
aplazado que con las mortales aflicciones del infeliz a quien iban a crucificar. No
obstante, este José de Arimatea es aquel bondadoso y acaudalado personaje que ofreció la
ayuda de una tumba suya para que en ella fuera depositado aquel cuerpo principal, pero
esta generosidad no va a servirle de mucho a la hora de las canonizaciones, ni siquiera de
las beatificaciones, pues nada envuelve su cabeza, salvo el turbante con el que todos los
días sale a la calle, a diferencia de esta mujer que aquí vemos en un plano próximo, de
cabello suelto sobre la espalda curva y doblada, pero tocada con la gloria suprema de una
aureola, en su caso recortada como si fuera un bordado doméstico.
 
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astaroth1
view post Posted on 9/3/2016, 02:36




Sin duda la mujer arrodillada se llama María, pues de antemano sabíamos que todas
cuantas aquí vinieron a juntarse llevan ese nombre, aunque una de ellas, por ser además
Magdalena, se distingue onomásticamente de las otras, aunque cualquier observador, por
poco conocedor que sea de los hechos elementales de la vida, jurará, a primera vista, que
la mencionada Magdalena es precisamente ésa, pues sólo una persona como ella, de
disoluto pasado, se habría atrevido a presentarse en esta hora trágica con un escote tan
abierto, y un corpiño tan ajustado que hace subir y realzar la redondez de los senos,
razón por la que, inevitablemente, en este momento atrae y retiene las miradas ávidas de
los hombres que pasan, con gran daño de las almas, así arrastradas a la perdición por el
infame cuerpo. Es, con todo, de compungida tristeza su expresión, y el abandono del
cuerpo no expresa sino el dolor de un alma, ciertamente oculta en carnes tentadoras,
pero que es nuestro deber tener en cuenta, hablamos del alma, claro, que esta mujer
podría estar enteramente desnuda, si en tal disposición hubieran decidido representarla,
y aun así deberíamos mostrarle respeto y homenaje. María Magdalena, si ella es, ampara,
y parece que va a besar, con un gesto de compasión intraducible en palabras, la mano de
otra mujer, ésta sí, caída en tierra, como desamparada de fuerzas o herida de muerte. Su
nombre es también María, segunda en el orden de presentación, pero, sin duda,
primerísima en importancia, si algo significa el lugar central que ocupa en la región
inferior de la composición.
Fuera del rostro lacrimoso y de las manos desfallecidas, nada se alcanza a ver de su
cuerpo, cubierto por los pliegues múltiples del manto y de la túnica, ceñida a la cintura
por un cordón cuya aspereza se adivina. Es de más edad que la otra María, y es ésta una
buena razón, probablemente, aunque no la única, para que su aureola tenga un dibujo
más complejo, así, al menos, se hallaría autorizado a pensar quien no disponiendo de
informaciones precisas acerca de las precedencias, patentes y jerarquías en vigor en este
mundo, se viera obligado a formular una opinión. No obstante, y teniendo en cuenta el
grado de divulgación, operada por artes mayores y menores, de estas iconografías, sólo un
habitante de otro planeta, suponiendo que en él no se hubiera repetido alguna vez, o
incluso estrenado, este drama, sólo ese ser, en verdad inimaginable, ignoraría que la
afligida mujer es la viuda de un carpintero llamado José y madre de numerosos hijos e
hijas, aunque sólo uno de ellos, por imperativos del destino o de quien lo gobierna, haya
llegado a prosperar, en vida de manera mediocre, rotundamente después de la muerte.
Reclinada sobre su lado izquierdo, María, madre de Jesús, ese mismo a quien acabamos
de aludir, apoya el antebrazo en el muslo de otra mujer, también arrodillada, también
María de nombre, y en definitiva, pese a que no podamos ver ni imaginar su escote, tal
vez la verdadera Magdalena. Al igual que la primera de esta trinidad de mujeres, muestra
la larga cabellera suelta, caída por la espalda, pero estos cabellos tienen todo el aire de
ser rubios, si no fue pura casualidad la diferencia de trazo, más leve en este caso y
dejando espacios vacíos entre los mechones, cosa que, obviamente, sirvió al grabador
para aclarar el tono general de la cabellera representada.
 
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astaroth1
view post Posted on 9/3/2016, 02:58




No pretendemos afirmar, con tales razones, que María Magdalena hubiese sido, de hecho,
rubia, sólo estamos conformándonos a la corriente de opinión mayoritaria que insiste en
ver en las rubias, tanto en las de natura como en las de tinte, los más eficaces
instrumentos de pecado y perdición. Habiendo sido María Magdalena, como es de todos
sabido, tan pecadora mujer, perdida como las que más lo fueron, tendría también que ser
rubia para no desmentir las convicciones, para bien y para mal adquiridas, de la mitad
del género humano. No es, sin embargo, porque parezca esta tercera María, en
comparación con la otra, más clara de tez y tono de cabello, por lo que insinuamos y
proponemos, contra las aplastantes evidencias de un escote profundo y de un pecho que
se exhibe, que ésta sea la Magdalena. Otra prueba, ésta fortísima, robustece y afirma la
identificación, es que la dicha mujer, aunque un poco amparando, con distraída mano, a
la extenuada madre de Jesús, levanta, sí, hacia lo alto la mirada, y esa mirada, que es de
auténtico y arrebatado amor, asciende con tal fuerza que parece llevar consigo al cuerpo
todo, todo su ser carnal, como una irradiante aureola capaz de hacer palidecer el halo que
ya rodea su cabeza y reduce pensamientos y emociones. Sólo una mujer que hubiese
amado tanto como imaginamos que María Magdalena amó, podría mirar de esa manera,
con lo que, en definitiva, queda probado que es ésta, sólo ésta y ninguna otra, excluida
pues la que a su lado se encuentra, María cuarta, de pie, medio alzadas las manos, en
piadosa demostración, pero de mirada vaga, haciendo compañía, en este lado del
grabado, a un hombre joven, poco más que adolescente, que de modo amanerado flexiona
la pierna izquierda, así, por la rodilla, mientras su mano derecha, abierta, muestra en
una actitud afectada y teatral al grupo de mujeres a quienes correspondió representar, en
el suelo, la acción dramática.
Este personaje, tan joven, con su pelo ensortijado y el labio trémulo, es Juan. Igual que
José de Arimatea, también esconde con el cuerpo el pie de este otro árbol que, allá arriba,
en el lugar de los nidos, alza al aire a un segundo hombre desnudo, atado y clavado como
el primero, pero éste es de pelo liso, deja caer la cabeza para mirar, si aún puede, el
suelo, y su cara, magra y escuálida, da pena, a diferencia del ladrón del otro lado, que
incluso en el trance final, de sufrimiento agónico, tiene aún valor para mostrarnos un
rostro que fácilmente imaginamos rubicundo, muy bien debía de irle la vida cuando
robaba, pese a la falta que hacen los colores aquí. Flaco, de pelo liso, la cabeza caída
hacia la tierra que ha de comerlo, dos veces condenado, a la muerte y al infierno, este
mísero despojo sólo puede ser el Mal Ladrón, rectísimo hombre en definitiva, a quien le
sobró conciencia para no fingir que creía, a cubierto de leyes divinas y humanas, que un
minuto de arrepentimiento basta para redimir una vida entera de maldad o una simple
hora de flaqueza. Sobre él, también clamando y llorando como el sol que enfrente está,
vemos la luna en figura de mujer, con una incongruente arracada adornándole la oreja,
licencia que ningún artista o poeta se habrá permitido antes y es dudoso que se haya
permitido después, pese al ejemplo. Este sol y esta luna iluminan por igual la tierra, pero
la luz ambiente es circular, sin sombras, por eso puede ser visto con tanta nitidez lo que
está en el horizonte, al fondo, torres y murallas, un puente levadizo sobre un foso donde
brilla el agua, unos frontones góticos, y allí atrás, en lo alto del último cerro, las aspas
paradas de un molino. Aquí más cerca, por la ilusión de la perspectiva, cuatro caballeros
con yelmo, lanza y armadura hacen caracolear las monturas con alardes de alta escuela,
pero sus gestos sugieren que han llegado al fin de su exhibición, están saludando, por así
decir, a un público invisible. La misma impresión de final de fiesta nos es ofrecida por
aquel soldado de infantería que da ya un paso para retirarse, llevando suspendido en la
mano derecha, lo que, a esta distancia, parece un paño, pero que también podría ser
manto o túnica, mientras otros dos militares dan señales de irritación y despecho, si es
posible, desde tan lejos, descifrar en los minúsculos rostros un sentimiento como el de
quien jugó y perdió. Por encima de estas vulgaridades de milicia y de ciudad amurallada,
planean cuatro ángeles, dos de ellos de cuerpo entero, que lloran y protestan, y se duelen,
no así uno de ellos, de perfil grave, absorto en el trabajo de recoger en una copa, hasta la
última gota, el chorro de sangre que sale del costado derecho del Crucificado. En este
lugar, al que llaman Gólgota, muchos son los que tuvieron el mismo destino fatal, y otros
muchos lo tendrán luego, pero este hombre, desnudo, clavado de pies y manos en una
cruz, hijo de José y María, Jesús de nombre, es el único a quien el futuro concederá el
honor de la mayúscula inicial, los otros no pasarán nunca de crucificados menores. Es él,
en definitiva, éste a quien miran José de Arimatea y María Magdalena, éste que hace
llorar al sol y a la luna, éste que hoy mismo alabó al Buen Ladrón y despreció al Malo, por
no comprender que no hay diferencia entre uno y otro, o, si la hay, no es esa, pues el Bien
y el Mal no existen en sí mismos, y cada uno de ellos es sólo la ausencia del otro. Tiene
sobre la cabeza, que resplandece con mil rayos, más que el sol y la luna juntos, un cartel
escrito en romanas letras que lo proclaman Rey de los Judíos, y, ciñéndola, una dolorsa
corona de espinas, como la llevan, y no lo saben, quizá porque no sangran fuera del
cuerpo, aquellos hombres a quienes no se permite ser reyes de su propia persona. No
goza Jesús de un descanso para los pies, como lo tienen los ladrones, y todo el peso de su
cuerpo estaría suspenso de las manos clavadas en el madero si no le quedara un resto de
vida, la suficiente para mantenerlo erguido sobre las rodillas rígidas, pero pronto se le
acabará, la vida, y continuará la sangre brotándole de la herida del pecho, como queda
dicho. Entre las dos cuñas que aseguran la verticalidad de la cruz, como ella introducidas
en una oscura hendidura del suelo, herida de la tierra no más incurable que cualquier
sepultura de hombre, hay una calavera, y también una tibia y un omóplato, pero la
calavera es lo que nos importa, porque es eso lo que Gólgota significa, calavera, no parece
que una palabra sea lo mismo que la otra, pero alguna diferencia notaríamos entre ellas
si en vez de escribir calavera y Gólgota escribiéramos gólgota y Calavera. No se sabe quién
puso aquí estos restos y con qué fin lo hizo, si es sólo un irónico y macabro aviso a los
infelices supliciados sobre su estado futuro, antes de convertirse en tierra, en polvo, en
nada. Hay quien también afirme que éste es el cráneo de Adán, ascendido del negror
profundo de las capas geológicas arcaicas, y ahora, porque a ellas no puede volver,
condenado eternamente a tener ante sus ojos la tierra, su único paraíso posible y para
siempre perdido. Atrás, en el mismo campo donde los jinetes ejecutan su última pirueta,
un hombre se aleja, volviendo aún la cabeza hacia este lado.
 
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astaroth1
view post Posted on 9/3/2016, 03:29




Lleva en la mano izquierda un cubo, y una caña en la mano derecha. En el extremo de la
caña debe de haber una esponja, es difícil verlo desde aquí, y el cubo, casi apostaríamos,
contiene agua con vinagre. Este hombre, un día, y después para siempre, será víctima de
una calumnia, la de, por malicia o por escarnio, haberle dado vinagre a Jesús cuando él
pidió agua, aunque lo cierto es que le dio la mixtura que lleva, vinagre y agua, refresco de
los más soberanos para matar la sed, como en su tiempo se sabía y practicaba. Se va,
pues, no se queda hasta el final, hizo lo que podía para aliviar la sequedad mortal de los
tres condenados, y no hizo diferencia entre Jesús y los Ladrones, por la simple razón de
que todo esto son cosas de la tierra, que van a quedar en la tierra, y de ellas se hace la
única historia posible.
La noche tiene aún mucho que durar. El candil de aceite, colgado de un clavo al lado de
la puerta, está encendido, pero la llama, como una almendrilla luminosa flotante, apenas
consigue, trémula, inestable, sostener la masa oscura que la rodea y llena de arriba abajo
la casa, hasta los últimos rincones, allí donde las tinieblas, de tan espesas, parecen
haberse vuelto sólidas. José despertó sobresaltado, como si alguien, bruscamente, lo
hubiera sacudido por el hombro, pero sería la ilusión de un sueño pronto desvanecido,
que en esta casa sólo vive él, y la mujer, que no se ha movido, y duerme. No es su
costumbre despertar así, en medio de la noche, en general él no se despierta antes de que
la estrecha grieta de la puerta empieza a emerger de la oscuridad cenicienta y fría.
Muchas veces pensó que tendría que taparla, nada más fácil para un carpintero, ajustar y
clavar un simple listón de madera sobrante de una obra, pero se había acostumbrado
hasta tal punto a encontrar ante él, apenas abría los ojos, aquella línea vertical de luz,
anunciadora del día, que acabó imaginando, sin reparar en lo absurdo de la idea, que,
faltándole ella, podría no ser capaz de salir de las tinieblas del sueño, las de su cuerpo y
las del mundo. La grieta de la puerta formaba parte de la casa, como las paredes y el
techo, como el horno o el suelo de tierra apisonada. En voz baja, para no despertar a la
mujer, que seguía durmiendo, pronunció la primera oración del día, aquella que siempre
debe ser dicha cuando se regresa del misterioso país del sueño.
Gracias te doy, Señor, nuestro Dios, rey del universo, que por el poder de tu misericordia
así me restituyes, viva y consciente, mi alma. Tal vez por no encontrarse igual de
despierto en cada uno de sus cinco sentidos, si es que entonces, en la época de que
hablamos, no estaba la gente aprendiendo algunos de ellos o, al contrario, perdiendo
otros que hoy nos serían útiles, José se miraba a sí mismo como acompañando a
distancia la lenta ocupación de su cuerpo por un alma que iba regresando despacio, como
hilillos de agua que, avanzando sinuosos por los caminos de las rodadas, penetrasen en
la tierra hasta las más profundas raíces, llevando la savia, luego, por el interior de los
tallos y las hojas. Y al ver qué trabajoso era este regreso, mirando a la mujer a su lado,
tuvo un pensamiento que lo perturbó, que ella, allí dormida, era verdaderamente un
cuerpo sin alma, que el alma no está presente en el cuerpo que duerme, de lo contrario
no tendría sentido que agradeciéramos todos los días a Dios que todos los días nos la
restituya cuando despertamos, y en este momento una voz dentro de sí preguntó, Qué es
lo que en nosotros sueña lo que soñamos, Quizá los sueños son recuerdos que el alma
tiene del cuerpo, pensó, y esto era una respuesta. María se movió, acaso estaría su alma
por allí cerca, ya dentro de la casa, pero al final no se despertó, sólo andaría en afanes de
ensueño y, habiendo soltado un suspiro profundo, entrecortado como un sollozo, se
acercó al marido, con un movimiento sinuoso, aunque inconsciente, que jamás osaría
estando despierta. José tiró de la sábana gruesa y áspera hacia sus hombros y acomodó
mejor el cuerpo a la estera, sin apartarse. Sintió que el calor de la mujer, cargado de
olores, como de un arca cerrada donde se hubieran secado hierbas, le iba penetrando
poco a poco el tejido de la túnica, juntándose al calor de su propio cuerpo. Luego, dejando
descender lentamente los párpados, olvidado ya de pensamientos, desprendido del alma,
se abandonó al sueño que regresaba.
 
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astaroth1
view post Posted on 9/3/2016, 03:48




Sólo volvió a despertar cuando cantó el gallo. La rendija de la puerta dejaba pasar un
color gris e impreciso, de aguada sucia. El tiempo, usando de paciencia, se contentaba
con esperar a que se cansasen las fuerzas de la noche, y ahora estaba preparando el
campo para que llegase al mundo la mañana, como ayer y siempre, en verdad no estamos
en aquellos días fabulosos en los que el sol, a quien ya tanto debíamos, llevó su
benevolencia hasta el punto de detener, sobre Gabaón, su viaje, dando así a Josué tiempo
de vencer, con toda calma, a los cinco reyes que cercaban su ciudad. José se sentó en la
estera, apartó la sábana, y en ese momento el gallo cantó por segunda vez, recordándole
que aún le faltaba una oración, la que se debe a la parte de méritos que correspondieron
al gallo en la distribución que de ellos hizo el Creador a sus creaturas.
Alabado seas tú, Señor, nuestro Dios, rey del universo, que diste al gallo inteligencia para
distinguir el día de la noche, esto dijo José, y el gallo cantó por tercera vez. Era
costumbre, a la primera señal de estas alboradas, que los gallos de la vecindad se
respondieran unos a otros, pero hoy permanecieron callados, como si para ellos la noche
aún no hubiera terminado o apenas hubiera empezado. José, perplejo, miró a su mujer, y
le extrañó su pesado sueño, ella que despertaba al más ligero ruido, como un pájaro.
Era como si una fuerza exterior, cayendo, o permaneciendo inmóvil en el aire, sobre
María, le comprimiera el cuerpo contra el suelo, pero no tanto que la inmovilizase por
completo, se notaba incluso, pese a la penumbra, que la recorrían súbitos
estremecimientos, como el agua de un estanque tocada por el viento. Estará enferma,
pensó, pero he aquí que una señal de urgencia lo distrajo de la preocupación incipiente,
una insistente necesidad de orinar, también ella muy fuera de la costumbre, que estas
satisfacciones, en su persona, se manifestaban habitualmente más tarde, y nunca tan
vivamente. Se levantó cauteloso, para evitar que la mujer viera lo que iba a hacer, pues
escrito está que por todos los medios se debe mantener el respeto de un hombre, hasta el
límite de lo posible, y, abriendo con cuidado la puerta rechinante, salió al patio. Era la
hora en que el crepúsculo matutino cubre de un gris ceniza los colores del mundo. Se
encaminó hacia un alpendre bajo, que era el establo del asno, y allí se alivió, oyendo con
una satisfacción medio consciente el ruido fuerte del chorro de orines sobre la paja que
cubría el suelo. El burro volvió la cabeza, haciendo brillar en la oscuridad sus ojos
saltones, luego agitó con fuerza las orejas peludas y volvió a meter el hocico en el
comedero, tanteando los restos de la ración con el morro grueso y sensible. José se acercó
al barreño de las abluciones, se inclinó, hizo correr el agua sobre las manos, y luego,
mientras se las secaba en su propia túnica, alabó a Dios por, en su sabiduría infinita,
haber formado y creado en el hombre los orificios y vasos que le son necesarios a la vida,
que si uno de ellos se cerrara o abriera cuando no debe, cierta tendría su muerte el
hombre.
Miró José al cielo, y en su corazón quedó asombrado. El sol todavía tasrdará en
despuntar, no hay, en todos los espacios celestes, el más leve indicio de los tonos rubros
del amanecer, ni siquiera una leve pincelada rosa o de cereza poco madura, nada, a no
ser, de horizonte a horizonte, en todo lo que los muros del patio le permitían ver, y en la
extensión entera de un inmenso techo de nubes bajas, que eran como pequeños ovillos
aplastados, iguales, un color único de violeta que, empezando ya a hacerse vibrante y
luminoso del lado por donde rompe el sol, se va progresivamente oscureciendo, de más a
más, hasta confundirse con lo que, del otro lado, queda aún de noche.
 
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astaroth1
view post Posted on 9/3/2016, 04:14




En su vida había visto nunca José un cielo como éste, aunque en las largas charlas de los
hombres viejos no fueran raras las noticias de fenómenos atmosféricos prodigiosos,
muestra todos ellos del poder de Dios, arco iris que llenaban la mitad de la bóveda
celeste, escaleras vertiginosas que un día unieron el firmamento con la tierra, lluvias
providenciales de maná, pero nunca este color misterioso que tanto podía ser de los
primeros como de los últimos, variando y demorándose sobre el mundo, un techo de
millares de pequeñas nubes que casi se tocaban unas a otras, extendidas en todas
direcciones como las piedras del desierto. Se llenó de temor su corazón, imaginó que el
mundo iba a acabarse, y él puesto allí, único testigo de la sentencia final de Dios, sí,
único, hay un silencio absoluto tanto en la tierra como en el cielo, ningún ruido se oye en
las casas vecinas, aunque fuese sólo una voz, un llanto de niño, una oración o una
imprecación, un soplo de viento, el balido de una cabra, el ladrar de un perro.
Por qué no cantan los gallos, murmuró, y repitió la pregunta, ansiosamente, como si del
canto de los gallos pudiera venirle la última esperanza de salvación.
Entonces, el cielo empezó a mudar. Poco a poco, casi sin que pudiera darse cuenta, el
violeta se iba tiñendo y se dejaba penetrar por un rosa pálido en la cara interior del techo
de nubes, enrojeciéndose luego, hasta desaparecer, estaba allí y dejó de estar, de pronto
el espacio reventó en un viento luminoso, se multiplicó en lanzas de oro, hiriendo de
pleno y traspasando las nubes, que, sin saberse por qué ni cuándo, habían crecido y eran
ahora formidables, barcos gigantescos arbolando incandescentes velas y bogando en un
cielo al fin liberado.
Se desahogó, ya sin miedos, el alma de José, sus ojos se dilataron de asombro y
reverencia, no era el caso para menos, siendo él además el único espectador, y su boca
entonó con voz fuerte las debidas alabanzas al creador de las obras de la naturaleza,
cuando la sempiterna majestad de los cielos, convertida en pura inefabilidad, no puede
esperar del hombre más que las palabras más simples, Alabado seas tú, Señor, por esto,
por aquello y por lo de más allá.
Lo dijo él, y en ese instante el rumor de la vida, como si lo hubiera convocado con su voz,
o como si entrase de repente por una puerta que alguien abriera de par en par sin pensar
mucho en las consecuencias, ocupó el espacio que antes había pertenecido al silencio,
dejándole sólo pequeños territorios ocasionales, mínimas superficies como aquellos
breves charcos que los bosques murmurantes rodean y ocultan. La mañana ascendía, se
extendía, verdaderamente era una visión de belleza casi insoportable, dos manos
inmensas soltando a los aires y al vuelo una centelleante e inmensa ave del paraíso,
desdoblando en radioso abanico la rueda de mil ojos de la cola del pavo real, haciendo
cantar cerca, simplemente, a un pájaro sin nombre. Un soplo de viento allí mismo nacido
golpeó la cara de José, le agitó la barba, sacudió su túnica, y luego dio la vuelta a su
alrededor como un remolino que atravesara el desierto, o quizá lo que así le parecía no
era más que el aturdimiento causado por una súbita turbulencia de la sangre, el
estremecimiento sinuoso que le recorría la espalda como un dedo de fuego, señal de otra y
más insistente urgencia.
 
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astaroth1
view post Posted on 9/3/2016, 04:45




Como si se moviese en el interior de la vertiginosa columna de aire, José entró en la casa,
cerró la puerta tras él, y durante un minuto se quedó apoyado en la pared, aguardando a
que los ojos se habituasen a la penumbra. A su lado, el candil brillaba mortecino, casi sin
luz, inútil. María, acostada boca arriba, estaba despierta y atenta, miraba fijamente un
punto ante ella y parecía esperar. Sin pronunciar palabra, José se acercó y apartó
lentamente la sábana que la cubría. Ella desvió los ojos, alzó un poco la parte inferior de
la túnica, pero sólo acabó de alzarla hacia arriba, a la altura del vientre, cuando él ya se
inclinaba y procedía del mismo modo con su propia túnica y María, a su vez, abría las
piernas, o las había abierto durante el sueño y de este modo las mantuvo, por inusitada
indolencia matinal o por presentimientos de mujer casada que conoce sus deberes.
Dios, que está en todas partes, estaba allí, pero, siendo lo que es, un puro espíritu, no
podía ver cómo la piel de uno tocaba la piel del otro, cómo la carne de él penetró en la
carne de ella, creadas una y otra para eso mismo y, probablemente, no se encontraría allí
cuando la simiente sagrada de José se derramó en el sagrado interior de María, sagrados
ambos por ser la fuente y la copa de la vida, en verdad hay cosas que el mismo Dios no
entiende, aunque las haya creado.
Habiendo pues salido al patio, Dios no pudo oír el sonido agónico, como un estertor, que
salió de la boca del varón en el instante de la crisis, y menos aún el levísimo gemido que
la mujer no fue capaz de reprimir. Sólo un minuto, o quizá no tanto, reposó José sobre el
cuerpo de María.
Mientras ella se bajaba la túnica y se cubría con la sábana, tapándose después la cara
con el antebrazo, él, de pie en medio de la casa, con las manos levantadas, mirando al
techo, pronunció aquella oración, terrible sobre todas, a los hombres reservada, Alabado
seas tú, Señor, nuestro Dios, rey del universo, por no haberme hecho mujer. Pero a estas
alturas ya ni en el patio debía de estar Dios, pues no se estremecieron las paredes de la
casa, no se derrumbaron ni se abrió la tierra. Entonces, por primera vez, se oyó a María,
humildemente decía, como de mujer se espera que sea siempre la voz, Alabado seas tú,
Señor, que me hiciste conforme a tu voluntad, ahora bien, entre estas palabras y las
otras, conocidas y aclamadas, no hay diferencia alguna, reparad, He aquí la esclava del
Señor, hágase en mí según tu palabra, queda claro que quien esto dijo podía haber dicho
aquello.
Luego, la mujer del carpintero José se levantó de la estera, la enrolló junto con la de su
marido y dobló la sábana común.
 
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astaroth1
view post Posted on 10/3/2016, 22:21




Vivían José y María en una aldehuela llamada Nazaret, tierra de poco y de pocos, en la
región de Galilea, en una casa igual que casi todas, una especie de cubo inclinado hecho
de adobe y ladrillos, pobre entre pobres.
Invenciones del arte arquitectónico, ninguna, sólo la banalidad uniforme de un modelo
infatigablemente repetido. Con el propósito de ahorrar algo en materiales, estaba
construida en la ladera de la colina, ceñida al declive excavado hacia dentro, formando de
este modo una pared completa, la del fondo, con la ventaja adicional de facilitar el acceso
a la azotea que formaba el techo.
Sabemos ya que José es carpintero de oficio, regularmente hábil en el menester, aunque
sin talento para perfecciones cuando le encomiendan obra de más finura. Estas
insuficiencias no deberían escandalizar a los impacientes, pues el tiempo y la experiencia,
cada uno con su vagar, no son suficientes para añadir, hasta el punto de que eso se note
en la práctica diaria, la sabiduría profesional y la sensibilidad estética a un hombre que
apenas pasa de los veinte años y vive en tierras de tan escasos recursos y aún menores
necesidades. Con todo, no debiéndose medir los méritos de los hombres sólo por sus
habilidades profesionales, conviene decir que, pese a su poca edad, este José es de lo más
piadoso y justo que se pueda encontrar en Nazaret, exacto en la sinagoga, puntual en el
cumplimiento de sus deberes, y aunque no haya tenido la fortuna de que Dios lo haya
dotado de facundia suficiente que lo distinga de los comunes mortales, sabe discurrir con
propiedad y comentar con acierto, especialmente cuando viene a propósito introducir en
el discurso alguna imagen o metáfora relacionadas con su oficio, por ejemplo, la
carpintería del universo. No obstante, como le ha faltado en su origen el aleteo de una
imaginación realmente creadora, nunca en su breve vida será capaz de producir parábola
que se recuerde, dicho que mereciese quedar en la memoria de las gentes de Nazaret y ser
legado para los venideros, menos aún uno de aquellos proverbios en los que la
ejemplaridad de la lección se nota de inmediato en la transparencia de las palabras, tan
luminoso que en el futuro rechazará cualquier glosa impertinente, o, al contrario, lo
suficientemente oscuro, o ambiguo, como para convertirse en los días del mañana en
pasto favorito de eruditos y otros especialistas.
Sobre las dotes de María, sólo buscando mucho, e incluso así, no hallaríamos más de lo
que legítimamente cabe esperar de quien no ha cumplido siquiera los dieciséis años y,
aunque mujer casada, no pasa de ser una muchacha frágil, cuatro reales de mujer, por
así decir, que tampoco en aquel tiempo, y siendo otros los dineros, faltaban estas
monedas. Pese a su débil figura, María trabaja como las otras mujeres, cardando, hilando
y tejiendo las ropas de casa, cociendo todos los santos días el pan de la familia en el
horno doméstico, bajando a la fuente para acarrear el agua, luego cuesta arriba, por los
caminos empinados, con un gran cántaro en la cabeza y un barreño apoyado en la
cintura, yendo después, al caer la tarde, por esos caminos y descampados del Señor, a
apañar chascas y rapar rastrojos, llevando además un cesto en el que recogerá bosta seca
del ganado y también esos cardos y espinos que abundan en las laderas de los cerros de
Nazaret, de lo mejor que Dios fue capaz de inventar para encender la lumbre y trenzar
una corona. Todo este arsenal reunido daría una carga más apropiada para ser
transportada a casa a lomo de burro, de no darse la poderosa circunstancia de que la
bestia está adscrita al servicio de José y al transporte de los tablones. Descalza va María a
la fuente, descalza va al campo, con sus vestidos pobres que se gastan y ensucian más en
el trabajo y que hay que remendar y lavar una y otra vez, para el marido son los paños
nuevos y los cuidados mayores, mujeres de éstas con cualquier cosa se conforman.
 
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astaroth1
view post Posted on 10/3/2016, 22:54




María va a la sinagoga, entra por la puerta lateral que la ley impone a las mujeres, y si, es
un decir, se encuentra allí con treinta compañeras, o incluso con todas las mujeres de
Nazaret, o con toda la población femenina de Galilea, aun así tendrán que esperar a que
lleguen al menos diez hombres para que el servicio del culto, en el que sólo como pasivas
asistentes participarán, pueda celebrarse. Al contrario de José, su marido, María no es
piadosa ni justa, pero no tiene ella la culpa de estas quiebras morales, la culpa no es de
la lengua que habla, sino de los hombres que la inventaron, pues en ella las palabras
justo y piadoso, simplemente, no tienen femenino.
Pues bien, ocurrió que un bello día, pasadas alrededor de cuatro semanas desde aquella
inolvidable madrugada en que las nubes del cielo, de modo extraordinario, aparecieron
teñidas de violeta, estando José en casa, era esto a la hora del crepúsculo, comiendo su
cena, sentado en el suelo y metiendo la mano en el plato, como era entonces general
costumbre, y María, de pie, esperando que él acabase para después comer ella, y ambos
callados, uno porque no tenía nada que decir, la otra porque no sabía cómo decir lo que
llevaba en la mente, ocurrió que vino a llamar a la cancela del patio uno de esos pobres
de pedir, cosa que, no siendo rareza absoluta, era allí poco frecuente, vista la humildad
del lugar y del común de sus habitantes, sin contar con la argucia y experiencia de la
gente pedigüeña siempre que es preciso recurrir al cálculo de probabilidades, mínimas en
este caso. Con todo, de las lentejas con cebolla picada y las gachas de garbanzos que
guardaba para su cena, sacó María una buena porción en una escudilla y se la llevó al
mendigo, que se sentó en el suelo, a comer, fuera de la puerta, de donde no pasó. No
había precisado María de licencia del marido en viva voz, fue él quien se lo permitió u
ordenó con un movimiento de cabeza, que ya se sabe son superfluas las palabras en estos
tiempos en los que basta un simple gesto para matar o dejar vivir, como en los juegos del
circo se mueve el pulgar de los césares apuntando hacia abajo o hacia arriba. Aunque
diferente, también este crepúsculo estaba que era una hermosura, con sus mil hebras de
nube dispersas por la amplitud, rosa, nácar, salmón, cereza, son maneras de hablar de la
tierra para que podamos entendernos, pues estos colores, y todos los otros, no tienen,
que se sepa, nombres en el cielo. Sin duda estaría el mendigo hambriento de tres días,
que esa, sí, es hambre auténtica, para, en tan pocos minutos, acabar y lamer el plato, y
ya está llamando a la puerta para devolver la escudilla y agradecer la caridad. María
acudió a la puerta, el pobre estaba allí, de pie, pero inesperadamente grande, mucho más
alto de lo que antes le había parecido, en definitiva es verdad lo que se dice, que hay
enormísima diferencia entre comer y no haber comido, porque era como si al hombre,
ahora, le resplandeciese la cara y chispeasen los ojos, al tiempo que las ropas que vestía,
viejas y destrozadas, se agitaban sacudidas por un viento que no se sabía de dónde
llegaba, y con ese continuo movimiento se confundía la vista hasta el punto de, en un
instante, parecer los andrajos finas y suntuosas telas, lo que sólo estando presente se
creerá.
 
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astaroth1
view post Posted on 10/3/2016, 23:26




Tendió María las manos para recibir la escudilla de barro, que, tal vez como consecuencia
de una ilusión óptica realmente asombrosa, generada quizá por las cambiantes luces del
cielo, era como si la hubieran transformado en un recipiente del oro más puro, y, en el
mismo instante en que el cuenco pasaba de unas manos a las otras, dijo el mendigo con
poderosísima voz, que hasta en esto el pobre de Cristo había cambiado, Que el Señor te
bendiga, mujer, y te dé todos los hijos que a tu marido plazcan, pero no permita el mismo
Señor que los veas como a mí me puedes ver ahora, que no tengo, oh vida mil veces
dolorosa, donde descansar la cabeza. María sostenía el cuenco en lo cóncavo de las dos
manos, cuenco sobre cuenco, como si esperase que el mendigo le depositara algo dentro,
y él, sin explicación, así lo hizo, se inclinó hasta el suelo y tomó un puñado de tierra,
después, alzando la mano, la dejó escurrir lentamente entre los dedos mientras decía con
sorda y resonante voz, El barro al barro, el polvo al polvo, la tierra a la tierra, nada
empieza que no tenga fin, todo lo que empieza nace de lo que se acabó. Se turbó María y
preguntó, Eso qué quiere decir, y el mendigo respondió, Mujer, tienes un hijo en tu
vientre y ese es el único destino de los hombres, empezar y acabar, acabar y empezar,
Cómo has sabido que estoy embarazada, Aún no ha crecido el vientre y ya los hijos brillan
en los ojos de las madres, Si es así, debería mi marido haber visto en mis ojos el hijo que
en mí generó, Quizá él no te mira cuanto tú lo miras, Y tú quién eres para no haber
necesitado oírlo de mi boca, Soy un ángel, pero no se lo digas a nadie.
En aquel mismo instante, las ropas resplandecientes volvieron a ser andrajos, lo que era
figuraa de titánico gigante se encogió y menguó como si lo hubiera lamido una súbita
lengua de fuego y la prodigiosa transformación ocurrió al mismo tiempo, gracias a Dios,
que la prudente retirada, porque ya se venía acercando José, atraído por el rumor de las
voces, más sofocadas de lo que es habitual en una conversación lícita, pero sobre todo
por la exagerada tardanza de la mujer. Qué más quería ese mendigo, preguntó, y María,
sin saber qué palabras suyas podría decir, sólo supo responder, Del barro al barro, del
polvo al polvo, de la tierra a la tiera, y nada empieza que no acabe, nada acaba que no
empiece, Fue eso lo que dijo él, Sí, y también dijo que los hijos de los hombres brillan en
los ojos de las mujeres, Mírame, Te estoy mirando, Me parece ver un brillo en tus ojos,
fueron palabras de José, y María respondió, Será tu hijo.
El crepúsculo se había vuelto azulado, iba tomando ya los primeros colores de la noche,
veíase ahora que dentro del cuenco irradiaba como una luz negra que dibujaba sobre el
rostro de María trazos que nunca fueron suyos, y los ojos parecían pertener a alguien
mucho más viejo. Estás encinta, dijo José, Sí, lo estoy, respondió María, Por qué no me lo
has dicho antes, Iba a decírtelo hoy, estaba esperando a que acabases de comer, Y
entonces llegó ese mendigo, Sí, De qué más habló, que el tiempo ha dado para mucho
más, Dijo que el Señor me conceda todos los hijos que tú quieras, Qué tienes ahí en ese
cuenco para que brille de esa manera, Tierra tengo, El humus es negro, la arcilla verde, la
arena blanca, de los tres sólo la arena brilla si le da el sol, y ahora es de noche, Soy
mujer, no sé explicarlo, él tomó tierra del suelo y la echó dentro, al tiempo que dijo las
palabras, La tierra a la tierra, Sí.
José abrió la cancela, miró a un lado y a otro. Ya no lo veo, ha desaparecido, dijo, pero
María se adentraba tranquila en la casa, sabía que el mendigo, si era realmente quien
había dicho, sólo si quisiese se dejaría ver. Posó el cuenco en el poyo del horno, sacó del
rescoldo una brasa con la que encendió el candil, soplándola hasta levantar una pequeña
llama.
Entró José, venía con expresión interrogativa, una mirada perpleja y desconfiada que
intentaba disimular moviéndose con una lentitud y solemnidad de patriarca que no le
caía bien siendo tan joven.
 
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astaroth1
view post Posted on 10/3/2016, 23:47




Discretamente, procurando que no se viera demasiado, escrutó el cuenco, la tierra
luminosa, componiendo en la cara una mueca de escepticismo irónico, pero si era una
demostración de virilidad lo que pretendía, no le valió la pena, María tenía los ojos bajos,
estaba como ausente. José, con un palito, revolvió la tierra, intrigado al verla oscurecerse
cuando la removía y luego recobrar el brillo. Sobre la luz constante, como mortecina,
serpenteaban rápidos centelleos, No lo comprendo, seguro que hay misterio en esto, o
traía ya la tierra y tú creíste que la cogía del suelo, son trucos de magos, nadie ha visto
nunca brillar la tierra de Nazaret. María no respondió, estaba comiendo lo poco que le
quedaba de las lentejas con cebolla y de las gachas de garbanzos, acompañadas con un
pedazo de pan untado de aceite. Al partir el pan, dijo, como está escrito en la ley, aunque
en el tono modesto que conviene a la mujer, Alabado seas tú, Adonai, nuestro Dios, rey
del universo, que haces salir el pan de la Tierra. Callada seguía comiendo mientras José,
dejando discurrir sus pensamientos como si estuviese comentando en la sinagoga un
versículo de la Tora o la palabra de los profetas, reconsideraba la frase que acababa de
oírle a su mujer, la que él mismo pronunció en el acto de partir el pan, intentaba saber
qué cebada sería la que naciese y fructificase de una tierra que brillaba, qué pan daría,
qué luz llevaríamos dentro si de él hiciésemos alimento. Estás segura de que el mendigo
cogió la tierra del suelo, volvió a preguntar, y María respondió, Sí, estoy segura, Y no
brillaba antes, En el suelo no brillaba. Tanta firmeza tenía que quebrantar forzosamente
la postura de desconfianza sistemática que debe ser la de cualquier hombre al verse
enfrentado a dichos y hechos de las mujeres en general y de la suya en particular, pero,
para José, como para cualquier varón de aquellos tiempos y lugares, era una doctrina
muy pertinente la que definía al más sabio de los hombres como aquel que mejor sepa
ponerse a cubierto de las artes y artimañas femeninas. Hablarles poco y oírlas aún
menos, es la divisa de todo hombre prudente que no haya olvidado los avisos del rabino
Josephat ben Yohanán, palabras sabias entre las que más lo sean. A la hora de la muerte
se pedirán cuentas al varón por cada conversación innecesaria que hubiere tenido con su
mujer.
Se preguntó José si esta conversación con María se contaría en el número de las
necesarias y, habiendo concluido que sí, teniendo en cuenta la singularidad del
acontecimiento, se juró a sí mismo no olvidar nunca las santas palabras del rabino su
homónimo, conviene decir que Josephat es lo mismo que José, para no tener que andar
con remordimientos tardíos a la hora de la muerte, quiera Dios que ésta sea descansada.
Por fin, habiéndose preguntado si debería poner en conocimiento de los ancianos de la
sinagoga el sospechoso caso del mendigo desconocido y de la tierra luminosa, llegó a la
conclusión de que debía hacerlo, para sosiego de su conciencia y defensa de la paz del
hogar.
María acabó de comer. Llevó fuera las escudillas para lavarlas, pero no, ocioso sería
decirlo, la que usó el mendigo. En la casa hay ahora dos luces, la del candil, luchando
trabajosamente contra la noche que se había impuesto, y aquella aura luminiscente,
vibrátil pero constante, como de un sol que no se decidiera a nacer.
 
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astaroth1
view post Posted on 11/3/2016, 00:04




Sentada en el suelo, María todavía esperaba a que el marido volviera a dirigirle la palabra,
pero José ya no tiene nada más que decirle, está ahora ocupado componiendo
mentalmente las frases del discurso que mañana tendrá que decir ante el consejo de
ancianos. Le enfurece el pensar que no sabe exactamente lo que pasó entre su mujer y el
mendigo, qué otras cosas se habrían dicho el uno al otro, pero no quiere volver a
preguntarle, porque, no siendo de esperar que ella añada algo nuevo a lo ya contado,
tendría él que aceptar como verdadero el relato dos veces hecho, y si ella estuviera
mintiendo, no lo podrá saber él, pero ella sí, sabrá que miente y mintió, y se reirá de él
por debajo del manto, como hay buenas razones para creer que se rió Eva de Adán, de
modo más oculto, claro está, pues entonces aún no tenía manto que la tapase. Llegado a
este punto, el pensamiento de José dio el siguiente e inevitable paso, ahora imagina al
mendigo como un emisario del Tentador, el cual, habiendo mudado tanto los tiempos y
siendo la gente de hoy más avisada, no cayó en la ingenuidad de repetir el ofrecimiento de
un simple fruto natural, antes bien, parece que vino a traer la promesa de una tierra
diferente, luminosa, siviéndose, como de costumbre, de la credulidad y malicia de las
mujeres. José siente arder su cabeza, pero está contento consigo mismo y con las
conclusiones a que ha llegado.
Por su parte, no sabiendo nada de los meandros de análisis demonológico en que está
empeñada la mente del marido ni de las responsabilidades que le están siendo atribuidas,
María intenta comprender la extraña sensación de carencia que viene experimentando
desde que anunció al marido su gravidez.
No una ausencia interior, desde luego, porque de sobra sabe ella que se encuentra, a
partir de ahora, y en el sentido más exacto del término, ocupada, sino precisamente una
ausencia exterior, como si el mundo, de un momento a otro, se hubiese apagado o alejado
de ella.
Recuerda, pero es como si estuviese recordando otra vida, que después de esta última
comida y antes de tender las esteras para dormir, siempre tenía algún trabajo que
adelantar, con él pasaba el tiempo, sin embargo, lo que ahora piensa es que no debería
moverse del lugar en que se encuentra, sentada en el suelo, mirando la luz que la mira
desde el reborde del cuenco y esperando a que el hijo nazca. Digamos, por respeto a la
verdad, que su pensamiento no fue tan claro, el pensamiento, a fin de cuentas, ya por
otros o por el mismo ha sido dicho, es como un grueso ovillo de hilo enrollado sobre sí
mismo, flojo en unos puntos, en otros apretado hasta la sofocación y el estrangulamiento,
está aquí, dentro de la cabeza, pero es imposible conocer su extensión toda, pues habría
que desenrollarlo, extenderlo, y al fin medirlo, pero esto, por más que se intente o se finja
intentar, parece que no lo puede hacer uno mismo sin ayudas, alguien tiene que venir un
día a decir por dónde se debe cortar el cordón que liga al hombre a su ombligo, atar el
pensamiento a su causa.
A la mañana siguiente, después de una noche mal dormida, despertando siempre por
obra de una pesadilla donde se veía a sí mismo cayendo y volviendo a caer dentro de un
inmenso cuenco invertido que era como el cielo estrellado, José fue a la sinagoga, a pedir
consejo y remedio a los ancianos. Su insólito caso era tan extraordinario, aunque no
pudiese imaginar hasta qué punto, faltándole, como sabemos, lo mejor de la historia, es
decir, el conocimiento de lo esencial, que, si no fuese por la excelente opinión que de él
tienen los ancianos de Nazaret, quizá tuviera que volverse por el mismo camino, corrido,
con las orejas gachas, oyendo, como un resonante son de bronce, la sentencia del
Eclesiastés con que lo habrían fulminado, Quien
cree livianamente, tiene un corazón liviano, y él, pobre de él, sin presencia de espíritu
para replicar, armado con el mismo Eclesiastés, a propósito del sueño que lo persiguió
durante la noche entera, El espejo y los sueños son cosas semejantes, es como la imagen
del hombre ante sí mismo.
 
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astaroth1
view post Posted on 11/3/2016, 00:25




Terminado, pues, el relato, se miraron los ancianos entre sí y luego todos juntos a José, y
el más viejo de ellos, traduciendo en una pregunta directa la discreta suspicacia del
consejo, dijo, Es verdad, entera verdad y sólo verdad lo que acabas de contarnos, y el
carpintero respondió, Verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, sea el Señor mi
testigo. Debatieron los ancianos largamente entre ellos, mientras José esperaba aparte, y
al fin lo llamaron para anunciarle que, dadas las diferencias que persistían acerca de los
procedimientos más convenientes, adoptaron la decisión de enviar tres emisarios a
interrogar a María, directamente, sobre los extraños acontecimientos, averiguar quién era
en definitiva aquel mendigo que nadie más había visto, qué figura tenía, qué exactas
palabras pronunció, si aparecía regularmente por Nazaret pidiendo limosna, buscando de
paso qué otras noticias podría dar la vecindad acerca del misterioso personaje. Se alegró
José en su corazón porque, sin confesarlo, le intimidaba la idea de tener que enfrentarse
a solas con su mujer, por aquel su modo particular de estar ahora, con los ojos bajos, es
cierto, según manda la discreción, pero también con una evidente expresión provocativa,
la expresión de quien sabe más de lo que tiene intención de decir, pero quiere que se le
note. En verdad, en verdad os digo, no hay límites para la maldad de las mujeres, sobre
todo de las más inocentes.
Salieron pues los emisarios, con José al frente indicando el camino, y eran ellos Abiatar,
Dotaín y Zaquías, nombres que aquí se dejan registrados para eliminar cualquier
sospecha de fraude histórico que pueda, tal vez, perdurar en el espíritu de aquellas gentes
que de estos hechos y de sus versiones hayan tenido conocimiento a través de otras
fuentes, quizá más acreditadas por la tradición, pero no por eso más auténticas.
Enunciados los nombres, probada la existencia efectiva de personajes que los usaron, las
dudas que aún queden pierden mucho de su fuerza, aunque no su legitimidad. No siendo
cosa de todos los días, esto de salir a la calle tres emisarios ancianos, como se ponía en
evidencia por la particular dignidad de su marcha, con las túnicas y las barbas al viento,
pronto se juntaron alrededor algunos chiquillos que, cometiendo los excesos propios de la
edad, unas risas, unos gritos, unas carreras, acompañaron a los delegados de la sinagoga
hasta la casa de José, a quien el ruidoso y anunciador cortejo mucho venía molestando.
Atraídas por el ruido, las mujeres de las casas próximas aparecieron en las puertas y,
presintiendo novedad, dijeron a los hijos que fuesen a ver qué ajuntamiento era aquél a la
puerta de la vecina María.
Penas perdidas fueron, que entraron sólo los hombres. La puerta se cerró con autoridad,
ninguna curiosa mujer de Nazaret llegó a saber hasta el día de hoy lo que pasó en casa
del carpintero José. Y, teniendo que imaginar algo para alimento de la curiosidad
insatisfecha, acabaron haciendo del mendigo, que nunca llegaron a ver, un ladrón de
casas, gran injusticia fue, que el ángel, pero no le digáis a nadie que lo era, aquello que
comió no lo robó, y además dejó regalo sobrenatural. Ocurrió que, mientras los dos
ancianos de más edad continuaban interrogando a María, fue el menos viejo de los tres,
Zaquías, a recoger por las inmediaciones recuerdos de un mendigo así y así, conforme a
las señales dadas por la mujer del carpintero, mas ninguna vecina supo darle noticias,
que no señor, ayer no pasó por aquí ningún mendigo, y si pasó no llamó a mi puerta,
seguro que fue un ladrón de paso, que, encontrando la casa con gente, fingió ser pobre de
pedir y se fue a otra parte, es un truco conocido desde que el mundo es mundo. Volvió
Zaquías sin noticias del mendigo a casa de José cuando María repetía por tercera o
cuarta vez lo que ya sabemos.
 
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astaroth1
view post Posted on 11/3/2016, 00:43




Estaban todos en el interior de la casa, ella de pie, como reo de un crimen, la escudilla en
el suelo y dentro, insistente, como un corazón palpitante, la tierra enigmática, a un lado
José, los ancianos sentados enfrente, como jueces y decía Dotaín, el del medio en edad,
No es que no creamos lo que nos cuentas, pero repara que eres la única persona que vio a
ese hombre, si hombre era, tu marido nada más sabe de él que el haberle oído la voz, y
ahora aquí viene Zaquías diciéndonos que ninguna de tus vecinas lo vio, Seré testigo ante
el Señor, él sabe que la verdad habla por mi boca, La verdad, sí, pero quién sabe si toda la
verdad, Beberé el agua de la prueba del Señor y él manifestará si tengo culpa, La prueba
de las aguas amargas es para las mujeres sospechosas de infidelidad, no pudiste ser infiel
a tu marido, no te daba tiempo, La mentira, se dice, es lo mismo que la infidelidad, Otra,
no esa, Mi boca es tan fiel como lo soy yo. Tomó entonces la palabra Abiatar, el más viejo
de los tres ancianos, y dijo, No te preguntamos más, el Señor te pagará siete veces por la
verdad que hayas dicho o siete veces te cobrará la mentira con que nos hayas engañado.
Se calló y siguió callado, luego dijo, dirigiéndose a Zaquías y a Dotaín, qué haremos de
esta tierra que brilla, si aquí no debe quedar como la prudencia aconseja, pues bien
puede ser que estas artes sean del demonio. Dijo Dotaín, Que vuelva a la tierra de donde
vino, que vuelva a ser oscura como fue antes. Dijo Zaquías, No sabemos quién fue el
mendigo, ni por qué quiso ser visto sólo por María, ni lo que significa que brille un
puñado de tierra en el fondo de una escudilla. Dijo Dotaín, Llevémosla al desierto y
dejémosla allí, lejos de la vista de los hombres, para que el viento la disperse en la
inmensidad y sea apagada por la lluvia. Dijo Zaquías, Si esta tierra es un bien, no debe
ser retirada de donde está, y si es un mal, que queden sujetos a él sólo aquellos que
fueron elegidos para recibirla. Preguntó Abiatar, Qué propones entonces, y Zaquías
respondió, Que se excave aquí un agujero y se deposite el cuenco en el fondo, tapado para
que no se mezcle con la tierra natural, un bien, aunque esté enterrado, no se pierde, y un
mal tendrá menos poder lejos de la vista. Dijo Abiatar, Qué piensas tú, Dotaín, y éste
respondió, Es justo lo que propone Zaquías, hagamos lo que él dice. Entonces Abiatar dijo
a María, Retírate y déjanos proceder. Y adónde iré yo, preguntó ella, y José, inquieto de
pronto, Si vamos a enterrar el cuenco, que sea fuera de la casa, no quiero dormir con una
luz sepultada debajo. Dijo Abiatar, Hágase como dices, y a María, Te quedarás aquí.
Salieron los hombres al patio, llevando Zaquías la escudilla. Poco después se oyeron
golpes de azadón, repetidos y duros, era José que estaba cavando, y pasados unos
minutos la voz de Abiatar que decía, Basta, ya tiene profundidad suficiente.
María miró por la rendija de la puerta, vio al marido que tapaba la escudilla con un trozo
curvo de una cántara rota y luego la bajaba, hasta donde le alcanzaba el brazo, al interior
de la oquedad, después se levantó y tomando otra vez el azadón, echó dentro la tierra,
alisándola, por último, con los pies.
Los hombres todavía permanecieron algún tiempo en el patio, hablando unos con otros y
mirando la mancha de tierra fresca, como si acabasen de esconder un tesoro y quisieran
clavar en su memoria el lugar donde lo habían ocultado. Pero no era de esto de lo que
hablaban, porque de pronto se oyó más fuerte la voz de Zaquías, en tono que parecía de
reprensión sonriente, Vaya carpintero que me has salido, José, que ni eres capaz de hacer
una cama, ahora que tienes a la mujer grávida. Se rieron los otros, y José con ellos, un
tanto por complacerlos, como alguien cogido en falta y que quiere hacer como si no. María
los vio encaminándose hacia la cancela y salir, y ahora, sentada en el poyete del horno,
paseaba los ojos por la casa buscando un sitio donde poner la cama, si el marido se
decidía a hacerla. No quería pensar en la escudilla de barro ni en la tierra luminosa,
tampoco quería pensar si el mendigo sería realmente un ángel o un farsante que
pretendió divertirse a costa suya. Una mujer, si le prometen una cama para su casa, lo
que debe hacer es pensar dónde quedará mejor.
 
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astaroth1
view post Posted on 11/3/2016, 01:10




Fue en el paso de los días del mes de Tamus a los del mes de Av, ya se vendimiaba la uva
y los primeros higos maduros empezaban a pintar entre la sombra verde de las ásperas
parras, cuando estos acontecimientos ocurrieron, unos corrientes y habituales, como el
que un hombre se acerque carnalmente a su mujer y pasado el tiempo diga ella a él,
Estoy encinta, otros en verdad extraordinarios, como fue que las primicias del anuncio
correspondieran a un mendigo que, con toda razón y probabilidad, nada tendría que ver
en el caso, siendo sólo autor del hasta ahora inexplicable prodigio de la tierra luminosa,
depositada fuera de alcance e investigación por la desconfianza de José y la prudencia de
los ancianos. Van llegando los grandes calores, los campos están pelados, todo es rastrojo
y aridez, Nazaret es una aldea parda rodeada de silencio y soledad en las sofocantes
horas del día, a la espera de que llegue la noche estrellada para que se pueda oír el
respirar del paisaje oculto por la oscuridad y la música que hacen las esferas celestes al
deslizarse unas sobre otras. Tras la cena, José iba a sentarse al patio, en el lado derecho
de la puerta, a tomar el aire, le gustaba notar su soplo en la cara y sentir en las barbas la
primera brisa refrescante del crepúsculo. Cuando ya todo estaba oscuro, venía también
María a sentarse en el suelo, como el marido, pero del otro lado de la puerta, y allí se
quedaban los dos, un hablar, oyendo los rumores de la casa de los vecinos, la vida de las
familias, que ellos aún no eran, faltándoles los hijos, Dios quiera que sea niño, pensaba
José algunas veces a lo largo del día, y María pensaba, Dios quiera que sea niño, pero las
razones por las que esto pensaba no eran las mismas. Crecía el vientre de María sin prisa,
pasaron semanas y meses sin que se notara a las claras su estado y, no siendo ella de
darse mucho con las vecinas, por modesta y discreta que era, fue general la sorpresa en
la vecindad, como si hubiese aparecido gorda de la noche al día. Es posible que el silencio
de María tuviese otra y más secreta razón, la de que nunca pudiera establecerse una
relación entre su estado y el paso del mendigo misterioso, precaución ésta que sólo nos
parecerá absurda sabiendo cómo ocurrieron las cosas, si no se diera el caso de que, en
horas de relajamiento de cuerpo y espíritu, María llegara a preguntarse, pero por qué,
Dios santo, al mismo tiempo aterrada por la insensatez de la duda y alterada por un
estremecimiento íntimo, sobre quién sería, real y verdadero, el padre de la criatura que
dentro de sí se iba formando.
Sabido es que las mujeres, en su estado interesante, son dadas a antojos y fantasías, a
veces mucho peores que ésta, que mantendremos en secreto para que no caiga mancha
en la buena fama de la futura madre.
El tiempo fue pasando, un lento mes siguiendo a otro, y el de Elul, ardiente como un
horno, con el viento de los desiertos del sur barriendo y quemando los aires, época en que
las támaras y los higos se convierten en un goteo de miel, el de Tishri, cuando las
primeras lluvias de otoño ablandan la tierra y llaman a los arados a la labra de las
sementeras, y fue al mes siguiente, el de Mathesvan, tiempo de varear la aceituna,
cuando ya más fríos los días, decidió José carpintear un rústico camastro, porque para
cama digna de ese nombre ya sabemos que no llega su ciencia, en la que María, después
de esperar tanto, pueda descansar el pesado e incómodo vientre. En los últimos días del
mes de Quislau y durante casi todo el de Taver, cayeron grandes lluvias, por eso tuvo
José que interrumpir su trabajo en el patio, aprovechando sólo los momentos en que
escampaba para labrar las piezas de gran tamaño, y recluido la mayoría del tiempo en
casa, al abrigo, aunque recibiendo la luz de la puerta, raspaba y alisaba los yugos que
había dejado en basto, cubriendo el suelo a su alrededor de virutas y serrín que después
María barría y echaba al patio.
 
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195 replies since 9/3/2016, 01:50   2756 views
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